El martes por la mañana, y por segunda vez en ocho días, Los Ángeles fue sacudida por un temblor de registro medio. Llegó hasta 4,6 de la escala de Richter, según la medición del Cal Tech, y duró veintitrés segundos.
No hubo desperfectos importantes y la mayoría de angelinos, al comentarlo, lo tomaron a broma. Se hicieron chistes. Uno era el de los árabes queriendo llevarse parte del país por deudas de petróleo impagadas. Y aquella noche, por televisión, Johnny Carson dijo que la causante del seísmo había sido Dolly Parton, saltando precipitadamente de la cama. Sin embargo, para los nuevos residentes, aquellos veintitrés segundos no habían sido nada divertidos, y les costaba creer que algún día estarían tan acostumbrados que no darían importancia al suelo moviéndose bajo sus pies. Naturalmente, un año más tarde, estarían haciendo sus propios chistes sobre otros temblores.
Hasta el que fue de verdad importante.
Un profundo pánico subconsciente, jamás mencionado, el miedo al terremoto de los terremotos, el que acabaría con ellos para siempre, era lo que hacía que los californianos bromearan sobre los pequeños temblores. Si uno pensaba demasiado en la posibilidad del cataclismo, si se detenía a meditar en la traicionera tierra, quedaría paralizado por el miedo. La vida debía seguir sin tener en cuenta los riesgos. Después de todo, el gran temblor podía tardar cien años en llegar. Quizá no se produjera nunca. La mayoría de la gente moría más en aquellos inviernos orientales, nevados, bajo cero, que en los terremotos californianos. Era tan peligroso vivir en Florida, país de huracanes, o en las llanuras batidas por los tornados en el Medio Oeste, como construir una casa sobre una falla en San Andrés. Y con las distintas nociones del planeta adquiriendo, o tratando de adquirir, armas nucleares, la furia de la tierra parecía menos terrorífica que la ira petulante de los hombres. Para mantener alejada la amenaza de temblor, los californianos se burlaban, encontraban humor en el desastre en potencia y pretendían que vivir sobre un suelo inestable no les producía el menor efecto.
Pero aquel martes, como en todos los demás días en que la tierra temblaba de forma perceptible, mucha más gente se excedería del límite de velocidad normal en las autopistas, para ir más deprisa a trabajar o jugar, para reunirse con la familia o amigos, o amantes; y ninguno de ellos percibiría de forma consciente que vivía a un ritmo algo superior al del lunes. Muchos más hombres pedirían el divorcio a sus mujeres que en un día sin temblor. Más esposas abandonarían a sus maridos que otras lo habían hecho veinticuatro horas antes. Más gente decidiría casarse. Un número de jugadores, superior a lo normal, harían planes para ir el fin de semana a Las Vegas. Las prostitutas disfrutarían de nuevos y sustanciales negocios. Y seguramente habría un marcado aumento de actividad sexual entre maridos y mujeres, entre amantes sin pareja, y entre adolescentes sin experiencia lanzados a sus primeros, torpes y experimentales escarceos. La prueba indiscutible de este aspecto erótico de la actividad sísmica, no existía. Pero, a lo largo de los años, en diversos zoos, muchos sociólogos y psicólogos behavioristas, habían observado a los primates, gorilas, chimpancés, orangutanes, lanzados a una anormal y frenética actividad sexual en las horas siguientes a grandes y medianos terremotos; y era razonable asumir que, por lo menos en el caso de los órganos reproductores, el hombre no se diferenciaba gran cosa de sus primitivos parientes.
Muchos californianos creían que estaban adaptados a la vida en un país de terremotos. Pura afectación. De un modo ajeno a lo habitual, la tensión psicológica continuaba formándoles y cambiándoles. El miedo a la inminente catástrofe era como un murmullo omnipresente que fomentaba la mente subconsciente, un murmullo de gran influencia, que moldeaba la actitud y el carácter de las personas más de lo que jamás creerían.
Naturalmente era un murmullo entre muchos.
A Hilary no le sorprendió la reacción de la Policía a su historia, y se esforzó por no dejar que la turbara.
Cuando aún no habían transcurrido cinco minutos desde que Tony fue a casa de un vecino a telefonear, y unos veinticinco minutos antes del terremoto matutino, dos policías de uniforme llegaron, en un blanco y negro, a casa de Hilary, con las luces encendidas pero sin sirena. Con la típica, aburrida y profesional prisa y cortesía, tomaron debida nota de su versión del incidente, localizaron el punto por donde había entrado el intruso (otra vez una ventana del estudio), hicieron una lista general de los destrozos en el salón y el comedor, y recogieron toda la otra información requerida para la cumplimentación de un informe criminal. Como Hilary les dijo que el asaltante llevaba guantes, decidieron que era inútil pedir al laboratorio que mandara a un experto en huellas dactilares.
Les intrigó su insistencia de que el hombre que la había atacado era el mismo que ella creyó haber matado el jueves pasado. Su interés no tenía nada que ver con el deseo de determinar si había identificado bien al culpable; ya se habían decidido tan pronto oyeron su historia. No creían que el asaltante pudiera haber sido Bruno Frye. Le pidieron varias veces que repitiera la descripción del ataque, y la interrumpían con frecuentes preguntas; pero lo único que trataban de determinar era si estaba sinceramente equivocada, histérica y confusa, o si les mentía. Al rato, decidieron que estaba un poco insegura debido al shock, y que su confusión se hallaba aumentada por el parecido del intruso con Bruno Frye.
—Trabajaremos sobre la descripción que nos ha dado —le aseguró uno de ellos.
—Pero no podemos iniciar la búsqueda de un muerto —dijo el otro—. Estoy seguro de que lo comprende.
—Era Bruno Frye —repitió Hilary.
—Bueno, pero no podemos trabajar con eso, Miss Thomas.
Aunque Tony confirmó su historia lo mejor que pudo, sin haber visto al asaltante, sus argumentos y su posición en el Departamento de Policía de Los Ángeles causaron poca o ninguna impresión en los dos agentes de uniforme. Escucharon con corrección, movieron la cabeza; pero no se inmutaron.
Veinte minutos después del temblor matutino, Tony y Hilary desde la puerta principal, contemplaron cómo el coche blanco y negro de la Policía se alejaba de la casa.
—¿Y ahora qué? —murmuró frustrada.
—Ahora terminarás la maleta y nos iremos a mi casa. Llamaré a la oficina y hablaré con Harry Lubbock.
—¿Quién es?
—Mi jefe. El capitán Lubbock. Me conoce muy bien, y nos respetamos. Harry sabe que no me lanzo a ciegas a menos que esté completamente seguro. Le pediré que eche una nueva mirada a Bruno Frye, que profundice más en la historia del hombre. Y Harry puede ejercer más presión en el sheriff Laurenski de lo que ha hecho hasta ahora. No sufras. De un modo o de otro, lograré más acción.
Pero cuarenta y cinco minutos después, en la cocina de Tony, cuando hizo la llamada, no consiguió nada de Harry Lubbock. El capitán escuchó todo lo que Tony tenía que decirle y no dudó de que Hilary creyera haber visto a Bruno Frye; pero no supo encontrar ninguna justificación para lanzar una investigación sobre Frye en relación con un crimen que había sido cometido al cabo de varios días de la muerte del hombre. No estaba preparado para considerar la posibilidad, una entre diez millones, de que el forense estuviera equivocado y de que Frye hubiera sobrevivido milagrosamente a la masiva pérdida de sangre, una autopsia y subsiguiente refrigeración en el depósito. Harry se mostró simpático, infinitamente paciente, no alzó la voz; pero era obvio que creía que las observaciones de Hilary no eran de fiar, porque sus percepciones estaban distorsionadas por el terror y la histeria.
Tony se sentó a su lado, en uno de los tres taburetes de bar, y le contó lo que Harry Lubbock le había dicho.
—¡Histeria! —exclamó Hilary—. Dios mío, qué harta estoy de esa palabra. Todo el mundo cree que perdí la cabeza. Todo el mundo está seguro de que me quedé hecha gelatina. Vaya, de todas las mujeres que conozco, soy la que menos puede perder la cabeza en una situación parecida.
—Estoy de acuerdo contigo. Me limito a decirte cómo lo ve Harry.
—Maldita sea.
—Tienes razón.
—¿Y tu aprobación no significó nada?
Tony esbozó una mueca.
—Piensa que, debido a lo que ocurrió con Frank, estoy un poco alterado.
—Así que cree que tú también estás histérico.
—Sólo disgustado. Un poco confuso.
—¿Es eso lo que dijo?
—Sí.
Recordando que Tony había empleado casi las mismas palabras para describirla cuando oyó por primera vez la historia del muerto viviente, comentó:
—Puede que lo merezcas.
—Puede.
—¿Qué respondió Lubbock cuando le hablaste de las amenazas…, de la estaca clavada en el corazón, la boca llena de ajos y todo lo demás?
—Admitió que era una sorprendente coincidencia.
—¿Sólo eso? ¿Una simple coincidencia?
—Por ahora —dijo Tony—, es como se propone considerarlo.
—¡Maldita sea!
—No lo dijo así, pero tengo la seguridad de que piensa que, la semana pasada, te conté lo que había en la furgoneta de Frye.
—Pero no lo hiciste.
—Tú sabes que no lo hice, y yo sé que no lo hice. Pero supongo que es así como van a verlo los demás.
