—Lo que hay que hacer es interpretar el significado —dijo Glaukón, cuando le contaron lo sucedido—. Las cosas tienen su propia superficie, que a veces oculta la verdad, y después está la verdad. En este caso, la una es una simple versión de la otra.
Filipo y sus amigos habían regresado inmediatamente a Pela, pues tras tan extraño acontecimiento ninguno sentía ganas de competiciones. Además, las heridas que la lechuza había causado con sus espolones en el rostro de Filipo eran profundas y requerían los cuidados de un médico.
Pero no era por eso por lo que Glaukón se mostraba tan serio mientras Nicómaco impregnaba con un ungüento amarillo que picaba más que las ortigas los dos largos cortes paralelos de la mandíbula de Filipo.
—Es sabido que la lechuza es el ave sagrada de Atenea, y la diosa te ha marcado… para bien o para mal, se sabrá a su debido tiempo. Es una diosa sabia y astuta y, como es virgen, ama a los hombres valerosos. Fue la protectora del propio Heracles.
—Y de Odiseo. «La diosa de ojos grises, Atenea, le sonrió y le acarició con su mano».
—«Y le dijo: “Hábil y muy astuto ha de ser quien te supere en maña, a ti que eres tan taimado e ingenioso”.»
Aristóteles sonrió, pues Filipo y él jugaban a encadenar al alimón aquellas citas casi desde que habían aprendido a leer. Su padre se limitó a lanzar un gruñido y siguió curando las heridas de Filipo.
—A lo mejor esto da a entender que va a ser tu protectora —prosiguió Glaukón, como si nadie hubiese hecho ninguna cita—. O quizás sea un aviso por haberla enojado por algo. Ve al templo, príncipe, y ofrécele un sacrificio. Y haz preces para que te revele su voluntad.
—Es un buen consejo —dijo Nicómaco, frunciendo el ceño y mirando a su hijo, como para prevenirle de que no hiciera ninguna objeción—. La prudencia es una buena virtud en todo lo relacionado con los dioses. Y no olvides volver a ponerte el ungüento cada doce horas… Las aves son sucias, las envíen o no los dioses.
—Nada se pierde con hacer preces… aun en el supuesto de que no fuese más que una simple lechuza despertada de pronto por el ruido que hiciste y deslumbrada por el sol. La explicación natural y más evidente suele ser la mejor; pero las preces no hacen mal.
Aristóteles, para mostrar que se había vengado bastante, se sumió en un inocente silencio, observando el consultorio de su padre como si no lo hubiera visto nunca antes.
Pero en cuestiones de religión Filipo no compartía el escepticismo de su amigo, y aquella misma tarde, antes de regresar a casa de Alcmena, que le recibiera junto al fuego con sus cariñosas reprimendas, se dirigió al templo.
Atenea no era una diosa importante para los macedonios, y el templo en el que se le daba culto era modesto, poco más que un altar con unas columnas para delimitar el recinto y un tejado de madera para resguardarlo de la lluvia. Salvo que a la diosa no le complacían los sacrificios al fuego, Filipo no conocía los rituales de su culto y se contentó con ofrendarle una torta de avena y unos mechones de su pelo, esperando que fuese propicio, pues los dioses, como los mortales, tenían sus gustos peculiares. Luego, se sentó en un poyete de piedra junto a la entrada y se concentró para dirigirle una oración conveniente.
Le dolían los cortes y se sentía extraño, como si fuera un intruso. De pronto, adquirió conciencia de ser muy joven y muy anodino. No acababa de recordar nada que hubiese hecho que pudiera ofender a los dioses, y pensar que le hubieran agraciado con el favor divino le parecía absurdo. ¿Quién era él, al fin y al cabo, sino un príncipe sin importancia, destinado a ser simple guerrero de su hermano el rey? ¿Por qué un dios, e incluso aquella diosa Atenea, iban a tomarse la molestia de fijarse en él? ¿Qué iban a querer de él?
Miró la estatua de la diosa que había en un nicho detrás del ara. Era una graciosa figura de mujer, agradable más que hermosa, con una coraza de plata sobre la larga túnica azul, bajo la cual sobresalía un pie con sandalia. Sujetaba una lanza.
—¿Qué me queréis, señora? —musitó, un tanto sorprendido por escuchar su propia voz—. ¿Qué puedo hacer para obtener vuestra bendición?
