Temiendo que le vieran los hombres que hacían el turno de noche en la bodega, los cuales sabían que estaba muerto, Bruno Frye no condujo la furgoneta a la finca. Por el contrario, la aparcó a bastante más de dos kilómetros de ella, junto a la carretera, y fue andando, a través de los viñedos, hasta la casa que se había construido cinco años atrás.
Brillando a través de los jirones de nubes, la luna fría y blanca proyectaba suficiente luz para que él pudiera encontrar su camino entre las cepas.
Las onduladas colinas estaban silenciosas. El aire exhalaba un vago olor al sulfato de cobre con que habían rociado los viñedos para evitar las plagas y, por encima de éste, percibía la frescura del ozono de la lluvia que había despertado al sulfato de cobre. Ya no llovía. La tormenta no debió ser muy fuerte, sólo chaparrones, algún trueno. El suelo estaba tan sólo blando y húmedo, no hecho un barrizal.
El cielo nocturno estaba apenas un poco más claro que media hora antes. El alba no había salido de su lecho en el Este, pero no tardaría en levantarse.
Cuando llegó al claro, Bruno se agachó junto a una hilera de arbustos y estudió las sombras que rodeaban la casa. Las ventanas estaban oscuras y vacías. Nada se movía. No había más rumor que el apagado y suave silbido del viento.
Bruno permaneció unos minutos agazapado junto a los arbustos, Tenía miedo a moverse, temía lo que podía estar esperándole dentro. Pero al fin, latiéndole el corazón, se obligó a abandonar el escondrijo y la relativa seguridad de los arbustos; se enderezó y caminó hacia la puerta.
Su mano izquierda sostenía una linterna sin encender y la mano derecha un cuchillo. Se hallaba preparado para lanzarse y clavarlo al menor movimiento, pero no había más movimientos que los suyos.
Una vez en el umbral, dejó la linterna en el suelo, rebuscó una llave en el bolsillo de su chaqueta y abrió la puerta. Recogió la linterna, empujó la puerta con el pie, encendió la luz que llevaba y entró agachado y rápido, con el cuchillo extendido recto delante de él.
No lo esperaba en el vestíbulo.
Bruno anduvo despacio de una habitación oscura y recargada a otras oscuras y recargadas. Miró en los armarios, detrás de cada sofá y a un lado y otro de las enormes vitrinas.
No estaba en la casa.
Quizás había llegado a tiempo de desbaratarle cualquier complot que estuviera tramando.
Se quedó en mitad del cuarto de estar, con el cuchillo y la linterna todavía en sus manos, ambos dirigidos hacia el suelo. Se tambaleó exhausto, mareado, confuso.
Era una de aquellas veces en que necesitaba de forma desesperada hablar a sí mismo, compartir sus sentimientos con su otro yo, resolver su confusión con él mismo y volver a ordenar sus pensamientos. Pero nunca más podría volver a consultar con sí mismo, porque estaba muerto.
Muerto.
Empezó a temblar; luego lloró.
Se encontraba solo, asustado y muy desconcertado.
Durante cuarenta años, había actuado como un hombre ordinario, y había pasado por normal con éxito considerable. Pero ya no podría hacerlo más. La mitad de él estaba muerto. La pérdida era excesiva para poder recuperarse. No confiaba en ello. Sin sí mismo a quien recurrir, sin su otro yo que le aconsejara y le brindara sugerencias, carecía de recursos para mantener la comedia.
Pero la perra estaba en Santa Helena. En alguna parte. No podía aclarar sus ideas, no podía dominarse; pero sabía una cosa: Tenía que encontrarla y matarla. Tenía que deshacerse de ella de una vez para siempre.
El pequeño despertador de viaje estaba puesto a las siete de la mañana del jueves.
Tony abrió los ojos una hora antes de que fuera el momento de levantarse. Despertó sobresaltado, empezó a incorporarse, descubrió dónde se encontraba y volvió a dejarse caer sobre la almohada. Permaneció sentado, de espaldas, a oscuras, mirando el techo en sombras, escuchando el rítmico respirar de Hilary.
Había saltado del sueño para escapar a una pesadilla. Era un sueño brutal, tenebroso, lleno de funerarias, tumbas, sepulcros y ataúdes, un sueño sombrío, pesado y cargado de una oscuridad de muerte. Cuchillos. Balas. Gusanos saliendo de las paredes y deslizándose fuera de las órbitas de los cadáveres. Muertos vivientes que hablaban de cocodrilos. En el sueño, la vida de Tony se veía amenazada docenas de veces; pero, en todas ellas, Hilary se interponía entre él y el asesino, y ella moría siempre por él.
Era un sueño diabólicamente turbador.
Tenía miedo a perderla. La amaba. La amaba más de lo que jamás sabría decirle. Era un hombre claro, que no tenía miedo a expresar sus emociones; pero no disponía de las palabras que expresaran la profundidad y calidad de sus sentimientos por ella. No creía que tales palabras existieran; todas las que conocía eran crudas, burdas e inadecuadas. Si se la arrebataran, la vida seguiría, naturalmente… pero no fácil y feliz, no sin una enorme cantidad de pena y dolor.
Miró fijamente al techo oscuro y se dijo que el sueño no debía preocuparle. No había sido un presagio ni una profecía… sino una simple pesadilla y nada más.
A lo lejos, un tren lanzó dos largos silbidos. Fue un sonido frío, solitario, doloroso, que le hizo cubrirse hasta la barbilla.
Bruno llegó a la conclusión de que Katherine podía estar esperándole en la casa que Leo construyó.
Abandonó la suya y cruzó los viñedos. Se llevó la linterna y el cuchillo.
A la primera luz, pálida, del alba, mientras casi todo el cielo seguía siendo de un color azul negro, en tanto que el valle descansaba en la penumbra de la noche, él subió a la casa del acantilado. No lo hizo mediante la vagoneta porque, para subir a ella, tenía que entrar en la bodega y llegar al segundo piso donde la estación de salida ocupaba una esquina del edificio. No se atrevió a dejarse ver por allá, porque suponía que la bodega estaba ahora rebosante de espías de Katherine. Quería ir a hurtadillas a la casa y el único camino para hacerlo era la escalera en la cara del acantilado.
Empezó a subir rápidamente, de dos en dos; pero, antes de llegar muy lejos, descubrió que la cautela era esencial. La escalera se estaba deshaciendo. No se habían preocupado de mantenerla en buen estado, como la vagoneta. Décadas de lluvia y viento, así como de calor veraniego, habían ido comiéndose el mortero que mantenía sujeta la vieja estructura. Pequeñas piedras, piezas esenciales de cada uno de los trescientos veinte escalones, saltaban bajo sus pies y rebotaban hasta la base del risco. Varias veces estuvo a punto de perder el equilibrio; casi se cayó de espaldas, o faltó poco para que saltara de lado al vacío. La barandilla de seguridad estaba podrida, y carecía de secciones enteras. Si volvía a tropezar, no le salvaría. Muy despacio, con sumo cuidado, fue siguiendo el trazado oscuro de la escalera y pudo llegar a la cima del risco.
Cruzó el césped que se había convertido en una maraña de hierba. Docenas de rosales, antes cuidadosamente podados y atendidos, habían enviado tentáculos espinosos en todas direcciones y se extendían ahora como auténticas zarzas.
Bruno entró en la vieja casa victoriana y registró las estancias, mohosas, polvorientas y cubiertas de telarañas, que olían a la humedad que manchaba cortinas y alfombras. La casa estaba repleta de muebles antiguos, arte, cristal, estatuas y otras muchas cosas; pero no contenía nada siniestro. La mujer tampoco se encontraba allí.
No sabía decir si era una suerte o una desgracia. En todo caso, no se había instalado, no se había adueñado de la casa durante su ausencia. Esto era una suerte. Le tranquilizaba. Pero se inquietaba al preguntarse dónde demonios estaba.
Su confusión iba aumentando por momentos. Su capacidad de razonamiento había empezado a fallarle horas atrás, y ahora tampoco podía confiar en sus cinco sentidos. A veces, creía oír voces, y las persiguió por la casa, hasta acabar descubriendo que lo que oía eran sus propias divagaciones. De pronto, el moho no olía a moho, sino al perfume favorito de su madre… Pero, un instante después, volvía a oler a moho. Y cuando contemplaba una pintura familiar que había estado colgada en aquellas paredes desde su infancia, era incapaz de saber lo que representaba, de percibir las formas y los colores. Sus ojos quedaban desconcertados hasta por la más simple de las pinturas. Se detuvo ante un cuadro que sabía que representaba un paisaje con árboles y flores silvestres; pero era incapaz de verlos; solamente podía recordar que estaban ahí; lo que veía ahora eran manchones, líneas distorsionadas, puntos y formas sin sentido.
Se esforzó por no dejarse vencer por el pánico. Se dijo que la confusión y la desorientación no eran más que el resultado de no haber dormido en toda la noche. Los ojos le pesaban, estaban irritados, rojos y ardientes. Le dolía todo. Tenía el cuello tieso. Lo único que necesitaba era dormir. Cuando despertara, tendría la cabeza clara. Esto fue lo que se dijo. Era lo que tenía que creer.
Porque había registrado la casa de abajo arriba. Se encontraba ahora en el desván, la gran estancia con el techo en pendiente, donde había transcurrido gran parte de su vida. Al blanquecino resplandor de su linterna, podía ver la cama donde había dormido durante los años que pasó en la mansión.
Sí mismo ya estaba en la cama. Sí mismo se hallaba echado, con los ojos cerrados como si durmiera. Naturalmente, los ojos estaban cerrados porque estaban cosidos. Y el largo camisón blanco no era un camisón, sino una mortaja que le había puesto Avril Tannerton. Porque sí mismo estaba muerto. La perra le había acuchillado y matado. Llevaba completamente muerto desde la semana pasada.
Bruno estaba demasiado nervioso para desahogar su rabia y su dolor. Se acercó a la gran cama y se tendió en la mitad que le correspondía, junto a sí mismo.
Sí mismo apestaba. Era un olor fuerte y químico.
Las ropas de cama estaban manchadas y mojadas por oscuros fluidos que lentamente escapaban de su cuerpo.
A Bruno no le importaba aquella suciedad. Su lado de cama estaba seco. Y aunque sí mismo se encontraba muerto y no volvería a hablar ni a reír de nuevo, Bruno se sentía feliz por el mero hecho de estar junto a sí mismo.
Bruno alargó la mano y se tocó. Tocó la mano fría, dura y rígida y la estrechó.
Parte de la dolorosa soledad se mitigó.
Bruno, naturalmente, no se sentía completo. Nunca más volvería a sentirse completo, porque una mitad de él estaba muerta. Pero, echado allí, junto a su cadáver, tampoco se sentía solo.
Dejando la linterna encendida para disipar un poco la oscuridad de la habitación cerrada, Bruno se durmió.
El consultorio del doctor Nicholas Rudge estaba en el piso veinte de un rascacielos en el corazón de San Francisco. Por lo visto, pensó Hilary, el arquitecto no había oído hablar nunca del desagradable término «tierra de terremotos», o hizo un buen trato con el diablo. Una pared del consultorio de Rudge era cristal del suelo al techo, dividido en tres enormes paneles mediante dos finas y verticales líneas de acero; más allá de la ventana, estaba la ciudad en terrazas, la bahía, el magnífico puente Golden Gate y los jirones que quedaban de la niebla de la noche anterior. Un vivo viento del Pacífico desgarraba las nubes grises, y el azul del cielo se hacía más dominante por minutos. La vista era espectacular.
Al extremo opuesto de la gran estancia, frente a la ventana, seis cómodos sillones se encontraban dispuestos alrededor de una redonda mesa de teca. Era obvio que en aquel rincón se celebraban sesiones de terapia de grupo. Hilary, Tony, Joshua y el doctor se instalaron allí.
Rudge era un hombre afable, que poseía la habilidad de hacer que uno se sintiera como si fuera el individuo más interesante y encantador que hubiera encontrado en su vida. Era tan calvo como la típica bola de billar; pero llevaba bigote y una barba bien cuidados. Vestía un traje de tres piezas, con corbata y un pañuelo a juego en el bolsillo exterior, pero no había nada del banquero o del dandy en su aspecto. Parecía distinguido, capaz, y se mostraba tan relajado como si llevara alpargatas.
Joshua resumió la evidencia que el doctor había dicho que necesitaba conocer, y soltó un pequeño rollo, que pareció divertir a Rudge, acerca de la obligación del psiquiatra de proteger a la sociedad de un paciente que parecía tener tendencias homicidas. En un cuarto de hora, Rudge había oído lo bastante para convencerse de que el mencionado privilegio paciente-doctor no era ni prudente ni justificado en aquel caso. Se mostró dispuesto a mostrarles el historial de Frye.
—Aunque debo confesar —les dijo— que si uno de ustedes hubiera venido a mí, solo, con esta historia increíble, le habría concedido muy poco crédito. Hubiera pensado que necesitaba mis servicios profesionales.
—Hemos considerado la posibilidad de que los tres hayamos perdido el juicio —explicó Joshua.
—Y la hemos rechazado —concluyó Tony.
—Bien, si están desequilibrados los tres, vamos a decir «los cuatro», porque me han convencido a mí también.
Durante los pasados dieciocho meses, explicó Rudge, había visto a Frye dieciocho veces en privado, en sesiones de cincuenta minutos. Después de la primera entrevista, cuando se dio cuenta de que el paciente estaba profundamente perturbado por algo, animó a Frye a que fuera por lo menos una vez en semana, porque creía que el problema era demasiado serio para responder a un tratamiento de una sesión al mes. Pero Frye se había resistido a la idea de un tratamiento más intenso.
—Como ya le dije por teléfono, Mr. Frye se debatía entre dos deseos. Quería que le prestara ayuda para llegar a la raíz del problema. Pero, al mismo tiempo, temía revelarme cosas… y temía lo que iba a oír sobre él.
—¿Cuál era su problema? —preguntó Tony.
—Bien, naturalmente, el problema en sí, el nudo psicológico que le causaba ansiedad, tensión y estrés, estaba oculto en su subconsciente. Por eso era por lo que me necesitaba. Si la terapia hubiera tenido éxito, habríamos llegado a descubrir el nudo, e incluso a desatarlo. Pero nunca llegamos a ello. Así que no puedo decirles lo que fallaba en él, porque en realidad no lo sé. Pero creo que lo que me está preguntando es qué trajo a Frye hasta mí. Qué le hizo darse cuenta de que necesitaba ayuda.
—Sí —observó Hilary—. Por lo menos es un punto que sirve para empezar. ¿Qué síntomas tenía?
—Lo peor, por lo menos desde el punto de vista de Mr. Frye, era una pesadilla repetitiva que le aterrorizaba.
Sobre la mesita redonda, había una grabadora y dos montones de cintas al lado, catorce en uno y cuatro en el otro. Rudge se echó hacia delante y cogió una de las cuatro.
—Todas mis consultas se graban y se guardan en una caja fuerte —explicó el doctor—. Éstas son cintas de las sesiones de Mr. Frye. Anoche, después de hablar con Mr. Rhinehart por teléfono, escuché fragmentos de estas grabaciones para ver si podía encontrar algo representativo. Tenía la corazonada de que me convencería para que sacara su ficha y pensé que sería mejor si podían oír las quejas de Bruno Frye en su propia voz.
—Excelente —asintió Joshua.
—Ésta es de la primera sesión. En los cuarenta minutos iniciales Frye casi no dijo nada. Fue muy raro. Parecía tranquilo, sereno; pero vi que estaba asustado y que trataba de disimular sus verdaderos sentimientos. Tenía miedo de hablar conmigo. Le faltó poco para levantarse y marcharse. Pero seguí trabajándole con suavidad, con mucha suavidad. En los últimos diez minutos me explicó por qué había venido a visitarme; pero incluso entonces era más difícil sacarle las palabras que arrancarle dientes. He aquí parte de la conversación.
Rudge metió la cinta en la grabadora y la puso en marcha.
Cuando Hilary oyó la voz familiar, profunda y rasposa, sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral.
Frye habla primero:
Tengo un problema.
¿Qué clase de problema?
Por la noche.
¿Sí?
Todas las noches.
¿Quiere decir que tiene problemas para dormir?
Sólo en parte.
¿Puede ser más específico?
Tengo un sueño.
¿Qué clase de sueño?
Una pesadilla.
¿La misma todas las noche?
Sí.
¿Desde cuándo? ¿Puede recordarlo?
¿Un año? ¿Dos años?
No, no. Mucho más que eso.
¿Cinco años? ¿Diez?
Por lo menos treinta… Quizá más.
¿Ha tenido el mismo mal sueño todas las noches desde hace por lo menos treinta años?
En efecto.
Seguro que no todas las noches.
Sí. Nunca me deja.
¿De qué trata el sueño?
No lo sé.
No se lo guarde, dígalo.
No me lo guardo.
¿Quiere contármelo?
Sí.
Es por lo que está aquí. Así que cuéntemelo.
Quiero hacerlo. Pero es que no sé de qué trata el sueño.
¿Cómo puede haberlo tenido todas las noches a lo largo de treinta años o más y no saber de qué se trata?
Me despierto gritando. Siempre sé que el sueño me ha despertado. Pero no puedo recordarlo nunca.
¿Entonces, cómo sabe que siempre es el mismo sueño?
Lo sé.
No me basta.
¿No le basta para qué?
No me basta para convencerme de que sea siempre el mismo sueño. Si está tan seguro de que la pesadilla se repite, debe tener mejores razones para pensar que es así.
Si se lo digo…
¿Qué?
Pensará que estoy loco.
Yo nunca utilizo la palabra «loco».
¿No?
No.
Bien…, cada vez que el sueño me despierta, siento como si algo se arrastrara sobre mí.
¿Y qué es?
No lo sé. Nunca puedo recordar. Pero noto como si algo tratara de metérseme por la nariz y por la boca. Algo repugnante. Intenta meterse dentro de mí. Me empuja los lados de los ojos, intentando hacérmelos abrir. Lo siento moverse por debajo de mis ropas. Lo tengo en el pelo. Está por todas partes, arrastrándose…, arrastrándose…
En el despacho del doctor Nicholas Rudge, todo el mundo estaba pendiente de la grabadora.
La voz de Frye seguía aún rasposa, pero ahora reflejaba un terror descarnado.
A Hilary le parecía estar viendo la cara de aquel hombretón, torcida por el miedo…, los ojos desorbitados, la tez pálida, el sudor frío en el nacimiento del cabello.
La cinta continuaba:
¿Sólo hay una cosa que se arrastra encima de usted?
No lo sé.
¿O son muchas cosas?
No lo sé.
¿Qué tacto tiene?
Sólo sé que es… horrible…, repugnante.
¿Por qué quiere esa cosa meterse dentro de usted?
No lo sé.
¿Y dice que siempre siente lo mismo después de un sueño?
Sí, durante un minuto o dos.
¿Hay algo más que perciba, que sienta, además de la sensación de que algo se arrastra?
Sí. Pero no es una sensación. Es un sonido.
¿Qué clase de sonido?
Susurros.
¿Quiere decir que al despertar imagina que hay gente susurrando?
En efecto. Susurros, susurros, susurros. Me rodean.
¿Quién es esa gente?
No lo sé.
¿Qué están susurrando?
No lo sé.
¿Tiene la impresión de que tratan de decirle algo?
Sí. Pero no lo entiendo.
¿Posee una teoría, una corazonada? ¿Puede adivinarlo?
No puedo oír las palabras con exactitud; pero sé que dicen cosas malas.
¿Malas? ¿En qué sentido?
Me amenazan. Me odian.
¿Susurros amenazadores?
Sí.
¿Cuánto tiempo duran?
Tanto como el arrastrarse…, se arrastran…, se arrastran.
¿Alrededor de un minuto?
Sí. ¿Le parezco loco?
En absoluto.
Venga. Le parezco un poco loco.
Créame, Mr. Frye, he oído historias mucho más extrañas que la suya.
No dejo de pensar que si me enterara de lo que dicen los susurros y si supiera qué es lo qué se arrastra por encima de mí, podría adivinar de qué trata el sueño. Y, una vez descubra de qué se trata, puede que no vuelva a repetirse.
Así es como vamos a enfocar el problema.
¿Puede ayudarme?
Bueno, hasta cierto punto, depende de lo que quiera ayudarse usted.
Oh, yo quiero terminar con esto. Se lo aseguro.
Entonces, es muy probable que lo consiga.
He estado viviendo tanto tiempo con ello… Pero no logro acostumbrarme. Me asusta dormirme. Todas las noches, lo temo.
¿Se ha sometido a terapia, antes de ahora?
No.
¿Por qué no?
Porque tenía miedo.
¿De qué?
De lo que… pudieran descubrir.
¿Y por qué tiene miedo?
Porque puede ser algo… embarazoso.
Para mí no lo será.
Pero puede serlo para mí mismo.
No se preocupe. Soy su médico. Estoy aquí para escuchar y ayudar. Si usted…
El doctor Rudge sacó la cinta de la grabadora y dijo:
—Una pesadilla reiterativa. En sí, no es algo fuera de lo corriente. Pero una pesadilla seguida de alucinaciones táctiles y auditivas… no se da con frecuencia.
—¿Y, a pesar de ello —observó Joshua—, no le pareció peligroso?
—Cielos, no. Estaba solamente asustado por un sueño, y era comprensible. El hecho de que alguna sensación del sueño, persistiera incluso después de despertar, significaba que la pesadilla representaba, alguna horrible experiencia reprimida, enterrada en lo más profundo del subconsciente. Pero las pesadillas suelen ser un modo sano de soltar vapor psicológico. No mostró indicios de psicosis. No parecía confundir los componentes de su sueño con la realidad. Trazaba una línea clara cuando lo comentaba. En su mente parecía existir una marcadísima distinción entre la pesadilla y el mundo real.
Tony se echó hacia delante:
—¿Podía estar menos seguro de la realidad de lo que le permitió captar?
—¿Quiere decir… que pudo haberme engañado?
—¿Pudo hacerlo?
Rudge asintió:
—La psicología no es una ciencia exacta. Y, si se compara con la psiquiatría, es aún menos exacta. Sí, pudo haberme engañado, dado que sólo le veía una vez al mes y no tenía oportunidad de observar sus cambios de estado de ánimo y de personalidad, los cuales habrían sido más evidentes de haberle visto cada semana.
—En vista de lo que Joshua le ha contado hace un rato —preguntó Hilary—, ¿cree que fue engañado?
Rudge sonrió amargamente:
—Parece que lo fui, ¿verdad?
Tomó una segunda cinta, que tenía preparada desde un punto preseleccionado de otra conversación entre Frye y él, y la metió en la grabadora.
No ha mencionado nunca a su madre.
¿Qué hay de ella?
Eso es lo que quiero saber.
¿No hace más que preguntar, no cree?
Con algunos pacientes apenas tengo que preguntar nada. Ellos solos se abren y empiezan a hablar.