—¿No dijiste que Lubbock y tú erais amigos, que había respeto mutuo entre ambos?
—Lo somos y lo hay —respondió Tony—. Pero, como te he dicho, tiene la impresión de que no estoy del todo en mis cabales. Cree que recuperaré el equilibrio dentro de unos días o de una semana, cuando se me pase el shock por la muerte de mi compañero. Piensa que entonces dejaré de apoyar tu historia. Yo estoy seguro de que no será así, porque sé que tú no sabías nada de los libros sobre ocultismo, ni del revoltillo de la furgoneta de Frye. Y tengo una corazonada, pero una corazonada muy fuerte, de que de un modo o de otro, Frye ha vuelto. Dios sabe cómo. Pero necesito más que una corazonada para poner a Harry en marcha, y no puedo censurarle por mostrarse escéptico.
—¿Y entretanto?
—Entretanto, la brigada de homicidios no se interesa por el caso. No corresponde a nuestra jurisdicción. Lo tratarán como cualquier otro robo e intento de asalto por persona o personas desconocidas.
—Lo que quiere decir que no van a hacer gran cosa.
—Me temo que ésa es la verdad. No hay casi nada que pueda hacer la Policía en un caso de este tipo. La cosa suele resolverse, si se consigue, a largo plazo, cuando cazan al hombre con las manos en la masa, penetrando en otra casa o asaltando a otra mujer, y éste confiesa ser autor de una serie de casos viejos que han quedado pendientes.
Hilary bajó del taburete y empezó a caminar por la cocina.
—Aquí está ocurriendo algo extraño y terrorífico. Yo no puedo esperar una semana para que logres convencer a Lubbock. Frye dijo que volvería. Seguirá intentando matarme hasta que yo muera… o él esté muerto de forma permanente e irrevocable. Puede surgir en cualquier momento, en cualquier parte.
—No estarás en peligro si permaneces aquí hasta que podamos aclararlo, o por lo menos hasta que tropecemos con algo que sirva para poder convencer a Harry Lubbock. Conmigo te hallarás a salvo. Frye, si se trata de Frye, no sabrá dónde encontrarte.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—No es omnisciente.
—¿De veras?
—Espera un poco. No irás a decirme que tiene poderes sobrenaturales, que es adivino o algo parecido.
—Ni lo afirmo, ni lo niego. Mira, una vez aceptado el hecho de que Frye, de un modo o de otro, vive, ¿cómo puedes descartarlo? Podría incluso empezar a creer en gnomos, y en Santa Claus… Pero lo que he querido decir es que puede habernos seguido hasta aquí.
Tony alzó las cejas.
—¿Seguido desde tu casa?
—Podría ser.
—No. No puede ser.
—¿Estás seguro?
—Cuando yo llegué a tu casa, él salió huyendo.
Hilary se paró en medio de la cocina, apretando los brazos sobre el pecho.
—Quizá remoloneó por el vecindario, vigilando, esperando a ver lo que hacíamos y a dónde íbamos.
—Muy improbable. Incluso si se hubiese quedado cerca después de mi llegada, estoy seguro de que corrió como el diablo cuando vio llegar el coche policial.
—No puedes suponer nada —objetó Hilary—. En el mejor de los casos, tratamos con un loco. En el peor, nos enfrentamos a lo desconocido, a algo que va más allá de nuestra comprensión y cuyo peligro es incalculable. En cualquiera de los dos casos, no se puede esperar que Frye razone y se comporte como un hombre normal. Sea lo que sea, resulta evidente que no es normal.
Tony se quedó mirándola un momento; luego, cansado, se pasó la mano por la cara.
—Tienes razón.
—¿Así que estás seguro de que no nos siguió?
—Bueno…, no miré hacia atrás. No se me ocurrió.
—Ni a mí. Hasta ahora. Puede muy bien estar fuera, vigilando el apartamento en este mismo instante.
La idea perturbó a Tony. Se levantó diciendo:
—Pero tendría que ser muy atrevido para hacer semejante jugada.
—¡Es atrevido!
—Sí. Vuelves a tener razón. —Reflexionó un momento; luego, salió de la cocina y ella le siguió.
—¿A dónde vas?
Cruzó el cuarto de estar en dirección a la puerta:
—Tú quédate aquí mientras voy a echar un vistazo.
—Ni lo sueñes. Voy contigo.
Tony se detuvo con la mano en la puerta:
—Si Frye se encuentra ahí fuera, vigilándonos, estarás mucho más segura aquí dentro.
—¿Y si yo te espero a ti… y luego no eres tú el que regresa?
—Es de día —objetó Tony—. No va a ocurrirme nada.
—La violencia no se reserva sólo para la oscuridad. Continuamente matan gente a plena luz del sol. Eres policía. Lo sabes de sobra.
—Llevo el revólver. Puedo cuidar de mí.
Hilary meneó la cabeza. Era inexorable.
—No voy a quedarme aquí sentada mordiéndome las uñas. Vamos.
Una vez fuera, se quedaron junto a la barandilla del balcón y miraron a los vehículos en el aparcamiento del edificio. No había muchos a aquella hora. La mayoría de las personas se habían ido ya a trabajar. Además del jeep azul que pertenecía a Tony, había otros siete coches. El sol brillaba en los metales y transformaba el parabrisas en espejo.
—Creo que los reconozco a todos. Pertenecen a gente que vive aquí.
—¿Seguro?
—No del todo.
—¿Ves a alguien en alguno de ellos?
Fijó la mirada y tuvo que confesar:
—No puedo ver con el sol brillando en el cristal.
—Vayamos a ver de cerca —sugirió Hilary.
Abajo, en el aparcamiento, encontraron que los coches estaban vacíos.
No había nadie por allí que no fuera del lugar.
—Claro que —observó Tony—, por atrevido que sea, no es probable que vigile en nuestra propia puerta. Y como sólo hay un camino de entrada y salida de estos apartamentos, no podría vigilarnos más que de lejos.
Salieron del complejo vallado a la acera y miraron hacia un extremo y otro de la calle sombreada por los árboles. Era un vecindario de apartamentos con jardines, casas y bloques, de los que casi todos carecían de aparcamiento adecuado, por lo que incluso a aquella hora de una mañana de trabajo, infinidad de coches estaban alineados a los lados de ambas aceras.
—¿Vas a comprobarlos? —preguntó Hilary.
—Es una pérdida de tiempo. Si tiene gemelos, podrá vigilar esta calle a cuatro manzanas de distancia. Tendríamos que recorrer cuatro manzanas en ambas direcciones e incluso así podría irse sin que nos diéramos cuenta.
—Si lo hiciera lo veríamos. No podremos detenerle, claro; pero, por lo menos, sabremos que ha venido siguiéndonos. Y nos enteraremos de lo que conduce.
—No, si está a tres manzanas cuando se vaya. No estaríamos lo bastante cerca para poder hallarnos seguros de que es él. Y también podría salir de su coche, dar una vuelta y regresar cuando nos hubiéramos ido.
A Hilary se le hacía el aire pesado; encontraba cierta dificultad en respirar profundamente. El día iba a ser muy caluroso teniendo en cuenta que estaban a finales de setiembre; también iba a ser un día húmedo en particular para Los Ángeles, donde el aire era casi siempre seco. El cielo estaba alto y claro y presentaba un azul de llama de gas. Pero ya empezaban a salir del pavimento vaharadas de calor. Risas finas y musicales empezaban a flotar en la brisa; los niños estaban jugando en la piscina del bloque del otro lado de la calle.
En un día como aquél era difícil mantener la creencia en los muertos vivientes. Hilary suspiró y dijo:
—¿Cómo descubriremos si está aquí vigilándonos?
—No hay forma de asegurarnos.
—Temía que lo dijeras.
Hilary miró hacia la parte baja de la calle, manchada de luz y sombras. El horror envuelto en rayos de sol. El terror ocultándose a la sombra de bellísimas palmeras, brillantes paredes y tejados a la española.
—Paranoia Avenue —murmuró Hilary.
—Paranoia City hasta que esto termine.
Salieron de la calle y regresaron a través del área de aparcamiento frente al edificio donde vivía.
—¿Y ahora qué?
—Creo que ambos necesitamos dormir.
Jamás se había sentido Hilary tan cansada. Parecía como si tuviera arena en los ojos, le dolían por falta de descanso; la luz violenta los hería. Su boca era pastosa y sabía a cartón; era como si una capa espesa le cubriera los dientes y la lengua. Sentía dolor en todos los huesos, músculos y tendones, desde los dedos de los pies a la cabeza, y no le servía de nada darse cuenta de que lo que sentía era consecuencia de agotamiento emocional más que físico.
—Ya sé que necesitamos dormir —asintió Hilary—. ¿Pero crees que podrás?
—Te comprendo. Estoy muerto de cansancio; sin embargo, la mente funciona a tope. No será fácil pararla.
—Hay una o dos cosas que me gustaría preguntar al forense. O a quienquiera que hiciera la autopsia. Quizá cuando consiga alguna respuesta podré dormir un poco.
—Está bien —dijo Tony—. Cerremos el apartamento con llave y vayamos ahora mismo al depósito.