No hubo respuesta, naturalmente. Tendría que aguardar algún signo favorable —si es que, efectivamente, iba a ser favorecido— y esperar que cuando llegase el momento se le revelaría la voluntad de la diosa.
Cuando comenzaba a sentirse un tanto ridículo, abandonó el templo.
En aquel momento salía del templo de Hera una procesión de doncellas, y aguardó a que pasase. Cuando desfilaban ante él, una de ellas volvió la cabeza, sonriéndole, y Filipo se dio cuenta de que la conocía; era una especie de prima de su misma edad que se llamaba Arsinoe. De inmediato dio en pensar que era el ser más perfecto que había visto en su vida.
Pero no se atrevió a devolverle la sonrisa, y ella apartó la vista como ofendida.
«Eres idiota, Filipo —dijo para sus adentros—. ¿Será realmente ella?».
Sí que lo era. Recordaba que habían jugado juntos de niños, cuando ella aún vestía túnica corta y llevaba las rodillas sucias. ¿Tanto hacía de eso? Entonces no le parecía tan atractiva. Y pensó en cómo tendría ahora las rodillas.
—¿Se te ha revelado la diosa ahí dentro? —Era Aristóteles, que se había acercado a él sin que se diese cuenta—. Tienes aspecto de haber tenido el privilegio de vislumbrar la divinidad.
Filipo se volvió hacia él con una sonrisa exagerada y taimada al mismo tiempo.
—Y lo he tenido, pero no por parte de la diosa Atenea.
Alejandro había crecido creyendo que el rey de Macedonia sería el más feliz y afortunado de los mortales, pero pocos días después de morir su padre comenzó a darse cuenta de la magnitud de su error. Cuando era príncipe heredero, había entendido con perfecta claridad qué se esperaba de él cuando ascendiese al trono, y por su mente no había cruzado la menor duda de que sería un buen rey que cumpliría con su obligación, que, al fin y al cabo, era algo sencillo a más no poder. El rey administraba justicia a sus subditos, favorecía a sus amigos y aniquilaba a sus enemigos; el rey vivía bajo el amparo de los dioses, que le hacían virtuoso en la paz y temible en la guerra; el rey era el elegido por la fortuna. Aquello le había parecido sencillo y evidente. Pero ahora le daba la impresión de que jamás volvería a tener una cosa clara.
No había considerado lo débil que era la nación que había de gobernar ni cuan rodeada se hallaba de enemigos. Las provincias septentrionales de Lincestas y Orestides se hallaban en estado de rebelión por así decir. Atenas se había adherido a la liga calcídica, lo que suponía una amenaza para el acceso de Macedonia al golfo Termaico. Y ahora los ilirios exigían garantías para que el nuevo rey cumpliese los tratados firmados por su padre.
La solución definitiva se hallaba en el ejército, que Amintas había descuidado. Pero Alejandro sabía ser soldado y lo que debía hacerse. Al final, el valor de Macedonia prevalecería contra todas las dificultades.
Y ese valor de los macedonios se podía recobrar; estaba seguro. Bastaría con que los nobles dejasen de intrigar para que él pudiera dedicarse a reconstruir el ejército. Sólo era cuestión de tiempo y un poco de respiro; pero no parecía que fueran a dárselo.
A nadie le preocupaba el ejército. Lo único de que hablaban era de la sucesión.
Y eso, se dijo Alejandro, era hasta cierto punto culpa suya.
Las mujeres le tenían sin cuidado y había pospuesto la elección de esposa. Era su padre quien más habría debido instarle a ello —realmente, la culpa era de Amintas—, pero en los últimos años su padre había estado demasiado ocupado preparándose para morir sin pensar en otra cosa. Por ello, Alejandro no tenía un hijo que le sucediera y sus dos hermanos eran aún menores de edad, lo que supondría una regencia si él moría joven. No obstante, tendría que nombrar heredero a Pérdicas o a Filipo.
La elección debía encerrar dificultad ya que Pérdicas era el mayor; pero Pérdicas era débil y contaba con pocas simpatías. Filipo sería mejor candidato, sobre todo dado que…
No, no podía optar por nombrar heredero a Filipo. A decir verdad, empezaba a tenerle cierto miedo.
