SEIS

El miércoles por la mañana, Joshua Rhinehart emprendió el corto vuelo a San Francisco en su propio «Cessna Turbo Skylane RG». Era una delicia de avión con una velocidad de crucero de ciento setenta y tres nudos y un alcance de más de mil quinientos kilómetros.

Había empezado a tomar clases de vuelo hacía tres años, poco después de la muerte de Cora. Durante gran parte de su vida, había soñado con ser piloto; pero nunca encontró tiempo para aprender, hasta que cumplió cincuenta y ocho años. Cuando Cora fue arrebatada de su lado de forma tan inesperada, vio que era un imbécil, un imbécil que creía que la muerte era una desgracia que sólo caía sobre otra gente. Había pasado su vida como si poseyera inacabables reservas de ella, como si pudiera gastar y gastar, vivir y vivir, para siempre. Pensó que disponía de todo el tiempo del mundo para llevar a cabo aquellos soñados viajes a Europa y a Oriente, todo el tiempo del mundo para descansar y viajar y divertirse; por consiguiente, siempre iba aplazando los cruceros y las vacaciones, las retrasaba hasta que su despacho de abogado quedara bien cimentado, y hasta que las hipotecas sobre sus adquisiciones de terrenos estuvieran pagadas, y después hasta que su negocio de viñedos rindiera en firme, y luego… Y entonces, a Cora se le acabó el tiempo. La añoraba con desesperación, y todavía sentía remordimiento cuando pensaba en todas las cosas que había ido aplazando demasiado. Cora y él habían sido muy felices; en muchos aspectos habían disfrutado juntos de una vida buena en extremo, una vida excelente desde todos los puntos de vista. Jamás habían carecido de nada… ni comida, ni techo, ni de una buena ración de lujos. Siempre dispusieron de dinero suficiente. Pero nunca de suficiente tiempo. No podía dejar de pensar en lo que pudo haber sido. No podía devolver a Cora a la vida; pero, al menos, estaba decidido a poner las manos sobre todo el gozo que pudiera en lo que le quedaba de vida. Porque nunca había sido gregario y porque sentía que nueve de cada diez personas eran dolorosamente ignorantes o malas, incluso ambas cosas; la mayor parte de su placer se cifraba en aficiones solitarias; no obstante, y pese a su preferencia por la soledad, todas aquellas satisfacciones eran menos intensas de lo que hubieran sido de haber podido compartirlas con Cora. Volar era una de las pocas excepciones a la regla. En su «Cessna», muy alto por encima de la tierra, se sentía como liberado de todas las trabas, no sólo de la sujeción a la ley de la gravedad, sino de las cadenas de nostalgia y remordimiento.

Refrescado y revigorizado por el vuelo, Joshua aterrizó en San Francisco poco después de las nueve. No había transcurrido una hora, cuando se encontraba en el «First Pacific United Bank», estrechando la mano de Mr. Ronald Preston, con el que había hablado por teléfono el martes por la tarde.

Preston era vicepresidente del Banco y tenía un despacho suntuoso. El tapizado era de piel auténtica y la madera de teca bruñida. Era un despacho acolchado, lustroso, rico.

Por el contrario, Preston era alto y flaco; parecía frágil y quebradizo. Estaba muy tostado por el sol y su bigotito se hallaba perfectamente recortado. Hablaba demasiado deprisa, y sus manos saltaban en gestos rápidos, una tras otra, como una máquina en pleno cortocircuito, desprende chispas. Se hallaba muy nervioso.

También era eficiente. Había preparado un informe detallado sobre las cuentas de Bruno Frye, dedicando varias páginas a cada uno de los cinco años que éste había trabajado con el «First Pacific United». El informe contenía una lista de los depósitos y del dinero retirado, otra lista de las fechas en que Frye había visitado su caja de depósito, fotocopias claras del movimiento mensual de sus cuentas, sacadas del archivo de microfilmes, y copias similares de cada cheque extendido sobre la cuenta.

—A primera vista —explicó Preston—, podría parecer que no le he dado copias de todos los cheques que extendió Mr. Frye. Pero permítame que le asegure que lo he hecho. Lo que ocurre es que no hubo muchos. Entraba y salía mucho dinero de esa cuenta; pero, durante los primeros tres años y medio, Mr. Frye sólo extendía dos cheques por mes. Este último año y medio, han sido tres cheques cada mes, y siempre al mismo destinatario.

Joshua no se molestó en abrir la carpeta.

—Lo repasaré más tarde. Ahora mismo, lo que quiero es interrogar a la cajera que entregó el dinero de la cuenta corriente y de la de ahorros.

Había una mesa de conferencias, redonda, en un extremo de la estancia.

Seis cómodas butacas tapizadas estaban distribuidas a su alrededor. Éste fue el lugar elegido por Joshua para su interrogatorio.

Cinthya Willis, la cajera, era una mujer de color, cercana a la cuarentena, segura de sí y bastante atractiva. Llevaba una falda azul y una impecable blusa blanca; llevaba el cabello perfectamente arreglado y las uñas bien recortadas y pulidas. Su porte era una mezcla de orgullo y gracia, y se sentó muy erguida cuando Joshua le indicó la butaca frente a él.

Preston siguió ante su mesa, silencioso e inquieto.

Joshua abrió el sobre que había traído y sacó de él quince fotografías de gente que vivía o había vivido en Santa Helena. Las extendió encima de la mesa y dijo:

—Miss Willis…

—Mrs. Willis —le corrigió.

—Perdóneme. Mrs. Willis, quiero que mire cada una de estas fotografías y me diga cuál es la de Bruno Frye. Pero sólo después de haberlas contemplado todas.

Las examinó en un minuto y separó dos:

—Ambas son de él.

—¿Está segura?

—Por completo. No ha sido una gran prueba. Las otras trece no se le parecen nada.

Había hecho un trabajo excelente, mucho mejor de lo que él había esperado. Muchas de las fotografías eran borrosas, y algunas tomadas con muy mala luz. Joshua utilizaba a sabiendas fotografías deficientes para hacer más difícil la identificación; pero Mrs. Willis no vaciló. Y aunque dijo que las otras trece no se parecían a Frye, algunas sí se le parecían, un poco. Joshua había elegido gente que recordara a Frye, por lo menos cuando la cámara enfocaba mal; pero este truco no había engañado a Cinthyia Willis; ni tampoco la trampa de incluir dos fotografías de Frye, dos cabezas, muy distintas una de otra.

Golpeando las dos fotos con el índice, Mrs. Willis dijo:

—Éste es el hombre que vino al Banco el jueves pasado por la tarde.

—El jueves por la mañana —aclaró Joshua— lo mataron en Los Ángeles.

—No lo creo —dijo con firmeza—. Tiene que haber algún error.

—Vi su cuerpo —insistió Joshua—. Lo enterramos en Santa Helena el pasado domingo.

—Entonces han enterrado a alguien que no era él. —Meneó la cabeza con gesto negativo—. Han enterrado a otro hombre.

—Conocía a Bruno Frye desde que tenía cinco años —porfió Joshua—. No podía equivocarme.

—Y yo sé lo que vi —declaró Mrs. Willis, correcta pero obstinada.

No miró a Preston. Tenía demasiado orgullo para adaptar sus respuestas a sus requerimientos. Ella sabía que era una trabajadora eficiente y no le tenía miedo a su jefe. Estirándose aún más de lo que estaba, dijo:

—Mr. Preston tiene derecho a su opinión; pero después de todo, no vio al hombre. Yo sí. Era Mr. Frye. En los últimos cinco años, ha estado viniendo al Banco dos o tres veces al mes. Siempre hace un depósito por lo menos de dos mil dólares en su cuenta corriente, a veces hasta tres mil dólares; pero siempre en efectivo. Dinero contante y sonante. No es corriente. Sólo por eso ya había que fijarse en él. Y, además, por su aspecto, con toda esa musculatura y…

—Pero no siempre haría sus depósitos en su ventanilla.

—No siempre —admitió—. Pero sí la mayor parte de las veces. Y yo juro que fue él quien retiró ese dinero el jueves. Si lo conoció bien, Mr. Rhinehart, debe saber que no hacía falta verlo para tener la seguridad de que era él. Lo habría reconocido con los ojos vendados por su extraña voz.

—Una voz puede imitarse —observó Preston, entrando por primera vez en la conversación.

—No ésa —declaró Mrs. Willis.

—Podría imitarse —corroboró Joshua—, pero no sería fácil.

—Y los ojos —prosiguió Mrs. Willis—. Eran casi tan extraños como su voz.

Intrigado por la observación, Joshua se inclinó hacia ella y preguntó:

—¿Qué tenían sus ojos?

—Eran fríos. Y no sólo por su color gris azulado. Eran ojos muy fríos, duros. Y la mayor parte del tiempo parecía ser incapaz de mirarte directamente. Sus ojos se desviaban, como si temiera que se leyeran sus pensamientos o algo. Pero también, todas las veces que, de tarde en tarde, te miraba con fijeza, aquellos ojos daban la sensación de que uno estaba mirando a…, bueno…, a alguien que no estaba del todo bien de la cabeza.

Preston, siempre un banquero diplomático, se apresuró a decir:

—Mrs. Willis, estoy seguro de que Mr. Rhinehart desea que se atenga a los datos objetivos del caso. Si incluye sus opiniones personales sólo servirán para oscurecer el resultado y hacer su trabajo más difícil.

Mrs. Willis meneó la cabeza:

—Lo único que sé es que el hombre que estuvo aquí el pasado jueves tenía estos mismos ojos.

A Joshua le impresionó la observación porque, también él, había pensado con frecuencia que los ojos de Bruno revelaban un alma atormentada. En las pupilas de aquel hombre había una mirada de miedo, una mirada obsesionada…, pero también una maldad glacial, dura, que Cinthya Willis había notado.

Durante treinta minutos más, Joshua la interrogó acerca de una serie de cosas; entre ellas detalles sobre el hombre que había retirado el dinero de Frye, el sistema habitual que se seguía cuando se retiraban grandes cantidades en efectivo, el método seguido el pasado jueves, la naturaleza del documento de identidad que el impostor había mostrado; la vida doméstica de la interrogada, su marido, sus hijos, el expediente de su empleo, su situación económica actual, y otra media docena de cosas más. Fue duro con ella, incluso desagradable cuando creía que eso ayudaría a su causa. Desesperado ante la idea de las semanas extra que tendría que dedicar a la herencia Frye por culpa de este nuevo incidente, ansioso por encontrar una rápida solución al misterio, buscaba un motivo para acusarla de complicidad en el saqueo de las cuentas de Frye; pero al final no encontró nada. En verdad, cuando dejó de interrogarla, descubrió que le gustaba mucho y que confiaba en ella. Incluso llegó al extremo de excusarse por sus modales bruscos y a veces incisivos, lo cual era muy raro en él.

Después de que Mrs. Willis volvió a su jaula de cajera, Roland Preston hizo pasar a Jane Symmons. Se trataba de la mujer que había acompañado al sosias de Frye al sótano, a las cajas de depósito. Era una pelirroja de ojos verdes, nariz respingona y carácter quisquilloso. Su voz quejumbrosa y sus respuestas petulantes despertaron los peores instintos en Joshua; pero, cuanto más pesado se ponía, más se picaba ella. No encontró a Jane Symmons tan equilibrada como Cinthya Willis, y no le gustó tanto como la negra. Y no le pidió perdón. Pero estaba seguro de que era sincera como Mrs. Willis, por lo menos en aquel asunto.

Cuando Jane Symmons salió del despacho, Preston preguntó:

—Bien. ¿Qué piensa?

—Que no es probable que ninguna de las dos haya tenido que ver con la estafa.

Preston sintió alivio, pero trató de disimularlo:

—Ésa es también nuestra opinión.

—Pero el hombre que se hace pasar por Frye debe tener un asombroso parecido con él.

—Miss Symmons es una joven muy astuta. Si dice que era igual a Frye es que el parecido debe ser en verdad asombroso.

—Miss Symmons es una pesada de lo más correoso —protestó Joshua—. Si fuera el único testigo, me sentiría perdido.

Preston parpadeó sorprendido.

—No obstante —continuó Joshua—, su Mrs. Willis es una aguda observadora. Y lista como un demonio. Gran confianza en sí misma sin afectación. Si yo estuviera en el lugar de usted, la ascendería a algo más que cajera.

Preston carraspeó:

—Bueno… ¿Y ahora qué?

—Quiero ver el contenido de la caja de depósito.

—Supongo que no tendrá la llave.

—No. Todavía no ha vuelto de entre los muertos para entregármela.

—Pensé que podía haberla hallado entre sus cosas desde que hablé con usted, ayer.

—¿Pero cómo la conseguiría? —se preguntó Preston—. Si se la entregó Mr. Frye, esto cambia las cosas. Modificaría la posición del Banco. Si Mr. Frye conspiró con un doble para retirar fondos…

—Mr. Frye no podía conspirar. Estaba muerto. ¿Vamos a ver ahora lo que hay en la caja?

—Sin las dos llaves, habrá que descerrajarla.

—Por favor, que lo hagan —dijo Joshua.

Treinta y cinco minutos después, Joshua y Preston se encontraban en el segundo sótano del Banco mientras el mecánico sacaba la destrozada cerradura y, poco después, arrancó de la pared la caja entera. Se la entregó a Ronald Preston y éste se la dio a Joshua.

—Lo habitual —advirtió Preston algo envarado— sería acompañarle a uno de nuestros cubículos privados, a fin de que pudiera revisar el contenido sin ser observado. No obstante, como existe la tremenda posibilidad de que hubiera ciertos valores que han sido ilegalmente retirados, y como el Banco podría encontrarse ante un juicio por ello, debo insistir en que abra la caja en mi presencia.

—No tiene el menor derecho legal para exigir semejante cosa —objetó Joshua con acritud—. Pero no tengo la intención de fastidiar a su Banco con una reclamación judicial, así que satisfaré su curiosidad ahora mismo.

Joshua levantó la tapa de la caja. Dentro, había un sobre blanco, nada más. Lo sacó. Entregó a Preston la caja de metal vacía y abrió el sobre. Extrajo de él una hoja de papel, blanca, escrita a máquina, fechada y firmada.

Era lo más extraño que Joshua había leído jamás. Parecía haber sido escrita por un hombre en pleno delirio.

Jueves, 25 de setiembre.

A quien pueda interesar:

Mi madre, Katherine Anne Frye, falleció hace cinco años; pero sigue volviendo a la vida en otros cuerpos nuevos. Ha encontrado el medio de salir de la tumba, y trata de apoderarse de mí. Vive en Los Ángeles, bajo el nombre de Hilary Thomas.

Esta mañana, me apuñaló y morí en esa ciudad. Me propongo volver allá y matarla antes de que vuelva a matarme. Porque si me mata por dos veces, me quedaré muerto. No dispongo de su magia. No puedo volver de la tumba. No si me mata por dos veces.

¡Me siento tan vacío, tan incompleto! ¡Me dio muerte y ya no soy del todo yo!

Dejo esta nota para el caso de que vuelva a ganar. Hasta que no muera por dos veces, ésta es mi pequeña guerra, mía y de nadie más. No puedo dejarme ver y pedir protección policial. Si lo hiciera, todo el mundo sabría lo que soy y quién soy. Todo el mundo sabrá lo que he estado ocultando durante toda mi vida, y entonces me matarán a pedradas. Pero si vuelve a cogerme, entonces no importará que se sepa lo que soy, porque ya estaré muerto por dos veces. Si vuelve a encontrarme, quienquiera que descubra esta carta debe cargar con la responsabilidad de atraparla.

Deben cortarle la cabeza y llenarle la boca de ajos; sacarle el corazón y atravesarlo con una estaca de madera. Entierren la cabeza y el corazón en cementerios diferentes. No es un vampiro. Pero creo que estas cosas pueden funcionar con ella. Si la matan de este modo, es posible que permanezca muerta.

Vuelve siempre de entre los muertos.

Al pie de la carta, y en tinta, había una perfecta imitación de la firma de Bruno Frye. Por supuesto, tenía que ser una imitación. Frye ya estaba muerto cuando se escribieron esas líneas.

A Joshua se le erizó el cogote; y, por alguna razón, se acordó del viernes por la noche: cuando salía de la funeraria de Avril Tannerton, al encontrarse en la noche cerrada del exterior, aquella certeza de que allí cerca había algo peligroso, presintiendo una presencia maligna en la oscuridad, algo agazapado, esperando.

—¿De qué se trata? —preguntó Preston.

Joshua le tendió la carta.

Preston la leyó y se quedó estupefacto:

—¡Pero qué diablos!

—Debió ser depositada en la caja por el impostor que vació las cuentas —observó Joshua.

—¿Pero cómo pudo hacer tal cosa?

—Quizá sea una burla —explicó Joshua—. Pero sea quien sea el autor, es evidente que disfruta con un buen cuento de terror. Sabía que descubriríamos su saqueo de las cuentas, así que decidió, además, burlarse de nosotros.

—Pero es tan… extraño. Quiero decir, uno esperaría una nota vanagloriándose, algo que nos pudiera restregar por la cara. ¡Pero esto! No da la impresión de que sea obra de un bromista. ¡Aunque es terrorífico e insensato, parece que se expresa tan… en serio!

—Si supone que no se trata sólo de una burla, ¿qué es lo que cree? ¿Está sugiriendo que Bruno Frye escribió esta carta y la metió en la caja después de morir?

—Bien…, no. Claro que no.

—¿Entonces qué?

El banquero miró la carta que aún tenía en las manos:

—Yo diría que este impostor, este hombre tan asombrosamente parecido a Mr. Frye, que habla como Mr. Frye, que lleva un permiso de conducir a nombre de Mr. Frye, este hombre que sabía que Mr. Frye tenía cuenta en el «First Pacific United»… este hombre no solamente simula ser Mr. Frye. Cree realmente ser Mr. Frye —miró a Joshua—. No puedo admitir que un vulgar ladrón, con mentalidad de bromista, compusiera semejante carta. Se trata de auténtica locura.

Joshua asintió:

—Me temo que tengo que darle la razón. ¿Pero de dónde ha salido este individuo? ¿Quién es? ¿Cuánto tiempo lleva por ahí? ¿Sabía Bruno que existía este hombre? ¿Por qué el doble de Bruno compartiría el obsesivo temor y odio hacia Katherine Frye? ¿Cómo podían ambos hombres sufrir el mismo pánico…, la creencia de que había regresado de entre los muertos? Hay millares de preguntas. Es enloquecedor.

—En efecto —asintió Preston—. Y no tengo ninguna respuesta que darle. Pero me atrevo a hacerle una sugerencia. Esa Hilary Thomas debería ser advertida de que se encuentra en grave peligro.

Después del entierro de Frank Howard, que se celebró con los mayores honores policiales, Tony y Hilary cogieron el vuelo de las once cincuenta y cinco desde Los Ángeles. Hilary se esforzó por ser agradable y divertida mientras iban hacia el Norte, porque se daba cuenta de que el sepelio había deprimido a Tony y le había traído nuevos recuerdos del tiroteo del lunes por la mañana. En un principio, estaba derrumbado en su asiento, pensativo, contestándole apenas. Pero un momento después, pareció notar su determinación por animarle y, quizá porque no quería que su esfuerzo pareciera despreciado, recobró su perdida sonrisa y empezó a salir de su depresión. El avión aterrizó puntual en San Francisco International Airport; pero el vuelo de las dos a Napa había sido retrasado a las tres debido a pequeños fallos técnicos.

Con tiempo sobrante, almorzaron en el restaurante del aeropuerto, con una preciosa vista sobre las pistas. El café, sorprendentemente bueno, era lo único recomendable del lugar; los emparedados parecían de goma y las patatas fritas chorreaban aceite.

A medida que se acercaba la hora de su vuelo a Napa, Hilary empezó a sentir miedo. Minuto a minuto, se fue poniendo más aprensiva. Tony se fijó en el cambio.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé bien. Sólo que siento…, bueno, quizás estamos obrando mal. A lo mejor vamos derechos a la guarida del león.

—Frye está en Los Ángeles. No tiene formar de saber que te vas a Santa Helena —observó Tony.

—¿Lo crees?

—¿Sigues convencida de que es sobrenatural, una mezcla de fantasma, espíritu y yo qué sé?

—No excluyo nada.

—Al final encontraremos una explicación lógica.

—La encontremos o no, yo tengo la sensación…, una premonición.

—¿Una premonición de qué?

—De que se acercan cosas peores.

Después de una comida rápida, y sin embargo excelente, en el «First Pacific United Bank» en el comedor privado de ejecutivos, Joshua Rhinehart y Ronald Preston se reunieron con diversos funcionarios federales y de la Banca estatal en el despacho del director. Los burócratas eran aburridos, mal preparados y claramente negados; pero Joshua los toleró, respondió a sus preguntas, llenó sus formularios, porque era su deber servirse del sistema de seguros federal para recuperar los fondos robados de la hacienda Frye.

Cuando se iban los burócratas, llegó Warren Sackett, un agente del FBI. Como el dinero había sido robado de una institución financiera de protección federal, el crimen entraba de lleno en la jurisdicción del FBI. Sackett, un hombre alto, de facciones acusadas, concentrado, se sentó a la mesa de juntas al lado de Preston y Joshua, y sacó el doble de información que aquel hatajo de burócratas en la mitad del tiempo que éstos habían necesitado. Informó a Joshua de que se haría una detallada información de sus movimientos como parte de la investigación; pero Joshua ya lo sabía y no tenía motivos para temerla. Sackett confirmó que Hilary Thomas podía estar en peligro y tomó la responsabilidad de informar a la Policía de Los Ángeles de la extraordinaria situación recién surgida, así que, tanto el Departamento de Policía como la oficina del FBI de Los Ángeles, debían prepararse para vigilarla.