Un momento después, cuando se alejaban en el jeep azul de Tony, vigilaron; pero vieron que no les seguía nadie. Aquello, naturalmente, no quería decir que Frye no estuviera sentado en uno de aquellos coches aparcados a lo largo de la calle bordeada de árboles. Si les había seguido, antes, desde la casa de Hilary, no necesitaba seguirles ahora porque ya conocía la situación de su guarida.
—¿Y si se mete en la casa después de nuestra marcha? —preguntó Hilary—. ¿Y si está escondido allí, esperándonos, cuando volvamos?
—Tengo dos cerraduras en mi puerta. Una de ellas es de seguridad, de lo mejor que se puede comprar. Tendría que derribar la puerta. El otro camino que existe es por la ventana que da al balcón corrido. Si está dentro esperando a que lleguemos, lo sabremos mucho antes de entrar.
—¿Y si descubre otro medio de penetrar?
—No lo hay. Para meterse por cualquier otra ventana, tiene que subir al segundo piso por una pared lisa, y tendría además que hacerlo abiertamente y estaría expuesto a ser visto. No sufras. Mi casa es segura.
—Tal vez pueda atravesar una puerta. ¿Entiendes? —musitó temblorosa—. Como un fantasma. O puede que se transforme en humo y entre por el ojo de la cerradura.
—No creerás en semejantes burradas.
—Tienes razón —asintió.
—No posee poderes sobrenaturales. Anoche tuvo que romper la ventana para entrar en tu casa.
Fueron hacia el centro de la ciudad a través del espeso tráfico.
El profundo agotamiento minaba sus habituales defensas mentales contra la perniciosa enfermedad de la propia duda, dejándola vulnerable. Por primera vez desde que vio a Frye saliendo del comedor, empezó a preguntarse si de verdad había visto lo que creía.
—¿Estaré loca? —preguntó a Tony.
Él la miró y luego volvió a dirigir la vista a la calle.
—No. No estás loca. Viste algo. Tampoco destrozaste tu propia casa. No imaginaste que el intruso se parecía a Bruno Frye. Confieso que eso fue lo que pensé al principio. Pero ahora sé que no te habías confundido.
—Pero…, un muerto que anda… ¿No es mucho aceptar?
—Es tan difícil de admitir como la otra teoría… que dos maníacos distintos, sufriendo ambos del mismo tipo de obsesiones, ambos víctimas de un miedo psicótico a los vampiros, te atacaron en una semana. La verdad, pienso que es un poco más fácil creer que Frye, de algún modo, está vivo.
—A lo mejor te has contagiado de mí.
—¿Contagiado qué?
—La locura.
—La locura no es como un resfriado vulgar. No se contagia con la tos… o con un beso.
—¿No has oído hablar de la «psicosis compartida»?
Saltándose un semáforo, repitió:
—¿Psicosis compartida? ¿No es eso un programa de bienestar social para locos menesterosos que no pueden permitirse una psicosis para ellos solos?
—¿Tonterías en un momento así?
—Especialmente en un momento así.
—¿Y qué hay de la histeria de masas?
—No es mi pasatiempo favorito.
—Quiero decir que quizá sea lo que está ocurriendo aquí.
—No. Imposible. Sólo estamos tú y yo. No basta para que seamos masa.
Hilary sonrió entonces y exclamó:
—Oh, Dios, cuánto me gusta que estés aquí. Odiaría tener que luchar sola contra esto.
Apoyó una mano en el hombro de Tony.
Llegaron al depósito a las once y cuarto.
En el despacho del forense, Hilary y Tony se enteraron, por la secretaria, de que el jefe médico no había realizado la autopsia en el cuerpo de Bruno Frye. El jueves y viernes pasados había estado en San Francisco donde tenía un compromiso para unas charlas. La autopsia la había realizado un ayudante, otro médico del equipo del forense.
Esta noticia dio a Hilary la esperanza de que podía haber una sencilla solución al misterio de la salida de la tumba de Frye. Tal vez el ayudante asignado había sido un perezoso que, libre de la continua vigilancia del jefe, se había saltado la autopsia y redactado un informe falso.
Esta esperanza se vino abajo cuando conoció a Ira Goldfield el joven médico en cuestión. Tenía unos treinta y tantos años, era guapo, con penetrantes ojos azules y cabello rubio ensortijado. Era amable, enérgico, brillante y se evidenciaba que estaba demasiado interesado por su trabajo y dedicado a él para llevar a cabo una labor imperfecta.
Goldfield les acompañó a una pequeña sala de conferencias que olía a desinfectante con aroma a pino y a humo de cigarrillos. Se sentaron ante una mesa rectangular cubierta por una media docena de libros médicos de referencia, hojas de informes de laboratorio y láminas de ordenador.
—Recuerdo bien a ese Bruno Graham…, no…, Gunther. Bruno Gunther Frye. Dos puñaladas, una algo más que superficial, y la otra muy profunda y fatal. Los mejores y más bien desarrollados músculos abdominales que he visto… —Miró a Hilary, parpadeó y dijo—: Oh, sí… Usted es la mujer que… le apuñaló.
—Legítima defensa —terció Tony.
—No lo he dudado ni por un segundo —le aseguró Goldfield—. En mi opinión profesional, era del todo improbable que Miss Thomas hubiera podido iniciar un ataque contra aquel hombre, con éxito. Era enorme. Se la hubiera quitado de encima con la misma facilidad con que nosotros apartaríamos un niñito… —Goldfield volvió a mirar a Hilary—. Según la notificación del crimen y lo que decían los periódicos que leí, Frye la atacó sin darse cuenta de que llevaba un cuchillo.
—En efecto. Creyó que iba desarmada.
—Tuvo que ser así —asintió Goldfield—. Considerando la disparidad de tamaño corporal, era lo único que podía hacer contra él sin ser gravemente lesionada. Quiero decir que los bíceps, tríceps y antebrazos de aquel hombre eran asombrosos. Diez o quince años atrás podía haber tomado parte en competiciones de fuerza, con éxito considerable. Tuvo usted mucha suerte, Miss Thomas. Si no le hubiera cogido desprevenido, podía haberla partido en dos. Literalmente por la mitad. Y, además, con suma facilidad.
Meneó la cabeza todavía impresionado por el cuerpo de Frye. Luego le pidió:
—¿Qué quería preguntar sobre él?
Tony miró a Hilary y ella se encogió de hombros:
—Una vez aquí, me parece una insensatez.
Goldfield miró a uno y después al otro con una vaga sonrisa de curiosidad en su hermoso rostro. Tony se aclaró la garganta:
—Estoy de acuerdo con Hilary. Parece una insensatez… Después de haberle conocido.
—Han venido en busca de algo sombrío y misterioso —comentó Goldfield en tono amable—. Han despertado mi interés. No pueden dejarme así, a oscuras.
—Bien —explicó Tony—; vinimos a averiguar si se practicó realmente la autopsia.
Goldfield no parecía comprender:
—Pero lo sabían antes de venir a verme. Agnes, la secretaria del jefe, debió haberles dicho que…
—Queríamos oírselo decir a usted —manifestó Hilary.
—Sigo sin entender.
—Sabíamos que se había registrado una autopsia —aclaró Tony—. Pero no teníamos la certeza de que se hubiera practicado.
—Pero ahora que le conocemos —cortó rápidamente Hilary—, ya no tenemos dudas.
Goldfield ladeó la cabeza:
—¿Quiere decir que… pensó que había hecho un informe en falso sin molestarme en cortarle?
No pareció ofendido, sólo estupefacto.
—Pensamos que era algo que pudo haber ocurrido —admitió Tony—, una sospecha a ciegas.
—No en la jurisdicción de este forense —contestó Goldfield—. Es un viejo y duro profesional. Nos mantiene a raya. Si uno de nosotros no hiciera su trabajo, el viejo le crucificaría. —Se veía, por el tono afectuoso de Goldfield, que era un gran admirador de su jefe médico.
—¿Entonces, no tiene usted la menor duda de que Bruno Frye estaba… muerto? —preguntó Hilary.
Goldfield se la quedó mirando como si acabara de pedirle que hiciera el pino y recitara un poema:
—¿Muerto? ¡Pues claro que estaba muerto!
—¿Hizo una autopsia completa? —quiso saber Tony.
—Sí. Le abrí… —Goldfield calló de pronto, pensó un segundo o dos y dijo—: No. No fue una autopsia completa en el sentido al que usted se refiere. No una disección de facultad de medicina de cada parte de su cuerpo. Fue un día de gran acumulación de trabajo. Muchas entradas. Y éramos pocos. De todos modos, no hacía falta abrir a Frye de arriba abajo. La herida cortante de la parte baja del abdomen era decisiva. No había motivos para abrirle el pecho y mirar el corazón. Tampoco se ganaba nada pesando una serie de órganos y revolviéndole el cráneo. Hice un minucioso y completo examen exterior y luego abrí más las dos heridas, para establecer la extensión del desgarro y tener la seguridad de que, por lo menos una de ellas, le había causado la muerte. Si no hubiera sido acuchillado en la casa de usted mientras él la atacaba…, si las circunstancias de la muerte hubieran sido menos claras, habría hecho más. Pero era obvio que, en este caso, no iba a haber cargos criminales. Además, estoy convencido de que la herida abdominal fue la causante de la muerte.
—¿No es posible que estuviera solamente en un coma profundo cuando usted le examinó? —insistió Hilary.
