Los ilirios siempre habían ocupado un lugar relevante en la imaginación de Filipo. En los incontables juegos que habían llenado su infancia, los ilirios casi siempre eran el enemigo; por terquedad incomprensible, Arrideo, cuando a alguien le caía en suerte ser el rey de Macedonia, él siempre quería ser general ateniense, pero, en opinión de Filipo y sus amigos, el enemigo preferido eran los ilirios, gentes crueles y astutas con una caballería que era casi tan buena como la macedonia. Además, les encantaba aquel aura fascinante de villanía que se atribuye a las razas medio salvajes.
Así, la primera reacción de Filipo cuando le dijeron que iba a ser entregado al rey Bardilis fue un temeroso estremecimiento, pues había oído no pocas historias sobre el trato que los ilirios daban a los prisioneros y la perspectiva de caer en sus manos le ponía los pelos de punta. Luego, pensó que era una cobardía por su parte, pues un intercambio diplomático de rehenes era una cuestión muy distinta, y se dijo que la cosa prometía ser una estupenda aventura. Incluso comenzó a desear que llegase el momento, a condición de poder olvidar la expresión de Alejandro al comunicárselo.
Pero, conforme discurría el verano, a Filipo le parecía que aquella estancia entre los ilirios no iba a llegar nunca. Los únicos jinetes que cruzaron las montañas que constituían frontera entre los dos reinos fueron los emisarios, pues las negociaciones no progresaban, cual si Bardilis quisiera aprovecharlas para algún oculto designio.
Y aquella demora atacaba los nervios a Alejandro.
—¿Qué planeará ese viejo bandido? —decía furioso—. ¿Se imagina que estoy dispuesto a esperar eternamente?
—Podría ir yo en persona —dijo Tolomeo, encogiéndose de hombros, como si estuviera poco convencido de que su intervención personal pudiese servir de algo; pero había previsto sagazmente la reacción del nuevo rey, pues Alejandro aceptó de inmediato.
—Sí, claro que sí. Marcha cuanto antes.
Tolomeo partió a la mañana siguiente para regresar veinte días después con un acuerdo, según el cual se efectuaría el intercambio de rehenes dos semanas después en el paso de Vatokhori. Si había algún convenio adicional, sólo Tolomeo, y quizás el rey, lo sabían.
A Filipo le traía sin cuidado. A él sólo le importaba que dentro de diez días se encaminaría al Norte y se vería lejos del plácido hogar, rodeado de desconocidos y viviendo como un hombre. Probablemente sería peligroso…, esperaba que lo fuese. Ya no podía ni aguantar las pocas horas que le quedaban en Pela.
Pero ante Alcmena ocultaba su impaciencia.
Pobre Alcmena, a quien quería como a una madre; cómo seguía con sus ojos tristes todos sus movimientos. Recordaba que lo mismo había hecho durante las diversas enfermedades de su niñez, cual si temiese verle desaparecer para siempre.
La mañana de su partida tuvo lugar la ceremonia formal de despedida; el rey abrazándole ante un nutrido grupo en el que vio a su madre y —para gozo de su corazón— a su prima Arsinoe. Al montar en el caballo, la miró a los ojos y le sonrió. Creyó advertir una intención de respuesta en los ojos de la muchacha antes de que bajara la vista. Su madre ni le miró.
—Llévate esto, príncipe —musitó Alcmena, que se había acercado cautelosa como una sombra y le tendía una gruesa bolsa de cuero, poniéndole trémula una mano en la rodilla. A Alcmena le daban miedo los caballos, y sobre todo el de Filipo, por lo que sólo su desesperación la había impulsado a acercarse tanto—. El camino hasta ese lugar es largo y tendrás hambre.
Filipo se echó a reír; ni en estas circunstancias era capaz de llamar a los ilirios por su nombre ni admitir su existencia. No iba a Iliria, sino a «ese lugar».
Cogió la bolsa, que aún estaba caliente y olía a cordero guisado —tendría para comer un mes—, y se agachó a besarla en los labios.
—Te preocupas demasiado, Alcmena —dijo, aún riendo—. Puede que el viejo Bardilis al final me corte el cuello, pero no creo que vaya a matarme de hambre.
Tirando con fuerza de las riendas, giró y salió al galope del patio de palacio, obligando a su escolta a cabalgar apresuradamente para darle alcance.
