El corcel tenía dieciocho manos de altura y era salvaje como un diablo. Los músculos bajo su piel negra y suave se abultaban y estremecían mientras trotaba de arriba abajo dentro de la recia cerca de madera, levantando tierra con sus cascos y buscando por dónde escapar. Ya se había percatado de que no había escape, pero la furia no le dejaba estarse quieto.
—Éste es muy fino, ¿verdad? —dijo Alejandro, príncipe heredero de Macedonia, mirando al animal, apoyado en la cancela.
Era un joven alto y rubio de belleza casi sobrenatural, y su porte sugería la gracia animal congénita del guerrero. Miraba al semental con sus ojos azul claro, unos ojos rapaces que reflejaban una extraña mezcla de admiración y envidia, cual si el noble bruto fuese a la vez su presa y su rival.
—Lo encontramos en las praderas orientales, con una manada de yeguas para él solo. Antes de que lográsemos capturarle rompió de una coz la pata de un caballo y casi mata al jinete.
El príncipe se volvió hacia los que le acompañaban y detuvo la mirada en sus dos hermanos más pequeños. Pérdicas, el mayor, que ya mostraba una pelusilla cobriza en el mentón, bajó la vista de inmediato, haciendo que Alejandro sonriese de un modo que habría podido ser afecto pero que lo más probable era que fuese desdén.
—Pérdicas, ¿qué dirías si te regalase este magnífico animal? ¿No valdría la pena correr cierto peligro? Te lo regalo si consigues montarlo hasta contar diez.
Pero Pérdicas, que, a pesar de su incipiente barba, no era más que un niño, meneó la cabeza sin osar mirar a su hermano a la cara.
—¿Es que piensas vivir eternamente?
Todos los jóvenes fuertes y valerosos amigos de Alejandro se echaron a reír y el jovencito enrojeció avergonzado.
—Nuestro hermano Pérdicas es bastante buen jinete —dijo el más pequeño de los hijos del rey Amintas, con voz aún atiplada de niña—, pero no para probar con un caballo salvaje… y menos ése; y no es tan tonto como para romperse la crisma porque le hayas provocado. De todos modos, si el caballo no lo quieres para ti, regálamelo en iguales condiciones.
Filipo miró a su hermano mayor como un hombre que mira al sol. Hasta entornaba los ojos y su sonrisa dejaba ver unos dientes blancos y uniformes en un rostro que irradiaba fuerza e inteligencia más que belleza. Admiraba como nadie a Alejandro, pero no por eso se dejaba intimidar.
Su actitud era tan evidente que Alejandro no pudo por menos de echarse a reír.
—Hermanito Filipo, «amante de los caballos» —dijo poniéndose las manos en las rodillas y agachándose un poco, cual si hablase con un niño muy pequeño—, aunque yo mismo te monté en un caballo antes de que supieras andar, sé que ese demonio negro te tirará en seguida.
El muchacho se volvió a mirar al caballo, que por un instante agachó la cabeza y luego se encabritó como lanzando un desafío.
—No seas loco —musitó Pérdicas, con voz profunda de temor, cual si pensase que el caballo pudiera oírle—. Filipo, ese caballo es un asesino. Alejandro —añadió, volviéndose hacia su hermano mayor casi enojado—, no sigas con esta locura. Si provocas su temeridad, tus manos se mancharán con la sangre de Filipo igual que si lo hubieras matado.
Todos se echaron a reír, Alejandro incluido, pese a que su carcajada transparentaba inquietud. Pero quien más rió fue Filipo.
—Tiene razón, Filipo. Yo mismo dudaría…
—Pero yo no —replicó el hijo menor de Amintas con expresión decidida e imperiosa—. Quiero ese caballo, hermano. ¿Te echas atrás en lo dicho? Pues será que me crees tan cobarde como tú.
Se hizo un súbito y tenso silencio. Tan sorprendido estaba Alejandro que ni siquiera dio muestras de cólera; era como si acabara de recibir un mazazo.
En ese momento, uno de sus amigos, un joven llamado Praxis, le puso la mano en el hombro.