Aunque Sackett era correcto, meticuloso y eficiente, Joshua comprendió que el FBI no iba a resolver el caso en pocos días… A menos que el impostor de Bruno Frye entrara en su oficina y confesara. Esto para ellos no era un asunto urgente. En un país plagado de grupos terroristas, de familias del crimen organizado y políticos corrompidos, los recursos del FBI no podían volcarse en un pequeño caso de dieciocho mil dólares. Era más que probable que Sackett fuera el único agente dedicado por completo a él. Empezaría despacio, investigando a todos los implicados; luego, llevaría a cabo una revisión exhaustiva de los Bancos de California del Norte, para ver si Bruno Frye tenía otras cuentas secretas. Sackett tardaría uno o dos días en ir a Santa Helena. Y, si no empezaba a hallar pistas en la primera semana, o en diez días, a partir de entonces llevaría el caso en régimen de media jornada.

Cuando el agente terminó de hacer preguntas, Joshua se volvió a Preston y le dijo:

—Señor, confío en que los dieciocho mil dólares le serán entregados a corto plazo.

—Bueno… —Preston se acarició nervioso el cuidado bigotito—. Tendremos que esperar a que el CIFD apruebe la reclamación.

Joshua miró a Sackett:

—¿Me equivoco al suponer que el CIFD esperará a que usted pueda asegurarles que ni yo ni ningún beneficiario de la herencia ha conspirado para retirar esos dieciocho mil dólares?

—Podría ser —asintió Sackett—. Después de todo, éste es un caso de lo más insólito.

—Pero quizá transcurra mucho tiempo antes de que pueda darles tal seguridad —observó Joshua.

—No les haremos esperar más allá de un tiempo razonable. Como máximo tres meses.

—¡Yo que esperaba zanjar este asunto enseguida! —suspiró Joshua.

Sackett se encogió de hombros:

—Quizá no necesite tres meses. Todo podría resolverse deprisa. Nunca se sabe. Dentro de un día o dos, podría incluso descubrir a ese individuo que es un doble de Frye. Entonces podré dar luz verde al CIFD.

—Pero no cuenta con resolverlo deprisa.

—La situación es tan peculiar que no me es posible comprometerme.

—¡Maldición! —masculló Joshua.

Unos minutos más tarde, cuando Joshua cruzaba el fresco vestíbulo de suelo de mármol para salir del Banco, Mrs. Willis lo llamó. Estaba de servicio en la jaula del cajero. Se acercó a ella.

—¿Sabe lo que haría yo si estuviera en su lugar?

—¿Qué haría? —dijo Joshua.

—Lo desenterraría. Al hombre que enterraron. Sáquenlo.

—¿A Bruno Frye?

—No enterraron a Bruno Frye —se obstinó Mrs. Willis, apretó los labios y movió la cabeza de derecha a izquierda, muy seria—. No. Si hay un doble de Mr. Frye, no es el que se está paseando por ahí. El doble está bajo dos metros de tierra, con una losa de granito por sombrero. El verdadero Mr. Frye estuvo aquí el jueves. Lo juraré ante cualquier tribunal. Apostaría mi vida.

—¿Pero, si no fue Frye el que mataron en Los Ángeles, entonces dónde está ahora el verdadero Frye? ¿Por qué huyó? ¿Qué es lo que está pasando? ¡En nombre de Dios!

—Yo no lo sé. Yo sólo sé lo que vi. Desentiérrelo, Mr. Rhinehart. Estoy segura de que se encontrará con que han sepultado a otro.

A las tres y veinte del miércoles por la tarde, Joshua aterrizó en el aeropuerto del condado, en las afueras de Napa. La ciudad, con una población de cuarenta y cinco mil habitantes, estaba lejos de ser una urbe importante, y participaba hasta tal punto del ambiente rural del país del vino, que parecía más pequeña y más recogida de lo que realmente era; no obstante, para Joshua, que llevaba tiempo acostumbrado a la paz rural de la pequeña Santa Helena, Napa resultaba tan ruidosa y molesta como San Francisco, y ansiaba salir del lugar.

Su coche se hallaba aparcado en el solar público junto al aeropuerto donde lo había dejado por la mañana. No fue a casa ni a su despacho. Condujo directamente a la mansión de Bruno Frye.

Generalmente, Joshua apreciaba mucho la increíble belleza natural del valle. Pero hoy no. Ahora iba conduciendo sin fijarse en nada hasta llegar a la propiedad de los Frye.

Parte de los «Viñedos Shade Tree», el negocio familiar de la extinguida familia, ocupaba una tierra negra y fértil, llana; pero la mayoría estaba extendida al pie de las suaves colinas al lado oeste del valle. La bodega, la sala pública de catadores, las enormes naves y los demás edificios de la compañía, todos ellos estructuras de piedra y roble que parecían salir del suelo, se encontraban situados en una gran meseta elevada, cerca del extremo oeste de las posesiones de los Frye. Todos los edificios daban al Este, a través del valle, hacia extensas zonas de viñedos en serie, y todos ellos estaban construidos de espaldas a un risco de más de cincuenta metros de altura, que se había formado en la época lejana en que un movimiento de la tierra había cortado un lado de la última colina en la base de la vertiginosa altura de las Mayacamas Mountains.

Por encima del risco, sobre la aislada cima, se alzaba la casa que Leo Frye, el padre de Katherine, había construido cuando llegó al país del vino, en 1918. Leo había sido un taciturno de estilo prusiano, que valoraba su intimidad más que ninguna otra cosa. Buscó un sitio que le proporcionara una amplia vista del pintoresco valle y además absoluto aislamiento. La propiedad de la cima del risco era lo que deseaba. A pesar de que Leo ya era viudo en 1918, y aunque sólo tenía una hija pequeña y no pensaba, a la sazón, en otro matrimonio, mandó construir sobre el risco una gran casa victoriana de doce habitaciones, un lugar con muchos ventanales y hastiales, así como diversos adornos arquitectónicos. Daba sobre el lagar, que había montado después en la meseta, a sus pies; y sólo había dos medios para llegar a ella. El primero era por una especie de funicular aéreo, un sistema hecho de cables, poleas, motores eléctricos y una cabina de cuatro plazas que le llevaba desde la estación de abajo, una esquina del segundo piso de la bodega principal, a la estación de arriba, situada un poco al norte de la casa del acantilado. El segundo era por una escalera doble en zigzag fijada a la cara del acantilado. Esos trescientos veinte peldaños estaban previstos únicamente para cuando el tranvía aéreo no funcionaba… y nada más que en el caso de que no fuera posible esperar hasta que se hiciera la reparación. La casa no era sólo apartada: era remota.

Cuando Joshua salió de la carretera y enfiló una larga avenida particular que conducía a la bodega «Shade Tree», trató de recordar todo lo que sabía sobre Leo Frye. Era muy poco. Katherine casi nunca hablaba de su padre, y Leo no había dejado muchos amigos.

Dado que Joshua no había llegado al valle hasta 1945, pocos años después de la muerte de Leo, jamás conoció al hombre; pero había oído suficientes historias acerca de él para formarse una idea del tipo de mentalidad que ansiaba la excesiva intimidad que representaba aquella casa del acantilado. Leo Frye había sido frío, severo, sombrío, dueño de sí, obstinado, capaz, un poco egomaníaco y un autoritario de mano de hierro. Se parecía a un señor feudal de una época lejana, un aristócrata medieval que prefería vivir en un castillo bien fortificado, fuera del alcance de una chusma desastrada y sucia.

Katherine había seguido viviendo en la casa después de la muerte de su padre. Crió a Bruno en aquellas estancias de techos elevados, un mundo muy alejado de los contemporáneos del niño, un mundo Victoriano de altos arrimaderos de madera, papel floreado y molduras; taburetes y relojes de chimenea y manteles de encaje. En verdad, madre e hijo vivieron juntos hasta que él cumplió treinta y cinco años, cuando Katherine murió de enfermedad cardíaca.

Ahora, al acercarse Joshua por el largo camino macadamizado que llevaba a la bodega, alzó la vista por encima de los edificios de piedra y madera. Levantó los ojos a la gran casa que dominaba como un gigante de piedra sobre el risco.

Era extraño que un hombre mayor viviera con su madre como vivió Bruno con Katherine. Naturalmente, había habido rumores, especulaciones. La opinión general en Santa Helena era que Bruno sentía poco o ningún interés por las muchachas, que su pasión y afecto se dirigía en secreto hacia los jóvenes. Se suponía que satisfacía sus deseos en sus visitas ocasionales a San Francisco, lejos de la vista de sus vecinos vinateros. La posible homosexualidad de Bruno no era un escándalo en el valle. La gente local no malgastaba tiempo hablando de ello; en realidad no les importaba. Aunque Santa Helena era una ciudad pequeña, presumía de ser muy avanzada; la fabricación del vino lo hacía así.

Pero ahora Joshua se preguntaba si el consenso de la opinión local sobre Bruno había sido equivocado. Considerando los extraordinarios acontecimientos de la semana pasada, empezaba a parecer como si el secreto del hombre hubiera sido mucho más negro e infinitamente más terrible que la mera homosexualidad.

Después del entierro de Katherine, profundamente sacudido por su muerte, Bruno se marchó de la casa del risco. Recogió su ropa, así como gran colección de pinturas, esculturas de metal y libros, que había ido adquiriendo por propia iniciativa; pero dejó tras él todo lo que pertenecía a Katherine. Sus ropas quedaron colgadas de los roperos y dobladas en los cajones. Sus muebles antiguos, pinturas, porcelanas, cristal, cajas de música, cajitas de esmalte…, todo aquello podía haber sido vendido en pública subasta por una cantidad sustancial. Pero Bruno insistió en que cada objeto debía dejarse donde lo había puesto Katherine, sin cambiarlo, sin tocarlo. Cerró las ventanas, corrió persianas y cortinas, cerró con llave los postigos exteriores de la primera y la segunda plantas, así como las puertas; y selló, por decirlo así, el lugar, como si fuera una tumba en la que podía guardar para siempre el recuerdo de su madre adoptiva.

Cuando Bruno alquiló un piso y empezó a hacer planes para edificar una nueva casa en los viñedos, Joshua trató de persuadirle de que era una locura dejar abandonado y sin cuidado alguno el contenido de la casa del risco. Bruno insistió en que la casa era segura y que su soledad la hacía una meta improbable para los ladrones… Y, además, los robos eran un delito casi desconocido en el valle. Los dos medios de ir a la casa, la escalera en zigzag y el funicular aéreo, estaban muy adentrados en la propiedad de los Frye, detrás de las bodegas; y el tranvía sólo funcionaba con una llave. Y Bruno argumentó que nadie, excepto él y Joshua, conocían la cantidad de objetos de valor que se habían quedado en la casa. Bruno se mostró inflexible: las pertenencias de Katherine no podían tocarse; por fin, de mala gana y con cierto mal humor, Joshua se doblegó a los deseos de su cliente.

Por lo que Joshua sabía, nadie había estado en la casa del risco desde hacía cinco años, desde el día en que Bruno la dejó. El tranvía estaba bien cuidado, aunque la única persona que viajaba en él era Gilbert Ulman, un mecánico empleado para mantener en buen estado los camiones y aperos de granja de los «Viñedos Shade Tree»; Gil también tenía la obligación de revisar y reparar con regularidad el motor del funicular aéreo, lo cual no requería más que un par de horas al mes. Al día siguiente, o el viernes a más tardar, Joshua tendría que coger el aéreo y subir al risco para abrir la casa, cada puerta y cada ventana, a fin de airearla antes de que los tasadores de Los Ángeles y San Francisco llegaran el sábado por la mañana.

Pero, en aquel momento, Joshua no sentía el menor interés por el aislado reducto Victoriano de Leo Frye; lo que tenía que hacer ahora estaba en la casa, más moderna y más accesible, de Bruno. Al llegar al final del camino que conducía al aparcamiento público de las bodegas, giró a la izquierda, a una senda estrechísima que cruzaba las viñas bañadas de sol, en dirección sur. Las cepas se amontonaban a ambos lados del camino de tierra negra apisonada. Aquel camino le llevó colina abajo, a través de una cañada, a lo alto de otra cuesta, y terminó a unos doscientos metros de la bodega, en un claro donde se alzaba la casa de Bruno rodeada de viñedos por todas partes. Era una construcción de piedra y madera, grande, de una sola planta, tipo rancho, a la sombra de uno de los nueve robles gigantescos que salpicaban la propiedad y habían dado nombre a la compañía Frye.

Joshua salió del coche y anduvo hasta la puerta principal. Se veían unas pocas nubes blancas sobre un cielo azul eléctrico. El aire que bajaba de los pinares en las alturas de las Mayacamas, era seco y fresco.

Abrió la puerta, entró y se quedó un momento en la entrada, escuchando. No tenía la menor idea de lo que esperaba oír.

Quizá pasos.

O la voz de Bruno Frye.

Pero no había más que silencio.

Fue al otro extremo de la casa, a fin de llegar al estudio de Frye. La decoración demostraba que había adquirido la obsesiva necesidad de coleccionar y atesorar cosas hermosas. En algunas paredes, las bellas pinturas estaban colgadas tan cercanas entre sí que sus marcos se tocaban, y ni un solo cuadro podía exigir atención única en aquella exquisita locura de forma y color. Había vitrinas por todas parles, llenas de esculturas de cristal y bronce, pisapapeles de cristal y estatuillas precolombinas. Todas las estancias contenían exceso de muebles; pero cada pieza era un ejemplo sin par de su período y estilo. En el inmenso estudio se amontonaban quinientos o seiscientos libros raros, algunos ediciones limitadas, que habían sido encuadernados en piel; y en otra vitrina se veían varias docenas de figuritas talladas en diente de ballena; también había seis bolas de cristal, carísimas y sin tara, desde una del tamaño de una naranja, hasta otra como un balón de baloncesto; las demás eran de diferentes tamaños intermedios.

Joshua descorrió las cortinas de la ventana para que entrara un poco de luz, encendió una lámpara de cobre y se dejó caer en un moderno sillón de muelles, de oficina, tras una enorme mesa inglesa del siglo XVIII. De un bolsillo de la chaqueta, sacó la extraña carta encontrada en la caja de depósito del «First Pacific United Bank». Era en realidad una fotocopia; Warren Sackett, el agente del FBI insistió en quedarse con el original. Joshua desdobló la copia y la apoyó donde pudiera verla bien. Se volvió a la mesita auxiliar de la máquina de escribir, que estaba al lado de la gran mesa, se la acercó a las rodillas, puso una hoja de papel limpia en el rodillo y rápidamente escribió la primera frase de la extraña comunicación.

Mi madre, Katherine Anne Frye, falleció hace cinco años, pero sigue volviendo a la vida en otros cuerpos nuevos.

Sostuvo la fotocopia junto a lo que había escrito y las comparó. El tipo de letra era el mismo. En ambas versiones, la parte baja de la «e» estaba completamente llena de tinta porque las teclas no se habían limpiado como era debido durante mucho tiempo. En ambas, la parte baja de la «a» también estaba llena, y la «d» se hallaba un poquitín más alta que las demás letras. La carta había sido escrita en el estudio de Bruno Frye, en la máquina de Bruno Frye.

El sosias, el que había aparentado ser Frye, el jueves pasado en el Banco de San Francisco, al parecer poseía una llave de la casa. ¿Pero de dónde la había sacado? La respuesta obvia era que Bruno se la había dado, lo que demostraba que el hombre era un empleado, un doble a sueldo.

Joshua se reclinó en el sillón y contempló la fotocopia de la carta. Una serie de cuestiones estallaron en su mente como fuegos artificiales. ¿Por qué Bruno había considerado necesario contratar a un doble? ¿Dónde había encontrado semejante sosias? ¿Desde cuándo trabajaba para él? ¿Qué era lo que hacía? ¿Y cuántas veces él, Joshua, había hablado con el individuo, creyendo que el hombre era realmente Frye? Con toda probabilidad en más de una ocasión. Quizá lo había visto con más frecuencia que al propio Bruno. No había forma de saberlo. ¿Había estado el doble aquí, en la casa, el jueves por la mañana, cuando Bruno había muerto en Los Ángeles? Era posible. Después de todo, allí había escrito la carta que dejó en la caja de depósito, allí fue, pues, donde se enteró de la noticia. ¿Pero cómo se había enterado tan pronto de la muerte? El cuerpo de Bruno fue encontrado junto a un teléfono público… ¿Cabía la posibilidad de que lo último que hiciera Bruno fuese llamar a su casa y hablar con su doble? Sí. Podía ser. Incluso resultaba probable. Habría que comprobar con la compañía telefónica. ¿Pero qué se habían dicho aquellos hombres mientras uno se moría? ¿Era concebible que compartieran la misma psicosis, la creencia de que Katherine había salido de la tumba?

Joshua se estremeció.

Dobló la carta y volvió a guardársela en el bolsillo.

Por primera vez, se dio cuenta de lo lóbregas que eran aquellas estancias, abarrotadas de muebles y de adornos caros, con las ventanas cubiertas por pesados cortinajes, suelos alfombrados en tonos oscuros… y de pronto el lugar le pareció más aislado que el refugio de Leo en lo alto del risco.

Un ruido. En otra habitación.

Joshua se quedó helado al rodear la mesa. Esperó, escuchó.

«Es mi imaginación», se dijo, tratando de tranquilizarse.

Recorrió rápidamente la casa hasta la puerta de entrada y descubrió que el ruido, en efecto, había sido imaginario. Nadie le iba a atacar. No obstante, cuando salió, cerró la puerta con llave y suspiró aliviado.

En el coche, camino de su despacho en Santa Helena, pensó en otras incógnitas. ¿Quién había muerto realmente la semana pasada en Los Ángeles? ¿Frye o su doble? ¿Cuál de los dos había estado en el «First Pacific United Bank» el jueves? ¿El verdadero o la suplantación? Mientras ignorara la verdad, ¿cómo podía liquidar la herencia? Tenía infinidad de preguntas; pero muy pocas respuestas.

Cuando unos minutos más tarde aparcó detrás de su oficina, se dio cuenta de que tendría que tomar seriamente en consideración el consejo de Mrs. Willis. Era preciso abrir la tumba de Bruno Frye y aclarar de una vez quién estaba enterrado en ella.

Tony y Hilary aterrizaron en Napa, alquilaron un coche y llegaron al cuartel general del sheriff de Napa County, el miércoles a las cuatro y veinte de la tarde. Aquello no era soñoliento como los despachos de sheriff que se ven en televisión. Un par de oficiales jóvenes y dos administrativos trabajaban activamente con ficheros y papeleo.

La recepcionista y secretaria del sheriff se sentaba ante una gran mesa metálica y se identificaba por una placa con su nombre frente a la máquina: MARSHA PELETRINO. Era una mujer de aspecto almidonado, de facciones severas; pero tenía la voz dulce, sedosa y sensual. Su sonrisa era también más agradable y acogedora de lo que Hilary había esperado.

Cuando Marsha Peletrino abrió la puerta que separaba el área de recepción del despacho privado de Peter Laurenski y anunció que Tony y Hilary querían verle, Laurenski supo de inmediato quiénes eran y no trató de evitarles, como temían que podía hacer. Salió de su despacho y les estrechó la mano. Parecía turbado. Era obvio que no le gustaba la idea de tener que explicar por qué había proporcionado una coartada falsa a Bruno Frye el pasado miércoles por la noche; no obstante, y pese a su no disimulada turbación, les invitó a charlar.

Laurenski fue un poco decepcionante para Hilary. No era el desaliñado, gordo y mascador de puros, fácil de odiar, con cara de buen chico del lugar que ella había supuesto; tampoco el patán rendido ante el poder, capaz de mentir para proteger a un rico residente como Bruno Frye. Laurenski tendría unos treinta y tantos años; alto, rubio, aseado, sensato, amistoso y, al parecer, dedicado a su profesión, un buen defensor de la ley. Había bondad en sus ojos y una sorprendente dulzura en su voz. En cierto modo, recordaba a Tony. Las oficinas del sheriff eran habitaciones limpias y espartanas donde se trabajaba mucho y los que colaboraban con Laurenski, tanto los de uniforme como los de paisano, no eran amigos enchufados sino servidores públicos capaces y diligentes. Apenas transcurridos un par de minutos, comprendió que no iba a haber una respuesta sencilla al misterio Frye, ni ninguna conspiración obvia, de fácil solución.

En el despacho particular del sheriff, Hilary y Tony se sentaron en un viejo banco que unos almohadones de pana hacían más cómodo. Laurenski acercó una silla y se sentó en ella al revés, con los brazos cruzados sobre el respaldo.

Desarmó a sus visitantes yendo derecho al grano y mostrándose inflexible consigo mismo.

—Me temo haber sido menos que profesional en todo este asunto. He estado evitando responder a las llamadas de su Departamento.

—Por esa razón nos hallamos aquí —le dijo Tony.

—¿Es… una visita oficial? —preguntó Laurenski algo desconcertado.

—No. He venido como ciudadano particular, no como policía.

—Hemos sufrido una experiencia anormal y perturbadora en los dos días pasados —explicó Hilary—. Han ocurrido cosas increíbles, y esperamos que tenga alguna explicación para ellas.

Laurenski alzó las cejas:

—¿Algo más que el ataque de Frye contra usted?

—Se lo vamos a contar —dijo Tony—. Pero antes nos gustaría saber por qué no ha contestado al Departamento de Policía.

Laurenski asintió ruborizado:

—Sencillamente, no sabía qué decir. Me porté como un loco respondiendo por Frye. Creo que tenía la esperanza de que todo se disipara.

—¿Y por qué respondió por él? —quiso saber Hilary.

—Es que…, verá…, yo creía que realmente estaba en casa aquella noche.

—¿Habló con él? —preguntó Hilary.

—No. —Laurenski se aclaró la garganta—. Le explicaré: cuando llegó la llamada aquella noche, la tomó el oficial de guardia, Tim Larson. Es uno de mis mejores hombres. Lleva siete años conmigo. Muy dedicado. Bien…, al ver que la Policía de Los Ángeles preguntaba por Bruno Frye, Tim pensó que debía llamarme y ver si yo quería ocuparme de ello, dado que Frye era uno de los personajes importantes del condado. Aquella noche yo estaba en casa. Era el cumpleaños de mi hija, una ocasión especial para mi familia y, por una vez, decidí evitar que mi trabajo se interpusiera en mi vida privada. Dispongo de tan poco tiempo para los niños…

—Comprendo —observó Tony—. Tengo la impresión de que está haciendo un buen trabajo por aquí. Y conozco bien la labor policial para saber que eso requiere bastante más de ocho horas diarias.