Pese a que aún era verano, los vientos de la montaña que soplaban en el paso de Vatokhori iban cargados de nieve. Filipo tiritaba envuelto en su capa de vellón. No podía evitarlo: tenía la impresión de que jamás volvería a sentir calor. Cruzaba el camino un arroyo de aguas tan frías que parecían tintinear como carámbanos contra las piedras de la orilla.
En la otra orilla, a caballo y con capas ya desgastadas por el uso en el invierno anterior, aguardaban un guerrero ilirio y un chiquillo delgado de unos ocho o nueve años, aferrado a la crin de su montura como si temiera caerse. El niño debía ser de la casa real iliria, aunque poco aspecto regio tenía; moqueaba ostensiblemente y lo único que animaba su rostro era el gesto de disgusto que se concentraba en sus ojos exánimes, sin mostrar interés alguno por aquella comitiva de extranjeros que tan largo camino habían hecho para encontrarse con ellos en aquel desolado paraje.
El guerrero, por el contrario, clavó en Filipo una profunda mirada hostil. Su enorme mano izquierda sujetaba las riendas casi con donaire femenino, pero el resto de su cuerpo fuerte y de aspecto ágil mostraba una indignada rigidez.
—Quizás sí que piensen realmente cortarme el cuello —musitó Filipo para sus adentros, mientras taloneaba los flancos de Alastor; pero, aunque el miedo se le enroscaba en las tripas como una serpiente, no dejó que trasluciera. Conforme su caballo se aproximaba a los ilirios, oía sus cascos salpicando en el poco profundo arroyo a guisa de gritos de mujer presa de pánico.
—Soy Filipo, hijo de Amintas y príncipe de Macedonia —dijo con voz pausada que le sorprendió—. Soy el que has venido a buscar.
El guerrero no dijo nada. Se limitó a estirar el brazo para dar un palmetazo en la grupa al caballo del niño, que comenzó a cruzar las gélidas aguas. Al cruzarse con él, Filipo le miró y vio que el pequeño fijaba sus ojos indiferentes en el vacío, cual si no entendiera o no le importara lo que se estaba llevando a cabo. En lo más profundo de su ser, Filipo sintió un estremecimiento de horror.
Se volvió a sus compañeros, los hombres con los que había viajado durante cuatro días con sus noches, y alzó una mano para despedirse, forzando una sonrisa. Uno de ellos adelantó el caballo unos pasos, como decidido a decir algo, pero se contentó con asir la brida del caballo del niño ilirio para conducirlo hasta el grupo.
—Listos, pues —dijo Filipo mirando a su guía y con la voz de mando que había aprendido de oír a Alejandro—. Condúceme ante el rey Bardilis.
El ilirio no parecía haberle oído. Estuvieron allí en silencio cosa de un cuarto de hora, contemplando cómo el grupo macedonio se alejaba hasta desaparecer. Luego, el ilirio dio media vuelta al caballo y rehízo el camino, sin preocuparse de si Filipo le seguía o no.
Cuando aquella noche pararon para descansar, ya estaban a buena altura y el viento azotaba el modesto fuego, impidiendo que diera calor. Filipo se acurrucó en la capa de vellón, sintiéndose profundamente abatido. Era imposible dormir, no sólo por el peligro de perecer congelado, sino porque el ilirio, que estaba sentado lejos del fuego con la espalda apoyada en una roca, al parecer inmune al frío, no había dicho una palabra en todo el día. La única explicación era que no debía saber griego, pero Filipo, en cualquier caso, no osaba quedarse dormido.
No obstante, consideró que no había peligro, ya que el ilirio había tenido más de siete horas para actuar y no daba la impresión de que fuese un hombre que tuviese que esperar a que la víctima se quedase dormida, pues era un hombrón de aspecto fiero, con barba negra que parecía nacerle justo debajo de los ojos, unos ojos que nunca cerraba, unos ojos inquietos de ave de presa. Cubría su pecho con una casaca de piel sin mangas y en el brazo derecho se le veía una ancha cicatriz quebrada que iba desde el hombro al codo. No, no era un hombre que dudase en matar, y nada podía impedírselo, puesto que él era un rehén desarmado.
Por todo ello, Filipo llegó a la conclusión de que, ya que seguía vivo, seguramente llegaría con vida a presencia del rey Bardilis. Pero esto no cambió para nada la situación. Seguía sin poder dormirse.