¿Sí? ¿Y de qué hablan?
Con frecuencia suelen hablar de sus madres.
Debe ser muy aburrido para usted.
Pocas veces. Hábleme de su madre.
Se llamaba Katherine.
¿Y qué?
No tengo nada que decir de ella.
Todo el mundo tiene algo que decir de su madre… y de su padre.
Hubo un minuto de silencio. La cinta siguió girando y produciendo un sonido sibilante.
Rudge, comprendiendo la impaciencia de los presentes, explicó:
—Le estoy esperando. Hablará dentro de un momento.
¿Doctor Rudge?
¿Sí?
¿Cree usted…?
¿De qué se trata?
¿Cree que los muertos se quedan muertos?
¿Me está preguntando si soy religioso?
No. Lo que quiero decir es… si cree que una persona puede morir… y luego regresar de la tumba.
¿Como un fantasma?
Sí. ¿Cree en los fantasmas?
¿Y usted?
Yo pregunté primero.
No. No creo en ellos, Bruno. ¿Y usted?
Todavía no lo he decidido.
¿Ha visto alguna vez un fantasma?
No estoy seguro.
¿Qué tiene que ver eso con su madre?
Me dijo que volvería…, que regresaría de la tumba.
¿Cuándo le dijo tal cosa?
Oh, millares de veces. Siempre estaba diciéndolo. Afirmó que sabía cómo se hacía. Aseguró que me vigilaría después de morir. Dijo que, si veía que me portaba mal y no vivía como ella quería que viviese, entonces volvería y lo lamentaría.
¿Y la creyó?
¿La creyó usted?
¿Bruno?
Hablemos de otra cosa.
—¡Jesús! —exclamó Tony—. De ahí nació la idea de que Katherine había vuelto. ¡La mujer se la inculcó antes de morir!
Joshua dijo a Rudge:
—¡En nombre de Dios! ¿Qué se proponía hacer esa mujer? ¿Qué clase de relación había entre ellos?
—Ahí estaba la raíz del problema. Pero nunca pudimos llegar a ponerlo en claro. Yo seguí esperando poder hacer que viniera todas las semanas; pero se resistía… Luego, murió.
—¿Insistió sobre el tema de los fantasmas en las demás sesiones? —preguntó Hilary.
—Sí —respondió el médico—. La siguiente vez que vino, volvió a hablar de ello. Dijo que los muertos permanecían muertos y que sólo los niños y los pobres de espíritu pueden creer otra cosa. Declaró que no existían ni los fantasmas ni los zombies. Quería que yo supiera que nunca había creído a Katherine cuando le decía que volvería.
—Pero mentía —dijo Hilary—. La creyó.
—Al parecer sí —asintió Rudge, metiendo la tercera cinta en la máquina.
¿Doctor, a qué religión pertenece?
Me educaron como católico.
¿Cree todavía?
Sí.
¿Va a la iglesia?
Sí. ¿Y usted?
No. ¿Va a misa todas las semanas?
Casi todas.
¿Cree en el cielo?
Sí. ¿Y usted?
Sí. ¿Y qué me dice del infierno?
¿Qué piensa usted de ello, Bruno?
Bueno, que si hay un cielo debe haber también un infierno.
Hay gente que dice que la tierra es el infierno.
No. Hay otro lugar con fuego y todo eso. Y si hay ángeles…
¿Sí?
Debe haber demonios. La Biblia afirma que los hay.
Se puede ser muy buen cristiano sin tomarse la Biblia al pie de la letra.
¿Sabe cómo descubrir las diferentes marcas de los demonios?
¿Marcas?
Sí. Cuando un hombre o una mujer hacen un trato con él, el demonio los marca. Si le pertenecen por alguna otra razón, también los marca, lo mismo que hacemos con el ganado.
¿Cree de verdad que se puede hacer un trato con el diablo?
¿Eh? Oh, no. De ninguna manera. Eso son cuentos. Tonterías. Pero hay personas que lo creen. Y me interesan. Su psicología me fascina. Leo mucho sobre ocultismo, tratando de imaginar el tipo de gente que tiene fe en ello. Quisiera comprender cómo funcionan sus mentes. ¿Sabe?
Me estaba hablando de las marcas que los demonios dejan en los seres humanos.
Sí. Es algo que he leído hace poco. Nada importante.
Cuéntemelo.
Verá usted, se supone que en el infierno hay cientos y cientos de demonios. Quizá millares. Y cada uno de ellos posee su propia marca, y se la pone a quienes les reclama el alma. Como, por ejemplo, en la edad media creían que una marca en forma de fresa en la cara, era la marca del demonio. Y otra marca era tener los ojos bizcos. O un tercer pecho. Hay gente que nace con tres pechos. No es demasiado raro. Y están los que afirman que la marca de un demonio es el número 666. Ésta es la marca del jefe de todos los demonios, Satanás. Su gente tienen el número 666 marcado en la piel, debajo del cabello, donde no pueda verse. Hablo de lo que creen los Verdaderos Creyentes. Y los gemelos… Es otra señal del trabajo del demonio.
¿Qué los gemelos son obra del demonio?
Compréndame, yo no digo que crea todo esto. No lo creo. Son sandeces. Me limito a decirle lo que algunos locos proclaman por ahí.
Comprendo.
Si le aburro…
No, no. Me parece tan fascinante como a usted.
Rudge apagó la grabadora.
—Permítanme un comentario antes de seguir. Le animé a hablar de ocultismo porque pensé que para él era sólo un ejercicio intelectual, un modo de reforzar su mente y ayudarle a que se enfrentara con su problema. Lamento confesar que le creí cuando me dijo que no lo tomaba en serio.
—Pero lo hacía —observó Hilary—. Se lo tomaba lo que se dice muy en serio.
—Así parece. No obstante, a la sazón creí que ejercitaba su mente preparándose para resolver sus problemas. Si encontraba el medio de explicar el proceso aparentemente irracional del pensamiento de gente lejana, como ocultistas convencidos, también se encontraría dispuesto a encontrar una explicación para la pequeña parte de comportamiento irracional de su propia personalidad. Si podía explicar a los ocultistas, sería tarea fácil explicar el sueño que no podía recordar. Eso es lo que yo supuse que estaba haciendo. Pero me equivocaba. ¡Maldita sea! ¡Si hubiera venido a verme con más frecuencia!
Rudge volvió a poner la grabadora en marcha:
¿Ha dicho que los gemelos son obra del demonio?
Sí. No todos los gemelos, claro. Sólo cierta clase de gemelos. ¿Cuáles?
Gemelos siameses. Cierta gente cree que son la marca del demonio.
Sí. Comprendo que pudiera extenderse esa superstición.
Y, a veces, gemelos idénticos nacen con las cabezas cubiertas por caperuzas. Esto es raro. Uno, tal vez. Pero dos no. Es muy raro que ambos gemelos nazcan con caperuza. Cuando ocurre, se puede tener la seguridad de que esos gemelos están marcados por el demonio. Al menos, es lo que cierta gente tiene por cierto.
Rudge sacó la cinta:
—No sé muy bien cómo encaja esto con lo que les ha estado ocurriendo a ustedes tres. Pero, dado que parece existir un doble de Bruno Frye, el tema de los gemelos creí que era algo que les interesaría escuchar.
Joshua miró a Tony; luego, a Hilary y dijo:
—Pero si Mary Gunther tuvo dos hijos, ¿por qué Katherine sólo se llevó uno a casa? ¿Por qué iba a mentir y decir que no había más que un niño? No tiene la menor lógica.
—No lo sé —murmuró Tony, dubitativo—. Ya dije que la historia me parecía demasiado amañada.
—¿Encontró el certificado de nacimiento de Bruno? —preguntó Hilary.
—Aún no. No había ninguno en las cajas fuertes.
Rudge cogió la cuarta cinta que había separado del montón principal:
—Ésta fue la última sesión que tuve con Frye. Hace sólo tres semanas. Por fin accedió a dejarme probar la hipnosis para ayudarle a recordar el sueño. Pero se mostró desconfiado. Me hizo prometer que limitaría el alcance de las preguntas. No me autorizaba a preguntar acerca de ninguna cosa que no fuera el sueño. El extracto que les he preparado empieza después de que entró en trance. Le hice retroceder en el tiempo, no mucho; sólo hasta la noche anterior. Le volví a situar en el sueño.
¿Qué es lo que ve, Bruno?
Mi madre. Y yo.
Siga.
Me está arrastrando.
¿Dónde se encuentra usted?
No lo sé. Pero soy muy pequeño. ¿Pequeño?
Sí, muy niño.
¿Y su madre le obliga a ir a alguna parte?
Sí. Me arrastra, me tira de la mano.
¿A dónde le arrastra?
A… la… la puerta. La puerta. ¡No deje que la abra! ¡No! ¡No!
Tranquilo. Cálmese. Hábleme de la puerta. ¿A dónde lleva?
Al infierno.
¿Cómo lo sabe?
Porque está en el suelo.
¿La puerta está en el suelo?
¡Por el amor de Dios, no le permita abrirla! ¡No la deje meterme allá dentro otra vez! ¡No! ¡No! ¡No quiero volver allá abajo!
Relájese. Trate de serenarse. No hay razón para tener miedo. Pero relájese, Bruno. Relájese. ¿Está ya relajado?
S… sí.
Muy bien. Ahora, despacio, con tranquilidad y sin emocionarse, dígame lo que ocurre a continuación. Su madre y usted se hallan frente a una puerta que hay en el suelo. ¿Qué ocurre ahora?
Ella… ella… abre la puerta.
Siga.
Me empuja.
Siga.
Me empuja… Me hace traspasar la puerta.
Siga, Bruno.
La cierra de golpe… con llave.
¿Le encierra?
Sí.
¿Cómo es el lugar?
Oscuro.
¿Y qué más?
Sólo oscuro. Negro.
Debe poder ver algo.
No. Nada.
¿Y qué ocurre?
Trato de salir.
¿Y qué ocurre?
La puerta es demasiado pesada. Demasiado fuerte.
Bruno… ¿es sólo un sueño?
¿Es un sueño nada más, Bruno?
Es lo que sueño.
¿Pero es también un recuerdo?
¿Le encerraba su madre en un cuarto oscuro cuando era niño? ¿En un sótano?
En el suelo. En aquella habitación del suelo.
¿Cuántas veces lo hizo?
Todo el tiempo.
¿Una vez a la semana?
Con más frecuencia.
¿Era acaso un castigo?
Sí.
¿Por qué?
Por… por no actuar… y pensar… como uno.
¿Qué quiere decir?
Era un castigo por no ser uno.
¿Qué quiere decir ser uno?
Uno. Uno. Sólo uno. Nada más. Sólo uno.
Está bien. Repasaremos esto más tarde. Ahora vamos a seguir a fin de ver qué ocurre a continuación. Está encerrado en aquel cuarto. No puede abrir la puerta. ¿Qué sucede ahora, Bruno?
Tengo mi… miedo.
No, no tiene miedo. Está tranquilo, relajado y nada le asusta. ¿No es así? ¿No está más tranquilo?
Sí…, supongo que sí.
Muy bien. ¿Qué pasa después de que intenta abrir la puerta?
No lo consigo. Así que me quedo en el primer peldaño y miro hacia abajo, a la oscuridad.
¿Hay escalones?
Sí.
¿A dónde llevan?
Al infierno.
¿Baja?
¡No! Yo sólo… me quedo allí y… ¡Escuche!
¿Qué oye?
Voces.
¿Qué están diciendo?
Susurran… no puedo entenderlas. Pero… se acercan…, se hacen más fuertes. Se acercan más. Suben por los peldaños.
¡Ahora son fortísimas!
¿Pero qué dicen?
Susurran. Me rodean.
¿Qué están diciendo?
Nada. No tienen sentido.
Escuche muy atento.
No hablan con palabras.
¿Quiénes son? ¿Quiénes susurran?
¡Oh, Dios! Escuche. ¡Jesús!
¿Quiénes son?
No son personas. No. ¡No! ¡No es gente!
¿No es gente que susurra?
¡Quítemelas de encima!
¿Por qué se está usted sacudiendo?
¡Están sobre mí!
No hay nada encima de usted.
¡Sí las tengo encima!
No se levante, Bruno. Espere…
¡Oh, Dios mío…!
Bruno, vuelva a echarse en el sofá.
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío!
Le ordeno que se eche en el sofá.
¡Jesús, ayúdeme! ¡Ayúdeme!
Escúcheme Bruno. Su…
¡Tengo que librarme de ellas! ¡Tengo que lograr que dejen de pasearse sobre mi cuerpo!
Basta, Bruno. Relájese. Ya se alejan.
¡No! ¡Todavía hay más! ¡Ah! ¡Ah! ¡No!
Se están yendo. Los susurros se apagan, ya se…
¡Son más fuertes! ¡Cada vez más fuertes! Un rugir de susurros.
Tranquilícese. Échese y…
¡Se me están metiendo por la nariz! ¡Oh, Jesús! ¡Mi boca!
¡Bruno!
En la cinta había un ruido extraño, entrecortado. No cesaba.
Hilary se estremeció. La habitación, de repente, parecía estar helada. Rudge explicó:
—Saltó del sofá y corrió a ese rincón. Se agachó, y se cubrió la cara con las manos.
El sonido irreal, jadeante, angustiado, continuaba saliendo de la cinta.
—¿Logró usted sacarlo del trance? —musitó Tony.
Rudge, muy pálido, recordaba:
—Al principio creí que iba a quedarse en el sueño. Jamás me había ocurrido nada parecido. Soy muy bueno con la terapia de hipnosis. Muy bueno. Pero temí que le había perdido. Tardó un buen rato en recuperarse; pero al fin empezó a responderme.
En la cinta seguía el mismo sonido angustiado.
—Lo que están oyendo es Bruno chillando. Está tan asustado que su garganta se ha contraído, el terror le ha hecho perder la voz. Intenta gritar, pero no emite ningún sonido.
Joshua se levantó, se inclinó y apagó la grabadora. Le temblaba la mano. Preguntó:
—¿Cree que su madre le encerraba de verdad en un cuarto oscuro?
—Sí —contestó Rudge.
—¿Y que allí, con él, había algo más?
—Sí.
—¿Algo que producía aquel sonido susurrante?
—Sí.
Joshua se pasó la mano por su espesa cabellera blanca:
—Pero, en nombre de Dios, ¿qué pudo haber sido? ¿Qué había en aquel cuarto?
—No lo sé. Esperaba descubrirlo en otra sesión. Pero ésta fue la última vez que lo vi.
En el «Cessna Skylane» de Joshua, mientras volaban hacia Hollister, Tony dijo:
—Mi punto de vista acerca de todo esto empieza a cambiar.
—¿Cómo? —preguntó Joshua.
—Bueno, al principio, lo veía en blanco y negro. Hilary era la víctima. Frye era el malo. Pero ahora…, en cierto modo…, también Frye es una víctima.
—Entiendo lo que quieres decir —admitió Hilary—. Tras escuchar aquellas cintas… siento compasión por él.
—Sentir compasión está muy bien —cortó Joshua—, siempre y cuando no se olvide de que es sumamente peligroso.
—¿No está muerto?
—¿Lo está?
Hilary había escrito un guión en el que dos escenas se desarrollaban en Hollister, así que conocía algo el lugar.
En apariencia, Hollister se parecía a otras cien pequeñas ciudades de California. Había algunas calles bonitas y otras tantas feas. Casas nuevas y casas viejas. Palmeras y robles. Muchas adelfas. Porque era una de las partes más secas del Estado, y en la que había mucho más polvo; aunque no se notaba demasiado hasta que el viento soplaba fuerte.
Lo que hacía a Hollister diferente de otras ciudades era lo que tenía por debajo. Fallas. Gran parte de los municipios de California estaban construidos encima o muy cerca de fallas geológicas, que de cuando en cuando se deslizaban y producían terremotos. Pero Hollister no se hallaba edificado sobre una sola falla; descansaba encima de una extraña confluencia de ellas, una docena o más, grandes y pequeñas, incluyendo la Falla de San Andrés.
Hollister era una ciudad en marcha. Todos los días del año, la sacudía por lo menos un temblor de tierra. La mayor parte correspondían al tipo medio o más bajo de la escala de Richter. La ciudad jamás se había hallado nivelada. Las aceras estaban agrietadas e inclinadas. Podían estar planas un lunes, algo ladeadas el martes, y planas de nuevo el miércoles. Algunos días había cadenas de temblores que sacudían dulcemente la ciudad, con sólo breves pausas, durante una hora o dos. A pesar de ello, la gente que vivía allí casi nunca se daba cuenta de esos pequeños temblores, del mismo modo que los que habitaban en Alta Sierra, país de esquí, apenas se fijaban en una nevada común. A lo largo de las décadas, el curso de algunas calles de Hollister se veía alterado por la tierra siempre en movimiento; avenidas que habían sido rectas tenían ahora una pequeña curvatura o estaban un poco estevadas. Las tiendas tenían estantes inclinados hacia atrás, o cubiertos con tela metálica para evitar que las botellas y botes se cayeran al suelo cada vez que la tierra temblaba. Algunas personas vivían en casas que se iban deslizando poco a poco a terreno inestable; pero el hundimiento era tan lento que no causaba alarma, ni planteaba la necesidad urgente de buscar otro lugar para vivir; se limitaban a reparar las grietas de las paredes, limar los bajos de las puertas y realizar los ajustes que podían. De tanto en tanto, un hombre de Hollister añadía una habitación a su casa, sin darse cuenta de que el añadido estaba en un lado de una línea de fallas y la casa en el otro. Como resultado, pasados unos años, la nueva habitación, al igual que una tortuga, se iría desplazando hacia el Norte o hacia el Sur, al Este o al Oeste, según la falla, mientras el resto de la casa permanecía inmóvil o tendía en dirección opuesta. Era un proceso casi imperceptible y, sin embargo poderoso, que podía llegar a arrancar el añadido de la estructura principal. Los cimientos de algunos edificios, tenían huecos, pozos sin fondo, los cuales se extendían, imparables, debajo de las casas y un día se las tragarían; pero, entretanto, los ciudadanos de Hollister vivían y trabajaban por encima. Mucha gente estaría aterrorizada de vivir en una ciudad donde, según el decir de algunos residentes, uno podía «acostarse por la noche y oír cómo la tierra se susurraba a sí misma». No obstante todo esto, durante generaciones, la buena gente de Hollister se había ocupado de sus cosas con una actitud positiva que maravillaba contemplar.
Allí se encontraba el máximo optimismo californiano.
Rita Yancy vivía en una casa en la esquina de una calle tranquila. Era una casa pequeña con un gran porche en la entrada. A lo largo del camino que llevaba a la vivienda había un arriate de flores otoñales, blancas y amarillas. Joshua tiró de la campanilla. Hilary y Tony esperaron detrás de él.
Una anciana se acercó a la puerta. El pelo canoso se hallaba peinado en un moño. Su cara estaba arrugada y sus ojos azules eran vivos y brillantes. Tenía una sonrisa simpática. Llevaba una bata azul y un delantal blanco; calzaba zapatos cómodos, de vieja.
Venía secándose las manos en un trapo.
—¿Qué desean?
—¿Mrs. Yancy? —preguntó Joshua.
—Soy yo.
—Me llamo Joshua Rhinehart.
—Ya me figuré que aparecería.
—Vengo decidido a hablar con usted.
—Me da la impresión de que es un hombre que no se rinde nunca.
—Acamparé en su porche hasta conseguir lo que he venido a buscar.
La anciana suspiró:
—No será necesario. He pensado mucho en la situación desde que me llamó ayer. He decidido que… no puede hacerme nada. Nada en absoluto. Tengo setenta y cinco años, y no meten en la cárcel a mujeres de mi edad. Así que me dije que lo mejor sería decírselo todo, porque, de lo contrario, no dejará de importunarme.
Dio un paso hacia atrás, abrió la puerta de par en par, y entraron.
En el ático de la casa del acantilado, en la enorme cama, Bruno despertó chillando.
La estancia se encontraba a oscuras. Las pilas de la linterna se habían agotado mientras dormía.
Susurros.
Le rodeaban.
Suaves, sibilantes, diabólicos.
Bruno se golpeó la cara, el cuello, el pecho y los brazos, esforzándose para apartar las cosas asquerosas que se arrastraban por encima de él. Hasta que se cayó de la cama. En el suelo parecía haber una cantidad mayor de aquellas cosas resbaladizas. Eran millares, y todas, susurraban sin cesar. Gimió y lloriqueó. Luego, se tapó la boca y la nariz con la mano para evitar que penetraran en su interior.
Luz.
Hilos de luz.
Finas líneas de luz como luminosas hebras sueltas, colgando de la tenebrosa composición del cuarto. No había muchas. La luz era poca; pero resultaba mucho mejor que nada.
Se dirigió deprisa hacia aquellos tenues filamentos de claridad sacudiéndose las cosas de encima y se encontró con una ventana. Tenía los postigos cerrados. La luz se filtraba por las estrechas rendijas.
Tambaleándose, Bruno tanteó en busca de la falleba. Cuando la encontró, no consiguió moverla; estaba muy oxidada.
Chillando, agitándose como un loco, volvió a la cama tropezando con todo, la encontró pese a la negrura, agarró la lámpara que había encima de la mesita, volvió con ella a la ventana y, utilizándola como una maza, rompió el cristal. Tiró la lámpara al suelo, buscó el cerrojo en el interior de los postigos, tiró de él, se despellejó los nudillos al forzarlo, abrió de golpe las contraventanas y lloró aliviado cuando la luz inundó el ático.
Los susurros se apagaron.
El salón de Rita Yancy, ella le llamaba así, pues le parecía mejor que emplear la palabra más moderna y menos rimbombante; era casi una parodia del típico salón en que las dulces ancianitas como ella se refugiaban para pasar sus últimos años. Cortina de zaraza. Tapices de pared bordados a mano, la mayor parte de ellos con refranes inspirados, bordeados de flores y de graciosos pájaros. Los había en todas partes, en un incesante despliegue de buena voluntad, buen humor y mal gusto. Los cojines rematados con borlitas. Silloncitos de orejas. Ejemplares del Reader’s Digest sobre una frágil mesita. Una cesta llena de ovillos de lana y agujas de hacer punto. Una alfombra floreada estaba protegida por pasillos estampados. Chales tejidos a mano se encontraban drapeados sobre el respaldo y el asiento del sofá.
Un reloj en la repisa de la chimenea tenía un tictac que sonaba a hueco.
Hilary y Tony se sentaron en el sofá, en el mismo borde, como si temieran recostarse y arrugar el chal. Hilary se fijó en que cada uno de los bibelots y cacharritos brillaban sin una mota de polvo. Tuvo la impresión de que Rita Yancy se levantaría de un salto y correría en busca de una gamuza en cuanto alguien fuera a tocar aquellas preciadas posesiones para admirarlas.
