Capítulo 1

La primera nevada del invierno comenzó al anochecer. Había sido una jornada relativamente cálida, cual si el verano hubiese cambiado de idea, en Macedonia, para alargarse indefinidamente, pero al apagarse las últimas luces mortecinas del crepúsculo, el viento procedente del mar se hizo frío y no tardaron en caer los sordos copos de nieve con furia desordenada en las sucias calles de Pela. La gente se quedaba mirando atemorizada la nieve desde las puertas de las casas, aunque nadie hablaba de un mal presagio. Los dioses eran caprichosos en aquella zona tan al norte, y no era la primera vez que se daba el fenómeno.

Al cabo de una hora, una capa de casi tres dedos cubría el patio del palacio del rey Amintas, y a medianoche todo se hallaba plácidamente cubierto de blanco. Era como si todo ajetreo humano hubiese concluido al ponerse el sol.

Mas sólo era una apariencia, pues en palacio no reinaba tanta calma. En los aposentos de las mujeres, Eurídice, la primera consorte del rey, ahogaba sus gritos en el trabajoso parto de su cuarto hijo, y en el salón principal el rey y sus allegados bebían vino sin aguar, entre risotadas que hacían retumbar las paredes.

No habría menos de un centenar de nobles, cuyos duros rasgos faciales acentuaba la luz trémula de las antorchas, riendo, gritando y dando manotazos en las mesas de caballete, que no parecían dispuestas con arreglo a ninguna geometría determinada y que, sin embargo, respondían a un estricto orden de importancia. Eran los hombres que en la batalla rodeaban al rey protegiendo su vida con las suyas, y, efectivamente, aquel jolgorio parecía una especie de batalla cuyo fragor resonaba en los muros.

Un hombre hizo su entrada en el salón del banquete; no era de imponente figura como los otros, pero tampoco se trataba de un criado. El recién llegado miró en derredor como quien asiste a una catástrofe. En su túnica, e incluso en su breve barba blanca, se veían manchas de sangre. Era Nicómaco, físico y amigo íntimo del rey.

Al llegar a la camilla de Amintas, se inclinó a decirle algo y un tenso silencio se hizo en el salón.

—Señor…

El rey, con la piel en torno a los ojos arrugada y agrietada como la de una antigua máscara de cuero, parpadeó sorprendido y luego pasó un brazo por los hombros del físico para acercarlo a él, un gesto amigable de beoda campechanía.

—¿Qué sucede, Nicómaco? ¿Vienes a decirme que los viejos debemos saber cuándo tenemos que irnos a la cama?

Y lanzó una risotada, que interrumpió para pasar la palma de la mano por la barba del físico y mirarse la sangre.

—¿Así que ha habido dificultades…? ¿Ha muerto?

—Vive, señor, y el niño también. Pero no sé si aún seguirán con vida mañana.

Amintas, que quizás no estuviera tan ebrio como aparentaba, se le quedó mirando fijamente un instante. Eran muchos años de mutuo conocimiento, desde que el rey había marchado al exilio, cuando los ilirios le habían obligado a abandonar temporalmente sus tierras, haciéndole vivir entre extranjeros. Nicómaco era persona de confianza; un hombre que no hablaba sin razón.

—¿Es varón?

—Sí, señor. Un hijo.

—Mejor será que vaya a ver.

Se levantó y saltó por encima de la mesa como si hubiese sido un tronco, dejando caer al suelo de piedra la copa de vino y el plato de carne asada con su impaciente gesto.

—No os alarméis, compañeros y hermanos —gritó, con sonrisa radiante—. Continuad con la fiesta, que no tardaré en volver con vosotros. Me reclama una cuestión sin importancia, un simple contratiempo de la vida conyugal.

Mientras la concurrencia reía, él se acercó a dos hombres tumbados en camillas próximas a la suya.

—Primo Tolomeo, y tú, Lukio, acompañadnos. El nacimiento de un príncipe es un acontecimiento y no quiero privar a mi hijo de la pleitesía de sus subditos, aunque mañana haya muerto.