—Vamos, Alejandro, sé razonable —dijo con voz tranquila y conciliatoria, como quien habla a una mujer apenada—. No te dejes arrastrar a esa locura porque un niño te insulte. Dale una zurra por descarado si quieres, pero déjalo de una vez.
Alejandro le apartó de un manotazo.
—No. Lacead al caballo y que mi hermanito Filipo cumpla su deseo. Ahora veremos, «amante de los caballos»… ¡Qué se mate si quiere!
Alzó la mano lleno de impaciencia y volvió a bajarla.
—¿Tendré que hacerlo yo? —gritó, dirigiéndose hacia la cerca como si realmente fuese a entrar—. ¡Echadle inmediatamente un lazo para que Filipo el semidiós lo monte!
Hizo falta casi un cuarto de hora para lacear al caballo salvaje, y fue necesaria otra cuerda para inmovilizarlo y que dejase de encabritarse y lanzar coces a sus captores. En otro caballo, esa violencia no habría sido más que indicio de simple pánico, pero aquél era como si bullese de furia y de deseos de venganza.
—Bien, «amante de los caballos», ahí lo tienes. Que lo disfrutes.
Alejandro sonrió aviesamente a su hermano pequeño, quien en aquel momento sintió una especie de pena, como si hubiese perdido algo para siempre. El príncipe heredero se lo leyó en el rostro pero lo interpretó equivocadamente.
—Si tienes miedo, dilo. No vamos a tomarte por cobarde.
La palabra picaba como una ortiga, pero Filipo meneó la cabeza.
—No tengo miedo —contestó, saltando la cerca. Dos mozos, con movimientos rápidos y recelosos de quien se sabe en peligro, echaban ya una brida por la cabeza del animal, al tiempo que Filipo se le acercaba despacio de frente hacia la izquierda mientras el caballo le observaba con un enorme ojo furioso, cual si supiera que él era el único adversario que importaba. Relinchó levemente cuando el joven le puso la mano en el cuello.
—Ya está —musitó Filipo, acariciándole el suave pelaje, tan negro que parecía brillar al sol como una piedra preciosa—. No te asustes. Ya verás como nos llevamos muy bien.
El caballo quiso empujarle con la cabeza pero simplemente le rozó el hombro con los belfos, casi como una caricia.
Filipo cogió la riendas inesperadamente y, sin darle tiempo a reaccionar, se aferró a las crines y lo montó de un salto.
—¡Soltad los lazos! —gritó, mientras el animal corcoveaba enloquecido—. ¡Soltadle y apartaos!
No necesitaba repetirlo dos veces. Vio cómo los mozos soltaban los lazos y echaban a correr hacia la cerca, y casi al instante notó que subía y acto seguido sintió como si estuviera suspendido en el aire… Se le había escapado el caballo de debajo.
Volvió a caer con una fuerza que le hizo sentirse como destrozado por dentro, pero logró aferrarse al animal con las piernas y mantenerse montado. Tiró de las riendas para ejercer algún dominio, pero el animal tenía una boca de hierro y el freno no servía de nada.
El caballo se encabritó, pateando el aire y luego coceó de ancas desviando el cuerpo hacia la izquierda, pero ya Filipo le agarraba de las crines, pendiente tan sólo de no caer entre sus terribles cascos. Dos, tres veces se enderezó en el lomo, consciente de que si perdía el equilibrio lo más probable era morir nada más caer a tierra. Y luego…
No acababa de entender qué había sucedido, salvo que caía… Era como sumergirse en un estanque. El caballo dio una coz y un dolor tremendo, semejante a un trallazo de luz ardiente y blanca, estalló en su cabeza. Estiró los brazos para amortiguar la caída y se echó a rodar para apartarse y que el animal no volviese a darle.
Y eso fue todo. Se irguió sentado y miró al sol. Le dolía la cara y notaba que sangraba, pero estaba vivo. Era como si estuviera totalmente solo. Volvió la cabeza y vio al caballo a unos quince o veinte pasos, quieto y tranquilo, sin mirarle. Era casi ofensivo.