—¿Coma? ¡Cielos, no! ¡Dios santo no! —Goldfield se puso en pie y anduvo de una punta a otra de la larga y estrecha habitación—. Se comprobó el pulso de Frye, la respiración, la actividad de la pupila, incluso las ondas cerebrales. El hombre estaba indiscutiblemente muerto, Miss Thomas. —Regresó junto a la mesa y se quedó mirándolos—. Muerto como una piedra. Cuando le vi, no le quedaba bastante sangre en el cuerpo para justificar incluso el menor hálito de vida. Había una avanzada lividez, que quiere decir que la sangre que queda aún en los tejidos se ha retirado al punto más bajo del cuerpo que, en este caso, corresponde a la posición en que estaba cuando murió. En dichos puntos, la carne estaba algo distendida y amoratada. Esto ni puede confundir, ni puede pasarse por alto.
Tony echó la silla atrás y se levantó:
—Le pido perdón por el tiempo que le hemos hecho perder, doctor Goldfield.
—Y yo siento haber sugerido que pudo no haber hecho su trabajo como era debido —murmuró Hilary poniéndose en pie.
—Esperen —dijo Goldfield—. No pueden irse y dejarme así, a oscuras. ¿A qué viene todo esto?
Hilary miró a Tony. Él parecía tan reacio como ella a discutir sobre muertos vivientes con el doctor.
—Vamos —insistió Goldfield—. Ninguno de los dos me parece estúpido. Tendrán sus razones para venir hasta aquí.
—Anoche —explicó Tony—, otro hombre entró en casa de Hilary y trató de matarla. Tenía un parecido sorprendente con Bruno Frye.
—¿Habla en serio? —preguntó Goldfield.
—Oh, sí. Muy en serio.
—Y pensó que…
—Sí.
—¡Cielos, qué impresión tendría al verle y creer que había vuelto! Pero lo único que puedo decirles es que el parecido debe ser una coincidencia. Porque Frye está muerto. Jamás he visto a un hombre más muerto que él.
Agradecieron a Goldfield su tiempo y su paciencia, y el médico los acompañó hasta la salida.
Tony se detuvo en la oficina para preguntar a Agnes, la secretaria, el nombre de la funeraria que había reclamado el cuerpo de Frye. Buscó en el archivo y les dijo:
—Fue la «Funeraria Angels Hill».
Hilary anotó la dirección.
—¿No seguirán pensando…? —empezó Goldfield.
—No. Pero, por el contrario —dijo Tony—, tenemos que seguir todas las pistas. Por lo menos esto es lo que me enseñaron en la Academia de Policía.
Goldfield, con el ceño fruncido, los ojos semicerrados, los vio alejarse.
En la «Funeraria Angels Hill», Hilary aguardó en el jeep mientras Tony entraba para hablar con el embalsamador que se había ocupado del cuerpo de Bruno Frye. Habían decidido que él podría obtener la información más deprisa si entrada solo y mostraba su identificación de policía.
«Angels Hill» era una gran empresa con una verdadera flota de coches fúnebres, doce capillas para visitas y un gran equipo de embalsamadores y técnicos. Incluso en la oficina, la luz era indirecta y relajante, los colores oscuros pero intensos y el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, de pared a pared. La decoración pretendía expresar una muda apreciación del misterio de la muerte; pero a Tony lo único que le comunicaba era una declaración firme y clara de la gran rentabilidad del negocio funerario.
La recepcionista era una rubia graciosa, con falda gris y blusa color castaño. Su voz era baja, suave, susurrante, pero no contenía ni un atisbo de invitación o sugerencia sexual. Era una voz que había sido cuidadosamente entrenada para proyectar consuelo, solaz de lo más hondo del corazón, respeto y genuina, aunque limitada, preocupación. Tony se preguntó si empleaba el mismo tono fresco y funerario cuando en la cama animaba a su amante, y la idea le dejó helado.
Encontró la ficha sobre Bruno Frye y encontró el nombre del técnico que había trabajado en el cuerpo.
—Sam Hardesty. Creo que Sam está en este momento en una de las salas de preparación. Acabamos de tener un par de admisiones —explicó como si estuviera trabajando en un hospital y no en una funeraria—. Veré si puede dedicarle unos minutos. No estoy segura de si ha adelantado mucho en su trabajo. Si puede dejarlo, se reunirá con usted en la sala de empleados.
Acompañó a Tony a la sala para que esperara. La habitación era reducida pero agradable. Unos sillones cómodos estaban adosados a la pared. Había ceniceros y revistas de todo tipo. Una máquina para café, otra para soda. Un tablero de boletines cubierto de anuncios de ligas de bolos, ventas de coches y de muebles.
Tony estaba hojeando un folleto de cuatro páginas, ciclostilado, el Angels Hill Employee News, cuando llegó Sam Hardesty procedente de una de las salas de preparación. Hardesty tenía el aspecto tranquilizante de un mecánico de automóviles. Vestía un arrugado mono blanco con cremallera en el centro; en el bolsillo delantero de Harvesty se veían varios instrumentos, pequeños, cuya utilidad Tony no quería saber. Era un hombre joven, de unos veintinueve años, de facciones acusadas y cabello castaño y largo.
—¿Detective Clemenza?
—Sí.
Hardesty tendió la mano y Tony se la estrechó con cierta desgana, preguntándose qué habría estado tocando sólo un momento antes.
—Suzy me ha dicho que quería hablarme sobre uno de los trabajos.
Hardesty había sido entrenado por el mismo preparador de voz que había trabajado con Suzy, la rubia recepcionista.
—Tengo entendido —dijo Tony— que fue usted quien se encargó de la preparación del cuerpo de Bruno Frye para su envío a Santa Rosa, el jueves pasado.
—Exacto. Trabajamos en cooperación con una funeraria de Santa Helena.
—Por favor, ¿quiere decirme, con toda precisión, qué hizo con el cuerpo después de recogerlo en el depósito?
Hardesty se le quedó mirando con curiosidad.
—Pues trajimos al difunto aquí y le tratamos.
—¿No paró en ninguna parte entre el depósito y este lugar?
—No.
—Desde el momento en que se le entregó el cuerpo hasta que se embarcó en el aeropuerto, ¿estuvo solo en algún momento?
—¿Solo? Únicamente uno o dos minutos. Fue un trabajo precipitado porque había que dejar al difunto a bordo en el vuelo del viernes por la tarde. Oiga, ¿puede decirme a qué viene todo esto? ¿Qué está buscando?
—No estoy seguro —respondió Tony—. Pero quizá si hago muchas preguntas, lo sabré. ¿Le embalsamó?
—Naturalmente. Tuvimos que hacerlo porque lo enviábamos en un transporte público.
—¿Qué arrancaron? —preguntó Tony.
—No es muy agradable. Pero los intestinos, estómago y otros órganos, nos plantean un verdadero problema. Estas partes del cuerpo, como vienen llenas de materia descompuesta, tienden a deteriorarse mucho más deprisa que los demás tejidos. Para evitar malos olores y molestas y ruidosas acumulaciones de gas en los velatorios, y para la ideal conservación del difunto incluso después de ser enterrado, es necesario extraer el máximo posible de dichos órganos. Empleamos un instrumento telescópico con un gancho retráctil en un extremo. Lo insertamos por el paso anal y…
Tony sintió que se le iba la sangre del rostro y rápidamente alzó una mano para detener a Hardesty:
—Gracias. Creo que es lo único que quiero oír. Me doy por enterado.
—Le advertí que no era agradable.
—No, desde luego —asintió Tony, que tenía algo atravesado en la garganta; aunque tosió, seguía allí, y lo más probable era que siguiese allá dentro hasta que saliera del lugar; se dirigió a Hardesty diciendo—: Bueno, creo que me ha dicho todo cuanto necesitaba saber.
—No sé lo que está buscando —comentó Hardesty, con el ceño fruncido y algo pensativo—; pero hubo una cosa peculiar relacionada con la entrega de Frye.
—¿Qué es ello?
—Ocurrió dos días después de embarcar al difunto hacia Santa Rosa. Fue el domingo por la tarde. Anteayer. Un tipo llamó y dijo que quería hablar con el técnico que se había ocupado de Bruno Frye. Yo me encontraba aquí porque mis días libres son miércoles y jueves, así que respondí a la llamada. Estaba muy enfadado. Me acusó de haber hecho un trabajo rápido y chapucero en el difunto. No era verdad. Hice lo mejor que pude dadas las circunstancias. Pero el cadáver había estado al sol unas horas, y luego fue refrigerado. Además, estaban las heridas del cuchillo y las incisiones del forense. Déjeme que le diga Mr. Clemenza, que cuando recibí al difunto la carne no estaba en muy buenas condiciones. Quiero decir que no podía esperarse que pareciera vivo. Además, yo no me responsabilizo del trabajo de cosmética. De eso se ocupó el director de la funeraria de Santa Helena. Intenté explicárselo por teléfono al individuo y aclarar que no era culpa mía; pero no me dejó decir ni una sola palabra.
—¿Le dio su nombre?
—No. Se fue poniendo cada vez más furioso. Me chillaba y lloraba, se comportaba como un demente. Era realmente presa del dolor. Pensé que debía ser un pariente del muerto, alguien medio loco de desesperación. Por eso tuve tanta paciencia con él. Pero entonces, cuando ya se puso completamente histérico, me dijo que él era Bruno Frye.
—¿Que dijo qué?