—Más bien doce horas diarias, seis o siete días por semana —contestó el sheriff—. En todo caso, Tim me llamó aquella noche y le dije que se ocupara él. Verá, en primer lugar, parecía una pregunta tan ridícula. Quiero decir, Frye era un hombre de negocios importante, incluso millonario. ¡Por el amor de Dios! ¿Iba a tirarlo todo por la borda tratando de violar a alguien? Así que le dije a Tim que se ocupara y me informara tan pronto supiera algo. Como les he dicho, es un agente muy competente. Antes de decidirse por una carrera de defensor de la ley, Tim había trabajado cinco años en la oficina principal de «Viñedos Shade Tree». Durante todo ese tiempo, vio a Frye casi cada día.

—¿Entonces fue el oficial Larson quien localizó a Frye el pasado miércoles por la noche?

—Sí. Me llamó a casa durante la fiesta. Dijo que Frye estaba en su domicilio, no en Los Ángeles. Así que contesté la pregunta de la Policía de Los Ángeles y empecé a ponerme en ridículo.

Hilary frunció el ceño:

—No lo comprendo. ¿Está diciendo que este Tim Larson le mintió?

Laurenski no deseaba contestar a esto. Se levantó y dio unos pasos, mirando al suelo, ceñudo. Por fin declaró:

—Confío en Tim Larson. Siempre he confiado en él. Es un buen hombre. Uno de los mejores. Pero eso es algo que no puedo explicarme.

—¿Tenía alguna razón para amparar a Frye? —preguntó Tony.

—¿Quiere decir si eran amigos? No. Nada parecido. Ni siquiera se conocían mucho. Solamente había trabajado para él. Y el hombre no le gustaba.

—¿Aseguró haber visto a Bruno Frye aquella noche? —insistió Hilary.

—A la sazón, supuse que lo había visto. Pero después, Tim pensó que podía identificar a Frye por teléfono y que no era necesario ir hasta allí en un coche patrulla para comprobarlo. Como debe saber, Bruno Frye tenía una voz única, muy peculiar.

—Así que Larson pudo haber hablado con alguien que cubría a Frye, alguien que sabía imitar su voz —comentó Tony.

—Eso es lo que dice Tim. Ésa es su excusa. Pero no encaja. ¿Quién podía haber sido? ¿Por qué iba a encubrirle por violación y asesinato? ¿Dónde está ahora? Además, la voz de Frye no era algo que pudiera imitarse fácilmente.

—¿Y cuál es su opinión? —preguntó Hilary.

—No sé qué pensar —confesó Laurenski—. He pensado en ello toda la semana. Quiero creer a mi agente. ¿Sin embargo, cómo puedo hacerlo? Algo raro está ocurriendo aquí… ¿Pero qué? Hasta que no pueda estar seguro he suspendido a Tim de empleo y sueldo.

Tony miró a Hilary, luego al sheriff.

—Cuando oiga lo que tenemos que decirle, me parece que podrá creer al agente Larson.

—Sin embargo —intervino Hilary—, seguirá sin entenderlo. Estamos mucho más envueltos que usted y seguimos sin saber lo que está pasando.

Y contó a Laurenski que Bruno Frye había estado en su casa, el martes por la mañana, cinco días después de su muerte.

En su despacho de Santa Helena, Joshua Rhinehart se sentó ante la mesa con un vaso de «Jack Daniel’s» etiqueta negra y revisó el informe que Ronald Preston le había entregado en San Francisco. Entre otras cosas, contenía fotocopias, claras, de los movimientos mensuales que se habían sacado de los microfilmes, así como copias similares del anverso y reverso de todos los cheques que Frye había extendido. Le sorprendió el hecho de que Frye mantuviera una cuenta secreta, escondida en un Banco de la ciudad con el que no tenía otro negocio. Joshua estaba convencido de que un examen de la relación proporcionaría claves que llevarían a la solución de la identidad del sosias.

En los primeros tres años y medio en que la cuenta había sido activa, Bruno había extendido dos cheques cada mes, nunca más, nunca menos. Y los cheques iban siempre a las mismas personas…, Rita Yancy y Latham Hawthorne…, nombres que no significaban nada para Joshua.

Por razones no especificadas, Mrs. Yancy había recibido quinientos dólares al mes. Lo único que Joshua pudo deducir de las fotocopias de los cheques era que Rita Yancy debía vivir en Hollister, California, porque depositaba cada uno de ellos en un Banco de esa ciudad.

Ninguno de los cheques para Latham Hawthorne era por la misma cantidad; iban de doscientos dólares a cinco o seis mil.

Aparentemente, Hawthorne vivía en San Francisco porque todos sus depósitos se hacían en la misma sucursal del «Wells Fargo Bank» de aquella ciudad. Los cheques de Hawthorne estaban todos endosados con un sello de caucho que decía:

SOLAMENTE COMO DEPÓSITO

EN LA CUENTA DE:

Latham Hawthorne

LIBRERO ANTICUARIO Y OCULTISTA

Joshua se quedó mirando fijamente la última palabra. Ocultista. Era obvio que se derivaba de la palabra «oculto» y que Hawthorne se proponía con ella describir su profesión, o por lo menos parte de ella, siendo la otra parte el negocio de libros raros. Joshua creía saber lo que significaba la palabra; pero no con exactitud.

Dos paredes de su despacho estaban forradas de libros de leyes y libros de referencia. Tenía tres diccionarios, y buscó «ocultista» en todos ellos. Los dos primeros no contenían el término, pero el tercero le dio una definición muy parecida a lo que había supuesto. Un ocultista era alguien que creía en los rituales y poderes sobrenaturales de diversas «ciencias ocultas», incluyendo, pero sin limitarse a ellas, astrología, quiromancia, magia negra, magia blanca, demonolatría y satanismo. Siempre según el diccionario, un ocultista podía ser también alguien que vendiera todos los objetos necesarios para dedicarse a cualquiera de estas extrañas aficiones…, libros, trajes, cartas, instrumentos mágicos, reliquias sagradas, hierbas raras, velas de sebo de cerdo y cosas así.

En los cinco años transcurridos entre la muerte de Katherine y su propia muerte, Bruno Frye había pagado más de ciento treinta mil dólares a Latham Hawthorne. Nada en ninguno de los cheques indicaba qué podía haber recibido a cambio de todo aquel dinero.

Joshua volvió a llenar su vaso de whisky y regresó a la mesa.

El informe sobre las cuentas secretas de Frye mostraba que había extendido dos cheques al mes en los primeros tres años y medio, y tres cheques en el año y medio restante. Uno a Rita Yancy, uno al doctor Nicholas W. Rudge. Todos los cheques para el doctor habían sido depositados en una sucursal de San Francisco, del «Banco de América», así que Joshua supuso que el médico vivía en esa ciudad.

Hizo una llamada a Información sobre la guía de San Francisco y otra respecto al código del área cuatrocientos ocho, en la que estaba el pueblo de Hollister. En menos de cinco minutos tenía los números de los teléfonos de Hawthorne, Rudge y Rita Yancy.

Llamó primero a la tal Yancy.

Contestó a la segunda llamada:

—Diga.

—¿Mrs. Yancy?

—Sí.

—¿Rita Yancy?

—En efecto. —Tenía la voz agradable, suave, melódica—. ¿Quién llama?

—Mi nombre es Joshua Rhinehart. Telefoneo desde Santa Helena. Soy el albacea testamentario del difunto Bruno Frye.

No obtuvo respuesta.

—¿Mrs. Yancy?

—¿Quiere decir que ha muerto? —preguntó.

—¿No lo sabía?

—¿Cómo iba a saberlo?

—Salió en los periódicos.

—Nunca leo los periódicos. —Su voz había cambiado; ya no era agradable; se había vuelto hosca y fría.

—Murió el jueves pasado.

Siguió silenciosa.

—¿Está usted bien?

—¿Qué quiere de mí?

—Bueno, como albacea una de mis obligaciones es averiguar si todas las deudas de Mr. Frye están pagadas antes de que la herencia se distribuya entre los herederos.

—¿Y qué?

—He descubierto que Mr. Frye le pagaba quinientos dólares mensuales, y pensé que podían ser plazos de algún tipo de deuda.

No obtuvo respuesta; pero la oía respirar.

—¿Mrs. Yancy?

—No me debe ni un céntimo.

—¿Entonces no estaba saldando una cuenta?

—No.

—¿Trabajaba para él de algún modo?

Notó que titubeaba. Luego: clic.

—¿Mrs. Yancy?

Ninguna respuesta. Sólo el zumbido de la línea vacía, y un lejano chisporroteo de parásitos.

Joshua volvió a marcar su número.

—Diga.

—Soy yo, Mrs. Yancy. Por lo visto se cortó.

¡Clic!

Pensó llamarla por tercera vez; pero llegó a la conclusión de que, si lo hacía, volvería a colgarle. No se comportaba demasiado bien. Era obvio que tenía un secreto, el cual había compartido con Bruno, y ahora trataba de ocultárselo a Joshua. Pero lo único que consiguió fue despertar su curiosidad. Estaba seguro de que cada una de las personas que cobraba a través de la cuenta del Banco de San Francisco tendría algo que contarle que le ayudaría a explicar la existencia de un doble de Bruno Frye. Si pudiera lograr que le hablaran, quizá conseguiría terminar pronto con la liquidación de la herencia.

Al dejar el teléfono, murmuró:

—No te escaparás de mí con tanta facilidad, Rita.

Mañana, volaría en el «Cessna» hasta Hollister y se enfrentaría con ella, en persona.

Ahora decidió llamar al doctor Rudge; pero se encontró con un contestador, y dejó un mensaje incluyendo en él los teléfonos de su casa y de su oficina.

En su tercera llamada tuvo suerte aunque no tanta como había esperado. Latham Hawthorne se hallaba en casa y dispuesto a hablar.

El ocultista tenía una voz nasal y un resto de acento inglés de clase alta.

—Le vendí bastantes libros —dijo Hawthorne en respuesta a una pregunta de Joshua.

—¿Nada más que libros?

—Eso mismo.

—Pero es mucho dinero sólo para libros.

—Era un cliente excelente.

—¿Pero ciento treinta mil dólares?

—Repartidos en casi cinco años.

—Sin embargo…

—La mayoría de ellos eran libros rarísimos, compréndalo.

—¿Estaría dispuesto a volverlos a comprar a la testamentaría? —preguntó Joshua tratando de averiguar si el hombre era totalmente sincero.

—¿Volver a comprarlos? Oh, sí, ya lo creo. Desde luego.

—¿Por cuánto?

—Bueno, no puedo decírselo con exactitud hasta que los vea.

—Mencione una cifra al azar. ¿Cuánto?

—Verá, si los libros han sido maltratados…, rotos o manchados, marcados o…, yo qué sé…, la cosa cambia.

—Digamos que están impecables. ¿Cuánto ofrecería?

—Si están en las mismas condiciones en que se hallaban cuando los vendí a Mr. Frye, estoy dispuesto a ofrecerle bastante más de lo que pagó por ellos. Muchos de los títulos de su colección han aumentado de valor.

—¿Cuánto?

—Es usted un hombre persistente.

—Es una de mis muchas virtudes. Vamos, Mr. Hawthorne, no le estoy pidiendo que se comprometa con una oferta en firme. Sólo una idea.

—Bien, si la colección contiene aún todos los libros que le vendí, y si están en perfecto estado…, yo diría…, contando con mi margen de beneficio, claro… alrededor de doscientos mil dólares.

—¿Volvería a comprar los mismos libros por setenta mil más de lo que recibió?

—Aproximadamente, sí.

—Es un gran aumento de valor.

—Porque son de gran interés —explicó Hawthorne—. Cada día hay más demanda en ese campo.

—¿Y cuál es el campo? ¿Qué clase de libros coleccionaba?

—¿No los ha visto?

—Creo que se hallan en las estanterías de su estudio. Muchos de ellos son libros muy antiguos, otros han sido encuadernados en piel. Pensé que serían libros corrientes. No tuve tiempo de mirarlos con detenimiento.

—Eran temas de ocultismo. Sólo vendo libros que tratan de lo oculto, en todas sus manifestaciones. Un gran porcentaje de mis mercancías son obras prohibidas, los que condenó la Iglesia o vetó el Estado en otras épocas, y no han vuelto a ser publicados por nuestros modernos y escépticos editores. También tengo ediciones limitadas. Mis clientes sobrepasan los doscientos. Uno de ellos es un caballero de San José que sólo colecciona libros sobre misticismo hindú. Una mujer, de Marin County, ha adquirido una enorme biblioteca sobre satanismo, incluyendo una docena de oscuros títulos que no han sido publicados más que en latín. Otra mujer, en Seattle, ha comprado virtualmente todo lo que se ha editado acerca de experimentos extracorporales. Puedo satisfacer cualquier gusto. No presumo cuando le digo que soy el vendedor más famoso y de más confianza sobre literatura oculta, que existe en este país.

—Pero seguro que no todos sus clientes gastan tanto como gastó Mr. Frye.

—No, claro que no. Hay sólo dos o tres como él, con su fortuna. Pero tengo unas cuantas docenas de clientes que presupuestan unos diez mil dólares al año para sus compras.

—Es increíble —exclamó Joshua.

—En realidad, no. Esta gente cree que están al borde de un gran descubrimiento, a punto de enterarse de algún secreto monumental, el secreto de la vida. Algunos de ellos persiguen la inmortalidad. Otros buscan hechizos y rituales que les proporcionen enorme riqueza y poder ilimitado sobre los demás. Son motivaciones muy persuasivas. Si realmente creen que unos cuantos conocimientos prohibidos van a proporcionarles lo que quieren, pagarán cualquier precio a fin de conseguirlo.

Joshua giró sobre su sillón y miró por la ventana. Unas nubes bajas y grises se arrastraban desde el Oeste por encima de las montañas Mayacamas, oscurecidas por el otoño, en dirección al valle.

—¿Y qué aspecto de lo oculto interesaba a Mr. Frye? —preguntó Joshua.

—Coleccionaba dos tipos de libros más o menos relacionados con el mismo tema general. Le fascinaba la posibilidad de comunicarse con los muertos. Sesiones, mesas que golpean, voces de espíritus, apariciones ectoplásmicas, amplificación de grabaciones del éter, escritura automática, esas cosas. Pero su máximo interés se centraba en la literatura sobre los muertos vivientes.

—¿Vampiros? —preguntó Joshua pensando en la extraña carta encontrada en la caja.

—Sí —le confirmó Hawthorne—. Vampiros, zombies, este tipo de criaturas. Nunca tenía suficientes libros sobre el tema. Naturalmente, no quiero decir que se interesara por las novelas de horror y el sensacionalismo barato. Sólo coleccionaba estudios serios… y cierta selección esotérica.

—¿Cuál?

—Bueno, por ejemplo…, en la categoría esotérica… pagó seis mil dólares por el Diario manuscrito de Christian Marsden.

—¿Y quién es Christian Marsden?

—Catorce años atrás, Christian Marsden fue detenido por el asesinato de nueve personas de San Francisco y sus alrededores. La prensa le llamó el vampiro de la «Golden Gate», porque siempre bebía la sangre de sus víctimas.

—¡Oh! —comentó Joshua.

—Y también las descuartizaba.

—Ah.

—Les cortaba los brazos, las piernas y las cabezas.

—Desgraciadamente lo recuerdo ahora. Un caso terrible.

Las nubes grises y sucias seguían rodando por encima de las montañas, al Oeste, acercándose inexorables a Santa Helena.

—Marsden escribió un Diario durante su año de alegres matanzas —explicó Hawthorne—. Es un trabajo curioso. Creía que un hombre muerto, llamado Adrian Trench, trataba de apoderarse de su cuerpo y volver a la vida a través de él. Marsden sentía que libraba de verdad una lucha constante y desesperada para controlar su propia carne.

—Así que cuando asesinaba, no era realmente él quien mataba, sino ese Adrian Trench.

—Eso es lo que escribió en su Diario —continuó Hawthorne—. Por alguna razón que nunca explicó, creía que el espíritu maligno de Adrian Trench necesitaba la sangre de otra gente para controlar el cuerpo de Marsden.

—Una historia lo bastante loca para presentar ante un tribunal en una sesión sobre demencia —comentó cínicamente Joshua.

—Marsden fue enviado a un manicomio. Seis años después murió en él. Pero no simulaba demencia a fin de escapar a una condena de cárcel. Creía con toda sinceridad que el espíritu de Adrian Trench trataba de echarlo de su propio cuerpo.

—Esquizofrenia.

—Probablemente —asintió Hawthorne—. Pero no creo que debamos dejar de lado la posibilidad de que Marsden se hallara sano y simplemente estuviera informando sobre un genuino fenómeno paranormal.

—Repítalo.

—Estoy sugiriendo que Christian Marsden pudo estar poseído de un modo o de otro.

—No lo dirá en serio.

—Como decía Shakespeare…, hay muchísimas cosas entre el cielo y la tierra que ni entendemos ni podemos entender.

Más allá del ventanal del despacho, las nubes de color pizarra seguían apresurándose hacia el valle, el sol se puso, más allá de las Mayacamas, y la oscuridad del otoño se extendió prematuramente sobre Santa Helena.

Mientras contemplaba cómo iba oscureciendo, Joshua preguntó:

—¿Por qué necesitaba tanto Mr. Frye el Diario de Marsden?

—Porque creía estar viviendo una experiencia similar a la suya.

—¿Quiere decir que Bruno pensaba que una persona muerta trataba de apoderarse de su cuerpo?

—No. No se identificaba con Marsden sino con sus víctimas. Mr. Frye creía que su madre, creo que se llamaba Katherine, había vuelto de entre los muertos en el cuerpo de alguien y que se proponía matarle. Tenía la esperanza de que el Diario de Marsden le diera algún indicio de cómo tratar con ella.

Joshua sintió como si acabaran de inyectarle en las venas una gran dosis de agua helada.

—Bruno jamás me lo mencionó.

—Oh, lo mantenía muy secreto. Soy probablemente la única persona a la que se lo contó. Confiaba en mí porque yo simpatizaba con su interés por lo oculto. Así y todo, sólo me lo dijo una vez. Creía con pasión que ella había regresado de entre los muertos, y le aterrorizaba la idea de ser su presa. Pero, más tarde, lamentó habérmelo contado.

Joshua se irguió en su sillón, asombrado, helado:

—Mr. Hawthorne, la semana pasada Mr. Frye intentó matar a una mujer en Los Ángeles.

—Sí, lo sé.

—Quiso matarla porque creía que ella era su madre escondida en un cuerpo nuevo.

—¿De veras? ¡Qué interesante!

—Santo Dios, señor. Usted sabía lo que rondaba por su cabeza. ¿Por qué no hizo usted algo?

Hawthorne permaneció frío y sereno:

—¿Y qué quería que hiciera yo?

—¡Decírselo a la Policía! Podían haberle interrogado, ver la posibilidad de que necesitara atención médica.

—Mr. Frye no había cometido ningún crimen. Además de esto, supone usted que se hallaba loco, y yo no estoy de acuerdo.

—Está bromeando —exclamó Joshua incrédulo.

—En absoluto. Quizá la madre de Frye saliera de la tumba para cogerle. Tal vez incluso lo consiguió.

—¡Por el amor de Dios, la mujer de Los Ángeles no era su madre!

—Quién sabe. Quizá no.

Aunque Joshua seguía sentado en su gran sillón del despacho y aunque el sillón permanecía firme sobre el suelo sólido, se sintió curiosamente desequilibrado. Había imaginado a Hawthorne como un hombre bastante culto, de buenas maneras, algo intelectual, que se había metido en aquel curioso tipo de negocio por las ganancias que ofrecía. Ahora Joshua empezaba a preguntarse si la imagen era errónea. Quizá Latham Hawthorne era tan extraño como la mercancía que vendía.

—Mr. Hawthorne, es usted sin duda un hombre de negocios eficiente y afortunado. Parece haber tenido una perfecta educación. Es usted más coherente que mucha gente de la que se ve hoy día. Teniendo todo esto en cuenta, me cuesta creer que tome tan en serio todo eso de los ritos secretos y los muertos vivientes.

—Yo no me río de nada. En realidad, creo que mi buena disposición para creer es menos sorprendente que su obcecada negativa a hacerlo. No veo cómo un hombre inteligente no puede darse cuenta de que hay muchos mundos más allá del nuestro, muchas realidades que nada tienen que ver con las que vivimos.

—Oh, creo que el mundo está lleno de misterios y que nosotros sólo percibimos parcialmente la naturaleza de la realidad —admitió Joshua—. Respecto a ello no discutiré con usted. Pero también creo que, con el tiempo, nuestras percepciones se aguzarán y los misterios serán explicados por los científicos, por hombres racionales que trabajan en sus laboratorios…, no por ocultistas supersticiosos quemando incienso y salmodiando tonterías.

—Yo no tengo fe en los científicos. Yo soy satanista. Encuentro mis respuestas en esta disciplina.

—¿Culto al diablo? —preguntó Joshua.

El ocultista seguía aún sorprendiéndole.

—Ésta es una forma muy cruda de plantearlo. Creo en el Otro Señor, el Señor de las Tinieblas. Su tiempo se avecina, Mr. Rhinehart. —Hawthorne hablaba en tono pausado y agradable, como si discutiera algo tan sencillo como el tiempo—. Ansío el día en que Él eche a Cristo y demás dioses menores y haga suyo el trono de la Tierra. Todos los devotos de las demás religiones serán esclavizados o destruidos. Sus sacerdotes decapitados y echados a los perros. Las monjas serán violadas en las calles. Iglesias, mezquitas, sinagogas, y otros templos, se utilizarán para celebrar misas negras, y cada persona sobre la faz de la tierra le adorará. Sobre esos altares se sacrificará a los niños, y Belcebú reinará hasta el final de los siglos. Pronto, Mr. Rhinehart. Hay señales y portentos. Y eso será muy pronto. Estoy esperándolo con ansiedad.