Joshua se acomodó en un sillón. La cabeza y los brazos descansaban sobre pañitos protectores.
Mrs. Yancy se instaló en lo que parecía ser su sillón favorito; pues daba la impresión de que había adquirido de él parte de su carácter y viceversa. Hilary, imaginó a Mrs. Yancy y al sillón creciendo juntos hasta transformarse en una criatura orgánica-inorgánica con seis pies y una piel de terciopelo aplastado.
La anciana cogió un chal azul y verde doblado sobre un taburete; lo abrió y se cubrió las piernas con él.
Hubo un momento de absoluto silencio, e incluso el reloj pareció enmudecer, como si el tiempo se hubiera detenido, igual que si se hubieran quedado congelados y la hubiesen transportado mágicamente, junto con la habitación, a un planeta lejano para exhibirlos en el Departamento de Antropología Terráquea de un museo extraterrestre.
Y entonces Rita Yancy habló, y lo que dijo hizo añicos la imagen que Hilary se había formado de ella:
—Bueno, resulta evidente que es inútil andarse por las ramas. No pienso malgastar mi día en esta estupidez. Pongámoslo en claro de una vez. ¿Quieren saber por qué Bruno Frye me pasaba quinientos dólares mensuales? Era el salario del silencio. Me pagaba para que mantuviera la boca cerrada. Su madre me pagó la misma cantidad cada mes durante casi treinta y cinco años y, cuando murió, Bruno empezó a mandarme los cheques. Debo confesar que me dejó asombrada. No es corriente hoy en día que un hijo le dé a nadie ese dinero para proteger la reputación de su madre…, sobre todo después de haber estirado la pata: Pero lo hizo.
—¿Me está diciendo que hacía chantaje a Mr. Frye, y a su madre antes que a él? —preguntó Tony sorprendido.
—Llámelo como quiera. Pago del silencio, chantaje o lo que le parezca.
—Por lo que nos ha dicho hasta ahora —prosiguió Tony—, creo que la ley le llamaría chantaje y nada más.
Rita Yancy le sonrió:
—¿Cree que la palabra me molesta? ¿Imagina que tengo miedo? ¿Que estoy como gelatina por dentro? Hijo, déjeme decirle que en mis buenos tiempos me han acusado de cosas mucho más graves. ¿Prefiere emplear la palabra chantaje? Pues me parece muy bien. Chantaje. Eso es lo que es. No vamos a embellecerlo. Pero, naturalmente, si es lo bastante estúpido para arrastrar a una vieja ante un juez, utilizaré otros términos. Me limitaré a decir que hice un gran favor a Katherine Frye, hace mucho tiempo, y que ella insistió en pagármelo con un cheque mensual. Ésta es la principal razón de haberlo establecido por meses. Además, no tienen ustedes ninguna prueba de lo contrario, ¿verdad? Quiero decir que los chantajistas suelen cobrar y echar a correr, se llevan la tajada de una vez, y por eso es fácil seguirles la pista. ¿Pero quién va a creer que un chantajista aceptaría un modesto ingreso todos los meses en su cuenta?
—No tenemos la menor intención de llevarla ante los tribunales —le aseguró Joshua—. Y no nos mueve ningún interés por tratar de recuperar el dinero que le ha sido pagado. Comprendemos que sería una idiotez.
—Muy bien —aceptó Mrs. Yancy—. Porque, si lo intentaran, libraría una batalla de mil demonios.
Se arregló el chal.
«Tengo que acordarme de esto, de todo lo que se refiere a ella —se dijo Hilary—. Algún día puede ser un delicioso personaje de una película. Una abuelita con una pizca de sal, otra de ácido y un poquito podrida».
—Lo único que deseamos es cierta información —dijo Joshua—. Tenemos un problema con el patrimonio y nos retiene la entrega del dinero. Necesito respuestas a ciertas preguntas a fin de acelerar la distribución definitiva. Dice que no quiere malgastar todo su día con «esta estupidez». Bien, tampoco yo quiero malgastar meses en la testamentaría Frye. El único motivo de mi venida es conseguir la información que necesito para acabar con «mi estupidez».
Mrs. Yancy se quedó mirándolo fijamente; después contempló a Hilary y a Tony. Sus ojos eran calculadores, astutos. Al fin, hizo un gesto afirmativo con la cabeza que evidenciaba su satisfacción, como si hubiera estado leyendo en sus mentes y aprobara lo que había en ellas.
—Me parece que les creo. Está bien. Hagan sus preguntas.
—Está claro —dijo Joshua— que lo primero que deseamos conocer es qué sabía de Katherine Frye para que ella y su hijo le pagaran casi un cuarto de millón de dólares en los cuarenta años pasados.
—Para entenderlo —dijo Mrs. Yancy—, necesitarán saber algo más de mí. Verá, cuando yo era joven, en plena época de la Gran Depresión, miré a mi alrededor para ver qué podía hacer. Después de atar cabos, llegué a la conclusión de que todos los trabajos posibles no me ofrecían más que la mera supervivencia y una vida de agobio. Excepto uno. Me di cuenta de que la única profesión que me ofrecía la oportunidad de ganar verdadero dinero, era lo que llaman el oficio más antiguo del mundo. A los dieciocho años empecé a trabajar. En aquellos días, a una mujer como yo se la llamaba una «dama de virtud fácil». Ahora, ya no importa. Hoy en día, puede emplearse la palabra que mejor parezca… —De su moño se había escapado un mechón de pelo gris; se lo apartó de la cara y lo sujetó detrás de la oreja.
»Cuando se trata de sexo, de intercambio como decíamos en mi época, me asombra cómo han cambiado los tiempos.
—¿Quiere decir que era… una prostituta? —preguntó Tony expresando la misma sorpresa que Hilary.
—Era una joven guapísima —respondió Mrs. Yancy con orgullo—. Nunca hice las calles, ni los bares, ni los hoteles, ni nada parecido. Yo formaba parte del personal de una de las mejores y más elegantes casas de San Francisco. Trabajábamos exclusivamente con señores de postín. Sólo los mejores hombres. Nunca había menos de diez chicas, y a veces hasta quince; pero cada una de nosotras era refinada y hermosa. Ganaba mucho dinero, como había esperado. Pero, cuando cumplí veinticuatro años, me di cuenta de que podía ganar mucho más abriendo mi propia casa que trabajando en el establecimiento de otra persona. Así que encontré una casa con mucho encanto y gasté casi todos mis ahorros decorándola. Luego, reuní una cuadra de jóvenes bellas y refinadas. En los treinta y seis años siguientes trabajé como madama y dirigí un lugar de gran clase. Me retiré hace quince años, cuando cumplí los sesenta porque quería venirme a Hollister, donde vivían mi hija y su marido; deseaba estar cerca de mis nietos, saben. Los nietos hacen llevadera la edad y la enriquecen más de lo que creí.
Hilary se recostó en el sofá, sin preocuparse ya por si arrugaba los chales que había en el respaldo.
Joshua preguntó:
—Todo esto es fascinante. ¿Pero qué tiene que ver con Katherine Frye?
—Su padre visitaba con regularidad mi casa de San Francisco —respondió Rita Yancy.
—¿Leo Frye?
—Sí. Un hombre muy extraño. Yo, personalmente, nunca estuve con él. Nunca le serví. Después de ser madama, hacía poco trabajo de cama; me ocupaba de los detalles de la administración. Pero estaba enterada de todas las historias que mis chicas contaban de él. Por lo visto era un canalla de primera clase. Quería mujeres dóciles, sumisas. Le gustaba insultarlas y llamarles nombres espantosos mientras las usaba. Le encantaba la disciplina fuerte, no sé si me entienden. Era aficionado a ciertas cosas horribles y pagaba un alto precio por el derecho a hacerlas con mis chicas. En abril de 1940, la hija de Leo, Katherine, apareció en el umbral de mi puerta. Nunca la había visto. Ni siquiera sabía que Frye tuviera hijos. Pero él le había hablado de mí. Me la había enviado para que pudiera tener su hijo en secreto.
Joshua parpadeó:
—¿Su hijo?
—Estaba embarazada.
—¿Bruno era su hijo?
—¿Y qué hay de Mary Gunther? —preguntó Hilary.
—Nunca existió nadie llamado Mary Gunther —explicó la anciana—. Fue sólo una historia de cobertura que Katherine y Leo se inventaron.
—Lo sabía —exclamó Tony—. Demasiado bueno. Era demasiado amañado.
—Nadie en Santa Helena supo que estaba embarazada. Llevaba varias fajas. No creerán cómo iba de fajada la pobre muchacha. Era horrible. Desde el momento que le faltó la primera regla, mucho antes de que empezara a engordar, empezó a ponerse fajas cada vez más apretadas, y luego una encima de otra. Y se mató de hambre, evitando aumentar de peso. Es un milagro que no tuviera un aborto o se muriera.
—¿Y la acogió? —preguntó Tony.
—No voy a presumir que lo hiciera por pura bondad. No puedo soportar a las viejas que presumen de buenas y virtuosas, como muchas de las que me encuentro cuando voy a jugar al bridge en la parroquia. Katherine no me ablandó el corazón o cosa parecida. Tampoco la acogí por sentirme obligada con su padre. No le debía nada. Y, por lo que me contaban mis chicas, no me gustaba nada.
»Llevaba seis semanas muerto cuando apareció Katherine. La acogí por una sola razón, y no voy a pretender lo contrario. Llevaba tres mil dólares para cubrir los gastos de habitación, comida y la factura del doctor. Entonces era mucho más dinero de lo que es hoy.
Joshua meneó la cabeza:
—No puedo entenderlo. Tenía la reputación de ser más fría que un témpano. Que no le importaban los hombres. Nadie supo que tuviera un amante. ¿Quién era el padre?
—Leo.
—¡Oh Dios mío! —musitó Hilary.
—¿Está segura? —preguntó Joshua a Rita Yancy.
—Del todo —respondió la vieja—. Había estado jugando con su propia hija desde que ésta tenía catorce años. La obligaba a practicar sexo oral desde que era una niña. Más tarde, cuando creció, se lo hizo todo. Todo.
Bruno había esperado que una noche de sueño aclarara su mente confusa y llegara a disipar la confusión y la desorientación que le embargaban desde la noche anterior. Pero ahora, frente a la ventana rota del ático, bañándose en la luz gris de octubre, se encontraba tan inseguro de sí como lo estaba seis horas antes. Su mente era un revoltijo de pensamientos caóticos, dudas, preguntas y temores; recuerdos, unos agradables y otros feos, se retorcían como gusanos; imágenes mentales se movían y se agitaban semejantes a charcos de mercurio.
Sabía bien lo que le ocurría. Estaba solo. Completamente solo. Era nada más que medio hombre. Ahí estaba el problema. Desde que su otra mitad había sido muerta, cada vez se sentía más nervioso e inseguro. Ya no disponía de los recursos que tenía cuando sus dos mitades vivían. Y ahora, tratando de moverse con dificultad como sólo media persona, era incapaz de conseguirlo; incluso el más insignificante problema empezaba a parecerle por completo insoluble.
Se apartó de la ventana y caminó con pesadez hasta la cama. Se arrodilló en el suelo, junto a ella, y apoyó la cabeza en el cadáver, sobre su pecho.
—Di algo. Dime algo. Ayúdame a pensar en lo que debo hacer. Por favor. Por favor, ayúdame.
Pero el Bruno muerto no tenía nada que decir al que estaba todavía vivo.
El salón de Mrs. Yancy.
El reloj.
Un gato blanco apareció procedente del comedor y saltó sobre el regazo de la vieja.
—¿Cómo sabe que Leo abusó de Katherine? —preguntó Joshua—. Seguro que no se lo dijo.
—No, él no. Pero Katherine sí. Se encontraba en un estado terrible. Medio fuera de sí. Había contado con que su padre me la trajera cuando llegara su hora; pero él murió entonces. Se encontraba sola y aterrorizada. Por lo que había hecho consigo misma, lo de las fajas y la dieta, su parto fue dificilísimo. Mandé venir al médico que se ocupaba de mis chicas, de sus exámenes semanales sanitarios, porque, sabía que sería discreto y estaría dispuesto a hacerse cargo del caso. Estaba seguro de que el niño nacería muerto. Pensó que incluso existía la posibilidad de que Katherine perdiera la vida. Su parto fue terrible y duró catorce horas. Jamás he visto a nadie soportar como ella semejante dolor. La mayor parte del tiempo deliraba; y, cuando recobraba la razón, estaba desesperada por contarme lo que su padre había hecho con ella. Yo pensé que intentaba hacer las paces con su alma. No podía resistir guardar aquel secreto, y por eso yo fui como un sacerdote que escuchaba su confesión. Su padre la había obligado a proporcionarle sexo oral, poco después de que su madre muriera. Cuando se trasladaron a la casa del acantilado, que supongo que debe estar muy solitaria, él se dedicó a prepararla para que fuera su esclava sexual. Cuando tuvo suficiente edad para copular, tomó precauciones; pero, después de años y años de hacerlo, cometieron un error y quedó embarazada.
Hilary sentía la necesidad acuciante de coger el chal que había extendido sobre el respaldo y envolverse en él para defenderse de los escalofríos que la sacudían. Pese a las continuas palizas, a la intimidación emocional y a la tortura mental que sufrió mientras vivía con Earl y Emma, sabía que había tenido suerte al librarse del abuso sexual. Creía que Earl debió ser impotente; sólo su incapacidad por manifestarse la salvó de aquella degradación. Por lo menos le había sido evitada la pesadilla. Pero no así a Katherine Frye. De repente se sintió solidaria con aquella pobre mujer.
Tony pareció intuir lo que pasaba por su mente. Le cogió la mano y se la estrechó con dulzura para tranquilizarla.
Mrs. Yancy acarició el gato, el cual empezó a ronronear por lo bajo.
—Hay algo que no comprendo —dijo Joshua—. ¿Por qué Leo no le mandó a Katherine tan pronto supo que iba a tener un niño? ¿Por qué no le pidió que le gestionara un aborto? Seguro que usted tenía contactos para ello.
—Ya lo creo. En mi trabajo, había que conocer médicos que se prestaran a ello. Leo pudo haberlo arreglado conmigo. Y no sé por qué no lo hizo. Sospecho que porque tenía la esperanza de que Katherine tuviera una niña preciosa.
—No lo entiendo —observó Joshua.
—¿No le parece obvio? —preguntó Mrs. Yancy rascando debajo de la barbilla al gato blanco—. Si hubiera tenido una nieta, entonces, pasados unos pocos años, podría empezar a prepararla, tal como hizo con Katherine. Así tendría dos. Un pequeño harén familiar.
Incapaz de obtener respuesta de su otro yo, Bruno se levantó y caminó sin rumbo por la enorme estancia, levantando polvo del suelo; centenares de motas giraban en el lechoso haz de luz de la ventana.
Por casualidad descubrió un par de pesas, de veinte kilos cada una. Formaban parte de un juego de pesas que había utilizado seis días a la semana, sin dejar una, entre los doce y los treinta y cinco años. La mayor parte de su equipo, barras, pesas de todo tipo y banqueta, se encontraban en el sótano. Pero siempre había reservado un par de pesas en su alcoba para usar en los momentos de ocio, cuando unos cuantos ejercicios de bíceps o flexiones de muñeca eran lo indicado para alejar el aburrimiento.
Ahora, levantó las pesas y empezó a trabajar con ellas. Sus anchas espaldas y fuertes brazos recobraron el ritmo familiar, y fue cogiendo ritmo hasta cubrirse de sudor.
Veintiocho años atrás, cuando expuso por primera vez el deseo de levantar pesas y cultivar el cuerpo, su madre pensó que era una idea excelente. Unas sesiones largas y brutales de trabajo con las pesas ayudarían a quemar la energía sexual que empezaba entonces a generar, abrumado por las angustias de la pubertad. Como no se atrevía a exponer su pene diabólico ante una muchacha, el vigoroso entrenamiento con las pesas le interesó, se adueñó de su imaginación y de sus emociones como de otro modo lo hubiera hecho el sexo. Katherine lo había aprobado.
Más tarde, a medida que fue adquiriendo músculos y se transformó en un ser formidable, su madre abrigó dudas acerca de si había sido una idea prudente dejarle que se hiciera tan fuerte. Temiendo que pudiera desarrollar su cuerpo a fin de revolverse contra ella, había intentado esconderle las pesas. Pero cuando se echó a llorar y le suplicó que lo reconsiderara, se dio cuenta de que nunca tendría nada que temer de él.
¿Cómo podía pensar de otro modo? Se preguntó Bruno mientras alzaba las pesas a la altura de los hombros y volvía a bajarlas despacio… ¿No había comprendido que ella sería siempre más fuerte que él? Después de todo, era ella la que guardaba la llave del agujero en el suelo. Tenía la fuerza de abrir aquella puerta y hacerle entrar allí. Por fuertes que fueran sus bíceps y tríceps, mientras ella tuviera la llave, siempre podría más que él.
Fue más o menos por entonces en la época en que su cuerpo empezó a desarrollarse, cuando le dijo por primera vez que sabía cómo volver de entre los muertos. Ella quería que él supiera que, después de su muerte, le vigilaría desde el otro mundo; y le había jurado que volvería para castigarle si le veía portarse mal, o si se mostraba descuidado y dejaba que otra gente viera su demoníaca herencia. Le había advertido mil veces o más, que si era malo y la obligaba a regresar de la tumba, lo metería otra vez en el agujero del suelo, cerraría la puerta con llave, y le dejaría allí para siempre.
Pero ahora, mientras trabajaba en el polvoriento desván, Bruno se preguntó de pronto si la amenaza de Katherine había sido en serio. ¿Tenía en verdad poderes sobrenaturales? ¿Era capaz de volver de entre los muertos? ¿O le estaba mintiendo? ¿Le mentía porque tenía miedo de él? ¿Temía que se hiciera grande fuerte… y le partiera el cuello? ¿Acaso su historia de volver de la tumba no era sino un débil seguro contra la idea de que él podía matarla y así librarse de ella para siempre?
Estas preguntas venían a él, pero no era capaz de retenerlas lo suficiente para analizarlas una tras otra y tratar de hallar respuesta. Surgían como ideas inconexas, como chispazos de una corriente eléctrica a través del cortocircuito de su cerebro. Cada duda quedaba olvidada un instante después de planteársela.
Por el contrario, cada miedo que aparecía permanecía en él chisporroteando en los oscuros rincones de su mente. Pensó en Hilary-Katherine, su última resurrección, y recordó que tenía que buscarla.
Antes de que ella le encontrara.
Empezó a temblar.
Primero soltó una pesa con gran ruido. Luego, la otra. Las tablas del suelo temblaron.
—¡Perra! —exclamó asustado y furioso.
El gato blanco lamió la mano de Mrs. Yancy mientras ésta iba diciendo:
—Leo y Katherine se inventaron una complicada historia para explicar la presencia del niño. No querían que se supiera que era de ella. Si lo hacían, tendrían que señalar al hombre responsable, algún joven pretendiente. Pero ella no tenía pretendientes. El viejo no quería que nadie más la tocara. Sólo él. Me pone la carne de gallina. ¿Qué clase de hombre hay que ser para forzar… a su propia hijita? ¡Y el canalla empezó a trabajarla cuando sólo tenía cuatro años! Ni siquiera era lo bastante mayor para comprender lo que ocurría… —Mrs. Yancy, escandalizada y entristecida, meneó la cabeza—. ¿Cómo podía un hombre mayor excitarse con un bebé? Si yo dictara las leyes, el hombre que hiciera semejante cosa sería castrado… o peor. Creo que le haría algo peor. Le juro que me da asco.
—¿Por qué no se les ocurrió decir que Katherine había sido violada por un trabajador emigrante o por un forastero de paso? —sugirió Joshua—. No habría tenido que enviar a ningún inocente a la cárcel para reforzar una historia así. Podía haber dado una descripción falsa a la Policía. Incluso, si por una loca casualidad encontraban a un individuo que encajara con la descripción, algún pobre desgraciado sin coartada…, bueno, siempre podía decir que aquél no era el hombre en cuestión. De este modo no tenía que implicar a nadie.
—Tiene razón —asintió Tony—. Muchos casos de violación de este tipo jamás son resueltos. La Policía se habría sorprendido si Katherine hubiera identificado a cualquiera que detuviesen.
—Comprendo que no quisiera alegar violación —observó Hilary—. Habría tenido que soportar mucha agresividad y humillación. Es frecuente creer que cada mujer violada lo estaba deseando.
—Lo sé —dijo Joshua—. Soy el único que sigue diciendo que mis congéneres son idiotas, burros y bufones. ¿Recuerdan? Pero Santa Helena ha sido siempre una ciudad de gente de mentalidad abierta. No habrían censurado a Katherine por ser violada. Al menos muchas personas. Naturalmente, habría tenido que tratar con brutos y que soportar situaciones embarazosas; pero, a la larga, hubiera tenido la simpatía de todos. Y me parece que habría sido mucho mejor y más fácil tomar aquel camino que intentar que todos creyeran la complicada mentira sobre Mary Gunther… y verse obligada a mantenerla durante toda la vida.
El gato se puso panza arriba sobre el regazo de Mrs. Yancy, y ella le rascó la barriga.
—Leo no quería achacar el embarazo a un violador porque eso habría atraído a la Policía —cortó Mrs. Yancy—. Leo sentía un gran respeto por la Policía. Era un tipo autoritario. Creía que los polis eran mejores de lo que realmente eran, y tenía miedo de que olieran algo raro en la historia de la violación que él y Katherine podían inventarse. No le apetecía llamar la atención, y menos de aquel modo. Tenía mucho miedo de que la Policía oliera la verdad. No estaba dispuesto a ir a la cárcel por violación infantil e incesto.
—¿Se lo contó Katherine? —preguntó Hilary.
—Así es. Como ya les he dicho, había estado viviendo siempre con la vergüenza de los abusos de Leo y, cuando pensó que a lo mejor se moría de parto, deseó contar a alguien, a cualquiera, lo que había tenido que pasar. Leo estaba más seguro de no hallarse en peligro si Katherine podía esconder su embarazo, ocultarlo por completo, y engañar a todo Santa Helena. Entonces pensaron en hacer pasar el niño como hijo ilegítimo de una desgraciada amiga de colegio de Katherine.
—Así que su padre la obligó a llevar fajas —comentó Hilary, compadeciendo más a Katherine Frye de lo que creía posible cuando pisó por primera vez el salón de Mrs. Yancy—. Le hizo soportar aquel martirio para protegerse. Gran idea.
—Sí. Nunca había podido enfrentarse con él. Siempre hizo lo que él mandaba. Tampoco fue diferente esta vez. Aceptó lo de las fajas y la dieta, aunque le producía grandes dolores. Y lo hizo porque no se atrevía a desobedecerle. Lo que no debe sorprender, puesto que se pasó más de veinte años destrozándole el espíritu.
—Cuando se marchó al colegio —observó Tony—, ¿se trató acaso de un intento de independizarse?