—Sí. Dijo que él era Bruno Frye y que algún día volvería por aquí y me haría pedazos por lo que había hecho con él.
—¿Y qué más dijo?
—Nada más. Tan pronto empezó a decir esas barbaridades, comprendí que estaba loco y colgué.
Tony sintió como si le hubieran hecho una transfusión de hielo; estaba tan helado por dentro como por fuera.
Sam Harvesty se dio cuenta de que se hallaba impresionado:
—¿Le ocurre algo?
—Me estaba preguntando si tres personas bastan para formar una masa histérica.
—¿Cómo?
—¿Notó algo peculiar en la voz del que llamaba?
—¿Cómo lo sabía?
—¿Una voz muy profunda?
—Un trueno.
—¿Y rasposa, quebrada?
—En efecto. ¿Lo conoce?
—Me temo que sí.
—¿Quién es?
—Si se lo dijera no me creería.
—Pruebe.
Tony meneó la cabeza:
—Lo siento. Es confidencial, asunto policíaco.
Hardesty quedó decepcionado; la media sonrisa se le borró.
—Bien, señor Hardesty, me ha sido de gran ayuda. Gracias por su tiempo y su molestia.
—No tiene importancia —respondió Harvesty encogiéndose de hombros.
«Sí que la tiene —se dijo Tony—. Ya lo creo. Pero que me lleve el diablo si sé lo que significa».
En el pequeño vestíbulo, fuera de la sala de empleados, fueron en direcciones distintas, pero a los pocos pasos Tony se volvió y dijo:
—¿Señor Hardesty?
Hardesty se detuvo, miró hacia atrás:
—¿Sí?
—¿Me contestaría a una pregunta personal?
—¿Qué es?
—¿Qué le hizo elegir… este tipo de trabajo?
—Mi tío favorito era director de una funeraria.
—Ya.
—Era muy divertido. Especialmente con los niños. Le encantaban los niños. Yo quería ser como él. Uno tenía siempre la sensación de que el tío Alex conocía un secreto enorme, importantísimo. Nos hacía trucos de magia; pero era mucho más. Yo siempre pensé que lo que hacía para ganarse la vida era también mágico y misterioso, y eso era porque, debido a su trabajo, había aprendido algo que nadie más sabía.
—¿Ha descubierto ya su secreto?
—Sí. Creo que sí.
—¿Puede decírmelo?
—Claro. Lo que tío Alex sabía, y lo que yo he llegado a aprender, es que uno debe tratar a los muertos con tanto cuidado y respeto como a los vivos. Uno no puede simplemente quitárselos de la cabeza, enterrarlos y olvidarse de ellos. Lo que nos enseñaron cuando vivían lo tenemos aún presente. Todo lo que hicieron por nosotros, y a nosotros, sigue en nuestras mentes, formándonos y cambiándonos. Y por lo que influyeron en nosotros, tendremos ciertas influencias sobre gente que vivirá mucho después de que hayamos muerto. Así que, en cierto modo, los muertos no se mueren del todo. Se suceden. El secreto del tío Alex era sólo éste: los muertos también son gente.
Tony se quedó mirándolo sin saber muy bien qué debía decir. Pero se le ocurrió una pregunta:
—¿Es usted un hombre religioso, Hardesty?
—No lo era cuando empecé con este trabajo. Pero ahora lo soy. Ciertamente lo soy.
—Sí, supongo que sí.
Ya fuera, cuando Tony se sentó al volante del jeep y cerró la puerta, Hilary preguntó: …
—¿Qué? ¿Embalsamó a Bruno Frye?
—Peor que eso.
—¿Hay algo peor que eso?
—¡No quieras saberlo!
Le habló de la llamada telefónica que Hardesty había recibido del hombre que aseguraba ser Bruno Frye.
—Ah —dijo a media voz—. Olvida lo que te dije de psicosis compartidas. ¡Esto es una prueba!
—¿Prueba de qué? ¿De que Frye está vivo? No puede estar vivo. Además de una serie de cosas que me repugna mencionar, fue embalsamado. Nadie puede subsistir, ni en coma profundo, cuando sus venas y arterias están llenas de fluido de embalsamar en lugar de sangre.
—Pero al menos esa llamada es una prueba de que está ocurriendo algo fuera de lo corriente.
—No en realidad.
—¿Y no puedes llevar esto a tu capitán?
—Sería inútil. A Harry Lubbock no le parecería más siniestro que la llamada de un loco o una broma pesada.
—¡Pero la voz!
—No basta para convencer a Harry.
—¿Y qué vamos a hacer? —suspiró.
—Tenemos que ponernos a pensar. Tenemos que examinar la cuestión desde todos los ángulos y ver si se nos ha escapado algo.
—¿Podríamos pensar almorzando? —preguntó Hilary—. Estoy muerta de hambre.
—¿Dónde quieres comer?
—Como ambos estamos hechos un desastre, sugiero un lugar oscuro y reservado.
—¿Un rincón en «Casey’s Bar»?
—Perfecto.
Conduciendo en dirección a Westwood, Tony pensó en Hardesty y en cómo, de un modo o de otro, los muertos no estaban realmente muertos.
Bruno Frye se tendió en la trasera de la furgoneta «Dodge» y trató de dormir un poco.
La furgoneta no era la que había conducido para ir a Los Ángeles hacía una semana. Ese vehículo había sido confiscado por la Policía. Actualmente había sido reclamado por un representante de Joshua Rhinehart que era albacea de la testamentaría de Frye y responsable de la adecuada liquidación de los bienes. Esta furgoneta no era gris como la primera, sino azul oscuro con ribetes blancos. Frye la había pagado al contado la mañana antes, en una agencia «Dodge» de las afueras de San Francisco. Era un coche precioso.
Había pasado casi todo el día anterior en la carretera y llegado a Los Ángeles por la noche. Fue directamente a la casa de Katherine en Westwood.
Esta vez utilizaba el nombre de Hilary Thomas; pero él sabía que era Katherine.
Katherine.
Otra vez salida de la tumba.
Podrida perra.
Se había metido en la casa, pero no estaba allí. Cuando llegó por fin, antes de que amaneciera, él casi le había echado las manos encima. No podía imaginar aún por qué había aparecido la Policía.
A lo largo de las cuatro horas pasadas, había rondado por su casa cinco veces, pero no había podido ver nada importante. Ignoraba si estaba dentro o no.
Se sentía confuso. Desconcertado. Y asustado. No sabía qué podía hacer a continuación, no sabía cómo localizarla. Sus pensamientos se hacían cada vez más raros, fragmentados, difíciles de controlar. Se sentía intoxicado, turbio, incoherente, aunque no había bebido nada.
Estaba cansado. Cansadísimo. No había dormido desde el domingo por la noche. Y poco desde entonces. Si al menos consiguiera recuperar el sueño, podría pensar con claridad.
Entonces volvería a buscar a la perra.
Le cortaría la cabeza.
Le arrancaría el corazón. Le clavaría una estaca.
La mataría. La mataría de una vez y para siempre.
Pero primero debía dormir.
Se tendió en el suelo de la furgoneta, agradecido al sol que se filtraba por el parabrisas, por encima de los asientos delanteros, hasta la parte reservada a la carga. Le daba miedo dormir a oscuras.
Tenía un crucifijo cerca.
Y un par de afiladas estacas de madera.
Había llenado pequeñas bolsitas de hilo con dientes de ajo y había clavado una encima de cada puerta.
Esas cosas podían protegerle de Katherine; pero sabía que no impedirían la pesadilla. Le llegaría ahora como siempre cuando dormía, como había ocurrido toda su vida, y despertaría con un grito ahogado en su garganta. Y, como siempre, no podría recordar cuál había sido el sueño. Pero al despertar oiría los susurros, los susurros fuertes pero ininteligibles, y sentiría que algo se movía sobre su cuerpo, por encima de todo su cuerpo, sobre su rostro, tratando de metérsele dentro de la boca y la nariz, una cosa horrible; y, durante el minuto o dos que tardarían las sensaciones en desaparecer, desearía ardientemente estar muerto.
Temía el sueño; pero lo necesitaba.
Cerró los ojos.
Como era habitual, el estruendo de la hora del almuerzo en el comedor principal de «Casey’s Bar», era poco menos que ensordecedor.
Pero en el otro sector del restaurante, detrás del bar ovalado, había varios asientos resguardados, cada uno de ellos cerrado por tres lados, como grandes confesonarios, y allí el ruido del otro comedor era tolerable; actuaba como pantalla de fondo para proporcionar mayor intimidad que la ofrecida por las propias y cómodas cabinas.
A mitad del almuerzo, Hilary levantó la mirada del plato y dijo:
—Ya lo tengo.
Tony dejó su bocadillo:
—¿Qué tienes?
—Frye debe tener un hermano.
—¿Un hermano?
—Sí, y eso lo explica todo.
—¿Piensas que diste muerte a Frye el pasado jueves… y que su hermano vino anoche por ti?
—Semejante parecido sólo puede encontrarse en hermanos.
—¿Y la voz?
—Pueden haber heredado la misma voz.
—Es posible que una voz de tono bajo pueda heredarse —admitió Tony—. Pero ese timbre rasposo, especial, que describiste… ¿podría también heredarse?
—¿Por qué no?
—Anoche me dijiste que lo único que podía provocar semejante voz era haber sufrido una grave lesión en la garganta o haber nacido con la laringe deformada.