Llegó Alejandro corriendo a ayudarle, pero Filipo le apartó; se puso en pie solo y al cabo de unos segundos estaba convencido de que no volvería a caer.
—Estoy bien —dijo, llevándose la mano a la mejilla. Sangraba por debajo del ojo, pero no era una herida considerable—. Estoy bien… Echadle el lazo, que pruebe otra vez. Esta vez lo domaré.
—Vamos a llamar al viejo Nicómaco a que te atienda —dijo Alejandro, inclinándose para mirar la herida—. A lo mejor te ha roto el hueso…
—¡Alejandro, que laceen el caballo! —gritó Filipo, ahora ya enfurecido y dando una patada en el suelo.
—Filipo, el caballo es tuyo si tanto lo quieres —le contestó Alejandro a voces—. ¿No ves que es un demonio, negro por dentro y por fuera…? Suerte tienes de estar vivo. Conténtate con haberme demostrado que eres un hombre.
—¡Pero no se lo he demostrado a él!
Las lágrimas le corrían por las mejillas. Estiró el brazo, señalando al animal, con el puño cerrado y tembloroso, e inmediatamente montó en cólera.
—Que laceen el caballo —susurró—. Que lo hagan, hermano, o lo haré yo. Será un demonio pero no podrá conmigo. Ahora ya conozco sus trucos. Lo montaré.
—¿Tú solo, hermanito? —dijo Alejandro sonriente, pero conteniendo en cierto modo su impaciencia, pues aludía a la historia que siempre contaba el viejo Glaukón de los primeros intentos de Filipo al dar los primeros pasos, cuando apenas tenía un año, rehusando enfurecido a quienes le ayudaban, chillando con su vocecita ceceante: «Yo solo, yo solo»—. Entonces sólo te caíste de culo, pero ahora te puedes romper la crisma.
—Que lo laceen, hermano.
La sonrisa se borró del rostro de Alejandro. Le bastaba con mirar a su hermano a los ojos para darse cuenta de que era inútil discutir. Alzó una mano, casi encogiéndose de hombros, y dio la orden.
Filipo se sentó en la hierba, tocándose la cabeza, herido en su orgullo, mientras los mozos se llegaban de nuevo al caballo. El animal se había enredado las riendas en las manos, por lo que esta vez no costó tanto lacearlo e inmovilizarlo; además, ya no parecía tan asustado de que se le acercasen, cual si estuviese seguro de deshacerse de quien quisiera montarlo.
—Los dioses castigan el orgullo —se dijo Filipo para sus adentros, entornando los ojos levemente para medir la masa dura y negra de su adversario—, pero aún falta saber si son los tuyos o los míos, amiguito.
Se puso en pie y caminó erguido hasta los mozos y el caballo. Nada más hacerles señal soltaron los lazos y él apretó las piernas contra los costados de la montura, agachándose hasta casi tocar con el pecho las crines. Entre salvajes resoplidos, el caballo volvió a encabritarse y a saltar con toda la fuerza posible de sus cuartos traseros, pero, como Filipo había previsto, cayó con suavidad sobre las patas delanteras. La sacudida hacia la izquierda del animal tampoco le soprendió y fue como si con aquel movimiento el caballo fuese a recogerle para que no cayera. El animal volvió a encabritarse, relinchando con increíble furia, y se encorcovó de nuevo repetidas veces con más fuerza para liberarse de la carga, pero Filipo supo mantenerse a horcajadas. Finalmente, cambiando de táctica, el caballo se quedó quieto un instante y a continuación comenzó a galopar de arriba abajo dentro del corral.
—Abrid la puerta —gritó Filipo, con voz ahogada casi inaudible—. ¡Abrid la puerta!
