CUATRO

Viernes por la mañana.

Las nueve.

Dos hombres de la Funeraria de Angels Hill, al oeste de Los Ángeles, llegaron al depósito de la ciudad para hacerse cargo del cuerpo de Bruno Gunther Frye. Eran asociados de la «Funeraria Forever View» de la ciudad de Santa Helena, donde había vivido el difunto. Uno de los hombres de «Angels Hill» firmó el necesario papel de entrega y ambos trasladaron el cadáver desde el frigorífico al coche fúnebre, un «Cadillac».

Frank Howard no parecía sufrir de resaca. Su tez no tenía aquel tono sin vida, posjuerga, sino que se hallaba coloreada y presentaba un aspecto sano. Sus ojos azules estaban claros. Al parecer la confesión es tan buena para el alma como asegura el refrán.

Primero en la oficina, luego en el coche, Tony percibió la vergüenza que había anticipado, por lo que hizo cuanto pudo para que Frank se sintiera cómodo. Con el tiempo, Frank pareció darse cuenta de que nada había cambiado, para mal, entre los dos; en realidad, su asociación parecía funcionar mejor que en los últimos tres meses. A media mañana, habían establecido un grado de comunicación que les permitiría aprender a trabajar juntos como si se tratara de un solo organismo. Todavía no actuaban con la perfecta armonía que Tony había experimentado con Michael Savatino; pero ahora no parecía que existiera ningún obstáculo para el desarrollo de un profundo compañerismo. Necesitaban algún tiempo para adaptarse el uno al otro, solo unos meses; pero de momento compartirían un lazo psíquico que haría su trabajo muchísimo más fácil que en el pasado.

El viernes por la mañana trabajaron en pistas del caso Bobby Valdez. No había muchas que seguir y las dos primeras no les llevaron a ninguna parte.

El Departamento de Coches a Motor y su informe sobre Juan Mazqueza, fue la primera decepción. Al parecer, Bobby Valdez había utilizado un certificado de nacimiento falso y un documento de identidad falso para conseguir un permiso de conducir a nombre de Juan Mazqueza. Pero la última dirección que el Departamento pudo proporcionarles era aquella de la que Bobby se había marchado en julio, «Apartamentos Las Palmeras», en La Brea Avenue. Había otros dos Juan Mazqueza en los archivos. Uno tenía diecinueve años y vivía en El Fresno. El otro Juan era de Tustin y tenía sesenta y nueve años. Ambos poseían coches matriculados en California, pero ninguno de los dos era propietario de un «Jaguar». El Juan Mazqueza que había vivido en La Brea Avenue jamás había matriculado ningún coche, lo que indicaba que Bobby Valdez había comprado el «Jaguar» sirviéndose de otro nombre falso. Era evidente que disponía de una magnífica fuente para obtener documentación falsa.

Callejón sin salida.

Tony y Frank regresaron a la lavandería «Vee Vee Gee» para interrogar a los empleados que habían trabajado con Bobby cuando ya utilizaba el nombre de Mazqueza. Tenían la esperanza de que alguien hubiera seguido en contacto con él después de haber abandonado aquel trabajo y supiera dónde vivía ahora. Pero todos dijeron que Juan había sido un solitario; nadie sabía adónde había ido.

Callejón sin salida.

Después de salir de «Vee Vee Gee», fueron a almorzar a una tortillería que le gustaba a Tony. Además del comedor principal, tenía una terraza de ladrillo, al aire libre, donde había media docena de mesas bajo sombrillas a listas blancas y azules. Tony y Frank comieron ensalada y tortilla de queso bajo la brisa tibia del otoño.

—¿Tienes alguna cosa que hacer mañana por la noche? —preguntó Tony.

—¿Yo?

—Sí.

—No. Nada.

—Bien. He organizado algo.

—¿Qué?

—Una cita a ciegas.

—¿Para mí?

—Tú eres la mitad.

—¿Hablas en serio?

—La he llamado esta mañana.

—Olvídalo.

—Es perfecta para ti.

—No puedo soportar los arreglos.

—Es una mujer estupenda.

—No me interesa.

—Y encantadora.

—No soy un niño.

—¿Quién ha dicho que lo seas?

—No necesito que me arregles una cita con nadie.

—A veces, un tipo lo hace por un amigo. ¿No crees?

—Puedo encontrar mis propias acompañantes.

—Sólo un loco rechazaría a esta señora.

—Entonces soy un loco.

Tony suspiró.

—Como quieras.

—Mira, lo que te dije anoche en «The Bolt Hole»…

—¿Si?

—No buscaba simpatía.

—Todo el mundo la necesita de cuando en cuando.

—Sólo quería que comprendieras por qué había estado de tan mal humor.

—Y lo comprendo.

—No quise darte la impresión de que soy un desgraciado, ni un imbécil que cae siempre con el tipo de mujer que menos le conviene.

—No me diste esa impresión.

—Jamás me había derrumbado así.

—Lo creo.

—Ni nunca… había llorado así.

—Lo sé.

—Supongo que estaría agotado.

—Claro.

—O que se debió a tanta bebida.

—Puede.

—Bebí mucho anoche.

—Mucho.

—El alcohol me puso sentimental.

—Puede ser.

—Pero ahora estoy perfectamente.

—¿Quién ha dicho lo contrario?

—Puedo arreglar mis propias citas, Tony.

—Lo que tú digas.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Y se concentraron en sus tortillas de queso.

Por los alrededores, había muchos edificios comerciales y docenas de secretarias con trajes vistosos circulaban por las aceras camino de su almuerzo.

Las flores bordeaban la terraza del restaurante y perfumaban el aire saturado de sol.

El ruido de la calle era típico de Los Ángeles. No se trataba del incesante estruendo de frenos y ladridos de bocinas que se oía en Nueva York, en Chicago y en la mayoría de las ciudades. No se percibía más que el zumbido hipnótico de los motores. Y el chasquido rápido de los coches al pasar. Un ronroneo adormecedor. Sedante. Como el murmullo de las olas en la playa. Producido por máquinas, pero en cierto modo natural, primario. Algo sutil indeciblemente erótico. Incluso los ecos del tráfico se adecuaban al carácter subtropical de la ciudad.

Pasados unos minutos de silencio, Frank dijo:

—¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—No te hagas el listo.

—Janet Yamada.

—¿Japonesa?

—¿Te suena a italiana?

—¿Cómo es?

—Inteligente y guapa.

—¿Qué hace?

—Trabaja en el Ayuntamiento.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y seis, treinta y siete…

—¿No es demasiado joven para mi?

—¡Sólo tienes cuarenta y cinco, por el amor de Dios!

—¿De qué la conoces?

—Salimos una temporada —explicó Tony.

—¿Qué fue mal?

—Nada. Descubrimos que éramos mejores amigos que amantes.

—¿Crees que me gustará?

—Estoy seguro.

—¿Y le gustaré?

—Si no te metes los dedos en la nariz o comes con las manos.

—Está bien —accedió Frank— saldré con ella.

—Si va a resultar una ordalía, para ti, mejor que lo olvidemos.

—No. Saldré. Estará todo bien.

—No tienes que hacerlo sólo por complacerme.

—Dame su número de teléfono.

—Todo esto me preocupa —dijo Tony—. Siento como si te forzara a hacer algo.

—No me has forzado a nada.

—Creo que debería llamarla y cancelar el arreglo —insistió Tony.

—No, óyeme, yo…

—Me parece que no debo meterme a casamentero. Lo hago fatal.

—¡Maldita sea, pero yo si quiero salir con ella!

Tony sonrió:

—Lo sé.

—¿Acaso he sido manipulado?

—Tú mismo te has manipulado.

Frank trató de aparentar enfado pero no pudo. Por el contrario, sonrió.

—¿Quieres que salgamos a cuatro el sábado?

—Ni hablar. Tienes que arreglártelas tú solo, amigo.

—Además —observó Frank—, no quieres compartir a Hilary Thomas con nadie.

—Exactamente.

—¿Crees que puede salir bien entre los dos?

—Parece como si se tratara de planes matrimoniales. No es más que una salida.

—Pero aunque sea sólo una salida, ¿no será… raro?

—¿Por qué iba a serlo? —preguntó Tony.

—Bueno, con todo ese dinero que tiene.

—Esa observación es lo más machista que he oído.

—¿No temes que se te hará difícil?

—Cuando un hombre tiene algo de dinero, ¿acaso está limitado a salir con mujeres que tengan la misma cantidad?

—Es diferente.

—Cuando un rey decide casarse con una empleada, lo consideramos muy romántico. Pero cuando una reina quiere casarse con un tendero creemos que se está dejando engañar como una tonta. Doble interpretación. Clásica.

—Bien…, buena suerte.

—Y a ti también.

—¿Dispuesto para volver al trabajo?

—Si —contestó Tony—. Encontremos a Bobby Valdez.

—El juez Crater seria más fácil.

—O Amelia Earhart.

—O Jimmy Hoffa.

Viernes por la tarde.

A la una.

El cuerpo estaba tendido sobre una mesa de embalsamar en la «Funeraria de Angels Hill», al oeste de Los Ángeles. Una etiqueta prendida del dedo gordo del pie derecho identificaba al cadáver como a Bruno Gunther Frye.

Un técnico mortuorio preparaba el cuerpo para su envío a Napa County. Lo bañó en un desinfectante de larga duración. Los intestinos y otros órganos abdominales blandos fueron retirados del muerto a través del único agujero natural disponible, y tirados. Debido a las heridas de cuchillo y a la autopsia practicada la noche anterior, no había en el cuerpo mucha sangre u otros fluidos; pero lo poco que quedaba fue desalojado y remplazado por el líquido de embalsamar.

El técnico iba silbando una canción de Donny y Mane Osmond mientras trabajaba en el muerto.

La «Funeraria de Angels Hill» no se hacía cargo del maquillaje del cadáver. Esto lo haría el especialista de Santa Helena. El técnico de «Angels Hill» se limitó a cerrar definitivamente los ojos sin vista, y cosió los labios con una serie de puntadas interiores que fijaron eternamente una vaga sonrisa en la amplia boca. Era un trabajo bien hecho; ninguno de los deudos descubriría las suturas… si había algún deudo en el duelo.

A continuación, el difunto fue envuelto en una mortaja blanca y opaca y colocado en un barato ataúd de aluminio que reunía las mínimas condiciones de cierre y construcción exigidas por el Estado para el traslado de un cuerpo muerto en cualquiera de los medios de transporte público. En Santa Helena, sería transferido a un ataúd mejor, uno que fuera elegido por los parientes o amigos.

A las cuatro del viernes por la tarde, el cuerpo fue llevado al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles y colocado en la bodega de carga de un «Jet» de «California Airways» con destino a Monterrey, Santa Rosa y Sacramento. En la segunda escala, seria desembarcado.

El viernes a las seis y media, en Santa Rosa, no esperaba nadie de la familia a Bruno Frye en el pequeño aeropuerto. No tenía parientes. Era el último de su linaje. Su abuelo sólo había traído una hija al mundo, una hija preciosa llamada Katherine, y ésta no tuvo descendencia. Bruno era adoptado. Jamás se había casado.

Tres personas esperaban junto a la pista tras la pequeña terminal, y dos de ellas eran de la «Funeraria Forever View». Mr. Avril Thomas Tannerton era el dueño de «Forever View», que servia a Santa Helena y a las comunidades circundantes de esa parte de Napa Valley. Tenía cuarenta y tres años, era guapo, un poco fuerte pero no gordo, con gran cantidad de cabello rubio rojizo, infinidad de pecas, ojos vivaces y una sonrisa cálida que tenía dificultad en reprimir. Había venido a Santa Rosa con su ayudante de veinticuatro años, Gary Olmstead, un hombre delgado que sólo hablaba con los muertos que atendía. Tannerton recordaba a un muchacho del coro, con un barniz de genuina piedad sobre un fondo de picardía de buena ley; pero Olmstead tenía la cara larga, lúgubre, ascética, muy adecuada para su profesión.

El tercer hombre era Joshua Rhinehart, el abogado local de Bruno Frye y administrador de la fortuna Frye. Contaba sesenta y un años, y su aspecto hubiera contribuido a una carrera, coronada por el éxito, como diplomático o político. Llevaba el cabello, espeso y blanco, peinado hacia atrás descubriendo frente y sienes, no blanco de cal, ni blanco, amarillento, sino blanco plateado. La frente ancha. La nariz larga y altiva. Mandíbula y barbilla fuertes. Ojos color café, claros y rápidos.

El cuerpo de Bruno Frye fue trasladado del avión al coche mortuorio y después llevado a Santa Helena. Joshua Rhinehart le seguía en su propio coche.

Ni el negocio ni las obligaciones personales habían exigido el viaje de Joshua a Santa Rosa con Avril Tannerton. A lo largo de los años, había trabajado muchísimo para «Viñedos Shade Tree», la compañía que había pertenecido a la familia Frye por tres generaciones; pero desde tiempo atrás había dejado de necesitar el dinero que aquella finca le proporcionaba, pues la verdad era que le proporcionaba más quebraderos de cabeza de lo que valía. Continuaba ocupándose de los asuntos de la familia Frye, en gran parte porque recordaba que treinta y cinco años antes, cuando se debatía por crear un buen bufete en la rural Napa County, le había sido de valiosa ayuda la decisión de Katherine Frye de confiarle todos los asuntos legales de la familia. El día anterior, al enterarse de que Bruno Frye estaba muerto, no lo sintió. Ni Katherine ni su hijo adoptivo le habían inspirado jamás el menor afecto, y por supuesto ellos tampoco le habían animado a mantener lazos de cordial amistad. Joshua acompañó a Avril Tannerton al aeropuerto de Santa Rosa solamente porque quería estar en situación de dirigir la llegada del cadáver en caso de que algún periodista apareciera y tratara de transformar el acontecimiento en una función de circo. Aunque Bruno había sido un hombre inestable, un hombre enfermizo, quizás un hombre maligno, Joshua estaba decidido a que el entierro se llevara a cabo con dignidad. Creía debérselo al muerto. Además, durante parte de su vida, Joshua había sido un firme defensor y promotor de Mapa Valley, defendiendo a la vez su calidad de vida y su magnífico vino, y no deseaba ver la entera trama de la comunidad manchada por los actos criminales de un hombre.

Por suerte no hubo un solo periodista en el aeropuerto.

Regresaron a Santa Helena entre sombras y luz mortecina, al este de Santa Rosa, cruzando la punta sur de Sonoma Valley hasta llegar a los siete kilómetros y medio de anchura de Napa Valley; luego, hacia el Norte en medio de aquel resplandor púrpura amarillento. Mientras seguía al coche mortuorio, Joshua iba admirando el paisaje, algo que le había ido haciendo cada vez más feliz en los últimos treinta y cinco años. Los altos picos de las montañas estaban cubiertos de pinos, abetos y abedules, iluminados solamente en sus crestas por el sol poniente, ya invisible. Estas escarpaduras eran baluartes, se dijo Joshua, grandes murallas que los aislaban de las influencias corruptas de un mundo menos civilizado que el que quedaba dentro. Por debajo de las montañas, las ondulantes colinas estaban salpicadas de robles de negros troncos cubiertos de largas hierbas secas que, a la luz del día parecían rubias y suaves como seda dorada, pero que ahora, a la caída de la tarde que les chupaba el color, la hierba brillaba oscura, agitada por el ir y venir de una suave brisa. Más allá de los límites de las curiosas aldeas, interminables viñedos escalaban las colinas y cubrían casi toda la tierra llana. En 1880, Robert Louis Stevenson había escrito sobre Napa Valley: «Un rincón de tierra tras otro se planta con un tipo de uva tras otro. Ésta no vale, ésta es mejor; la tercera es mejor todavía. Así, poco a poco, van tanteando en busca de su Clos Vougeot y Lafitte… y el vino es poesía embotellada». Cuando Stevenson estaba de luna de miel en el valle y escribía Silverado Squatters, había menos de dos mil hectáreas de viñas. A la llegada de la Gran Plaga, la Prohibición, en 1920, había habido cinco mil hectáreas de viñedos productores de uva vinícola. Hoy en día, había quince mil hectáreas produciendo uvas más dulces y menos áridas que las que crecían en cualquier parte del mundo, y tanta tierra fértil como en todo el Valle de Sonoma, que era dos veces mayor que el de Napa. Incrustadas entre los viñedos había grandes bodegas y casas, algunas de ellas antiguas abadías, monasterios y misiones de estilo español; otras, construidas según diseños claros y modernos. Gracias a Dios, pensó Joshua, sólo un par de las nuevas bodegas habían optado por un estilo fábrica que era un insulto para la vista y un manchón en el valle. La mayor parte de la mano de las edificaciones complementaban o por lo menos no desentonaban, en la deslumbrante belleza natural de este único y paradisíaco lugar. Siguiendo al coche mortuorio en dirección a «Forever View», Joshua vio que se encendían luces en las ventanas de las casas, luces de un amarillo pálido que daban una sensación de calor y civilización en la noche. El vino es poesía embotellada pensó Joshua y la tierra de la que procede es la mayor obra de arte de Dios. Mi tierra, mi hogar. Qué suerte tengo de estar aquí cuando hay tantos lugares menos atractivos, menos acogedores, donde podía haber caído.

Como en un ataúd de aluminio, muerto.

«Forever View» estaba a unos doscientos metros detrás de la autovía de dos sentidos, al sur de Santa Helena. Era una gran casa blanca, de estilo colonial, con una calzada de acceso circular, indicada por un elegante cartel pintado en blanco y verde. Al caer la tarde, un solo foco de luz blanca daba una dulce iluminación al cartel; y una larga hilera de faroles marcaba la calzada circular con una curva de luz ambarina.

Tampoco había reporteros esperando en «Forever View». Joshua estaba encantado viendo que la Prensa de Napa County compartía evidentemente su firme aversión a la publicidad innecesaria.

Tannerton condujo el coche mortuorio hacia la parte de atrás de la gran casa blanca. Olmstead y él hicieron que el ataúd se deslizara a un carretón y lo llevaron al interior.

Joshua se reunió con ellos en el obrador mortuorio.

Se había hecho un esfuerzo para dar a la estancia un aire alegre. El techo estaba recubierto de losetas acústicas de bonito diseño. Las paredes estaban pintadas de azul claro, el azul de un huevo de petirrojo, el azul de una mantita infantil, el azul de una vida nueva. Tannerton pulsó un interruptor en la pared y los altavoces estereofónicos dejaron oír una música deliciosa, una música brillante, ni sombría, ni pesada.

A Joshua, por lo menos, el lugar le olía a muerte pese a todo lo que Tannerton había hecho para hacerlo acogedor. El aire conservaba algo del olor fuerte del fluido de embalsamar, y por encima se notaba un perfume dulzón de aerosol de claveles que no hacían sino recordarle las coronas funerarias. El suelo era de brillantes losetas de cerámica blanca, recién lavada, un poco resbaladizas para el que no calzara zapatos de suela de goma; Tannerton y Olmstead las llevaban; pero no Joshua. Al principio, el mosaico daba la impresión de claridad y limpieza; pero Joshua comprendió que era un suelo meramente utilitario; debía tener una superficie a prueba de manchas que resistieran el efecto corrosivo de la sangre, bilis y otras sustancias más nocivas.

Los clientes de Tannerton, los parientes de los muertos, no entrarían jamás en esta estancia, porque en ella la amarga verdad de la muerte era demasiado evidente. En la parte delantera de la casa, estaban los salones decorados con cortinajes de terciopelo color vino, gruesas alfombras, paneles de madera oscura y lámparas de cobre, donde la luz era mitigada y artísticamente arreglada y donde las frases «desaparecer» y «llamados por Dios a su seno» podían tomarse en serio; en los salones de la parte delantera, la atmósfera empujaba a creer en el cielo y en la ascensión del espíritu. Pero en el obrador de suelo de mosaico blanco, con el persistente hedor del líquido de embalsamar y el brillante despliegue de instrumentos de embalsamador en bandejas de esmalte, la muerte se hacía deprimentemente clínica e indiscutiblemente final.

Olmstead abrió el ataúd de aluminio.

Avril Tannerton desplegó el sudario de plástico, dejando al descubierto el cuerpo, a partir de la cadera.

Joshua contempló el cadáver amarillento y se estremeció:

—¡Horrible!

—Sé que es un momento de prueba para usted —murmuró Tannerton en estudiado tono lúgubre.

—En absoluto —protestó Joshua—. No voy a ser hipócrita y a fingir dolor. Conocía muy poco acerca de este hombre, y lo poco que sabía no me gustaba precisamente. Nuestra relación era estrictamente comercial.

Tannerton parpadeó:

—Ah, bien… En ese caso, tal vez prefiera que nosotros nos ocupemos de todo lo relacionado con el entierro a través de uno de los amigos del muerto.

—No creo que los tenga —dijo Joshua.

Por un instante, volvieron a mirar el cadáver. Silenciosos.

—¡Horrible! —repitió, Joshua.

—Naturalmente —observó Tannerton—, no se ha hecho nada de maquillaje. Absolutamente nada. Si hubiera podido traérmelo inmediatamente después de la muerte, habría tenido mejor aspecto.

—¿Puede… hacerse algo con él?

—Por supuesto, pero no va a ser fácil. Lleva muerto un día y medio, y aunque le han mantenido en refrigeración…

—Estas heridas —comentó Joshua con voz gruesa, contemplando con morbosa fascinación el vientre, terriblemente marcado—. Santo Dios, cómo lo cortó.

—La mayor parte de los cortes los hizo el forense —explicó Tannerton. Éste pequeño lo hizo el cuchillo y éste también.

—El patólogo realizó un buen trabajo con la boca —observó Olmstead apreciativo.

—Sí, es verdad —asintió Tannerton tocando los labios del difunto—. No es corriente encontrar un forense con sentido estético.

—Raro —corroboró Olmstead.

—Todavía se me hace difícil creerlo —musitó Joshua, meneando la cabeza.

