Filipo regresó a casa, andando por la callada oscuridad de una ciudad que había quedado sin rey. Había permanecido arrodillado junto al lecho, sin soltar la mano de su padre, mientras el físico Nicómaco cerraba los ojos de Amintas III. Luego, se alzó un murmullo de voces y, uno tras otro, los argeadas fueron aceptando la terrible realidad de la muerte.
De inmediato, Filipo sintió el peso de una mano en su hombro.
—Suelta —dijo Alejandro, zarandeándole con fuerza—. Suéltale la mano antes de que los dedos se le queden yertos y aferrados a los tuyos. Es hora de que vuelvas a casa.
Miraba a su hermano pequeño como si el cadáver del padre fuese de su exclusiva propiedad.
—Guárdate las lágrimas para el entierro.
Ahora ya estarían los esclavos lavando el cadáver del rey, preparándolo para la pira purificadora. Amintas, señor de los macedonios, pertenecía al pasado.
La calma parecía artificial. Filipo no vio un solo rostro en todo el camino hasta la casa de Glaukón. Los barrios cercanos al palacio estaban a oscuras y silenciosos, como si todos se hubiesen escondido, como si aquel entumecimiento que sentía en el pecho se hubiese difundido por los alrededores de palacio. Ya no se entendía a sí mismo. El rey había sido un extraño para él, y en su último suspiro le había llamado «hijo mío», haciendo latir su corazón como una campana que se toca después de años de silencio. ¿Era el cariño de un hijo tan accesible, que aquel hombre podía llegar a su interior y cogerlo a manos llenas, ahora, que ya era tarde para los dos? ¿Era pena aquel sentimiento de haber sido robado? Si era aflicción, Filipo despreciaba aquel sentimiento. Ya no sabía lo que sentía. Alcmena aún estaba levantada, sentada en un taburete junto al fuego con las manos en el regazo. El fuego todavía calentaba la cocina.
—¿Tienes hambre? —inquirió, alzando sus ojos azules implorantes; le había dado de cenar de aquel mismo puchero cuatro horas antes, pero ella creía que la comida era el mejor remedio para cualquier aflicción, del cuerpo y del alma.
Filipo meneó la cabeza. No sabía por qué, pero en aquel momento no habría sido capaz de hablar.
—Pues toma un poco de vino, mi señor.
Lo que hizo fue arrodillarse junto a ella y apoyar la cabeza en su regazo. Inexplicablemente, la aflicción le abrumaba de pronto. Sus ojos se llenaron de lágrimas y un gran sollozo le sacudió. Alcmena le pasó un brazo por los hombros y le acarició el pelo.
—Lo sé, lo sé —musitó con dulce voz—. Mi pequeño príncipe, ya sé qué amargo es aprender esa verdad tan joven.
Al amanecer toda la ciudad sabía que había muerto el rey, y a mediodía todos los soldados estaban reunidos en el anfiteatro situado en la cima de una colina de las afueras de la ciudad para elegir sucesor. Hasta Glaukón, que nunca había estado en combate, acudió a la asamblea con la coraza y la espada, emblema de ciudadanía. Con o sin hechos de armas, todo macedonio era un soldado y era el ejército quien proclamaba al rey.
Filipo, Pérdicas y Arrideo eran aún muy jóvenes para participar y se quedaron al pie de la colina con la multitud de mujeres, niños y extranjeros. Aguardaban sin ansiedad, pues, como todos, sabían el resultado de la elección. La tradición decía que la nación continuaría y sería próspera mientras fuese gobernada por un descendiente de Heracles, por lo que sólo el linaje de los argeadas podía dar un rey. Alejandro era el mayor y no presentaba incapacidad que le hiciera inepto o insultante ante los dioses. De haber sido menor de edad como sus hermanos, se habría designado un regente o incluso habría quedado descartado, pero tenía la edad y era un consumado guerrero admirado por el ejército. Además, había sido designado por su padre. Su elección era segura.
Pérdicas parecía centrar su atención en las ramas de los plátanos que circundaban el anfiteatro. Las ramas altas se mecían levemente bajo una brisa que no se notaba en el suelo y él las contemplaba con mohína concentración, cual si se lo tomase como afrenta personal.
—Ya llevan ahí mucho tiempo —dijo finalmente—. A lo mejor no van a elegir rey a Alejandro.
No podía saberse por su expresión si la idea le complacía o no. El modo en que se tocaba los escasos mechones de barba daba a entender que no estaba muy seguro.