Tolomeo fue el primero en levantarse. Era guapo y alto, con una barba negra reluciente qué no ocultaba una leve sonrisa fingida. Tenía aspecto de favorito, y el rey, que no parecía tenerse bien en pie, le permitió que le sujetara como a un niño que aprende a andar. Lukio, un simpático don nadie de rostro reluciente y rosado como una manzana —señal inequívoca de rancio linaje—, les siguió dos pasos más atrás.

El pasillo que conducía a los aposentos de las mujeres estaba tan oscuro y falto de aire como una cripta. Amintas cogió una antorcha para alumbrarse, pero la llama parecía encogerse; la adelantó estirando el brazo como si tratara de repeler a la oscuridad, pero era más el hábito el que guiaba sus pasos que la luz de la antorcha.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió en un susurro, tocando casi el hombro con la barbilla al volver la cabeza hacia Nicómaco—. ¿Qué ha ido mal? Es una mujer fuerte…

Nicómaco meneó la cabeza aunque no se lo negase.

—Puede que sea la edad, y el hecho de que este parto haya venido tan seguido al anterior. Aparte de las complicaciones… ha sido trabajoso y el niño salió enredado en el cordón umbilical. Lo tenía aplastado; así que no sé cuanto tiempo habrá estado sin nutrición materna.

—¿Lo había aplastado? ¿Pero eso es posible?

—Todo lo que sucede es posible, señor —replicó el físico con una tensa sonrisa—. Vuestro hijo no parecía muy decidido a nacer.

—Habiendo cinco pretendientes al trono por delante de él, no se lo reprocho.

Amintas se concedió una breve carcajada, como si de pronto se hubiese dado cuenta de la gracia, y volvió a adoptar grave gesto.

—Pero es extraño que haya aplastado el cordón umbilical. Nunca había oído nada semejante.

—Quizás sea un presagio —comentó Lukio con cierto entusiasmo—. Señor, tal vez debáis consultar a Delfos.

—Sí…, a saber si la casa de los argeadas no ha engendrado un nuevo Heracles.

Tolomeo se echó a reír para mostrar su desdén por aquella ocurrencia.

—No se debe despreciar a los dioses —añadió Lukio con una voz que daba a entender que no deseaba precisamente que nadie le oyera.

Amintas le conminó a callar con gesto imperioso.

—Pero el oráculo no suelta su lengua sin una recompensa de varios talentos de oro —dijo—. Y luego, la pitonisa da una respuesta enrevesada que no produce más que quebraderos de cabeza. Además, aunque sus profecías fuesen tan claras como sus meados, qué duda cabe de que el destino de un sexto príncipe real ha de ser más que anodino. No merece la pena empobrecerse por averiguarlo.

—En cualquier caso, si es un Heracles capaz de estrangular serpientes en la cuna, no está nada mal que haya comenzado con un símil en las entrañas de la madre.

Sólo Nicómaco no secundó la carcajada del rey. Por el contrario, miraba fijamente muy serio los restos de sangre seca en sus manos.

La cámara del parto era pequeña y no había en ella más que una lámpara de aceite que, con su llama temblona, daba una luz tenue en las paredes. El olor a sangre y sudor era tal que impedía respirar. La reina Eurídice yacía en su lecho con los senos tan inmóviles bajo la sutil túnica, que por un instante dudaron si aún alentaba la vida en ella. Hasta su pelo oro rojizo había cobrado un color de hojas muertas. Su belleza, que otrora había encendido la febril lujuria del rey, no era ya más que una pálida sombra.

Habían enjugado el sudor de su frente y brazos, tan inermes y amarillos como cera vieja; sólo conservaba un reflejo de vida en sus ojos, que, cual los de un perro, inmediatamente buscaron el rostro de su amo y en él se quedaron clavados como movidos por la intimidad de un odio pertinaz. Amintas ni la miró.

—¡Uf! —exclamó, meneando la cabeza asqueado—. Desde luego es una bendición de los dioses no haber nacido mujer. Parece un campo de batalla… antes de retirar los cadáveres. Huele mejor en mis perreras.

Despidió con un gesto a las damas de compañía, quienes se apresuraron a dirigirle una reverencia y a desaparecer sin más. El rey miró en derredor, sin aparentemente ver la cuna que había en un rincón, y sólo después de no hallar nada que mereciese su interés, dirigió sus ojos al cuerpo yacente en el lecho.