—Cinco años atrás —dijo Tannerton— enterré a su madre. Entonces lo conocí. Me pareció algo… raro. Pero me figuré que sería la tensión y la pena. Era un hombre tan importante, una figura de tal relieve en la comunidad.

—Frío. Era un hombre frío e introvertido en extremo. Mal bicho en los negocios. Ganarle la batalla a un competidor no era siempre suficiente para él. A poco que pudiera, prefería destruirlo del todo. Siempre creí que era capaz de crueldad y violencia física. ¿Pero intentar violar? ¿Intentar matar?

Tannerton miró a Joshua y le manifestó:

—Mr. Rhinehart, he oído comentar con frecuencia que usted se expresaba sin rodeos. Tiene la reputación, la muy admirada reputación de decir lo que piensa con toda claridad sin importarle las consecuencias. Pero…

—¿Pero qué?

—Pero tratándose de un muerto, ¿no cree que debería…?

—Mire, hijo, soy un viejo canalla peleón y no del todo admirable. ¡Muy lejos de ello! Mientras mi arma sea la verdad, no me importa herir los sentimientos de los vivos. He hecho llorar a niños y he hecho llorar a dulces abuelitas de pelo blanco. Siento poca compasión por imbéciles e hijos de perra cuando están en vida, así que ¿por qué voy a mostrar más respeto por los muertos?

—Yo no estoy acostumbrado a…

—Claro que no lo está. Su profesión exige hablar bien de los fallecidos, sin tener para nada en cuenta lo que pueden haber sido y las cosas horrendas que puedan haber hecho. No se lo reprocho. Es su trabajo.

Tannerton no supo qué objetar. Bajó la tapa del ataúd.

—Pasemos a los arreglos —ordenó Joshua—. Me gustaría, ir a casa y cenar… si me queda algo de apetito una vez salga de aquí.

Se sentó en un alto taburete junto a una vitrina que contenía más instrumental del oficio.

Tannerton dio unos pasos frente a él, hecho un pecoso manojo de energía.

—¿Es importante para usted que dejemos la visión habitual?

—¿La visión habitual?

—El ataúd abierto. ¿Le parecería ofensivo si lo suprimiéramos?

—Ni siquiera se me había ocurrido pensarlo.

—Voy a serle sincero. No sé hasta qué punto… dejaré presentable al difunto —se excusó Tannerton—. La gente de «Angels Hill» no prestaron suficiente atención a su aspecto cuando lo embalsamaron. Su rostro parece haber encogido algo. No me gusta. Decididamente, estoy disgustado. Podría intentar rellenarlo un poco; pero un remiendo así nunca queda bien. En cuanto al maquillaje… Bueno…, también ha transcurrido demasiado tiempo. Quiero decir que, por lo visto, estuvo dos horas al sol después de morir, antes de que lo encontraran. Y después dieciocho horas en frigorífico antes de que se llevara a cabo el embalsamamiento. Desde luego, puedo hacer que tenga mejor aspecto que ahora. Pero en cuanto a devolver a su rostro el brillo de la vida… Verá, después de todo lo que ha pasado, después de las temperaturas extremas, y después de tanto tiempo, la textura de la piel ha cambiado sustancialmente; no admitirá ni maquillaje ni polvos. Yo creo que…

Joshua, que empezaba a marearse, interrumpió:

—Cierre el ataúd.

—¿Sin visión?

—Sin visión.

—¿Está seguro?

—Por completo.

—Bien. Veamos… ¿Quieren que se le entierre vestido con un traje?

—¿Lo cree necesario, dado que el ataúd no va a abrirse?

—Para mí resultaría más fácil si le pusiéramos una de mis túnicas funerarias.

—Me parece bien.

—¿Blanca o de un bonito azul oscuro?

—¿Tiene usted algo a lunares?

—¿A lunares?

—¿O a rayas naranjas y blancas?

La sonrisa fácil de Tannerton asomó tras su expresión de director funerario, y se esforzó por hacerla desaparecer. Joshua sospechó que, en su vida particular, Avril era un hombre divertido, el tipo de hola-chico-bienvenido que sería un buen compañero de copas. Aunque parecía como si creyera que su imagen pública le exigiera mostrarse en todo momento sombrío y sin humor. Se quedó visiblemente turbado cuando se distrajo y dejó que apareciera el Avril íntimo, cuando sólo podía mostrarse como el hombre público. Joshua se dijo que era el inevitable candidato a una depresión esquizofrénica.

—Que sea la blanca —decidió Joshua.

—¿Y el féretro? Qué estilo le…

—Lo dejo a su elección.

—Bien. ¿Qué límite de precio?

—Que sea lo mejor. La fortuna se lo permite.

—Según el rumor, es de dos o tres millones.

—Probablemente el doble.

—Pues no parecía vivir de acuerdo con ello.

—Ni murió de acuerdo.

Tannerton reflexionó un instante, y preguntó:

—¿Algún servicio religioso?

—No iba a ninguna iglesia.

—¿Quiere que me ocupe yo de la oración?

—Como quiera.

—Haremos un pequeño servicio de enterramiento. Leeré un pasaje de la Biblia, o tal vez un simple fragmento de algo no denominativo.

Se pusieron de acuerdo para fijar una hora para el entierro: el domingo a las dos de la tarde. Bruno descansaría junto a Katherine, su madre adoptiva, en el «Memorial Park» de Napa County.

Al levantarse Joshua para irse, Tannerton le dijo:

—Espero que haya encontrado mis servicios a su gusto, hasta el momento, y le aseguro que haré cuanto esté en mi mano para que todo salga a la perfección.

—Bien; pero me ha convencido de una cosa. Mañana mismo redactaré un nuevo testamento. Cuando llegue mi hora, por Dios que quiero ser incinerado.

—Podemos ocuparnos de ello —ofreció Tannerton.

—No me atosigue, hijo. No me atosigue.

Tannerton se ruborizó:

—Oh, no quería decir que…

—Lo sé. Lo sé. Tranquilo.

Tannerton se aclaró la garganta, nervioso:

—Yo…, bien…, le acompañaré hasta la puerta.

—No hace falta. Ya la encontraré.

Fuera, detrás de la funeraria, la noche era profunda y oscura. Sólo había una bombilla de cien vatios sobre la puerta trasera. Su luz iluminaba nada más que unos pocos pasos de aquella negrura aterciopelada.

A última hora de la tarde, se había levantado viento y con la noche se había vuelto más fuerte. El aire era turbulento y frío; silbaba y gemía.

Joshua anduvo hasta su coche, estacionado algo más allá del escaso resplandor y, al abrir la portezuela, tuvo la extraña sensación de que le observaban. Miró hacia la casa; pero no había un solo rostro en las ventanas.

Algo se movió en la oscuridad. A unos treinta pasos. Cerca del garaje. Joshua lo percibió más que verlo. Forzó la vista pero su visión no era lo que había sido; no podía distinguir nada raro en la noche.

«Sólo el viento —pensó—. El viento pasando entre los árboles y arbustos o empujando un periódico caído, o un trozo de rama seca».

Pero volvió a percibir el movimiento. Esta vez lo vio. Estaba agachado junto a una hilera de arbustos que arrancaban del garaje. No pudo verlo con detalle. Era nada más que una sombra, una mancha apenas un poco más clara que la capa azul negra de la noche, tan suave, abultada y borrosa como las otras sombras… excepto que ésta se movía.

«No es más que un perro —pensó Joshua—. Un perro vagabundo. O tal vez un chiquillo haciendo alguna fechoría».

—¿Hay alguien ahí?

Sin respuesta.

Se alejó unos pasos del coche.

La sombra se escurrió diez o doce pasos, a lo largo de los arbustos. Se paró en una profunda bolsa de oscuridad, todavía agazapado vigilante.

«Nada de perro —se dijo Joshua—. Demasiado grande para perro. Algún niño. Probablemente preparando una trastada. Con una fechoría entre ceja y ceja».

—¿Quién está ahí?

Silencio.

—Venga ya.

Nada. Sólo el susurro del viento.

Joshua se dirigió hacia la sombra entre las sombras, pero de pronto se detuvo por el instintivo conocimiento de que aquella cosa era peligrosa. Terriblemente peligrosa. Mortal. Experimentó todas las reacciones animales, involuntarias, ante semejante amenaza; un estremecimiento le recorrió el espinazo; la piel del cráneo pareció tensarse; el corazón empezó a latirle con fuerza; se le secó la boca; las manos se curvaron como garras y su oído pareció más aguzado que un minuto antes. Joshua se inclinó y alzó los hombros, buscando inconscientemente una posición defensiva.

—¿Quién está ahí? —repitió.

La cosa dio media vuelta y atravesó los arbustos con violencia. Salió corriendo a través de los viñedos que bordeaban la finca de Avril Tannerton. Por unos segundos, Joshua pudo distinguir el ruido, en disminución, de las pisadas de huida, y el lejano jadeo. Después, el viento fue el único sonido de la noche.

Mirando un par de veces por encima del hombro, volvió junto al coche. Entró, y se encerró por dentro.

El encuentro empezaba a parecerle irreal, cada vez más como un sueño. ¿Hubo alguien realmente en la oscuridad, esperando, acechando? ¿Había habido algo peligroso allí en medio, o fue su imaginación? Después de pasar media hora en el escalofriante obrador de Avril Tannerton, podía imaginarse a un hombre saltando al oír extraños ruidos y empezar a buscar criaturas monstruosas entre las sombras, Al notar Joshua que se relajaba, al tranquilizarse su corazón, empezó a tacharse de tonto. La amenaza que había sentido con tanta intensidad parecía, en retrospectiva, una alucinación producida por la noche y el viento.

Tal vez había sido un chiquillo. Un arrapiezo.

Puso el coche en marcha y se dirigió a casa, sorprendido y divertido por el efecto que el obrador de Tannerton había producido en él.

El sábado por la noche, a las siete en punto, Anthony Clemenza llegó a Westwood, a la casa de Hilary, en un jeep azul.

Hilary salió a recibirle. Llevaba un traje recto de seda verde esmeralda, de manga larga y estrecha y un escote lo bastante generoso para ser atractivo, pero no excesivo. Hacía más de catorce meses que no había tenido ninguna cita, y casi había olvidado cómo vestirse para ese ritual. Se pasó dos horas eligiendo qué ponerse, tan indecisa como una colegiala. Había aceptado la invitación de Tony porque le pareció el hombre más interesante que había visto en dos años… y también porque trataba de superar su tendencia a esconderse del resto del mundo. Se había sentido picada por el comentario de Wally Topelis, el cual le había dicho que usaba su virtud de independencia como excusa para ocultarse de la gente, y ella reconoció que era verdad.

Evitaba hacer amigos y encontrar enamorados, porque temía el dolor que sólo los amigos y los enamorados pueden causar con su rechazo y abandono. Pero a la vez que se protegía del dolor, se negaba el placer de relacionarse con buenas personas que no la traicionarían. Al crecer junto a unos padres violentos y borrachos, había aprendido que las exhibiciones de afecto solían ir seguidas de estallidos de ira y rabia, así como de castigos inesperados.

Nunca temió arriesgarse en su trabajo y en asuntos de negocios; ahora era el momento de aplicar el mismo espíritu de aventura a su vida personal. Al acercarse rápidamente al jeep azul, moviendo ligeramente las caderas, se sintió angustiada por tener que correr el riesgo emocional que la danza de apareamiento traía consigo, pero también se sentía fresca y femenina y bastante más feliz de lo que había sido en mucho tiempo.

Tony se apresuró hacia la puerta del pasajero para abrírsela. Inclinándose le dijo:

—La carroza real espera.

—Oh, debe haber algún error. No soy la reina.

—A mí me lo parece.

—No soy más que una humilde sierva.

—Pero muchísimo más guapa que la reina.

—Será mejor que ella no le oiga decir eso. Seguro que le cortaría la cabeza.

—Demasiado tarde.

—¿Por qué?

—Ya he perdido la cabeza.

Hilary gruñó.

—¿Demasiado almibarado?

—Necesitaré algo de limón para compensarlo.

—Pero le ha gustado.

—Sí, lo confieso. Creo que me encanta la adulación —declaró subiéndose al jeep en un revuelo de seda verde.

Mientras iban en dirección al Westwood Boulevard, Tony le preguntó:

—¿No está ofendida?

—¿Por qué iba a estarlo?

—Por este carro.

—¿Cómo podría sentirme ofendida por un jeep? ¿Acaso habla? ¿Tiene tendencia a insultar?

—Pero no es un «Mercedes».

—Y un «Mercedes» no es un «Rolls» y un «Rolls» no es un «Toyota».

—Noto algo muy Zen en todo esto.

—Si cree que soy una esnob, ¿por qué me ha invitado?

—No creo que sea una esnob. Pero Frank dice que nos sentiremos incómodos porque usted tiene más dinero que yo.

—Bien, basándome en mi experiencia con él, yo diría que los juicios de Frank sobre la gente no son muy acertados.

—Tiene sus problemas —explicó Tony torciendo a la izquierda, hacia Wilshire Boulevard—. Pero los está superando.

—Admito que éste es un coche que no abunda en Los Ángeles.

—Las mujeres suelen preguntarme si es mi otro coche.

—A mí no me importa que lo sea o no.

—Dicen que en Los Ángeles uno es lo que conduce.

—¿Es eso lo que se dice? Entonces usted es un jeep. Y yo un «Mercedes». Somos coches, no gente. Deberíamos ir a una estación de engrase para que nos cambien el aceite en lugar de acudir a un restaurante a cenar. ¿No le parece lógico?

—Tal vez. La verdad, tengo un jeep porque me gusta ir a esquiar tres o cuatro fines de semana cada invierno. Con este trasto sé que podré cruzar los puertos de montaña, por malo que se ponga el tiempo.

—Siempre he querido aprender a esquiar.

—La enseñaré. Pero tendrá que esperar unas semanas. De todos modos, no tardará mucho en haber nieve en Mammoth.

—Parece estar muy seguro de que sigamos siendo amigos dentro de unas semanas.

—¿Y por qué no íbamos a serlo? —preguntó Tony.

—A lo mejor nos peleamos tan pronto lleguemos al restaurante esta noche.

—¿Por qué motivo?

—Política.

—Creo que todos los políticos son canallas ansiosos de poder, demasiado incompetentes para anudarse siquiera los cordones de los zapatos.

—Yo también.

—Soy un libertario.

—Yo más o menos también.

—Se acabó la discusión.

—Podríamos pelear sobre religión.

—Me crié como católico, pero en este momento no soy nada, creo.

—Ni yo.

—Parece que no valemos para discutir.

—Bueno, puede que seamos del tipo de gente que pelea por nimiedades, por cosas intrascendentes.

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Bueno, ya que vamos a un restaurante italiano, puede que le guste el pan de ajos; pero yo lo aborrezco.

—¿Y nos pelearemos por eso?

—Por eso o por los fettuccini o los manicotti.

—No. A donde vamos, le encantará todo. Espere y verá.

La llevó al «Ristorante de Savatino» en el Boulevard de Santa Mónica. Era un lugar íntimo, que sólo podía sentar a sesenta comensales, pero que en cierto modo parecía albergar sólo la mitad; era acogedor, confortable, el tipo de establecimiento en que uno podía perder la noción del tiempo y pasar seis horas en una cena si los camareros no le echaban fuera. La luz era tamizada y cálida.

Las grabaciones de ópera, insistiendo en Gigli, Carusso y Pavarotti, eran lo bastante fuertes para oírse y apreciarse pero no tan fuertes como para impedir las conversaciones. Quizás había excesiva decoración pero parte de ella, un espectacular mural, era maravilloso en opinión de Hilary. La pintura cubría una pared entera y era una representación de los placeres más conocidos del estilo de vida italiana: uvas, vino, pasta, mujeres de ojos negros, hombres morenos y guapos, una abuela gorda y adorable, un grupo de gente bailando al son de un acordeón, una comida bajo los olivos, y mucho más. Hilary jamás había visto nada tan realista y estilizado a la vez; ni abstracto ni impresionista, sino una extraña variante del surrealismo, como si fuera una colaboración locamente imaginativa entre Andrew Wyeth y Salvador Dalí.

Michael Savatino, el propietario, que resultó ser un antiguo policía muy divertido, abrazó a Tony, tomó la mano de Hilary y se la besó, dio un leve puñetazo a la barriga de su amigo y le recomendó pasta para engordarle, insistiendo en que pasaran a la cocina y vieran la nueva cafetera en la que hacía los mejores capuchino. Al salir de la cocina, la esposa de Michael, una atractiva rubia llamada Paula, apareció y se repitieron los besos, los abrazos, y los cumplidos. Por fin Michael cogió a Hilary del brazo y la acompañó, a ella y a Tony, a una mesa rinconera. Ordenó al maître que trajera dos botellas de Biondi Santi Brunello di Montelcino, esperó el vino y él mismo lo descorchó. Después de llenar las copas y brindar, los dejó, tras guiñar el ojo a Tony en señal de aprobación, y viendo que Hilary había observado el guiño, se echó a reír y le guiñó también.

—Parece un hombre estupendo —comentó cuando Michael se hubo alejado.

—Es un gran tipo —aseguró Tony.

—Le tiene mucho afecto ¿verdad?

—Lo quiero mucho. Fue un compañero perfecto mientras trabajamos juntos en homicidios.

Se enfrascaron en una discusión tranquila acerca del trabajo policial y la escritura de guiones. Era fácil hablar con Tony, y Hilary tuvo la impresión de haberlo conocido desde años atrás. No hubo ninguna de las torpezas que suelen desbaratar una primera salida.

En un momento dado la vio contemplar el mural:

—¿Le gusta ese mural? —le preguntó.

—Es soberbio.

—¿Sí?

—¿No se halla de acuerdo?

—Sí, no está mal —respondió Tony.

—Mejor que «no está mal». ¿Quién lo ha pintado? ¿Lo conoce?

—Algún artista en apuros. Lo pintó a cambio de cincuenta cenas gratis.

—¿Sólo cincuenta? Michael obtuvo una ganga.

La comida era casi tan buena como la conversación. El entrante fue ligero, consistió en dos crépes panzudas, una llena de auténtico queso ricotta, la otra con una sazonada mezcla de carne picada, cebolla, pimiento, champiñones y ajo. Sus ensaladas fueron enormes y frescas mezcladas con láminas de setas crudas. Tony eligió el plato fuerte, Ternera Savatino, una specialitá de la casa: una ternera blanca, increíblemente tierna, con una salsa oscura, cebollitas y tiras de calabacín asado. El café a la italiana era excelente.

Cuando, finalizada la cena, miró el reloj, Hilary se asombró al ver que eran las once y diez.

Michael Savatino se detuvo junto a su mesa para disfrutar de sus alabanzas y dijo a Tony:

—Es el veintiuno.

—Oh, no. Veintitrés.

—No según mis cuentas.

—Tus cuentas están mal.

—Veintiuno —insistió Michael.

—Veintitrés. Y debería ser veintitrés y veinticuatro. Han sido dos cenas, después de todo.

—No, no. Contamos la visita, no el número de comidas.

Hilary, desconcertada, dijo:

—Me estoy volviendo loca o esta conversación no tiene pies ni cabeza.

Michael hizo un gesto, exasperado con Tony. Explicó a Hilary:

—Cuando pintó el mural, quise pagarle con dinero, pero él no lo consintió. Dijo que cambiaba la pintura por unas cenas gratis. Insistí en cien visitas gratis. Él dijo veinticinco. Finalmente nos pusimos de acuerdo en cincuenta. No valora su trabajo y eso me pone furioso.

—¿Tony pintó el mural?

—Sí. ¿No se lo ha dicho?

—No.

Miró a Tony y éste sonrió avergonzado.

—Por eso conduce ese jeep —explicó Michael—. Cuando quiere subir a las colinas para pintar la Naturaleza, el jeep le puede llevar a cualquier parte.

—Me dijo que era porque le gusta esquiar.

—También. Pero sobre todo para ir a pintar a la montaña. Debería estar orgulloso de su trabajo. Pero es más fácil arrancar un diente a un cocodrilo que hacerle hablar de su pintura.

—Soy un aficionado —protestó Tony—. Nada más deprimente que un aficionado dando rienda suelta a la lengua acerca de «su arte».

—Este mural no es un trabajo de aficionado —declaró Michael.

—Desde luego que no —asintió Hilary.

—Sois mis amigos —dijo Tony—, así que, como es natural, os mostráis más que generosos en vuestras alabanzas. Y ni uno ni otra estáis cualificados para ser críticos de arte.

—Ganó dos premios —explicó Michael a Hilary.

—¿Premios?

—Nada importante —replicó Tony.

—En ambas ocasiones fue nombrado el mejor de toda la exposición.

—¿Qué exposiciones fueron? —preguntó Hilary.

—Poca cosa.

—Sueña con ganarse la vida como pintor —explicó Michael—; pero no hace nada por conseguirlo.

—Porque no es más que un sueño —observó Tony—. Sería un loco si creyera en serio que podría hacerlo.

—Nunca lo ha intentado —dijo Michael a Hilary.

—Un pintor no cobra su cheque semanal. Ni tiene seguridad médica. Ni retiro.

—Pero si solamente vendieras dos obras al mes por la mitad de lo que valen, obtendrías más de lo que ganas como policía.

—Y si no vendiera nada en un mes, ni en dos, ni en seis, ¿quién me pagaría el alquiler?

—Su apartamento se encuentra abarrotado de cuadros, uno encima de otro —explicó Michael a Hilary—. Está sentado sobre una fortuna, pero se niega a hacer nada.

—Exagera —dejó caer Tony.

—¡Bah, me rindo! —exclamó Michael—. Puede que usted sea capaz de hacerle entrar en razón, Hilary. —Y al alejarse de su mesa, añadió—: Veintiuno.

—Veintitrés —insistió Tony.

Más tarde, ya en el jeep, cuando la llevaba a casa, Hilary le preguntó:

—¿Por qué no quiere por lo menos visitar las galerías de arte y ver si alguna se interesa?