Filipo miró el polvo de sus sandalias, como aturdido.
—Primero tienen que hacer un sacrificio y rezar para que los dioses propicien la decisión. Ten paciencia.
Como en respuesta a sus palabras, una ovación se alzó del anfiteatro, seguida de un sonido áspero e insistente en aumento, cual piedras que chocan entre sí; era el batir de las espadas contra las corazas, el modo en que los macedonios bajo las armas manifestaban su lealtad al nuevo rey.
—¿No ves? —dijo Filipo con una amplia sonrisa, como si se tratase de un triunfo propio—. Ya han elegido.
—Sí…, ya han elegido —dijo Arrideo, rompiendo por primera vez su silencio.
—No te apenes —añadió Pérdicas, mirándole sonriente—. Simplemente, ahora tú y tu hermano pertenecéis a una rama secundaria. ¿O es que ambicionabas ser rey?
—Es de esperar que ninguno de nosotros lo ambicionemos —replicó Filipo, anticipándose a Arrideo—. Debemos rogar para que Alejandro tenga un largo reinado y muchos hijos. Así los macedonios podrán hacer la guerra a sus enemigos en vez de hacerlo unos contra otros.
Pérdicas y Arrideo le miraron como si hubiese dicho una necedad y el mismo Filipo dudó un instante si no la habría dicho.
Pero la duda se disipó con igual rapidez cuando un hombre en atavío de combate apareció en la puerta del anfiteatro y avanzó unos pasos hacia la multitud antes de detenerse. Llevaba un hacha en la mano derecha y en la otra un perro atado a una cuerda. La multitud guardó silencio.
Quizás fuese aquel silencio repentino, lo cierto es que al instante el perro debió sentir el peligro y comenzó a ladrar, ladridos que se transformaron poco a poco en un pavoroso chillido, mientras tiraba desesperadamente de la cuerda que le sujetaba. Era un perro viejo, de movimientos rígidos y con pelos blancos en su morro marrón moteado. El pánico del animal era conmovedor.
El soldado fue muy hábil. Tiró de la cuerda hasta agarrarlo por el collar, se arrodilló y con un rápido movimiento le golpeó en el cráneo con la parte plana del hacha, dejando atontado al animal que ya no opuso resistencia y ni siquiera chilló cuando el soldado lo colocó en una piedra plana junto al camino que bajaba del anfiteatro, para ponerle el pie en el cuello y volver a alzar el hacha.
El siguiente golpe fue mortal, pues el animal lo recibió en la caja torácica, rompiéndole la columna vertebral. El soldado tardó apenas unos segundos en partir en dos el cadáver. Una vez hecho, limpió el hacha en la hierba y se puso en pie, sujetando los cuartos traseros del perro en la mano izquierda para tirarlos al otro lado del camino —trazando una estela de sangre en el aire— y volver a entrar en el anfiteatro. Con aquel rito horripilante, tan antiguo como la creación del estado, se anunciaba la elección del rey de Macedonia.
Momentos después aparecía Alejandro. Iba con coraza y llevaba la espada al cinto, pero no tapaba su hermosa cabeza casco alguno. Al verlo, la multitud prorrumpió en vítores, pero él no respondió a ellos. Se contentó con mirar en derredor con sus fríos ojos azules, como aguardando a que se apagara el estruendo.
En un primer momento, permaneció solo delante de las columnas de la entrada, pero poco a poco fueron agrupándose otros a sus espaldas, que, a diferencia del rey, llevaban casco y muchos de ellos asían lanzas.
La multitud guardó silencio y comenzó a apartarse a ambos lados del camino, abriendo paso al rey y a sus guerreros, que se dirigieron al templo de Heracles en el centro de la ciudad para celebrar la ceremonia de la purificación.
Fue entonces, en el momento en que el ejército de Macedonia iniciaba su solemne procesión, cuando Filipo volvió la cabeza y vio a Pausanias, al otro lado del camino, al pie de la colina, entre un grupo de mercaderes atenienses.
Hijo y nieto de reyes, su lugar habría estado entre los demás nobles, los compañeros del rey, que ahora caminaban detrás de Alejandro y que a partir de aquel momento estarían a su lado en la guerra y en los consejos. Resultaba extraño verle entre extranjeros, cual si fuera un curioso más y no miembro de la casa real.
Pero Pausanias no parecía un argeada; cambiaba nervioso el peso de una pierna a otra y miraba de un lado a otro inquieto, era como si estuviera a punto de huir.