—No —contestó Mrs. Yancy—. Lo del colegio fue idea de Leo. En 1937 hizo un viaje a Europa, donde estuvo seis o siete meses, para vender lo último de sus propiedades en el viejo mundo. Veía venir la Segunda Guerra Mundial y no quería que se le quedaran cosas bloqueadas allí. No consideró oportuno llevarse a Katherine con él. Deduzco que se proponía combinar negocios con placer. Era un hombre dominado por el sexo. He oído decir que, en algunos burdeles europeos, se ofrecen todo tipo de raras emociones, lo que a él le atraía. Viejo cerdo. Katherine le hubiera entorpecido. Decidió que la mandaría al colegio mientras estuviera fuera del país, y organizó que viviera con una familia que conocía en San Francisco. Eran dueños de una compañía distribuidora de vino, cerveza y licores en Bay Area, y uno de los productos que distribuían eran los de «Shade Tree».
—Se arriesgaba mucho —comentó Joshua— dejándola suelta tanto tiempo.
—Por lo visto no lo creía así. Y demostró tener razón. En todos aquellos meses lejos de él nunca dejó de estar bajo su hechizo. Jamás contó a nadie todo lo que él le había hecho. Ni lo pensó siquiera. Ya le he dicho que era un espíritu destrozado. Esclavizada. Ésta es la palabra. Estaba esclavizada. No como una obrera en una plantación, ni nada parecido. Estaba mental y emocionalmente esclavizada. Y cuando volvió de Europa, la hizo dejar el colegio. Se la volvió a llevar a Santa Helena y no se resistió. No podía resistirse. No sabía hacerlo.
El reloj de la chimenea dio la hora. Dos tonos medidos. Las notas resonaron blandamente en el techo del salón.
Joshua, que había estado hasta entonces sentado al borde de su sillón, se echó hacia atrás y su cabeza rozó el pañito. Estaba pálido y se le veían marcadas ojeras. Su cabello blanco ya no estaba hueco; ahora caía lacio, sin vida. En el poco tiempo que Hilary llevaba cerca de él, parecía haber envejecido. Su aspecto era de agotamiento.
Sabía lo que sentía. La historia de la familia Frye era, sin paliativos, una historia sombría de la falta de sentimiento de los seres humanos. Cuanto más revolvían aquella basura, más deprimidos se hallaban. El corazón no podía evitar responder, y el espíritu se iba desmoronando a medida que una cosa espantosa seguía a otra.
Como si hablara consigo mismo, como si quisiera poner orden en su mente, Joshua fue diciendo:
—Así que regresaron a Santa Helena y reanudaron su miserable relación donde la habían dejado; en cierto momento, cometieron un error y ella quedó embarazada… Pero nadie de Santa Helena sospechó jamás nada.
—Increíble —murmuró Tony—. Por lo general, lo mejor es una mentira sencilla, porque es la única que no te compromete. ¡La historia de Mary Gunther era tan retorcida! Puro malabarismo. Hay que mantener doce pelotas en el aire, a la vez. No obstante, lo llevaron todo a término sin tropiezos.
—Oh, no sin tropiezos —advirtió Mrs. Yancy—. La verdad es que hubo uno o dos.
—¿Cuáles?
—Pues… el día que salió de Santa Helena para venir a casa a tener el niño, dijo a la gente de allá que la imaginaria Mary Gunther había avisado que el niño había llegado. Eso fue una estupidez. Vaya si lo fue. Katherine contó que se iba a San Francisco a recoger a la criatura. Les dijo que, en el mensaje de su amiga, se decía que era un bebé precioso; pero se olvidó de aclarar si era niño o niña. Éste era el modo patético que tenía Katherine de protegerse, ya que no podía saber el sexo de la criatura hasta que hubiera nacido. Tonta. Hubiera debido hacerlo mejor. Éste fue su error…, decir que el niño había nacido antes de marcharse de Santa Helena. Oh, claro, estaba hecha un manojo de nervios. Me consta que no era capaz de pensar. No podía ser una mujer equilibrada después de todo lo que Leo le había hecho a lo largo de los años. Y, además, estaba embarazada, y tenía que ocultarlo bajo todas aquéllas… Eso bastaba para desmoronarla del todo. Había perdido la cabeza, y no podía pensar de modo coherente.
—Lo que no comprendo —dijo Joshua— es por qué se equivocó al decir que el niño de Mary había nacido ya. ¿Dónde está el error?
Acariciando al gato, Mrs. Yancy explicó:
—Lo que debió haber dicho a la gente de su ciudad era que el niño Gunther estaba a punto de llegar, que no había nacido aún, pero que se iba a San Francisco para estar junto a Mary. Así no se hubiera visto obligada a mantener la historia de que había un niño. Pero no lo pensó. No previo lo que podía ocurrir. Contó a todo el mundo que había un niño, que ya lo tenían. Luego, vino a casa y dio a luz a gemelos.
—¿Gemelos? —repitió Hilary.
—¡Maldita sea! —exclamó Tony.
La sorpresa hizo levantarse a Joshua.
El gato blanco percibió la tensión. Levantó la cabeza del regazo de Rita Yancy, miró con curiosidad a cada uno de los que estaba en el salón, uno tras otro. Sus ojos amarillos parecieron brillar con una luz interior.
El dormitorio del ático era muy grande, pero no lo bastante para que Bruno dejara de sentir que iba cerrándose poco a poco sobre él. Buscó cosas que hacer porque el ocio aumentaba su claustrofobia.
Se aburrió con las pesas incluso antes de que sus poderosos brazos empezaran a dolerle a causa del ejercicio.
Cogió un libro de una de las estanterías y trató de leer; pero le resultaba imposible concentrarse.
Su mente no se había serenado aún; saltaba de un pensamiento a otro, como un joyero desesperado que buscara en silencio un perdido saquito de diamantes.
Habló a su parte muerta.
Buscó arañas por los rincones polvorientos y las aplastó.
Cantó para sí mismo.
Reía a veces, sin saber qué era lo que le había parecido divertido.
También lloró.
Maldijo a Katherine.
Hizo planes.
Y anduvo, anduvo y anduvo.
Anhelaba abandonar la casa y empezar a buscar a Hilary-Katherine; pero sabía que haría una locura de salir a pleno día. Estaba seguro de que los cómplices de Katherine estaban por todas partes de Santa Helena. Sus amigos de la tumba. Otros muertos vivientes, hombres y mujeres del Otro Lado, ocultos en cuerpos nuevos. Todos ellos al acecho para cogerle. Sí. Sí. Tal vez docenas de ellos. Se le vería demasiado durante el día. Tendría que esperar a la puesta del sol antes de salir en busca de la perra. Aunque la noche era el momento preferido para los desmuertos, cuando vagaban en gran cantidad, y aunque correría un peligro terrible mientras persiguiera a Hilary-Katherine en la noche, también se beneficiaría de la oscuridad. Una planta le ocultaría a los muertos vivientes, al igual que ellos se ocultaban de él. Puesta así la balanza, el éxito de la caza dependería de quién fuera más listo, él o Katherine y, en este sentido, podía tener una mejor oportunidad de ganar; porque Katherine era infinitamente malvada y astuta, pero no era tan inteligente como él.
Estaba convencido de que estaría a salvo si permanecía en la casa durante el día, y no dejaba de ser una ironía, puesto que no se había sentido seguro en ella a lo largo de los treinta y cinco años que vivió junto a Katherine. Ahora, la casa constituía un buen refugio porque era el último lugar donde Katherine o sus cómplices lo buscarían. Lo que ella quería era apoderarse de él para llevarlo precisamente a la casa. Lo sabía. ¡Lo sabía! Había salido de la tumba por una sola razón: quería llevarlo a lo alto del risco, al otro lado de la casa, a las puertas que había en el suelo al final de la explanada de atrás. Quería meterlo en aquel agujero del suelo, y dejarlo allí, bajo llave, para siempre. Eso es lo que le había dicho que haría si se veía obligada a volver para castigarlo. No lo había olvidado. Y ahora ella contaba con que él evitaría la cima del risco y la vieja casa a toda costa. Jamás se le ocurriría buscarle en su vieja y abandonada habitación del ático, ni en un millón de años.
Estaba tan satisfecho de su excelente estrategia, que se rió en voz alta.
Pero de pronto tuvo una idea terrible. ¿Y si pensara en buscarle aquí? Si aparecía acompañada de algunos de sus amigos, otros muertos vivientes, los suficientes para apoderarse de él y dominarle, no tendrían que arrastrarle hasta muy lejos. Las puertas del suelo estaban detrás de la casa. Si Katherine y sus infernales compañeros le encontraban aquí, podrían llevarle hasta las puertas y precipitarle al cuarto oscuro, en medio de los susurros, en poco más de un minuto.
Aterrorizado, corrió hacia la cama y se sentó junto a sí mismo, y trató de que sí mismo le tranquilizara y le hiciera confiar en que todo saldría bien.
Joshua no podía estarse quieto. Caminaba de un lado a otro por encima de los pasillos floreados del salón de Mrs. Yancy.
La anciana continuó:
—Cuando Katherine dio a luz a los gemelos, comprendió que la complicada mentira sobre Mary Gunther ya no valía. La gente de Santa Helena estaba preparada para un niño. Por más que explicara, el segundo despertaría sospechas. La idea de que todos sus conocidos descubrieran lo que había estado haciendo con su padre… Bueno, me figuro que aquello era demasiado, encima de todo lo que le había ocurrido en la vida. Se derrumbó. Durante tres días, se comportó como en pleno delirio de fiebre, parloteando igual que una loca. El médico le administró sedantes; pero no siempre le hacían efecto. Deliró, habló, protestó. Llegué a pensar que tendría que llamar a la Policía para que se la llevaran y la encerraran en un cuartito acolchado. Pero no quería hacerlo. Les juro que no quería.
—No obstante, necesitaba ayuda psiquiátrica —observó Hilary—. Dejarla que gritara y se debatiera durante tres días… era malo. Muy malo.
—Quizá sí —dijo Mrs. Yancy—. Pero no podía hacer otra cosa. Quiero decir que, cuando se dirige un burdel de lujo, una no desea ver a la Policía, excepto cuando vienen a cobrar su dinerito. Generalmente no se interfieren en un negocio de gran clase, como el que yo regentaba. Después de todo, algunos de mis clientes eran políticos influyentes y ricos hombres de negocios; y la Policía no estaba dispuesta a molestar a gente importante con una redada. Pero si enviaba a Katherine a un hospital, sabía de sobra que los periódicos se enterarían de la historia y entonces la Policía no tendría más remedio que cerrar mi establecimiento. No podrían dejar que siguiera trabajando después de aquella publicidad. Era imposible. Lo habría perdido todo. Y a mi médico le preocupaba que su carrera se arruinara si sus pacientes habituales descubrían que trataba en secreto a las prostitutas. Hoy en día, la clientela de un médico no se dispersaría aunque todos supieran que hacía vasectomías a caimanes con los mismos instrumentos que utilizaba en su despacho. Pero, en 1940, la gente era más… remilgada. Así que ya comprenderán que tenía que pensar en mí, y que debía proteger a mi médico y a mis chicas…
Joshua se acercó al sillón de la anciana. Se quedó mirando el sencillo traje y el delantal; las medias descanso de color oscuro, los recios zapatos negros y el sedoso gato blanco, tratando de ver a través de aquella imagen de abuelita a la verdadera mujer.
—Cuando aceptó usted los tres mil dólares de Katherine, ¿no aceptó también ciertas responsabilidades para con ella?
—Yo no le pedí que viniera a tener el niño en mi casa. Mi negocio valía mucho más que esa cantidad. No iba a arruinarme sólo por unos principios. ¿Cree que era eso lo que debí hacer? —Agitó la cabeza con incredulidad—. Si de verdad lo cree, mi querido señor, es que vive en un mundo de ensueño.
Joshua la contempló fijamente, incapaz de hablar por temor a gritarle e increparle. No quería ser echado de su casa hasta tener la seguridad de que le había contado todo lo que sabía sobre Katherine Anne Frye, su embarazo y sus gemelos. ¡Gemelos!
—Escuche, Mrs. Yancy —dijo Tony—. Poco después de aceptar a Katherine en su casa, cuando descubrió que iba envuelta en fajas, supo que era posible que perdiera al niño. ¿Admite que el médico la advirtió de que podía ocurrir?
—Sí.
—También le dijo que Katherine podía morir.
—Sí. ¿Y qué?
—La muerte de un niño o la muerte de una parturienta era algo que pudo haber cerrado su establecimiento con más celeridad que llamar a la Policía para llevarse a una mujer que sufría un colapso nervioso. No se deshizo de Katherine cuando todavía era tiempo de hacerlo. Incluso después de enterarse de que era una situación peligrosa, se guardó sus tres mil dólares y le permitió quedarse. Ahora bien, sin duda se dio cuenta de que, si alguien moría, tendría que dar parte a la Policía y se arriesgaba a que cerraran el local.
—Ningún problema —explicó Mrs. Yancy—. Si los niños hubieran muerto, los habríamos sacado en una maleta y los habríamos llevado a enterrar en las colinas, más arriba de Marin County. O quizás hubiéramos puesto un peso en la maleta para dejarla caer del Golden Gate Bridge.
Joshua sintió una casi irresistible necesidad de agarrar a la vieja por el moño y sacarla de su sillón para arrancarle de un tirón de su satisfecha complacencia. En lugar de ello, dio la vuelta, se alejó, respiró hondo y reanudó sus paseos por el floreado pasillo, mirando furioso al suelo.
—¿Y con Katherine qué? —preguntó Hilary—. ¿Qué habría hecho si ella hubiera muerto?
—Lo mismo que habría hecho si los gemelos hubieran nacido muertos. Sólo que, naturalmente, Katherine no hubiera cabido en una maleta.
Joshua se detuvo en seco al extremo del pasillo y miró a la mujer estupefacto. No hablaba en broma. Era incapaz del humor. No había nada de humor negro en su horrendo comentario; se limitaba a exponer un hecho.
—Si algo hubiera salido mal, habríamos tirado el cuerpo —prosiguió Mrs. Yancy, respondiendo aún a la pregunta de Hilary—. Y lo habríamos llevado a cabo de tal modo que nadie hubiera sabido jamás que Katherine había estado en casa. No, joven, no se muestre tan indignada y reprobadora. No soy una asesina. Estamos hablando de lo que yo, o cualquier persona sensata, habría hecho, si ella o la criatura hubieran fallecido de muerte natural. Muerte natural. Por el amor de Dios. De haber sido una asesina, me habría desembarazado de la pobre Katherine cuando perdió la cabeza, cuando ni siquiera podía yo imaginar si se recuperaría. Entonces era una amenaza para mí. Ignoraba si me iba a costar mi casa, mi negocio, todo. Pero no la estrangulé, ¿sabe? ¡Santo cielo, semejante idea jamás cruzó por mi mente! Cuidé a la pobre chica durante sus ataques. La cuidé hasta sacarla de su histeria. Y, a partir de entonces, todo fue bien.
—Nos ha dicho que Katherine deliró y habló. Esto parece como si…
—Sólo por tres días —contestó Mrs. Yancy a la observación de Tony—. Incluso tuvimos que atarla a la cama para evitar que se lastimara. Pero sólo estuvo mal tres días. Así que a lo mejor no fue un colapso nervioso, sino un trastorno temporal… Porque, a los tres días, estaba como nueva…
—Los gemelos —interrumpió Joshua—. Volvamos a los gemelos. Esto es lo que realmente queremos saber.
—Creo que ya se lo he dicho todo.
—¿Eran gemelos idénticos?
—¿Cómo puede saberse acabados de nacer? Están arrugados y rojos. Es imposible decir tan pronto si son idénticos o no.
—¿No pudo el médico hacer alguna prueba?
—Estábamos en un burdel de primera clase, Mr. Rhinehart, no en un hospital.
Acarició la barbilla del gato y éste, juguetón, agitó las patas.
—El médico no disponía de tiempo ni de medios para lo que usted sugiere. Además, ¿por qué íbamos a preocuparnos tanto de si los gemelos eran idénticos o no?
—¿Katherine llamó Bruno a uno de ellos? —preguntó Hilary.
—Sí. Pero lo descubrí cuando él empezó a mandarme cheques después de la muerte de su madre.
—¿Cómo llamó al otro?
—No tengo la menor idea. Cuando se marchó de mi casa, no les había puesto ningún nombre.
—¿Pero no estaba el nombre en los certificados de nacimiento? —preguntó Tony.
—No hubo certificados —contestó Mrs. Yancy.
—¿Cómo pudo ser?
—Los nacimientos no fueron inscritos.
—Pero la ley…
—Katherine insistió en que no se inscribieran. Pagaba buen dinero para conseguir lo que quería, y nos preocupábamos de que así fuera.
—¿Y el médico lo aceptó? —preguntó Tony.
—Cobró mil dólares por el parto de los gemelos y por mantener la boca cerrada —aclaró la vieja—. Mil dólares valían muchas veces más en aquellos días que ahora. Estaba bien pagado por saltarse algunas reglas.
—¿Eran sanos ambos niños? —quiso saber Joshua.
—Estaban muy delgados. Piel y huesos. Dos cositas patéticas. Probablemente porque Katherine había hecho régimen durante meses. Y por las fajas. Pero berreaban tan bien y con la misma fuerza que cualquier otro niño. Y su apetito era excelente. Parecían bastante sanos, sólo que eran pequeños.
—¿Cuánto tiempo se quedó Katherine en su casa? —preguntó Hilary.
—Casi dos semanas. Necesitaba ese tiempo para recuperar sus fuerzas después de un parto tan difícil. Y a los niños les hacía falta también algo de tiempo para cubrir sus huesos con un poco de carne.
—Cuando se fue, ¿llevó consigo a ambos niños?
—Naturalmente. Mi casa no era una guardería. Me encantó verla marcharse.
—¿Sabía usted que sólo iba a llevarse uno de los gemelos a Santa Helena? —volvió a preguntar Hilary.
—Me dio a entender que ésa era su intención, sí.
—¿Dijo lo que iba a hacer con el otro niño?
Esta vez fue Joshua el que continuó el interrogatorio iniciado por Hilary.
—Creo que pensaba ofrecerlo para adopción —contestó Mrs. Yancy.
—¿Cree? —repitió Joshua exasperado—. ¿Le tenía sin cuidado lo que pudiera ocurrir a aquellas dos criaturas desvalidas en manos de una mujer que era evidente que sufría un gran desequilibrio mental?
—Se había recuperado.
—Tonterías.
—Le aseguro que, si la hubiera encontrado por la calle, no habría pensado que tuviera problemas.
—Pero, por el amor de Dios, debajo de aquella fachada…
—Era su madre. No iba a hacerles ningún daño.
—¿Cómo podía estar segura de ello? —insistió Joshua.
—Lo estaba —declaró Mrs. Yancy—. He sentido siempre el mayor respeto por la maternidad y el amor maternal. El amor de una madre puede hacer milagros.
Por segunda vez Joshua tuvo que hacer un esfuerzo para no arrancarle el moño a la vieja.
—Katherine no podía ofrecer el niño para adopción —observó Tony— sin un certificado de nacimiento que demostrara que era suyo.
—Lo que nos deja con un montón de posibilidades desagradables que considerar —concluyó Joshua.
—Sinceramente, me sorprenden ustedes —dijo Mrs. Yancy moviendo la cabeza y sin dejar de rascar al gato—. Siempre piensan en lo peor. Jamás he visto tres pesimistas mayores. ¿Se les ha ocurrido que pudo haber dejado al niño en el quicio de una puerta? Probablemente lo abandonó en un orfanato, en una iglesia, o en algún lugar donde no tardaran en encontrarle y lo cuidaran debidamente. Me imagino que fue adoptado por una pareja joven y rica, y fue criado en un hogar excelente, donde recibió una buena educación, mucho amor y toda clase de ventajas.
En el ático, esperando la caída de la noche, aburrido, nervioso, solitario, aprensivo, a veces pasmado; pero con más frecuencia frenético, Bruno Frye pasó gran parte de la tarde del jueves hablando con su parte muerta. Tenía la esperanza de calmar su mente confusa y recobrar la capacidad de decisión; aunque no logró mejorar casi nada. Decidió que se sentiría más calmado, más feliz y menos solitario si por lo menos podía mirarse en los ojos de su otro yo, como en tiempos pasados cuando solían sentarse y mirarse afectuosamente durante una hora o más, comunicándose tantas cosas sin necesidad de hablar, compartiendo…, siendo uno, solamente uno juntos. Recordó aquel momento en el cuarto de baño de Sally. Sólo fue ayer, cuando al pararse ante el espejo había confundido su imagen con su otro yo. Mirando a los ojos que había creído eran los de sí mismo, se había sentido maravilloso, feliz, en paz. Ahora necesitaba desesperadamente recobrar aquel estado de su mente. ¡Y cuánto mejor sería mirar a los verdaderos ojos de su otra parte aunque ahora estuvieran sin vida! Pero sí mismo yacía en la cama, con los ojos firmemente cerrados. Bruno tocó los ojos del otro Bruno, del muerto, y sus órbitas estaban frías; los párpados no querían levantarse bajo la suave presión de sus dedos. Exploró las curvas de aquellos ojos cerrados y notó las ocultas suturas en sus comisuras, minúsculos nudos de hilo que sujetaban los párpados hacia abajo. Excitado por la idea de volver a ver de nuevo los ojos del otro, Bruno se levantó, bajó corriendo al piso bajo en busca de hojas de afeitar o delicadas tijeras de manicura, así como alfileres, un ganchillo y otros instrumentos quirúrgicos de urgencia que pudieran serle útiles para poder abrir los ojos del otro Bruno.
Si Rita Yancy poseía más información sobre los gemelos Frye, ni Hilary ni Joshua se la sacarían. Tony lo veía con más claridad que ellos. En cualquier momento, uno de los dos iba a decir algo tan duro, tan airado, tan mordiente y amargo, que la anciana se ofendería y los echaría a todos de la casa.
Tony se daba cuenta de que Hilary estaba muy impresionada por la similitud entre su propia infancia y las pruebas y agonías de Katherine. La crispaban las tres actitudes de Rita Yancy: los estallidos de falsa moralidad, los momentos de sentimentalismo dulzón e igualmente falso, y la más genuina, constante y asombrosa insensibilidad.
Joshua experimentaba una pérdida de amor propio por el hecho de haber trabajado durante veinticinco años para Katherine sin descubrir la tranquila locura que había estado dormitando bajo su bien controlada placidez superficial. Se hallaba asqueado de sí mismo, por lo cual estaba más irritable que de costumbre. Y porque Mrs. Yancy era, incluso en circunstancias ordinarias, el tipo de persona que Joshua despreciaba. La paciencia del abogado para con ella cabía en un dedal, y sobraba muchísimo sitio.