—Has tenido un parto duro, esposa —dijo con frialdad—. ¿Vivirás o no?

Ella no contestó —se notaba que no tenía fuerzas—, pero siguió mirándole con la hostilidad alerta de un animal.

Nicómaco se inclinó sobre ella y le puso las yemas de los dedos en la garganta.

—Eso está en manos de los dioses, señor. Ahora, al menos, el pulso es más fuerte; así que tal vez haya cesado la hemorragia.

—¿Y mi hijo?

Un angustioso gesto de asco surcó el rostro de la reina Eurídice, cual un súbito dolor, y por primera vez sus ojos fueron del rostro del rey hacia el oscuro rincón en que estaba la cuna.

Amintas, siguiendo su mirada, se acercó a la cuna.

—Este niño está muerto —dijo sin aparente emoción—. No, me he equivocado; es que estaba dormido. Ahora se mueve.

Se puso en cuclillas y cogió al niño con ambas manos. Tolomeo y Lukio se acercaron a mirar, al tiempo que el recién nacido rompía a llorar con todas sus fuerzas.

—¿Qué opinas, físico? ¿Vivirá mi hijo?

Nicómaco lo cogió en silencio de los brazos del padre, lo acercó a la lámpara de aceite y, a la trémula luz amarillenta, puso la punta del dedo en la boca del recién nacido para que lo chupara, haciéndole callar.

—Hace una hora no lo habría afirmado —contestó finalmente—. Pero creo que sí que saldrá adelante.

—Señor, debéis, pues, darle un nombre.

Tolomeo miraba a la reina Eurídice, cual si se lo hubiese dicho a ella en vez de al rey, sonriéndole como hace el hombre que descubre algo que le complace.

—Claro…, un nombre —repitió Lukio.

—Primo, ¿se te ocurre alguno?

Al oír la voz del rey, Tolomeo volvió hacia él la vista sin dejar de sonreír.

—Filipo, señor. Si el nombre tiene algún poder, podría ser un buen comandante de caballería.

Amintas rió, asintiendo con la cabeza.

—Sí —dijo—. Además, servirá para recordarle las pocas posibilidades que tiene de acceder al trono, pues hará trescientos años que no ha habido un rey con ese nombre. De acuerdo…, le llamaremos Filipo.

—Más necesita de un ama de cría que de nombre.

Nicómaco, con el niño aún en brazos, se acercó al lecho, pero se detuvo cuando, con gesto casi de horror, la reina Eurídice volvió la cabeza.

—Alcmena, la esposa de vuestro chambelán, dio a luz hace dos días un niño muerto y tiene mucha leche —añadió, sacando el dedo de la boquita del niño, pues el nuevo príncipe de Macedonia había vuelto a quedarse dormido.

—Creo que la reina Eurídice está demasiado débil para…

—Lo que tú creas más conveniente —respondió Amintas, mirando al niño y encogiéndose de hombros—. Dáselo a la mujer de Glaukón. Bien saben los dioses que la madre de poco va a servirle… ni ahora ni después.

El rey y sus acompañantes regresaron al gran salón y las damas de compañía de la reina volvieron discretamente al cuarto. Nicómaco se quedó con ellas vigilando una hora más hasta que vio que sus servicios eran innecesarios, tras lo cual se llevó al real vastago.

—Vamos a ver al chambelán, príncipe —musitó al dormido infante—. Lo único que te hace falta es un buen par de tetas bien llenas. Ya verás como de momento te va bien.

De momento sí, pensó. ¿Pero qué sucederá dentro de unos años? El físico abrazó al pequeño, cual si acabara de echar una maldición.