—¿Qué hace ahí? —inquirió Pérdicas, en un tono que daba a entender que se sentía agraviado.
—Quizás temiera que hubiese podido sucederle algo dentro —contestó Arrideo—. A lo mejor, que el primer acto real de Alejandro fuese condenarle a muerte.
Filipo no decía nada, pues Pausanias acababa de darse cuenta de que le habían visto y parecía esforzarse por recordar dónde había visto a aquellos muchachos; y cuando sus ojos se clavaron en Filipo fue como si realmente se atemorizase, ya que su rostro se oscureció y frunció el ceño, cual si le hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. Poco después comenzó a abrirse paso hacia atrás entre la muchedumbre, entre la cual desapareció.
En cualquier caso, Pérdicas ya no le prestaba atención.
—¡Ahí llegan! —gritó en el momento en que el nuevo rey, seguido por su ejército, salía del arco en sombra de la entrada—. ¡Gloria al rey de Macedonia! ¡Gloria a la casa de los argeadas! —exclamó, agitando los brazos entusiasmado y pleno de euforia.
Alejandro se limitó a mirar a su hermano al pasar, pero su mirada era de profundo desprecio.
El cadáver del rey Amintas se había consumido en la pira y los huesos habían sido lavados y envueltos en un paño de oro y púrpura para enterrarlo con los de sus antepasados en Egas. Al día siguiente se celebraban los juegos funerarios.
La reina Eurídice asistió a ellos desde su sitial bajo un toldo en un promontorio a la izquierda del terreno de competición. Era el lugar de honor que nadie le disputaba, pues era la madre del nuevo rey y la línea sucesoria pasaba a sus hijos.
Casi era la única mujer presente, ya que los juegos no eran un acontecimiento público y sólo asistían a ellos la familia del rey difunto y los cortesanos; estaban todos los nobles, decididos a destacar por sus proezas en la lucha, en las carreras de caballos o en el lanzamiento del disco, y el propio Alejandro iba a competir en las carreras pedestres, siendo la reina Eurídice, en su condición de viuda de Amintas y madre del sucesor, quien entregase los trofeos a los ganadores.
En aquel momento, una docena de los compañeros del rey competían en la prueba de lanzamiento de jabalina. Entre ellos estaba Tolomeo. ¡Qué placer le supondría a ella ver el laurel en su frente! ¡Qué momento indescriptible: su amante el más fuerte entre los fuertes!
Pero sabía que no se cumplirían sus deseos, pues los honores de la jornada, que a ella le habría gustado fuesen para él, los acapararían hombres más jóvenes; muchachos, mozalbetes, en realidad, en quienes el tiempo no había hecho mella y a los que, quizás por eso, no podía guardar rencor.
Sus ojos se habrían llenado de lágrimas de resentimiento si, fingiendo desinterés, no los hubiera apartado de los contendientes para mirar al público.
Alejandro estaba en un lateral, rodeado de un círculo de jóvenes, amigos de la infancia, y aspirantes a cargos de relevancia en el reinado que comenzaba. Alejandro era hermoso, inteligente y valiente, pero aún tenía que adquirir experiencia, y tal era su fiero orgullo que él pensaba no necesitarla. La visión del joven entristeció el corazón de Eurídice, pues dudaba que los dioses consintieran en darle larga vida.
Un poco más lejos, con Glaukón el mayordomo, el físico Nicómaco y su joven hijo Aristóteles, de quien todos decían ser muy inteligente, estaba Filipo… Era muy propio de Filipo juntarse con gentes de baja condición, poco más que criados. No parecía agradarle la compañía de sus iguales y sólo valoraba a quienes eran listos o hábiles o tenían el don de alguna virtud. Parecía mentira que por sus venas corriera sangre real.
Pese a ello, de todos sus hijos, curiosamente, a ella se le antojaba Filipo el más parecido a Amintas.
Pero Eurídice detestaba a su hijo más pequeño y ese resentimiento se debía a que, conforme lo había ido engendrando en sus entrañas, había comenzado a odiar al padre. La casa de los baquíadas reinaba en Lincestas desde tiempos inmemoriales, y los argeadas reivindicaban la soberanía de toda Macedonia, pero no desde la época del primer Alejandro, pues los lincestas guerreaban y establecían tratados, a veces con los enemigos de los argeadas, a su conveniencia; por ello su rey Arrabayo buscó entre las mujeres de la casa real de Iliria esposa para su hijo Sirras que había perdido hacía poco a la madre de su hijo. Esta mujer había tenido dos abortos y murió al dar a luz una hija… llamada Eurídice.