Tony dejó el sofá y fue hacia el taburete que había frente a la butaca de Rita Yancy. Se sentó, explicando su cambio por el deseo de acariciar al gato; pero, al ocupar ese sitio, se colocaba entre la anciana y Hilary y bloqueaba también a Joshua, el cual parecía dispuesto a agarrar a Mrs. Yancy y sacudirla. El taburete estaba perfectamente situado para continuar el interrogatorio como de forma casual. Mientras iba acariciando al gato, mantenía una charla constante con la mujer, haciéndose simpático, ganándosela, utilizando el viejo encanto Clemenza que siempre le había servido en su vida policial.
Sin darle importancia, le preguntó si hubo algo fuera de lo común en el nacimiento de los gemelos.
—¿Fuera de lo común? —repitió la anciana perpleja—. ¿No cree que lo fue todo el maldito alumbramiento?
—Tiene razón. Es que no lo he planteado bien. Lo que quería preguntarle es si hubo algo peculiar en el nacimiento en sí, algo raro en sus dolores o contracciones, en el estado inicial de los niños cuando salieron de la madre, cualquier anormalidad, cualquier peculiaridad o rareza.
Vio la sorpresa reflejarse en sus ojos al provocar con su pregunta un chispazo en la memoria.
—En efecto —asintió—. Hubo algo fuera de lo corriente.
—Déjeme que lo adivine. Ambos niños nacieron con la cabeza cubierta por una membrana.
—¡Pues sí! ¿Cómo se enteró?
—Lo he adivinado.
—Al diablo con la adivinanza —agitó un dedo ante él—. Es más listo de lo que pretende hacer creer.
Forzó una sonrisa para corresponder a la de ella. Tuvo que forzarla porque no había en Rita Yancy nada que pudiera hacerle sonreír con sinceridad.
—Ambos nacieron con membranas —explicó—. Sus cabecitas estaban casi completamente cubiertas. El médico había visto semejante cosa en otras ocasiones, claro. Pero pensó que la casualidad de que ambos llevaran la cabeza cubierta era una entre un millón.
—¿Se dio cuenta Katherine?
—¿De las membranas? De momento no. El dolor la hacía delirar. Y después, durante tres días, estuvo completamente ida.
—¿Y más tarde?
—Estoy segura de que se lo dijo alguien. No es algo que uno se olvide de contar a una madre. En realidad…, ahora recuerdo que se lo dije yo misma. Sí. Sí, acabo de acordarme con toda claridad. Estaba fascinada. ¿Sabe? Hay gente que cree que un niño nacido con esta cubierta tiene el don de adivinar.
—¿Fue eso lo que creyó Katherine?
Rita Yancy arrugó la frente:
—No. Dijo que era una mala señal, no una buena. Leo se había interesado por lo sobrenatural y Katherine había leído alguno de los libros de su colección de ocultismo. En uno de ellos se decía que cuando unos gemelos nacían con la cabeza cubierta, era que… No recuerdo exactamente lo que dijo que significaba; pero era malo. Un mal presagio o algo así.
—¿La marca del demonio? —preguntó Tony.
—¡Sí! ¡Eso mismo!
—¿De modo que ella creía que, si sus niños se hallaban marcados por el demonio, sus almas estaban ya condenadas?
—Casi se me había olvidado.
Miró más allá de Tony, sin ver nada del salón, contemplando el pasado, esforzándose por recordar…
Hilary y Joshua se mantuvieron al margen, sin intervenir, silenciosos; y Tony agradeció que reconocieran su autoridad.
Al fin, Mrs. Yancy dijo:
—Katherine, después de explicarme que se trataba de la marca del demonio, no dijo más. No quiso seguir hablando. Durante un par de días, estuvo tan muda como un mueble. Permaneció en la cama, contemplando el techo, sin apenas moverse. Parecía ensimismada en algún pensamiento. Y, de pronto, empezó a comportarse de una manera tan extraña que volvía a plantearme si tendría que pensar en enviarla al manicomio.
—¿Estaba hablando, delirando y mostrándose violenta como antes? —inquirió Tony.
—No. No. Esta vez eran sólo palabras. Una forma de hablar excitada, tensa, loca. Me dijo que los gemelos eran hijos de un demonio. Afirmó que había sido violada por una cosa del infierno, una cosa verde con escamas, ojos enormes, lengua ahorquillada y largas garras. Manifestó que había salido del infierno para forzarla a gestar sus hijos. ¿Loca, eh? Juró y volvió a jurar que era verdad. Incluso me describió a ese demonio. Y una buena descripción, además. Con todos los detalles, muy bien hecha. Y cuando me contó cómo la había violado, consiguió ponerme la carne de gallina, aunque sabía que era una mentira. La historia estaba llena de color, de imaginación. Al principio creí que todo era una broma. Pero vaya si lo decía en serio. Y no veía yo nada gracioso en todo aquello. Le recordé cuanto me había contado sobre Leo, y me chilló. ¡Y cómo chillaba! Pensé que iban a saltar los cristales de la ventana. Negó haber dicho jamás semejante cosa. Pretendió sentirse insultada. Estaba tan furiosa conmigo por insinuar incesto, se mostró tan comedida, tan beatona, tan decidida a hacer que le pidiera perdón que…, bueno, no pude evitar echarme a reír. Y eso la enfureció aún más. Siguió asegurando que no había sido Leo, aunque ambas sabíamos que sí. Hizo cuanto pudo para convencerme de que había sido un demonio el que engendró a los gemelos. ¡Y le juro que su actuación era muy buena! Naturalmente, no me lo creí ni por un momento. ¡Todas aquellas estupideces sobre una criatura infernal metiéndosela hasta el fondo! ¡Qué montón de bazofia! Pero empecé a preguntarme si no se habría convencido a sí misma. Parecía estar segurísima. Se mostraba fanática al respecto. Dijo que temía que ella y sus niños pudieran ser quemados vivos si gente religiosa descubría que había tenido relación con un demonio. Me suplicó que le ayudara a guardar el secreto. No quería que contara a nadie lo de las dos capuchas de membrana. Después me dijo que sabía que ambos gemelos llevaban la marca del diablo entre las piernas. También me suplicó que guardara el secreto.
—¿Que tenían la marca entre sus piernas? —dijo Tony.
—Oh, desvariaba como una loca, insistía en que ambos niños tenían los órganos genitales como su padre. Aseguró que no eran humanos entre las piernas, y dijo que sabía que yo lo había observado. Me suplicó que no se lo contara a nadie. Aquello era una pura ridiculez. Ambos niños tenían unas colitas perfectas. Pero Katherine estuvo casi dos días hablándome de los demonios. A veces parecía realmente histérica. Quería saber cuánto dinero le cobraría por mantener el secreto acerca del diablo. Le dije que por eso no le cobraría ni un céntimo; pero que aceptaría quinientos dólares mensuales para callarme sobre Leo y todo lo demás, la verdadera historia. Eso la tranquilizó un poco, pero aún seguía con ese cuento del demonio metido en la cabeza. Yo estaba ya convencida de que creía lo que me decía y me disponía a llamar a mi médico y hacer que la examinara… De pronto no habló más. Parecía haber recobrado la sensatez. O se cansó de su broma, digo yo. En cualquier caso, no volvió a hablar de demonios. A partir de entonces, se comportó de una manera normal hasta que, una semana o dos más tarde, cogió a los niños y se largó.
Tony reflexionó sobre lo que Mrs. Yancy acababa de contarle.
Como una bruja acariciando al felino familiar, la vieja siguió tocando al gato blanco.
—¿Y si…? —empezó Tony—. ¿Y si… y si…?
—¿Y si qué? —preguntó Hilary.
—No lo sé. Hay piezas que parecen que empiezan a encajar… Aunque parece todo… tan descabellado. Quizás estoy montando el rompecabezas al revés. Tengo que pensar un poco más. Aún no me hallo seguro.
—Bueno, ¿tiene más preguntas que hacerme? —preguntó Mrs. Yancy.
—No —contestó Tony, levantándose del taburete—. No se me ocurre nada más.
—Creo que tenemos cuanto vinimos a buscar —declaró Joshua.
—Más de lo que esperábamos —murmuró Hilary.
Mrs. Yancy levantó el gato de su regazo, lo dejó en el suelo y se puso en pie.
—He perdido mucho tiempo con esta estupidez y debería estar en la cocina. Tengo trabajo. Esta mañana he hecho la masa para cuatro empanadas. Ahora he de preparar el relleno y meterlo todo en el horno. Mis nietos vienen a cenar y cada uno de ellos quiere una empanada diferente. A veces, pobrecitos míos, son una verdadera tribulación. Sin embargo, estaría perdida sin ellos.
El gato saltó de pronto por encima del taburete, corrió por el pasillo floreado más allá de Joshua y se escondió bajo una mesa rinconera.
En el preciso instante en que el animal dejaba de moverse, la casa se sacudió. Dos cisnes de vidrio en miniatura se cayeron de una repisa y rebotaron, sin romperse, sobre la alfombra. Dos paños bordados se cayeron de la pared. Las ventanas se estremecieron.
—Temblor —informó Mrs. Yancy.
El suelo se movió como la cubierta de un barco en un mar tranquilo.
—No hay que preocuparse —dijo Mrs. Yancy.
El movimiento fue cediendo.
La tierra gruñona y descontenta se tranquilizó.
La casa volvió a quedarse quieta.
—¿Lo ven? —exclamó Mrs. Yancy—. Ya ha terminado.
Pero Tony presintió que se acercaban otras ondas… y aunque ninguna de ellas tenía que ver con los terremotos.
Bruno pudo al fin abrir los ojos muertos de su otro yo, en un principio le disgustó lo que encontró. No eran los ojos claros, electrizantes, de un color azul gris que había conocido y amado. Éstos eran los ojos de un monstruo. Parecían hinchados, como podridos y saltones. El blanco estaba manchado de color pardo por la sangre medio seca de los vasos reventados. Las pupilas eran turbias, sucias, menos azules de lo que habían sido en vida, ahora se parecían más al color de un moretón, oscuro y maltratado.
Sin embargo, cuanto más los miraba, menos horribles parecían aquellos ojos estropeados. Después de todo, seguían siendo los ojos de su otro yo, aún parte de sí mismo, los ojos que conocía mejor que ningunos, los ojos que aún amaba y en los que confiaba, ojos que le amaban y confiaban en él. Se esforzó por no mirar a ellos, sino dentro de ellos, hasta lo más profundo de aquella superficie arruinada, más y más hondo, donde tantas veces había conseguido la deslumbrante y excitante conexión con la otra mitad de su alma. Ahora no sentía nada de la vieja magia, porque los ojos del otro Bruno no le devolvían la mirada. No obstante, el mero hecho de mirar a lo más hondo de los ojos muertos del otro, revitalizaba en cierto modo sus recuerdos de cómo había sido aquella unidad total; recordaba el goce puro y dulce y la realización de estar con sí mismo, sólo él y sí mismo contra el mundo, sin temor a encontrarse solo.
Se aferró a este recuerdo, porque el recuerdo era, ahora, lo único que le quedaba.
Estuvo un buen rato sentado en la cama, mirando a los ojos del cadáver.
El turbo «Skilane Cessna RC» de Joshua Rhinehart rugió en dirección norte, cortando el frente ventoso procedente del Este, en dirección a Napa.
Hilary miró a las pocas nubes esparcidas por debajo y a las secas colinas otoñales que asomaban entre ellas. Por encima de sus cabezas no había más que un cielo de un azul cristalino y el vapor distante y estratosférico que escapaba de un «jet» militar.
Lejos, al Oeste, un grueso banco de nubes oscuras se extendía hasta perderse de vista, hacia el Norte y hacia el Sur. Las macizas nubes de tormenta venían del mar como barcos gigantescos. Cuando cayera la noche, el Valle de Napa, a decir verdad todo el tercio norte del Estado, desde la Península de Monterrey hasta la frontera de Oregon, estaría cubierto de nuevo por un cielo amenazador.
Durante los primeros diez minutos después del despegue, Hilary, Tony y Joshua guardaron silencio. Cada uno de ellos estaba abrumado por sus propios pensamientos sombríos… y por sus temores. Joshua habló entonces:
—El gemelo tiene que ser el doble que andamos buscando.
—Eso es obvio —asintió Tony.
—Así que Katherine no trató de solucionar su problema liquidando al niño extra —murmuró Joshua.
—Evidentemente no —afirmó Tony.
—¿Pero a cuál de ellos maté? —preguntó Hilary—. ¿A Bruno o a su hermano?
—Exhumaremos el cuerpo y veremos lo que podemos deducir —dijo Joshua.
El avión tropezó con una bolsa de aire, cayó más de sesenta metros en un rizo controlado; después, regresó a su altitud habitual. Cuando Hilary notó que su estómago volvía a encontrarse en su sitio, declaró:
—Está bien, hablemos de todo esto y veamos si podemos conseguir alguna respuesta. Estamos aquí sentados, dándole vueltas a lo mismo. Si Katherine no mató al gemelo de Bruno a fin de mantener a flote la historia de Mary Gunther… ¿qué hizo con él? ¿Dónde diablos ha estado todos estos años?
—Bien, tenemos la teoría de Mrs. Yancy —expuso Joshua consiguiendo pronunciar su nombre de tal modo que dejaba bien claro que, incluso cuando por necesidad se refería a ella, le repugnaba y le dejaba un mal sabor de boca—. Quizá Katherine dejó a uno de los gemelos a la puerta de una iglesia o de un orfanato.
—No sé, no sé… —murmuró Hilary dudosa—. No me gusta, aunque ignoro por qué. Es demasiado… de cliché…, vulgar; demasiado folletinesco. Maldita sea. Ninguna de estas palabras es la que necesito. No encuentro el modo de decirlo. Lo único que siento es la intuición de que Katherine no lo hizo así. Es demasiado…
—Demasiado bonito —cortó Tony—. Como la historia de Mary Gunther, demasiado bonita para gustarme. Abandonar así a uno de los gemelos hubiera sido el modo más rápido, fácil, simple y seguro… aunque no el más moral… para solucionar su problema. Pero la gente casi nunca hace nada rápido, fácil, simple y seguro. Especialmente cuando sufre un estrés como el de Katherine el día que abandonó el burdel de Mrs. Yancy.
—Así y todo, no podemos pasarlo por alto —insistió Joshua.
—Creo que podemos —afirmó Tony—; porque, si acepta que el hermano fue abandonado y luego adoptado por desconocidos, hay que explicar cómo él y Bruno volvieron a reunirse. Dado que el hermano fue un nacimiento no inscrito, no había modo de que pudiese descubrir el parentesco de sangre. El único modo de conectar con Bruno tendría que haber sido por coincidencia. E incluso estando dispuesto a aceptar dicha coincidencia, hay que explicar cómo el hermano se crió en otro hogar, en un entorno distinto del de Bruno, sin conocer jamás a Katherine… y no obstante sentir igual odio hacia ella y tenerle un miedo tan espantoso.
—No es fácil —concedió Joshua.
—Hay que explicar cómo y por qué el hermano generó una personalidad psicopática y unas fantasías paranoicas que encajan con las de Bruno hasta el más mínimo detalle.
El «Cessna» continuó hacia el Norte.
El viento sacudió el pequeño aparato.
Por un minuto, los tres guardaron silencio en el interior de aquel caro nido aéreo, de un solo motor, de ala superior, blanco, rojo y mostaza, avanzando a trescientos kilómetros por hora, con un gasto de 5 litros a los veinticuatro kilómetros.
—Tú ganas —confesó Joshua—. No puedo explicarlo. No veo cómo el hermano pudo haber sido criado lejos de Bruno y acabar con la misma psicosis. Lo que es seguro es que la genética no lo explica.
—¿Y qué dices tú? —preguntó Hilary a Tony—. ¿Que Bruno y su hermano jamás estuvieron separados?
—Se los llevó a ambos a Santa Helena.
—¿Pero dónde estuvo el otro gemelo durante todos estos años? —preguntó Joshua—. ¿Encerrado en un armario o alguna cosa de ese estilo?
—No. Quizá lo vio usted muchas veces.
—¿Cómo? ¿Yo? No. Nunca. Sólo a Bruno.
—¿Y si… los dos vivían como Bruno? ¿Y si… salían por turno?
Joshua apartó los ojos del cielo abierto ante él, miró a Tony, parpadeó y preguntó escéptico:
—¿Estás intentando decirme que jugaron a esta charada infantil durante cuarenta años?
—No fue un juego. Por lo menos no debió ser un juego para ellos. Tuvieron que considerarlo una necesidad desesperada y peligrosa.
—Ya no entiendo nada… —confesó Joshua.
Hilary habló entonces a Tony:
—Sabía que le dabas vueltas a una idea cuando te sentaste y empezaste a preguntar a Mrs. Yancy sobre niños con membranas y acerca de cómo reaccionó Katherine al enterarse.
—Sí —admitió Tony—. Katherine desvariando en torno a un demonio… Este pequeño dato me proporcionó la gran pieza del rompecabezas.
—Por el amor de Dios —exclamó Joshua impaciente—, deja de ser tan misterioso. Reconstrúyelo para Hilary y para mí de modo que podamos entenderlo.
—Perdón, estaba más o menos pensando en voz alta. Está bien. Es largo de explicar. Tengo que remontarme al principio. Para entender lo que voy a decir de Bruno hay que comprender a Katherine, o por lo menos verla como yo la veo. La teoría en la que me apoyo es… una familia en la que ha habido un brote de locura…, algo que se ha ido transmitiendo como herencia durante tres generaciones al menos. La locura va creciendo, igual que un depósito bancario acumulando intereses. —Tony se revolvió en su asiento—. Empecemos con Leo. Un tipo extremadamente autoritario. Para ser feliz, necesitaba ejercer un control total sobre los demás. Ésta fue una de las razones por las que tuvo tanto éxito en los negocios; pero también la causa de que contara con tan pocos amigos. Sabía salirse siempre con la suya, y jamás cedió un centímetro. Muchos hombres agresivos como Leo enfocan el sexo en el sentido opuesto a como enfocan todo lo demás; cuando están en la cama, les gusta que les releven de toda responsabilidad; para cambiar, les encanta que los manejen y dominen… Pero sólo en la cama. Leo no. Ni siquiera en la cama. Insistió en ser él quien dominase incluso en su vida sexual. Disfrutaba lastimando y humillando a las mujeres, llamándoles nombres feos, forzándolas a hacer cosas desagradables, algo brutal, un poco sádico. Lo sabemos por Mrs. Yancy.
—Existe una enorme diferencia entre pagar a prostitutas para satisfacer deseos perversos… y vejar a la propia hija —observó Joshua.
—Pero sabemos que estuvo haciendo daño a Katherine a lo largo de los años, así que no debía representar una gran diferencia para él. Probablemente habría dicho que su abuso de las chicas de Mrs. Yancy estaba bien porque para eso las pagaba y por tanto le pertenecían, por lo menos por un rato. Sin duda fue un hombre con un fuerte sentido de los derechos de propiedad… y con una definición muy personal de esta palabra. Habría alegado el mismo argumento, igual punto de vista, para justificar lo que hizo con Katherine. Un hombre de ese tipo piensa que una hija es otra de sus posesiones… Al decir «mi hija», para él tenía más valor el posesivo «mi» que el concepto «hija». Consideraba a Katherine una cosa, un objeto, una mala inversión si no se usaba.
—Me alegro de no haber conocido a ese hijo de puta —masculló Joshua—. Si le hubiera estrechado la mano, creo que todavía me sentiría sucio.
—Mi opinión —prosiguió Tony— es que Katherine, de niña, se vio atrapada en una casa, a una relación brutal, con un hombre capaz de cualquier cosa, y no tuvo ninguna oportunidad de poder mantenerse cuerda en aquellas condiciones espantosas. Leo era frío como un pez, un solitario de lo más solitario, un poco gran egoísta, con un hambre sexual fuerte y torcida. Es posible, incluso probable, que fuera algo más que emocionalmente trastornado. Pudo estar totalmente ido, loco, psicótico, despegado de la realidad; pero fue capaz de ocultar esta desviación. Hay un tipo de psicopatía que permite un control férreo de las fantasías, y otorgar la capacidad de dirigir parte de la energía lunática a empeños socialmente aceptables, la habilidad de pasar por normal. Este tipo de psicópata centra su locura a un área estrecha, por lo general íntima. En el caso de Leo, se desfogaba con prostitutas… y mucho también con Katherine. Tenemos que pensar que no se limitó a abusar de ella físicamente. Su deseo iba más allá del sexo. Aspiraba al control absoluto. Una vez dominada en el terreno físico, no estaría satisfecho hasta rendirla en el emocional, y luego en el mental. Cuando Katherine llegó a casa de Mrs. Yancy para dar a luz al niño de su padre estaba tan loca como había estado Leo. Pero, al parecer, también había adquirido su control, su habilidad de pasar como persona normal. Durante tres días, perdió ese control, cuando llegaron los gemelos; pero volvió a recuperarlo, después de aquel período.
—Se descontroló una segunda vez —dijo Hilary en el preciso momento en que el avión cruzó un bache de aire turbulento.
—Sí —asintió Toshua—. Cuando dijo a Mrs. Yancy que había sido violada por un demonio.
—Si mi teoría es correcta —insistió Tony—, Katherine sufrió cambios increíbles después del nacimiento de los gemelos. Pasó de un grave estado psicótico a otro gravísimo. La nueva fantasía echaba fuera a la antigua. Había sido capaz de mantener una calma superficial pese a los abusos sexuales de su padre, pese a la tortura emocional y física por la que la hizo pasar, pese a dejarla embarazada e incluso pese al tormento de estar fajada día y noche en aquellos meses en que la Naturaleza insistía en que aumentara. Se las arregló para mantener su aire de normalidad. Pero cuando nacieron los gemelos, cuando se dio cuenta de que su historia sobre el niño de Mary Gunther se había hecho añicos, ya no pudo soportar más. Se quedó hundida… hasta que concibió la manía de que había sido violada por un demonio. Sabemos por Mrs. Yancy que Leo se interesaba por el ocultismo. Katherine había leído algunos de los libros de Leo. En cualquiera de ellos encontró la mención de que hay personas que creen que los gemelos nacidos con un capuchón de membrana están marcados por el demonio. Como sus hijos habían nacido con las cabezas cubiertas…, bueno, dio rienda suelta a la fantasía. Y se aferró a la idea de que había sido la víctima inocente de una criatura demoníaca que la había forzado… Esto era muy digno de compasión. La liberaba de la vergüenza y culpa de dar a luz a los hijos de su propio padre. También era algo que debía ocultar al mundo; pero la tranquilizaba ante sí mismo. No era nada vergonzoso por lo que tuviera que andar auto-justificándose siempre. Nadie podía esperar que una mujer normal resistiera a un demonio dotado de fuerza sobrenatural. Si conseguía llegar a creerse que había sido violada por un monstruo, entonces podría considerarse una simple y desgraciada víctima inocente.
—En realidad era eso —comentó Hilary—. Fue la víctima de su padre. Él la forzó, no ella a él.