—Pues estaría equivocada. O quizás ambos hermanos habían nacido con la misma deformación.
—Una entre un millón.
—Pero no imposible.
Tony tomó un trago de cerveza, luego dijo:
—Quizá los hermanos pudieran compartir el mismo tipo de cuerpo, las mismas facciones, idéntico color de ojos y hasta la voz. ¿Pero iban a compartir también las mismas obsesiones psicóticas?
Hilary bebió algo de su cerveza mientras reflexionaba y terminó diciendo:
—Una grave enfermedad mental es producto del entorno.
—Eso es lo que se creía antes. Pero ahora ya no están tan seguros.
—Bueno, en favor de mi teoría, supongamos que el comportamiento psicótico es producto del entorno. Los hermanos se habrían criado en la misma casa, educados por los mismos padres… exactamente en el mismo ambiente. ¿No es concebible que desarrollaran psicosis paralelas?
Tony se rascó la barbilla:
—Quizá. Me acuerdo…
—¿De qué?
—En la Universidad, seguí un curso de psicología anormal, como parte de un programa de estudios sobre criminalidad avanzada —explicó Tony—. Trataban de enseñarnos cómo reconocer, y tratar, diferentes tipos de psicópatas. La idea era buena. Si un policía puede identificar el tipo específico de la enfermedad mental en el primer encuentro con una persona irracional, y tiene por lo menos una mínima comprensión de cómo piensa y reacciona ese tipo de psicópata, tendrá una mayor oportunidad de manejarlo con rapidez y seguridad. Vimos muchas películas de pacientes mentales. Una de ellas era un estudio increíble de una madre y una hija, ambas esquizofrénicas paranoicas. Tenían los mismos delirios.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó Hilary.
—Pero era un caso rarísimo.
—Y éste también.
—No estoy seguro; pero creo que era el único de ese tipo que jamás encontraron.
—Pero es posible.
—Supongo que merece tenerlo en cuenta.
—Un hermano…
Recogieron sus bocadillos y volvieron a comer, cada uno de ellos contemplando, pensativo, la comida. Súbitamente, Tony dijo:
—¡Maldición! Acabo de recordar algo que destruye la teoría del hermano.
—¿Qué?
—Supongo que leíste los periódicos del viernes y el sábado.
—No todos. Es una especie de…, no sé…, resulta algo embarazoso leer sobre una misma como víctima. Leí un artículo; me bastó.
—¿Y no te acuerdas de lo que decía?
Arrugó la frente, esforzándose por adivinar lo que trataba de decirle, y de pronto lo supo.
—Oh, sí. Bruno Frye no tenía hermanos.
—Ni hermanos, ni hermanas, ni nadie. Era el único heredero de los viñedos cuando murió su madre, el último miembro de la familia Frye, el último del linaje.
Pero Hilary no estaba dispuesta a abandonar la idea del hermano.
Esa explicación era la única que justificaba los recientes y extraños acontecimientos.
Aunque no sabía cómo mantener en pie la teoría.
Terminaron de comer en silencio.
—No podemos mantenerte escondida para siempre. Y tampoco podemos quedarnos sentados tan tranquilos esperando a que te encuentre.
—No me gusta la idea de ser el cebo en una trampa.
—En todo caso, la respuesta no está aquí, en Los Ángeles.
—Estaba pensando lo mismo.
—Tenemos que ir a Santa Helena.
—Y hablar con el sheriff Laurenski.
—Con Laurenski y con cualquiera que conociera a Frye.
—Pero necesitaremos varios días —objetó Hilary.
—Como ya te he dicho, tengo disponibles algunos días de vacaciones y permiso por enfermedad. Unas semanas en total. Y, por primera vez en mi vida, no estoy especialmente ansioso de volver al trabajo.
—Muy bien. ¿Cuándo nos vamos?
—Cuanto antes mejor.
—Pero no hoy. Estamos los dos demasiado cansados. Necesitamos dormir. Además, quiero dejar tus cuadros con Wyant Stevens. Tengo que conseguir que un perito de seguros ponga precio al desastre de mi casa y he de decir a mi servicio de limpieza que arreglen todo durante mi ausencia. Y aunque no vaya a hablar con la gente de «Warner Brothers» esta semana sobre La hora del lobo, deberé por lo menos excusarme… o explicar a Wally Topelis lo que debe decir en mi nombre.
—Yo he de escribir un informe sobre el tiroteo. Tenía que haberlo hecho esta mañana. Y me necesitarán para la investigación, claro. Siempre hay una investigación cuando matan a un policía… o cuando éste mata a alguien. Pero no deben haberla programado para antes de la semana próxima. Si fuera así, probablemente podré hacer que la retrasen.
—¿Cuándo salimos, pues, para Santa Helena?
—Mañana. El entierro de Frank es a las nueve. Quiero asistir. Así que veamos si hay algún vuelo que salga a mediodía.
—Me parece bien.
—Tenemos mucho que hacer. Debemos empezar a movernos.
—Otra cosa: creo que esta noche no deberíamos dormir en tu casa —dijo Hilary.
Tony tendió la mano por encima de la mesa y oprimió la de ella.
—Estoy seguro de que no puede llegar allí. Si lo intentara, me tienes a mí, y a mi revólver de ordenanza. Puede estar construido como Mr. Universo, pero un arma subsana esa diferencia.
—No —protestó movimiento la cabeza—. Puede que saliera bien. Pero yo no podría dormir allí. Tony. Me pasaría toda la noche despierta, escuchando ruidos en puerta y ventanas.
—¿Dónde quieres quedarte?
—Después de terminar nuestras cosas, por la tarde, preparemos el equipaje, dejemos tu apartamento, asegurándonos de que no nos siguen y vayamos a un hotel cerca del aeropuerto.
Tony le estrechó la mano.
—Está bien, si eso te hace sentirte mejor.
—Así será.
—Me figuro que es mejor ponerse a salvo que lamentarlo.
El martes por la tarde, a las cuatro y diez, en Santa Helena, Joshua Rhinehart dejó el teléfono de su despacho y se recostó en el sillón satisfecho de sí. Había conseguido mucho en los dos días pasados. Ahora giró para mirar por la ventana a las montañas lejanas y a los cercanos viñedos.
Había pasado casi todo el lunes en el teléfono, hablando con los banqueros, agentes de Bolsa y consejeros financieros de Bruno Frye. Sostuvo discusiones interminables sobre cómo manejar los bienes hasta que la herencia fuera liquidada, y hubo más de un pequeño debate sobre el modo más provechoso de disponer del capital cuando llegara el momento. Había sido un trabajo largo y tedioso, porque encontró cantidad de cuentas de ahorro de diferentes tipos, en varios Bancos, más inversiones en valores, una nutrida cartera de valores comunes, valores inmobiliarios y muchísimas cosas.
Joshua pasó el martes por la mañana y buena parte de la tarde arreglando por teléfono que algunos de los mejores y respetados tasadores de arte de California viajaran a Santa Helena, a fin de catalogar y valorar las variadas y extensas colecciones que la familia Frye había acumulado en seis o siete décadas. Leo, el patriarca, el padre de Katherine, muerto hacía cuarenta años, había empezado sencillamente, fascinado por los grifos o espitas de madera, de talla complicada, de los que se emplean en barriles de cerveza o vino en ciertos países europeos. La mayoría de ellos tenían forma de cabezas con la boca abierta, riendo, llorando, gritando o rugiendo; cabezas de demonios, ángeles, payasos, lobos, elfos, hadas, brujas, gnomos y otras criaturas. En el momento de su muerte, Leo tenía más de dos mil grifos. Katherine había compartido el interés coleccionista de su padre mientras vivió. Después de su muerte, ella había hecho del coleccionismo el foco central de su vida. Su interés por la adquisición de cosas bellas se transformó en pasión, y la pasión, con el tiempo, degeneró en manía. Joshua se acordaba de cómo brillaban sus ojos y cómo hablaba hasta perder el aliento cada vez que le mostraba una nueva adquisición; él se daba cuenta de que había algo enfermizo en su obsesión por llenar cada habitación y armario y cajón con cosas preciosas; pero, claro, a los ricos siempre se les permitían excentricidades y manías, siempre y cuando no causaran perjuicios a los demás. Compró cajas de esmalte, paisajes de principios de siglo, cristal de Lalique, lámparas y ventanas de vidrios de colores, medallones de camafeo y muchísimas otras cosas, no tanto porque eran excelentes inversiones (y lo eran) sino porque las quería, las necesitaba, como el drogadicto necesita pincharse. Abarrotó su enorme casa con esas colecciones, pasando horas incontables limpiando, puliendo y cuidándolo todo. Bruno continuó la compra casi demencial, y ahora, ambas casas, la que Leo edificó en 1918 y la que se hizo construir Bruno cinco años atrás, estaban rebosando de tesoros. El martes, Joshua llamó a galerías de arte y prestigiosas casas de subastas en San Francisco y en Los Ángeles, y todos estaba ansiosos de mandar a sus tasadores, porque podían ganarse jugosas comisiones en la venta de las colecciones Frye. Dos hombres de San Francisco y otros dos de Los Ángeles iban a llegar el sábado por la mañana; y Joshua, seguro de que tardarían varios días en catalogar los tesoros de Frye, había hecho reservas en un Hostal de la localidad.