Y Arrabayo, viendo la debilidad de los argeadas, había obligado a Amintas a esposar a su nieta, para que en el futuro los reyes de Macedonia fuesen de su misma sangre. Así, Eurídice, con quince años, se vio esposa real en una corte extranjera, rodeada de gentes que, por su educación, estaba acostumbrada a considerar enemigas y opresoras.
Pero había cumplido, dando a Amintas un hijo, una hija y otro hijo, y el rey su señor la había tratado con indiferente benevolencia. Había sido uno de tantos casamientos reales por conveniencia, así entendido por ambas partes y, por lo tanto, tolerable.
Pero luego, su padre Sirras, que hacía tiempo había ascendido al trono y soñaba con acabar con la tiranía de los argeadas, se había aliado con su suegro Bardilis, rey de los ilirios. Era la guerra, y Amintas se vio obligado a ceder territorio y tolerar, ya que no aceptar, la independencia de los lincestas.
Y se vengó en su esposa. Fue tal su rencor, que la habría matado de haberse atrevido, pero no osó; por el contrario, creció en él una lujuria senil y la utilizó como una furcia tabernaria, pese a que aún se hallaba débil por el parto de su segundo hijo, o quizás fuese por matarla de aquel modo, para que su nombre no sufriera tacha.
¡Cómo había llegado a odiarle aguantando su peso sobre su vientre! Y cómo se había él complacido en degradarla, entregándose a los más horribles apetitos. Qué cosas le había hecho y obligado a hacer… Aun después de tantos años, recordaba ella aquella época temblando de pavor.
Finalmente, volvió a quedar embarazada, y Amintas no volvió a tocarla.
Y de todo aquello atribuía las culpas a Filipo. Había estado a punto de morir al traerle al mundo y se lo habían quitado para dárselo a cuidar a otra, para que fuese el hijo de otra, casi un extraño para la que le había dado la vida. Quizás de no haber sido así, si la hubiesen dejado amamantarle… Pero se le había secado la leche y con ello la última oportunidad de engendrar cariño para aquel hijo, que aún no estaba marcado por la maldición, producto del odio de una esposa hacia el marido que había lacerado su alma.
Quizás al final, Filipo le resultara más dañino.
—Yo tendría que estar con los contendientes —dijo Pérdicas huraño, sin mirarla—. Con ellos estaría si no me hubieses desanimado.
La reina Eurídice volvió la vista hacia su hijo mediano, que estaba sentado a su mano derecha; le sonrió, pues sentía por él el amor de una madre por el hijo más débil. Pérdicas era un muchacho inteligente y al mismo tiempo bobo, en el sentido de quien cree cosas que sabe son falsas.
—¿Y en qué habrías competido? —inquirió ella—. No tienes condiciones de atleta.
—Igual que cualquiera —replicó él frunciendo ceño, sin quitar ojo de los lanzadores de jabalina.
Fruncía el ceño porque sabía que era torpe físicamente y no quería admitirlo, ni siquiera incluso en lo más profundo de su corazón.
—Eres joven, y las hazañas en el terreno de juego son cuestión de experiencia.
De hecho, ambos sabían que ella le había desanimado para que no hiciese el ridículo. No era el momento de provocar la risa de Alejandro y sus amigos.
—Son los juegos funerarios de tu padre —añadió ella—. Hay momentos en que conviene mantener una compostura digna.
Pérdicas estuvo a punto de decir algo, pero se lo calló. La madre, para no avergonzarle, volvió a centrar la atención en la arena.
Los contendientes ya habían lanzado tres jabalinas de las cinco estipuladas, y estaba claro que la competición iba a dirimirse entre dos de ellos; pero no era Tolomeo uno de éstos, pese a que sus tres jabalinas se habían clavado en la arena no muy lejos de las de los otros dos.
Estaba sentado en tierra, con la jabalina apoyada en las piernas, aguardando el turno para el cuarto lanzamiento, cuando otro contendiente se volvió hacia él y le dijo algo que le hizo echar la cabeza hacia atrás riendo, viéndose su barba relucir al sol como hierro pulido. Había ya en aquella brillante negrura algunas hebras grises —a Eurídice le dio un vuelco el corazón al pensar en el roce sobre su piel—, pero conservaba el aspecto y el porte de un joven.