—Cierto —continuó Tony—. Pero él pasó sin duda mucho tiempo y gastó mucha energía lavándole el cerebro, haciendo que creyera que ella era la única culpable, la única responsable de su perversa relación. Transfiriendo la culpa a la hija… Es la forma corriente que tiene un enfermo de eludir su propio sentido de culpabilidad. Y este tipo de comportamiento encajaba a la perfección con la personalidad autoritaria de Leo.
—De acuerdo —dijo Joshua mientras volaban en dirección norte a través de un cielo calmo—. De acuerdo con lo que has dicho hasta ahora. Puede que te equivoques; pero tiene sentido, y representa un cambio en la situación. Así que Katherine dio a luz gemelos, perdió la cabeza durante tres días, y luego recobró el control creando una nueva fantasía, un nuevo engaño. Al creer que un demonio la había violado, pudo olvidar que fue su padre quien lo hizo, no se acordó del incesto y logró recuperar algo de dignidad. A decir verdad, es probable que jamás se hubiera sentido tan satisfecha de sí misma en toda su vida.
—Exactamente —asintió Tony.
—Mrs. Yancy fue la única persona a la que le habló del incesto —comentó Hilary— así que, cuando se decidió por su nueva fantasía sobre un demonio, estaba ansiosa de que ella conociera la «verdad». Si tenía que cargar con la dura realidad, le sería más soportable sobrellevarla gracias al invento que su mente había fabricado. Su engaño le era más cómodo que la fea verdad. Así que dio a los dos niños un solo nombre. Permitió que sólo uno de ellos se dejara ver en público en todo momento. Les obligó a vivir una sola vida.
—Y, con el tiempo —concluyó Tony—, los dos muchachos llegaron a verse como una sola y única persona.
—Para, para —exclamó Joshua—. Tal vez pudieron doblarse uno con otro y vivir con el mismo nombre, ofreciendo en público una identidad singular. Hacer que crea esto es pedirme mucho; pero lo intentaré. Ahora bien, en privado, tuvieron que haber sido dos individuos distintos.
—Puede que no —cortó Tony—. Hemos encontrado pruebas de que se creían algo así como… una persona en dos cuerpos.
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas? —preguntó Joshua.
—La carta que encontró en la caja de seguridad del Banco de San Francisco. En ella, Bruno escribió que había sido muerto en Los Ángeles. No dijo que fuera su hermano el muerto. Dijo que él, sí mismo, estaba muerto.
—No se puede probar nada con esa carta. No eran más que tonterías. No tenía sentido.
—En cierto modo, sí lo tiene. Desde el punto de vista de Bruno. Si no pensaba en su hermano como en otro ser humano, si creía que su gemelo era parte de él, algo así como su otra mitad, y no como una persona separada…, entonces la carta tiene mucho sentido.
Joshua meneó la cabeza.
—Pero yo sigo sin creer que fuera posible hacer que dos personas creyeran que eran una.
—Está acostumbrado a oír hablar de doble personalidad —explicó Tony—. El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. La mujer cuya verdadera historia se contó en Las tres caras de Eva. Y había un libro sobre una mujer así: Sybil. Sybil tenía dieciséis distintas personalidades. Bueno, si no me equivoco respecto de los gemelos Frye, desarrollaron una psicosis que es justo lo contrario de la doble personalidad. Esos dos individuos no se desdoblaron en cuatro, seis, ocho u ochenta; por el contrario, bajo una enorme presión por parte de su madre, se fundieron psicológicamente, se integraron en uno. Dos seres con una personalidad, una consciencia, una imagen. Todo compartido. Es probable que jamás haya ocurrido, y tal vez no vuelva a ocurrir; pero esto no quiere decir que no pudiera haberse dado en esta ocasión. Debió ser esencial para ambos desarrollar personalidades idénticas a fin de poder vivir, por turno, en el mundo que había más allá de la casa de su madre —observó Hilary—. La más pequeña diferencia entre ellos malograría la representación.
—¿Pero cómo? —preguntó Joshua—. ¿Qué les hizo Katherine? ¿De qué modo consiguió que les ocurriera?
—Quizá nunca lo sabremos con seguridad —musitó Hilary—. Aunque tengo alguna idea de lo que pudo haberles hecho.
—También yo —corroboró Tony—. Pero dilo tú primero.
A media tarde, la cantidad de luz que penetraba por las ventanas orientadas al Este, era cada vez menor. La calidad de la luz también empezó a deteriorarse; ya no irradiaba de un chorro que entraba recostado por la forma de la ventana. La oscuridad fue adueñándose poco a poco de los rincones de la habitación.
Cuando las sombras comenzaron a cubrir el suelo, a Bruno le entró la preocupación de que iba a encontrarse a oscuras. No podía encender una lámpara, porque no funcionaban. Hacía cinco años que fue cortado el suministro de luz eléctrica a la casa, desde la primera muerte de su madre. Su linterna no servía, se habían agotado las pilas.
Por un momento, contemplando cómo la estancia se hundía en una oscuridad gris amoratada, Bruno luchó contra el pánico. No le importaba encontrarse a oscuras en la calle, porque siempre había luz que escapaba de las casas, faroles, faros de coches que pasaban, estrellas, luna… Pero, en una habitación en tinieblas, los susurros y las cosas que se arrastraban, volvían. Y eso había que evitarlo de cualquier modo.
Velas.
Su madre había tenido siempre un par de cajas de velas grandes en la despensa, junto a la cocina. Eran para un caso de avería eléctrica. Estaba seguro de que también habría fósforos en la despensa, centenares, en una caja redonda, de metal, herméticamente cerrada. No había tocado nada de aquello cuando se trasladó; pues no se llevó más que sus objetos personales y algunas de las colecciones de arte que se había ido comprando.
Se inclinó a mirar a la cara del otro Bruno y le dijo:
—Voy a bajar un momento.
Sí mismo no respondió.
—Voy a buscar unas velas para que no nos quedemos a oscuras. ¿Estaré bien solo, por unos minutos, mientras voy abajo?
Su otro yo guardó silencio.
Bruno fue hacia los peldaños que había en el otro extremo de la habitación. Conducían a un dormitorio de la segunda planta. El hueco de la escalera no estaba del todo oscuro porque le llegaba algo de luz de la ventana del ático. Pero cuando Bruno abrió de un empujón la puerta del fondo, le impresionó ver el dormitorio completamente negro.
Los postigos.
Había abierto los postigos del ático aquella mañana al despertarse; pero las ventanas estaban cerradas en toda la casa. No se había atrevido a abrirlas. No era probable que los espías de Hilary-Katherine miraran hacia arriba y se fijaran en un par de ventanas abiertas en el ático; pero, si dejaba que entrara la luz en toda la vivienda, descubrirían el cambio y vendrían corriendo. Ahora el lugar era como una tumba, sumido en noche perpetua.
Se detuvo en la escalera y miró a la alcoba sin luz, con miedo a avanzar, aguardando los susurros.
Ni un sonido.
Ningún movimiento.
Pensó en volver al ático. Pero tampoco era una solución a su problema. Pronto llegaría la noche, y se encontraría sin ninguna luz que le protegiera. Debía apresurarse a ir a la despensa y encontrar esas velas.
Esperó.
Escuchó.
No hubo susurros.
Angustiado, entró en el dormitorio de la segunda planta, manteniendo abierta la puerta de la escalera para aprovechar la turbia luz que brillaba tras él y por encima de él. Dos pasos. Luego se detuvo.
Esperó y escuchó.
Soltó la puerta y cruzó apresurado la habitación, tanteando el camino entre muebles.
Ningún susurro.
Alcanzó la otra puerta y se detuvo en el rellano de la segunda planta.
Tampoco percibió susurros.
Por un momento, envuelto en una oscuridad de terciopelo, no pudo recordar si debía torcer a derecha o a izquierda para alcanzar la escalera que llevaba al piso bajo. De pronto, se orientó y fue a la derecha, con los brazos extendidos ante él y las manos abiertas con los dedos separados, al estilo de los ciegos.
Ni un susurro.
Cuando llegó a la escalera, estuvo a punto de caerse. El suelo se abrió a sus pies, y se libró echándose a la izquierda para agarrar el invisible pasamanos.
Susurros.
Agarrado al pasamanos, incapaz de ver nada, contuvo el aliento, inclinó la cabeza.
Susurros.
A su espalda.
Siguiéndole.
Lanzó un grito y corrió escaleras abajo como un borracho; no halló la barandilla; luego, perdió el equilibrio, agitó los brazos, tropezó y cayó de bruces en el rellano sobre la polvorienta alfombra, sintiendo una punzada de dolor en la pierna izquierda, sólo una punzada; pero, al levantar la cabeza, oyó los susurros acercándose… Se aproximaban cada vez más… Se levantó lloriqueando de miedo; cojeando, corrió hasta el próximo rellano, dio un traspié al llegar al suelo y, al mirar hacia atrás, vio la oscuridad, sintió los susurros que se acercaban a él, aumentando de volumen. Gritó:
—¡No! ¡No!
Y se precipitó hacia la parte trasera de la casa, a lo largo del corredor de la planta baja, en dirección a la cocina, y de pronto los susurros le rodearon, le envolvieron; venían de arriba, de abajo, de todos los lados, y las cosas también estaban allí, aquellas cosas horribles, deslizantes… o una cosa; una o muchas; no lo sabía bien… Al correr hacia la cocina, dando bandazos contra las paredes debido a su terror, se raspó y se golpeó, tratando desesperadamente de quitarse aquellas cosas de encima, y se estrelló contra la puerta de la cocina, que era de muelles y que se abrió para dejarle entrar; tanteó a lo largo del perímetro de la estancia, palpó la cocina, la nevera, los armarios y el fregadero, hasta llegar a la puerta de la despensa, las cosas resbalaban sobre él sin cesar, los susurros continuaron… y chilló, chilló con todas las fuerzas de su voz rasposa. Abrió la puerta de la despensa; le asaltó un hedor nauseabundo, pero entró pese al terrible olor que emanaba de allí. De pronto, se dio cuenta de que era incapaz de encontrar las velas o los fósforos entre tantos botes y tarros. Giró en redondo. Otra vez en la cocina, gritando, golpeándose, sacudiendo las cosas que cubrían su rostro e intentaban meterse en su boca y nariz, encontró la puerta exterior que daba al porche trasero, luchó con los pasadores oxidados, los soltó por fin y abrió.
Luz.
Una luz gris de atardecer, procedente de las montañas Mayacamas al Oeste, se filtró por la puerta abierta e iluminó la comina.
Luz.
Por un minuto permaneció en el umbral dejando que aquella luz maravillosa le bañara. Estaba empapado en sudor. Su respiración era ronca y entrecortada.
Cuando al fin se calmó, volvió a la despensa. El olor a podrido procedía de viejos envases de conservas que habían estallado, proyectando alimentos estropeados y dando lugar a hongos y humedades de un negro amarillento. Esforzándose por evitar la suciedad lo mejor que pudo, localizó las velas y el recipiente metálico en el que se hallaban las cajas de fósforos. Éstos se conservaban secos y en buen uso. Frotó uno para estar seguro. La llama fue una visión que le levantó los ánimos.
Al oeste del «Cessna» en movimiento, setecientos metros debajo de la nave, a un nivel de dos o tres mil metros, las nubes de tormenta se acercaban implacables desde el Pacífico.
—¿Cómo? —preguntó Joshua otra vez—. ¿Cómo hizo Katherine para que los gemelos pensaran, obraran… y fueran una sola persona?
—Como ya he dicho —insistió Hilary—, no es probable que lo sepamos nunca con seguridad. Pero me parece que debió de haber compartido sus fantasías con los gemelos desde el día en que se los llevó a casa, mucho antes de que fueran lo bastante mayores para comprender lo que estaba diciéndoles. Centenares de veces, quizá millares, a lo largo de los años, les contó que eran hijos de un demonio. Les dijo que habían nacido con las cabezas cubiertas y les explicó lo que significaba. Les hizo creer que sus órganos genitales no eran como los de los otros chicos. Probablemente les advirtió que les matarían si alguien descubría lo que eran. Cuando tuvieron edad suficiente para cuestionar sus afirmaciones, habían sufrido tal lavado de cerebro que ya no podían ponerlas en duda. Habían compartido su psicosis y sus divagaciones. Debieron ser dos chiquillos que vivían en continua tensión, temerosos de ser descubiertos, con miedo a que los mataran. El miedo es estrés. Y un estrés así, los haría muy maleables en el aspecto psíquico. En mi opinión ese estrés extraordinario, incesante, tremendo, durante un largo período, creó la disposición adecuada para soldar sus personalidades de la forma que Tony ha sugerido. Un estrés fuerte y prolongado no sería, de por sí, causa de la fusión; pero prepararía el camino para conseguirlo.
Tony comentó:
—Por las cintas que hemos oído esta mañana en el despacho del doctor Rudge, sabemos que Bruno y su hermano sabían que habían nacido con la cabeza cubierta, y que estaban familiarizados con la superstición relacionada a este curioso fenómeno. Por su tono en la cinta, creo que podemos dar por seguro que creía, lo mismo que su madre, que se hallaba marcado por un demonio. Y hay más evidencia que lleva a la misma conclusión. Por ejemplo, la carta encontrada en la caja del Banco. Bruno escribió que no podía pedir protección policial contra su madre porque la Policía descubriría lo que era y lo que había estado ocultando todos aquellos años. En la carta, afirmaba que, si la gente descubría lo que era, lo lincharían. Creyó que era el hijo de un demonio. Estoy seguro. Había absorbido las elucubraciones psicóticas de Katherine.
—Muy bien —admitió Joshua—. Quizás ambos gemelos creían en el cuento del demonio porque nunca habían tenido la menor oportunidad de no creerlo. Pero eso sigue sin explicar cómo y por qué Katherine formó a los dos como una sola persona, de qué modo consiguió que ellos… se soldaran psicológicamente, como tú dices.
—La parte del porqué de su pregunta es la más fácil de contestar —adelantó Hilary—. Mientras los gemelos se consideraran como individuos, habría diferencias entre ellos, aunque fuesen mínimas. Y cuantas más diferencias, más probable era que uno de ellos, sin querer, pusiera al descubierto la comedia, en cualquier momento. Cuanto más les forzara a actuar, pensar, hablar, moverse y reaccionar del mismo modo, más segura se sentía.
—En cuanto al cómo —continuó Tony—, no hay que olvidar que Katherine sabía de modos y medios para doblegarlos y formar una mente. Después de todo, ella misma había sido doblegada y formada por un maestro, Leo. Se había servido de muchísimos trucos para conseguir que fuera e hiciera lo que él quería. La chica tuvo que haber aprendido algo de todo aquello. Técnicas de tortura física y psicológica. Probablemente pudo haber escrito un libro sobre el tema.
—Y para lograr que los gemelos pensaran como una persona —siguió Hilary—, tendría que tratarlos como a una sola persona. En otras palabras, tendría que prepararlos. Tendría que ofrecerles el mismo grado de cariño, si se lo daba. Tendría que castigar a ambos por la falta de uno, tratar a los dos cuerpos como si poseyeran la misma mente. Tendría que hablar con ellos como si estuviera ante uno, y no ante dos.
—Y cada vez que descubría un asomo de individualismo, o bien obligaba a los dos a lo mismo, o tendría que borrar la expresión individualista del que la había mostrado. Y el uso de los pronombres iba a ser muy importante —concluyó Tony.
—¿El uso de los pronombres? —repitió Joshua perplejo.
—Sí —dijo Tony—. Esto os va a parecer cogido por los pelos. Tal vez insensato. Pero lo que nos forma más que nada, es nuestro uso y comprensión del lenguaje. El lenguaje es la forma en que expresamos todas las ideas, todos los pensamientos. Pensar de un modo desordenado lleva a un uso desordenado del lenguaje. Pero lo contrario es también cierto: un lenguaje confuso induce a pensamientos confusos. Éste es un principio básico de la semántica. Así que parece lógico suponer que el uso de pronombres mal seleccionados ayudaría a establecer el tipo de imagen distorsionada que Katherine quería que los gemelos adoptaran. Por ejemplo, cuando ellos hablaran entre sí, jamás se les iba a permitir utilizar el pronombre «tú». Porque «tú» representa el concepto de otra persona y no de uno mismo. Si se forzó a los gemelos a creerse una sola criatura, no había razón para emplear el pronombre «tú». Un Bruno nunca podría decir al otro: Ahora tú y yo podemos jugar al «Monopoly». Por el contrario tendrían que hablar así: Ahora yo puedo jugar al «Monopoly» conmigo mismo. También les estaría vedado decir «nosotros» cuando hablaran de él y el hermano, porque este pronombre indica dos personas por lo menos. Por el contrario tendrían que decir «yo» y «mí mismo» cuando se refiera a ambos. Además, cuando uno de los gemelos hablara con Katherine sobre su hermano, no se le permitía utilizar el pronombre «él», que también refleja el concepto de otro individuo además del que habla. ¿Complicado, no?
—Loco —declaró Joshua.
—Ahí sería —confirmó Tony.
—Pero es excesivo. Es demencial.
—Claro que lo es —reconoció Clemenza—. Era el plan de Katherine, y Katherine estaba loca.
—¿Pero cómo pudo obligarles a cumplir todas esas reglas extrañas sobre costumbres, conceptos, actitudes, pronombres y no sé qué demonios más?
—Del mismo modo que se establecen una serie de reglas normales con niños normales —observó Hilary—. Si lo hacen bien, los premias. Pero si no lo hacen bien, los castigas.
—Para hacer que unos niños se comportaran de un modo tan poco natural como Katherine pretendía de los gemelos, para despojarlos por completo de su individualidad, el castigo tenía que ser algo monstruoso —protestó Joshua.
—Y sabemos que era monstruoso —prosiguió Tony—. Todos oímos en casa del doctor Rudge la cinta de la última sesión que tuvo con Bruno, cuando recurrió a la hipnosis. Recordarán que Bruno dijo que lo había metido en un agujero oscuro en el suelo, como castigo «por no pensar y obrar como uno». Creo que quiso decir que los metía a los dos, a él y a su hermano, en aquel lugar oscuro cuando se negaban a pensar y actuar como una sola persona. Los encerraba en un sitio oscuro durante largo tiempo, y allí había algo vivo, algo que se les subía encima. Fuera lo que fuera lo que les ocurría en aquel cuarto o agujero…, era tan terrible que todas las noches de su vida tuvieron pesadillas. Si pudo dejar tan tremenda impresión en ellos, pasados tantos años, yo creo que se trataba de un castigo parecido a un buen lavado de cerebro. Estoy convencido de que Katherine hizo con los gemelos exactamente lo que se había propuesto: fundirlos en uno solo.
Joshua contempló el cielo que tenía delante. Al fin dijo:
—Cuando se marchó del burdel de Mrs. Yancy, su problema consistía en hacer pasar a los gemelos como un solo niño, el niño del que había hablado, manteniendo así la mentira de Mary Gunther. Pero pudo haberlo logrado encerrando a uno de los hermanos, transformándolo en prisionero, mientras al otro gemelo se le permitía salir de la casa. Esto habría sido más rápido, fácil, simple y seguro.
—Pero todos conocemos la Ley Clemenza —hizo notar Hilary.
—En efecto —asintió Joshua—. La Ley Clemenza: Muy poca gente hace las cosas del modo más rápido, fácil, simple y seguro.
—Además —añadió Hilary—, quizá Katherine no tuvo valor suficiente para condenar a uno de los niños a permanecer siempre encerrado, en tanto que el otro podía disfrutar de una vida un poco normal. Después de todo el sufrimiento por el que había pasado, puede que estableciera un límite en el que imponía a los niños.
—¡A mí me parece que los obligó a soportar un infierno! —exclamó Joshua—. Les hizo enloquecer.
—Pero no se daba cuenta —afirmó Hilary—. Lo que ella se proponía no era que se volvieran locos, sino hacer lo que consideraba mejor para ellos; pero su propio estado mental le hacía imposible saber qué era lo mejor.
Joshua suspiró agotado.
—Tu teoría es descabellada.
—No tan descabellada —objetó Tony—. Encaja con los hechos conocidos.
Joshua asintió:
—Y me parece que yo también lo creo así. Por lo menos en una gran parte. Aunque preferiría que todos los villanos de esta historia fueran viles y despreciables por completo. Me disgusta, en cierto modo, sentir tanta comprensión hacia ellos.
Después de aterrizar en Napa, bajo un cielo cada vez más oscuro, fueron derechos al despacho del sheriff del condado y contaron a Peter Laurenski absolutamente todo. Al principio, los miró boquiabierto, como si hubieran perdido la cabeza, pero, poco a poco, su incredulidad se volvió aceptación asombrada, aunque con esfuerzo. Hilary sabía que aquel abanico de reacciones, aquella transformación de sentimientos, iban a presenciarla centenares de veces en los días venideros.
Laurenski telefoneó al Departamento de Policía de Los Ángeles. Descubrió que el FBI ya se había puesto en contacto con ellos con relación al fraude del Banco de San Francisco en el que estaba implicado un doble de Bruno Frye, ahora admitido por todos los de aquella jurisdicción. Las noticias que recibió Laurenski eran que el sospechoso no era un vulgar doble, sino otro Bruno Frye auténtico, pues sabían que había uno muerto y enterrado en el Memorial Park de Napa County. Informó al Departamento de Policía de Los Ángeles que tenía razones para creer que dos Brunos se habían turnado para matar y que eran los autores de una serie de asesinatos, en la mitad norte del Estado, durante los últimos cinco años, aunque aún no podía ofrecer pruebas firmes o mencionar homicidios específicos. Las pruebas eran hasta ahora circunstanciales: una interpretación lógica de la carta en la caja fuerte del Banco en vista a los recientes descubrimientos sobre Leo, Katherine y los gemelos; el hecho de que ambos hermanos habían atentado contra la vida de Hilary; el hecho de que uno de ellos había servido de coartada la semana pasada cuando Hilary fue atacada por primera vez, lo que indicaba complicidad, por lo menos, en un intento de asesinato; y por fin, la convicción, compartida por Hilary, Tony y Joshua, de que el odio de Bruno hacia su madre era tan fuerte y demencial que no vacilaba en asesinar a cualquier mujer que él imaginara ser Katherine vuelta a la vida en un cuerpo nuevo.
Mientras Hilary y Joshua compartían el banco que servía de sofá en la oficina, y se tomaban el café que les había llevado la secretaria de Laurenski, Tony, a petición de éste, se puso al teléfono y habló con dos superiores suyos en Los Ángeles, Su defensa de Laurenski y la corroboración de los hechos que el sheriff había explicado, fue, al parecer, efectiva, porque la llamada terminó con una promesa de las autoridades de Los Ángeles de que entrarían enseguida en acción. Partiendo de la suposición de que un psicópata estaría vigilando la casa de Hilary, accedieron a establecer allí una vigilancia ininterrumpida.