—No lo harán.

—Pero puede preguntar, por lo menos.

—Hilary, no soy lo bastante bueno.

—El mural es excelente.

—Hay una enorme diferencia entre murales para un restaurante y el arte de verdad.

—Aquel mural es arte puro.

—Tengo que repetir que no es experta en pintura.

—Pero compro cuadros tanto por placer como por inversión.

—¿Con la ayuda de un director de galería de arte para la inversión?

—En efecto. Wyant Stevens de Beverly Hills.

—Entonces el experto es él, no usted.

—¿Por qué no le enseña algo de lo que hace?

—No soporto que me rechacen.

—Apuesto a que no lo hará.

—¿Podemos dejar de hablar de mi pintura?

—¿Por qué?

—Porque me aburre.

—Es complicado.

—Y aburrido.

—¿De qué hablaremos?

—Veamos. ¿Por qué no hablamos de si va a invitarme o no a tomar un coñac?

—¿Quiere entrar a beber un coñac?

—¿Brandy?

—Es lo que tengo.

—¿Qué marca?

—«Remy Martin».

—El mejor —rió—. Pero, bueno, no sé. Se está haciendo muy tarde.

—Si no entra, tendré que bebérmelo sola. —Le divertía aquel juego de despropósitos.

—No puedo permitir que beba sola.

—Es señal de alcoholismo.

—Por supuesto que sí.

—Si no entra a beber conmigo, me lanzaré por el camino de los problemas de bebida y de la completa destrucción.

—Nunca me lo permitiría.

Un cuarto de hora después, estaban sentados, uno al lado del otro, en el sofá, frente a la chimenea, contemplando las llamas y tomando «Remy Martin».

Hilary se sentía curiosamente alada, no por el coñac sino por estar junto a él… y por preguntarse si acabarían yéndose a la cama juntos. Nunca se había acostado con un hombre en la primera salida. Por lo general recelaba, no quería comprometerse en una relación hasta después de haber pasado un par de semanas…, a veces un par de meses…, calibrando al hombre. Más de una vez había tardado tanto en decidirse que había perdido a hombres que pudieron haber sido amantes maravillosos y amigos duraderos. Pero en una sola noche con Tony Clemenza, se sentía cómoda y segura con él. Era un hombre muy atractivo. Alto. Moreno. De rasgos duros y hermosos. La fuerza interior y la confianza en sí mismo de un policía. Pero tierno. En realidad sorprendentemente tierno. Y sensible. Había transcurrido mucho tiempo desde que se había permitido ser tocada y poseída, desde que había sido usada y había usado y compartido. ¿Cómo pudo dejar pasar tanto tiempo? Se imaginaba fácilmente en sus brazos, desnuda debajo de él, luego encima, y mientras esas deliciosas imágenes inundaban su mente, se dio cuenta de que él sin duda pensaba lo mismo.

Entonces sonó el teléfono.

—¡Maldición!

—¿Alguien a quien no quiere hablar?

Se volvió y miró el aparato, que era como una caja de nogal sobre una mesilla rinconera. Sonaba, sonaba.

—Hilary…

—Apuesto a que es él.

—¿Él? ¿Quién?

—He estado recibiendo estas llamadas…

Los timbrazos estridentes continuaban.

—¿Qué llamadas? —preguntó Tony.

—En estos últimos dos días, alguien ha estado llamándome y negándose a hablar cuando contesto. Me ha ocurrido seis u ocho veces.

—¿Y no le dice nada?

—Sólo escucha —dijo Hilary—. Creo que se trata de algún loco que se ha disparado por las historias de la Prensa sobre Frye.

La llamada insistente le hizo rechinar los dientes.

Se levantó indecisa y se acercó al teléfono. Tony fue con ella:

—¿Está su número en la guía?

—Tendré uno nuevo la semana próxima. No constará en la guía telefónica.

Llegaron a la mesa y se quedaron mirando el teléfono, que no dejaba de sonar.

—Es él. ¿Quién si no llamaría tanto rato?

Tony levantó el receptor:

—Diga.

Nadie contestó.

—Residencia Thomas. El detective Clemenza al habla.

—Clic.

Tony dejó el receptor y dijo:

—Ha colgado. Puede que lo haya asustado para siempre.

—Ojalá.

—Es una buena idea conseguir un número secreto.

—Lo haré.

—Llamaré al Departamento de Servicios de la compañía a primera hora del lunes y les diré que el Departamento de Policía agradecerá que lo cambien rápidamente.

—¿Puede pedir eso?

—Claro.

—Gracias Tony.

Apretó los brazos. Tenía frío.

—Trate de no preocuparse. Las investigaciones han demostrado que la clase de loco que hace llamadas telefónicas amenazadoras suele encontrar su placer así. La llamada le basta. La mayoría de las veces no es de tipo violento.

—¿La mayoría de las veces?

—Casi nunca.

La sonrisa de Hilary fue forzada:

—No me basta.

La llamada había estropeado cualquier posibilidad de que aquella noche terminara en una cama compartida. Ya no estaba de humor para seducir, y Tony percibió el cambio.

—¿Quiere que me quede un poco más para ver si vuelve a llamar?

—Es usted muy amable; pero creo que tiene razón. No es peligroso. Si lo fuera, vendría en lugar de llamar. En todo caso, le ha asustado. Pensará que la Policía está aquí esperándole.

—¿Ha recuperado su pistola?

Asintió.

—Fui al centro ayer y llené la hoja de registro, como hubiera debido hacer cuando me mudé a esta ciudad. Si al tipo del teléfono le da por venir, ahora ya puedo dispararle legalmente.

—No creo que vuelva a molestarla esta noche.

—Estoy segura de que tiene razón.

Por primera vez durante aquella velada, sentían turbación.

—Bueno, será mejor que me vaya.

—Sí, es tarde.

—Gracias por el coñac.

—Gracias por una cena maravillosa.

Al llegar a la puerta, Tony se volvió:

—¿Tiene algo que hacer mañana por la noche?

Hilary estaba a punto de negarse cuando recordó lo bien que se había sentido mientras estaba sentada junto a él en el sofá. Y también pensó en la advertencia de Wally Topelis sobre volverse una ermitaña. Sonrió y dijo:

—Estoy libre.

—Magnífico. ¿Qué le gustaría hacer?

—Lo que quiera.

Reflexionó un instante:

—¿Y si fuera el día entero?

—Sí. ¿Por qué no?

—Empezaremos almorzando. La recogeré a mediodía.

—Estaré dispuesta y esperando.

La besó ligeramente y con ternura en los labios.

—Mañana —dijo.

—Mañana.

Le contempló marcharse. Luego, cerró la puerta con llave.

Durante todo el sábado, mañana, tarde y noche, el cuerpo de Bruno Frye estuvo solo en el «Hogar Funerario Forever View», sin ninguna visita ni compañía.

El viernes por la noche, cuando Joshua Rhinehart, se había ido ya, Avril Tannerton y Gary Olmstead trasladaron el cuerpo a otro ataúd, un modelo con adornos de bronce y el interior tapizado de seda y terciopelo. Enfundaron al muerto en una túnica funeraria, le colocaron los brazos a lo largo del cuerpo y tendieron un terciopelo blanco hasta la mitad de su pecho. Como las condiciones de la carne no eran buenas, Tannerton no quiso malgastar energías haciendo el cuerpo más presentable. Gary Olmstead pensó que era mezquino y poco respetuoso consignar un cuerpo a la tumba sin la ayuda de maquillaje y polvos. Pero Tannerton le convenció de que la cosmética ofrecía poca esperanza al rostro hundido y amarillento de Bruno Frye.

—De todos modos —añadió Tannerton—, tú y yo seremos las últimas personas que le verán en este mundo. Cuando esta noche cerremos esta caja, no volverá a abrirse jamás.

El viernes por la noche a las nueve cuarenta y cinco, dejaron bien cerrada y asegurada la tapa del féretro. Una vez hecho esto, Olmstead fue a su casa junto a su pálida mujercita y su silencioso y serio retoño. Avril subió; vivía encima de las habitaciones de los muertos.

El sábado por la mañana, temprano, Tannerton salió hacia Santa Rosa en su «Lincoln» gris plata. Se llevó un maletín porque no pensaba regresar hasta las diez de la mañana del domingo siguiente. El entierro de Bruno Frye era el único que tenía pendiente de momento. Como nadie tenía que verle, no había motivos para permanecer en «Forever View»; no se le necesitaría hasta el servicio del domingo.

Tenía una mujer en Santa Rosa. Era la última de una larga sucesión de mujeres; Avril medraba con la variedad. Se llamaba Helen Virtillion. Era una mujer hermosa, de unos treinta años, esbelta, firme, con senos grandes y duros que tenían para él una fascinación inacabable.

Muchas mujeres se sentían atraídas por Avril Tannerton, no pese a su trabajo, sino debido a él. Naturalmente algunas se alejaban al descubrir que se dedicaba a la funeraria. Pero un sorprendente número de ellas se sentían intrigadas e incluso excitadas por su peculiar profesión.

Comprendía lo que le hacía deseable para ellas. Cuando un hombre trabaja con los muertos, algo del misterio de la muerte se prende en él. A pesar de sus pecas y de su juvenil buena facha, a pesar de su encantadora sonrisa, su gran sentido del humor y sus maneras cordiales, algunas mujeres percibían, no obstante, que era misterioso, enigmático. Algo en su subconsciente les hacía creer que no podían morir mientras estuvieran en sus brazos o a su lado, como si sus servicios a los muertos le proporcionaran una dispensa especial. Esa fantasía atávica era similar a la esperanza compartida por muchas mujeres casadas con médicos que, en el fondo, están convencidas de que sus cónyuges pueden protegerlas de todos los peligros microbianos de este mundo.

Por lo tanto, durante todo el sábado, mientras Avril Tannerton se encontraba en Santa Rosa haciendo el amor con Helen Virtillion, el cuerpo de Bruno Frye yacía solo en una casa vacía.

El domingo por la mañana, dos horas antes de amanecer, hubo un revuelo en la casa funeraria, pero Tannerton no estaba allí para darse cuenta.

Las luces del techo del obrador sin ventanas se encendieron súbitamente; pero Tannerton no estaba allí para verlo.

La tapa del féretro cerrado fue abierta y apartada. El obrador se llenó de gritos de rabia y dolor; pero Tannerton no estaba allí para oírlos.

A las diez de la mañana del domingo, mientras Tony estaba en su cocina bebiendo un jugo de pomelo, sonó el teléfono. Se trataba de Janet Yamada, la mujer que había salido con Frank Howard la noche anterior.

—¿Cómo te ha ido? —le preguntó.

—Fue maravilloso. Una noche estupenda.

—¿De veras?

—Sí. Es un gran chico.

—Frank es un gran chico.

—Me dijiste que podía mostrarse un poco frío, difícil de llegar a conocer; pero nada de eso.

—¿De veras?

—¡Y es tan romántico!

—¿Frank?

—¿Quién si no?

—¿Frank Howard romántico?

—Hoy en día no se encuentran muchos hombres así. A veces —siguió diciendo Janet— parece como si el romanticismo y la caballerosidad los hubieran tirado por la ventana cuando empezaron la revolución sexual y el movimiento en pro de los derechos de la mujer. Pero Frank todavía te ayuda a ponerte el abrigo, abre las puertas y te aparta la silla. Incluso me compró un ramo de rosas. Son preciosas.

—Pensé que podía costarte hablar con él.

—Oh, no. Tenemos muchísimas cosas en común.

—¿Cuáles?

—El béisbol, por ejemplo.

—¡Pues claro! Se me olvidó que te gustaba el béisbol.

—Soy una adicta.

—Así que hablasteis de eso toda la noche.

—Oh, no. Hablamos de muchas cosas más. De películas…

—¿Películas? ¿Estás diciéndome que Frank es un aficionado a las películas?

—Se Sabe todas las de Bogart casi palabra por palabra. Incluso intercambiamos fragmentos de diálogo.

—He estado hablando de cine con él durante tres meses, y no abrió la boca ni una sola vez —observó Tony.

—No ha visto muchas de las películas recientes; pero esta noche vamos a ver una.

—¿Volvéis a salir?

—Sí. Quería llamarte para darte las gracias por hacer que le conociera.

—¿Soy un magnífico «emparejador» o no lo soy?

—También quería decirte que, incluso si no sale bien, seré buena con él. Me habló de Wilma. ¡Qué podredumbre! ¡Quería que supieras que sé que ella le hizo una tremenda faena; pero que yo no pienso lastimarle!

Tony estaba asombrado.

—¿Te habló de Wilma la primera noche que saliste con él?

—Dijo que antes era incapaz de mencionar ese tema; pero que tú le enseñaste cómo descargarse de su hostilidad.

—Lo único que hice fue estar sentado y escucharle cuando decidió vaciar su pecho.

—Piensa que eres un tío grande.

—Frank es un gran juez de las personas. ¿No te parece?

Después, sintiéndose feliz por la excelente impresión que Frank había causado en Janet Yamada, optimista por su propia posibilidad de un pequeño romance, Tony salió hacia Westwood para reunirse con Hilary. Le estaba esperando; salió de la casa tan pronto él entró en la avenida. Estaba deliciosa y fresca, con pantalones negros, una blusa azul cielo y una chaqueta ligera de pana azul. Al abrirle él la puerta, le dio un beso rápido y tímido en la mejilla, y le envolvió en una bocanada de perfume de limón.

Iba a ser un día perfecto.

Exhausto por haberse pasado la noche sin dormir en la cama de Helen Virtillion, Avril Tannerton regresó de Santa Rosa el domingo por la mañana poco antes de las diez.

No miró el ataúd por dentro.

Tannerton y Gary Olmstead fueron al cementerio y prepararon la tumba para la ceremonia de las dos de la tarde. Montaron el aparato que bajaría el ataúd a la fosa. Con flores y ramas verdes cortadas, hicieron el lugar todo lo atractivo que pudieron.

A las doce y media, de regreso a la funeraria, Tannerton utilizó una gamuza para quitar el polvo y las huellas borrosas del adornado féretro de Bruno Frye. Al pasar la mano por los cantos redondeados de la caja, pensó en el magnífico contorno de los senos de Helen Virtillion.

Tampoco miró el interior del ataúd.

A la una, Tannerton y Olmstead cargaron al difunto en el coche mortuorio.

Ni uno ni otro miraron dentro de la caja.

A la una y media salieron hacia el Memorial Park de Napa County. Joshua Rhinehart y unos cuantos habitantes del pueblo les siguieron en sus propios coches. Considerando que se trataba de un hombre influyente y rico, la comitiva fúnebre era vergonzosamente escasa.

El día era claro y fresco. Los altos árboles proyectaban sombras a través de la carretera, y el coche funerario fue pasando alternativamente de sol a sombra.

En el cementerio, el ataúd fue colocado en un soporte por encima de la tumba, y quince personas se reunieron alrededor para la breve ceremonia. Oculto entre las flores, se hallaba el control que accionaba el mecanismo que haría bajar al difunto a la fosa. Gary Olmstead se colocó junto a él. Avril se situó frente a la tumba y leyó, en un libro de pocas páginas, unos versos inspirados. Joshua Rhinehart estaba al lado del embalsamador. Las doce personas restantes rodeaban la sepultura abierta. Algunos de ellos eran dueños de viñedos y estaban con sus esposas. Acudieron al cementerio porque habían vendido su cosecha a la bodega de Bruno Frye, y consideraban que su asistencia al entierro era una obligación comercial. Los otros eran empleados de «Viñedos Shade Tree» y sus esposas, y sus razones para estar presentes eran tan poco personales como las de los otros. Nadie lloró.

Y nadie tuvo oportunidad o deseo de mirar dentro del ataúd.

Tannerton terminó su lectura del librito negro. Miró a Gary Olmstead y le hizo un gesto.

Olmstead pulsó un botón en la caja de control. El pequeño y potente motor eléctrico zumbó. El féretro bajó despacio, sin sacudidas, hasta el fondo de la fosa.

Hilary no podía recordar otro día en que se hubiera divertido tanto como el primero que pasó completo con Tony Clemenza.

Para almorzar, fueron al «Yamashiro Skyroom», en lo alto de las colinas de Hollywood. La comida en «Yamashiro» era anodina, incluso vulgar; pero el ambiente y la impresionante vista panorámica lo hacían un lugar perfecto para una comida o una cena. El restaurante, un auténtico palacio japonés, había sido una finca particular. Estaba rodeado por cinco hectáreas de preciosos jardines ornamentales. Desde su punto en la cima de la colina, «Yamashiro» ofrecía una vista sobrecogedora de la entera hondonada de Los Ángeles. El día era tan diáfano que Hilary pudo ver hasta Long Beach y Fados Verdes.

Después del almuerzo, fueron a Griffith Park. Durante una hora recorrieron parte del zoológico de Los Ángeles, donde dieron de comer a los osos, y Tony hizo hilarantes imitaciones de animales. Desde el zoo fueron a una sesión especial de tarde del deslumbrante holograma Laserium, en el observatorio de Griffith Park.

Más tarde, pasaron una hora en Melrose Avenue, entre Doheny Drive y La Ciénaga Boulevard, revolviendo de un anticuario en otro, sin comprar, solamente mirando y charlando con los propietarios.

Cuando llegó la hora del cóctel, fueron hacia Malibú para tomar Mai Tais en «Tonga Lei». Vieron ponerse el sol en el océano y se relajaron con el rítmico batir de las olas.

Aunque Hilary vivía en Los Ángeles desde hacía cierto tiempo, su mundo estaba compuesto solamente por su trabajo, su casa, su rosaleda, los estudios cinematográficos y los pocos restaurantes elegantes en los que la gente del cine y la televisión se reunían para sus negocios. Jamás había estado en el «Yamashiro Skyroom», ni en el zoo, ni en el show de láser, ni en las tiendas de antigüedades de Melrose, o en «Tonga Lei». Todo era nuevo para ella. Se sintió como una turista deslumbrada, o más bien como una prisionera que acabara de cumplir una larguísima condena, y gran parte de ella incomunicada.

Pero no fueron los lugares a los que acudieron lo que hizo que aquel día se convirtiera en algo especial. Nada de ello habría sido la mitad de interesante o divertido si hubiera ido con otra persona y no con Tony. Era tan encantador, tan ingenioso, estaba tan lleno de humor y energía, que hacía que un simple día de sol, pareciera deslumbrante.

Después de beberse despacito dos Mai Tais cada uno, se sintieron hambrientos. Regresaron por Sepúlveda y en dirección norte al valle de San Fernando para cenar en «Mel’s Landing», otro lugar que no conocía. «Mel’s» no tenía pretensiones y era de un precio moderado, pero ofrecía algunos de los mejores y más frescos mariscos que jamás había comido.

Tomaron almejas al vapor y discutieron sobre otros lugares donde comer. Y Hilary descubrió que él sabía diez veces más que ella, que lo único que conocía era un puñadito de sitios caros que servían a los que manejaban la industria del espectáculo. Los lugares apartados a los que ir a comer, los pequeños cafés arrinconados con sorprendentes especialidades de la casa, las tascas familiares con comida sencilla pero deliciosa… todo eso era un nuevo aspecto de la ciudad que no había tenido tiempo de conocer. Vio que se había vuelto rica sin llegar a descubrir cómo usar y disfrutar de la libertad que su dinero podía proporcionarle.

Comieron demasiadas almejas y después demasiada salsa roja con demasiadas gambas de Malasia. También bebieron demasiado vino blanco.

Teniendo en cuenta lo mucho que habían tragado, era asombroso, se dijo Hilary, que tuvieran tanto tiempo entre bocado y bocado para conversar. Pero nunca dejaron de hablar. Ella solía ser reticente en sus primeras salidas con un hombre nuevo, pero no así con Tony. Quería oír lo que él pensaba de todo, desde Mork and Mindy hasta los dramas de Shakespeare, desde la política al arte. Gente, perros, religión, arquitectura, deportes, música, moda, comida, derechos de la mujer, dibujos animados del sábado por la mañana… Parecía urgente y vital que ella supiera lo que él pensaba sobre esos temas y un millón más. También quería explicarle la opinión que ella tenía sobre todas esas cosas, y deseaba saber lo que él pensaba de lo que pensaba ella, y al poco tiempo le estaba diciendo lo que pensaba de lo que él pensaba de lo que ella pensaba. Charlaron como si acabaran de enterarse de que Dios iba a dejar sordo y mudo a todo el mundo al amanecer. Hilary estaba ebria, no de vino, sino de la fluidez e intimidad de su conversación; se hallaba intoxicada por la comunicación, un brebaje poderoso para el que no se había preparado a lo largo de los años.

Cuando llegó el momento de llevarla a casa, accedió a entrar para la última copa, ella supo que se acostarían. Lo deseaba con todas sus fuerzas; la sola idea la excitaba y acaloraba. Sabía que él la deseaba también… Podía leerlo en sus ojos. Necesitaban que la cena se posara un poco, y por ello sirvió crema de menta blanca con cubitos de hielo para los dos.

Acababan de sentarse cuando sonó el teléfono.

—¡Oh, no!

—¿Te volvió a molestar después de que me marché anoche?

—No.

—¿Y esta mañana?

—No.

—Quizá no sea él.

Ambos fueron a coger el teléfono. Lo levantó, indecisa, murmurando:

—Diga…

Silencio.

—¡Maldito seas! —Y colgó con tanta fuerza el teléfono que pensó que lo había roto.

—No dejes que te altere.

—No puedo evitarlo.

—Es sólo un canalla escurridizo que no sabe cómo tratar con las mujeres. He visto a otros como él. Si tuviera la oportunidad de ligar con una mujer, si alguna se le ofreciera en bandeja de plata, saldría huyendo con gritos de terror.

—A mí todavía me asusta.

—No es ninguna amenaza. Vuelve al sofá. Siéntate. Trata de olvidarlo.

Volvieron al sofá y, durante unos minutos, bebieron en silencio su crema de menta. Por fin, en voz baja, exclamó:

—¡Maldito!