Jinete y caballo, cual si se hubiesen fundido en un solo ser, salieron como una exhalación por la puerta del picadero hacia las praderas que se perdían en el horizonte. Y al poco, el ruido de los poderosos cascos no fue más que un sonido difuso, pues el animal iba a galope tendido como si quisiera reventar. Filipo no había montado jamás un caballo que corriera como aquél. Pero no hay ningún organismo que pueda funcionar sin cesar, y, poco a poco, el caballo fue aminorando la marcha y comenzó a responder a las riendas. Y cuando ya iban poco menos que al trote, Filipo pudo volver la cabeza hacia donde habían salido y comprobó que apenas se veían los tablones del corral.
—Por hoy basta —musitó, acariciando con la palma de la mano el lustroso y sudado cuello del caballo—. Volvamos a casa.
Tiró de las riendas, obligándole a detenerse, y al talonearle los flancos el animal inició la marcha al paso como si estuviese acostumbrado de tiempo atrás a los deseos de su amo.
Alejandro y Pérdicas, rodeados de sus amigos, les recibieron en la puerta del corral. Filipo desmontó de un salto, dio un paso al frente y tendió la mano al príncipe heredero.
—Perdóname, hermano —dijo, mirando a Alejandro a los ojos—. Hablé movido por la ira, la lengua desatada por mi vanidad herida. Y olvidé la justicia que debo a tu probado valor.
Por un instante, Alejandro no supo qué hacer; luego, frunció el ceño como quien reprende a un niño.
—Si te hubieses matado, nuestro padre me habría culpado a mí.
—Si me hubiese matado, nuestro padre el rey apenas lo habría notado.
Con una carcajada de sorpresa, Alejandro pasó el brazo a su hermano por los hombros, al tiempo que el caballo retrocedía y relinchaba como asustado por la sangre.
—¡Mozos —gritó Alejandro—, llevad el caballo del príncipe Filipo al establo y que lo froten bien! Que mi hermano le ha dado una buena tunda.
Todos estallaron en una carcajada. Sólo Pérdicas se abstuvo.
Hasta que no anocheció, cuando el marido de su hija se deslizó cauteloso en su cama, no se enteró la reina Eurídice de la hazaña de Filipo. Se había vuelto de cara a la pared, apretando su espalda desnuda contra el pecho de Tolomeo, y él le susurró el acontecimiento mientras acariciaba los blandos y pesados pechos. Sabía que despertaría en ella aquella profunda cólera, como de alguien que recuerda una antigua injusticia que de algún modo siempre ha quedado encubierta. Ni en el momento en que la penetró pudo saber si era la pasión u otro sentimiento lo que la hacía jadear, o si para aquella mujer existía alguna diferencia.
Después, durante un largo rato, estuvo callada.
—Ha sido simplemente que un niño ha domado un caballo —dijo él, finalmente—. No se rompió la crisma por casualidad.
—No ha sido por casualidad.
—Claro que sí.
Eurídice se echó a reír. Un sonido lóbrego en aquella oscuridad.
—No digo que no hubiera sucedido de haber sido Alejandro u otro, pero Filipo no morirá si no lo mata alguien.
Tolomeo no contestó. La reina Eurídice estaba otra vez de espaldas y su pelo, color miel vieja, caía en cascada sobre su blanca piel.
No la amaba. Simplemente se valía de ella, pensó. Era la llave con la que un día abriría la puerta del poder. Se dijo que bastaba con que Eurídice le amara, le amara con la pasión ciega y rendida que los dioses otorgan a quienes desean destruir. Pero la aventura había desatado en él una vena de sensualidad que jamás habría imaginado, pues era muy emocionante haber despertado tal deseo en una mujer y más teniendo en cuenta que no había ningún otro rival, pues, salvo él, ni su esposo ni sus propios hijos significaban nada para ella.
Además, aunque había dado a luz varios hijos y casi tenía cuarenta años, aún era hermosa.
Sin embargo, aquella pasión desenfrenada, que se encendía con un simple abrazo, en ocasiones le amedrentaba, pues era peligrosa precisamente por su intensidad.
El rey era viejo…, a punto de morir, se decía. Estaban a salvo de su ira, pero ¿qué le importaba a Eurídice la seguridad? Hacía tiempo que había acogido en sus brazos a Tolomeo, cuando el menor rumor habría significado su muerte, pero su lujuria no conocía freno pese al riesgo.