Joshua se quedó sin palabras. Pese a la locura repentina de Hawthorne, parecía racional, sensato. Ni desbarraba ni gritaba. Ni siquiera había en su voz vagos resabios de manía o histeria. A Joshua le perturbaba más la compostura externa del ocultista y su dulzura superficial de lo que le habría afectado si Hawthorne hubiera rugido, ladrado o echado espuma por la boca. Era como encontrarse en un cóctel con un desconocido, charlar con él un rato, encontrarle simpático y de pronto descubrir que llevaba una máscara de látex, un rostro falso, tras el que se escondía la faz diabólica y sardónica de la propia muerte. Un disfraz del día de difuntos; pero al revés. El demonio disfrazado de hombre corriente. La pesadilla de Poe hecha realidad.

Joshua se estremeció.

—¿Por qué no concertamos un encuentro? —propuso Hawthorne—. Estoy impaciente por tener la oportunidad de revisar la colección de libros que Mr. Frye me compró. Puedo ir en cualquier momento. ¿Qué día es más conveniente para usted?

Joshua no sentía el menor interés por conocer y hacer negocios con aquel hombre. Decidió dar largas al ocultista hasta que los otros tasadores hubieran visto los libros. Quizás alguno de ellos apreciaría el valor de la colección y haría una oferta justa a la testamentaría; así sería innecesario tratar con Latham Hawthorne.

—Tendremos que dejarlo pendiente —dijo Joshua—. Primero he de solucionar otras cosas. Es una testamentaría enorme y compleja. Tardaré algunas semanas en dejarlo todo ordenado.

—Esperaré su llamada.

—Un par de cosas antes de que cuelgue.

—¿Sí?

—¿Dijo Mr. Frye por qué tenía ese miedo obsesivo a su madre?

—No. No sé lo que le hizo; pero la odiaba de todo corazón. Jamás he visto un odio tan negro y descarnado que el que él mostraba cuando hablaba de ella.

—Yo los conocí a los dos —explicó Joshua—, y nunca noté nada de eso entre ellos. Yo siempre creí que la adoraba.

—Debió de ser un odio secreto que ocultó y cuidó durante muchísimo tiempo.

—¿Pero qué pudo haberle hecho?

—Como ya le he manifestado, nunca me lo contó. Pero había algo en el fondo, algo tan terrible que no podía siquiera expresarlo o discutirlo. Me ha dicho que quería preguntarme dos cosas. ¿Cuál es la otra?

—¿Mencionó Bruno un doble?

—¿Un doble?

—Un sosias. Alguien que podía pasar por él.

—Considerando su tamaño y su extraña voz, encontrar un doble parece difícil.

—Pues, al parecer, lo consiguió. Estoy tratando de descubrir por qué lo creyó necesario.

—¿No podría aclarárselo el propio doble? Debe de saber por qué fue contratado.

—Me cuesta localizarlo.

—Ya. Bien, Mr. Frye nunca me dijo una palabra acerca de él. Pero se me acaba de ocurrir…

—¿Qué?

—La razón por la que necesitaba el doble.

—¿Cuál es?

—Desorientar a su madre cuando saliera de la tumba en su busca.

—Claro —observó Joshua sarcástico—. ¡Qué tontería no haberlo pensado!

—Se equivoca. Sé que es un escéptico. No digo que realmente volviera de la tumba. No dispongo de información suficiente para decidirlo. Pero Mr. Frye estaba convencidísimo de que había regresado. Pudo haber pensado que un doble le proporcionaría cierta protección.

Joshua tuvo que aceptar que la idea de Hawthorne era más que sensata.

—Lo que está diciendo es que el medio más fácil de entender todo esto es que intente meterme en la cabeza de Frye y trate de pensar como él, como un paranoico esquizofrénico.

—Suponiendo que lo fuera —observó Hawthorne—. Ya le he dicho que no me río de nada.

—Y yo me río de todo. Bien…, gracias por su tiempo y su molestia, Mr. Hawthorne.

—Ninguna molestia. Esperaré su llamada.

«No te hagas ilusiones», pensó Joshua.

Después de dejar el teléfono, el abogado se puso en pie, se acercó al ventanal y contempló el valle. La tierra se iba ahora envolviendo en sombras bajo las nubes grises y los bordes cárdenos de la oscuridad creciente. El día parecía transformarse en noche con excesiva rapidez y, cuando un súbito viento frío sacudió los cristales del ventanal, también le pareció a Joshua que el otoño dejaba paso al invierno con la misma premura fuera de lo normal. Aquel anochecer era más propio de un día oscuro y lluvioso de enero, que de principios de octubre.

Las palabras de Latham Hawthorne se agitaban en la mente de Joshua como filamentos de una oscura telaraña en el telar monstruoso de una araña. Se acerca su tiempo Mr. Rhinehart. Hay señales y portentos. Será pronto. Muy pronto.

Desde los últimos quince años o así, el mundo parecía precipitarse cuesta abajo, sin frenos, descontrolado. Había gente muy extraña. Como Hawthorne. Y peores. Muchos de ellos eran líderes políticos, porque éste era el tipo de trabajo que los chacales solían elegir, buscando dominar a los demás; tenían las manos en los mandos del planeta, maquinistas locos de cada nación, riendo diabólicamente mientras empujaban la máquina hacia el descarrilamiento.

«¿Estamos viviendo los últimos días de la tierra? —se preguntó Joshua—. ¿Se acerca Armagedón?».

«Bobadas —se dijo—. Estás llevando tus propias elucubraciones de mortalidad a tu percepción del mundo. Has perdido a Cora y estás solo, y de pronto te das cuenta de que te estás volviendo viejo y de que te queda poco tiempo. Ahora bien, tienes la increíble, enorme y egomaníaca noción de que el tiempo entero irá contigo cuando mueras. Pero el único día del juicio que se acerca es uno muy personal. El mundo seguirá estando aquí después de que te vayas. Y seguirá aquí por mucho, muchísimo tiempo», se tranquilizó.

Pero, en realidad no estaba seguro. El aire parecía cargado de corrientes de mal agüero.

Alguien llamó a la puerta. Era Karen Farr, su joven y trabajadora secretaria.

—No sabía que aún estaba aquí —le dijo Joshua, mirando el reloj—. Tenía que haber salido hace una hora.

—Me tomé mucho tiempo para el almuerzo. Tengo una serie de cosas que dejar listas.

—El trabajo es parte esencial de su vida, pequeña. Pero no le dedique todo su tiempo. Váyase a casa. Lo terminará mañana.

—En diez minutos quedará listo. Pero acaban de llegar dos personas. Quieren verle.

—No tengo ninguna cita.

—Han viajado desde Los Ángeles. Él se llama Anthony Clemenza y la mujer que viene con él es Hilary Thomas. Es la que fue…

—Sé muy bien quién es —dijo Joshua, sobresaltado—. Hágales entrar, por supuesto.

Salió de detrás de su mesa y recibió a los visitantes en medio del despacho. Se presentaron con cierta torpeza; luego Joshua se preocupó de que estuvieran cómodos. Les invitó a sentarse y les ofreció bebidas. Les sirvió «Jack Daniel’s» a los dos y acercó una butaca al sofá donde estaban instalados.

Tony Clemenza tenía un aspecto que gustó a Joshua. Parecía competente, agradable y seguro de sí mismo.

Hilary Thomas irradiaba una segura confianza y tranquila competencia, parecida a la de Clemenza. Además, era muy bonita.

Por un momento, nadie parecía saber qué decir. Se miraban unos a otros en silenciosa anticipación, mientras tomaban tragos de whisky. Joshua fue el que primero habló:

—Nunca he creído demasiado en la clarividencia; pero, por Dios, que ahora mismo creo tener una premonición. No han hecho todo este camino para contarme lo que ocurrió el miércoles y jueves pasados. ¿No es verdad? Algo ha sucedido después.

—Ha sucedido mucho —afirmó Tony—. Pero nada parece tener pies ni cabeza.

—El sheriff Laurenski nos ha enviado a usted —explicó Hilary.

—Esperamos que pueda darnos algunas respuestas.

—También yo ando buscando respuestas —dijo Joshua.

Hilary inclinó la cabeza y miró a Joshua con curiosidad:

—Yo creo tener igualmente una premonición. También aquí ha ocurrido algo. ¿No es verdad?

Joshua bebió un sorbo de whisky:

—Si fuera un hombre supersticioso les diría que…, por ahí… fuera…, un muerto se está paseando entre los vivos.

La última luz del día se apagó en el cielo. La noche negra envolvió el valle tras el ventanal. Un viento frío intentó filtrarse entre los cristales, silbando y gimiendo. Pero un nuevo calor parecía llenar el despacho de Joshua, porque Tony, Hilary y él estaban unidos por su conocimiento compartido sobre el increíble misterio de la aparente resurrección de Bruno Frye.

Bruno Frye había dormido en la parte trasera de la furgoneta «Dodge» azul, en el aparcamiento de un supermercado, hasta las once de la mañana, cuando le despertó una pesadilla llena de fieros, amenazadores e insensatos susurros. Por un momento, permaneció incorporado en la penumbra del vehículo, con los brazos apretados sintiéndose tan desesperadamente solo, abandonado y asustado que gimoteaba y lloraba como un niño.

«Estoy muerto —pensó—. Muerto. La perra me mató. Muerto. La podrida y asquerosa bruja clavó un cuchillo en mis entrañas».

A medida que su llanto iba cediendo, tuvo una idea extraña y turbadora: Pero si estoy muerto…, ¿cómo puedo estar sentado aquí ahora? ¿Cómo puedo estar vivo y muerto a la vez?

Se agarró el vientre con las dos manos. Nada le dolía; no tenía heridas, ni cicatrices.

De pronto se le aclararon las ideas. Era como si una niebla gris se desprendiera de su mente y, por un instante, todo brilló con una luz cristalina, de múltiples facetas. Empezó a preguntarse si Katherine había salido realmente de la tumba. ¿Era Hilary Thomas, sólo Hilary Thomas y no Katherine Anne Frye? ¿Estaba loco al querer matarla? Y todas las demás mujeres que había matado en los últimos cinco años… ¿habían sido realmente cuerpos nuevos en los que Katherine se había ocultado? ¿O eran personas normales, mujeres inocentes que no merecían morir?

Bruno seguía sentado en el suelo de la furgoneta, abrumado por la nueva perspectiva.

Y los susurros que invadían su sueño todas las noches, los terroríficos susurros que le espantaban…

Supo al instante que, si se concentrara lo bastante, si rebuscaba en los recuerdos de su infancia, descubriría qué eran los susurros, lo que significaban. Se acordaba de dos grandes puertas de madera que se abrían en el suelo. Recordaba a Katherine abriendo esas puertas, empujándole a la oscuridad. Recordaba cómo la cerraba de golpe y echaba los cerrojos… Recordaba los peldaños que llevaban abajo, al fondo de la tierra…

¡No!

Apretó las manos sobre sus oídos como si quisiera dejar fuera los recuerdos aborrecidos con la misma facilidad que se dejan los ruidos desagradables.

Sudaba copiosamente. Y no cesaba de temblar.

—¡No! —repitió—. ¡No, no, no!

Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre había querido descubrir quién susurraba en sus pesadillas. Había ansiado descifrar lo que aquellos susurros trataban de decirle, y así poder quizás alejarlos para siempre de su sueño. Pero ahora que estaba al borde de averiguarlo, encontraba el conocimiento más terrorífico y angustioso de lo que había sido el misterio. Helado por el pánico, rechazó la espantosa revelación antes de que pudiera serle comunicada.

Ahora, la furgoneta volvía a estar llena de murmullos, de voces sibilantes, de susurros obsesivos.

Bruno gritó aterrorizado y se balanceó en el suelo.

Cosas extrañas volvían de nuevo a arrastrarse por encima de él. Intentaban encaramarse por sus brazos, pecho y espalda. Trataban de llegar a la cara. Pretendían deslizarse entre sus labios y dientes. Pugnaban por introducírsele en la nariz.

Gimiendo y retorciéndose, Bruno las apartaba a manotazos y se golpeaba a sí mismo.

Pero las alucinaciones se alimentan de la oscuridad, y había demasiada luz en la furgoneta para que las grotescas sensaciones mantuvieran su entidad. Veía con claridad absoluta que encima de él no había nada. Poco a poco, cedió el pánico y le dejó agotado.

Por unos minutos, siguió allí sentado, con la espalda apoyada contra la pared de la furgoneta, secándose con un pañuelo el rostro empapado en sudor, oyendo cómo su respiración alterada, se iba normalizando.

Por fin decidió que ya era hora de empezar a buscar de nuevo a la maldita perra. Allí estaría…, esperando, escondida en alguna parte de la ciudad. Tenía que localizarla y darle muerte antes de que ella encontrara el modo de matarlo primero.

El breve lapso de claridad mental, el destello de lucidez, se había esfumado, como si nunca hubiera existido. Se había olvidado de las preguntas, de las dudas… Volvía a estar seguro de que Katherine había vuelto de entre los muertos y que tenía que detenerla.

Más tarde, después de un rápido almuerzo, condujo hasta Westwood y aparcó en la zona alta de la calle donde estaba la vivienda de Hilary Thomas. Volvió a pasar a la parte trasera y vigiló la casa desde una pequeña y decorativa abertura a un lado del «Dodge».

Una furgoneta comercial se hallaba aparcada en el camino circular delante de la casa de Thomas. Estaba pintada de blanco con letras azules y doradas en los laterales:

SERVICIO COMPLETO.

LIMPIEZA SEMANAL. LIMPIEZA DE PRIMAVERA.

RECEPCIONES. INCLUSO LIMPIAMOS VENTANAS.

Tres mujeres uniformadas de blanco trabajaban en la casa. Hacían diversos viajes de la vivienda a la furgoneta, y de ésta a la casa, cargadas con trapos, sacando bolsas de plástico llenas de basura, entrando aspiradoras para limpiar las alfombras, sacando los fragmentos de muebles que Frye había destrozado durante su ataque, poco antes del amanecer del día anterior.

Aunque vigiló toda la tarde, no tuvo ni siquiera una visión fugaz de Hilary Thomas, y se convenció de que no estaba en la casa. Sin duda había supuesto que no volvería hasta tener la seguridad de que se hallaba a salvo, hasta poseer la certeza de que estaba muerto.

—Pero no soy yo el que va a morir —dijo en voz alta mientras estudiaba la casa—. ¿Me oyes, puta? Primero te clavaré, te cogeré antes de que puedas cogerme tú. Te cortaré la jodida cabeza.

Finalmente, poco después de las cinco, las muchachas sacaron su equipo y lo cargaron en la trasera de su furgoneta. Cerraron la casa y se marcharon.

Las siguió.

Eran su único enlace con Hilary Thomas. La maldita las había contratado. Debían saber dónde se encontraba. Si pudiera coger a una de ellas o solas y obligarla a hablar, se enteraría de dónde se ocultaba Katherine.

«Servicio completo» tenía su base en un edificio de un solo piso, estucado, construido en un callejón feo, a media manzana de Pico. La furgoneta que Frye seguía paró en un solar junto al edificio y se colocó junto a una hilera de ocho furgonetas, todas con el nombre de la compañía en azul y oro.

Frye pasó ante la fila de idénticas furgonetas blancas, llegó al final de la manzana, dio la vuelta en el cruce desierto, y volvió por donde había venido. Llegó a tiempo de ver a las tres mujeres entrando en el edificio. Ninguna de ellas pareció fijarse en él, o darse cuenta de que el «Dodge» era la misma furgoneta que había estado todo el día frente a la casa Thomas. Aparcó en la esquina, del lado opuesto al servicio doméstico de limpieza, a la sombra de las ramas de una palmera mecida por el viento, y esperó a que una de las mujeres reapareciera.

Durante los diez minutos siguientes, infinidad de muchachas vestidas con el uniforme blanco, salieron de «Servicio completo»; pero ninguna de ellas había estado en casa de Hilary aquella tarde. Entonces vio a una mujer que reconoció. Salió del edificio y se dirigió a un «Datsun» de color amarillo vivo. Era joven, de unos veinte años, con cabello oscuro y liso que casi le llegaba a la cintura. Andaba con los hombros hacia atrás, la cabeza erguida y pasos rápidos y elásticos. El viento aplastaba el uniforme a sus caderas y muslos y agitaba el dobladillo sobre sus bonitas rodillas. Se metió en el «Datsun», salió del aparcamiento, giró a la izquierda y se dirigió a Pico.

Frye vaciló, intentando decidir si ella era la mejor diana, preguntándose si no sería preferible esperar a una de las otras dos. Pero algo le decía que ésa era la indicada. Puso el «Dodge» en marcha y se apartó de la acera.

Para que no le descubriera, se esforzó por mantener otros coches entre el «Datsun» y el «Dodge». La fue siguiendo de calle en calle con la mayor discreción, y parecía como si ella no se hubiera dado cuenta de que la estaban siguiendo.

Su casa se hallaba en Culver City, a pocas manzanas de los estudios de la «MGM». Vivía en un pequeño pabellón antiguo, independiente, en una calle de pabellones antiguos, separados. Algunas de estas viviendas eran viejas, grises, decrépitas y lúgubres; necesitaban reparaciones; pero la mayoría estaban cuidadas con orgullo, recién pintadas, con las maderas de color contrastante, pequeñas galerías, alguna que otra ventana de vidrios de colores, una puerta con cristales emplomados aquí y allá, faroles y tejados de tejas. No era un vecindario de ricos, pero era rico en carácter.

La casa de la sirvienta estaba a oscuras cuando llegó. Entró y encendió las luces de las habitaciones delanteras.

Bruno aparcó el «Dodge» al otro lado de la calle, en una sombra que era más densa que el resto de la oscuridad recién llegada. Apagó los faros y el motor. Bajó el cristal de la ventanilla. El vecindario era tranquilo y casi silencioso. Los únicos ruidos venían de los árboles, que respondían al insistente viento otoñal, de algún coche que pasara y de una lejana radio o estéreo que tocaba música swing. Era una melodía de Benny Goodman, de los cuarenta, pero Bruno no recordaba el título; la melodía llegaba hasta él fragmentada, a capricho del viento. Permaneció ante el volante y esperó, vigiló y escuchó.

A eso de las seis cuarenta, Frye decidió que la joven no tenía ni marido ni novio residentes en la casa. Si un hombre la hubiera compartido con ella, ya habría llegado del trabajo.

Frye se concedió otros cinco minutos.

La música de Benny Goodman cesó.

Ése fue el único cambio.

A las seis cuarenta y cinco salió del «Dodge» y cruzó la calle hacia la vivienda.

La casita estaba en un solar estrecho, demasiado cerca de los vecinos para favorecer el propósito de Bruno. Pero, al menos, entre las casas había muchos árboles y arbustos, que ayudaban a proteger el pórtico de entrada de la casa de la muchacha de la oscuridad de los que vivían a ambos lados. Así y todo, tendría que darse prisa, entrar con rapidez y sin crear desbarajuste, antes de que ella tuviera tiempo de chillar.

Subió los dos peldaños del pórtico y pasó a la galería. Las tablas del suelo crujían un poco.

Tiró de la campanilla.

La chica le abrió y sonrió incierta:

—¿Sí?

La puerta tenía cadena de seguridad. Era más sólida que la mayoría, pero distaba mucho de ser tan efectiva como ella probablemente pensaba. Un hombre más pequeño que Bruno Frye podía arrancarla de cuajo con dos fuertes golpes. Bruno sólo necesitó arrimar su macizo hombro una sola vez, con fuerza, mientras ella decía. «¿Sí?». La puerta cedió y volaron varias astillas, parte de la cadena de seguridad rota cayó al suelo con un fuerte tintineo.

Saltó adentro y cerró la puerta tras él. Estaba seguro de que nadie le había visto entrar.

La mujer estaba caída de espaldas en el suelo. La puerta la había derribado. Todavía llevada el uniforme blanco. La falda se le había subido hasta los muslos. Tenía unas piernas preciosas.

Se arrodilló junto a ella.

Estaba atontada. Abrió los ojos y trató de mirarle; pero necesitaba tiempo para poder ver claro.

Apoyó la punta del cuchillo en su garganta y le dijo:

—Si chilla, la abriré en canal. ¿Me comprende?

La confusión desapareció de sus oscuros ojos, remplazada por el miedo. Empezó a temblar. Se le formaron lágrimas en los ojos; pero no se derramaron.

Impaciente, le pinchó el cuello con el cuchillo y provocó una gota de sangre. Ella se encogió.

—Nada de gritar. ¿Me oye?

Con esfuerzo le contestó:

—Sí.

—¿Se portará bien?

—Por favor. Por favor no me haga daño.

—No quiero hacerle daño. Si se está quieta, si no grita, si coopera conmigo, no voy a hacerle daño. Pero, si chilla y trata de escapar, la cortaré a pedazos. ¿Lo entiende?

Con una voz que apenas se oía contestó:

—Si.

—¿Va a portarse bien?

—Sí.

—¿Vive sola aquí?

—Sí.

—¿Sin marido?

—Sí.

—¿Novio?

—No vive aquí.

—¿Le espera esta noche?

—No.

—¿Me está mintiendo?

—Le digo la verdad. Se lo juro.

Se la veía pálida bajo su tez morena.

—Si me miente, le cortaré a tiras esa bonita cara.

Levantó el cuchillo y apoyó la punta en su mejilla. La muchacha cerró los ojos y se estremeció.

—¿Espera usted a alguien?

—No.

—¿Cómo se llama?

—Sally.

—Está bien, Sally, quiero hacerle unas preguntas, pero no aquí, así.

Abrió los ojos. Tenía lágrimas en las pestañas, una se deslizó por su rostro. Tragó saliva:

—¿Qué quiere?

—Tengo que preguntarle sobre Katherine.

—No conozco a ninguna Katherine —contestó con el ceño fruncido.

—La conoce como Hilary Thomas.