Aunque hacía todo lo posible por mostrarse impávida, Eurídice notaba aquella quemazón en las entrañas. Siempre le sorprendía y hasta, en cierto modo, la asustaba que la simple vista de aquel hombre la trastornase a tal extremo. Debía ser que los dioses únicamente otorgaban un amor así a quienes querían destruir. Estaba convencida de que moriría o desearía la muerte, por alguna locura a la que su pasión la abocara, pues no por ello el amor no la había cegado; sabía la clase de hombre a quien amaba, un ser peligroso y sin escrúpulos, irracionalmente codicioso por el poder que iba a escapársele. Un hombre destinado a acabar mal. Y no ignoraba que no correspondía a su amor y que sólo se valía de ella como instrumento de su ambición. Lo sabía, pero no podía luchar contra ello. Y prueba innegable de la animadversión de los dioses hacia ella era que le permitiesen ver tan claramente cómo se encaminaba a su perdición.
¿Pero qué era eso comparado con el arrebato de verle, de sentirse apretada entre sus brazos, oliendo su piel cálida? Y cuando llegase el final, pese a los males y sufrimientos que ese final le deparase, sabía que sería inútil lamentarse.
Los dos últimos lanzamientos de Tolomeo no mejoraron en nada su posición en la competición, que ganó Cratero, hijo mayor de Antipater, señor de los edones. Sabiendo cómo había que tratar a esos reyes, Tolomeo abrazó a Cratero y felicitó al padre por la hazaña de su heredero; Tolomeo era una persona que aprovechaba cualquier oportunidad para hacer amigos. Después, fue a sentarse en tierra a los pies de la reina Eurídice, demostrando así a quien quisiera verlo el favor de que gozaba y cómo había prosperado en la casa de los argeadas.
—Es un deporte para muchachos —dijo, sin hablar con nadie en concreto—. Cuando era joven no tenía rival, pero la fuerza merma. A mi edad debería contentarme con quedarme en las gradas aplaudiendo el triunfo de un hijo.
—Lo harás cuando tu hijo tenga edad de competir… y aún puedes tener otros.
La reina Eurídice sonrió. No, no se burlaba de él, pues sabía que no le afligía mucho que su segunda esposa resultara estéril.
—Sí, aún no estoy tan decrépito como para no engendrar hijos —replicó.
Pérdicas tosió molesto. Quizás fuese que le fastidiaba que le dejasen al margen, pero parecía incómodo; que su madre y el marido de su hermana fuesen amantes era un hecho que resultaba evidente y duro de reconocer, incluso para él. Por consiguiente, se mostraba más deseoso que de costumbre por llamar la atención de Tolomeo.
Tolomeo respondió desviando la mirada hacia el terreno de juego, en donde iban a iniciarse las carreras pedestres. Alejandro, desnudo, con el cuerpo brillante de sudor y aceite, estaba en cuclillas con la cabeza casi entre las rodillas, entregado a un extraño ritual preparatorio. Ganaría la carrera y daba la impresión de que lo sabía, y sabía también que su triunfo no sería un adulador tributo a nadie más que a sí mismo, una victoria plenamente suya, pues podía correr con tal velocidad e irresistible gracia que parecía que sus pies no tocaban el suelo.
El contraste entre el nuevo rey de Macedonia y su desgarbado y receloso hermano no podía ser más evidente.
—Ahora que es rey, Alejandro debería mostrarte más favor —dijo Tolomeo, volviendo la cabeza y dirigiéndole de improviso una de sus sonrisas radiantes e insondables—. No te concede la dignidad debida… y eso está mal y es absurdo.
Se dio comienzo a la carrera. Alejandro se puso en seguida en cabeza, entre aclamaciones de la multitud, pero ellos tres siguieron aislados en su silencio. Puede que hasta estuvieran mentalmente cada uno en otro lugar distinto imaginario, sin prestar atención a los demás. Tolomeo seguía dedicando a Pérdicas su zalamera atención, mientras que el muchacho, casi ruborizado de complacencia, trataba de hallar algo que contestarle. Era una escena juguetona e inocua como entre amantes.
Eurídice sintió frío en el corazón al mirar a su hijo predilecto y a aquel hombre que le era más imprescindible que el aire que respiraba, tratando de descubrir la trampa que encerraba aquella sonrisa misteriosa y cautivadora.