—Mañana por la tarde tendrás un número de teléfono nuevo que no constará en la guía. Entonces dejará de molestarte.

—Pero acaba de estropearme la velada. ¡Era tan perfecta!

—Yo todavía soy feliz.

—Es que… yo había imaginado algo más que bebidas junto al fuego.

—¿Sí?

—¿Y tú no?

Su sonrisa era especial, porque no se trataba simplemente de la configuración de la boca; era todo su rostro y sus expresivos ojos oscuros; era la sonrisa más genuina y más atractiva que jamás había visto.

—Tengo que admitir que tenía la esperanza de probar algo más que la crema de menta —confesó.

—Maldito teléfono.

Se inclinó hacia ella y la besó. Hilary abrió la boca para él y, por un breve instante sus lenguas se encontraron. Se apartó y la miró, puso la mano contra su cara como si tocara la más delicada porcelana.

—Creo que todavía podremos.

—¿Y si vuelve a sonar el teléfono?

—No sonará.

La besó en los ojos, después en los labios y apoyó dulcemente una mano en su pecho. Hilary se recostó y él se inclinó sobre ella, la cual apoyó la mano en el brazo de él y sintió cómo se tensaban sus músculos por debajo de la camisa.

Sin dejar de besarla, acarició su garganta con la punta de los dedos y empezó a desabrocharle la blusa.

Hilary colocó la mano en su muslo donde también los músculos estaban tensos bajo sus pantalones. ¡Qué hombre tan fuerte! Dejó que su mano fuera subiendo hasta la ingle y sintió la tremenda dureza y el calor de su erección. Se lo imaginó penetrando en ella y agitándose dentro y un estremecimiento de anticipación la sacudió.

Él percibió su excitación y dejó de desabrocharle la blusa para recorrer suavemente la curva de sus pechos retenidos por el sostén. Sus dedos parecían dejar huellas heladas en su piel caliente: podía sentir el prolongado fantasma de su roce, con tanta claridad como el propio contacto.

El teléfono sonó.

—Ignóralo —le dijo.

Ella trató de hacerlo. Le echó los brazos al cuello y se deslizó en el sofá atrayéndole encima de ella. Lo besó con fuerza, aplastando sus labios contra los de él, lamiendo, chupando.

El teléfono sonaba y sonaba.

—¡Maldición!

Se incorporaron.

Sonaba, sonaba y sonaba.

Hilary se puso en pie.

—¡No! —exclamó Tony—. Hablarle no ha servido de nada. Déjame que lo haga a mi manera y veremos qué ocurre.

Se levantó del sofá y fue a la mesita rinconera. Cogió el receptor; pero no dijo nada. Se limitó a escuchar.

Hilary dedujo por su expresión que el que llamaba no había hablado.

Tony estaba determinado a esperar a que se cansara. Miró el reloj.

Pasaron treinta segundos. Un minuto. Dos minutos.

La batalla de nervios entre los dos hombres era parecida a una lucha de resistencia de mirada entre niños, no obstante no había nada infantil en ello. Era impresionante. Sus brazos se cubrieron de carne de gallina.

Dos minutos y medio.

Le pareció una hora.

Al fin, Tony dejó el teléfono.

—Colgó.

—¿Sin decir nada?

—Ni una palabra. Pero colgó primero, y creo que es importante. Supuse que si le servía una buena dosis de su propia medicina, no le gustaría. Supone que va a asustarte. Pero tú esperabas la llamada y escuchas, como hace él. Al principio cree que te estás haciendo la graciosa y está seguro de que es más listo que tú. Pero cuanto más rato sigues silenciosa, empieza a tener la impresión de que te propones hacerle una jugada. ¿Tienes acaso el teléfono intervenido? ¿Estás ganando tiempo para que la Policía pueda localizar la llamada? ¿Eres realmente tú la que ha levantado el auricular? Lo piensa, empieza a asustarse y cuelga.

—¿Asustado él? No es mala idea.

—Dudo de que vuelva a tener el valor de llamar. Por lo menos no antes de que te hayan cambiado el número mañana. Después, ya será demasiado tarde.

—Pero yo estaré sobre ascuas hasta que el hombre de la telefónica haya hecho su trabajo.

Tony le tendió los brazos y ella se refugió en ellos. Volvieron a besarse. Era todavía perfecto, bueno y dulce; pero la cortante arista de la pasión desatada ya no podía sentirse. Ambos se daban tristemente cuenta de la diferencia.

Volvieron al sofá; aunque sólo para beber su crema de menta y hablar. A las doce y media de la noche, cuando él tuvo que marcharse a su casa, decidieron pasar el próximo fin de semana haciendo una gira por los museos. El sábado irían al «Norton Simon Museum» de Pasadena para ver las pinturas de los expresionistas alemanes y el tapiz del Renacimiento. Después, pasarían la mayor parte del domingo en el «J. Paul Getty Museum», que presumía de tener la colección de arte más rica del mundo. Naturalmente, entre las visitas, comerían muchas cosas buenas, conversarían mucho y (ambos lo esperaban ardientemente) continuarían lo que habían empezado en el sofá.

En la puerta, cuando ya se marchaba, Hilary no pudo soportar de pronto la idea de tener que esperar cinco días para volver a verlo.

—¿Qué haces el miércoles? —le preguntó.

—¿Qué?

—¿Dónde cenarás?

—Oh, seguramente me freiré unos huevos que empiezan a estar rancios.

—El colesterol es malo para ti.

—Y probablemente cortaré lo que está florecido del pan y me haré unas tostadas. Luego, tendré que terminar el zumo de frutas que compré hace dos semanas.

—Pobrecito.

—Es la vida del soltero.

—No puedo dejar que comas huevos rancios y pan florecido, si yo sé preparar una ensalada sensacional y filetes de lenguado.

—Una cena ligera —comentó.

—No nos conviene estar repletos y soñolientos.

—Nunca se sabe cuándo hay que actuar deprisa.

—Precisamente —sonrió Hilary.

—Hasta el miércoles.

—¿A las siete?

—Siete en punto.

Se besaron. Tony se alejó de la puerta y un vientecillo helado ocupó el lugar donde él había estado. Y ya no lo vio más.

Al cabo de media hora, ya en la cama, el cuerpo de Hilary acusaba la frustración. Sus pechos estaban tensos; ansiaba sentir sus manos sobre ellos, acariciándolos, dándoles masaje. Cerraba los ojos y creía sentir sus labios en los pezones endurecidos. Le vibraba el vientre y le imaginó encima de ella, sosteniéndose sobre sus fornidos brazos y después, ella encima de él, moviéndose en lentos círculos sensuales. Su sexo estaba húmedo y caliente, dispuesto, esperando. Se agitó y se revolvió más de una hora hasta que, por fin, se levantó y tomó un sedante.

A medida que el sueño iba envolviéndola, sostuvo un soñoliento diálogo consigo misma.

¿Me estoy enamorando?

—No, claro que no.

Quizá. Puede que sí.

—No. El amor es peligroso.

Puede que con él salga bien.

—Acuérdate de Earl y Emma.

Tony es diferente.

—Eres imbécil. Eso es lo que eres. Imbécil.

Eso también.

Se durmió y soñó. Alguno de los sueños eran dorados y borrosos. En uno de ellos estaba desnuda con Tony, echada en un prado donde la hierba parecía de pluma, por encima del mundo, en un prado sobre una columna de piedra y la brisa tibia era más limpia que la luz del sol, más limpia que la corriente eléctrica de un rayo, más limpia que nada en el mundo.

Pero también tuvo pesadillas. En una de ellas se encontraba en el viejo apartamento de Chicago y las paredes iban encerrándola. Levantó la vista y descubrió que no había techo y que Earl y Emma la miraban fijamente, con sus caras tan grandes como el rostro de Dios, sonriendo a medida que se cerraban las paredes; y cuando abrió la puerta para salir huyendo del apartamento, tropezó con una enorme cucaracha, un insecto monstruoso más grande que ella y que se disponía a comérsela viva.

A las tres de la mañana, Joshua Rhinehart despertó y se debatió un instante entre las sábanas revueltas. Había bebido demasiado vino en la cena, cosa poco habitual en él. La resaca había desaparecido, pero su vejiga le estaba matando; no obstante, no era solamente la exigencia de la Naturaleza lo que le había perturbado el sueño. Había tenido un sueño horrible acerca del obrador de Tannerton. En aquella pesadilla, varios muertos, todos ellos duplicados de Bruno Frye, se habían alzado de sus ataúdes y bajado de las mesas, de porcelana y acero inoxidable, de embalsamar; había huido corriendo en la noche, detrás de «Forever View», pero le habían seguido, buscándole entre las sombras, moviéndose con rigidez, llamándole con sus voces sin timbre, muertas.

Yacía boca arriba en la oscuridad, mirando al techo que no podía ver. El único sonido era el ronroneo casi inaudible de su reloj electrónico en la mesilla.

Antes de la muerte de su esposa, tres años atrás, Joshua apenas soñaba. Y nunca había tenido una pesadilla. Ni una sola vez en cincuenta y ocho años. Pero después del fallecimiento de Cora todo había cambiado. Ahora, soñaba por lo menos una o dos veces por semana y casi siempre el sueño era malo. Muchos de ellos tenían que ver con la pérdida de algo importantísimo pero indescifrable, y de ello emanaba siempre una búsqueda loca, y sin esperanzas, de lo que había perdido. No necesitaba un psiquiatra a cincuenta dólares la hora para decirle que aquellos sueños se referían a Cora y a su muerte prematura. Todavía no se había acostumbrado a la vida sin ella. Tal vez no se acostumbraría nunca. Las demás pesadillas estaban llenas de muertos vivientes que solían parecérsele, símbolos de su propia mortalidad; pero esta noche todos tenían un sorprendente parecido a Bruno Frye.

Bajó de la cama, se desperezó, bostezó. Se dirigió al baño sin encender la luz.

Un par de minutos después, de regreso a la cama, paró ante la ventana. Los cristales eran helados al tacto. Un viento frío los golpeaba y hacía sonidos parecidos al maullido de un animal que quisiera entrar. El valle estaba silencioso y oscuro excepto por las luces de las bodegas. Podía ver los viñedos «Shade Tree» al Norte, extendiéndose colina arriba hasta muy lejos.

De pronto, sus ojos captaron una mancha blanca y borrosa al sur de la bodega, una sola mancha de luz en medio del viñedo, aproximadamente donde se hallaba la casa de Frye. ¿Luces en casa de Frye? Se suponía que no había nadie en ella. Bruno había vivido solo. Joshua fijó la vista. Pero, sin sus gafas, todo, a distancia, se volvía borroso cuanto más se esforzaba por enfocarlo. No podía asegurar si la luz era en casa de Frye o en uno de los edificios de administración situados entre la vivienda y la bodega principal. En verdad, cuanto más se fijaba, menos seguro estaba que se tratase de una luz; era débil, temblorosa; podía ser sólo un reflejo de la luna.

Se acercó a la mesilla y, sin encender ninguna lámpara, que estropearía su visión nocturna, buscó sus gafas en la oscuridad. Antes de encontrarlas, volcó un vaso de agua vacío.

Cuando volvió a la ventana y miró hacia las colinas, la luz misteriosa había desaparecido. Sin embargo permaneció allí un buen rato como un guardián vigilante. Era el albacea de los bienes de Frye, tenía el deber de conservarlos hasta su distribución final de acuerdo con el testamento. Si los vándalos y ladrones desvalijaban la casa, quería estar enterado. Esperó y vigiló durante quince minutos, pero la luz jamás reapareció.

Al fin, convencido de que sus débiles ojos le habían engañado, volvió a la cama.

El lunes por la mañana, mientras Tony y Frank seguían una serie de posibles pistas sobre Bobby Valdez, Frank habló animadamente de Janet Yamada. Janet era tan bonita; Janet era tan inteligente; Janet se mostraba muy comprensiva; Janet esto y Janet aquello. El tema de Janet Yamada le aburría; pero Tony le dejó que se desfogase. Le pareció estupendo ver a Frank hablando y actuando como un ser humano normal.

Antes de firmar por su sedán policial sin distintivos y salir a la calle, Tony y Frank habían hablado con dos hombres de la brigada de narcóticos, los detectives Eddie Quevedo y Carl Hammerstein. La opinión de esos dos especialistas era que Bobby Valdez probablemente vendía cocaína o PCP para mantenerse mientras proseguía con su vocación gratuita como violador. El mayor dinero en el mercado de estupefacientes de Los Ángeles se encontraba en aquellas dos sustancias popularísimas aunque ilegales. Un vendedor podía ganar todavía una fortuna en heroína o hierba; pero ésos ya eran artículos lucrativos en la farmacopea subterránea. Según los de narco, si Bobby estaba mezclado en el tráfico de drogas, tenía que ser un camello, vendiendo directamente a los usuarios, un hombre en el último peldaño de la estructura de producción y marketing. Cuando salió de la cárcel en abril era virtualmente pobre, y se necesita un buen capital para hacerse fabricante o importador de narcóticos.

—Lo que andáis buscando es un vulgar camello callejero —había dicho Quevedo a Tony y Frank.

—Habla con los otros camellos —sugirió Hammerstein—. Os daremos una lista de nombres y direcciones. Todos ellos son tipos que se han pillado los dedos por comerciar con drogas. La mayoría vuelven a vender de nuevo; pero todavía no hemos podido cogerlos. Haced algo de presión. Tarde o temprano encontraréis que uno de ellos se ha tropezado con Bobby en la calle y sabe dónde está escondido.

En la lista que Quevedo y Hammerstein les dieron había veinticuatro nombres.

Tres de los primeros seis, no estaban en casa. Los otros tres juraron no conocer ni a Bobby Valdez ni a Juan Mazqueza, ni a nadie con la cara de las fotografías.

El séptimo nombre de la lista era Eugene Tucker, y pudo ayudarles. Ni siquiera tuvieron que presionarle.

La mayoría de los negros son de un tono oscuro diferente, pero Tucker era negro de verdad. Su rostro ancho y liso era como el betún. Sus ojos oscuros eran más claros que su piel. Llevaba una espesa barba negra salpicada de pelos blancos y rizados, y aquel toque de nieve era lo único en él, excepto el blanco de los ojos, que no era muy, muy negro. Vestía incluso pantalones negros y camisa negra. Era macizo, con un pecho enorme y grandes brazos, y su cuello era tan ancho como la estaca de un embarcadero. Parecía que rompiera traviesas de ferrocarril como ejercicio… o quizá sólo por pasatiempo.

Tucker vivía en una casa de ciudad, cara, en Hollywood Hills; un lugar amplio, escasa pero bellamente amueblado. El cuarto de estar sólo contenía cuatro piezas: un sofá, dos sillones y una mesita auxiliar. Ni mesitas para rematar el sofá, ni estanterías. Ningún estéreo. Ningún televisor. Ni siquiera había muchas lámparas; de noche, la única luz vendría del techo. Pero las cuatro piezas que tenía eran de alta y sorprendente calidad, y cada una de ellas realzaba a la perfección las demás.

A Tucker le encantaban las antigüedades chinas. El sofá y los sillones que habían sido recientemente retapizados en terciopelo verde jade, eran de palo de rosa tallado, de unos cien años, o tal vez el doble, pesadísimos y bien conservados, ejemplos sin par de su período y estilo. La mesita baja era también de palo de rosa con un estrecho remate de marfil incrustado. Tony y Frank se sentaron en el sofá y Eugene se colgó del borde de un sillón, frente a ellos.

Tony pasó una mano por el brazo de palo de rosa del sofá y exclamó:

—Mr. Tucker, esto es maravilloso.

Tucker alzó las cejas y preguntó:

—¿Sabe lo que es?

—Desconozco exactamente el período. Pero estoy lo bastante familiarizado con el arte chino para darme cuenta de que esto no es de ningún modo una reproducción comprada en «Sears».

Tucker rió, encantado de que Tony conociera el valor de los muebles.

—Sé lo que está pensando —observó bonachón—. Se pregunta cómo un ex prisionero, que lleva dos años fuera de la cárcel, puede permitirse esto. Una casa de mil doscientos dólares al mes, en la ciudad. Antigüedades chinas… Se preguntará si he vuelto a la venta de heroína o me he metido en negocios similares.

—En realidad no me preguntaba eso. Me pregunto, sí, cómo diablos lo ha hecho. Pero sé que no es vendiendo droga.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Tucker sonriendo.

—Si fuera un vendedor de droga con la pasión por las antigüedades chinas, amueblaría simplemente toda la casa de golpe, en lugar de hacerlo pieza a pieza. Trabaja claramente en algo que le proporciona mucha pasta, pero no tanta como si distribuyera droga.

Tucker volvió a reír y le aplaudió. Se volvió a Frank y comentó:

—Su compañero es perceptivo.

—Un verdadero Sherlock Holmes —sonrió Frank.

Tony se dirigió a Tucker y le pidió:

—Por favor, satisfaga mi curiosidad. ¿Qué es lo que hace?

Tucker se inclinó hacia delante, ceñudo de pronto, alzando un puño de granito y agitándolo, feo, enorme y peligroso. Cuando habló, lo hizo rugiendo:

—Diseño trajes.

Tony parpadeó.

Tucker se dejó caer en su sillón, riéndose. Era uno de los hombres más alegres que Tony había conocido.

—Diseño ropa de mujer —explicó—. De verdad. Mi nombre empieza ya a ser conocido en California, en la comunidad de diseño, y algún día seré famoso. Se lo aseguro.

Frank, intrigado, comentó:

—Según nuestros informes, cumplió cuatro años de una sentencia de ocho por venta al por mayor de heroína y cocaína. ¿Cómo ha pasado de eso a diseñar ropa de mujer?

—Yo era un maldito hijo de perra. Y, durante aquellos primeros meses en la cárcel, fui todavía peor que de costumbre. Culpé a la sociedad de todo lo que me había ocurrido. Culpé a la estructura del poder blanco. Culpé a todo el mundo, pero no quise admitir que la culpa fuera mía. Me consideraba un tío duro, aunque en realidad no había crecido aún. No se es un hombre hasta que uno acepta la responsabilidad de su propia vida. Mucha gente no lo hace nunca.

—¿Y qué fue lo que le hizo darse cuenta? —preguntó Frank.

—Una cosa pequeña. A veces uno se sorprende de cómo algo tan pequeño puede cambiar la vida de una persona. Para mí, fue una sesión de televisión. En las noticias de las seis, una de las emisoras de Los Ángeles empezó una serie de cinco partes sobre historias del éxito negro en la ciudad.

—Lo vi —dijo Tony—. Hace más de cinco años, pero todavía me acuerdo.

—Era fascinante —continuó Tucker—. Presentaba una imagen del negro que no suele verse. En un principio, antes de que empezara la serie, la gente de la trena pensaba que sería una cosa de risa. Creíamos que el periodista pasaría todo el tiempo haciendo la misma pregunta idiota: «¿Por qué no pueden todos estos pobrecitos negros trabajar duro y hacerse ricos titulares de historias como Sammy Davis, Jr.?». Pero no hablaron de estrellas del espectáculo ni del deporte.

Tony recordó que había sido un sorprendente trabajo de periodismo, sobre todo para la televisión, donde las noticias, y en especial las noticias de interés humano, son tan profundas como tazas de té. Los periodistas habían entrevistado hombres y mujeres de negocios que eran negros y que habían llegado a la cumbre, gente que había comenzado con nada y se habían hecho millonarios. Algunos en fincas. Uno, con un restaurante. Una con una cadena de salones de belleza. Una docena de personas. Todos estuvieron de acuerdo en que costaba más hacerse rico si se era negro; pero también convinieron en que no era tan duro como pensaban cuando empezaron, y que resultaba más fácil en Los Ángeles que en Alabama, Mississippi, o Boston, o incluso Nueva York. Había más millonarios negros en Los Ángeles que en el resto de California y en los otros cuarenta y nueve Estados combinados. En Los Ángeles, casi todo el mundo vivía deprisa; el típico californiano del Sur no se conformaba tan sólo con cambiar, sino que buscaba activamente el cambio y disfrutaba con ello. Esta atmósfera de flujo y de constante experimentación atrajo a muchos marginados sanos, e incluso locos, al lugar; pero también atrajo a algunas de las mentes más brillantes y más innovadoras del país, que es por lo que hay tantas nuevas explotaciones culturales, científicas e industriales, originadas en esta región. Muy pocos californianos del Sur tenían tiempo o paciencia para actitudes pasadas de moda, una de ellas los prejuicios raciales. Naturalmente, había intolerancia también en Los Ángeles. Pero, mientras que unos terratenientes de Georgia necesitaban seis u ocho generaciones para sobreponerse a sus prejuicios sobre los negros, esta misma metamorfosis de actitud podía darse a través de una sola generación en una familia californiana del Sur. Como dijo uno de los hombres de negocios, de raza negra, entrevistado en televisión: «Los chicanos han sido los negros de Los Ángeles durante mucho tiempo». Pero eso también estaba cambiando: La cultura hispánica cada vez se miraba con más creciente respeto, y los morenos creaban sus propias historias de éxito. Diversas personas entrevistadas en aquel especial habían ofrecido la misma explicación por la inusitada fluidez de las estructuras Sociales de California del Sur y por la satisfacción con que aceptaban el cambio. Según dijeron, se debía en parte a la geología. Cuando se está viviendo encima de las peores fallas del mundo, cuando la tierra puede estremecerse, moverse y cambiar bajo los pies sin previo aviso, se tiene el conocimiento de lo no permanente, una influencia subconsciente en la actitud de una persona hacia ciertos tipos de cambio menos cataclísmicos. Algunos de esos millonarios negros lo creían así, y Tony se inclinaba a estar de acuerdo con ellos.