Frunció más el ceño:

—¿La mujer de Westwood?

—Ha limpiado su casa hoy.

—Pero… no la conozco. No la he visto nunca.

—Ya lo veremos.

—Es la pura verdad. No sé nada de ella.

—Quizá sabe más de lo que cree.

—No. De veras.

—Vamos —le dijo, esforzándose por mantener la sonrisa en su rostro y un tono amistoso en la voz—. Pasemos al dormitorio donde podemos hacer esto con mayor comodidad.

Su temblor fue en aumento, tanto que parecía epilepsia.

—Va a violarme, ¿no es verdad?

—No, no.

—Sí, va a hacerlo.

A Frye le costaba dominar su ira. Estaba furioso porque discutía con él. Estaba furioso porque se mostraba tan reacia a moverse. Deseaba poder hundirle el cuchillo en el vientre y sacarle la información a trozos, pero, naturalmente no podía hacerlo. Quería saber dónde se ocultaba Hilary Thomas. Le parecía que la mejor manera de conseguir que se lo dijese era doblegar aquella mujer como el que dobla un cable: doblarla repetidas veces hasta romperla, doblarla hacia un lado con amenazas y hacia el otro con halagos, alternar la violencia menor, con simpatía y bondad. En ningún momento consideró la posibilidad de que podía estar dispuesta a contárselo todo. Desde su punto de vista, era empleada de Hilary Thomas; o sea, de Katherine, y por consiguiente formaba parte de su complot para matarle. Esta mujer no era una simple e inocente espectadora. Era la doncella de Katherine, una conspiradora, quizás incluso otra de los muertos vivientes. Esperaba que le ocultara información y que sólo se la diera de mala gana.

—Le prometo que no voy a violarla —le aseguró con dulzura—. Pero, mientras la interrogo, quiero que se quede quieta, tumbada de espaldas, para que así le resulte más difícil levantarse y echar a correr. Me sentiré más seguro si la tengo echada de espaldas. De modo que, como va a quedarse mucha rato tendida, le resultará más agradable hallarse sobre un colchón que en el duro suelo. Sólo pienso en su comodidad, Sally.

—Aquí estoy bien —le aseguró nerviosa.

—No sea tonta. Además, si viniera alguien a llamar a la puerta… podría oírnos y creer que ocurre algo malo. La alcoba será un lugar más privado. Vamos ahora. Venga. Arriba.

Se levantó.

Mantuvo el cuchillo apoyado en ella.

Entraron en el dormitorio.

Hilary no era una gran bebedora, pero le alegraba tener un buen vaso de whisky en la mano mientras estaba sentada en el sofá del despacho de Joshua Rhinehart escuchando la historia del abogado. Les habló del dinero del Banco de San Francisco, del doble que había dejado la extraña carta en la caja de depósito… y de su creciente incertidumbre acerca de la identidad del muerto enterrado en la tumba de Bruno Frye.

—¿Van a exhumar el cadáver? —preguntó Tony.

—Aún no. Hay un par de cosas que quiero ver primero. Si concuerdan quizá logre respuestas suficientes para que no sea necesario abrir la tumba.

Les habló de Rita Yancy, en Hollister, y del doctor Nicholas Rudge, en San Francisco, y reconstruyó su reciente conversación con Latham Hawthorne.

Pese a la templada estancia y al calor del whisky, Hilary sentía que tenía los huesos helados.

—Este Hawthorne parece también pertenecer a una institución para locos.

—A veces pienso que si encerráramos a todos los locos en instituciones, quedaría muy poca gente fuera —suspiró Joshua.

Tony se inclinó hacia delante:

—¿Cree que Hawthorne de verdad no sabía lo del doble?

—Sí —le aseguró Joshua—. Es curioso; pero le creo. Puede que esté loco por el satanismo, y puede no ser muy moral en ciertos aspectos, incluso puede resultar algo peligroso, pero no me pareció un hipócrita. Por extraño que pueda parecer, tengo la impresión de que es sincero en cierto sentido, y no espero poder averiguar nada más por él. Quizás el doctor Rudge o Rita Yancy sepan algo de más valor. Pero basta ya. Háblenme de ustedes. ¿Qué ocurrió? ¿Qué les ha traído hasta Santa Helena?

Hilary y Tony se turnaron para contarle los acontecimientos de los últimos días.

Cuando terminaron, Joshua se quedó mirando a Hilary un buen rato, luego meneó la cabeza diciendo:

—Es usted muy valiente, joven.

—Oh, no. Soy cobarde. Tengo un pánico de muerte. Llevo muchos días aterrorizada.

—Estar asustada no quiere decir ser cobarde —observó Joshua—. Todo el valor se basa en miedo. Tanto el cobarde como el héroe actúan acuciados por el terror o la necesidad. La única diferencia entre ellos es simplemente que el cobarde sucumbe al miedo mientras que la persona valerosa triunfa sobre él. Si fuera cobarde, ya estaría lejos, en un viaje de vacaciones a Europa, en Hawai, o en otro lugar lejano y hubiera confiado en el tiempo para resolver el enigma Frye. Pero ha venido aquí, a la ciudad de Bruno, donde podría correr más peligro que en Los Ángeles. Admiro muy pocas cosas de este mundo; pero una de ellas es su valor.

Hilary se ruborizó. Miró a Tony, luego a su vaso de whisky.

—Si fuera valiente, me quedaría en la ciudad y le tendería una trampa, sirviendo yo de cebo. Aquí, en realidad, no corro peligro. Después de todo está muy ocupado buscándome por Los Ángeles. Y no tiene forma de saber a dónde he ido.

El dormitorio.

Desde la cama, Sally le vigilaba con los ojos alerta y llenos de terror.

Bruno dio una vuelta por la alcoba, mirando en los cajones. Después volvió junto a ella.

Su cuello era fino y terso. La gota de sangre había resbalado por el gracioso arco de carne hasta llegar a la clavícula.

La chica vio cómo miraba la sangre; entonces alzó la mano, tocó y contempló sus dedos manchados.

—No se preocupe —la tranquilizó—. Es sólo un arañazo.

El dormitorio de Sally, en la parte trasera de la casita, estaba decorado en tonos tierra. Tres paredes se hallaban pintadas de beige, la cuarta aparecía cubierta por un papel imitando saco. La alfombra era color chocolate. El cubrecamas y las cortinas a juego estaban hechos con un estampado abstracto en distintas intensidades de café con leche. Eran colores naturales, sedantes a la vista. Los muebles color caoba brillaban donde les daba la luz ambarina de una de las dos lámparas de las mesitas de noche.

Sally yacía en la cama boca arriba, con las piernas muy juntas, los brazos a lo largo del cuerpo, los puños cerrados. Seguía todavía con su uniforme blanco, decentemente bajado hasta las rodillas. Su larga cabellera castaña estaba extendida como un halo alrededor de su cabeza. Era muy bonita.

Bruno se sentó al borde de la cama, a su lado.

—¿Dónde está Katherine?

La mujer parpadeó. Las lágrimas escaparon de sus ojos. Lloraba; pero en silencio, temiendo sollozar, gemir, gritar, recelando que, al menor ruido, él la apuñalara.

Repitió la pregunta:

—Ya se lo he dicho, no conozco a nadie que se llame Katherine —murmuró de forma entrecortada, trémula; cada palabra precisaba de una lucha, y su labio inferior, sensual, temblaba al hablar.

—Ya sabe a quién me refiero —insistió tajante—. No juegue conmigo. Ahora se hace llamar Hilary Thomas.

—Por favor, por favor, suélteme…

Sostenía el cuchillo sobre su ojo derecho, con la punta dirigida a la dilatada pupila:

—¿Dónde está Hilary Thomas?

—¡Oh, Dios mío! —dijo temblando—. Oiga, señor, debe haber una confusión. Un error. Usted se equivoca.

—¿Quiere perder el ojo?

Las gotas de sudor brotaron del nacimiento de su cabello.

—¿Quiere quedarse tuerta? —le preguntó.

—No sé dónde está —contestó Sally angustiada.

—No me mienta.

—No le miento. Le juro que no miento.

La miró con fijeza durante unos segundos. Ahora, incluso había sudor en su labio superior, unas gotitas de humedad. Apartó el cuchillo del ojo. Ella se mostró aliviada.

Pero la sorprendió. Le dio un bofetón con la otra mano, le pegó tan fuerte que sus dientes chocaron y sus ojos se entornaron.

—Perra.

Las lágrimas eran ya abundantes. Gemía con suavidad, intentando apartarse de él.

—Debe saber dónde está —insistió—. Ella la contrató.

—Trabajamos regularmente para ella. Sólo llamó y solicitó una limpieza especial. No dijo dónde estaba.

—¿Se encontraba en la casa cuando usted llegó?

—No.

—¿Había alguna otra persona en la vivienda cuando entraron ustedes?

—No.

—¿Entonces cómo entraron?

—¿Eh?

—¿Quién les dio la llave?

—Ah, oh, sí. —Pareció animarse al ver que tal vez tenía una salida—. Su agente. Un agente literario. Tuvimos que pasar primero por su despacho para recoger la llave.

—¿Dónde está eso?

—En Beverly Hills. Debería hablar con su agente si quiere saber dónde se encuentra ella. A él es a quien debe ver. Él sabrá dónde puede encontrarla.

—¿Cómo se llama?

Sally vaciló:

—Un nombre extraño. Lo he visto escrito… pero no estoy segura si lo recuerdo bien…

Volvió a subir el cuchillo hasta su ojo.

—Topelis —dijo.

—Deletréelo.

Así lo hizo.

—Yo no sé dónde está Miss Thomas; pero ese señor Topelis sí lo sabrá. Seguro que lo sabe.

Apartó el cuchillo del ojo.

Sally había estado rígida, ahora se relajó un poco.

Él siguió mirándola fijamente. Algo se revolvía en el fondo de su mente, un recuerdo, y de pronto una súbita revelación.

—El cabello —murmuró—. Tiene el cabello oscuro. Y los ojos. También son oscuros.

—¿Qué pasa? —preguntó preocupada, comprendiendo de pronto que aún no estaba a salvo.

—Tiene el mismo cabello, los mismos ojos y la misma tez que ella tenía —dijo Frye.

—No lo entiendo. No sé lo que está sucediendo. Me da miedo.

—¿Creiste que podías engañarme? —La miraba sonriendo como satisfecho de sí mismo por no haberse dejado engañar por su inteligente artimaña.

Lo sabía. Lo sabía.

—¿Creiste que iría a ver a ese Topelis y tendrías así la oportunidad de escabullirte?

—Topelis sabe dónde está. Lo sabe. Yo no. La verdad es que no sé nada.

—Yo sé dónde está ahora —afirmó Bruno.

—Pues si lo sabe, podría dejarme marchar.

—Cambiasteis de cuerpos, ¿verdad? —Y se echó a reír.

—¿Qué? —preguntó asombrada.

—De algún modo saliste del cuerpo de esa Thomas y te apoderaste de esta muchacha. ¿No es así?

Sally ya no lloraba. Su miedo era tan ardiente que se le habían secado las lágrimas.

¡Perra!

Maldita perra.

—¿Creiste de verdad que me engañarías? —preguntó otra vez, y volvió a reírse, encantado—. Después de todo lo que me has hecho, ¿cómo pudiste pensar que no te reconocería?

—Yo no le he hecho nada. —El terror resonaba en su voz—. No tiene sentido. ¡Oh, Jesús! ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que quiere de mí?

Bruno se inclinó hacia ella, acercó su cara a la suya. Miró al fondo de sus ojos y gritó:

—Ahí estás, ¿verdad? ¿Ahí estás, en lo más hondo, ocultándote, escapando de mí? ¿No es cierto? ¿No es verdad, madre? Te veo, madre, te estoy viendo ahí abajo.

Unos gruesos goterones se estrellaron en la ventana del despacho de Joshua Rhinehart.

El viento nocturno se quejaba.

—Todavía no comprendo por qué Frye me eligió a mí —comentó Hilary—. Cuando vine aquí en busca de información para un guión, se mostró amable. Contestó a todas mis preguntas acerca de la industria del vino. Pasamos dos o tres horas juntos, y en ningún momento sospeché que fuera otra cosa que un hombre de negocios corriente. Luego, pasadas unas semanas, aparece en mi casa con un cuchillo. Y, según la carta encontrada en la caja del Banco, piensa que soy su madre en un nuevo cuerpo. ¿Por qué yo?

Joshua se revolvió inquieto:

—He estado mirándola y pensando…

—¿Qué?

—Quizá la eligió porque…, bueno se parece un poco a Katherine.

—¿No irá a decirme que tenemos otro doble en juego? —exclamó Tony.

—No. El parecido es superficial.

—Bien —dijo Tony—. Otra sosias sería demasiado para mí.

Joshua se levantó, fue hacia Hilary, le puso la mano bajo la barbilla, le levantó el rostro, y lo volvió a derecha y a izquierda:

—El cabello, los ojos, la tez —murmuró pensativo—. Sí, todo es parecido. Y hay otras cosas en su rostro que me recuerdan vagamente a Katherine, cosas insignificantes, tan pequeñas que no podría señalarlas. Es sólo un parecido ligero. Ella no era tan atractiva como usted.

Cuando Joshua apartó la mano de su barbilla, Hilary se levantó y anduvo hasta la mesa del abogado. Recapacitando acerca de lo que había oído en la última hora, se quedó mirando los objetos ordenados sobre la mesa: carpeta, secante, abrecartas, pisapapeles.

—¿Ocurre algo? —preguntó Tony.

El viento arreció. Otra ráfaga de goterones golpeó la ventana.

Hilary se volvió y se encaró con los hombres.

—Déjenme que resuma la situación. Veamos si lo tengo claro.

—Creo que ninguno de nosotros lo tiene claro —observó Joshua regresando a su butaca—. Toda esta maldita historia es demasiado retorcida para poder ordenarla en una línea recta.

—A eso voy, creo que he encontrado un nuevo retorcimiento.

—Adelante —la animó Tony.

—Según parece deducirse —empezó Hilary—, poco después de la muerte de su madre, Bruno empezó a creer que había vuelto de la tumba. Durante cinco años ha estado comprando libros sobre los muertos vivientes, a Latham Hawthorne. A lo largo de ese tiempo, ha vivido aterrorizado por Katherine. Por fin, cuando me vio, decidió que yo era el nuevo cuerpo que ella estaba utilizando. ¿Pero por qué tardó tanto?

—No la entiendo —murmuró Joshua.

—¿Por qué tardó cinco años en fijarse en alguien, cinco largos años para seleccionar un blanco de carne y hueso para su terror?

Joshua se encogió de hombros:

—Está loco. No podemos esperar que sus razonamientos sean lógicos y descifrables.

Pero Tony había captado lo que implicaba su pregunta. Se inclinó hacia delante, ceñudo:

—Creo que sé lo que vas a decir. Dios mío me produce carne de gallina.

Joshua miró a uno y otro y observó:

—Debo estar volviéndome tonto con los años. ¿Quiere alguno de ustedes explicármelo?

—Tal vez yo no sea la primera mujer que ha confundido con su madre. Puede que haya asesinado a otras antes de llegar a mí.

—¡Imposible! —exclamó Joshua.

—¿Por qué?

—Habríamos sabido que andaba matando mujeres. ¡Le habrían cogido!

—Podría no ocurrir así —objetó Tony—. Los maníacos homicidas suelen ser muy cuidadosos, muy inteligentes. Algunos de ellos preparan planes meticulosos… y tienen la diabólica habilidad de correr los riesgos adecuados cuando algo inesperado les desbarata los planes. No son siempre fáciles de aprehender.

Joshua se metió la mano en su blanca mata de pelo:

—Pero, si Bruno mató a otras mujeres… ¿dónde están sus cuerpos?

—No en Santa Helena —dijo Hilary—. Puede que haya sido esquizofrénico; pero la parte respetable, la parte Dr. Jeckyll de su personalidad, dominaba a la otra cuando estaba con gente que sabía quién era. Casi seguro que se marchaba de la ciudad para matar. Fuera del valle.

—San Francisco —intervino Tony—. Por lo visto iba allí con regularidad.

—Cualquier ciudad de la parte norte del Estado —continuó Hilary—. Cualquier lugar lo bastante alejado de Napa Valley para que no le conociera nadie.

—A ver, espere —cortó Joshua—. Espere un minuto. Incluso si viajaba lejos y encontraba mujeres con un ligero parecido a Katherine, incluso si las mataba en otros lugares…, dejaría cadáveres tras de sí. Tendría que haber similitudes en el modo de matarlas, indicios que las autoridades habrían notado. Estarían buscando ya a un moderno Jack el Destripador. Lo habríamos sabido todo por los noticiarios.

—Si los asesinatos se repartieron en cinco años, en muchas ciudades y condados, probablemente la Policía no los relacionaría —insistió Tony—. Éste es un estado muy grande. Cientos de millares de kilómetros cuadrados. Hay muchos centenares de organizaciones policiales y pocas veces intercambian información entre sí, como debería hacerse. En realidad, sólo hay un medio seguro de que reconozcan la posible relación entre varios asesinatos… Y es que, por lo menos dos, o mejor tres de ellos tengan lugar en un lapso de tiempo corto, en una misma jurisdicción policial, un condado o una ciudad.

Hilary se apartó de la mesa y volvió al sofá. Se sentía tan helada como aquel viento de octubre. Dijo:

—Es posible que haya ido matando mujeres… dos, seis, diez, quince, tal vez más… en los cinco años transcurridos, y que yo sea la primera que se lo ha puesto difícil.

—No solamente posible, sino probable —arguyó Tony—. Yo diría que podemos estar casi seguros.

La fotocopia de la carta encontrada en la caja de depósito estaba en la mesita frente a él; la cogió y leyó la primera frase en voz alta:

Mi madre, Katherine Anne Frye, murió hace cinco años, pero sigue volviendo a la vida en cuerpos nuevos.

—Cuerpos —hizo notar Hilary.

—Aquí está la clave —observó Tony—. No cuerpo, en singular, sino cuerpos, en plural. De ello podemos inferir que la mató varias veces y que creyó que siempre volvía de la tumba.

Joshua estaba pálido:

—Pero si tienen razón…, he estado…, todos nosotros en Santa Helena hemos estado viviendo junto al monstruo más cruel y diabólico. ¡Y ni siquiera lo sospechamos!

Tony murmuró en tono grave:

—«La Bestia del Infierno camina entre nosotros bajo la guisa de un hombre corriente».

—¿De dónde es? —preguntó Joshua.

—Tengo una mente como una papelera. Muy poco escapa a mi memoria, lo quiera o no. Recuerdo la cita del catecismo católico que estudiaba en clase, de pequeño. Lo escribió un santo; pero no recuerdo cuál. «La Bestia del Infierno», vestida como un hombre corriente, camina entre nosotros. Si el demonio le revelara su verdadera cara en un momento en que se ha alejado de Cristo, entonces quedaría sin protección, y él devoraría alegremente su corazón, le arrancaría miembro tras miembro y se llevaría su alma inmortal a lo profundo del abismo abierto.

—Parece Latham Hawthorne —dijo Joshua. Fuera, el viento aulló.

Frye puso el cuchillo encima de la mesita de noche, lejos del alcance de Sally. Después agarró las solapas del uniforme blanco y de un tirón desgarró la prenda. Los botones saltaron.

Sally, paralizada por el terror, no se resistió. No podía. Él volvió a sonreírle, diciendo:

—Ahora. Ahora, madre. Ahora vas a pagármelo todo.

Desgarró el uniforme hasta abajo y lo abrió. La vio en sostén, bragas y panties, un cuerpo esbelto, precioso. Agarró las ropas del sostén y tiró hacia abajo. Los tirantes se le incrustaron en la piel y después se rompieron. La tela se rasgó. El elástico saltó.

Sus pechos eran grandes, en proporción a su cuerpo y estructura ósea, redondos, llenos, con pezones muy oscuros, como botones. Los estrujó brutalmente.

—¡Sí, sí, sí, sí, sí! —En su voz profunda y rasposa, aquella única palabra adquiría una calidad irreal de cántico siniestro, era una letanía satánica.

Le arrancó también los zapatos, primero el derecho, luego el izquierdo y los tiró. Uno de ellos chocó contra el espejo del tocador y lo hizo añicos.

El ruido de los cristales rotos sacó a la mujer de su trance catatónico producido por el shock, se debatió para apartarse de él; pero el miedo mermaba sus fuerzas; se revolvió y agitó inútilmente.

La sujetaba sin dificultad, la abofeteó por dos veces, con tal fuerza que se le abrió la boca y las lágrimas inundaron sus ojos. Un hilo de sangre salió de la comisura de sus labios, y llegó a la barbilla.

—¡Perra asquerosa! —clamó furioso—. ¿Nada de sexo, eh? Dijiste que nada de sexo. Nunca nada de sexo, dijiste. No podía arriesgarme a que ninguna mujer descubriera cómo soy, dijiste. Bien, ya sabes cómo soy y lo que soy, madre. Ya conoces mi secreto, y no tengo que ocultarte nada, madre. Dijiste que yo era diferente de los otros hombres. Sabes que mi polla no es como las suyas. Sabes quién era mi padre. Lo sabes. Sabes que mi polla es como la suya. No tengo por qué ocultártela, madre. Y voy a metértela, madre. Arriba, hasta el fondo. ¿Me oyes? ¿Lo has oído?

La muchacha estaba llorando, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¡No! ¡No, no! ¡Oh, Dios mío! —Pero logró controlarse, le miró fijamente a los ojos (y él vio en ellos a Katherine, en el fondo de los ojos oscuros, mirándole) y le dijo—: Escúcheme. ¡Por favor, escúcheme! Está enfermo. Está usted muy enfermo. Todo lo tiene confuso. Necesita ayuda.

¡Calla, calla! ¡Calla!

Volvió a golpearla, con más fuerza que la otra vez, alzando su manaza en un arco largo y rápido, contra el lado de la cara.

Cada acto de violencia le excitaba. El ruido de cada golpe, su jadeo dolorido, sus gritos de pobre pájaro, cómo su carne tierna enrojecía y se hinchaba. La vista de su rostro dolorosamente contraído y sus ojos de conejo asustado, despertaban su lujuria hasta una insoportable incandescencia.