Al cabo de un rato, en uno de aquellos cambios de humor que la transformaban radicalmente, se volvió hacia él sonriente.
—Cuando te levantes de aquí, ¿irás a la cama de mi hija? —inquirió, cual si de antemano supiera la respuesta, como si ansiara el placer mortificante de oírselo decir—. ¿Sabe tu esposa la energía que gastas con el cuerpo de su madre?
Como si fuese un espíritu en pena adverso, el concepto de su esposa penetró en la mente de Tolomeo. Llamada también Eurídice, y tan distinta a su madre como difícilmente pudiera imaginarse, su mujer era una joven agraciada, tranquila y piadosa que ofrecía a diario sacrificios a Hera, patrona de la vida doméstica, para que le diese un hijo y así ganarse el amor de su esposo. Un hijo; como si eso cambiara las cosas…
—Sí, claro que lo sabe. Ya lo saben todos.
—Menos el rey, a quien le tiene sin cuidado, aunque lo supiera.
Con una estrepitosa carcajada, se echó sobre él decidida a morderle en el pecho. Tolomeo la agarró por los hombros a tiempo de impedírselo. Le habría mordido; no era la primera vez, y guardaba cicatrices de recuerdo.
—Estás loca —dijo subiendo las manos hasta su garganta y pensando en lo fácil que sería matarla. Quizás fuese lo mejor, pensó. Sería la clase de muerte que la complacería—. Eres como un animal salvaje.
—Sí.
—Ya lo creo.
Pero no la mató. Volvió a acometerle el deseo al sentir aquella piel ardiente bajo su tacto. Le asió los pechos, hundiendo en ellos los dedos como si los fuese a desgajar del cuerpo. Pero ella siguió riendo. El dolor la tenía sin cuidado.
Se achuchó más contra él, metiéndosele debajo.
Cuando acabaron y ella hubo reducido a cenizas su ardiente pasión al extremo de casi dar asco, alargó la mano bajo la cama y sacó dos copas y un jarrito de vino. Sí que tenía sed Tolomeo; notaba la garganta como recubierta de brea. Pero le molestaba que ella lo adivinara.
—Puede romperse la crisma —dijo con cierta satisfacción maligna, aun sabiendo que ella no se inmutaría por la insinuación. De hecho, transcurrieron unos segundos antes de que se percatara de a quién se refería.
—¿Filipo? No —replicó la reina Eurídice, meneando la cabeza, casi entristecida, como admitiendo un fracaso—. Aunque más te valdría que se la rompiese.
—No es más que un niño. No me inquieta.
—Pues debería inquietarte.
Le sonrió y, aun a la tenue luz de la lamparilla de aceite, advirtió él el desdén en su sonrisa; era su amante y detestaba al jovencísimo Filipo a pesar de que era su propio hijo y, al llevar su sangre, de condición igual a todos los Tolomeos que en Macedonia habían sido. Tenía aquel rencor clavado en el alma y era una pasión casi más fuerte que el amor.
—Te matará —dijo convencida, dejando de sonreír—. Alejandro tiene valor pero es vanidoso. A Alejandro puedes engañarle; y yo puedo tener a raya a Pérdicas. Pero Filipo… Cuando te dispongas a cometer la traición, no olvides a Filipo en ningún momento.
—El rey es viejo y está enfermo y no alcanzará al invierno. Cuando muera no quedará más que Alejandro, que me considera amigo suyo y confía en mí. Pérdicas y Filipo son niños.
—Lo dices como si los niños no se hicieran hombres.
—Algunos no.
—¿Es que piensas matar a mis hijos? —inquirió ella con cierto tono de regocijo—. ¿Para proclamarte rey? Es la asamblea de nobles quien elige al rey. ¿Qué dirían si te vieran las manos manchadas con la sangre de los príncipes?
Dicho lo cual, se encogió de hombros, que los tenía desnudos, y llevó, con gesto indiferente, la copa de vino a sus labios.