—En aquel programa, aparecieron alrededor de una docena de negros. Unos cuantos tíos de los que estaban en el talego conmigo silbaron y abuchearon la televisión y les llamaron a todos tío Tom. Pero yo empecé a pensar. Si algunas de aquellas personas podían hacerlo en un mundo de blancos, ¿por qué no iba a hacerlo yo? Era tan inteligente y tan despierto como cualquiera de ellos, tal vez más listo que algunos. Para mí fue una nueva imagen del hombre negro, una idea inédita, como si una luz se encendiera en mi cabeza. Los Ángeles era mi hogar. Si era verdad que ofrecía mejores oportunidades, ¿por qué no me había aprovechado de ella? Seguro que alguna de estas personas tuvieron que actuar como tío Tom en su camino hacia la cima. Pero cuando has llegado, cuando ya tienes ese millón en el Banco, eres tu propio dueño… —Sonrió—. Así que decidí hacerme rico.

—¿Sólo así? —preguntó Frank.

—Sólo así.

—La fuerza del pensamiento positivo.

—Del pensamiento realista —corrigió Tucker.

—¿Y por qué diseño de ropa? —preguntó Tony.

—Hice pruebas de aptitud que indicaron que saldría adelante en diseño o en cualquier aspecto del negocio de arte. Así que traté de decidir lo que más disfrutaría diseñando. Ahora bien, siempre me gustó elegir la ropa que llevan mis amigas. Me gusta ir de compras con ellas. Y cuando lucen algo que yo he elegido consiguen más cumplidos que cuando lo han escogido ellas. Así que me apunté al programa universitario para internos, y estudié diseño. También seguí una serie de cursos comerciales. Cuando por fin conseguí la libertad vigilada, trabajé cierto tiempo en un restaurante de comida rápida. Vivía en una pensión barata y vigilaba mis gastos. Hice algunos diseños, pagué a unas costureras para que me cosieran unas muestran y empecé a mostrar mis mercancías. Al principio no fue fácil. ¡Demonio, qué difícil era! Cada vez que una tienda me hacía un encargo, iba al Banco y pedía un préstamo para completar los trajes. ¡Cómo me esforzaba para poder resistir! Pero, poco a poco, fue mejorando. Y ahora anda muy bien. Dentro de un año, abriré mi propia tienda en un buen barrio. Y, a lo mejor verá un anuncio en Beverly Hills que diga: «Eugene Tucker». Se lo aseguro.

Tony movió la cabeza diciendo:

—Es usted sorprendente.

—No mucho. Estoy viviendo en un lugar sorprendente y en una época sorprendente.

Frank sostenía el sobre que contenía las fotografías de Bobby Ángel Valdez. Lo golpeó contra su rodilla, miró a Tony y observó:

—Creo que esta vez nos hemos equivocado de lugar.

—Así parece —corroboró Tony.

Tucker se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué querían?

Tony le habló de Bobby Valdez.

—Bueno —dijo Tucker—, ya no me muevo en los círculos en que solía hacerlo; pero tampoco estoy desconectado del todo. Cada semana, dono quince o veinte horas de mi tiempo a «Self-Pride». Esto es una campaña ciudadana antidroga. Yo pienso que, en cierto modo, tengo una deuda que saldar, ¿comprende? Un voluntario de «Self-Pride» pasa la mitad de su tiempo hablando con los chiquillos, la otra mitad trabajando en un programa en busca de información ELC. ¿Sabe lo que es ELC?

—Entregue los camellos —dijo Tony.

—En efecto. Tienen un número telefónico al que se puede llamar y dar información anónima sobre los camellos del vecindario. En «Self-Pride» no esperamos que la gente nos llame. Peinamos los vecindarios donde se sabe que ellos trabajan. Vamos de puerta en puerta, hablamos a los padres y a los chicos, les sonsacamos todo lo que pueden saber. Redactamos expedientes sobre tratantes hasta que sentimos que llegamos a lo que buscamos, entonces entregamos los historiales al Departamento de Policía. Así que, si este Valdez está implicado, existe la posibilidad de que me entere de algo sobre él.

—Tengo que estar de acuerdo con Tony —observó Frank—. Es usted extraordinario.

—Verá, no merezco ninguna palmada en la espalda por mi trabajo en «Self-Pride». No pedía felicitaciones. En mi día, convertí en camellos a una serie de niños que pudieron haber sido decentes si yo no hubiera estado allí para llevarlos por el mal camino. Tardaré mucho, mucho tiempo, en ayudar a bastantes chicos y equilibrar la balanza.

Frank sacó las fotografías del sobre y se las pasó a Tucker.

El negro miró con detenimiento las tres fotos.

—Conozco a este canalla. Es uno de los treinta individuos sobre los que estamos haciendo fichas en este momento.

Los latidos del corazón de Tony se aceleraron ante la caza que se vislumbraba.

—Sólo que no se hace llamar Valdez —comentó Tucker.

—¿Juan Mazqueza?

—Tampoco. Creo que le llaman Ortiz.

—¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

Tucker se puso en pie.

—Dejen que llame al centro de información de «Self-Pride». A lo mejor conocen su dirección.

—¡Imponente! —exclamó Frank.

Tucker se dirigió a la cocina para utilizar el teléfono que tenía allí, se detuvo y se volvió hacia ellos:

—Puede que tarde un poco. Si quieren pasar el tiempo viendo mis diseños, pueden pasar a mi estudio. —Y señaló una puerta de dos hojas que daba al cuarto de estar.

—Ya lo creo —aceptó Tony—. Me encantará conocerlos.

Frank y él pasaron al estudio y descubrieron que tenía menos muebles aún que el cuarto de estar. Había un enorme y costoso tablero de dibujo, con su propia lámpara. Un taburete alto, de asiento acolchado y respaldo de muelles, estaba delante del tablero, y junto a éste un mueble auxiliar, para artistas, sobre ruedas. Cerca de una de las ventanas, un maniquí de escaparate posaba con la cabeza tímidamente inclinada y los brazos abiertos. Piezas de brillante tela se hallaban tiradas a sus pies de plástico. No había estanterías, ni armarios; montones de diseños, útiles de dibujo y herramientas del oficio, se alineaban en el suelo a lo largo de una pared. Era obvio que Eugene Tucker confiaba en que podría amueblar toda su casa con piezas tan exquisitas como las del salón. Entretanto, sin tener en cuenta los inconvenientes, no pensaba gastar dinero en muebles baratos provisionalmente. Bocetos a lápiz y muestras a todo color, del trabajo de Tucker, estaban prendidos con chinchetas en una pared. Sus vestidos dos piezas y blusas eran estrictos pero flexibles; femeninos, pero sin recargar. Poseía un excelente sentido del color y un instinto por el tipo de detalle que hacía especial una prenda de vestir. Cada uno de aquellos diseños era, sin ninguna duda, fruto de un talento extraordinario.

A Tony todavía le parecía algo difícil de creer que aquel negro enorme y duro diseñara ropa de mujer para vivir. Pero al momento se dio cuenta de que su propia naturaleza dicótoma no era tan diferente de la de Tucker. Durante el día era detective de homicidios, insensibilizado y endurecido por toda la violencia que veía; sin embargo, por la noche era un artista inclinado sobre una tela en su apartamento-estudio, pintando, pintando, pintando. De un modo curioso, Eugene y él eran hermanos bajo la piel.

Cuando Tony y Frank estaban mirando el último de los bocetos, Tucker regresó de la cocina:

—Bueno… ¿Qué les parece?

—Maravilloso —exclamó Tony—. Posee un extraordinario sentido para el color y la línea.

—Es usted muy bueno —corroboró Frank.

—Ya lo sé —respondió Tucker echándose a reír.

—¿Qué? ¿Tiene «Self-Pride» la ficha de Valdez?

—Sí, pero se hace llamar Ortiz, tal como les dije. Jimmy Ortiz. Por lo que he podido deducir, se dedica exclusivamente a PCP. Sé que no debería señalar a cierta gente con el dedo… Pero, en mi opinión, el que vende PCP es el canalla más bajo dentro del negocio de drogas. Quiero decir que PCP es veneno. Pudre las células cerebrales más deprisa que cualquier otra droga. En nuestros ficheros no tenemos suficiente información para entregar a la Policía, pero trabajamos en ello.

—¿Y la dirección? —preguntó Tony.

Tucker le entregó un pedazo de papel en que constaba la dirección escrita con letra clara.

—Se trata de un complejo de apartamentos de lujo, una manzana más abajo de Sunset, y a un par de manzanas de La Ciénaga.

—Lo encontraremos —le aseguró Tony.

—A juzgar por lo que me han contado acerca de él y lo que acaban de decirme en «Self-Pride», yo diría que este tipo no es de los que va a intentar rehabilitarse. Será mejor que lo pongan a la sombra por muchísimo tiempo.

—Eso es lo que intentamos —observó Frank.

Tucker los acompañó hasta la puerta; luego, salió hasta un patio saliente, frente a la casa, que ofrecía una amplia vista de Los Ángeles y su puerto.

—¿No es maravilloso? —preguntó Tucker—. ¿No es lo más grande?

—Sí, una vista sensacional —asintió Tony.

—¡Una ciudad tan grande y tan preciosa! —exclamó Tucker con orgullo y amor, como si él mismo hubiera creado la megalópolis—. Saben, acabo de enterarme de que los burócratas de Washington realizaron un estudio de transporte de masas para Los Ángeles. Estaban determinados a hacernos tragar un sistema u otro; pero les dejó estupefactos descubrir que costaría por lo menos cien mil millones de dólares construir una red rápida ferroviaria que sólo serviría al diez o doce por ciento de los traslados diarios en horas punta. Todavía no han comprendido lo vasto que es el Oeste… —Ahora parecía un rapsoda, con su rostro iluminado de placer, sus grandes manos haciendo gestos sin parar—. No se dan cuenta de que el significado de Los Ángeles es espacio. Espacio, movilidad y libertad. Ésta es una ciudad desahogada. Desahogada en sentido psicológico. En Los Ángeles existe la oportunidad de ser cualquier cosa que uno quiera ser. Aquí, puedes tomar tu futuro de manos de otras personas y darle la forma que desees. ¡Es fantástico! ¡La quiero! ¡Dios, cómo la quiero!

Tony estaba tan impresionado con la profundidad de los sentimientos de Tucker por la ciudad, que reveló su propio sueño secreto.

—Yo siempre he querido ser un artista, vivir de mi arte. Pinto.

—Entonces; ¿por qué es policía? —preguntó Tucker.

—Es la paga segura.

—Olvídese de las pagas seguras.

—Soy un buen policía. Y me gusta mi trabajo.

—¿Es usted un buen artista?

—Bastante bueno, creo.

—Entonces, hombre, dé el salto. Está viviendo en el filo del mundo occidental, en el filo de las posibilidades. Salte. Salte fuera. Es algo emocionante, y está tan lejos del suelo que nunca se estrellará en nada duro o cortante. Lo más probable es que encuentre lo mismo que he encontrado yo. No es igual que caerse al suelo. ¡Le parecerá que está cayendo hacia arriba!

Tony y Frank siguieron el muro de ladrillo hasta la calzada, pasando ante un seto de plantas de gruesas y jugosas hojas. El sedán sin distintivos estaba aparcado a la sombra de una palmera.

Al abrir Tony la puerta del coche, Tucker le llamó desde el porche:

—¡Salte! ¡Salte del borde y vuele!

—Es todo un carácter —comentó Frank al alejarse de la casa.

—Sí —musitó Tony, preguntándose qué efecto haría volar.

Al dirigirse a la dirección que Tucker les había dado, Frank habló un rato del negro y otro rato de Janet Yamada. Reflexionando sobre el consejo que Tucker le había dado, Tony prestó poca atención a lo que su compañero decía. Tony no se dio cuenta de que Frank estaba como loco. Cuando hablaba de Janet Yamada, no intentaba en realidad seguir una conversación; era un soliloquio.

Un cuarto de hora después, encontraron el complejo de apartamentos donde vivía Jimmy Ortiz. El garaje, o aparcamiento, estaba en el sótano defendido por una verja de hierro que se abría sólo por control electrónico, así que no pudieron ver si había un «Jaguar» negro aparcado.

Los apartamentos se hallaban en dos niveles, en alas dispuestas de forma inesperada, con escaleras descubiertas y galerías. El complejo estaba estructurado alrededor de una enorme piscina y gran cantidad de lujuriante verdor. También había un baño con remolino. Dos chicas en bikini y un joven peludo estaban sentados en pleno remolino bebiéndose un martini, comiendo y riéndose unos de otros, mientras jirones de vapor subían del agua turbulenta que les rodeaba.

Frank se detuvo al borde del jacuzzi y les preguntó dónde vivía Jimmy Ortiz. Una de las muchachas contestó:

—¿Es ese chico tan mono con el bigotito?

—Con cara de niño —añadió Tony.

—Ése es.

—¿Lleva bigote todavía?

—Sí, es el mismo —explicó la chica—. Conduce un «Jaguar» de miedo.

—Ése es —terminó Frank.

—Creo que vive allí, en el Bloque Cuatro, segundo piso, siguiendo hasta el final.

—¿Estará en casa? —preguntó Frank.

Nadie lo sabía.

En el Bloque Cuatro, Tony y Frank subieron la escalera hasta el segundo piso. Una galería abierta corría a lo largo del edificio y servía a los cuatro apartamentos que daban al patio. A lo largo de la barandilla, frente a las tres primeras puertas, se habían dispuesto macetas de hiedra y de otras enredaderas, colocadas para dar al segundo nivel una agradable visión de verdor como la que disfrutaban los residentes de la primera planta; pero no había ninguna frente al último apartamento.

La puerta estaba abierta.

Los ojos de Tony y Frank se encontraron. Cruzaron una mirada preocupada.

¿Por qué estaría abierta la puerta?

¿Sabía Bobby que iban a ir?

Flanquearon la entrada. Esperaron. Escucharon.

El único ruido procedía del feliz trío que estaba en el baño del patio.

Frank enarcó las cejas.

Tony señaló el timbre en la puerta.

Después de una breve vacilación, Frank lo pulsó.

Dentro, las campanillas sonaron dulcemente. Bong, bing, bong.

Esperaron una respuesta, con los ojos en la entrada.

De pronto el aire se les hizo angustiosamente pesado, aunque parecía tranquilo. Húmedo. Espeso. Pegajoso. A Tony le costaba respirarlo; le hacía el efecto de aspirar un fluido.

Nadie contestó a la llamada.

Frank volvió a pulsar el timbre.

Al no obtener tampoco respuesta, Tony se metió la mano bajo la chaqueta y sacó el revólver de la funda. Sintió debilidad. Su estómago parecía ácido y burbujeante.

Frank sacó también su revólver, escuchó unos segundos por si había movimiento en el interior, y finalmente abrió la puerta de un empujón.

El vestíbulo estaba desierto.

Tony se inclinó a un lado para obtener una mejor visión del interior. El cuarto de estar, del que nada más podía ver una pequeña parte, se hallaba en sombras y silencioso. Las cortinas estaban corridas y no había luces encendidas.

Tony gritó:

—¡Policía!

Su voz resonó bajo el techo de la galería.

Un pájaro gorjeó en un olivo.

—¡Sal con las manos en alto, Bobby!

En la calle se oyó un claxon.

En otro apartamento sonaba un tocadiscos, apagado pero audible.

—¡Bobby! —gritó Frank—. ¿Has oído lo que ha dicho? Somos la Policía. Todo ha terminado. Ya puedes salir. ¡Venga! ¡Ahora mismo!

Abajo, en el patio, los bañistas no hacían el menor ruido.

Tony tenía la extraña idea de que podía oír gente en una docena de apartamentos acercándose subrepticiamente a las ventanas. Frank levantó la voz un poco más.

—¡No queremos hacerte daño, Bobby!

—Hazle caso —añadió Tony gritando al interior del apartamento—. No nos obligues a hacerte daño. Sal tranquilamente.

Bobby no respondió.

—Si estuviera dentro —opinó Frank—, nos diría por lo menos que nos fuéramos a la mierda.

—¿Y ahora qué? —preguntó Tony.

—Supongo que hay que entrar.

—Jesús, me horroriza una cosa así. Tal vez debiéramos llamar a una patrulla de apoyo.

—Probablemente no esté armado —observó Frank.

—Déjate de bromas.

—No tiene antecedentes por llevar armas. Excepto cuando va tras una mujer, es un engendro rastrero.

—Es un asesino.

—Mujeres. Sólo es peligroso para las mujeres.

Tony gritó otra vez:

—Bobby, es tu última oportunidad. ¡Ahora, maldita sea, sal de una vez y despacito!

Silencio.

A Tony le latía el corazón, desatado.

—Está bien —dijo Frank—. Terminemos de una vez.

—Si la memoria no me falla, tú entraste primero la última vez que topamos con algo parecido.

—Sí. El caso Wilkie-Pomeroy.

—Entonces, me toca a mí —declaró Tony.

—Sé que has estado esperando esto.

—Oh, sí.

—Con toda tu alma.

—¡Que la tengo ahora en el cuello!

—Atrápalo, tigre.

—Cúbreme.

—El vestíbulo es demasiado estrecho para que pueda cubrirte bien. Una vez estés dentro, no podré ver nada delante de ti.

—Me agacharé cuanto pueda —dijo Tony.

—Bájate todo lo que te sea posible, intentaré mirar por encima de tu cabeza.

—Hazlo lo mejor que sepas y puedas.

A Tony se le había encogido el estómago. Hizo dos profundas aspiraciones y trató de calmarse. Este truco no tuvo más efecto que acelerar los latidos de su corazón y que le golpeara con más fuerza que antes. Por fin, agachado, se lanzó por la puerta abierta sosteniendo el revólver ante él. Se deslizó por el resbaladizo mosaico del vestíbulo y se detuvo en el umbral de la sala de estar, escrutando las sombras en busca de movimiento, esperando recibir una bala entre las cejas.

La sala de estar se hallaba débilmente iluminada por unas finas líneas de luz que entraba por las rendijas de las pesadas cortinas. Por lo que Tony podía ver, todas las formas pesadas eran divanes, sillones y mesas. El lugar parecía lleno de unos muebles caros y sólidos de estilo mediterráneo americanizado y de un gusto deplorable. Un estrecho rayo de luz caía sobre un sofá de terciopelo rojo que tenía una grotesca y enorme flor de lis de hierro forjado incrustada en uno de sus lados de imitación de roble.

—¿Bobby?

Nada.

Se oía el tictac de un reloj por alguna parte.

—No queremos hacerte daño, Bobby.

Solamente silencio.

Tony contuvo el aliento.

Podía oír la respiración de Frank.

Nada más.

Despacio, con suma cautela, se levantó.

Nadie disparó contra él.

Tanteó la pared hasta encontrar un interruptor. Una lámpara con una espantosa escena de toros pintada en la pantalla se encendió en un rincón, y pudo ver que tanto la sala de estar como el comedor, al fondo, se encontraban desiertos.

Frank entró detrás de él y le señaló la puerta del ropero del vestíbulo.

Tony se hizo atrás, para no entorpecer.

Sosteniendo el revólver a la altura del vientre, Frank abrió la puerta corredera. El ropero solamente contenía un par de chaquetas ligeras y varias cajas de zapatos.

Muy separados a fin de no ofrecer un solo blanco, cruzaron la sala de estar. Había un armario para botellas con unas bisagras de hierro negro ridículamente grandes; el vidrio de las puertas era amarillento. En el centro, había una mesita redonda, una monstruosidad octogonal con un brasero incrustado en el centro; el sofá y sillones de alto respaldo estaban tapizados de terciopelo color fuego con flecos dorados e infinidad de borlas negras. Las cortinas eran de brocado amarillo violento y naranja. Todo ello sobre una gruesa alfombra verde. Era un lugar espantoso para vivir.

Y también, pensó Tony, un sitio absurdo para morir.

Cruzaron el comedor y echaron una mirada a la pequeña cocina. Aquello era una porquería. La puerta de la nevera y las de algunos armarios estaban abiertas. Botes, jarras y paquetes de comida habían sido sacados de las estanterías y tirados al suelo. Algunos parecía como si los hubieran arrojado con rabia. Varias jarras se habían roto y brillantes trozos del vidrio relucían entre la basura. Un charco de cerezas al marrasquino parecía una ameba colorada sobre el pavimento amarillo; las rojas cerezas brillaban por todos los rincones. Una crema de chocolate estaba aplastada por encima de los fogones eléctricos. Los cereales crujientes se veían esparcidos por todas partes. Y pepinillos. Aceitunas. Fideos. Alguien había utilizado la mostaza y la gelatina de uva para escribir por cuatro veces la misma palabra en la pared de la cocina:

Cocodrilos

Cocodrilos

Cocodrilos

Cocodrilos

Estaba escrito en español. Frank no lo entendía y Tony, en un susurro, le explicó lo que quería decir.

—¿Por qué cocodrilos?

—Yo qué sé.

—Me asusta —dijo Frank.

Tony le dio la razón. Se encontraban metidos en una extraña situación. Incluso Tony, aunque no comprendía lo que estaba ocurriendo sabía que ante ellos había un gran peligro. Anhelaba saber por qué puerta les saldría.

Miraron en un gabinete, tan recargado como las otras habitaciones. Bobby no se escondía allí, ni en el armario.

Regresaron vigilantes por el pasillo, hasta los dos dormitorios y los dos baños. No hicieron el menor ruido.

En el primer dormitorio y cuarto de baño no vieron nada fuera de lo normal.

Pero el dormitorio principal estaba hecho un desastre. Todas las ropas habían sido sacadas del ropero y desparramadas. Las había amontonadas en el suelo, enroscadas como pelotas y metidas en la cama, cubriendo el tocador donde se habían caído cuando fueron lanzadas, y la mayoría, si no todas, estaban destrozadas. De las camisas se habían arrancado mangas y cuellos. Las solapas también aparecían arrancadas de todas las chaquetas. Las costuras interiores de los pantalones, rasgadas. La persona que había hecho todo aquello, lo había hecho presa de una rabia ciega y, no obstante, había sido sorprendentemente metódica pese a la furia.

¿Pero quién lo habría hecho?

¿Alguien que tenía una cuenta pendiente con Bobby?