Alejandro había descubierto que ser rey era hallarse continuamente enfrascado en embrollos enormes. Tenía que hacer la guerra con Atenas, que no podía ganar, o aceptar una paz que poco a poco estrangularía a la nación; si desafiaba a los ilirios, era muy probable que iniciasen incursiones en la frontera norte, pero si reconocía los tratados vigentes, el rey Bardilis, el viejo bandido, lo tomaría como signo de debilidad y le presionaría aún más. Tenía que elegir entre Pérdicas y Filipo, pero ninguno de los dos le convencía. La vida se había convertido en un lazo que cada vez le oprimía más.
La única escapatoria era la diversión, y eso también empezaba a fallar. En los banquetes que había comenzado a celebrar al principio de su reinado se sentía cada vez más dominado por la bebida y el espectáculo de sus nobles arrojándose copas de vino y huesos de buey medio roídos, y se preguntaba cómo podía soportar la compañía de aquellos puercos zafios. Apenas un mes antes era uno de ellos y vivía en el mejor de los mundos; pero, por lo visto, ser rey significaba desencantarse de todo. Los dioses debían de haber lanzado una maldición sobre la dinastía argeada, pues ser rey de los macedonios era como ser un porquero.
—¿No te diviertes, príncipe?
Como alguien que despierta por efecto de un estruendo, Alejandro no reconoció de inmediato la voz; de hecho, por un instante, pensó que era la suya. Luego, volvió la cabeza y vio a Tolomeo, que se había sentado a su derecha, en el banco que, por tradición, no ocupaba nadie sin expresa invitación del rey.
Tolomeo era su pariente más próximo y su amigo. Tolomeo era como un hermano mayor, con la excepción de que no pertenecía a la línea sucesoria directa y, por lo tanto, no representaba peligro. Él no quería nada para sí. Era evidente que, habiendo sido favorito del difunto rey y llevándose bien con el sucesor, ¿qué podía desear que ya no tuviera? Era una persona en la que Alejandro confiaba sin recelos, y su presencia le animó, predisponiéndole a no tener en cuenta su atrevimiento.
—Son poco más que ganado —musitó Alejandro, haciendo un gesto contenido que, no obstante, abarcó todo el salón.
—Mejor así, dado que el ganado es fácil de dirigir.
Tolomeo sonrió y, aunque a Alejandro aquella sonrisa le resultó profundamente turbadora, lo que había dicho le complació. Pero frunció el ceño por parecerle más conveniente.
—Éstos no. Todos creen ser el pastor, o al menos el buey que va en cabeza.
Alejandro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, que cortó de pronto al darse cuenta de que estaba más ebrio de lo que creía. Miró a Tolomeo, pensando en si se había puesto en ridículo ante él y vio la misma sonrisa misteriosa, como si fuera rasgo fisionómico.
—Bien que intento dirigir a este ganado que son mis subditos —dijo el rey de Macedonia, como hablando consigo mismo—, pero en todas las encrucijadas bajan la cabeza y escarban con las pezuñas, queriendo tomar un camino distinto al que yo les indico. Ni siquiera es desobediencia —aún no lo es—, sólo terquedad.
—El arte de reinar no consiste en señalar un camino u otro, sino en crear la ilusión de que sólo hay un camino, pues a la mayoría de los hombres les agobia elegir y viven más felices sin darse cuenta de que existen distintos caminos.
Tolomeo dejó que su sonrisa se esfumase y bajó la voz en un susurro confidencial.
—¿Hablamos de lo mismo, mi señor? —inquirió—. ¿Hablamos de la sucesión… y de tu hermano Filipo?
Alejandro quedó tan desconcertado por la crudeza de la pregunta y la extraña sensación de que Tolomeo le había leído el pensamiento, que no supo más que asentir con la cabeza.
—Es lo que me imaginaba —añadió Tolomeo, ahora con expresión grave, como un físico que descubre el primer síntoma de una enfermedad—. Un nuevo rey siempre se siente incómodo en el trono, sobre todo cuando no tiene hijos. Teme a sus subditos cual si fuesen una mujer atolondrada que puede dejarle si otro hombre la corteja. Filipo no es más que un niño, pero en su persona concurren signos de grandeza… Hasta se dice que el anciano rey comprendió la voluntad divina en sus últimos momentos y de haber vivido una hora más habría nombrado heredero a tu hermano.
Dicho lo cual, alzó la mano para eludir preguntas.
—Basta con saber lo que se dice, mi señor. De nada serviría saber por boca de quién. Pero si se nombra heredero a Pérdicas, lo cual es de derecho, al ser quien te sigue en edad, se acallarían todas esas voces.