Temblaba de deseo, se estremecía, se agitaba. Respiraba como un toro. Sus ojos estaban desorbitados. La boca se le había llenado de saliva de tal modo que tenía que tragar sin cesar para evitar que cayera sobre la muchacha.

Machacó sus preciosos pechos, los estrujó y manoseó, los maltrató.

El terror había abandonado a Sally, ahora estaba casi sumida en un trance, inmóvil y rígida.

Bruno la aborrecía y no le importaba lo mucho que pudiera lastimarla. Quería causarle dolor. Quería que sufriera por todas las cosas que le había hecho. Y, en primer lugar, incluso por haberle traído al mundo.

Y, a la vez, estaba avergonzado de estar tocando los pechos de su madre y avergonzado de querer meterle el pene en el cuerpo. Por tanto, mientras la manoseaba, trató de explicarse y justificarse por lo que hacía:

—Me dijiste que, si intentaba hacer el amor con una mujer, sabría inmediatamente que no soy humano. Dijiste que se daría cuenta de la diferencia y se enteraría. Llamaría a la Policía, me llevarían y me quemarían en la hoguera, porque sabrían quién era mi padre. Pero tú estás enterada de todo esto. Para ti no es ninguna sorpresa, madre. Así que voy a servirme de mi polla contigo. Puedo metértela hasta arriba, madre, y nadie podrá quemarme vivo.

Nunca, mientras vivió, había pensado en metérsela. Estaba desesperadamente dominado por ella. Pero la primera vez que volvió de la muerte en un cuerpo nuevo, Bruno había saboreado la libertad, y se había sentido lleno de atrevimiento y de nuevas ideas. Se dio cuenta al momento de que tenía que matarla para evitar que volviera a apoderarse de su vida… o arrastrarle con ella a la tumba. Pero también se dio cuenta de que podía forzarla sin correr riesgos, porque ella ya conocía su secreto. Ella fue la que le dijo la verdad sobre sí mismo; se lo había repetido millares de veces. Sabía que su padre fue un demonio, una cosa horrenda y repugnante, porque había sido violada por aquella criatura inhumana, que la impregnó contra su voluntad. Durante el embarazo, había llevado fajas y más fajas, superpuestas, para disimular su estado. Cuando se acercó la hora, se marchó para dar a luz al cuidado de una comadrona muda, en San Francisco. Después, dijo a la gente de Santa Helena que Bruno era el hijo ilegítimo de una antigua compañera de colegio que había tenido un tropiezo; que su verdadera madre había muerto poco después de su nacimiento, y que su último deseo había sido que Katherine se hiciera cargo del niño. Lo llevó a su casa y simuló que había sido legalmente puesto bajo su custodia y cuidados. Había vivido en constante terror de que alguien descubriera que Bruno era suyo y de que su padre no era humano. Una de las cosas que le marcaban como descendiente de un demonio, era su pene. Tenía el pene de un demonio, diferente del de un hombre. Tenía que ocultarlo, siempre, le había dicho que le descubrirían y le quemarían en la hoguera. Se lo había explicado todo, había empezado a explicárselo desde muy pequeño, cuando aún no sabía para qué podía servir el pene. Así, de una manera extraña, había sido a la vez su salvación y su maldición. Era una maldición porque seguía volviendo de la tumba para volver a apoderarse de él, o matarle. Y era una bendición, porque, si no hubiera continuado saliendo de la tumba, no habría tenido a nadie en quien vaciar la ardiente y enorme cantidad de semen que surgía en él como lava hirviente. Sin ella, estaba condenado a una vida de celibato. Por consiguiente, si bien contemplaba sus resurrecciones con horror y ultraje, parte de él esperaba ansiosa cada nuevo encuentro con cada nuevo cuerpo que habitaba.

Ahora, arrodillado en la cama, junto a ella, mirándole el pecho y la oscura mata púbica visible a través de sus bragas trasparentes, su erección fue tan enorme que le dolía. Era consciente de la mitad diabólica de su personalidad, y se afirmó en ella; sintió la bestia subiendo a la superficie de su mente.

Clavó las uñas en las bragas de Sally (Katherine) destrozando el nylon al tirar de ellas para que resbalaran por las largas piernas. Agarró los muslos con sus manazas y los separó a la fuerza. Se agitó torpemente sobre el colchón hasta encontrarse arrodillado entre las piernas de la muchacha.

También esta vez salió del trance. Y súbitamente se movió, pataleó, golpeó y trató de levantarse, pero la empujó sin esfuerzo. Entonces le pegó con los puños; pero sus puñetazos carecían de fuerza. Viendo que sus golpes no tenían efecto, abrió las manos, las engarfió, las clavó en el rostro de él y le arañó; luego, buscó sus ojos.

Él se echó hacia atrás, alzó un brazo para protegerse, y se encogió un poco al recibir un arañazo en el dorso de la mano. Entonces, cayó de lleno sobre ella, aplastándola con su cuerpo enorme y fuerte. Apoyó el brazo sobre la garganta y apretó hasta ahogarla.

Joshua Rhinehart lavó los tres vasos de whisky en el barreñito del bar. Dijo a Tony y a Hilary:

—Ambos tienen mucho más en juego que yo en todo esto; así que ¿por qué no se vienen mañana conmigo, cuando vuele a Hollister para visitar a Rita Yancy?

—Estaba deseando que nos lo dijera —exclamó Hilary.

—Aquí no podemos hacer nada ahora —comentó Tony.

Joshua se secó las manos:

—Bien. Decidido, pues. Díganme, ¿tienen habitación en el hotel para esta noche?

—Todavía no —respondió Tony.

—Me encantará que se queden en casa —ofreció Joshua.

Hilary le dedicó una bonita sonrisa:

—Es muy amable. Pero no queremos abusar de usted.

—No es ningún abuso.

—Pero no nos esperaba y nosotros…

—Joven —la interrumpió Joshua, impaciente—, ¿sabe cuánto tiempo hace que no tengo invitados? Más de tres años. ¿Y sabe por qué no he tenido invitados en estos tres años? Porque no invité a nadie, por eso. No soy hombre muy gregario. Y no invito a la ligera. Si creyera que ustedes iban a resultarme una carga… o peor aún, un latazo…, tampoco les hubiera invitado. Ahora no perdamos más tiempo con cumplidos. Necesitan una habitación. Tienen una habitación. ¿Van a quedarse en casa o no?

Tony se echó a reír y Hilary sonrió a Joshua, diciéndole:

—Gracias por invitarnos. Estamos encantados.

—Estupendo —dijo Joshua.

—Me gusta su estilo —le confesó Hilary.

—Mucha gente me considera un cascarrabias.

—Pero un cascarrabias estupendo.

Joshua también le sonrió:

—Gracias. Creo que lo haré grabar en mi lápida mortuoria. «Aquí descansa Joshua Rhinehart, un cascarrabias estupendo».

Al salir del despacho, el teléfono empezó a sonar y Joshua regresó a su mesa. El doctor Nicholas Rudge le llamaba desde San Francisco.

Bruno Frye seguía aún encima de la mujer, clavada al colchón. El musculoso brazo apoyado sobre la suave garganta.

Se ahogaba y luchaba por poder respirar. Tenía el rostro rojo, descompuesto por el sufrimiento.

Esto le excitaba.

—No luches contra mí, madre. No te agites así. Sabes que es inútil. Sabes que terminaré ganando.

Sally se debatía bajo el enorme peso y la tremenda fuerza. Trató de arquear la espalda y rodar a un lado. Cuando vio que no podía deshacerse de él, la sacudieron unos violentos e involuntarios espasmos musculares, al reaccionar su cuerpo a la creciente interrupción del aire necesario y de la falta de riego sanguíneo al cerebro. Finalmente, pareció comprender que nunca podría librarse, que no tenía ninguna esperanza de escape. Derrotada, se quedó inmóvil.

Convencido de que la mujer se rendía espiritual a la vez que físicamente, Frye apartó el brazo de su maltrecha garganta. Se alzó sobre las rodillas, liberándola de su peso.

Ella se llevó las manos al cuello. Se atragantaba y tosía sin poder controlarse.

Frenético ahora, con el corazón desbocado, con la sangre agolpándose en sus oídos, acuciado por el deseo, Frye se puso de pie, se quedó junto a la cama, se arrancó la ropa, la echó de cualquier modo sobre el tocador, fuera del paso.

Se contempló la erección. Su visión le impresionó. Su dureza de acero. El tamaño. El color rabioso.

Volvió a subir a la cama.

Ahora se mostraba dócil. Sus ojos tenían una expresión vacía.

Arrancó lo que quedaba de las bragas amarillas y se acomodó entre sus piernas. La saliva le escapaba de la boca. Caía sobre los senos de la joven.

Entró en ella. Empujó su verga diabólica hasta el fondo. Gruñendo como un animal. La acometió hasta que su semen la inundó.

Imaginó el líquido lechoso. Lo imaginó saliendo de él hasta lo más profundo de ella.

Pensó en la sangre emanando de una herida. Pétalos rojos extendiéndose fuera de una profunda herida de cuchillo.

Joshua Rhinehart pulsó un interruptor de su teléfono, poniendo la llamada del doctor Nicholas Rudge al alcance de todos, para que Tony y Hilary pudieran oír la conversación.

—Intenté primero su teléfono particular —explicó Rudge—. No creía que pudiera estar aún en su despacho a esta hora.

—Soy un vicioso del trabajo, doctor.

—Pues debería hacer algo por evitarlo —observó Rudge con sincero interés—. Ésta no es forma de vivir. He tratado a muchos ambiciosos para los que el trabajo había pasado a ser el único interés de sus vidas. Una actitud obsesiva por el trabajo puede destruirle.

—Doctor Rudge, ¿cuál es su especialidad médica?

—Psiquiatría.

—Lo sospechaba.

—¿Es usted el albacea?

—En efecto. Supongo que ya se habrá enterado de su trágica muerte.

—Sólo por lo que dijo el periódico.

—Mientras ponía en orden la herencia, descubrí que Mr. Frye le visitaba regularmente en el último año y medio anterior a su muerte.

—Venía una vez al mes.

—¿Sabía que era un homicida?

—Claro que no —protestó Rudge.

—¿Le estuvo tratando todo este tiempo y no se dio cuenta de que era capaz de violencia?

—Sabía que estaba muy trastornado. Pero no creí que representara un peligro para nadie. Sin embargo, debe comprender que él no me dio ninguna oportunidad de descubrir su lado violento. Como le he dicho, sólo me hacía una visita al mes. Yo quería verle una vez por semana, y mejor dos, pero él se negó. Por una parte, quería que yo le ayudara, pero al mismo tiempo temía lo que pudiera averiguar sobre sí mismo. Pasado cierto tiempo, decidí no insistir demasiado sobre las visitas semanales, porque temí que se echara atrás y cancelara las mensuales. Verá, pensé que un poco de terapia era mejor que ninguna.

—¿Cómo llegó a usted?

—¿Quiere usted saber qué le ocurría, de qué se quejaba?

—En efecto, eso es lo que me interesa.

—Como abogado, Mr. Rhinehart, debería saber que no puedo divulgar este tipo de información. Tengo que proteger el secreto doctor-paciente.

—El paciente está muerto, doctor Rudge.

—Eso no cambia nada.

—¡Ya lo creo que cambia para el paciente!

—Confió en mí.

—Una vez muerto, el concepto de secreto doctor-paciente, tiene muy poca, o ninguna, validez legal.

—Tal vez no tenga validez legal —insistió Rudge—. Pero la validez moral permanece. Todavía tengo ciertas responsabilidades. No haría nada para mancillar la reputación de un paciente, tanto si está vivo como si se halla muerto.

—Le honra —comentó Joshua—. Pero, en este caso, nada de lo que me diga puede mancillar su reputación más de lo que la mancilló él mismo.

—Eso tampoco importa.

—Doctor, se trata de una situación extraordinaria. Hoy mismo he recibido información de que Bruno Frye asesinó a varias mujeres en los últimos cinco años, un gran número de mujeres, y lo hizo impunemente.

—Bromea.

—Me gustaría saber qué es lo que le parece una broma, doctor Rudge. Pero yo no tengo por costumbre bromear con el asesinato en cadena.

Rudge se quedó silencioso. Joshua añadió:

—Además tengo motivos para sospechar que Frye no actuó solo. Puede haber tenido un colaborador en los homicidios. Y este colaborador puede andar suelto por ahí, vivo y libre.

—Es algo extraordinario.

—Eso es lo que le dije.

—¿Ha pasado esta información suya a la Policía?

—No. Quizá no es bastante para llamarles la atención. Lo que he descubierto me convence a mí… y a otras dos personas complicadas en el caso. Pero la Policía dirá que son nada más que pruebas circunstanciales. Por otra parte, no estoy seguro de cuál es el departamento policial que tiene jurisdicción primaria en este caso. Los asesinatos pueden haber sido cometidos en diferentes condados, en cierto número de ciudades. Ahora bien, Frye podría haberle dicho algo que no pareciera importante de por sí, pero que encaje con los hechos que he descubierto. Si durante estos dieciocho meses de terapia, ha adquirido un poco de conocimiento que complemente mi información, entonces quizá dispondré de lo suficiente para decidir con qué oficina policial debo contactar… para convencerles de la gravedad de la situación.

—Bien…

—Doctor Rudge, si persiste en proteger a este paciente, pueden ocurrir más asesinatos. Otras mujeres. ¿Quiere que sus muertes pesen en su conciencia?

—Está bien; pero esto no puede hacerse por teléfono.

—Mañana mismo iré a San Francisco, a la hora que le convenga.

—Tengo la mañana libre —dijo Rudge.

—¿Le parece bien que mis amigos y yo pasemos por su despacho a eso de las diez?

—Perfecto. Pero le advierto que antes de discutir la terapia de Mr. Frye, deseo saber de su información con más detalles.

—Naturalmente.

—Y si no estoy convencido de que existe un peligro claro y actual, dejaré su ficha sellada.

—No me cabe la menor duda de que podremos convencerle. Estoy seguro de que se le erizará el cabello de la nuca. Nos veremos por la mañana, doctor.

Joshua colgó. Miró a Tony y a Hilary.

—Mañana vamos a tener un día muy ocupado. Primero San Francisco y el doctor Rudge; después Hollister y la misteriosa Rita Yancy.

Hilary se levantó del sofá donde había permanecido durante la llamada:

—No me importa tener que volar alrededor de medio mundo. Por lo menos parece que las cosas empiezan a moverse. Por primera vez, tengo la sensación de que vamos a descubrir lo que hay detrás de todo esto.

—Yo siento lo mismo —dijo Tony, sonriendo a Joshua—. Sabe…, la forma de manejar a Rudge…, tiene verdadero talento para interrogar. Sería un buen detective.

—Añadiré eso en mi lápida. «Aquí yace Joshua Rhinehart, un cascarrabias estupendo que pudo haber sido un buen detective». —Se puso en pie—. Estoy muerto de hambre. En casa tengo solomillo en el congelador y muchas botellas de «Cabernet Souvignon» de Robert Mondavi. ¿A qué esperamos?

Frye se alejó de la cama empapada de sangre y de la pared salpicada.

Puso el cuchillo ensangrentado sobre el tocador y salió de la alcoba.

En la casa reinaba un silencio irreal.

Su energía demoníaca había desaparecido. Le pesaban los ojos, las piernas, se sentía letárgico, saciado.

En el cuarto de baño, graduó el agua de la ducha hasta que estuvo todo lo caliente que podía soportar. Entró en la ducha y se enjabonó, se lavó la sangre del cabello, la quitó de su cara y cuerpo. Se aclaró, volvió a enjabonarse y se aclaró de nuevo.

Tenía la mente vacía. No pensó en otra cosa que en lavarse. La visión de la sangre escapando por el desagüe no le hizo pensar en la joven muerta en la otra habitación; se trataba de desprenderse de la suciedad y nada más.

Lo único que quería era volver a estar presentable y después irse a dormir a la furgoneta, durante varias horas. Estaba agotado. Le parecía que tenía los brazos de plomo; las piernas de goma.

Salió de la ducha y se secó con una gran toalla. La tela olía como la mujer, pero aquello tampoco tenía asociaciones agradables ni desagradables para él.

Pasó mucho tiempo en el lavabo, frotándose las manos con un cepillo que encontró junto a la jabonera, borrando hasta el último rastro de sangre de los pliegues de los nudillos, poniendo un cuidado especial en las uñas, donde se había formado una ligera costra.

Al salir del cuarto de baño para ir a buscar su ropa en el dormitorio, se fijó en un espejo de cuerpo entero en la puerta, que no había visto al pasar camino de la ducha. Se paró a examinarse, buscando manchas de sangre que pudiera no haber visto; pero estaba fresco y sonriendo, como un niño recién bañado.

Miró el reflejo de su fláccido pene y los testículos colgantes, y los contempló con fijeza para ver la marca del demonio. Sabía que no era como los demás hombres; no le cabía la menor duda. Su madre había experimentado el terror de que alguien lo descubriera y de que el mundo se enterara de que era medio demonio, el hijo de una mujer común y de una bestia sulfurosa, escamada, con dientes de reptil. Su miedo al descubrimiento fue transmitido a Bruno de pequeño. Y todavía experimentaba temor a ser descubierto y, por tanto, quemado vivo. Nunca había estado desnudo ante otra persona. En la escuela no hacía deporte, y le habían excusado del gimnasio y de ducharse desnudo con otros muchachos, por supuestas objeciones religiosas. Nunca se había desnudado por completo ante un médico. Su madre le aseguró que cualquiera que viese sus órganos sexuales sabría enseguida que su virilidad era el legado genético de un padre demoníaco; y esta espantosa e inquebrantable certeza le había afectado e impresionado profundamente.

Pero ahora, mirándose al espejo, no pudo ver nada que hiciera que sus órganos sexuales fueran distintos de los de otros hombres. Poco después del fatal ataque de corazón sufrido por su madre, había ido a ver una película porno en San Francisco, ansioso por saber cómo era el pene de un hombre normal. Quedó sorprendido y desconcertado al descubrir que los hombres de la película eran todos muy parecidos a él. Fue a ver otras películas del mismo tipo; pero no halló un solo varón que fuera notoriamente distinto a como él era. Unos tenían penes mayores que el suyo; otros, más pequeños; algunos los poseían más gruesos; otros más delgados; los había ligeramente curvados; unos hombres estaban circuncidados, y otros no. Pero ésas eran variantes menores, y no las horrendas, vergonzosas y fundamentales diferencias que había esperado.

Desconcertado, preocupado, había vuelto a Santa Helena a sentarse consigo mismo y discutir lo que había descubierto. El primer pensamiento fue que su madre le había mentido. Pero aquello resultaba casi inconcebible. Había relatado la historia de su concepción varias veces cada semana, año tras año, y cada vez que había descrito el espantoso demonio y la violenta violación, se había estremecido, gemido y llorado. La experiencia había sido real para ella, no una historia imaginaria que había creado para desorientarle. Y no obstante… Sentado a solas aquella tarde, cinco años atrás, discutiéndolo consigo mismo, había sido incapaz de pensar en otra explicación que no fuera que su madre era una embustera. Y su otro yo había estado de acuerdo con ello.

Al día siguiente, había vuelto a San Francisco locamente excitado, enfebrecido, después de haber decidido arriesgarse al sexo con una mujer por primera vez en sus treinta y cinco años. Acudió a un salón de masaje, un burdel apenas disfrazado, donde eligió una rubia esbelta y atractiva como masajista. Se llamaba Tammy y, quitando que tenía los dientes superiores un poquito salientes y el cuello demasiado largo, podía considerarse más hermosa que ninguna mujer que hubiera visto; o por lo menos así se lo parecía a él, mientras se esforzaba por no correrse en los pantalones. En uno de los cubículos que olían a desinfectante de pino y semen rancio, aceptó la tarifa de Tammy, la pagó y la observó mientras se quitaba el jersey y los pantalones. Su cuerpo era liso, suave y tan deseable que se quedó como un poste, incapaz de moverse, impresionado al considerar todas las cosas que podría hacer con ella. Entonces, la chica se sentó al borde de la cama, le sonrió y le sugirió que se desnudara. Así lo hizo hasta que le tocó el turno a los calzoncillos; pero cuando llegó el momento de mostrar su pene rígido, se sintió incapaz de correr el riesgo, porque podía verse en una pira ardiente, condenado a muerte por culpa de su sangre diabólica. Se heló. Miró las finas piernas de Tammy, su rizado vello púbico y sus senos redondos, deseándola, necesitándola; pero temeroso de poseerla. Al notar la chica su indecisión a mostrarse, alargó la mano y se la puso en la ingle, a través del calzoncillo tanteó el pene. Por encima del fino tejido, se lo acarició murmurando:

—Oh, lo quiero. ¡Qué grande es! Nunca hasta ahora he tenido uno tan grande. Muéstralo. Quiero verlo. Jamás he visto nada parecido.

Cuando la oyó decir estas palabras, supo que de algún modo era diferente, pese a que no lograba descubrir la diferencia. Tammy trató de bajarle los calzoncillos y él la abofeteó, derribándola hacia atrás y haciéndola caer en la cama y golpearse la cabeza contra la pared. Alzando las manos para alejarle, empezó a chillar y chillar. Bruno se preguntó si debía matarla. Aunque ella no llegó a ver su demoníaca polla, pudo haber reconocido su cualidad no humana por el mero tacto a través de su calzoncillo. Antes de decidir lo que convenía hacer, la puerta se abrió en respuesta a los gritos de la joven, y un hombre armado de una porra entró desde el corredor. El intruso era tan grande como Bruno, y el arma le daba una notoria ventaja. Frye estaba seguro de que iban a dominarle, insultarle, maldecirle, escupirle, torturarle y luego quemarlo en la hoguera; pero, ante su asombro, solamente le hicieron vestirse y salir. Tammy no dijo una palabra sobre el descomunal pene de Bruno. Al parecer, aun sabiendo que era diferente, no tenía noción exacta de cuán diferente era; no sabía que allí estaba la señal del demonio que le había engendrado, la prueba de su infernal origen. Aliviado, se vistió apresuradamente y salió del salón de masaje, ruborizado, pero agradecido de que no se hubiera descubierto su secreto. Había regresado a Santa Helena y se había dicho a sí mismo el peligro que había corrido; y ambos, él y sí mismo, habían estado de acuerdo en que Katherine estaba en lo cierto, y que tendrían que proporcionarse su propio sexo sin recurrir a una mujer.