El martes por la tarde, a las cuatro y diez, empezaba a sentir que había dominado la situación y, por primera vez desde que se le informó de la muerte de Bruno, comenzaba a obsesionarle la idea de cuánto tardaría en cumplir su obligación de albacea. En un principio, le preocupó pensar que la herencia sería tan complicada que se vería embarcado durante años o, como mínimo, varios meses. Pero ahora que había releído el testamento, que él mismo redactó cinco años atrás, y ahora que había descubierto cómo los hábiles asesores financieros habían manejado al hombre, confiaba en que todo podría resolverse en cuestión de semanas. Su trabajo se veía facilitado por tres factores que pocas veces se presentan en las liquidaciones de testamentarías de muchos millones de dólares: Primero, no había parientes vivos que discutieran el testamento o crearan problemas de otro tipo; segundo, lo que quedara, después de pagar los impuestos, iba a una sola institución benéfica, claramente mencionada en el testamento; tercero, para un hombre de tal fortuna, Bruno Frye, había hecho simples inversiones, dejando al albacea un balance razonablemente claro, de saldos a favor y en contra. En tres semanas podía dejarlo listo. Cuatro, como mucho.
Desde la muerte de su esposa Cora, tres años atrás, Joshua tenía clara consciencia de la brevedad de la vida, y vigilaba celosamente su tiempo. No quería malgastar ni un día precioso, y sentía que cada minuto pasado en la testamentaría de Bruno Frye, era un minuto perdido. Naturalmente recibiría enormes honorarios por sus servicios legales; pero ya tenía todo el dinero que podía necesitar. Poseía propiedades importantes en el valle, incluyendo varios centenares de hectáreas de viñedos de primera calidad, que él mismo administraba y que proporcionaba uvas a las dos grandes bodegas que nunca tenían suficiente. Pensó, por un instante, en pedir a los tribunales que le relevaran de sus deberes; uno de los Bancos de Frye se habrían ocupado con gran placer. También había pensado ceder el trabajo a Ken Gavins y Roy Genelli, los dos inteligentes abogados que había acogido como socios, siete años atrás. Pero su fuerte sentido de lealtad le había impedido tomar el camino más fácil. Porque Katherine Frye le había dado su oportunidad treinta y cinco años antes, sentía que le debía todo el tiempo que le requiriera presidir la digna y ordenada disolución del imperio de la familia Frye.
Tres semanas.
Entonces podría dedicar más tiempo a las cosas que le gustaban: leer buenos libros, nadar, volar en el nuevo avión que se había comprado, aprender a cocinar nuevos platos y permitirse alguna que otra escapada a Reno. Ken y Roy llevaban la mayoría de los negocios legales, y lo estaban haciendo muy bien. Joshua no estaba del todo retirado, pero se hallaba en el mismo borde, con las piernas colgando en una gran piscina de tiempo libre que deseaba haber encontrado y disfrutado cuando Cora vivía aún.
A las cuatro y veinte, satisfecho de sus progresos en la herencia Frye, calmado por la vista magnífica del valle otoñal desde su ventana, se levantó y pasó al área de recepción. Karen Farr tecleaba como loca en una «IBM Selectric II», que hubiera respondido igual de bien a un tacto más suave. Era una muchacha menuda, pálida, de ojos azules y voz dulce, pero atacaba cualquier tarea con energía y demostraba gran resistencia.
—Voy a invitarme a un whisky temprano —le dijo Joshua—. Cuando llame gente y pregunte por mí, dígales que estoy borracho perdido y no puedo ponerme al teléfono.
—Y todos dirán: «Vaya. ¿Otra vez?».
Joshua se echó a reír.
—Eres una joven bonita y encantadora, Miss Farr. Con una mente y una lengua deliciosamente rápida para tan pequeño pedazo de mujer.
—Cuánta palabrería para un hombre que ni siquiera es irlandés. Vaya a tomarse su whisky. Mantendré a las hordas alejadas.
De nuevo en su despacho, abrió el bar, puso hielo en un vaso y añadió una generosa medida de «Jack Daniel’s» etiqueta negra. No había tenido tiempo de tomar más que dos sorbos cuando alguien llamó a la puerta del despacho.
—Adelante.
Karen abrió la puerta:
—Hay una llamada…
—Creí que iba a poder tomar mi whisky en paz.
—No sea gruñón.
—Forma parte de mi imagen.
—Le dije que no estaba; pero luego, cuando oí lo que quería, pensé que era mejor que le hablara usted. Es fantástico.
—¿Quién es?
—Un tal Mr. Preston del «First Pacific United Bank» de San Francisco. Es acerca de la herencia Frye.
—¿Y qué es lo fantástico?
—Mejor que se lo cuente él.
—Está bien —suspiró Joshua.
—Lo tiene en la línea dos.
Joshua fue a su mesa, se sentó, levantó el teléfono y dijo:
—Buenas tardes, Mr. Preston.
—¿Mr. Rhinehart?
—Al habla. ¿Qué puedo hacer por usted?
—La oficina de «Shade Tree Vineyards» me informa de que es usted el albacea de la herencia Frye.
—En efecto.
—¿Sabía usted que el señor Bruno Frye tenía cuentas en nuestra oficina central, aquí, en San Francisco?
—¿En el «First Pacific United»? No, no estaba enterado.
—Una cuenta de ahorros, una cuenta corriente y una caja de depósito —explicó Mr. Preston.
—Tenía varias cuentas en distintos Bancos. Guardaba una lista. Pero su Banco no estaba en ella. Y no he encontrado ninguna libreta ni cheques cancelados de su Banco.
—Me lo temía.
—No lo comprendo —dijo Joshua ceñudo—. ¿Hay algún problema con sus cuentas en «Pacific United»?
Preston titubeó y al fin preguntó:
—Mr. Rhinehart, ¿tenía algún hermano Bruno Frye?
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Empleaba alguna vez un doble?
—¿Cómo dice?
—Que si alguna vez necesitó un doble, alguien que pudiera pasar por él sin llamar la atención.
—¿Me está tomando el pelo, Mr. Preston?
—Ya sé que es una pregunta extraña. Pero Mr. Frye era un hombre rico. Hoy en día, con tanto terrorismo y todo tipo de locos sueltos, la gente rica muchas veces tiene que contratar guardaespaldas… y a veces…, no con frecuencia, confieso que es peculiar, pero en casos especiales… incluso encuentran necesario emplear dobles por razones de seguridad.
—Con el debido respeto por su bella ciudad, déjeme que le señale que Mr. Frye vivía aquí, en Napa Valley, no en San Francisco. Aquí no se dan estos tipos de crímenes. Tenemos un estilo de vida diferente del que usted… disfruta. Mr. Frye no necesitaba un doble, y por supuesto no lo tenía. Mr. Preston, ¿qué diablos es todo esto?
—Hemos descubierto que Mr. Frye fue matado el pasado jueves.
—¿Y qué?
—En opinión de nuestros abogados, el Banco no puede considerarse responsable.
—¿De qué? —preguntó Joshua impaciente.
—Como albacea testamentario, era su deber informarnos de que nuestro cliente había muerto. Hasta recibir la noticia, o enterarnos por terceros, por decirlo así, no teníamos la menor razón para congelar la cuenta.
—Lo comprendo. —Derrumbado en su sillón, contemplando entristecido el vaso que tenía en la mano, temiendo que Preston estaba a punto de contarle algo que turbaría su rosada complacencia, Joshua decidió que un poco de astuta aspereza podía agilizar la conversación, y dijo—: Mr. Preston, sé que en un Banco el negocio se lleva despacio y con cautela, lo que es apropiado para una institución que maneja el dinero penosamente ganado por otros. Pero quisiera que llegara al grano rápidamente.
—El jueves pasado, media hora antes de que cerráramos, unas pocas horas después de que Mr. Frye fuera muerto en Los Ángeles, un hombre parecido a Mr. Frye entró en nuestra oficina central. Llevaba cheques personalizados de Mr. Frye. Llenó uno de ellos para retirar efectivo, reduciendo la cuenta a cien dólares.
Joshua se incorporó:
—¿Cuánto retiró?
—Seis mil de una vez.
—¡Oh!
—Después presentó su libreta de ahorros y retiró todo menos quinientos dólares.
—¿Y cuánto fue esta vez?
—Doce mil.
—¿Dieciocho mil dólares en total?
—Sí, más lo que pudo sacar de su caja de depósito.
—¿También la visitó?
—Sí. Pero, claro, no sabemos lo que pudo haber retirado de ella —explicó Prestan, aunque añadió esperanzado—: A lo mejor nada.
Joshua estaba asombrado.
—¿Cómo pudo su Banco entregar tal cantidad en efectivo sin exigir identificación?
—Se le exigió. Y debe tener en cuenta que parecía ser Mr. Frye. En los últimos cinco años, Mr. Frye ha pasado por el Banco dos o tres veces cada mes; y cada vez depositaba dos mil dólares en las cuentas. Eso hacía que se fijaran en él. El personal lo recordaba. El jueves pasado, nuestra cajera le reconoció y no tenía motivos para sentir sospechas, especialmente con sus cheques personales y su libreta de ahorros y…
—Eso no es identificación… —protestó Joshua.
—La cajera le pidió su documento de identidad, aunque le había reconocido. Es así como obramos cuando se trata de cantidades importantes, y actuó de acuerdo con nuestro sistema. El hombre le mostró su permiso de conducir vigente, de California, con su fotografía, a nombre de Bruno Frye. Le aseguro, Mr. Rhinehart, que el «First Pacific United» no actuó de forma irresponsable en este asunto.