—Y ahora tenemos esa historia de la lechuza —musitó Alejandro entre dientes. Lo sabía porque todos comentaban el curioso encuentro de Filipo: una lechuza y… en pleno día. ¿Cómo no iba a ser la diosa Atenea? Lo había oído contar y no había querido prestar atención para no tener que creer en una intervención de los dioses, pero la interpretación no admitía dudas.
—Sí, se comenta en toda la ciudad. Envía lejos a Filipo —prosiguió Tolomeo—. Espera un poco y, luego, nombra heredero a Pérdicas, de modo que, cuando hagas regresar a Filipo, todos habrán olvidado que tienes otro hermano.
—¿Cómo voy a alejarlo de Macedonia? Creerán que le tengo miedo.
—Miedo debes tenerle, si eres prudente.
Los dos intercambiaron una mirada que no era de odio pero poco le faltaba.
—Pero me es leal y todos lo saben. Si pareciera que le castigo injustamente, se tomaría como signo de debilidad.
La sonrisa volvió a los labios de Tolomeo, y sólo ahora Alejandro se imaginó lo que significaba.
—Los ilirios buscan pruebas de tu buena voluntad —dijo—. ¿Por qué no hacer un intercambio de rehenes diplomáticos? Satisfará a los ilirios sin dar la impresión de que les tienes miedo, y así te quitas a Filipo de en medio.
—Sí…, precisamente. —Ahora fue Alejandro quien sonrió, cual si el ardid fuese suyo—. No le vendrá mal ver un poco más de mundo fuera del hogar de Glaukón. Hasta puede que me lo agradezca, dado que él nunca ha sido muy sedentario. —Nadie pensará mal de ti; se considerará que quieres sancionar los tratados de tu padre con la garantía de la vida de tu hermano.
—Y a mi hermano no le sucederá mal alguno —dijo Alejandro, volviéndose hacia su pariente con expresión casi feroz—. Le tendremos alejado cosa de un año y cuando vuelva no estará peor que cuando marchó. No van a asesinarle esos salvajes.
Tolomeo siguió sonriendo, pero sus ojos eran mortecinos e inexpresivos.
—Es proverbial, mi señor, la hospitalidad de los ilirios.
Durante varios días Filipo sintió picor en el sitio en que le había herido la lechuza. Era una fase normal de la curación, le había dicho Nicómaco; no había señal de que los cortes fuesen a enconarse. No obstante, le había advertido, con sus habituales gestos graves, que debía resistir a la tentación de rascarse.
Pero nadie puede ser virtuoso constantemente, y una mañana, mientras aún daba vueltas dormido en su catre, sin decidirse a abrir los ojos, su mano se dirigió automáticamente a la mandíbula.
Inmediatamente se despertó y se sentó de un salto, preguntándose si no estaría equivocado.
No…, lo notaba. Entre los dos rojos verdugones palpaba un hirsuto pelluzgón. Le estaba creciendo la barba.
Se pasó los dedos por la garganta y el mentón, pero el resto de la cara lo tenía perfectamente liso. Le crecía el pelo entre los dos cortes que le había hecho la lechuza y en ningún sitio más.
Aquélla era la confirmación del augurio divino que esperaba. Sí, eso era. «Eres mío», decía la diosa. «Te he marcado y te he poseído. Me perteneces».
En su mente no cupo ya más duda, pues como prueba de su favor la diosa le concedía la virilidad.
Al cabo de unos días tenía el rostro cubierto por una pelusilla roja dorada, cambio que fue manifiesto a todos, por lo que, cuando fue llamado a presencia del rey, los dos hermanos se vieron frente a frente como hombres por primera vez.
Alejandro asistía a unas maniobras de caballería en las herbosas praderas al norte de Pela y Filipo tuvo que cabalgar toda la tarde para llegar hasta él.
Ya habían terminado ejercicios, y habría no menos de trescientos caballos trabados en grupos de ocho o diez, con la cabeza dirigida al centro de un círculo con sus gráciles cuellos estirados hasta el suelo en el que pacían apaciblemente la alta yerba amarillenta, que a la luz del sol poniente adquiría una coloración de cuero viejo. El humo de los fuegos del rancho enturbiaba el aire, y Filipo vio que a su paso los hombres cansados alzaban la vista de la escudilla sin prestarle mucha atención; los pocos que le conocían sonreían o alzaban una mano saludándole, pero la mayoría clavaba sus ojos antes en Alastor, como recelando sus temibles cascos, sin fijarse en el jinete.