Aunque aún era joven, Glaukón era mayordomo real desde hacía tres años. Era un cargo heredado del padre, cuyos antepasados habían servido a los reyes de Macedonia desde la época del primer Alejandro, más de cien años atrás. No habría podido pensar en ningún otro destino, pues la lealtad a la casa de los argeadas y la obediencia al rey le resultaban tan naturales como el respirar, el rey confiaba totalmente en él y Glaukón lo sabía, y aquella confianza era su orgullo, por el simple hecho de que ningún cortesano, ni aun los nobles más allegados al rey Amintas, a quienes él llamaba «primo» y «amigo», gozaban de mayor confianza que él, el humilde servidor, que contaba las ánforas de vino, mandaba en los esclavos de palacio y acudía dos veces por semana al bazar para sentarse bajo un toldo, con la bolsa del rey en las rodillas, y regatear con mercaderes y granjeros.

Así, mientras que otro se habría hecho mil angustiosas cabalas preguntándose si no le sacarían de la cama en plena noche por haberse descubierto al fin algún delito oculto, temiéndose llegada su última hora, Glaukón simplemente se restregó los ojos y se vistió. Apenas dio en pensar de qué podría tratarse a aquella hora; lo que fuese tendría que esperar y él lo trataría a su debido tiempo. Él era un hombre honrado totalmente entregado a su cargo y no sentía temor alguno.

Además, una gran pena obnubilaba su mente y no había lugar para temores.

El enviado, un paje del rey, un niño de unos diez años, que parecía también recién levantado a la fuerza, únicamente le había dicho que le esperaban en la cocina. Sería sin duda algún contratiempo con una criada —siempre había problemas con las criadas—, pero no se preocupó por lo que pudiera ser ni se le ocurrió pensar por qué no habían podido esperar hasta por la mañana.

Se le había olvidado el parto de la reina. O quizás lo hubiese desechado de su mente, pues en aquellos momentos el hecho dramático del parto no era asunto que le complaciese precisamente, pues no quería pensar en su propio hijito, que no había vivido ni para dar el primer vagido, y cuyo cadáver habían hecho desaparecer en la negrura de la noche como algo impío… Apenas se habían enfriado las cenizas de la pira funeraria, y la madre —la dulce Alcmena, tan afligida por haber perdido un niño que ya no podría apretar contra su pecho— no dejaba de llorar. Había veces en que la vida era más amarga que la muerte.

Glaukón vivía fuera del recinto de palacio, en un barrio de la ciudad propiedad del rey y construido cuando Arquelao, muerto ya hacía casi veinte años, había trasladado la capital de Egas a Pela. Tener derecho a vivir en una de aquellas casas, más espaciosas y de mayor intimidad que la vivienda a que podía aspirar un servidor en palacio, era un gran favor real, pero ese honor le pareció desvanecerse aquella noche de invierno en que las calles aparecían blancas de nieve. El mayordomo real maldijo el tiempo y habría maldecido hasta al viejo Arquelao, de haber sido aquello verosímil y de no habérselo ahorrado los dioses dejando que el rey cayera por mano de un asesino sin que tuviese un hijo de edad para reinar, por lo que desde entonces no había habido más que desórdenes y traiciones, a los que ni en el reinado de su señor Amintas —ya en su décimo año— se había podido poner coto. Quizás hubiese sido una impiedad abandonar Egas, ya que allí estaban enterrados todos los reyes, hasta el mismo Arquelao. A Glaukón, en aquel momento, pisoteando malhumorado la nieve amontonada con sus pies calzados con sandalias, no le habría costado mucho convencerse de que vivía en una época perversa y sacrilega.

El fuego de la cocina estaba ya más que apagado, pero aún se notaba el calor. Habían dejado un brasero encendido y Nicómaco, el físico del rey, estaba sentado junto a él, con la cabeza apoyada en una mano, como si contemplase las minúsculas llamitas que brotaban esporádicamente entre las brasas. Enfrente del brasero, en un banco en el que había una copa de vino, estaba sentada una vieja con un bulto en los brazos, moviendo imperceptiblemente los labios, como entregada a una profunda meditación. Era Yocasta, natural de una remota aldea de la montaña y criada en la casa real desde tiempos inmemoriales. Ni siquiera alzó los ojos al entrar Glaukón, y prosiguió musitando sordamente. Habría hecho igual de haber entrado el rey Amintas, pues Yocasta era demasiado añosa para mostrar respeto a nadie.