Después, naturalmente, Katherine había empezado a salir de su tumba, y Bruno pudo desahogarse con ella y vaciar enormes cantidades de esperma en los muchos cuerpos preciosos que fue habitando. Todavía se procuraba la mayor parte del placer sexual solo, consigo mismo, con su otro yo, su otra mitad… pero era locamente excitante penetrar en el centro caliente, ceñido y húmedo de una mujer… de cuando en cuando.

Ahora estaba de pie frente al gran espejo fijado en la puerta del baño de Sally, contemplando fascinado la imagen de su pene, preguntándose qué diferencia había notado Tammy cuando sintió su palpitante erección en aquel cuartucho del salón de masajes, cinco años atrás.

Poco después, dejó que sus ojos fueran subiendo desde sus órganos genitales a su vientre musculoso, duro y plano; luego, a su enorme tórax y más arriba, hasta encontrar la mirada del otro Bruno en el espejo. Cuando se miró a los ojos, todo lo que le rodeaba desapareció, y los propios cimientos de la realidad se fundieron y asumieron nuevas formas. Sin drogas ni alcohol, se vio arrastrado a una experiencia alucinógena. Alargó la mano y tocó el espejo. Los dedos del otro Bruno rozaron sus dedos desde el otro lado del cristal. Como en un sueño, se acercó más al espejo y apretó la nariz contra la nariz del otro Bruno. Miró hasta lo más hondo de los ojos del otro, y esos ojos le miraron profundamente. Por un momento, se olvidó de que se hallaba tan sólo ante un reflejo; el otro Bruno era real. Besó al otro y el beso fue glacial. Se apartó unos centímetros. El otro Bruno hizo lo mismo. Se pasó la lengua por los labios. También lo hizo el otro Bruno. Luego, volvieron a besarse. Lamió la boca abierta del otro Bruno y el beso se fue haciendo cálido, pero no llegó nunca a ser suave y agradable como había esperado. A pesar de los tres poderosos orgasmos que Sally-Katherine le había arrancado, su pene se endureció otra vez y, cuando estuvo muy duro, lo apretó contra el pene del otro Bruno y, lentamente, movió las caderas haciendo que sus órganos erectos se frotaran, sin dejar de besarse, sin dejar de mirar arrobado los ojos que le miraban desde el espejo. Durante un par de minutos fue mucho más feliz de lo que había sido en varios días.

Pero la alucinación se disipó de repente y la realidad volvió como un mazazo sobre hierro. Se dio cuenta de que no abrazaba a su otro yo y que intentaba el acto sexual con algo que no era más que un reflejo. Una descarga eléctrica de emoción pareció saltar de los ojos del espejo a sus propios ojos, y un shock tremendo estalló en su cuerpo; era un choque emocional; pero también le afectó físicamente sacudiéndole y retorciéndole. Su letargo se deshizo en un instante. De repente, recobró la energía; su mente empezó a girar y lanzar destellos.

Se acordó de que estaba muerto. Una mitad de él se hallaba muerta. La perra maldita le había apuñalado la semana pasada en Los Ángeles. Ahora estaba, a la vez, vivo y muerto.

Una profunda tristeza le embargó.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Comprendió que ya no podía volver a manejarse como lo había hecho antes. Nunca más.

No podía acariciarse o dejarse acariciar por sí mismo al igual que lo hacía en tiempos. Nunca más.

Ahora, solamente tenía dos manos, y no cuatro; sólo un pene, no dos; nada más que una boca, no un par de bocas.

Jamás podría besar a sí mismo, ni sentir sus dos lenguas acariciándose. Nunca más.

Una mitad de él había muerto.

Lloró.

Ya no volvería a tener relación sexual consigo mismo, como lo había hecho millares de veces en el pasado. Ahora no tendría más amante que su mano, sería el placer limitado de la masturbación.

Estaba solo.

Para siempre.

Permaneció un rato más ante el espejo, sollozando, con sus anchas espaldas doblegadas por el peso terrible de una abyecta desesperación. Pero, poco a poco, su dolor insoportable y su auto-compasión dieron paso a una ira creciente. Ella le había hecho aquello, Katherine. La perra. Había dado muerte a su mitad, le había dejado sintiéndose incompleto y desesperadamente vacío, hueco. Perra repugnante, egoísta, odiosa. A medida que su furia aumentaba, se sentía poseído por el impulso de romper cosas. Desnudo, pasó como un huracán por el pequeño chalé, compuesto de cuarto de estar, cocina y cuarto de baño, destrozando muebles, rasgando tapicerías, rompiendo platos, maldiciendo a su madre, maldiciendo al demonio de su padre, maldiciendo un mundo que no podía comprender.

En la cocina de Joshua Rhinehart, Hilary frotó tres grandes patatas para asar y las puso alineadas sobre el mármol, a fin de que estuvieran listas para meter en el horno de microondas tan pronto como los gruesos filetes alcanzaran la perfección en el asador. La labor doméstica era relajante. Contempló sus manos mientras trabajaba y apenas pensó en otra cosa que en la comida que había que preparar. Sus problemas retrocedieron al fondo de la mente.

Tony preparaba la ensalada. Estaba junto a ella, ante el fregadero, con las mangas de la camisa remangadas, lavando y cortando lechuga fresca.

Mientras preparaban la cena, Joshua habló con el sheriff por el teléfono de la cocina. Informó a Laurenki de los fondos retirados de las cuentas de Frye en San Francisco y del doble que andaba por alguna parte de Los Ángeles en busca de Hilary. También le comunicó los asesinatos en serie según la teoría a que habían llegado Tony, Hilary y él en su despacho poco antes. Laurenski no podía hacer gran cosa, según creían, porque en su jurisdicción no se había cometido ningún delito. Pero Frye podía ser culpable de crímenes locales de los que, por ahora, nada sabían. Y era muy probable que se siguieran cometiendo hasta que el misterio del doble fuera descifrado. Por esta razón, y porque la reputación de Laurenski había quedado un poco en entredicho cuando respondió de Frye ante el Departamento de Policía de Los Ángeles, el pasado miércoles por la noche, fue por lo que Joshua pensó, y Hilary le dio la razón, que el sheriff tenía derecho a conocer todo lo que sabían ellos. Aunque Hilary sólo podía oír una parte de la conversación telefónica, advirtió que Peter Laurenski estaba fascinado, y dedujo por las respuestas de Joshua, que el sheriff sugirió por dos veces que se exhumara el cuerpo de la tumba de Frye para determinar si se trataba o no de Bruno. Joshua prefería esperar a que el doctor Rudge y Rita Yancy hubieran hablado; pero aseguró a Laurenski que la exhumación tendría lugar, si Rudge y Yancy no podían contestar a todas las preguntas que pensaba hacerles.

Cuando terminó de hablar con el sheriff, Joshua dedicó su atención a la ensalada de Tony, debatió consigo mismo si la lechuga estaba bien escurrida, si los rabanitos picaban mucho o poco, examinó los filetes como si buscara fallos en un diamante. Dijo a Hilary que metiera las patatas en el microondas, trinchó rápidamente cebollino fresco para mezclar con la crema agria y descorchó dos botellas de «Cabernet Souvignon» californiano, un vino tinto muy seco de las bodegas de Robert Mondavi, del otro lado del camino. Resultaba agobiante en la cocina; su preocupación y meticulosidad divertían a Hilary.

Se sorprendió por la rapidez con que había llegado a gustarle el abogado. Pocas veces se sentía tan cómoda con una persona que sólo conocía desde un par de horas antes. Pero su aspecto paternal, su sinceridad, su ingenio, su inteligencia y su cortesía, curiosamente anticuada la hacían sentirse acogida y segura en su compañía.

Cenaron en el comedor, una estancia rústica, acogedora, con tres paredes blanqueadas y una de viejo ladrillo visto; el suelo de roble y el techo con vigas descubiertas. De tanto en tanto, rachas de lluvia azotaban las encantadoras ventanas emplomadas.

Al sentarse a la mesa, Joshua advirtió:

—Una orden. Nadie hablará de Bruno Frye hasta no haber terminado el último bocado de carne, el último sorbo de este vino excelente, el último trago del café y el último chupito de brandy.

—De acuerdo —aceptó Hilary.

—Desde luego —dijo Tony—. Creo tener la mente sobrecargada del tema desde hace tiempo. Hay otras cosas en el mundo que merecen ser comentadas.

—Sí —afirmó Joshua—. Pero, por desgracia, muchas de ellas son tan deprimentes como la historia de Frye. La guerra, el terrorismo, la inflación, la vuelta de los luditas y los políticos ineptos y…

—… arte y música y cine, y los últimos descubrimientos en medicina, y la próxima revolución tecnológica que mejorará muchísimo nuestras vidas, pese a los nuevos luditas —concluyó Hilary.

Joshua la miró con ojos entrecerrados:

—¿Su nombre es Hilary o Poliana?

—¿Y el suyo, Joshua o Casandra?

—Casandra tenía razón cuando hacía sus profecías sobre predestinación y destrucción —comentó Joshua—; pero una vez tras otra la gente se negó a creerla.

—Si nadie cree en uno —observó Hilary—, ¿de qué sirve tener razón?

—Oh, yo ya he intentado dejar de tratar de convencer a la gente de que el Gobierno es el único enemigo y de que el Gran Hermano nos comerá a todos. He renunciado a pretender convencerles de que hay un centenar de cosas más que a mí me parecen verdades obvias pero que ellos no captan. Hay demasiados locos que nunca comprenderán. Pero me produce una satisfacción inmensa saber que tengo razón y ver cada vez con mayor frecuencia la prueba de ello en los periódicos. Lo sé. Y me basta.

—Ah —dijo Hilary—; en otras palabras, no le importa que el mundo se hunda bajo nuestros pies, siempre que pueda tener la satisfacción egoísta de decir: «Ya os lo advertí».

—¡Uf! —exclamó Joshua.

Tony se echó a reír.

—Guárdese de ella, Joshua. Recuerde que se gana la vida utilizando con habilidad las palabras.

Durante tres cuartos de hora, charlaron acerca de muchas cosas; pero después, sin saber cómo, pese a su compromiso, se encontraron hablando de Bruno Frye otra vez, mucho antes de haber terminado el vino y de pensar en el café y el brandy.

En un momento dado, Hilary preguntó:

—¿Qué pudo haberle hecho Katherine para que la temiera y odiara tanto como, por lo visto, la teme y odia?

—Esto es lo que yo pregunté a Latham Hawthorne —contestó Joshua.

—¿Qué le dijo?

—Que no tenía la menor idea. Todavía me cuesta creer que pudo existir tal odio entre ellos sin que yo lo viera en todos los años que les conocí. Katherine pareció siempre adorarle. Y Bruno a ella. Por supuesto, en la ciudad todos creían que era una especie de santa. En primer lugar, por haber adoptado al niño; pero ahora da la impresión de haber sido más demonio que santa.

—Espere un poco —rogó Tony—. ¿Lo adoptó? ¿Quiere decir que es hijo adoptivo?

—Es lo que acabo de explicar. Pudo haber dejado que el niño fuera a un orfanato; pero no lo hizo. Le abrió su corazón y su hogar.

—Pero —se asombró Hilary— creíamos que era su hijo.

—Por adopción —puntualizó Joshua.

—No se mencionó en los periódicos —observó Tony.

—Ocurrió hace muchísimo tiempo —aclaró Joshua—. Bruno vivió toda su vida, excepto unos pocos meses, como un Frye. A veces me parecía que era más Frye que el propio hijo de Katherine, si hubiera tenido uno. Sus ojos tenían la misma expresión que los de ella. Y poseía la personalidad fría, introvertida y melancólica que caracterizaba a Katherine… y también a Leo, según dice la gente.

—Si fue adoptado —musitó Hilary—, cabe la posibilidad de que tenga un hermano.

—No, no lo tenía.

—¿Cómo puede estar tan seguro? ¡Quizás incluso tenga un gemelo! —exclamó Hilary excitada por la idea.

Joshua frunció el ceño:

—¿Piensa que Katherine adoptó uno de un par de gemelos sin saberlo?

—Esto explicaría la súbita aparición de un doble —comentó Tony.

La frente de Joshua se arrugó mucho más:

—Bien, ¿y dónde ha estado este gemelo misterioso durante todos estos años?

—Probablemente educado por otra familia —sugirió Hilary dando cuerpo a su teoría—. En otra ciudad, en otra parte del Estado.

—O tal vez en otra parte del país —añadió Tony.

—¿Están tratando de decirme que, de algún modo, Bruno y su perdido hermano llegaron a encontrarse?

—¿Por qué no?

Joshua meneó la cabeza:

—Tal vez fuera posible; pero no en este caso. Bruno fue hijo único.

—¿Está seguro?

—No cabe la menor duda. Las circunstancias de su nacimiento no son secretas.

—Pero gemelos…, la teoría es tan preciosa —insistió Hilary.

—Lo sé —asintió Joshua—. Es una respuesta fácil y me gustaría encontrar una explicación igual de fácil para acabar con esto rápidamente. Créame, odio tener que destruir su hipótesis.

—A lo mejor no puede —porfió Hilary.

—Puedo.

—Probemos —dijo Tony—. Díganos de dónde salió Bruno, quién fue su verdadera madre. Puede que podamos destruir su historia. Puede que no sea tan simple como cree.

Después de haber rasgado, roto y destrozado casi todo lo de la casita, Bruno se controló; su rabia feroz, bestial, se enfrió hasta pasar a ser una ira menos destructiva, menos inhumana. Por un instante, después de que su estado de ánimo bajó del punto de ebullición, se plantó en medio de los destrozos, jadeando, con el sudor cayendo por su frente y brillando sobre su cuerpo desnudo. Después, pasó a la alcoba y se vistió.

Una vez vestido, fue al pie de la cama ensangrentada y contempló el cuerpo brutalmente despedazado de la mujer que había conocido como Sally. Ahora, demasiado tarde, se dio cuenta de que no había sido Katherine. No había sido otra de las reencarnaciones de su madre. La vieja perra no había pasado del cuerpo de Hilary al de Sally; no podría hacerlo hasta que Hilary muriera. Bruno no se explicaba cómo había podido pensar lo contrario; se sorprendió de su enorme confusión.

Sin embargo, no sentía remordimiento por lo que le había hecho a Sally. Aunque no se tratase de Katherine, fue una de las doncellas, una mujer enviada por el Infierno para servir a Katherine. Sally había formado parte del enemigo, una conspiradora en el complot para asesinarle. Estaba seguro. Quizás incluso había sido una de las muertas vivientes. Sí. Por supuesto. Se hallaba segurísimo. Sí. Sally había sido, igual que Katherine, una muerta en un cuerpo nuevo, uno de esos monstruos que se niegan a quedarse en la tumba a la que pertenecen. Era una de ellos. Se estremeció. Tenía la convicción de que ella había sabido desde el principio dónde se ocultaba Hilary-Katherine. Pero guardó el secreto y merecía morir por su inquebrantable fidelidad a su madre.

Además, no podía decirse que por causa de él hubiera muerto, porque volvería a la vida en algún otro cuerpo, arrojando de él a la persona a la que correspondía por derecho.

Ahora debía olvidar a Sally y encontrar a Hilary-Katherine. Todavía andaba suelta por ahí, esperándole.

Necesitaba localizarla y darle muerte antes de que ella encontrara el medio de adelantársele y matarlo a él.

Sally por lo menos le había dado una pequeña pista. Un nombre. El de ese Topelis. El agente de Hilary Thomas. Topelis seguramente sabría dónde estaba escondida.

Retiraron los platos de la cena y Joshua sirvió más vino a todo el mundo antes de contarles la historia de cómo pasó Bruno de ser un huérfano desamparado a convertirse en el único heredero del patrimonio Frye. Había conseguido estos datos a lo largo de los años, casi gota a gota, de Katherine y de otras personas que habían vivido en Santa Helena mucho antes de que él se estableciera en el valle como abogado.

En 1940, el año en que nació Bruno, Katherine contaba veintiséis años y seguía viviendo con su padre, Leo, en la solitaria casa del acantilado, detrás y por encima de las bodegas, donde habían vivido juntos desde 1918, el año en que murió la madre de Katherine. La muchacha estuvo fuera de casa sólo parte de un año que había pasado en un colegio de San Francisco; dejó la escuela porque no quiso estar lejos de Santa Helena sólo para adquirir unos conocimientos rancios que no utilizaría nunca. Adoraba el valle y la gran casa victoriana del acantilado. Katherine era una mujer guapa y bien formada, que pudo haber tenido cuantos galanes deseara; pero que parecía no interesarse lo más mínimo por los romances. Aunque era todavía joven, su personalidad introvertida y su actitud fría con todos los hombres, convencieron a la mayoría de la gente que la conocía de que acabaría siendo una solterona y que, además, estaría encantada de serlo.

Entonces, en enero de 1940, Katherine recibió una llamada de una amiga, Mary Gunther, que había conocido en el colegio años atrás. Mary necesitaba ayuda; un hombre había abusado de ella. Le había prometido casarse, la había entretenido con excusa tras excusa, y luego se esfumó cuando llevaba seis meses de embarazo. Mary estaba casi arruinada y no tenía familia a quien recurrir, ni amiga tan íntima como Katherine. Unos meses después, le pidió que fuera a San Francisco para cuando llegara el niño; Mary no quería encontrarse sola en aquel trance. También rogó a Katherine que cuidara del niño hasta que ella, Mary, encontrara un trabajo y pudiera ahorrar algo y poder proporcionar un hogar a su hijo. Katherine aceptó ayudarle y empezó a decir a la gente de Santa Helena que iba a ser una madre adoptiva temporal. Parecía felicísima, tan excitada por el proyecto, que la gente empezó a comentar lo buena madre que sería para sus hijos, si encontrara un hombre que se casara con ella y se los proporcionara.

Seis semanas después de la llamada de Mary Gunther y seis semanas antes de que marchara a San Francisco, como había previsto, para estar junto a su amiga, Leo sufrió un tremendo derrame cerebral y cayó muerto entre las altas hileras de barriles de roble de una de las inmensas naves de la bodega. Aunque Katherine se quedó atontada y abatida por el dolor, y aunque tenía que empezar a aprender el negocio familiar, no se echó atrás en su promesa a Mary Gunther. En abril, cuando Mary avisó que el niño había llegado, Katherine marchó a San Francisco. Estuvo fuera más de dos semanas y, a su regreso, traía un bebé, Bruno Gunther, el hijito frágil y alarmantemente pequeño de Mary.

Katherine contaba con tener al niño un año, el tiempo que Mary necesitaba para estar en condiciones de asumir la completa responsabilidad de la criatura. Pero, transcurridos seis meses, llegó la noticia de que Mary volvía a estar en apuros, esta vez peor que antes…, un tipo de cáncer virulento. Mary se estaba muriendo. Le quedaban sólo unas semanas de vida, un mes como mucho. Katherine llevó al niño a San Francisco a fin de que la madre pudiera estar con él durante el poco tiempo de vida que le quedaba. En los últimos días, Mary hizo todos los arreglos legales necesarios para que Katherine pudiera ser la guardiana permanente del niño. Los padres de Mary habían muerto; no tenía familiares con los que Bruno pudiera vivir. Si Katherine no se hubiera hecho cargo de él, habría ido a parar a un orfelinato o a unos padres adoptivos que podían ser buenos con él, o no. Mary murió. Katherine pagó el entierro y volvió a Santa Helena con Bruno.

Crió al niño como si fuera el suyo propio, actuando no como una tutora sino como una madre preocupada y cariñosa. Podía haberse permitido niñeras y abundante servicio para la casa; pero no los contrató; se negaba a dejar que nadie más cuidara del chiquillo. Leo no había tenido servicio doméstico y Katherine tenía el mismo espíritu independiente que su padre. Se defendía bien sola. Cuando Bruno cumplió cuatro años, volvió a San Francisco, a visitar al juez que le había concedido su custodia a petición de Mary, y adoptó a Bruno legalmente, dándole el nombre de la familia, Frye.

Esperando encontrar algún indicio en la historia de Joshua, al acecho de cualquier incongruencia o absurdo, Hilary y Tony tenían los brazos apoyados sobre la mesa del comedor mientras escuchaban el relato. Luego, se recostaron en sus sillas y levantaron sus vasos de vino.

Joshua, prosiguió:

—Todavía hay gentes en Santa Helena que recuerdan a Katherine Frye como la santa mujer que tomó a su cargo a un niño abandonado y le proporcionó amor y una buena fortuna.

—¿Así que no hubo gemelo? —preguntó Tony.

—Decididamente no —respondió Joshua.

Hilary suspiró:

—Lo cual quiere decir que estamos de nuevo en el mismo sitio.

—Hay un par de cosas en la historia que me intrigan —comentó Tony.

Joshua enarcó las cejas:

—¿Cuáles?

—Bien, incluso en esta época, pese a nuestras actitudes liberales, a una mujer soltera le resulta condenadamente difícil adoptar un niño —observó Tony—. Y, en 1940, debía ser casi imposible.

—Creo que puedo explicarlo. Si la memoria no me engaña, Katherine me dijo una vez que ella y Mary se habían anticipado a la negativa, por parte del juez, a sancionar el arreglo. Así que le contaron lo que ambas consideraron una mentira piadosa. Dijeron que Katherine era prima de Mary, y su más próxima parientes viva. En aquellos días, si un pariente cercano quería hacerse cargo de un niño, el juez lo aprobaba casi automáticamente.

—¿Y el juez aceptó su supuesto parentesco sin comprobarlo? —preguntó Tony.