¿El mismo Bobby? ¿Por qué ensuciaría su propia cocina y destrozaría su propia ropa?

¿Qué tenían que ver los cocodrilos con todo aquello?

Tony tenía la desagradable sensación de que se movían demasiado deprisa por el apartamento, que estaban pasando por alto algo importante. Una explicación de todas aquellas cosas raras que habían descubierto parecía flotar en torno a su mente; pero no conseguía fijarla.

La puerta del cuarto de baño adyacente estaba cerrada. Era lo único que les quedaba por ver.

Frank apuntó el revólver a la puerta sin dejar de vigilar mientras hablaba Tony:

—Si no salió antes de que llegáramos, tiene que estar en el baño.

—¿Quién?

Frank le dirigió una mirada perpleja.

—Bobby, naturalmente. ¿Quién si no?

—¿Crees que todo el destrozo lo ha hecho él?

—Bueno… ¿Tú qué piensas?

—Se nos escapa algo.

—¿Sí? ¿Qué?

—No lo sé.

Frank avanzó hacia la puerta del baño.

Tony, indeciso, prestó oídos al apartamento.

El lugar era tan ruidoso como una tumba.

—Debe haber alguien en el baño —sugirió Frank.

Adoptaron posiciones a ambos lados de la puerta.

—¡Bobby! ¿Me oyes? —gritó Frank—. No puedes quedarte ahí para siempre. ¡Sal con las manos en alto!

No salió nadie.

—Incluso si no eres Bobby Valdez, seas quien seas, tienes que salir de ahí —ordenó Tony.

Diez segundos. Veinte. Treinta.

Frank puso la mano en el pomo y lo giró lentamente hasta que la falleba se soltó de su encaje con un suave clic. Empujó la puerta para que se abriera y se lanzó convulsivamente hacia atrás contra la pared para quedar fuera del alcance de balas, navajas u otras indicaciones de que no era bien recibido.

Ni disparos. Ni movimiento.

Lo único que salió del cuarto de baño fue un hedor realmente terrible. Orina. Excrementos.

Tony farfulló:

—¡Jesús!

Frank se cubrió la boca y la nariz con la mano.

El cuarto de baño estaba desierto. El suelo era un charco de orina violentamente amarilla; el lavabo, la taza y la mampara de cristal de la ducha, estaban completamente embadurnados de heces.

—¡En nombre de Dios! ¿Pero qué está pasando aquí? —exclamó Frank por entre sus dedos.

Una palabra en español aparecía pintada por dos veces, con excremento, en la pared del baño:

Cocodrilos

Cocodrilos

Tony y Frank retrocedieron rápidamente hasta el centro del dormitorio, pisando camisas rotas y trajes hechos una ruina. Pero ahora que habían abierto la puerta del baño, no podían sustraerse al hedor sino yéndose del todo, así que corrieron al vestíbulo.

—Quienquiera que lo haya hecho odia mucho a Bobby —comentó Frank.

—¿Así que no crees que sea obra del propio Bobby?

—¿Por qué iba a hacerlo? No tiene sentido. ¡Cristo, es lo más espeluznante que he visto! Tengo erizados los pelos de la nuca.

—Da miedo —asintió Tony.

Tenía los músculos del estómago dolorosamente crispados por la tensión, y su corazón latía tan sólo un poco más despacio que cuando entraron en el apartamento.

Ambos guardaron silencio por un instante, en espera de oír los pasos de los fantasmas.

Tony observaba a una arañita oscura que subía por la pared del corredor.

Finalmente, Frank, guardó su pistola, sacó el pañueño del bolsillo y se secó el sudor que bañaba su rostro.

Tony enfundó su revólver y dijo:

—No podemos dejar todo esto así y darlo por visto. Quiero decir que hemos ido demasiado lejos para que se quede como está. Hemos encontrado demasiado que clama una explicación.

—De acuerdo. Tendremos que pedir ayuda, conseguir una orden de registro, y rebuscar con minuciosidad.

—Cajón por cajón.

—¿Qué crees que encontraremos?

—Sabe Dios.

—Vi un teléfono en la cocina —recordó Frank.

Precedió a Tony desde el vestíbulo al cuarto de estar y de allí a la vuelta de una esquina, a la cocina. Antes de que Tony pudiera seguirle cruzando el umbral del comedor, Frank exclamó:

—¡Oh, Dios! —Y trató de retroceder.

—¿Qué hay?

A la vez que Tony preguntaba se oyó un fuerte crepitar.

Frank gritó, cayó de lado y se agarró al saliente de un mostrador tratando de mantenerse en pie.

Otra ráfaga cruzó el apartamento, rebotando el ruido en las paredes y Tony se dio cuenta de que eran disparos.

¡Pero la cocina la habían visto desierta!

Tony sacó su revólver y tuvo la extraña sensación de que sus movimientos se sucedían como en cámara lenta mientras que el resto del mundo se precipitaba a doble velocidad.

El segundo disparo alcanzó a Frank en el hombro y le hizo girar sobre sí. Se desplomó sobre el charco de marrasquino, espaguetis, cereales y vidrios rotos.

Al caerse Frank, Tony pudo ver ante sí por primera vez, y descubrió a Bobby Valdez. Estaba reptando fuera del armario debajo del fregadero, un lugar que no se les había ocurrido investigar porque parecía demasiado pequeño para ocultar a un hombre. Bobby salía retorciéndose y deslizándose como si fuera un reptil surgiendo de su agujero. Sólo quedaban sus piernas debajo del fregadero; estaba de costado empujándose con un brazo, en la otra mano sostenía una pistola del 32. Se hallaba desnudo. Parecía enfermo. Sus ojos eran enormes, locos, dilatados, hundidos en unas ojeras hinchadas y amoratadas. Tenía el rostro de una blancura impresionante, los labios exangües. Tony captó todos estos detalles en una fracción de segundo, con los sentidos aguzados por una oleada de adrenalina.

Frank estaba aún cayendo y Tony sacando el revólver, cuando Bobby disparó por tercera vez. La bala se incrustó en la mampostería del arco. Una explosión de fragmentos de yeso golpeó la cara de Tony.

Saltó hacia atrás y se agachó, retorciéndose al hacerlo, pues había topado con excesiva fuerza contra el suelo con el hombro. Contuvo un grito de dolor y, girando sobre sí mismo, se apartó del comedor, fuera de la línea de fuego. Se arrastró tras un sillón del cuarto de estar y por fin pudo acabar de sacar el arma de la pistolera.

Tal vez habían transcurrido solamente seis o siete segundos desde que Bobby había hecho el primer disparo.

Alguien iba diciendo «Jesús, Jesús, Jesús» con voz temblorosa y estridente.

De pronto, Tony se dio cuenta de que oía su propia voz. Se mordió el labio con fuerza y contuvo el ataque de histeria.

Ahora sabía lo que le había estado preocupando; sabía lo que habían pasado por alto. Bobby Valdez vendía PCP, y esto hubiera debido decirles algo cuando vieron el estado del apartamento. Hubieran debido recordar que los vendedores eran, a veces, lo bastante estúpidos como para usar también lo que vendían. PCP, llamado también «polvo de ángeles» era un tranquilizante animal que tenía un efecto seguro sobre caballos y toros. Pero cuando la gente lo tomaba, sus reacciones iban de un trance plácido a terribles alucinaciones y ataques de rabia y violencia. Como dijo Eugene Tucker, el PCP era un veneno; corroía literalmente las células cerebrales y pudría la mente. Supercargado de PCP, reventando de energía perversa, Bobby había destrozado su cocina y causado los demás daños en el apartamento. Acosado por fieros e imaginarios cocodrilos, buscando desesperadamente un refugio contra sus mandíbulas, se había metido en el armario debajo del fregadero y cerrado las puertas. A Tony no se le había ocurrido mirar dentro porque no imaginaba que buscaban a un demente en pleno paroxismo. Habían registrado el apartamento cautelosamente, preparados para reacciones que era posible esperar de un violador mentalmente perturbado y asesino incidental; pero no se habían prevenido contra los actos impredecibles de un loco delirante. La destrucción insensata evidente en la cocina y alcoba principal, los escritos aparentemente sin sentido en las paredes, la porquería repugnante del cuarto de baño… todo ello eran indicaciones familiares de la histeria inducida por el PCP. Tony jamás había servido en la brigada de narcóticos, no obstante, pensaba que debía haber reconocido las señales. Si las hubiera interpretado en la forma debida, habría mirado debajo del fregadero, así como en todo espacio suficiente para que se ocultase un hombre, incluso si el reducto era brutalmente incómodo; porque no era raro en una persona lanzada a un viaje de PCP, ceder totalmente a su paranoia y tratar de ocultarse de un mundo hostil, en espacios estrechos, oscuros, como las entrañas. Pero Frank y él no supieron interpretar los indicios, y ahora estaban metidos hasta el cuello en el problema.

Frank había recibido dos disparos. Estaba malherido. Tal vez moribundo. Tal vez muerto.

¡No!

Tony trató de apartar la idea de su mente y se esforzó por quitarle la iniciativa a Bobby. En la cocina, Bobby empezó a gritar aterrorizado de verdad.

—¡Hay muchos cocodrilos!

—¡Cocodrilos! ¡Cocodrilos! ¡Cocodrilos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhhhh! —Su repetido grito de alarma degeneró instantáneamente en un alarido de agonía, sin palabras.

«Parece como si realmente se lo estuvieran comiendo vivo», pensó Tony estremecido.

Sin dejar de chillar, Bobby salió corriendo de la cocina. Disparó su 32 al suelo, al parecer para matar un cocodrilo.

Tony se mantuvo agachado detrás del sillón. Temía que, si se levantaba y le apuntaba, le acribillaría antes de que tuviese tiempo de apretar el gatillo.

En una especie de danza alocada, tratando de mantener sus pies descalzos fuera de las bocas de los cocodrillos, Bobby disparó al suelo una y otra vez.

«Seis disparos hasta ahora —contó Tony—. Tres en la cocina, tres aquí. ¿Cuántas balas habrá en el cargador? ¿Ocho? Quizá diez».

Bobby volvió a disparar, dos veces, tres. Una de las balas rebotó en alguna parte.

Había hecho nueve disparos. Faltaba uno.

¡Cocodrilos!

El décimo disparo fue atronador en aquel espacio cerrado, y de nuevo la bala rebotó con un silbido.

Tony salió de su escondrijo. Bobby estaba a menos de diez pasos. El detective sostenía su revólver de servicio con las dos manos, con la boca del cañón apuntando al pecho sin pelos del hombre desnudo:

—Está bien, Bobby. Tranquilo. Ya ha terminado todo.

Bobby pareció sorprendido al verlo. Era evidente que estaba tan hundido en su alucinación de PCP que no recordaba haber visto a Tony en el arco de la cocina, menos de un minuto antes.

—Cocodrilos —insistió Bobby; pero esta vez en inglés.

—No hay cocodrilos —le aseguró Tony.

—Enormes.

—No. No hay ningún cocodrilo.

Bobby chilló, pataleó, se revolvió y trató de disparar al suelo; pero su pistola estaba vacía.

—Bobby —le dijo Tony.

Gimoteando, el hombrecillo se volvió a mirarlo.

—Bobby, quiero que te eches al suelo, boca abajo.

—Me comerán —protestó Bobby; los ojos se le salían de las órbitas; su iris oscuro estaba bordeado por anchos círculos blancos, y se hallaba poseído de un violento temblor—. ¡Me devorarán!

—¡Escúchame, Bobby! Escúchame con atención. No hay cocodrilos. Los estás imaginando. Todo está dentro de tu cabeza. ¿Me oyes?

—Salieron de los retretes —explicó Bobby tembloroso—. Y de los desagües de las duchas. Y también del fregadero. ¡Oh, son enormes! Son grandes de verdad. Y todos intentan comerme la polla. —Su pánico empezó a transformarse en ira; su rostro pálido enrojeció y sus labios se apartaron dejando los dientes descubiertos en una mueca lupina—. No les dejaré. No permitiré que me arranquen la polla. Los mataré a todos.

Tony se sintió frustrado por su incapacidad de llegar hasta Bobby y su frustración se exacerbó sabiendo que Frank podía estar desangrándose, debilitándose por segundos, necesitando desesperadamente inmediata atención médica. Decidido a penetrar en la oscura fantasía de Bobby a fin de controlarla, Tony le habló con voz dulce y tranquilizadora.

—Óyeme. Todos esos cocodrilos han vuelto a sus retretes y desagües. ¿No has visto cómo se iban? ¿No los has oído deslizarse por las cañerías y salir de la casa? Han visto que hemos venido a ayudarte y sabían que éramos más que ellos. Se han ido todos, hasta el último.

Bobby miró con sus ojos vidriosos que no parecían humanos.

—Se han ido todos —repitió Clemenza.

—¿Están fuera?

—Ninguno puede hacerte daño ahora.

—Embustero.

—No. Te digo la verdad. Todos los cocodrilos se han ido por…

Bobby le tiró la pistola vacía.

Tony se agachó.

—Eres un podrido hijo de puta de policía.

—Basta, Bobby.

Bobby empezó a andar hacia él.

Tony retrocedió alejándose del loco desnudo.

Bobby no rodeó el sillón. Lo empujó rabiosamente a un lado, derribándolo, aunque era muy pesado.

Tony recordó que un hombre presa de la locura del polvo de ángel suele tener una fuerza sobrehumana. No era raro que cuatro o cinco policías macizos tuvieran dificultad en reducir a un adicto de PCP. Había diversas teorías médicas sobre lo que causaba este aumento de fuerza física, pero ninguna de ellas podía ayudar a un agente enfrentado a un loco con la fuerza de cinco o seis. Tony pensó que probablemente no podría dominar a Bobby Valdez con nada que no fuera el revólver, aunque estaba filosóficamente opuesto a servirse de este último recurso.

—Voy a matarte —anunció Bobby.

Llevaba las manos engarfiadas. Su cara era de color rojo vivo, la saliva se escurría por una comisura.

Tony dejó que la mesa octogonal les separara.

—¡Párate ya, maldita sea!

No quería tener que matar a Bobby Valdez. En todos los años que llevaba en el Departamento de Policía, había disparado solamente contra tres hombres en cumplimiento de su deber, y en todas las ocasiones sólo había apretado el gatillo en defensa propia. Ninguno de los tres había muerto.

Bobby empezó a rodear la mesa.

Tony se alejó en sentido contrario.

—Ahora yo soy el cocodrilo —dijo Bobby con una sonrisa.

—No me obligues a hacerte daño.

Bobby se detuvo, agarró la mesa y la volcó apartándola del paso; Tony retrocedió hasta la pared. Bobby lo persiguió gritando algo ininteligible. Tony no tuvo más remedio que apretar el gatillo y la bala entró por el hombro izquierdo de Bobby haciéndole girar sobre sí y caer de rodillas; pero, increíblemente, volvió a levantarse. Con el brazo izquierdo ensangrentado, colgando inútil al costado, y chillando, más de rabia que de dolor, corrió a la chimenea, cogió una pequeña pala de cobre y la lanzó. Tony volvió a agacharse. De pronto, Bobby corrió hacia él esgrimiendo uno de los atizadores de la chimenea. Con el maldito hierro, golpeó a Tony en el muslo y no pudo evitar gritar cuando el dolor dio una lanzada a su cadera y a la pierna, pero el golpe no fue lo bastante fuerte para romperle los huesos y no perdió el sentido sino que se dejó caer. Cuando Bobby volvió a enarbolarlo, esta vez contra su cabeza y con mucha más fuerza. Tony tuvo que disparar al pecho descubierto, a pocos pasos. Bobby fue proyectado hacia atrás, con un último grito salvaje, se desplomó contra una silla y de allí rodó al suelo. Echando sangre como una fuente macabra, se retorció, gorgoteó, arañó la alfombra verde, mordió su brazo herido y, por fin, se quedó completamente inmóvil.

Jadeando, temblando, maldiciendo, Tony guardó el revólver y, con dificultad, fue hacia un teléfono que había vislumbrado en una de las mesitas junto al sofá. Marcó y dijo a la operadora quién era, dónde se encontraba y lo que necesitaba:

—Primero una ambulancia, después Policía.

—Si, señor —le contestó la operadora.

Colgó y fue cojeando a la cocina.

Frank Howard seguía tendido aún en el suelo, en medio de la basura. Había conseguido volverse, pero no había podido hacer más. Tony se arrodilló a su lado. Frank abrió los ojos:

—¿Te han herido? —preguntó con voz débil.

—No —contestó Tony.

—¿Lo cogiste?

—Sí.

—¿Muerto?

—Sí.

—Bien.

Frank tenía un aspecto terrible. Su rostro estaba como la leche y brillante de sudor. El blanco de sus ojos era de un malsano color amarillento, que no tenía antes y el ojo derecho estaba inyectado de sangre. Sus labios mostraban un tono azulado. El hombro derecho y la manga de su chaqueta se hallaban empapados de sangre. Su mano izquierda se apretaba contra la herida de su abdomen, pero mucha sangre había escapado por entre sus dedos, Tenía la camisa y la parte alta de los pantalones mojados y pegajosos.

—¿Cómo va el dolor? —preguntó Tony.

—Al principio muy mal. No podía dejar de gritar. Pero está mejor. Ahora sólo es como un latido ardiente.

La atención de Tony se había centrado tanto en Bobby Valdez que no había oído los gritos de Frank.

—¿Te ayudaría si te hiciera un torniquete en el brazo?

—No. La herida es muy alta. En el hombro. No se puede hacer ningún torniquete.

—La ambulancia está en camino. Les he telefoneado.

Fuera, a lo lejos, se oían las sirenas. Era demasiado pronto para la ambulancia o para un blanco y negro en respuesta a su llamada. Alguien debió llamar a la Policía cuando empezó el tiroteo.

—Serán un par de agentes de uniforme; bajaré a recibirles. Deben tener un buen botiquín en el coche.

—No me dejes.

—Pero si llevan un botiquín…

—Necesito más que un botiquín. No me dejes —volvió a suplicar Frank.

—Está bien.

—Por favor.

—Está bien, Frank.

Ambos temblaban.

—No quiero quedarme solo —gimió Frank.

—No me moveré de aquí.

—He intentado sentarme.

—Quédate echado, tranquilo.

—Y no he podido sentarme.

—Te pondrás bien.

—Quizás esté paralizado.

—Tu cuerpo ha recibido una tremenda sacudida, nada más. Has perdido sangre. Naturalmente estás débil.

Las sirenas dejaron de sonar.

—La ambulancia no debe andar lejos —dijo Tony.

Frank cerró los ojos, hizo una mueca de dolor, se quejó.

—Te pondrás bien, compañero.

Frank abrió los ojos.

—Ven al hospital conmigo.

—Iré.

—Acompáñame en la ambulancia.

—No sé si me dejarán.

—Insiste.

—De acuerdo. Lo haré.

—No quiero estar solo.

—Les obligaré a que me dejen entrar aunque tenga que amenazarlos con el arma.

Frank esbozó una sonrisa; pero una punzada de dolor la borró de su rostro.

—Tony…

—¿Qué deseas, Frank?

—¿Quieres… cogerme la mano?

Tony sujetó la mano derecha de su compañero. El hombro derecho era el que había recibido el balazo y Tony pensó que Frank no sentiría dicha extremidad, pero los dedos helados se cerraron sobre la mano de Tony con sorprendente firmeza.

—¿Sabes, Tony?

—¿Qué?

—Deberías hacer lo que te ha dicho.

—¿Lo que ha dicho quién?

—Eugene Tucker. Deberías dar el salto. Arriesgarte; hacer con tu vida lo que de verdad quieres.

—No te preocupes por mí. Debes conservar tu energía para recuperarte.

Frank se iba agitando. Meneó la cabeza:

—No, no, no. Tienes que escucharme. Es muy importante… lo que intento decirte. Muy importante.

—Está bien. Relájate. No te excites.

Frank tosió y unas burbujas de sangre aparecieron en sus labios, lívidos.

El corazón de Tony parecía un martillo pilón desbocado. ¿Dónde estaba la maldita ambulancia? ¿Qué demonios retrasaba tanto a esos idiotas?

La voz de Frank había enronquecido y se veía obligado a hacer repetidas pausas para disponer de aliento:

—Si quieres ser un pintor… hazlo. Todavía eres joven para… intentarlo.

—Frank, te lo ruego, por el amor de Dios, no malgastes tus fuerzas.

—¡Escúchame! No pierdas más… tiempo. La vida es demasiado corta… para malgastarla.

—Deja de hablarme así. Tengo muchos años por delante y tú también.

—Pero pasan tan rápidos, tan… jodidamente veloces. No queda nada de tiempo.

Frank se ahogaba. Sus dedos apretaron con más fuerza la mano de Tony.

—¡Frank! ¿Qué tienes?

Frank no contestó. Se estremeció. Luego, empezó a llorar.

—Déjame que vaya a buscar el botiquín.

—No te marches. Tengo miedo.

—Sólo tardaré un minuto.

—No me dejes. —Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Bueno, esperaré. Estarán aquí dentro de unos segundos.

—¡Oh, Jesús! —exclamó Frank abatido.

—Pero si el dolor va en aumento…

—No, no tengo… mucho dolor.

—¿Entonces qué te pasa? Algo te pasa.

—Estoy avergonzado. No quiero que nadie… lo sepa.

—¿Qué no deben saber?

—Que… he perdido el control. Acabo de…, que he mojado los pantalones.

Tony no supo qué decirle.

—No quiero que se burlen de mí.

—Nadie va a reírse de ti.

—Pero, cielos, me he mojado… los pantalones… como un niño.

—Con tantas cosas en el suelo, ¿quién va a fijarse?

Frank rió con un rictus, por el dolor que le causaba la risa y apretó la mano de Tony con fuerza.

Otra sirena. A poca distancia. Acercándose a toda velocidad.

—La ambulancia —dijo Tony—. Estarán aquí en un minuto.