—Lo que deseas es el poder y lo tendrás. Yo me ocuparé de que tu reinado sea grande. Pero si quieres vivir para disfrutar del poder, manten con prudencia tu ambición… por tu bien, ya que no por el mío, pues sé lo poco que significo para ti. Y no vuelvas a insinuar ningún mal para mis hijos.
Al ver que él tenía la copa vacía, se la llenó y le besó en los labios con la más abyecta ternura.
—Pero ten cuidado con Filipo. No cometas el error de pensar que porque no es más que un niño deja de ser el peor enemigo.
Tolomeo sabía que era cierto. Notaba la certeza por aquel pavor que le atenazaba el vientre.
—Puede romperse la crisma —dijo finalmente—. Aún se la puede romper. Hay caballos que no acaban de quedar bien domados y aguardan su momento para matar.
Pero Filipo no abrigaba tales recelos. Tenía un estupendo caballo nuevo y estaba en el umbral de la madurez. Ninguna de las dos cosas le atemorizaban, y la vida aún no le había enseñado a abrigar otras esperanzas. El rey y su madre eran figuras distantes y a su primo Tolomeo apenas le conocía. Su familia afectiva la formaban Glaukón y Alcmena, que habían hecho de padres, Alejandro, Pérdicas y su hermanastro Arrideo, su mejor amigo.
Así, días más tarde, fue a Arrideo a quien contó su más recíente hazaña. Había entrenado al corcel, al que había puesto el nombre de «Alastor», a responder a la presión de las rodillas además del freno.
—¿Ves? —dijo Filipo, casi gritando entusiasmado, en el momento en que el magnífico caballo negro iniciaba un lento paso hacia la izquierda—. Muy pronto habrá aprendido a hacer lo mismo al galope y entonces tendré las manos libres en todo momento, aun durante una carga.
Arrideo se echó a reír.
—Menos mal que nunca serás rey —dijo—. Te gusta tanto la guerra, que tu reinado sería un constante baño de sangre.
Pero Filipo no parecía escucharle. Desmontó hábilmente del caballo, golpeando con fuerza el suelo con sus pies desnudos, decidido a quedar clavado donde había caído.
—¿Quieres probarlo?
Arrideo se contentó con menear la cabeza, cruzando sus largos brazos por el cuello de su caballo castrado moteado. Tenía dos años más que Filipo, pero de natural más cauteloso como correspondía a un hijo de la segunda esposa del rey.
—El animal sabe que ha encontrado en ti la horma de su zapato, pero dicen que es un demonio y ¿quién sabe si con otro jinete trataría de vengarse? —dijo, encogiendo sus huesudos hombros que marcaron dos puntos prominentes—. Alastor…, creo que le has puesto el nombre del dios más malvado y cruel. ¿Es que pretendes tenernos constantemente atemorizados?
Filipo puso su mano en el cuello del corcel como para demostrar lo manso que era.
—No seas cobarde —dijo—. Pruébalo. ¿No ves? Es más manso que un buey.
—Estoy muy a gusto en éste y no tengo ganas de morir bajo los cascos de esa fiera negra.
Se echaron los dos a reír y Filipo se asió a las crines del corcel y montó de un salto.
—Vamos a echar una carrera de ida y vuelta al río —gritó, con el caballo ya nervioso.
—No vale la pena. Este rocín jadea como un fuelle en cuanto pasa del trote.
—Pues vamos a cazar.
Pero aquel año había poca caza en Pela, y la poca que había se había puesto a buen recaudo de los hombres a caballo. Así, los dos príncipes tuvieron que renunciar a sus propósitos y no pudieron usar sus jabalinas más que para el tiro al blanco. Cabalgaron buen rato por las llanuras al norte de la ciudad, persiguiendo en ocasiones algún jabalí que surgía de pronto fuera de su alcance y que con igual celeridad desaparecía por un barranco; otras veces fingían entablar combate con un enemigo imaginario, disfrutando despreocupadamente como es propio de muchachos que no aspiran más que a crecer con júbilo para hacerse hombres.