Filipo no admitía la marginación. Era aún muy joven para competir en los juegos funerarios de su padre, pero había decidido organizar otros por su cuenta; habría una carrera de caballos en la que se enfrentaría a Arrideo y al renuente Aristóteles; y habría lucha, tiro al arco y recitación de poemas, pues a Aristóteles, que casi se sabía de memoria la obra de Hornero, tenían que dejarle ganar algo.
Pero la carrera de caballos era el meollo de la cuestión. Era evidente que la ganaría Filipo —¿cómo no iba a ganarla con su nuevo corcel?—, pero el triunfo casi carecía de importancia ante el simple placer de galopar por las vastas praderas de las afueras de la ciudad, con el viento acariciando como agua sus cuerpos desnudos y oyendo el ruido hipnótico que hacían los cascos de los caballos en la tierra. Olvidaría lo que había sucedido en los últimos días, durante los cuales su vida había estado enroscada como una serpiente. Lo olvidaría todo y volvería a ser simplemente un muchacho montando un corcel rápido y peligroso. La carrera por sí sola era premio más que suficiente.
Había un robledal a cosa de media hora de camino de la puerta norte de la ciudad. Ésa sería la meta y allí podrían celebrar las otras competiciones, a salvo de las miradas de Alejandro y sus amigos, pues Filipo había adquirido una especie de terror a las burlas de su hermano. Luego, volverían a casa y Alcmena les daría un banquete triunfal. Puede que hasta les sirviese vino con muy poca agua para que se embriagasen.
Para los soldados de la puerta norte fue una pausa en la rutina del turno de guardia. Se rieron y decidieron apostar por los contendientes y uno de ellos aceptó dar la salida. Se situó unos veinte pasos delante de los tres jinetes con la espada en alto y, nada más bajarla, Filipo taloneó los flancos de su corcel negro y partió raudo tomando la delantera.
En esos primeros momentos siempre tenía la sensación de que le chupaban el aire de los pulmones, pues era imposible prever la rapidez de aquel animal. El paisaje desfilaba borroso ante sus ojos y el único sonido que oía era el furioso galopar de Alastor. Soltó las riendas y se inclinó hasta casi tocar con la cara el cuello del caballo, y volvió a notar aquella extraña sensación de haberse fundido con el animal en un solo ser, cual si sintiera a través del cuerpo del caballo y pensase con su cerebro. Cabalgaba pletórico de gozo.
Tras aquel primer arranque, el galope del corcel se hizo más rítmico y Filipo pudo escapar al sortilegio. Sabía que había dejado a sus compañeros muy atrás; el caballo castrado de Arrideo no podía compararse con el suyo y el de Aristóteles ni siquiera era macedonio, así que tiró un poco de las riendas.
—Alastor, algún día harás que nos matemos —musitó, a lo cual el caballo agachó inmediatamente la cabeza y aminoró la carrera.
Filipo veía ya el robledal que hacía de meta.
Al llegar a él, el caballo estaba cubierto de sudor. Filipo se internó al galope en la arboleda, en la que el sol se filtraba, dejando en el suelo manchas de luz como manos, deteniendo al caballo y haciéndole dar una vuelta completa en círculo hasta quedar de cara a por donde habían venido. Había tenido cuidado de no forzar al animal demasiado en aquella distancia, pero le complació ver que había sacado a Arrideo una ventaja de unos doscientos pasos y a Aristóteles no menos de trescientos. Continuaban al galope y ya se aproximaban.
En un arrebato de euforia alzó el brazo y entonó un canto guerrero, poniendo a Alastor a medio galope.
Y sucedió nada más salir de la arboleda e irrumpir de nuevo a la luz del sol; y todo, con inusitada rapidez. En el preciso instante en que Filipo levantaba la vista, un grito terrible y salvaje desgarró el aire, al tiempo que el corazón se le helaba al ver que sobre él se abalanzaba una enorme lechuza.
Vio sus espantosos ojos asesinos, vio sus garras y sus agudos espolones y comprendió que se le venía encima como una piedra que cae del cielo. Nunca se había sentido tan vulnerable; era incapaz de alzar los brazos para protegerse. El pánico le tenía paralizado.
Y en ese momento, lo que debió ser el último momento, la lechuza extendió sus grandes alas, como borrando todo lo existente, Filipo sintió un roce en el rostro, una punzada de dolor y… nada.
Ni siquiera se percató de que había caído. Acto seguido, se vio tumbado en tierra, mirando el cielo y viendo como la lechuza remontaba el vuelo con las alas desplegadas, para virar describiendo una enorme curva y desaparecer.