Cabalgaron tres días por una serie de valles montañosos, que Filipo sospechó, no sin fundamento, no formaban parte del reino ilirio sino que eran de territorio conquistado a otras tribus. En medio de aquellas grandes praderas que habrían podido dar pasto a buenos rebaños de vacas y ovejas, los pueblos eran de aspecto pobre y desolado, llenos de niños sucios de vientre abultado y ojos tristes; los mayores parecían atemorizados y les rehuían siempre que se cruzaban con alguno en los caminos, sin jamás hablar ni levantar la vista de aquel suelo helado por el que deambulaban. Iban sin armas y daban la impresión de que habrían echado a correr de haber osado, cual si muchos años de brutal dominación les hubiesen hecho perder la dignidad. Filipo no había visto nunca gente que se comportase con tan temeroso servilismo, ya que entre los macedonios el rey era un hombre como los demás, ante quien el más humilde campesino habría desdeñado rebajarse.
Resultaba raro ver aquella miseria y envilecimiento en un paisaje tan espléndido, pues las montañas del Norte eran tan majestuosas que Filipo apenas podía entender que los dioses hubiesen consentido que los mortales las habitaran. Pero también era un lugar cruel. Allí ya había dado comienzo el invierno, a pesar de la hiriente luz del sol, y, por doquier, el agua que rezumaba en las rocas estaba helada cual si hubiese quedado paralizada. En lo alto, en aquel cielo claro que parecía el cosmos, los halcones describían pausadamente grandes círculos, cual silentes profecías de muerte.
A primeras horas de la tarde del cuarto día después de su encuentro en el paso de Vatokhori, Filipo y el ilirio, cuya voz aún no había oído, rodearon un promontorio rocoso que resultó ser la cara de un estrecho desfiladero entre dos montañas. Mientras avanzaban por aquel pasillo pétreo, una defensa natural que fácilmente habrían podido defender veinte hombres contra quinientos, a Filipo le bastó con dar una ojeada para ver los signos de la intervención humana: un bastión excavado en la pared de granito a unos quince codos por encima de su cabeza, un montón de piedras dispuestas de tal modo que un simple toque habría bastado para hacerlas caer sobre cualquier intruso, dos puestos de guardia ocultos en la sombra. No se veía ningún centinela, pero estaba seguro de que les observaban. Era evidente que entraban en alguna plaza fuerte. El desfiladero se ensanchaba al desembocar en una amplia llanura de unas dos horas de camino en su parte más ancha, totalmente rodeada de inclinadas paredes rocosas. En la pared del Este, casi invisible desde donde estaban, había una ciudad de edificaciones de piedra, bastante modesta comparada con Pela, pero ciudad al fin y al cabo. Para los habitantes de aquellos parajes debía ser poco menos que el centro del universo. Filipo y el ilirio cruzaron una mirada —fue como si el guerrero reconociese que hasta a eso le habían obligado, pues en seguida desvió los ojos— y penetraron en la llanura cubierta de nieve. No habría transcurrido un cuarto de hora cuando Filipo oyó un lejano estruendo de cascos de caballos y minutos después veía como se dirigían a su encuentro no menos de cien jinetes a todo galope.
Cuando se hallaban a unos cincuenta pasos, aminoraron la marcha al trote para ponerse al paso, formando una línea de veinte en fondo y, cuando la distancia que les separaba no era de más de ocho o diez pasos, se detuvieron.
El guía asió la brida del caballo de Filipo y tiró de las del propio. Por lo visto habían llegado al final del viaje.
Oyó una voz en una lengua desconocida a la que el ilirio respondió. Ah, no se le había quedado paralizada la lengua. Filipo no entendía palabra de lo que decían, pero vio que el que estaba en el centro de la primera línea de jinetes y había hablado antes debía ser Bardilis, pues era demasiado viejo y se notaba que era el rey.
—Bien, Zolfi —dijo esta vez en griego, con fuerte deje, el viejo de frágil aspecto, probablemente para que Filipo lo entendiese—, por fin me traes a mi biznieto.
—Tu abuela era mi segunda hija, habida de mi tercera mujer —dijo Bardilis en una pausa de la comida. Era tan delgado que parecía una momia, aunque durante el banquete celebrado en honor de su huésped había devorado platos de carne de cabra y mijo, regados con cuantiosas copas de vino—. Eso es al menos lo que recuerdo, aunque hace tanto tiempo que podría equivocarme. Tenía yo veintitantos años cuando ella nació y mucho que hacer como para lamentarme por el nacimiento de una niña. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba.