Finalmente, cuando sus sombras comenzaban a alargarse sobre la hierba amarilla, volvieron las grupas para encaminarse hacia los edificios de la capital del rey, que formaban una línea quebrada en el horizonte. Ya era casi de noche cuando dejaron los caballos en manos de los mozos de las cuadras reales.
—Tengo hambre —dijo Filipo, como si lo descubriera sorprendido—. Esperemos que Alcmena nos haya dejado algo de cenar.
Y claro que Alcmena, que era una mujer que no dejaba nada al albur, les había guardado cena. Se sentaron ante la mesa de madera en la cocina y ella les llenó los cuencos con un estofado tan suculento que les habría llenado simplemente con haberlo olido inclinados sobre el cálido aroma que desprendía.
Mientras comían, Alcmena no cesó de reprender a Filipo por llegar tarde, por arriesgar la vida «en ese animal horroroso», por no haberse llevado nada de comer, por lo descuidado que era en todo, sin dejar de llamarle en todo momento «príncipe» y «señor». Tendría treinta años y era una mujer regordeta y maternal con ojos azul claro de mirada angustiada, como de quien hace mucho que se ha resignado a la esterilidad. Filipo era el ídolo en quien depositaba el cariño que no podía dar a unos hijos propios.
Filipo, por su parte, no contestaba ni apenas escuchaba. Las quejas de Alcmena resonaban en sus oídos de toda la vida y eran como caricias de mujer. Se limitó a comer y hacer bromas a Arrideo.
—¿Y Glaukón? —preguntó de pronto.
—Atendiendo los asuntos de su señor, como buen servidor —contestó ella, casi en tono acusador. Quería a Filipo más que a nadie, pero su marido era para ella compendio de todas las virtudes viriles… Si un príncipe no era capaz de seguir el ejemplo del primer servidor del rey, peor para él—. Me envió un paje hará cosa de una hora. No dejará de contarte lo que ha hecho cuando regrese.
—Claro.
Filipo sonrió a Arrideo, partió un trozo de pan y se encogió de hombros. Casi todo lo que sabía de la vida en la corte de su padre lo había aprendido escuchando a Glaukón. No había ningún tema que acuciase su interés en particular, pues para un muchacho de su edad la guerra era la única materia estatal de verdadero interés, o, al menos, de interés para el muchacho que era el príncipe Filipo de Macedonia, y en los últimos años el reino estaba en paz.
No obstante, casi contra su voluntad, lo había asimilado todo, los cotilleos de la cocina, las intrigas y las rivalidades, todo lo que Glaukón consideraba que debía contarle, y… había pocos secretos que no llegasen a oídos del mayordomo del rey. Como consecuencia, Filipo veía a los hombres y mujeres que rodeaban al rey no como se veían ellos mismos, sino como se mostraban ante un servidor inteligente. Y no era cínico, pues el cinismo implica la esperanza en algo mejor, y Filipo no esperaba nada. Simplemente, aquellos poderosos gobernantes no le parecían tan grandes.
Poco después se abría la puerta. Era Glaukón. Nada más posar la mirada en Filipo, frunció el ceño, tal como lo había fruncido cuando cierta vez sorprendió al príncipe menor de Macedonia robando manzanas de la despensa de Alcmena: con un sesgo de amargura.
—Te reclaman —dijo con voz monocorde—. Y a mi señor Arrideo también. Tu padre el rey se muere.
Aquella frase fue para Filipo casi como una sacudida: «Tu padre el rey se muere». Pero una sacudida de simple sorpresa, pues no sentía que el hecho le concerniera. Todos los buenos macedonios amaban a su rey, y él era un buen macedonio, pero que el rey fuese su padre no significaba nada. ¿Qué era un padre al fin y al cabo? Algo irremisiblemente lejano; como un rey.
—Pues vamos.
Le desconcertó un tanto oír su propia voz y le pareció que era de otro. Mientras se dirigían al recinto de palacio, Glaukón les dijo lo que había sucedido.