La voz de Frank se iba debilitando, perdiéndose, por momentos:

—Tony, estoy asustado.

—Por favor, Frank. Por favor, no tengas miedo. Estoy aquí, contigo. Todo irá bien.

—Quiero… alguien que recuerde que he estado por aquí.

—Estarás aún mucho tiempo.

—¿Quién se acordará de mí?

—Yo me acordaré —dijo Tony con voz entrecortada—. Te recordaré.

La nueva sirena estaba solamente a una manzana, la tenían casi encima.

—¿Sabes, Tony? Creo… que a lo mejor salgo de ésta. De pronto he dejado de tener dolor.

—¿De veras?

—Es buena cosa, ¿verdad?

—Claro.

La sirena enmudeció cuando la ambulancia paró con un chirrido de frenos casi justo debajo de las ventanas del apartamento.

La voz de Frank era tan débil que Tony tenía que inclinarse mucho para poder oírla.

—Tony… sujétame. —La presión en la mano de Tony se aflojó, los dedos fríos se abrieron—. Abrázame por favor. ¡Jesús! Abrázame, Tony. ¿Quieres?

Por un instante a Tony le preocuparon las heridas del hombre; pero intuitivamente comprendió que ya no importaban. Se sentó en el suelo sobre la basura y la sangre. Pasó el brazo por debajo de Frank y lo colocó en postura sentada. Frank tosió débilmente, su mano izquierda resbaló de su vientre y la herida quedó al descubierto; una herida horrenda, irremediable, un agujero del que escapaban los intestinos. Desde el momento en que Bobby apretó el gatillo, Frank empezó a morir. Jamás tuvo la menor esperanza de sobrevivir.

—Sujétame.

Tony tomó a Frank en brazos, lo mejor que pudo, lo abrazó como un padre abrazaría a un niño asustado, lo sostuvo y lo meció dulcemente, tarareándole en voz baja, tranquilizándole. Siguió meciéndole incluso después de saber que Frank estaba muerto, cantando y meciéndole despacio, con suavidad de modo sereno…, meciéndole…, meciéndole…

El lunes por la tarde, a las cuatro, los servicios de la telefónica llegaron a casa de Hilary. Les mostró dónde estaban las cinco extensiones. Ya se disponían a empezar a trabajar en la cocina cuando sonó el teléfono.

Temió que volviera a tratarse del comunicante anónimo. No quería contestar; pero el empleado la miró expectante y a la quinta llamada se sobrepuso al miedo y cogió el auricular:

—¿Diga?

—¿Hilary Thomas?

—Sí.

—Soy Michael Savatino. Del «Ristorante Savatino».

—Oh, no hace falta que me lo recuerde. Jamás me olvidaré de usted ni de su maravilloso restaurante. Nos dio una cena perfecta.

—Gracias. Nos esforzamos por hacerlo así. Oiga, Miss Thomas…

—Por favor, llámeme Hilary.

—Hilary, pues. ¿Ha tenido noticias de Tony, hoy?

De pronto percibió la tensión en su voz. Supo, casi como podría saberlo una vidente, que algo terrible le había ocurrido a Tony. Por un instante se quedó sin aliento, y una oscuridad borrosa envolvió fugazmente su visión.

—Hilary… ¿Está ahí?

—No he sabido de él desde anoche. ¿Por qué?

—No quiero que se asuste. Ha habido problemas…

—Dios mío…

—Pero a Tony no le ha ocurrido nada.

—¿Está seguro?

—Sólo unos golpes.

—¿Está en el hospital?

—No, no. De verdad que está bien.

El nudo que se le había hecho en el corazón se aflojó.

—¿Qué tipo de problema? —preguntó.

En pocas palabras Michael le habló del tiroteo.

Tony pudo haber sido el muerto. Sintió debilidad.

—Tony lo ha encajado muy mal —explicó Michael—. Muy mal. Cuando él y Frank empezaron a trabajar juntos, no se entendían demasiado bien. Pero las cosas mejoraron. En los últimos días llegaron a conocerse mejor. Se habían hecho amigos de verdad.

—¿Dónde está Tony ahora?

—En su casa. El tiroteo ha tenido lugar esta mañana a las once y media. Se encuentra en su apartamento desde las dos. Yo he estado con él hasta hace unos minutos. Quería quedarme; pero ha insistido en que me fuera al trabajo como de costumbre. Le dije que viniera conmigo, y no ha accedido. No quiere reconocerlo; pero necesita a alguien junto a él ahora mismo.

—Voy a ir.

—Esperaba que lo dijera.

Hilary se refrescó un poco y se cambió de ropa. A los quince minutos, antes de que los de la telefónica hubieran terminado su trabajo. Y nunca se le hizo más largo un cuarto de hora.

En el coche, camino del apartamento de Tony, recordó lo que había sentido en aquel momento oscuro en que pensó que Tony estaba gravemente herido, tal vez muerto. Se le había revuelto el estómago. Una intolerable premonición de pérdida la había embargado.

La noche anterior, cuando ya estaba acostada y mientras esperaba el sueño, había discutido consigo misma si amaba o no a Tony. ¿Era posible amar a alguien después de las torturas físicas y psicológicas que había sufrido de niña? ¿Después de lo que había aprendido sobre la fea duplicidad de la naturaleza de los otros seres humanos? ¿Y podía amar a un hombre conocido pocos días antes? No había llegado aún a ninguna conclusión. Pero ahora sabía que temía perder a Tony Clemenza de una forma y hasta un punto como jamás había temido perder a nadie en su vida.

Al llegar ante el complejo de apartamentos, aparcó junto al jeep azul.

Vivía en lo alto de un edificio de dos pisos. En un balcón cerca de uno de los apartamentos, unas campanillas de cristal sonaban melancólicas por la brisa del atardecer.

Cuando abrió la puerta, no le sorprendió encontrársela:

—Adivino que Michael te llamó.

—Sí. ¿Por qué no lo has hecho tú?

—Probablemente te dijo que estoy hecho unos zorros. Como puedes ver, exagera.

—Se preocupa por ti.

—Puedo soportarlo —dijo con forzada sonrisa—. Estoy bien.

Pese a su esfuerzo por minimizar su reacción por la muerte de Frank Howard, vio la expresión torturada en su rostro y la desolada luz en sus ojos.

Deseaba abrazarle y consolarlo; pero no sabía desenvolverse bien con la gente en circunstancias ordinarias, y menos aún en semejante situación. Además, intuía que tenía que sentirse dispuesto a ser consolado antes de que se atreviera a ofrecérselo, y no lo estaba.

—Lo encajo… —insistió.

—¿Pero me dejas entrar?

—Oh, claro, perdón.

Vivía en un aparamento de soltero, con un dormitorio, pero el cuarto de estar era grande y aireado. Tenía el techo muy alto y una hilera de ventanales en la pared norte.

—Buena luz para un pintor —observó Hilary.

—Por eso lo alquilé.

Parecía más un estudio que una sala de estar. Una docena de sus vistosos cuadros colgaban en la pared. Otros estaban en el suelo, apoyados en los testeros, montones de ellos en algunos lugares, unos sesenta o setenta en total. Dos caballetes sostenían telas a medio pintar. Había también una gran mesa de dibujo, un taburete y un mueble auxiliar para material de artista. Estanterías hasta el techo repletas de grandes libros de arte. La única concesión a la decoración habitual en un cuarto de estar eran dos pequeños sofás, dos mesitas laterales, don lámparas, una mesita para el café… todo ello distribuido para formar un rincón acogedor. Aunque el arreglo era peculiar, la estancia resultaba agradable y cálida.

—He decidido emborracharme —dijo Tony al cerrar la puerta—. Muy borracho. Totalmente demolido. Estaba sirviéndome la primera tanda cuando llamaste. ¿Quieres beber algo?

—¿Qué tomas tú?

Bourbon con hielo.

—Lo mismo para mí.

Mientras él estaba en la cocina preparando las bebidas, Hilary miró con detenimiento las pinturas. Algunas eran realistas al máximo; en ellas, el detalle era tan sutil, tan bien observado, tan impecablemente realizado que, en el aspecto técnico, eran más que fotografías. Otras telas eran surrealistas, pero de un estilo fresco y dominante que no recordaba en absoluto ni a Dalí, Ernst, Miró o Tanguy. Se acercaban más bien a la obra de René Magritte, en especial el Magritte de The Domain of Amheim y Ready Made Bouquet. Pero Magritte no había utilizado nunca tan meticuloso detalle en sus pinturas, y era esa realidad más que real, la que, en las escenas de Tony, hacía los elementos surrealistas tan impresionantes y únicos.

Volvió de la cocina con los vasos de bourbon, y al tomarlo de su mano, comentó:

—Tu trabajo es fresco y excitante.

—¿Sí?

—Michael tiene razón. Tus pinturas se venderán a medida que las vayas creando.

—Es magnífico pensarlo y agradable soñarlo.

—Si al menos les dieras una oportunidad…

—Como te dije ya, eres muy amable; pero no una experta.

Tony no parecía el mismo. Su voz era sorda, sin vida. Estaba apagado, deprimido, vencido.

Decidió pincharle, con la esperanza de hacerle reaccionar.

—Te crees muy listo. Pero eres tonto. Cuando se trata de tu trabajo, no entiendes nada. Estás ciego ante tus posibilidades.

—No soy más que un aficionado.

—Tonterías.

—Un aficionado bastante bueno.

—A veces te pones irritante.

—No quiero hablar de arte.

Puso en marcha el estéreo: Beethoven interpretado por Ormandy. Después se fue hacia uno de los sofás de la otra punta del salón. Hilary le siguió y se sentó a su lado:

—¿De qué quieres que hablemos?

—De películas.

—¿En serio?

—Quizá de libros.

—¿De veras?

—O de teatro.

—De lo que realmente quieres hablar es de lo que te ocurrió hoy.

—No. Es lo último que deseo.

—Necesitas comentarlo, aunque no lo aceptes.

—Lo que necesito es olvidarlo todo, arrancarlo de mi mente.

—Y hacer lo que hace la tortuga. ¿Supones que puedes meter la cabeza dentro del caparazón y encerrarte?

—Exactamente —admitió Tony.

—La semana pasada, cuando quise ocultarme de todo el mundo y tú pretendías hacerme salir contigo, afirmaste que no era sano que una persona se encerrara en sí misma después de una mala experiencia. Dijiste que era mejor compartir los sentimientos con otras personas.

—Estaba equivocado.

—Tenías razón.

Tony cerró los ojos y no dijo nada.

—¿Quieres que me marche?

—No.

—Lo haré si lo deseas. Sin resquemor.

—Quédate, por favor.

—Está bien. ¿De qué hablaremos?

—De Beethoven y de bourbon.

—Entiendo la indirecta.

Permanecieron sentados de lado en el sofá, en silencio, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás, escuchando la música, tomando tragos de bourbon, mientras la luz del sol se volvía ambarina, y después de un tono anaranjado y turbio, más allá de los ventanales. Poco a poco la gran estancia se llenó de sombras.

El lunes al atardecer, Avril Tannerton descubrió que alguien había penetrado en «Forever View». Hizo este descubrimiento cuando bajó a la bodega, donde tenía un taller muy bien equipado para trabajar la madera; vio que uno de los cristales de una ventana del sótano había sido cuidadosamente recubierto de cinta adhesiva y roto para que el intruso llegara a la falleba. Era una ventana bastante más pequeña de lo corriente, pero por la que incluso un hombre de buen tamaño podía entrar si se lo proponía.

Avril se hallaba seguro de que ningún desconocido estaba en la casa en aquel momento. Además, sabía que la ventana no había sido forzada el viernes por la noche, porque se habría dado cuenta cuando estuvo trabajando en su taller, puliendo su último trabajo… un mueble para sus tres rifles de caza y sus dos escopetas. No creía que nadie tuviera el valor de romper la ventana a plena luz o estando él en casa, como estuvo la noche anterior, domingo; por tanto, dedujo que debió de haber ocurrido el sábado por la noche, mientras se encontraba en casa de Helen Virtillion, en Santa Rosa. Excepto por el cuerpo de Bruno Frye, «Forever View» estaba desierto. Evidentemente, sabían que la casa no estaba guardada y habían aprovechado la oportunidad.

Un ladrón.

¿Tenía sentido?

¿Un ladrón?

No creía que se hubiera robado nada de los salones públicos del piso principal, o de sus habitaciones particulares de la segunda planta. Estaba convencido de que habría notado al instante cualquier robo nada más llegar el domingo por la mañana. Además, sus armas seguían en su gabinete, lo mismo que su extensa colección de monedas. Era evidente que estas cosas habrían sido lo primero que se llevaría un ladrón.

En su taller, a la derecha de la ventana rota, había unos dos mil dólares de herramientas manuales y eléctricas de alta calidad. Algunas estaban colgadas en un tablero y otras se encontraban ordenadas en unos casilleros que había diseñado y construido personalmente para ellas. Podía decir, con un simple vistazo, que no faltaba nada.

No habían robado nada.

No le habían destrozado nada.

¿Qué clase de ladrón era el que entraba en una casa sólo para echar una mirada a las cosas?

Avril se fijó en los fragmentos de cristal y cinta adhesiva que había en el suelo; luego, miró la ventana forzada; después a su alrededor por la bodega, estudiando la situación, hasta que, de pronto, se dio cuenta de que, efectivamente, algo se habían llevado. Tres bolsas de veinticinco kilos de una mezcla de mortero seco. La primavera pasada, Gary Olmstead y él habían echado abajo el viejo porche de madera que había frente a la casa. Prepararon el suelo con un par de carretadas de tierra, la nivelaron profesionalmente y levantaron una nueva veranda de ladrillo. También habían arreglado las aceras cascadas, de viejo cemento, y las remplazaron por otras de ladrillo. Al término de un trabajo, que duró cinco semanas, se encontraron con tres sacas sobrantes de mezcla de mortero, pero no las devolvieron para su rembolso, porque Avril se proponía construir un gran patio detrás de la casa el próximo verano. Ahora, los tres sacos de mezcla habían desaparecido.

El descubrimiento, lejos de aclarar sus incógnitas, no hacía más que contribuir al misterio. Asombrado, perplejo, se quedó mirando el lugar dónde habían estado las bolsas.

¿Por qué un ladrón ignoraba los costosos rifles, las monedas valiosas y otro botín atractivo en beneficio de tres sacas relativamente baratas de una mezcla de mortero seco?

Tannerton se rascó la cabeza, y dijo:

—Curioso.

Después de permanecer en silencio sentado junto a Hilary, en la penumbra, por unos veinte minutos, después de escuchar a Beethoven, y de tomar unos cuantos tragos de bourbon, y después deque Hilary volviera a llenar los vasos, Tony se encontró hablando de Frank Howard. Ignoraba que iba a confiarse a ella hasta que ya había empezado a hablar; le pareció oírse a media frase y las palabras empezaron a salir a borbotones. Habló sin parar durante media hora, parando solamente para tomar un sorbo, rememorando su primera impresión de Frank, la fricción inicial entre ambos, los incidentes tensos y humorísticos del trabajo, la noche que bebió en «The Bolt Hole», su salida con Janet Yamada y la reciente comprensión y afecto que Frank y Tony se descubrieron. Por fin, cuando empezó el relato de lo sucedido en el apartamento de Bobby Valdez, lo hizo en voz baja, vacilante. Si cerraba los ojos, veía aquella cocina sucia y manchada de sangre tan vividamente como veía su propio cuarto de estar con los ojos abiertos. Cuando trató de explicar a Hilary lo que había sido tener en brazos a un amigo moribundo, empezó a temblar. Sentía un frío terrible, tenía la carne y los huesos congelados, y hielo en el corazón. Le castañeaban los dientes. Derrumbado en el sofá, cubierto por las sombras violáceas, derramó sus primeras lágrimas por Frank Howard; le escaldaron su carne helada.

Al verlo llorar, Hilary le tomó la mano; después le sostuvo casi del mismo modo que él había sostenido a Frank. Utilizó su pequeña servilleta para secarle la cara. Le besó las mejillas, le besó los ojos.

En un principio, sólo le ofreció consuelo, que era lo único que él buscaba; pero sin que conscientemente uno y otra se dieran cuenta de que alteraban el abrazo, la condición de éste empezó a variar. Él la rodeó con sus brazos y ya no fue del todo claro quién sostenía y consolaba a quién. Las manos de Tony subían y bajaban por la fina espalda de ella y se maravillaba de su exquisito contorno; le excitaba la firmeza, fuerza y flexibilidad de su cuerpo bajo la blusa. Las de Hilary también acariciaban, estrujaban y admiraban la dureza de sus músculos. Besaba las comisuras de su boca y él devolvía ansioso aquellos besos de lleno en los labios. Sus lenguas se encontraron y el beso se hizo ardiente, rabiosamente ardiente y líquido; les dejó con la respiración entrecortada, más que cuando sus labios se encontraron por primera vez.

De pronto, ambos comprendieron, al mismo tiempo, lo que estaba ocurriendo, y se helaron con el recuerdo incómodo del viejo amigo para quien el luto había empezado. Si se entregaban mutuamente, como tanto necesitaban, sería igual que reírse en un entierro. Por un momento, sintieron que se encontraban al borde de cometer un acto desaprensivo y blasfemo.

Pero su deseo era tan fuerte que ahogó sus dudas sobre la decencia de hacer el amor precisamente esta noche, entre todas las noches. Se besaron indecisos; luego, con ansiedad, y fue tan dulce como siempre. Sus manos se movieron imperiosas sobre él, y él respondió al tacto, igual que ella. Comprendió que era justo y estaba bien que buscaran juntos la alegría. Hacer el amor en ese momento no era una falta de respeto hacia el muerto; era una reacción a lo injusto de la propia muerte. Su deseo insaciable era el resultado de muchas cosas, una de las cuales era la profunda necesidad animal de probarse que estaban vivos, llenos de auténtica vida.

De mutuo acuerdo, sin mediar palabras, se levantaron del sofá y pasaron al dormitorio.

Tony encendió una lámpara en el cuarto de estar, al salir; la luz se derramó por la puerta abierta y fue lo único que iluminó la cama. Una penumbra suave. Una luz tibia y dorada. La luz pareció amar a Hilary, porque no cayó indiferente sobre ella, como sobre la cama y Tony, sino que la acarició, acentuó amorosamente el lechoso bronceado de su piel inmaculada, añadió brillo a su cabello negro y resplandeció en sus grandes ojos.

Estaban de pie junto a la cama, abrazándose, besándose y él empezó a desnudarla. Desabrochó su blusa y la dejó resbalar. Soltó el corchete de su sostén; con un movimiento de hombros ella lo hizo caer al suelo. Sus senos eran magníficos… redondos, llenos, enhiestos. Los pezones grandes y firmes; Tony se inclinó a besarlos. Ella tomó su rostro entre las manos, lo alzó hacia sí, buscó su boca. Suspiró. Al desabrocharle el cinturón y correr la cremallera de sus tejanos, le temblaban las manos. Los pantalones se deslizaron por sus largas piernas y salió de ellos después de haberse quitado los zapatos.

Tony cayó de rodillas ante ella dispuesto a quitarle las bragas y descubrió una cicatriz a lo largo del costado izquierdo. Empezaba a un lado de su vientre liso y se curvaba hacia la espalda. No tenía nada que ver con la cirugía; no era como la línea fina que un doctor moderadamente ordenado suele dejar. Tony había visto antes viejas heridas de proyectil o de arma blanca, y aunque la luz no era excesiva, estaba seguro de que la marca había sido causada por una bala o una navaja. Tiempo atrás, había sido malherida. La idea de que ella hubiera tenido que soportar tanto dolor despertaba en él el deseo de protegerla y ampararla. Tenía cien preguntas que hacerle sobre la cicatriz, pero no era el momento adecuado. Besó con ternura la piel rugosa de la señal y la sintió envararse. Supuso que la marca la turbaba. Quería poder decirle que no disminuía ni su belleza ni su atracción y que, en realidad, esa sola mácula realzaba más aún su increíble perfección física.

La única forma de devolverle la confianza era con actos, no con palabras. Le bajó las bragas… y despacio, muy despacio, fue moviendo las manos por sus magníficas piernas, por las suaves curvas de sus pantorrillas, sobre los lisos muslos. Besó su brillante mata púbica y los pelos se erizaron contra su rostro. Al ir alzándose, sostuvo sus firmes nalgas en las manos, acarició la carne tirante, y ella se acercó a él. Sus labios se encontraron de nuevo. El beso duró unos segundos o unos minutos y, cuando terminó, Hilary dijo:

—Apresúrate.

Al apartar las sábanas y meterse ella en la cama, Tony se quitó la ropa. Desnudo, se echó junto a ella y la cogió entre sus brazos.

Se exploraron mutuamente con las manos, con una fascinación sin límites por texturas, formas y ángulos; tamaños y grados de resistencia, y el miembro erecto de Tony palpitó al ser acariciado.

Un instante después, pero mucho antes de que la penetrara, tuvo la extraña sensación de que se fundía en ella, como si se transformaran en una sola criatura, no tanto física o sexualmente sino de forma espiritual, aleándose a través de una ósmosis psíquica que parecía milagrosa. Dominado por el calor de ella, excitado por la promesa de su magnífico cuerpo y, sobre todo, afectado en lo más profundo por los murmullos, movimientos, actos y reacciones que hacían de ella, Hilary, y nadie más que Hilary, Tony sintió como si se hubiera tomado una droga nueva y exótica. Sus percepciones parecían extenderse más allá de sus propios sentidos, así que sentía como si viera a través de los ojos de Hilary como con los suyos propios, sintiendo con sus manos y las de ella, probando su boca con la suya y también con la de ella. Dos mentes entretejidas. Dos corazones sincronizados.

Los besos ardientes de Hilary hacían que Tony quisiera cada porción de ella, cada deliciosa pulgada, y así lo hizo llegando por fin a la tibia conjunción de sus muslos. Le abrió las piernas y pasó la lengua por el húmedo centro, abrió los pliegues secretos de su carne con la lengua, encontró el punto oculto que, dulcemente rozado, la hizo gemir de placer.