Con la cooperación asegurada de la Policía de Los Ángeles, el sheriff se apresuró a redactar un comunicado, exponiendo los hechos básicos del caso, para su distribución a todas las agencias de defensores de la ley en el norte de California. La circular servía también como petición oficial de información sobre cualquier asesinato no resuelto de jóvenes atractivas, de ojos oscuros y cabello castaño, en jurisdicciones alejadas de la de Laurenski, en los últimos cinco años…, en especial asesinatos en los que hubiera decapitación, mutilación o evidencia de fetichismo de sangre.
Mientras Hilary observaba al sheriff dando órdenes a empleados y subordinados, pensó en los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, y tuvo la impresión de que todo se movía demasiado deprisa, como un torbellino, y que aquel viento, lleno de sorpresas y feos secretos, al igual que un tornado se llena de remolinos de tierra y cosas arrancadas, la estaba arrastrando a un precipicio que aún no podía ver; pero al que sería lanzada. Deseaba poder tender ambas manos y agarrar el control del tiempo a fin de disminuir su velocidad y poder tomarse unos días de descanso que le permitiera reflexionar acerca de todo lo que había sabido, para poder seguir las últimas revueltas del misterio Frye con la cabeza clara. Estaba segura de que la prisa persistente era una locura, que podía incluso ser mortal. Pero las ruedas de la ley, ahora puestas ya en marcha, no podían bloquearse, ni era posible frenar el tiempo como si fuera un caballo desbocado.
Confió en que no se abriera un precipicio ante ella.
A las cinco y media, después de que Laurenski hubo puesto en marcha la máquina policial, Joshua y él cogieron el teléfono para buscar a un juez. Encontraron uno, el juez Julián Harwey, que se mostró fascinado por la historia Frye. Harwey comprendió la necesidad de recobrar el cadáver y someterlo a una larga serie de pruebas a fin de establecer su perfecta identificación. Si el segundo Bruno Frye era detenido, y si conseguía superar un examen psiquiátrico, lo que era muy poco probable, aunque no del todo imposible, el fiscal necesitaría entonces una prueba física de que había habido gemelos idénticos. Harway estaba dispuesto a firmar una orden de exhumación y, a eso de las seis y media, el sheriff tenía el papel en las manos.
—Los trabajadores del cementerio no podrán abrir la tumba a oscuras; pero los tendré cavando allí al apuntar el alba —dijo Laurenski.
Hizo varias llamadas más, una al director del Memorial Park de Napa County, donde estaba enterrado Frye; otra, al funcionario judicial que dirigiría la exhumación y se haría cargo del cadáver tan pronto le fuera entregado, y una tercera a Avril Tannerton, el embalsamador, para que organizara el traslado del cadáver al laboratorio de patología.
Cuando Laurenski dejó por fin el teléfono, Joshua dijo:
—Me figuro que querrá registrar la casa de Frye.
—Por supuesto. Queremos encontrar pruebas de que más de un hombre ha vivido en ella. Y si Frye ha asesinado a otras mujeres, tal vez encontremos también alguna prueba. Creo que, además, debemos hacer un registro en la casa del acantilado.
—Podemos registrar la casa nueva en cuanto quiera —ofreció Joshua—. Pero en la vieja no hay electricidad. Habrá que esperar hasta mañana.
—Muy bien; pero me gustaría echar un vistazo a la casa de los viñedos esta misma noche.
—¿Ahora? —preguntó Joshua, levantándose del banco.
—Ninguno de nosotros ha cenado —dijo Laurenski, quien mucho antes de que le hubieran contado siquiera la mitad de lo que llegaron a saber por el doctor Rudge y Rita Yancy, había llamado a su mujer para decirle que llegaría tarde—. Vamos a comer algo en la cafetería de la esquina. Luego, iremos a casa de Frye.
Antes de salir, Laurenski dijo a la recepcionista de noche dónde iba a estar y le pidió que le avisara inmediatamente si la Policía de Los Ángeles avisaba de que había detenido al segundo Bruno Frye.
—No va a ser tan fácil —murmuró Hilary.
—Sospecho que tiene razón —observó Tony—. Bruno ha ocultado un secreto increíble durante cuarenta años. Puede estar loco, pero también es inteligente. La Policía no le echará el guante con tanta facilidad. Tendrá que jugar mucho al escondite hasta cazarlo.
Cuando empezaba a caer la noche, Bruno ya había vuelto a cerrar los postigos del ático.
Ahora había velas en cada mesilla. Dos velas en el tocador. Las fluctuantes llamas amarillentas hacían que las sombras danzaran sobre paredes y techo.
Sabía que ya debería estar fuera buscando a Hilary-Katherine; pero no lograba reunir la energía suficiente para levantarse y salir. Seguía retrasándolo.
Tenía hambre. De pronto se dio cuenta de que no había comido nada desde el día anterior. Su estómago protestaba.
Por un instante, sentado en la cama junto al cadáver de ojos abiertos, trató de decidir a dónde podría ir para conseguir alimentos. Algunos de los botes de la despensa no se habían hinchado, no habían reventado, pero estaba seguro de que todo lo de aquellas estanterías se hallaba en mal estado y era dañino. Durante casi una hora, luchó con el problema, intentando pensar en qué sitio conseguir algo de comida sin arriesgarse a ser descubierto por los cómplices y espías de Katherine. Estaban por todas partes. La perra y sus espías. Por todas partes. Su estado mental era tan confuso, que pese a que tenía hambre, hallaba dificultad en centrar sus pensamientos en la comida. Por fin recordó que la había en la casa de los viñedos. La leche se habría cortado en la última semana y el pan estaría duro; pero su propia despensa estaba llena de conservas, la nevera contenía queso y fruta y en el congelador había helado. La idea del helado le hizo sonreír como un chiquillo.
Seducido por la perspectiva de saborearlo y confiando en que una buena cena le proporcionaría la energía que necesitaba para empezar la búsqueda de Hilary-Katherine, abandonó el ático y bajó a través de la casa ayudado por una vela. Una vez fuera, la apagó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Descendió por la destartalada escalera del risco y cruzó los oscuros viñedos.
Diez minutos después, ya en su propia casa, volvió a encender la vela, porque temía que las luces eléctricas llamaran la atención. De un cajón junto al fregadero, sacó una cuchara, cogió un cartón de litro de helado de chocolate y se sentó a la mesa. Durante un cuarto de hora, estuvo sonriente, comiendo grandes cucharadas de helado directamente del cartón, hasta sentirse tan lleno que no pudo tragar más.
Dejó la cuchara en la caja medio vacía, guardó el resto del helado en el congelador, y cayó en la cuenta de que tenía que llevarse unas cuantas conservas a la casa del acantilado. Podría tardar días en encontrar y matar a Hilary-Katherine, y durante este tiempo no quería tener que bajar para cada comida. Más tarde o más temprano, la perra pensaría en poner a sus espías de vigilancia en la casa, y entonces le cogerían. Pero jamás pensaría en buscarle en la casa del acantilado. Ni en un millón de años. Así que allí era donde debía tener su reserva de comida.
Entró en su dormitorio y sacó una maleta del armario, la llevó a la cocina y la llenó de latas de melocotones, peras, rodajas de mandarina, jarras de mantequilla de cacahuete y de aceitunas y dos clases de gelatina… Envolvió cada jarrita en dos o tres servilletas de papel para que no se rompieran… y los tarros pequeños de salchichas de Viena. Cuando terminó, la maleta era pesadísima; pero él tenía músculos para manejarla.
No se había duchado desde la noche antes, en casa de Sally, y se sentía pegajoso. Le molestaba estar sucio, porque la suciedad le había recordado siempre los susurros, las horrendas cosas deslizantes y el agujero oscuro del suelo. Decidió que podía arriesgarse a una ducha rápida antes de llevarse la comida a la casa del risco, incluso si esto implicaba estar desnudo e indefenso por unos minutos. Pero, al cruzar el cuarto de estar para dirigirse a la alcoba y el baño, oyó coches acercándose por el camino de los viñedos. Los motores sonaban muy fuerte en la quietud de los campos.
Bruno corrió hacia una ventana delantera y separó un poco la cortina para mirar.
Cuatro faros. Dos coches. Venían por la cuesta en dirección al claro.
Katherine.
¡La bruja!
La bruja y sus amigos. Sus amigos muertos.
Aterrorizado corrió a la cocina, agarró la maleta, apagó la vela que aún sostenía y se la guardó. Salió por la puetra trasera y cruzó corriendo el césped metiéndose en las viñas protectoras en el momento en que los coches se detenían delante.
Agachado, arrastrando la maleta, angustiosamente preocupado por el más ligero ruido que pudiera hacer, Bruno se movió entre las cepas. Dio la vuelta a la casa hasta que pudo ver los coches. Dejó la maleta en el suelo y se tendió junto a ella, abrazado a la tierra húmeda y a la más oscura de las sombras de la noche. Contempló a la gente saliendo de los automóviles y el corazón le latió con fuerza a cada rostro que reconocía.
El sheriff Laurenski y un subordinado. ¡Así que la Policía estaba con los muertos vivientes! Nunca lo hubiera imaginado.
Joshua Rhinehart. El viejo abogado. ¡También era un conspirador, uno de los infernales amigos de Katherine!
¡Y allí estaba ella! La perra. La perra en su lustroso cuerpo nuevo. Y aquel hombre de Los Ángeles.
Entraron todos en la casa.
Las luces se fueron encendiendo una tras otra.
Bruno trató de recordar si había dejado alguna huella de su visita. Quizás algún goterón de la vela. Pero las gota de cera ya estarían duras y frías. No podrían adivinar si eran recientes o antiguas. Había dejado la cuchara en la caja del helado; pero eso pudo haberlo hecho mucho tiempo atrás. ¡Gracias a Dios que no se había duchado! El agua en el suelo de la ducha y las toallas húmedas le habrían delatado; el hecho de encontrar una toalla recién usada les habría revelado que había vuelto a Santa Helena, y ello les animaría a intensificar su búsqueda.
Se levantó, alzó la maleta y anduvo lo más deprisa que pudo a través de los viñedos. Fue hacia el Norte, hacia las bodegas, y de allí al risco.
Jamás irían a la casa del acantilado. No se les ocurriría suponer que estaba allí. Ni en un millón de años. Se hallaría a salvo en ella, porque pensarían que tenía miedo de pisar aquel lugar.
Si se escondía en el ático, tendría tiempo de pensar, de hacer planes, de organizarse. Debía tomárselo con calma. No había pensado con demasiada claridad últimamente, desde que su otro yo había muerto, y no se atrevía a arremeter contra la perra hasta haber planificado cada posible contingencia.
Ahora ya sabía cómo encontrarla. A través de Joshua Rhinehart.
Le pondría la mano encima en cuanto quisiera.
Pero antes necesitaba tiempo para trazar un plan que nadie pudiera desbaratar. Estaba impaciente por llegar al ático y discutirlo con sí mismo.
Laurenski, el agente Tim Larson, Joshua, Tony y Hilary se repartieron por la casa. Registraron cajones y armarios, alacenas y muebles.
En un principio no pudieron encontrar nada que demostrara que dos hombres, y no uno, habían estado viviendo en la casa. Sólo parecía que había más ropa de la que necesitaba un hombre. Y la casa estaba aprovisionada con más comida de la que una persona suele almacenar. Pero eso no demostraba nada.
Entonces, mientras Hilary revisaba el contenido de los cajones de la mesa del estudio, tropezó con un montón de facturas recién recibidas y que aún no habían sido pagadas. Dos de ellas eran de dentistas, uno cercano a Napa y el otro establecido en San Francisco.
—¡Naturalmente! —exclamó Tony mientras todos se acercaban para ver las facturas—. Los gemelos tenían que ir a diferentes médicos, sobre todo a diferentes odontólogos. Bruno número dos no podía ir a un dentista a que le empastaran una muela cuando el mismo doctor había empastado la misma muela a Bruno número uno la semana anterior.
—Esto nos ayuda —observó Laurenski—. Incluso los gemelos idénticos no tienen las mismas cavidades en el mismo lugar de la misma muela. Dos fichas dentales nos demostrarán que había dos Bruno Frye.
Un poco más tarde, mientras revisaba en el armario de una alcoba, el agente Larson hizo un desconcertante descubrimiento. Una de las cajas de zapatos no contenía zapatos. Lo que contenía era una docena de fotografías tamaño carnet de doce muchachas, seis permisos de conducir para seis de ellas, y otros once pertenecientes a otras tantas mujeres más. En cada fotografía, tanto las que estaban sueltas como adheridas a las licencias de conducir, la mujer retratada tenía rasgos en común con las otras mujeres de la colección: un rostro bonito, ojos oscuros, cabello oscuro y un algo indefinible en las líneas y ángulos de su estructura facial.
—Veintitrés mujeres que recuerdan vagamente a Katherine —murmuró Joshua—. ¡Dios mío! ¡Veintitrés!
—Una exposición de muerte —dijo Hilary estremeciéndose.
—Por lo menos, no todas son fotografías sin identificar —observó Tony—. Con los permisos de conducir tenemos nombres y direcciones.
—Los comunicaremos inmediatamente —anunció Laurenski, enviando a Larson al coche para que comunicara por radio la información a jefatura—. Pero supongo que todos sabemos lo que vamos a encontrar.
—Veintitrés asesinatos sin resolver repartidos en los últimos cinco años.
—O veintitrés desapariciones —sugirió Laurenski.
Pasaron dos horas más en la casa, pero no encontraron ninguna otra cosa tan importante como las fotos y los permisos de conducir. Hilary tenía los nervios a flor de piel y su imaginación estaba estimulada por la turbadora idea de que su propio permiso de conducir estuvo a punto de encontrarse en aquella caja. Cada vez que abría un cajón o la puerta de un armario, esperaba encontrar un corazón seco con una estaca clavada, o la cabeza descompuesta de alguna mujer. Respiró aliviada cuando al fin se dio por concluida la búsqueda.
Fuera, bajo el aire helado de la noche, Laurenski preguntó:
—¿Vendrán los tres al despacho del forense mañana por la mañana?
—No cuente conmigo —respondió Hilary.
—No gracias —dijo Tony.
—En realidad no hay nada que podamos hacer allí —observó Joshua.
—¿A qué hora quieren que nos encontremos en la casa del acantilado? —preguntó Laurenski.
—Hilary, Tony y yo subiremos a primera hora de la mañana —contestó Joshua— y abriremos todas las ventanas. El lugar lleva cerrado cinco años y habrá que airearlo bien antes de que pasemos horas registrándolo. ¿Por qué no sube a reunirse con nosotros tan pronto termine con el forense?
—De acuerdo. Nos veremos mañana. A lo mejor la Policía de Los Ángeles detiene al canalla durante la noche.
—A lo mejor —murmuró Hilary esperanzada.
Arriba, en las montañas Mayacamas retumbaron blandamente los truenos.
Bruno Frye pasó la mitad de la noche hablando con sí mismo, preparando cuidadosamente la muerte de Hilary-Katherine.
La otra mitad la pasó durmiendo mientras las velas iban apagándose. Delgados hilos de humo surgían de los pabilos ardientes. Las llamas danzarinas proyectaban sombras temblorosas y macabras sobre las paredes y se reflejaban en los ojos sin luz del cadáver.
A Joshua Rhinehart le costó dormirse. Se revolvió en la cama enredándose cada vez más entre las sábanas. A las tres de la mañana, se fue al bar y se sirvió un bourbon doble que se bebió de golpe. Pero tampoco esto le tranquilizó mucho.
Nunca había añorado tanto a Cora como aquella noche.
Hilary despertó de repetidas pesadillas; pero la noche no se le hizo lenta. Pasó como un cohete. Seguía con la sensación de rodar hacia un precipicio, y no podía hacer nada para frenar su caída.
Cerca del alba, cuando Tony estaba ya despierto, Hilary se volvió a él, se apretó junto a su cuerpo y suplicó:
—Hazme el amor.
Por espacio de media hora, se fundieron en sí mismos y, aunque no fue mejor que antes, tampoco fue peor. Una unión dulce, sedosa, silenciosa.
Después le dijo:
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Pase lo que pase, hemos tenido estos pocos días juntos.
—No te pongas fatalista.
—Bueno…, nunca se sabe.
—Tenemos montones de años por delante. Años y años juntos. Nadie va a robárnoslos.
—Estás tan seguro, tan optimista. Ojalá te hubiera encontrado antes.
—Ya hemos pasado lo peor. Y ya conocemos la verdad.
—Pero aún no han cogido a Frye.
—Lo harán —la tranquilizó Tony—. Él cree que eres Katherine y no va a alejarse mucho de Westwood. Seguirá vigilando tu casa para ver si has aparecido. Tarde o temprano, la patrulla de vigilancia lo descubrirá y habrá terminado todo.
—Abrázame.
—Claro.
—Mmmm. ¡Qué bueno!
—Sí.
—Sólo con que me abraces, me siento mejor.
—Todo irá bien.
—Siempre y cuando te tenga.
—Entonces nunca cesará de ir bien.
El cielo estaba oscuro, cargado y amenazador. Los picos de las Mayacamas aparecían envueltos en niebla.
Peter Laurenski se hallaba en el cementerio, con las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros alzados para defenderse del frío de la mañana.
Utilizando azadas casi todo el tiempo, y sacando luego con palas el resto de la tierra, los obreros del Memorial Park de Napa County se afanaron para abrir la tumba de Bruno Frye. Mientras trabajaban, se quejaron al sheriff de que no se les pagaba ningún extra por levantarse al alba y acudir sin desayunar, a fin de llegar temprano; pero no lograron conmoverlo; se limitó a insistir en que se dieran prisa.
A las siete cuarenta y cinco, Avril Tannerton y Gary Olmstead llegaron en el coche fúnebre de «Forever View». Al cruzar la verde colina en dirección a Laurenski, Olmstead parecía sombrío; pero Tannerton sonreía respirando bocanadas de aquel aire límpido, como si hubiera salido sólo para hacer ejercicio.
—Buenos días, Peter.
—Buenos días, Avril, Gary.
—¿Cuánto tardarán en terminar? —preguntó Tannerton.
—Dicen que quince minutos.
A las ocho y cinco uno de los obreros salió de la fosa y dijo:
—¿Listos para subirlo?
—Vamos allá —decidió Laurenski.
Se pasaron unas cadenas por el ataúd y lo sacaron del hoyo por el mismo sistema empleado para bajarlo. El féretro con adornos de bronce estaba sucio de tierra por las asas y los ornamentos, pero en conjunto seguía brillando.
A las ocho cuarenta, Tannerton y Olmstead habían cargado la caja en el coche mortuorio.
—Les seguiré hasta el despacho del forense —anunció el sheriff.
Tannerton le sonrió:
—Le aseguro, Peter que no nos vamos a escapar con los restos de Mr. Frye.
A las ocho y veinte, en la cocina de Joshua Rhinehart, mientras en el cementerio, a pocos kilómetros, el ataúd era exhumado, Tony y Hilary dejaban los platos del desayuno en el fregadero.
—Los lavaré más tarde —dijo Joshua—. Vayamos al acantilado y abramos la casa. Debe apestar como el infierno después de tantos años. Sólo deseo que la humedad y el moho no hayan destrozado demasiado las colecciones de arte de Katherine. Se lo advertí a Bruno miles de veces; pero no pareció importarle… —Joshua dejó de hablar y parpadeó—. ¿Van a dejarme que siga hablando? Claro que no le importaba que se pudriera todo. Eran las colecciones de Katherine, y nada de lo que ella atesorara le preocupaba lo más mínimo.
Fueron hasta la «Bodega Shade Tree» en el coche de Joshua. El día era sombrío; la luz de un color grisáceo. Joshua aparcó en el espacio destinado a los empleados.
Gilbert Ulman aún no había llegado al trabajo. Era el mecánico que cuidaba de la vagoneta aérea, además de ocuparse de todos los camiones y el equipo de la granja.
La llave que ponía en marcha la vagoneta colgaba de una tablilla en el garaje, y el jefe nocturno de la bodega, un hombre de buena presencia llamado Iannucci, se mostró encantado de ir a buscársela.
Con la llave en la mano, Joshua condujo a Hilary y Tony hasta la segunda planta de la gran bodega, a través de un área de oficinas de la administración, un laboratorio de vinicultura y de allí a una amplia pasarela. La mitad del edificio estaba abierto desde la primera planta hasta el tejado, y en esta inmensa cámara había enormes tanques de fermentación de tres pisos de altura. Un aire frío, helado, emanaba de ellos, y todo el lugar olía a levadura. Al extremo de la larga pasarela, en la esquina sudoeste del edificio, abrieron una pesada puerta de pino con bisagras negras y entraron en una habitación abierta por el extremo opuesto. Un tejado saliente sobresalía unos cuatro metros de la pared inexistente, para evitar que la lluvia cayera en el cuarto abierto. La vagoneta de cuatro plazas, de color rojo como el de los bomberos y con mucho cristal, se cobijaba bajo el saliente, al borde del cuarto.
El laboratorio de patología estaba lleno de un vago olor químico, desagradable. También el forense, el doctor Garnet, se hallaba impregnado de él. Chupaba vigorosamente una pastilla mentolada.
Había cinco personas en la estancia. Laurenski, Larson, Garnet, Tannerton y Olmstead. Nadie, con la posible excepción del eternamente bonachón Tannerton, parecía sentirse feliz de encontrarse allí.
—Procedan a abrirlo —ordenó Laurenski—. Tengo una cita con Joshua Rhinehart.
Tannerton y Olmstead descorrieron los cerrojos del ataúd. Unos restos de tierra cayeron al suelo sobre el plástico que Garnet había tendido en el suelo. Alzaron la tapa y la empujaron hacia atrás.
El cuerpo había desaparecido.
En la caja, forrada de seda y terciopelo, no había más que tres sacos de cemento seco, que fueron robados del sótano de Avril Tannerton el pasado fin de semana.
Hilary y Tony se sentaron en un lado de la cabina, y Joshua en el otro. Las rodillas del abogado rozaban las de Clemenza.
Hilary se agarraba a la mano de Tony mientras la góndola roja se balanceaba y avanzaba despacio, muy despacio, hacia la cima del risco. No le daba miedo la altura; pero la cabina parecía tan frágil que no podía evitar apretar los dientes.
Joshua vio la tensión en su rostro y le sonrió:
—No tema. La vagoneta es pequeña; pero fuerte. Y Gilbert es un artista del mantenimiento.
A medida que subía, la cabina era sacudida ligeramente por el aire de la mañana.
La vista del valle se hizo cada vez más espectacular. Hilary trató de concentrarse en ella a fin de apartar su atención de los crujidos y protestas de la maquinaria.
La góndola llegó al fin al extremo del cable. Se encajó en su lugar y Joshua abrió la puerta.
Cuando bajaron en la estación superior del sistema, el arco rabiosamente blanco de un relámpago y el violento estruendo del trueno desgarraron el cielo, y empezó a llover. Era una lluvia helada, fina y oblicua.