Transcurrió un buen rato antes de que Glaukón advirtiera que el bulto era un niño, un recién nacido con apenas unas horas de vida. El corazón estuvo a punto de saltarle en el pecho.

—La reina Eurídice ha dado a luz un niño —dijo Nicómaco con voz pausada—, pero no puede amamantarle… Ha sido un parto muy complicado, para él y para la madre.

Y se puso en pie, cual si hubiese estado aguardando toda su vida para decir aquello.

—Glaukón, entrégaselo a tu esposa y que ambos se consuelen.

Los dos hombres intercambiaron una mirada y Nicómaco dio media vuelta y comenzó a caminar por el pasillo que conducía al gran salón, desapareciendo casi de inmediato en la oscuridad. Glaukón se puso en cuclillas al lado de Yocasta y alargó la mano para apartar la piel de cordero del rostro del niño.

El hijo del rey seguía dormido; cubrían su cabecita unos mechones de pelo negro, y su cara redonda de párpados hinchados le confería aspecto de profunda meditación.

«Y que ambos se consuelen». Glaukón pensó que el físico era compasivo y sabio.

—¿Cómo se llama?

Yocasta alzó los ojos con el ceño fruncido, como molesta por la intromisión.

—Filipo —contestó, finalmente—. «Amante de los caballos»… Tal vez nuestro señor Amintas quiera destinarle a mozo de cuadras. Mejor estaría.

Apretó al niño contra su pecho y miró fijamente las llamas del brasero que temblaban con lentitud líquida. Lo que vio en ellas no pareció complacerla, pues las arrugas de su rostro marchito adoptaron una expresión entre lastimosa y atemorizada.

—Ha llegado al mundo tratando de romper el cordón que le unía a su madre. ¿Lo sabías?

Glaukón se contentó con menear la cabeza. Las viejas hablaban a veces en plan profético, pero no estaba muy seguro si era prudente hacerles caso. Desde luego, lo mejor era no preguntar nada.

—Creo que ha hecho muy bien —prosiguió la anciana—, pues madre e hijo vivirán como enemigos hasta que uno le traiga la ruina al otro. Fíjate cómo han empezado; él casi la mata al nacer y la reina, de haber tenido fuerzas para hablar, le habría maldecido nada más salir de sus entrañas. Más veneno no podría haber tenido en su vientre que si sus tripas hubiesen sido víboras. Ella es una lincesta de las montañas y sabe odiar.

—Tú también lo eres, ¿verdad, Yocasta?

Sin quitar los ojos del niño, la anciana asintió despacio con la cabeza, sonriendo levemente, como agradeciendo un cumplido involuntario.

—Sí, y por eso la comprendo. Y además sé que no hay destino más terrible que la maldición de una madre, aunque no tenga aliento para proferirlo.

Durante un buen rato, la anciana no dijo nada; apartó al niño de su regazo y se lo entregó a Glaukón. El último retoño del rey Amintas se rebulló un poco y abrió los ojos para volver a quedarse profundamente dormido.

—Llévatelo —dijo la vieja—. Verlo me oprime el corazón, pues sé que derramarán su sangre por traición.

El mayordomo del rey regresó a su casa aquella noche fría y desierta, con la real carga contra su pecho. La ventisca había cesado de repente y el suelo era de una blancura inmaculada bajo la luz de la luna. Hasta el aire había adquirido una claridad extraterrena que dejaba ver todo cual si fuera la luz del día.

Glaukón pensó en la cara que pondría su esposa cuando la sacase de su torturado e inquieto sueño y pusiera en sus brazos al niño arropado en la piel de cordero.

«Devuelvo nuestro hijo a tu pecho —pensó, sabiendo que eran las palabras que no podría pronunciar—. Nuestro hijo…».

Se detuvo un instante —no podía hacer otra cosa, pues casi le cegaban las lágrimas— y alzó la vista al cielo oscuro para agradecer a los dioses su misericordia.

Sobre su cabeza, al Oeste, centelleaba la constelación de Heracles.

—Heracles… —brotó de sus labios sin apenas darse cuenta—. También esto es una profecía —musitó—. Quizás, mi pequeño príncipe…, hijo mío, tu destino no sea tan anodino después de todo.