»Se la di al viejo Arrabayo de Lincestas como prometida para su hijo, y murió de parto hace cuarenta años. De todos modos, a través de ella corre mi sangre por tus venas y soy antepasado tuyo, muchacho. ¡Ja, ja, ja!
Todos rieron en el reducido comedor, Filipo incluido. Había descubierto que le complacía bastante aquel esqueleto de gran señor, aunque en el trato que le daba el rey había cierta familiaridad que le hacía desconfiar instintivamente.
Hasta los criados se echaron a reír, a pesar de que casi ninguno de ellos debía entender griego. Y el propio Pleuratos rió también.
Bardilis había sobrevivido a todos sus hijos, y por eso Pleuratos, cuyo padre había sido el primogénito de Bardilis, estaba considerado como el heredero. Se hallaba en el umbral de la madurez y era un hombre fuerte y robusto, muy serio de ademanes, con ojos algo pequeños para su rostro, lo que le confería una expresión de extraña perplejidad. Hasta aquel momento no había salido una sola palabra de su boca.
Una de las lecciones que había aprendido Filipo escuchando las explicaciones del viejo Glaukón sobre la vida cortesana de Pela era que se puede deducir mucho mirando la cara de los asistentes a un banquete, por estar todos obligados a mostrarse como si se hallasen complacidos, lo que hace que nadie pueda relajarse un solo instante. Glaukón solía decir que hay que ser tonto para encontrar divertidos los banquetes, pues no son más que actos de intriga disimulada. Bastaba con mirar en derredor para comprobarlo; siguiendo las miradas se nota en seguida de dónde dimanan las líneas del poder. Los únicos que están tranquilos en los banquetes son los criados.
Filipo no había asistido a ningún banquete real en Pela, pero comprendía perfectamente que los comentarios de Glaukón eran bien ciertos. Los invitados comían, se gastaban bromas y sonreían, pero sus ojos jamás perdían la expresión angustiada cuando miraban por el cuarto, midiendo siempre la fuerza y la debilidad de unos y otros y tratando de determinar su propia posición. Y resultaba evidente que Pleuratos no era únicamente el heredero de Bardilis, sino también su rival. Bardilis era aún rey, pero el futuro era de su nieto y, como los hombres deben vivir el presente y el futuro, los nobles escindían sus lealtades. Se preguntó con cuánto apoyo contaría ya Pleuratos. Probablemente no importara mucho ya que el tiempo estaba a su favor.
En la puerta de lo que debía ser la cocina, apareció una niña de unos ocho o nueve años; llevaba un jarro de vino que colocó en la mesa ante Bardilis, quien le pasó un brazo por los hombros para darle un abrazo al que la pequeña parecía estar más que acostumbrada.
—Audata, mi biznieta —dijo, mostrándosela a Filipo cual si fuese un trofeo de guerra—. Sólo al final se sabe apreciar a las niñas. A ésta la quiero exageradamente.
Luego, señalando a Filipo, dijo algo a la niña, quien miró al macedonio con ojos muy atentos. Después, dio la vuelta a la mesa hasta donde se sentaba y le tiró de la manga de la túnica, y cuando él volvió la cabeza dispuesto a escuchar lo que quisiera decirle, la pequeña le besó, no en la mejilla como habría cabido esperar, sino en la boca. Tras lo cual, volvió la espalda y salió de la habitación sin detenerse.
Filipo se percató de que se había ruborizado. Pleuratos parecía incómodo, pero no decía nada, y Bardilis se echó a reír.
—A mi nieto le reconcome la envidia —dijo el rey—, visto que su pequeña Audata va siendo una mujercita y comienza ya a afilar su pico. ¡Ja, ja, ja!
El rey dejó de reír de pronto y su rostro se ensombreció, como afligido por una antigua pena.
—Ahora recuerdo su nombre: Dakrua. Se llamaba Dakrua. Podrías ser hijo suyo, joven Filipo de Macedonia, porque tienes sus ojos.
Acto seguido fue como si borrara aquel recuerdo.
—No conozco ese parentesco —dijo Filipo con voz pausada en tono deliberadamente neutro.
El comentario sorprendió a Bardilis con la boca llena y no pareció agradarle, por lo que se apresuró a tragar.
—Imagino que ya nadie lo recordará. Es la gran ventaja diplomática de llegar a ser tan viejo: que se recuerda lo que los demás han olvidado.
Sus ojos, que eran del mismo verde azul que los de Eurídice, y que los de Filipo, se entornaron levemente, como si insinuara más de lo que estaba dispuesto a decir.