Halló a su hermano mayor en cuclillas con otros cinco o seis, comiendo trozos de carne asada envuelta en rebanadas de pan. El rey vestía una túnica de lino sucia que le llegaba a las rodillas, su hermoso rostro estaba cubierto de polvo y sudor seco, y comía con un cuchillo de hierro más bien propio del hijo de un zapatero. Era un soldado más entre sus compañeros.
Alejandro alzó la vista al notar la sombra del caballo de Filipo y, sonriente, abrió los brazos en cómico gesto de sorpresa.
—Hermanito, ¿cómo es eso? ¿Es barba o es que llevas la cara sucia?
Todos rieron con el rey, Filipo incluido.
—Baja de ese diablo negro y enjuaga el polvo de tu garganta con un poco de este meado de rana —dijo Alejandro, tendiéndole una bota de vino—. ¡Mozo, atiende al caballo del príncipe Filipo!
El mensajero enviado a Pela a buscarle no le había explicado nada salvo que era deseo del rey que acudiera de inmediato, pero Alejandro no parecía tener mucha prisa por decirle a qué se debía su requerimiento y Filipo optó por no preguntárselo de sopetón. Sentía un hambre voraz. Acabó el contenido de la bota, sintiendo en la lengua el último débil chorro, partió un trozo de pan y con él cogió unos trozos de carne del puchero, devorándolos ansiosamente a pesar de que le quemaban el velo del paladar. Y así estuvieron una media hora comiendo todos tranquilamente en silencio.
Cuando acabó, Alejandro se limpió los dedos en la túnica y se tumbó en la hierba con las manos detrás de la cabeza y los ojos cerrados. Casi de inmediato se le oyó roncar suavemente, pues tenía el don del soldado de caer rápidamente dormido como por acto de voluntad. Nadie le prestó atención.
—Tengo que inspeccionar las defensas. ¿Vienes a dar un paseo?
Se estaba poniendo el sol. Alejandro no había abierto los ojos, pero por sus palabras se advertía que estaba bien despierto.
—Estupendo. Empezaba a pensar que te habías muerto.
Alejandro no rió. Por un instante miró a Filipo como si le hubiese abofeteado. Luego, se puso en pie.
—Vamos —dijo—. Los soldados deben ver que el rey se interesa por cómo cumplen su deber.
Mientras efectuaban la ronda de inspección, Filipo observó el modo en que su hermano actuaba y comenzó a entender por qué gozaba de tanta popularidad entre la tropa. Conocía el nombre de todos y a todos dedicaba un comentario; les preguntaba por sus mujeres, sus hijos y el estado del caballo, hablaba con ellos de los ejercicios, elogiándolos y a veces criticando su actuación, pero siempre dando la impresión de haberse fijado con todo detalle en las maniobras. De ese modo estrechaba los lazos de lealtad, pues la tropa ha ser consciente de que su comandante sabe su oficio y no considera indigno interesarse por los más humildes. No olvidaría la lección.
—¿Qué sabes de los ilirios?
Ya era noche cerrada y acababan de inspeccionar el último puesto de vigilancia; la única luz era el fuego de los centinelas. Filipo miró a su hermano a la cara y vio que mostraba una expresión para él desconocida, como si Alejandro se sintiese incómodo por alguna duda.
—Bien poco —contestó—. Sé que son una nación de ladrones, que tienen oprimido al pueblo y que son una peste para los pueblos vecinos. Sé que su rey es un tal Bardilis, un viejo con fama de astuto. ¿Qué más hay que saber?
Alejandro echó la cabeza hacia atrás y rió. Fue una carcajada prolongada en la que había algo de forzado.
—Lo que haya que saber —replicó finalmente— lo sabrás tú antes que nosotros. Bardilis tiene miedo por la fama de guerrero del nuevo rey de Macedonia y quiere una garantía de buena voluntad. Habrá un intercambio de rehenes: él me enviará uno de sus numerosos descendientes y yo le enviaré a tu persona. No olvides tener siempre los ojos bien abiertos. No estarás mucho tiempo y te tratarán como huésped de honor. Casi te envidio, hermanito.
No sabía por qué, pero Filipo tenía la impresión de estar oyendo la voz de otra persona.