Joshua, Tony y Hilary corrieron a resguardarse. Subieron precipitadamente los escalones del porche y se acercaron a la puerta.
—¿Y no hay calefacción aquí? —preguntó Hilary.
—La caldera lleva cinco años apagada. Por eso os advertí que os pusierais un buen jersey debajo de los abrigos. En realidad, hoy no es un día frío. Pero cuando llevéis un rato aquí arriba, con esta humedad, el aire os llegará hasta los huesos.
Joshua abrió la puerta y entraron. Encendieron las tres linternas que habían traído.
—Esto huele que apesta —protestó Hilary.
—Moho —aclaró Joshua—. Es lo que me temía.
Pasaron de la entrada al vestíbulo; luego, a un gran salón. Los rayos de luz de sus linternas cayeron en lo que parecía ser un almacén lleno de muebles antiguos.
—¡Santo Dios! —exclamó Tony—. Es peor que la casa de Bruno. Casi no hay sitio para andar.
—Estaba obsesionada por coleccionar piezas hermosas —explicó Joshua—. No como inversión. Ni tampoco por el mero placer de contemplarlas. Infinidad de objetos abarrotan las alacenas, muchas de ellas están ocultas. Montones y montones de pinturas. Y, como podéis ver, incluso en las habitaciones de recibo, hay un exceso de cosas; está demasiado abarrotado para que agrade a la vista.
—Si cada habitación tiene antigüedades de este tipo, aquí hay encerrada una fortuna —observó Hilary.
—En efecto —asintió Joshua—. Si no se les han comido las polillas, las termitas y qué sé yo.
Dejó que su linterna iluminara de un extremo a otro de la estancia y prosiguió:
—Esta manía por coleccionar fue algo que nunca comprendí en ella. Hasta hoy. Ahora me pregunto si… Al mirar todo esto y recordar lo que oímos en casa de Mrs. Yancy…
—¿Piensa que coleccionar belleza era una reacción contra la infinita fealdad de su vida antes de que su padre muriera? —comentó Hilary.
—Sí —asintió Joshua—. Leo la destruyó. Hizo añicos su alma, aplastó su espíritu y la dejó con una propia imagen desastrosa. Debió de haberse odiado por todos los años que le dejó abusar de ella… aunque no podía evitarlo. Así que, quizá…, sintiéndose rebajada e indigna, pensó que podía embellecer su personalidad viviendo rodeada de cosas hermosas.
Guardaron silencio por unos instantes, contemplando el recargado salón.
—¡Qué triste! —murmuró Tony.
Joshua se sacudió la malencolía:
—Abramos de una vez los postigos y dejemos que entren la luz y el aire.
—No puedo soportar este hedor —dijo Hilary tapándose la nariz—. Pero, si abrimos las ventanas, entrará también la lluvia y lo mojará todo.
—No si levantamos el cristal sólo un poco. Y unas gotas de agua no van a hacer más daño que todo este moho.
—Lo que me sorprende es que no crezcan hongos en la alfombra —observó Tony.
Recorrieron toda la planta baja, alzando ventanas, abriendo postigos, dejando que la luz gris de la tormenta entrara junto con el aire fresco perfumado de lluvia.
Cuando casi todas las habitaciones de los bajos fueron abiertas, Joshua dijo:
—Hilary, lo que queda por hacer aquí abajo es abrir el comedor y la cocina. ¿Por qué no te ocupas de estas ventanas mientras Tony y yo empezamos a ventilar la segunda planta?
—Bien. Dentro de un minuto subiré a ayudarles.
Siguió tras el haz de su linterna hasta el negro comedor, en tanto que los hombres cruzaban el vestíbulo en dirección a la escalera.
Cuando llegaron al distribuidor de arriba, Tony exclamó:
—¡Uf! Aquí huele todavía peor.
La descarga de un trueno sacudió la vieja casona. Las ventanas retemblaron y las puertas se estremecieron en sus marcos.
—Ocúpate de las habitaciones de la derecha —sugirió Joshua—. Yo revisaré las de la izquierda.
Tony cruzó la primera puerta a su derecha y se encontró en un cuarto de costura. Una antigua máquina de coser de pedal, estaba en un rincón, y otra eléctrica, más moderna, descansaba sobre una mesa en otro de los rincones; ambas estaban envueltas en telarañas. Había también una mesa de trabajo y un par de maniquíes.
Fue a la ventana, dejó la linterna en el suelo y trató de mover la falleba. El óxido la había soldado. Forcejeó con ella mientras la lluvia golpeaba ruidosamente en los postigos exteriores, más allá de los cristales.
Joshua enfocó su linterna en la primera habitación de la izquierda y vio una cama, un tocador y una cómoda. En la pared opuesta había dos ventanas.
Cruzó el umbral, dio otros dos pasos, percibió movimiento tras él y empezó o volverse; sintió algo frío atravesar su espalda; luego, un calor ardiente, una lanzada de fuego, una línea de dolor recorriendo su carne, y comprendió que había sido apuñalado. Sintió cómo le arrancaban el cuchillo. Se volvió. Su linterna iluminó a Bruno Frye. Su cara de loco era salvaje, demoníaca. El cuchillo subió, bajó, y el estremecimiento de frío volvió a sacudir a Joshua, y esta vez la hoja rasgó su hombro derecho, de delante atrás, hasta la empuñadura del arma y Bruno tuvo que tirar de ella con rabia, varias veces, hasta poder sacarla. Joshua alzó el brazo izquierdo para protegerse, y la hoja se clavó en su antebrazo. Se le doblaron las piernas. Se desplomó. Cayó sobre la cama, resbaló hacia el suelo, mojado de su propia sangre, y Bruno se alejó de él y salió al distribuidor de la segunda planta, fuera del alcance de la luz de la linterna, hacia la oscuridad. Joshua se dio cuenta de que ni siquiera había gritado, no había advertido a Tony. Trató de hacerlo, lo intentó de verdad; pero la primera herida parecía ser seria, porque cuando fue a alzar la voz estalló el dolor en su pecho y no pudo hacer otra cosa que proferir un sordo graznido semejante al de una maldita oca.
Jadeando, Tony aplicó toda su fuerza a la testaruda falleba; y de pronto el metal oxidado cedió… y se abrió. Alzó las ventanas y el ruido del agua creció. Una lluvia fina se filtró por las rendijas de los postigos y le mojó la cara.
El cierre interior de las contraventanas también estaba oxidado; pero Tony consiguió moverlo. Abrió las maderas de par en par, se inclinó, de lleno bajo la lluvia, y los sujetó de forma que el viento no les hiciera golpear.
Estaba mojado y tenía frío. Se hallaba ansioso de terminar con la casa, esperando que la actividad le hiciera entrar en calor.
Otra salva de truenos bajó de las Mayacamas al valle, por encima del edificio, y cuando Tony salió del cuarto de coser, se encontró ante el cuchillo de Bruno Frye.
En la cocina, Hilary abrió los postigos de la ventana que daba al porche trasero. Los sujetó y se detuvo un momento para contemplar la hierba barrida por la lluvia y los árboles sacudidos por el viento. Al final de la explanada, a unos veinte metros, había puertas en el suelo.
Le sorprendió de tal modo ver aquellas puertas que, por un momento, creyó que las imaginaba. Forzó la vista a través de la espesa lluvia, pero las puertas no se disolvieron como un espejismo, cosa que temía.
Al extremo de la explanada, la tierra se elevaba en un último esfuerzo para alcanzar las paredes verticales de las montañas. Las puertas estaban colocadas en aquella elevación. Tenían marcos de madera y piedras soldadas con cemento.
Hilary se apartó de la ventana y cruzó corriendo la sucia cocina, ansiosa de participar su descubrimiento a Tony y Joshua.
Tony sabía cómo defenderse contra un hombre armado de un cuchillo. Estaba entrenado en autodefensa y se había encontrado por dos veces en una situación semejante. Pero, en esta ocasión, no se hallaba preparado para la inesperada rapidez del ataque.
Con mirada torva, con su ancho rostro partido por una odiosa mueca de alegría, Frye movió el cuchillo en dirección al rostro de Tony, el cual logró apartarse en parte de la trayectoria del arma; pero la hoja le rasgó un lado de la cabeza, cortando el cuero cabelludo y haciéndole sangrar.
El dolor fue como la quemadura por ácido.
Tony dejó caer la linterna, que rodó haciendo que las sombras bailaran.
Frye era rápido, condenadamente rápido. Atacó de nuevo cuando Tony iba a adoptar una postura defensiva. Esta vez el cuchillo le alcanzó de lleno aunque de una forma peculiar, bajando sobre su hombro izquierdo, atravesando chaqueta y jersey, músculos y carne, entre huesos, arrancándole instantáneamente toda la fuerza de aquel brazo y haciendo que se cayera de rodillas.
De algún modo, Tony encontró la energía necesaria para alzar el puño derecho, con toda su fuerza, desde el suelo a los testículos de Frye. El hombretón gimió, retrocedió extrayendo el cuchillo.
Ignorante de lo que estaba ocurriendo encima de ella, Hilary llamó desde el pie de la escalera:
—¡Tony! ¡Joshua! Bajad y veréis lo que he encontrado.
Frye se volvió en redondo al oír la voz de Hilary. Corrió hacia la escalera olvidando, al parecer, que dejaba tras de sí un hombre herido, pero vivo.
Tony se levantó. Una explosión de dolor puso fuego en su brazo y se tambaleó, sin fuerzas. Se le revolvió el estómago. Tuvo que apoyarse en la pared. Lo único que pudo hacer fue advertirla:
—¡Hilary, corre! ¡Corre! ¡Frye te busca!
Hilary se disponía a volver a llamarlos cuando oyó la advertencia de Tony. Por un instante, no pudo creer lo que le estaba diciendo; pero enseguida sintió fuertes pisadas en el primer tramo, bajando hacia ella. Todavía estaba fuera de su vista, en el rellano, pero sabía que no podía ser nadie más que Bruno.
Y de pronto la voz de Frye resonó:
—¡Perra! ¡Perra, perra, perra!
Estupefacta, pero no helada por la impresión, Hilary se fue del pie de la escalera y echó a correr tan pronto vio asomar a Bruno en el rellano. Se dio cuenta demasiado tarde de que tenía que haber ido a la parte delantera de la casa, hacia la vagoneta; pero en cambio corría hacia la cocina, y ya no podía volverse atrás.
Empujó la puerta de muelles y entró en la cocina en el momento en que Frye saltaba los últimos peldaños y corría tras ella por el vestíbulo.
Pensó en buscar un cuchillo en los cajones.
Imposible. No había tiempo.
Corrió a la puerta trasera, la abrió, salió de la cocina en el momento en que Frye penetraba en ella.
Lo único que tenía era la linterna que llevaba en la mano. Y no era ningún arma.
Pasó el porche, bajó los escalones; la lluvia y el viento la azotaron.
La seguía, no estaba muy lejos, continuaba con la cantilena: ¡Perra, perra, perra!
Nunca podría dar toda la vuelta a la casa hasta la vagoneta antes de que la alcanzara. Estaba demasiado cerca, y ganaba terreno.
La hierba húmeda estaba resbaladiza.
Tenía miedo a caerse.
Miedo a morir.
¿Tony?
Corrió hacia el único lugar que podía ofrecer protección: las puertas del suelo.
Un rayo la deslumbró. Se oyó el trueno.
Frye ya no gritaba tras ella. Percibió un gruñido animal de placer.
Muy cerca.
Ahora era ella la que gritaba.
Llegó a las puertas de la ladera y vio que estaban sujetas por arriba y por abajo. Tiró del primer pasador, luego se agachó y soltó el de abajo, esperando sentir una hoja clavándose entre sus hombros. El golpe jamás llegó. Abrió las puertas y ante ella todo era densa oscuridad.
Se volvió.
La lluvia le mojó la cara.
Frye se había detenido. Esperaba, a unos dos metros de allí.
Esperó ella también ante las puertas, con la oscuridad a su espalda y se preguntó qué otra cosa habría detrás de ella además de una escalera.
—Perra —dijo Frye.
Pero ahora había más miedo que furia en su rostro.
—Suelta el cuchillo —le dijo sin saber si obedecería; y aunque lo dudaba mucho, sabía que nada le quedaba por perder—. Obedece a tu madre, Bruno. Deja el cuchillo.
Dio un paso hacia ella.
Hilary no se movió. Le estallaba el corazón.
Frye se acercó más.
Temblando, retrocedió hasta el primer peldaño que había detrás de las puertas.
En el momento en que Tony llegaba a la escalera, apoyándose con una mano en la pared, oyó ruido detrás de él. Se volvió.
Joshua se había arrastrado fuera del dormitorio. Estaba cubierto de sangre y tenía el rostro tan blanco como el cabello. Sus ojos parecían desenfocados.
—¿Muy mal? —preguntó Tony.
Joshua pasó la lengua sobre sus labios descoloridos; con una voz extraña, sibilante, enronquecida, dijo:
—Viviré… ¡Hilary! Por el amor de Dios… ¡Hilary!
Tony se apartó de la pared y bajó como un loco la escalera. Tambaleándose, cruzó el vestíbulo hacia la cocina, porque podía oír la voz de Frye gritando en la explanada trasera.
En la cocina abrió un cajón tras otro en busca de un arma.
—Venga, maldita sea. ¡Mierda!
El tercer cajón contenía cuchillos. Eligió el mayor. Estaba un poco oxidado pero conservaba la hoja afiladísima.
Su brazo izquierdo le atormentaba. Quería sujetárselo con el derecho, pero lo necesitaba para luchar con Frye.
Rechinando los dientes, endureciéndose contra el dolor de sus heridas, tambaleándose como un borracho, salió al porche. Vio a Frye enseguida. El hombre estaba de pie frente a una puerta abierta. Una puerta en el suelo.
A Hilary no se la veía por ninguna parte.
Hilary bajó de espaldas el sexto peldaño. Era el último.
Bruno Frye estaba en lo alto de la escalera, mirando hacia abajo, temeroso de avanzar un paso más. Unas veces la llamaba perra y otras lloriqueaba como si fuera un niño. Era obvio que se encontraba desgarrado entre dos necesidades: la de matarla y la de alejarse de aquel lugar maldito.
Susurros.
De pronto oyó los susurros y la carne se le volvió hielo en un instante. Era un ruido sibilante sin palabras, suave, pero aumentando de volumen por segundos.
Y entonces sintió que una cosa trepaba por su pierna.
Lanzó un grito y subió un escalón, acercándose a Frye. Se agachó, se dio un manotazo, y desplazó algo.
Estremecida, encendió la linterna, se volvió y la enfocó a la habitación subterránea que había detrás de ella.
Cucarachas. Cientos y cientos de enormes cucarachas llenaban la habitación… En el suelo, en las paredes, en el techo bajo. No eran cucarachas corrientes, sino ejemplares enormes, de cinco o seis centímetros, con patas inquietas y antenas larguísimas que vibraban ansiosamente. Sus caparazones, de un marrón verdoso, parecían ser pegajosos y húmedos, como manchas de mucosidad oscura.
Los susurros eran el ruido de su movimiento incesante: largas patas y temblorosas antenas tropezando con otras patas y antenas, arrastrándose sin cesar y yendo de un lugar a otro.
Hilary gritó. Quería subir los peldaños y huir de allí; pero Frye estaba arriba, esperando.
Las cucarachas huían de la luz de su linterna. Evidentemente, eran insectos subterráneos que sólo sobrevivían en la oscuridad, y rezó para que sus baterías no se agotaran.
Los susurros se hicieron más fuertes.
Más cucarachas iban entrando en el cuarto. Llegaban por una grieta del suelo. Venían por decenas. Por centenares. Ya habría unas dos mil en el cuarto, que no tendría más de unos cinco metros por lado. Se amontonaban en dos o tres capas en la otra mitad del cuarto, huyendo de la luz, pero volviéndose cada vez más atrevidas.
Sabía que un entomólogo no las llamaría cucarachas. Eran bichos, bichos subterráneos que vivían en las entrañas de la tierra. Un científico tendría para ellas un nombre latino, seco y limpio. No obstante, para ella eran cucarachas.
Hilary miró a Bruno.
—Perra —le dijo.
Leo Frye había construido una bodega fresca, algo corriente en 1918. Pero la había construido por error en una falla del suelo. Hilary podía ver que se había intentado reparar el suelo varias veces, sin embargo seguía abriéndose cada vez que la tierra temblaba. En tierra de terremotos, el suelo se movía con suma frecuencia.
Y las cucarachas subían del infierno.
Seguían saliendo de la grieta, una masa que se arrastraba, pateaba, se retorcía.
Iban formándose nuevas capas: cinco, seis, siete, cubriendo las paredes, el techo, moviéndose, numerosos enjambres en continua agitación. El frío susurro de su movimiento era ahora un suave rugido.
Para castigarle, Katherine metía a Bruno en este lugar. A oscuras. Varias horas cada vez.
Súbitamente, las cucarachas avanzaron hacia Hilary. La presión de tantas capas hacía que fueran lanzadas contra ella, en una masa deslizante de color marrón verdoso. A despecho de la linterna, se acercaban sibilantes.
Gritó, y empezó a subir la escalera prefiriendo el cuchillo de Bruno a la repugnante horda de insectos que la seguía.
Riéndose, Frye le dijo:
—¡A ver si te gusta, perra!
Y cerró la puerta.
La explanada trasera no tendría más de veinte metros de longitud; pero a Tony le pareció que había más de un kilómetro entre el porche y el lugar donde estaba Frye. Resbaló y cayó sobre el césped mojado, golpeándose en el hombro herido. Una luz cegadora surgió detrás de sus ojos por un instante, seguida de una iridiscente oscuridad; pero resistió al impulso de quedarse en el suelo. Se levantó.
Vio cómo Frye cerraba las puertas con los cerrojos. Hilary tenía que estar dentro, encerrada.
Tony salvó los últimos tres metros de césped con la terrible certeza de que Bruno se volvería y lo vería. Pero el hombretón siguió contemplando la puerta. Estaba escuchando a Hilary, y ella gritaba. Tony se deslizó hasta él y le clavó el cuchillo entre los omoplatos.
Frye lanzó un grito de dolor y se volvió.
Tony dio un traspié hacia atrás. Sólo deseaba que la herida fuera mortal. Sabía que no podía ganar en un combate cuerpo a cuerpo con Frye… y muchísimo menos ahora que sólo podía servirse de un brazo.
Bruno se revolvió frenético tratando de arrancarse el cuchillo que Tony le había clavado. Intentaba sacárselo de la espalda pero no llegaba a alcanzarlo.
Un hilo de sangre escapó de una comisura de su boca.
Tony retrocedió un paso. Luego otro.
Frye fue hacia él a trompicones.
Hilary estaba en el escalón superior golpeando la puerta cerrada. Gritaba pidiendo ayuda.
Detrás de ella, los susurros en la oscura bodega se hicieron más fuertes con cada latido de su corazón.
Se arriesgó a mirar hacia atrás, enfocando la luz a la escalera. Pero la sola visión de aquella hirviente masa de insectos casi le hizo vomitar. Abajo en el cuarto, las cucarachas habían alcanzado una altura que le llegaría hasta el pecho. Todo el montón avanzaba, se balanceaba y susurraba como si hubiera un solo organismo allá abajo, una criatura monstruosa con incontables patas, antenas y bocas hambrientas.
Hilary seguía gritando. Una y otra vez. Su voz estaba enronqueciendo. No podía parar.
Algunos de los insectos se aventuraban por la escalera a pesar de la linterna. Dos de ellos llegaron hasta sus pies y los mató a pisotones. Otros siguieron.
Se volvió otra vez hacia la puerta, chillando. Golpeó la madera con todas sus fuerzas.
Entonces se le apagó la linterna. Sin querer, había golpeado la puerta con ella en su esfuerzo histérico por conseguir ayuda. El cristal se rompió. La luz murió.
Por un momento, los susurros parecieron disminuir… pero enseguida alcanzaron mayor volumen que antes.
Hilary apoyó la espalda contra la puerta.
Recordó la cinta que había oído en el despacho del doctor Rudge, el día anterior por la mañana. Pensó en los gemelos, de niños, encerrados allí, con las manitas sobre sus bocas y sus narices, tratando de evitar que las cucarachas se les metieran dentro. Tanto gritar les había dado aquellas voces roncas, rasposas; horas y horas, días y días gritando.
Horrorizada, contempló la oscuridad, aguardando a que la marea de bichos se cerrara sobre ella.
Notó unos cuantos sobre sus tobillos y rápidamente se inclinó y los sacudió.
Una le subió por el brazo izquierdo. Lo aplastó de un manotazo.
El terrible susurrar de las cucarachas en movimiento era ahora casi ensordecedor.
Se cubrió los oídos con las manos.
Un insecto cayó del techo, sobre su cabeza. Chillando, se lo arrancó del pelo y lo tiró.
Súbitamente, las puertas se abrieron tras ella y la luz inundó la bodega. Vio una oleada de cucarachas a un peldaño de distancia; pero de pronto la horda retrocedió ante la claridad. Tony la sacó bajo la lluvia a la maravillosa luz grisácea y sucia.
Unas cuantas cucarachas estaban aún pegadas a sus ropas y él se las apartó.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío, Dios mío!
Hilary se apoyó en él.
Ya no quedaba ninguna cucaracha prendida en su ropa, pero ella las sentía aún arrastrándose, encaramándose.
Por fin pudo dejar de gritar.
—Estás herido.
—Pero viviré y pintaré.
Vio a Frye. Se hallaba tendido sobre el césped, de espaldas, muerto. Un cuchillo asomaba en su espalda y su camisa estaba empapada de sangre.
—No pude evitarlo —explicó Tony—. La verdad es que no quería matarlo. Me daba lástima… sabiendo lo que le había hecho pasar Katherine. Pero tuve que hacerlo.
Se alejaron del cadáver, cruzando el césped.
Hilary sentía que se le doblaban las piernas.
—Metía a los gemelos allí dentro cuando quería castigarlos —explicó Hilary—. ¿Cuántas veces lo hizo? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Mil veces?
—No pienses en ello —le aconsejó Tony—. Piensa sólo en que estás viva, en que nos encontramos juntos. Piensa en si te gustaría casarte con un ex policía maltrecho, luchando por ganarse la vida como pintor.
—Creo que me gustaría mucho.
A lo lejos, vieron al sheriff Laurenski salir de la cocina al porche, gritándoles:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Están bien?
Tony no se molestó en contestarle, pero dijo a Hilary:
—Tenemos muchos años para estar juntos. Y, de ahora en adelante, todo saldrá bien. Por primera vez en nuestras vidas, ambos sabemos quiénes somos, lo que queremos y a dónde vamos. Hemos superado el pasado. El futuro será fácil.
Mientras iban andando al encuentro de Laurenski, el aire otoñal les acarició suavemente y susurró en la hierba.