—Debe tener en cuenta que, en 1940, los jueces tenían mucho menos interés en complicarse en asuntos de familia de lo que parecen tener ahora. Fue una época en que los americanos consideraban el papel del Gobierno como si careciera de importancia. Eran tiempos más sensatos que los de ahora.

Dirigiéndose a Tony, Hilary preguntó:

—Dijiste que había un par de cosas que te intrigaban. ¿Cuál es la otra?

Tony, abrumado, se pasó la mano por el rostro:

—La otra es algo difícil de poner en palabras. Es una corazonada. Pero la historia me parece… demasiado perfecta.

—¿Quiere decir fabricada? —preguntó Joshua.

—No lo sé. No sé bien lo que quiero decir. Pero cuando se ha sido policía tanto tiempo como yo, se desarrolla un olfato para este tipo de cosas.

—¿Y algo huele raro? —preguntó Hilary.

—Creo que sí.

—¿Qué? —preguntó Joshua.

—Nada determinado. Como he dicho, la historia me parece demasiado perfecta, demasiado fácil… —Bebió el resto del vino y continuó—: ¿Pudo ser Bruno realmente hijo de Katherine?

Joshua lo miró estupefacto. Cuando pudo hablar exclamó:

—¿Habla en serio?

—Sí.

—¿Me pregunta si es posible que se inventara toda la historia de Mary Gunther y se fuera a San Francisco para tener a su hijo?

—Eso es lo que me gustaría saber.

—No —respondió Joshua—. No se hallaba embarazada.

—¿Está seguro?

—Bueno, yo, personalmente, no le hice ningún análisis de orina, ni la prueba de la rana. Ni siquiera vivía en el valle en el año 1940. No llegué hasta el cuarenta y cinco, después de la guerra. Pero he oído la historia repetidas veces, en parte y completa, contada por gentes que estaban aquí en el año cuarenta. Ahora bien, me dirá que lo más probable es que repitieran lo que ella les contó. Pero, si estaba embarazada, no habría podido disimularlo, y menos en una ciudad tan pequeña como ésta. Todo el mundo se hubiera enterado.

—Hay un reducido porcentaje de mujeres que no abultan demasiado cuando esperan un bebé. Uno las mira y ni se entera —observó Hilary.

—Han olvidado que no estaba interesada por los hombres —les recordó Joshua—. No salía con ninguno. ¿Cómo era posible que quedara embarazada?

—Quizá no salía con los de aquí —observó Tony—. Pero, en tiempo de cosecha, hacia finales del verano, ¿no hay muchos obreros forasteros en los viñedos? Y pueden encontrarse bastantes que sean jóvenes, guapos y viriles.

—Espere, espere, espere —le contuvo Joshua—. Vuelve a salirse de madre. ¿Está tratando de decirme que Katherine, cuya falta de interés por los hombres fue tan comentada, se enamoró de pronto de un jornalero?

—Otras veces ha ocurrido.

—Pero también está sugiriendo que esa improbable pareja de enamorados tuvieron su breve relación en una pecera, sin que nadie los descubriera y sin provocar comentarios. Y, además, pretende que era una mujer única, una entre un millar, que no parecía embarazada aunque lo estuviera. No. —Joshua meneó su blanca cabeza—. Es demasiado para mí. Demasiadas coincidencias. Usted considera que la historia de Katherine es demasiado cómoda, demasiado perfecta y que, según sus locas suposiciones, cobra el terrible aspecto de la realidad.

—Tiene razón —asintió Hilary—. Otra teoría prometedora se va por los suelos.

Terminó su vino. Tony se rascó la barbilla y suspiró.

—Sí. Estoy muy agotado para razonar con sensatez. Pero tampoco creo que la historia de Katherine sea del todo sensata. Hay algo más. Algo que ocultaba. Algo extraño.

En la cocina de Sally, de pie sobre la loza rota, Bruno Frye abrió la guía y buscó el número de Topelis y Asociados. Sus oficinas estaban en Beverly Hills. Marcó el número y se encontró con un servicio de información, que era lo que había esperado.

—Estoy en un apuro —explicó a la operadora— y pensé que podría ayudarme.

—¿Se trata de una emergencia?

—Sí. Verá, mi hermana es una de los clientes de Mr. Topelis. Se ha producido una muerte en la familia y tengo que localizarla ahora mismo.

—¡Oh, cuánto lo siento!

—La cosa es que mi hermana está, por lo visto, disfrutando de unas breves vacaciones y no sé a qué lugar ha ido.

—Ya.

—Es urgente que me ponga en contacto con ella.

—Bien, normalmente pasaría su llamada a Mr. Topelis, pero esta noche ha salido y no dejó un número donde pudiera localizársele.

—Tampoco querría molestarle —insistió Bruno—. Pensé que con tantas llamadas, podría saber quizá dónde está mi hermana. Quiero decir que a lo mejor llamó y dejó algún recado para Mr. Topelis, algo que permitiera saber dónde se encuentra.

—¿Cómo se llama su hermana?

—Hilary Thomas.

—¡Oh, sí! Sé dónde está.

—Magnífico. ¿Dónde?

—No tomé ningún mensaje suyo, pero alguien llamó hace un momento y dejó un recado para Mr. Topelis, a fin de que se lo pasara a ella. No corte, por favor. Un momento.

—Bien.

—Lo tengo escrito por aquí.

Bruno esperó paciente mientras la operadora revisaba sus notas. De pronto le dijo.

—Aquí está. Llamó un tal Wyant Stevens. Quería que Mr. Topelis dijera a Miss Thomas que él, Mr. Stevens, quería que supiera que no podría dormir hasta que llegara de Santa Helena y le diera la oportunidad de hacer un trato. Así que debe estar en Santa Helena.

Bruno se quedó helado. No pudo hablar.

—Ignoro el hotel o el motel —prosiguió la operadora excusándose—. Pero no debe haber muchos sitios para vivir en todo el valle de Napa, así que no tendrá dificultad en localizarla.

—Ninguna —asintió Bruno tembloroso.

—¿Sabe si conoce a alguien en Santa Helena?

—¿Qué?

—Se me ha ocurrido que a lo mejor se encuentra en casa de algún amigo.

—Sí, creo que ya sé dónde está.

—Siento de veras lo de la muerte.

—Oh. —Se pasó la lengua por los labios, nervioso—. Sí. Ha habido unas cuantas muertes en la familia durante los últimos cinco años. Gracias por su ayuda.

—De nada.

Colgó. Estaba en Santa Helena.

La maldita perra había regresado.

¿Por qué? ¿Qué estaría haciendo, Dios mío? ¿Qué andaba buscando? ¿Qué tramaba?

Fuera lo que fuera lo que se propusiese, no le haría ningún bien a él. De eso estaba segurísimo.

Como un loco, temeroso de que estuviera preparando algo que pudiera ser su muerte, empezó a llamar a las compañías de aviación de Los Ángeles Internacional, tratando de conseguir una plaza en un vuelo hacia el Norte. No había más que aviones directos hasta por la mañana, y ya no quedaban plazas en ningún vuelo de primera hora. Le sería imposible salir de Los Ángeles hasta mañana por la tarde.

Y sería ya irremediable.

Lo sabía. Lo sentía.

Tenía que apresurarse.

Decidió ir en coche. La noche era joven. Si se sentaba al volante y le daba al acelerador, podía llegar a Santa Helena al amanecer.

Tenía la sensación de que su vida dependía de ello.

Salió corriendo de la casita, tropezando con los restos del mobiliario y demás ruinas, dejando la puerta de entrada de par en par, sin preocuparse de ser cuidadoso, sin molestarse en vigilar si había alguien cerca. Cruzó el césped en un par de zancadas, hacia la calle oscura y desierta, en busca de su furgoneta.

Después de disfrutar del café y brandy, en la leonera, Joshua les mostró la habitación de huéspedes y el baño comunicante, en la otra punta de la casa. La estancia era amplia y agradable, con ventanas emplomadas de grandes alféizares, como las del comedor. La cama, de baldaquín, era enorme y encantó a Hilary.

Una vez dieron las buenas noches a Joshua, cerraron la puerta, corrieron las cortinas para evitar que la noche ciega les contemplara, y tomaron una ducha juntos para calmar sus músculos doloridos. Estaban exhaustos, y sólo se proponían recobrar de nuevo su dulce y relajante placer asexual del baño que habían compartido la noche anterior en el hotel del aeropuerto de Los Ángeles. Ni uno ni otro esperaban que la pasión asomara a su bello rostro. Sin embargo, mientras él le enjabonaba el pecho, los movimientos pausados, circulares, rítmicos de sus manos enardecieron su piel y provocaron deliciosos estremecimientos en ella. Tony abarcó sus senos, llenando con ellos sus grandes manos; los pezones se endurecieron y traspasaron la espuma jabonosa que los envolvía. Entonces, se arrodilló y lavó su vientre, sus largas y finas piernas, sus nalgas. Para Elilary el mundo se transformó en una pequeña esfera, de limitadas imágenes, con pocos sonidos y exquisitas sensaciones: el olor a lilas del jabón, el chasquido del agua al caer, los remolinos del vapor y el cuerpo de Tony delgado y flexible con el agua resbalando sobre sus bien marcados músculos, el ansioso e increíble aumento de su virilidad al tocarle a ella el turno de enjabonarle. Cuando terminaron de ducharse, habían olvidado lo cansados que se sentían, habían olvidado sus músculos doloridos; sólo quedaba el deseo.

En la gran cama, a la suave luz de una sola lámpara, la cogió en sus brazos y le besó los ojos, la nariz, los labios. También fue besando su barbilla, su cuello y sus pezones turgentes.

—Por favor —suplicó Hilary—. ¡Ahora!

—Sí —le contestó con el rostro hundido en el hueco de su cuello.

Ella abrió las piernas para él, y la penetró.

—Hilary —musitó—. Mi dulce Hilary.

Entró en ella con fuerza; pero a la vez con ternura, y la llenó.

Se movió al mismo ritmo que él. Sus manos acariciaron su fuerte espalda, trazando el perfil de sus músculos. Nunca se había sentido tan viva, tan llena de energía. En menos de un minuto empezó a gozar, y creyó que no podría parar nunca, sino que iba a saltar de cima en cima, una y otra vez, para siempre, de modo interminable.

Al moverse dentro de ella, se hicieron un solo cuerpo y alma, de un modo que jamás había sentido con otro hombre. Y sabía que Tony experimentaba la misma sensación, percibía aquel lazo profundo y único. Estaban unidos físicamente, intelectual, emocional y psíquicamente, fundidos en un solo ser, que era infinitamente superior a la suma de sus dos partes y en aquel momento de sinergismo, que ninguno de los dos había experimentado con otros amantes, Hilary comprendió que lo que poseían era tan especial, tan importante, tan raro, tan poderoso, que perduraría mientras vivieran. Al decir su nombre y alzarse para mejor recibir sus acometidas y llegar de nuevo al clímax, y cuando él empezó a vaciarse en ella, en su profunda oscuridad, se reafirmó en que, como ya había sabido desde la primera vez que hicieron el amor, podía confiar y apoyarse en él como jamás había podido hacerlo con otro ser humano.

Por encima de todo, y lo más importante, supo que nunca más volvería a sentirse sola.

Después, mientras descansaban bajo las mantas, él dijo:

—¿Quieres hablarme de la cicatriz que tienes en el costado?

—Sí. Ahora sí.

—Parece una herida de bala.

—Lo es. Tenía diecinueve años, vivía en Chicago. Hacía un año que había salido de la escuela superior. Estaba trabajando como mecanógrafa, tratando de ahorrar dinero para poder vivir sola. Pagaba a Earl y Emma un alquiler por mi habitación.

—¿Earl y Emma?

—Mis padres.

—¿Les llamabas por su nombre?

—Nunca pensé en ellos como mi padre y mi madre.

—Debieron lastimarte mucho —musitó comprensivo.

—Siempre que pudieron.

—Si no quieres hablar de eso ahora…

—Quiero hacerlo. De pronto, por primera vez en mi vida, deseo hablar de ello. No me duele hacerlo. Porque ahora te tengo a ti y esto me compensa de todo lo malo pasado.

—Mi familia era pobre —comentó Tony—. Pero en nuestra casa había amor.

—Fuiste afortunado.

—Lo siento por ti, Hilary.

—Ya se acabó. Hace tiempo que murieron, y debería haberlos exorcizado desde hace años.

—Cuéntamelo.

—Les pagaba unos dólares semanales de alquiler, que empleaban para comprarse bebida; pero iba guardando todo lo demás que me quedaba de mi sueldo de mecanógrafa. Hasta el último céntimo. No era mucho, pero iba creciendo en el Banco. Ni siquiera gastaba mucho para el almuerzo; prescindía de él. Estaba decidida a buscarme un apartamento. No me importaba que fuera un lugar sórdido, con habitaciones oscuras, mala fontanería y cucarachas… pero sin Earl y Emma.

Tony besó su mejilla, la comisura de sus labios.

—Por fin ahorré lo suficiente. Estaba dispuesta a marcharme. Un día más, una paga más y me vería libre.

Se estremeció.

Tony la estrechó con más fuerza.

—Aquel día llegué a casa del trabajo y entré en la cocina… y allí estaba Earl sujetando a Emma contra la nevera. Tenía una pistola. Le había metido el cañón entre los dientes.

—Dios mío.

—Estaba atravesando una mala racha de… ¿Sabes lo que es el delirium tremens?

—Sí. Son alucinaciones. Ataques de pánico irracional. Algo que ocurre a los verdaderos alcohólicos crónicos. He tratado con gentes que han sufrido delirium tremens. Suelen ser violentos e imprevisibles.

—Earl le tenía la pistola entre los dientes, que ella mantenía apretados y él empezó a chillar locuras sobre gusanos gigantes que, según creía salían de las paredes. Acusó a Emma de dejarlos salir, y quería que ella se lo impidiera. Traté de hablarle; pero no escuchaba. Los gusanos siguieron saliendo de las paredes y empezaron a arrastrarse junto a sus pies; se puso furioso con Emma y apretó el gatillo.

—¡Jesús!

—Vi cómo estallaba su rostro.

—Hilary…

—Necesito hablar de ello.

—Está bien.

—Nunca le he contado a nadie lo que pasó.

—Te escucho.

—Cuando disparó contra ella salí corriendo de la cocina. Sabía que no podría escapar del piso antes de que él me disparara por la espalda, así que fui a refugiarme a mi habitación. Cerré la puerta con llave; pero él la descerrajó de un tiro. En aquel momento, estaba convencido de que yo era la causante de que los gusanos salieran de las paredes. Me disparó. No fue una herida fatal; pero me dolía horrores, como si tuviera un hierro candente en el costado, y sangraba mucho.

—¿Por qué no volvió a dispararte? ¿Qué te salvó?

—Le apuñalé.

—¿Le apuñalaste? ¿De dónde sacaste el cuchillo?

—Guardaba uno en mi habitación. Lo tenía desde los ocho años. Pero no tuve que usarlo hasta entonces. Siempre había pensado que si en una de sus palizas se pasaban y parecía que fueran a acabar conmigo, les atacaría para salvarme. Así que ataqué a Earl en el mismo momento que disparaba. No le herí más que él a mí; pero se quedó helado, aterrorizado al ver su sangre. Salió corriendo de mi alcoba hacia la cocina. Volvió a increpar a Emma insistiendo en que hiciera desaparecer a los gusanos antes de que olieran su sangre y se lanzaran contra él. Entonces vació el cargador en la pobre Emma porque no quería echar a los gusanos. La herida del costado me dolía terriblemente y estaba asustada; pero fui contando los disparos. Cuando creí que se habían terminado las municiones, salí de la alcoba y me arrastré hacia la puerta de salida. Pero él tenía varias cajas de balas. Había vuelto a cargar. Me vio y disparó desde la cocina. Corrí otra vez a mi habitación. Atranqué la puerta con una cómoda y confié en que viniera alguien antes de desangrarme. Earl se asomó a las ventanas siguió chillando sobre gusanos, y después sobre cangrejos gigantes y descargando la pistola en Emma. Le metió lo menos ciento cincuenta balas antes de que terminara todo. La hizo pedazos. La cocina era como un matadero.

Tony se aclaró la garganta:

—¿Qué le ocurrió a él?

—Se suicidó cuando por fin llegó la Policía.

—¿Y tú?

—Una semana en el hospital. Y una cicatriz para recordar.

Guardaron silencio un instante. Más allá de las cortinas, más allá de las ventanas emplomadas, arreciaba el viento de la noche.

—No sé qué decirte —murmuró Tony.

—Puedes decirme que me quieres.

—Te quiero.

—Dímelo otra vez.

—Te quiero.

—Y yo te quiero a ti, Tony.

La besó.

—Te quiero más de lo que jamás creí poder querer a alguien. En una semana, me has cambiado para siempre.

—Eres fuerte —dijo Tony, admirativo.

—Tú me das la fuerza.

—Antes de que yo apareciera, tenías ya mucha.

—No la suficiente. Tú me has dado más… Por regla general, sólo pensar en aquel día en que me disparó… me impresiona, vuelvo a sentir miedo, como si hubiera sucedido ayer. Pero esta vez no lo he tenido. Te lo he contado todo, y casi no me ha afectado. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque todas las cosas terribles que ocurrieron en Chicago, y todo lo que había sucedido antes, ahora es historia pasada. Ya nada importa. Te tengo a ti y tú me compensas por todo lo malo que he dejado atrás. Equilibras la balanza. En realidad, la inclinas a mi favor.

—Eso funciona en las dos direcciones, sabes. Te necesito tanto como tú a mí.

—Lo sé. Es lo que hace que sea tan perfecto.

Volvieron a guardar silencio. Hasta que ella habló de nuevo:

—Hay otra razón por la que estos recuerdos de Chicago han dejado de causarme miedo…, quiero decir, además del hecho de tenerte.

—¿Y cuál es?

—Bueno, tiene relación con Bruno Frye. Esta noche he empezado a darme cuenta de que él y yo tenemos mucho en común. Parece que debió soportar, por parte de Katherine, el mismo tipo de tortura que yo sufrí de Earl y Emma. Pero él fue vencido, yo no. Ese hombre fuerte se derrumbó, sin embargo yo aguanté. Esto para mí significa mucho. Me dice que no debo preocuparme demasiado, que no he de temer confiarme a la gente, que soy capaz de encajar cualquier cosa que el mundo me eche.

—Es lo que te he dicho. Eres fuerte, resistente, dura como el hierro.

—Dura no. Tócame. ¿Me notas dura?

—Aquí no.

—¿Y aquí?

—Firme —observó Tony.

—Firme no es lo mismo que duro.

—Eres agradable al tacto.

—Agradable tampoco es lo mismo que duro.

—Agradable, firme y caliente.

Ella le tocó:

—Esto sí es duro —le dijo sonriendo.

—Pero no resulta difícil ablandarlo. ¿Quieres que te lo demuestre?

—Sí. Sí, demuéstramelo.

Volvieron a hacer el amor.

Al entrar Tony en ella y explorarla con largos y suaves contactos, a medida que oleadas de placer la estremecían, tuvo la seguridad de que todo saldría bien. El acto de amor la tranquilizaba dándole tremenda confianza en el futuro. Bruno Frye no había salido de la tumba. No la perseguía un cadáver ambulante. Habría una explicación lógica. Mañana hablarían con el doctor Rudge y con Rita Yancy, y se enterarían de lo que se ocultaba tras el misterio de Frye duplicado. Descubrirían suficiente información y pruebas para ayudar a la Policía; encontrarían al doble y le arrestarían. Pasaría el peligro. Después, estaría siempre con Tony. Y entonces no podría sucederle nada malo. Nada la lastimaría. Ni Bruno Frye ni nadie más podrían hacerle daño. Por fin era feliz y estaba a salvo.

Más tarde, cuando se hallaba al borde del sueño, el retumbar de un trueno llenó el cielo, rebotó por las montañas hasta el valle, y cubrió la casa. Una extraña idea cruzó por su mente: «El trueno es una advertencia. Es un presagio. Me dice que tenga cuidado y no me sienta tan segura de mí misma».

Pero antes de que pudiera analizar con más profundidad la idea, cayó en lo más hondo del sueño.

Frye salió de Los Ángeles en dirección norte, primero viajando junto al mar, y luego metiéndose tierra adentro por la autopista.

California acababa de salir de uno de sus períodos de escasez de gasolina. Las estaciones de servicio se encontraban abiertas. Podía conseguir combustible. La autopista era una arteria de cemento que cruzaba la carne del Estado. Los escalpelos gemelos de sus faros la ponían al desnudo para su examen.

Mientras conducía, pensaba en Katherine. ¡Perra! ¿Qué estaría haciendo en Santa Helena? ¿Se habría trasladado a la casa del acantilado? Si era así, también habría vuelto a controlar la bodega. ¿Intentaría obligarle a volver a vivir con ella? ¿Tendría que permanecer con ella y obedecerla como antes? Todas aquellas preguntas eran de una importancia vital para él, aunque la mayoría de ellas no tenían el menor sentido ni podían recibir una respuesta sensata.

Comprendía que su mente no estaba clara. No le era posible pensar con claridad por más que se esforzara, y esta incapacidad le asustaba.

Por un instante, se preguntó si la casa era suya todavía. Después de todo, estaba muerto. O muerto a medias. Y le habían enterrado. O creían que lo habían hecho. El patrimonio sería liquidado.

Al pensar Bruno en la extensión de sus pérdidas, se enfureció con Katherine por quitarle tanto y dejarle con tan poco. Le había matado, le había separado de sí mismo, dejándole solo, sin que pudiera tocar o hablar con sí mismo, y ahora incluso se había instalado en su casa.

Apretó el acelerador hasta que el indicador de velocidades marcó más de ciento treinta kilómetros por hora.

Si un poli se atreviese a pararle por exceso de velocidad, Bruno estaba dispuesto a matarlo. Utilizaría el cuchillo. Le desollaría. Le abriría en canal. Nadie iba a impedir a Bruno Frye que llegara a Santa Helena antes de la salida del sol.