—¿Tiene previsto investigar a la cajera? —preguntó Joshua.
—Ya se ha iniciado la investigación.
—Me complace saberlo.
—Pero estoy seguro de que no nos conducirá a nada. Es una de nuestras mejores empleadas. Lleva con nosotros más de dieciséis años.
—¿Es la misma persona que le dejó llegar hasta la caja de depósito?
—No. Ésa fue otra empleada. También la estamos investigando.
—Esto es algo gravísimo.
—No tiene que decírmelo —murmuró Preston abrumado—. En todos mis años de banquero, jamás me había ocurrido. Antes de telefonearle, lo he notificado a las autoridades, a los delegados bancarios estatales y federales, y a los abogados del «First Pacific United».
—Creo que yo debería ir mañana y charlar con su gente.
—Hágalo por favor.
—¿Le parece a las diez?
—Cuando sea más conveniente para usted —se apresuró a ofrecer Preston—. Estaré todo el día a su disposición.
—Entonces, dejémoslo para las diez.
—No sabe cuánto lo siento. Naturalmente, la pérdida quedará cubierta por el seguro federal.
—Excepto por el contenido de la caja. Ningún seguro puede cubrir esta pérdida. —Ésta era la parte que más agobiaba a Preston y ambos lo sabían—. La caja pudo haber contenido más que el valor de la cuenta corriente y la de ahorros combinadas.
—O podía estar vacía —se apresuró a sugerir Preston.
—Nos veremos mañana por la mañana.
Joshua colgó y se quedó contemplando el teléfono.
Al fin, se dedicó a su whisky.
¿Un doble de Bruno Frye? ¿Un cómplice?
De pronto recordó la luz que había creído ver en la casa de Bruno a las tres de la mañana del lunes. La había visto cuando se iba del cuarto de baño a la cama; pero cuando se puso las gafas, ya no estaba. Creyó que los ojos le habían jugado una mala pasada. Quizá la luz había sido real. Pero a lo mejor el hombre que limpió las cuentas del «Pacific United» estuvo en la casa de Bruno buscando algo.
Joshua había estado el día anterior en la casa, echó un rápido vistazo para asegurarse de que todo estaba como tenía que estar, y no vio nada fuera de lo corriente.
¿Por qué había mantenido secretas las cuentas bancarias en San Francisco?
¿Habría un cómplice, un doble?
¿Quién? ¿Por qué?
¡Maldición!
Era evidente que la disposición completa y final de la herencia Frye no iba a ser una tarea tan rápida y fácil como había pensado.
A las seis de la tarde del martes, cuando Tony metió el jeep en la calle donde estaba su apartamento, Hilary se sintió más despierta de lo que había estado durante todo el día. Había penetrado en aquel estado flotante de rasposa alerta visual que ocurre cuando uno no ha dormido durante un día y medio. De pronto, el cuerpo y la mente deciden sacar el mejor partido posible de la obligada consciencia y, por algún truco químico, la carne y el espíritu se renuevan. Dejó de bostezar. Su visión, que había estado borrosa, se aclaró de pronto. El cansancio agotador retrocedió. Pero sabía que sólo sería un alivio fugaz de su postración. Dentro de una hora o dos, aquella sorprendente viveza cedería de pronto de forma inevitable, y se derrumbaría de modo semejante al desplome de la energía después de una dosis de anfetamina, y a continuación se quedaría tan vacía que no podría ni tenerse en pie.
Tony y ella se habían ocupado con éxito de todo lo que necesitaban ocuparse… El ajuste del seguro, el servicio de limpieza de la casa, los informes policiales y todo lo demás. Lo único que no había salido bien fue la parada en la Galería de Wyant Stevens, en Beverly Hills. Ni Wyant ni su ayudante estaban allí, y la joven y regordeta encargada se mostró reacia a hacerse cargo de las pinturas de Tony. Rehuía la responsabilidad; pero Hilary la convenció de que no la demandarían si una de las telas se manchaba o estropeaba por cualquier motivo involuntario. Hilary había escrito una nota a Wyant, dándole datos sobre el artista, y después Tony y ella habían ido a la oficina de Topelis y Asociados, para rogar a Wally que se excusara con «Warner Brothers». Con esto dejaban todo arreglado. Al día siguiente, después del entierro de Frank Howard, cogerían el vuelo de las once cincuenta y cinco, que les llevaría a San Francisco a tiempo de trasladarse y tomar el avión que les llevaría a Napa.
Y luego un coche de alquiler hasta Santa Helena.
Y luego estarían ya en la tierra natal de Bruno Frye.
Y luego… ¿qué?
Tony aparcó el jeep y apagó el motor.
—Se me ha olvidado preguntarte si pudiste encontrar una habitación en un hotel —preguntó Hilary.
—La secretaria de Wally me hizo la reserva mientras él y tú hablabais en su despacho.
—¿En el aeropuerto?
—Sí.
—¿Nada de camas dobles?
—No, una grande.
—Bien. Quiero que me abraces mientras me pierdo en el sueño.
Tony se inclinó y la besó.
Tardaron veinte minutos en preparar dos maletas para él y en bajar sus cuatro bultos al jeep. Durante todo este tiempo, Hilary estuvo nerviosísima esperando ver saltar a Frye de una sombra o aparecer en un rincón, riéndose.
Pero no apareció.
Fueron al aeropuerto por un camino secundario lleno de vueltas y más vueltas. Hilary vigilaba los coches que iban detrás.
Nadie les siguió.
Llegaron al hotel a las siete y media. Con una caballerosidad anticuada que divirtió a Hilary, Tony los inscribió como marido y mujer.
Su habitación estaba en el piso octavo. Era una estancia tranquila, decorada en tonos verde y azul.
Cuando el botones los dejó, se quedaron junto a la cama, abrazados por unos minutos, compartiendo en silencio el cansancio y la poca energía que les quedaba.
Ninguno de los dos se sintió capaz de bajar a cenar. Encargaron algo al servicio de habitaciones y les dijeron que tardarían una media hora.
Se ducharon juntos. Se enjabonaron y se aclararon complacidos; pero con un placer que no era sexual. Se hallaban demasiado agotados para la pasión. El baño compartido era, por encima de todo, relajante, tierno, cariñoso.
Comieron emparedados y patatas fritas.
Bebieron media botella de «Gamay» rosado, de Robert Mondavi.
Sólo hablaron un poquito.
Cubrieron una lámpara con una toalla de baño y dejaron la luz encendida durante la noche; por segunda vez en su vida, Hilary tenía miedo de dormir a oscuras.
Durmieron.
Ocho horas después, a las cinco y media de la mañana, despertó de una pesadilla en la que Earl y Emma habían resucitado, como Bruno Frye. Y los tres la perseguían por un corredor que se iba estrechando más y más y más…
No pudo volver a conciliar el sueño. Yacía en el vago resplandor ambarino de la inventada luz nocturna y contemplaba cómo Tony dormía.
A las seis y media, él despertó, se volvió hacia Hilary, parpadeó, le acarició el rostro y el pecho. E hicieron el amor. Por un rato, se olvidó de Bruno Frye; pero después, mientras se vestían para ir al entierro de Frank, el pánico volvió a adueñarse de ella.
—¿Estás convencido de que debemos ir a Santa Helena?
—Tenemos que hacerlo —le aseguró Tony.
—¿Pero qué nos ocurrirá una vez allí?
—Nada. Estaremos bien.
—No confío mucho en ello.
—Descubriremos lo que está pasando.
—Precisamente —murmuró inquieta—. Tengo la impresión de que sería mejor no saber nada.
Katherine se había ido.
La maldita perra se había ido.
La perra se había escondido.
Bruno había despertado en su furgoneta «Dodge» azul, a las seis y media de la tarde del martes, turbado su sueño por aquellas pesadillas que nunca acababa de recordar, amenazado por susurros sin palabras. Algo se arrastraba por encima de él, por sus brazos, su cara y su cabello, incluso por debajo de sus ropas, tratando de penetrar en su cuerpo, tratando de escurrírsele dentro por las orejas, boca y nariz, algo en extremo repugnante y maligno. Chilló y se arañó como un loco hasta descubrir al fin dónde estaba; entonces, los diabólicos susurros fueron cesando poco a poco y el intruso imaginario huyó reptando. Por unos minutos, se enroscó en apretada postura fetal y lloró aliviado.
Una hora más tarde, después de comer algo en «MacDonald’s», había ido a Westwood. Pasó ante su casa media docena de veces; luego, aparcó en su calle, en una zona de sombra entre dos farolas. Vigiló la casa toda la noche.
Se había ido.
Llevaba las bolsitas llenas de ajos, las afiladas estacas de madera, el crucifijo y la botella de agua bendita. También llevaba dos cuchillos afiladísimos y un hacha de leñador para poder cortarle la cabeza. Tenía el valor, la voluntad y la determinación.
Pero ella se había ido.
Cuando empezó a darse cuenta de que se le había escapado y podía tardar en regresar días o semanas, se enfureció. La maldijo y lloró de frustración.
Después, poco a poco, logró controlarse. Se dijo que no todo estaba perdido. La encontraría.
Antes, la había encontrado infinidad de veces.