—Mi señor Amintas ha sufrido una apoplejía inesperada que le ha fulminado, y tiene paralizada la mitad izquierda del cuerpo. Apenas habla en un susurro, pero conserva sus facultades. Nicómaco no cree que viva más de unas horas. Ha mandado llamar a su hijo.
—Se trata de Alejandro —terció Filipo, con el tono de voz de quien dice una evidencia—. Querrá ver a su heredero.
—No se refería a Alejandro.
Glaukón se mostraba turbado por algo. Aunque la noche era cálida, se arropó con la capa y apretó el paso. Estaba claro que no pensaba explicarse.
Cuando llegaron a la antecámara de los aposentos del rey, el mayordomo se detuvo ante una gran puerta de roble.
—Pasad —dijo—. Pasad los dos, que yo aguardaré aquí. Un rey es un hombre como otro cualquiera y su muerte es asunto de su familia. Ahí dentro no tiene por qué haber sirvientes.
Filipo y Arrideo intercambiaron una mirada. Les resultaba extraño entrar allí, pues ninguno de los dos conocía el dormitorio del rey.
La puerta se abrió sin ruido y los dos muchachos la franquearon. Era un dormitorio curiosamente pequeño y más pequeño parecía aún por las personas que lo llenaban. Nadie dijo nada ni levantó la vista para ver quién había entrado, pues todos estaban en vilo pendientes del moribundo.
Al principio, Filipo pensó que el rey ya había muerto al verlo tan inmóvil. Parecía viejísimo, que es como se imagina uno a los muertos. Una manta le cubría hasta la cintura, y sus manos, estiradas a los costados, estaban blancas como la cera. Tenía los ojos cerrados y no se le notaba la respiración. En ese momento abrió los ojos.
Miró en derredor, contemplando perplejo los rostros de los que rodeaban el lecho como si su presencia fuese una prueba más de que se estaba muriendo y como si no recordase bien quiénes eran: sus hijos, destacando entre ellos Alejandro, con su hermoso semblante fruncido por la cólera, como en guardia ante una decepción; las dos esposas del rey, con gesto de aves de presa; el primo Tolomeo, con rostro grave de circunstancias; y hasta el primo Pausanias, hijo también de rey y último de su linaje, que daba la impresión de estar más aterrado por la muerte que el propio moribundo. La casa de los argeadas en pleno. El único ajeno a la familia era el físico Nicómaco.
La mirada del rey se detuvo en su hijo más pequeño. Ahora, Filipo sentía miedo. No osaba apartar la vista, pues los ojos de su padre se clavaban en los suyos como si estuvieran los dos solos.
Finalmente, Amintas, rey de Macedonia, abrió la boca para hablar, pero el sonido de su voz fue inaudible aun en aquella quietud. No había podido soportar el esfuerzo, y Nicómaco le acercó una copa de vino a los labios, pero él meneó la cabeza. Luego, hizo un débil movimiento con los dedos de la mano derecha, un gesto de requerimiento. No había apartado los ojos de Filipo.
Filipo se acercó al lecho y se arrodilló junto a su padre, cubriendo la pálida mano con la suya. El moribundo hizo acopio de sus últimas energías.
—A veces —dijo en un susurro apenas audible—, a veces, antes de cortar la respiración a los mortales, los dioses revelan su voluntad, tal vez para que se dé cuenta de qué locura ha sido su vida.
Cerró los ojos un instante, dando la impresión de que el esfuerzo para proferir esas palabras había sido ímprobo, y volvió a abrirlos, removiendo la mano bajo la de Filipo, cual si quisiera asírsela.
—Filipo, hijo mío, un rey lleva una carga…
Pero era demasiado tarde. La frase quedó sin terminar en su último suspiro. Inmediatamente, su rostro experimentó un cambio indefinible.
Nicómaco alargó la mano y le palpó el cuello en un lado.
—Ha muerto —musitó el físico, aunque sus palabras sonaron como un aldabonazo—. ¿Qué ha dicho, príncipe?
—Nada —contestó Filipo, alzando los ojos llenos de lágrimas.