Bajo el amoroso impulso empezó a gemir y retorcerse.

—¡Tony!

Le hizo el amor con la lengua, los dientes y los labios. Se arqueó, agarró las sábanas con ambas manos y se debatió extática.

En uno de sus movimientos él deslizó las manos bajo sus nalgas la agarró con fuerza y la acercó a él.

—¡Oh, Tony, ya, ya!

Respiraba agitada, deprisa. Intentó apartarse de él cuando el placer se hizo demasiado intenso; pero, un instante después, se incrustó en él, suplicando más. Empezó a temblar de pies a cabeza y esos temblores se fueron transformando en estremecimientos de puro gozo. Perdió el aliento, movió la cabeza y gritó delirante, vibró con la ola que la recorría y gozó… y gozó. Sus tiernos músculos se contrajeron, se relajaron, se contrajeron, se relajaron, hasta que al fin quedó exhausta. Se desplomó y suspiró.

Tony levantó la cabeza, besó su vientre estremecido y pasó a acariciar sus pezones con la lengua.

Ella bajó la mano y asió la férrea dureza viril. Y de súbito, como si anticipara esta unión final, esta unión completa, volvió a invadirla una nueva tensión erótica.

Él la abrió con sus dedos, y ella apartó su mano y la guió dentro de ella.

—Sí, sí, sí —exclamaba al penetrarla—. Adorado Tony. Maravilloso, maravilloso, maravilloso Tony.

—Eres magnífica.

Nunca había sido tan bueno para él. Se situó encima de ella, sostenido por sus brazos tensos, y contempló su rostro exquisito. Sus ojos se prendieron y, pasado un momento, le pareció que no solamente la estaba contemplando sino que se encontraba en ella, a través de sus ojos, dentro de la esencia de Hilary Thomas, dentro de su alma. Ella cerró los ojos y poco después los cerró él, y descubrió que el lazo extraordinario no se deshacía cuando la mirada cesaba.

Tony había hecho el amor con otras mujeres; pero jamás se había sentido tan cerca de ninguna de ellas como lo estaba de Hilary Thomas. Porque esta unión era muy especial. Quería que durase mucho tiempo, quería arrastrarla hasta el clímax con él, quería que se perdieran juntos. Pero, esta vez, no consiguió el tipo de control que dominaba su modo de amar. Estaba precipitándose al clímax y no podía hacer nada para detenerse. No era sólo porque era más estrecha, más suave y más caliente que otras mujeres que había conocido; no era simplemente por algún truco de los bien entrenados músculos vaginales; no era porque sus senos perfectos le volvían loco, o porque su piel de seda fuera más sedosa que la de ninguna otra en su experiencia. Todas estas cosas eran ciertas, pero lo que contaba era que era especial para él, muy especial, de un modo que aún no sabía cómo definir, el cual hacía que estar con ella fuera excitante hasta lo indecible.

Hilary presintió el inmediato orgasmo, y entonces pasó las manos por su espalda y lo atrajo sobre ella. No quería él cargarla con todo su peso, pero ella no parecía darse cuenta. Sus senos se aplastaron contra su pecho al caer sobre ella. Alzó las caderas e incrustó su pelvis contra Tony, mientras él acometía más fuerte y más deprisa. Sintió que volvía a gozar mientras él eyaculaba sin poder controlarse. Lo mantuvo apretado, le retuvo con fuerza musitando repetidamente su nombre mientras él estallaba y estallaba dentro de ella, con fuerza, abundante y sin cesar, en lo más hondo y oscuro de ella. Al vaciarse, una tremenda oleada de ternura y cariño, de dolida necesidad de ella, le inundó, y comprendió, supo con certeza, que jamás podría dejarla marchar.

Después, se quedaron juntos, uno al lado del otro, en la cama, con las manos enlazadas y el corazón tranquilizándose.

Hilary estaba física y emocionalmente agotada por la experiencia. La abundancia y asombrosa fuerza de sus clímax la habían dejado exhausta. Jamás había sentido nada parecido. Cada orgasmo había sido como el estallido de un rayo, atacándola hasta su mismo centro, sacudiendo cada una de sus fibras, con una excitante corriente indescriptible. Pero Tony le había dado mucho más que placer sexual; había sentido algo más, algo nuevo para ella, algo espléndido y potente más allá de toda palabra.

Se daba cuenta de que mucha gente diría que la palabra «amor» describía perfectamente sus sentimientos, pero no estaba dispuesta a aceptar esa confusa definición. Durante muchísimo tiempo, desde su infancia, las palabras «amor» y «dolor» habían estado inextricablemente enredadas en la mente de Hilary. No podía creer que estuviera enamorada de Tony Clemenza (ni él de ella), no se atrevía a creerlo; porque, si fuera así, se volvería vulnerable, quedaría indefensa.

Ahora, le costaba creer que Tony la lastimara a sabiendas. No se parecía a Earl, su padre. No se parecía a nadie que hubiera conocido antes. Había una ternura en él, una actitud compasiva, que la hacía sentir que en sus manos estaría segura. Quizá debería arriesgarse con él. Quizás él era el hombre digno de que corriera ese riesgo.

Pero a continuación pensó en lo que sentiría si su felicidad y suerte juntos se agriaba después de habérselo dado todo. Sería un golpe duro de soportar. No sabía si sería capaz de recuperarse esta vez.

Un problema.

De difícil solución.

No quería pensar en ello ahora. Sólo le apetecía estar echada a su lado, disfrutar de la luz que habían creado juntos.

Empezó a rememorar su acto de amor, las sensaciones eróticas que la habían dejado sin fuerzas, algunas de las cuales persistían cálidamente en su carne.

Tony se volvió hacia ella. Le besó la garganta, la mejilla:

—Un penique por tus pensamientos.

—Valen mucho más.

—Un dólar.

—Más aún.

—¿Cien dólares?

—Puede que cien mil.

—Pensamientos muy caros.

—Realmente no eran pensamientos. Recuerdos.

—¿Recuerdos de cien mil dólares?

—Mmmmmm.

—¿De qué?

—De lo que hicimos hace un instante.

—Sabes —le dijo—, me has sorprendido. Pareces tan correcta y pura, casi angelical, pero hay en ti un maravilloso fondo de lascivia.

—Puedo ser lasciva —confesó.

—Muy lasciva.

—¿Te gusta mi cuerpo?

—Es un bello cuerpo.

Por unos minutos hablaron sin sentido, conversación de enamorados, murmurando, ensoñadores. Estaban tan tiernos que todo les parecía delicioso y divertido.

Entonces, todavía en voz baja, pero con una nota más seria en el tono. Tony dijo:

—Supongo que ya sabes que no voy a dejar que te apartes de mí.

Hilary presintió que estaba dispuesto a comprometerse si ella se mostraba dispuesta a lo mismo. Pero ése era el problema. No estaba dispuesta aún. Ignoraba si alguna vez lo estaría. Le deseaba. ¡Oh, cielos cómo le deseaba! No podía pensar en nada más excitante o provechoso que vivir juntos, enriqueciéndose el uno al otro con sus distintos talentos e intereses. Pero temía la decepción y el dolor que sentiría si alguna vez dejara de desearla. Había arrinconado todos aquellos años terribles de Chicago, con Earl y Emma, pero no podía olvidar con tanta facilidad las lecciones aprendidas en aquel miserable apartamento, tanto tiempo atrás. Tenía miedo a comprometerse.

Buscando un medio de evitar la pregunta que se traslucía en su declaración, esperando mantener el tono frívolo de la conversación, dijo:

—¿No vas a dejar que nunca me separe de ti?

—Nunca.

—¿No será muy incómodo para ti, hacer tu trabajo de policía pegado a mí?

La miró a los ojos, tratando de determinar si comprendía lo que le había dicho. Nerviosa, protestó:

—No me atosigues, Tony. Necesito tiempo. Sólo un poco de tiempo.

—Tendrás todo el tiempo que quieras.

—Ahora mismo me siento tan feliz que sólo quiero ser frívola. No es el momento apropiado para ponerse serios.

—Trataré de ser frívolo —aseguró Tony.

—¿De qué hablaremos?

—Quiero saberlo todo acerca de ti.

—Eso suena a serio, no a frívolo.

—Te diré lo que haremos. Tú medio seria y yo medio frívolo. Preguntaremos por turno.

—De acuerdo. Primera pregunta.

—¿Qué prefieres para desayunar?

—Copos de avena.

—¿Comida preferida?

—Copos de avena.

—¿Cena preferida?

—Copos de avena.

—Espera un poco —protestó él.

—¿Qué te pasa?

—Supongo que hablabas en serio en cuanto al desayuno. Pero después has contestado dos tonterías seguidas.

Adoro los copos de avena.

—Ahora me debes dos respuestas serias.

—Adelante.

—¿Dónde naciste?

—En Chicago.

—¿Te criaste allí?

—Sí.

—¿Padres?

—No sé quiénes fueron mis padres. Salí de un huevo. Un huevo de pato. Fue un milagro. Debiste leerlo. En Chicago hay incluso una iglesia católica llamada así después del acontecimiento. Nuestra Señora del huevo de pato.

—Una verdadera tontería.

—Gracias.

—¿Padres? —insistió Tony.

—No es justo —protestó—. No puedes hacer la misma pregunta dos veces.

—¿Quién lo dice?

—Yo.

—¿Fue tan terrible?

—¿Qué?

—Lo que hicieron tus padres.

Trató de desviar la pregunta:

—¿Qué te hace creer que hicieron algo terrible?

—Te he preguntado en otra ocasión acerca de ellos. También sobre tu infancia. Siempre has rehuido las preguntas. Fuiste muy ágil, muy inteligente al cambiar de tema. Creíste que no me había dado cuenta; pero no fue así.

Tony tenía la mirada más penetrante con que se había tropezado. Casi le dio miedo. Cerró los ojos para que no pudiera leer en ella.

—Dímelo.

—Eran alcohólicos.

—¿Los dos?

—Sí.

—¿Mucho?

—Oh, sí.

—¿Violentos?

—Sí.

—Sigue.

—No quiero hablar de ellos ahora.

—Te haría bien.

—No, Tony, por favor. Soy feliz. Si me haces hablar de… ellos… dejaré de serlo. Ha sido una noche maravillosa, hasta ahora. No la estropees.

—Tarde o temprano tendré que saberlo.

—De acuerdo…, pero no esta noche.

—Está bien —suspiró—. Veamos… ¿Quién es tu personaje favorito de la televisión?

Kermit, la rana.

—¿Quién es tu personaje humano favorito?

Kermit, la rana.

—Esta vez he dicho humano.

—A mí me parece más humana que nadie de la televisión.

—Un punto a tu favor. ¿Qué hay de la cicatriz?

—¿Tiene la rana una cicatriz?

—Me refiero a la tuya.

—¿Te repugna? —preguntó Hilary tratando otra vez de desviar la pregunta.

—No. Te hace más bella.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Te importa si lo compruebo con mi detector de mentiras?

—¿Tienes un detector de mentiras aquí?

—Ya lo creo. —Alargó la mano y asió su pene fláccido—. Mi detector de mentiras funciona fácilmente. Es imposible conseguir una lectura equivocada. Se empieza tomando el dispositivo principal —apretó el órgano— y se inserta en la ranura B.

—¿La ranura B?

Cambió de postura y lo introdujo en la boca. En un segundo, creció, palpitó y adquirió rigidez. A los pocos minutos, Tony se sentía incapaz de retenerse. Hilary levantó la mirada y le sonrió:

—Decías la verdad.

—Y la volveré a decir. Eres una moza sorprendentemente obscena.

—¿Quieres mi cuerpo otra vez?

—Quiero tu cuerpo otra vez.

—¿Y qué hay de la mente?

—¿No está incluida en el paquete?

Esta vez se puso arriba, se instaló encima de él, se movió arriba y abajo, de un lado a otro, de atrás hacia delante. Le sonrió cuando él asió sus pechos agitados, y después ya no se dio cuenta de un solo movimiento, o caricias individuales; todo estaba mezclado en un fluido continuo y borroso, en una moción ardiente que no tenía principio ni fin.

A media noche, pasaron a la cocina y prepararon una cena tardía, una comida fría de queso y restos de pollo y fruta, con vino blanco helado. Se la llevaron al dormitorio y comieron un poco, se alimentaron uno a otro; después, perdieron todo interés por la comida.

Eran como un par de adolescentes, obsesionados por sus cuerpos y dotados de ilimitada energía. Al mecerse en rítmico éxtasis, Hilary se percató de que aquello no era tan sólo una serie de actos sexuales que compartían; era un importante ritual, una ceremonia profunda que la limpiaba de sus terrores, largo tiempo conservados. Se entregaba a otro ser humano de una forma que hubiera creído imposible una semana atrás, porque dejaba de lado su orgullo, se postraba, se ofrecía a él, arriesgándose al rechazo, humillación y degradación, con la frágil esperanza de que no abusaría de ella. Y fue así. Muchas de las cosas que hicieron hubieran sido degradantes con una pareja inadecuada, pero con Tony cada acto la exaltaba, la elevaba, era glorioso. Todavía no podía decirle que le amaba, no con palabras, pero se lo estaba diciendo cuando, en la cama, le suplicaba que hiciera cuanto quisiera con ella, quedándose inerme, abriéndose completamente hasta que, al fin, arrodillada ante él, se sirvió de sus labios y lengua para arrancarle hasta la última gota de su cuerpo.

Su odio hacia Earl y Emma se mantenía tan fuerte ahora como cuando vivían, porque era su influencia lo que la estaba haciendo incapaz de expresar sus sentimientos a Tony. Se preguntó qué podría, qué tendría que hacer para romper las cadenas con que la sujetaron.

Durante un rato, siguieron acostados, abrazados, sin decir nada, porque no había nada que decir.

Diez minutos después, a las cuatro y media de la madrugada, Hilary murmuró:

—Debería irme a casa.

—Quédate.

—¿Eres capaz de más?

—¡Cielos, no! Estoy acabado. Sólo quiero tenerte entre los brazos. Duerme aquí —le dijo.

—Si me quedo, no dormiremos.

—¿Eres capaz de seguir?

—Desgraciadamente, hombre mío, no puedo más. Pero tengo, cosas que hacer mañana, y tú también. Y estamos demasiado excitados y demasiado rebosantes de nuestras personas, para poder descansar si compartimos la cama. Nos tocaremos y hablaremos, y nos resistiremos a dormir.

—Bien. Pero tenemos que aprender a pasar la noche juntos. Quiero decir, si vamos a pasar muchas más en la misma cama. ¿No te parece?

—Muchas, muchas. La primera es la peor. Nos adaptaremos cuando se pase la novedad. Yo me pondré rizadores y crema.

—Y yo fumaré puros y veré a Johnny Carson.

—¡Qué vergüenza! —dijo Hilary.

—Naturalmente, tardaremos un poco en perder la frescura.

—Un poco.

—Unos cincuenta años.

—O sesenta.

Fueron retrasando la marcha de Hilary otros quince minutos, pero por fin salió de la cama y se vistió. Tony se puso unos tejanos.

En el cuarto de estar, ya camino de la puerta, Hilary se detuvo y se quedó mirando uno de los cuadros. Dijo:

—Quiero llevarle seis de tus mejores cuadros a Wyant Stevens, de Beverly Hills y ver si quiere representarte.

—No querrá.

—Voy a intentarlo.

—Es una de las mejores galerías.

—¿Por qué empezar por abajo?

Se quedó mirándola, pero parecía que estaba viendo a alguien más. Por fin comentó:

—A lo mejor debería saltar.

—¿Saltar?

Le refirió el apasionado consejo que había recibido de Eugene Tucker, el negro ex convicto que ahora diseñaba trajes.

—Tucker tiene razón. Y esto no es ni siquiera un salto. Es sólo un pequeño brinco. No vas a dejar tu trabajo en el Departamento de Policía, ni nada. Es nada más que un tanteo.

Tony se encogió de hombros.

—Wyant Stevens me despedirá fríamente; pero supongo que no pierdo nada dándole la oportunidad de hacerlo.

—No te despedirá. Elige media docena de los cuadros que creas más representativos de tu trabajo. Intentaré concertar una cita con Wyant para hoy o mañana lo más tarde.

—Los elegiremos ahora mismo. Llévatelos. Cuando tengas la oportunidad de ver a Stevens, enséñaselos.

—Estoy segura de que querrá conocerte.

—Si le gusta lo que ve, entonces querrá conocerme. Y si le parece bien, me encantará conocerle.

—Tony, óyeme…

—Es que no quiero estar allí cuando te diga que no valgo nada, que soy un aficionado bien dotado.

—Eres imposible.

—Soy cauto.

—¡Tan pesimista!

—Realista.

No tenía tiempo para ver los sesenta lienzos amontonados en el cuarto de estar. Le sorprendió enterarse de que tenía cincuenta más metidos en armarios, así como un centenar de dibujos a pluma, otras tantas acuarelas, e infinidad de bocetos preliminares, a lápiz. Quería contemplarlos todos, pero cuando estuviera descansada y fuera capaz de disfrutarlos. Eligió seis de los doce colgados en las paredes del cuarto de estar. Para protegerlos, los envolvió en trozos de una sábana vieja que Tony rasgó para eso.

Se calzó y se puso una camisa y la ayudó a llevar los bultos a su coche, donde los amontonaron en el maletero.

Lo cerró con llave, y se miraron. Ni uno ni otro querían decirse adiós.

Estaban bajo la luz proyectada por una alta farola. La despidió con un beso casto. La noche era fresca y silenciosa. Había estrellas.

—Amanecerá pronto —dijo Tony.

—¿Quieres cantar conmigo Dos adormilados?

—Soy un pésimo cantante.

—Lo dudo… —Se apoyó contra él—. A juzgar por mi experiencia, eres excelente en todo lo que haces.

—Descarada.

—Trato de serlo.

Volvieron a besarse y después le abrió la puerta del coche.

—¿No irás a trabajar hoy?

—No. No después de… Frank. Tengo que ir a escribir un informe; pero sólo tardaré una hora o así. Me tomo unos días libres. Voy a disponer de tiempo para mí.

—Te llamaré esta tarde.

—Estaré esperando.

Se alejó de allí por calles desiertas. Después de unas manzanas, el estómago empezó a protestar, tenía hambre y recordó que en casa no tenía nada para preparar el desayuno. Se había propuesto hacer las compras después de que los de la telefónica se marcharan, pero llamó Michael Savatino y corrió a casa de Tony. En el próximo chaflán torció a la izquierda y fue a un mercado abierto de noche a comprar huevos y leche.

Tony imaginó que Hilary no precisaría más de diez minutos para llegar a casa por las calles desiertas; pero esperó un cuarto de hora antes de llamar para saber si había llegado bien. Su teléfono no sonó. Lo único que consiguió fueron una serie de ruidos de ordenador, los bips y bizzs que formaban el lenguaje de las máquinas; luego, una serie de clics, snaps y pops; después, el zumbido hueco de una mala conexión. Colgó, volvió a marcar, cuidando de no equivocarse en los números, pero de nuevo el teléfono se negó a sonar.

Estaba seguro de que el nuevo número que tenía era el correcto. Cuando se lo dio lo comprobó para asegurarse de que lo había anotado bien. Como ella lo había leído de una copia de la orden de la telefónica que tenía en el bolso, no cabía posibilidad de error.

Marcó el número de la operadora y le contó su problema. Ella marcó el número pero tampoco consiguió conectar.

—¿No estará descolgado? —preguntó.

—No lo parece.

—¿Qué puede hacer?

—Informaré de que el número no funciona. El Departamento de Servicios se ocupará de él.

—¿Cuándo?

—¿Pertenece este número a una persona anciana o inválida?

—No.

—Entonces pasa al servicio normal. Uno de nuestros operarios irá alrededor de las ocho esta mañana.

—Gracias.

Supuso que el empleado se había equivocado al conectar ayer por la tarde los teléfonos de Hilary. Posible, pero no probable. Dejó el receptor; estaba sentado al borde de la cama. Contempló pensativo las sábanas revueltas donde Hilary había descansado, miró después el trozo de papel en el que había escrito su número nuevo… No, no era posible.

De repente, se acordó del comunicante anónimo que la había estado molestando. Un hombre que hiciera este tipo de cosas era un ser débil, inútil, sexualmente incapaz; casi sin excepción no podían tener relaciones normales con una mujer; y, por lo general, demasiado introvertidos y asustados para intentar una violación. Así era siempre, casi sin excepción. ¿Pero podía concebirse que este loco fuera el único entre mil, realmente peligroso?

Tony se apretó el estómago con la mano. Empezaba a sentir cierta inquietud.

Si los corredores de apuestas de Las Vegas hubieran apostado a que Hilary Thomas sería el blanco de dos maníacos, desconectados, en menos de una semana, los premios habrían sido astronómicos. Por otra parte, durante los años en que pertenecía al Departamento de Policía de Los Ángeles, Tony había visto que lo improbable sucedía una y otra vez; y desde hacía tiempo había aprendido a esperar lo inesperado.

Recordó a Bobby Valdez. Desnudo. Arrastrándose fuera del pequeño cubículo de la cocina. Con ojos de loco. Con la pistola en la mano.

Al otro lado de la ventana de la alcoba, aunque la primera luz no había tocado aún el cielo al Este, un pájaro gritó. Era un grito estridente, que subía y bajaba y volvía a subir a medida que el pájaro iba de árbol a árbol y de allí al patio; sonaba como si le persiguiera un ser muy veloz, y muy hambriento e inquieto.

La frente de Tony se cubrió de sudor.

Se levantó de la cama.

Algo estaba ocurriendo en casa de Hilary. Algo iba mal. Muy mal.

Como se había entretenido en el mercado para comprar leche, huevos, mantequilla y otras cosas, Hilary no llegó a su casa hasta media hora después de haber salido del apartamento de Tony. Tenía hambre y estaba agradablemente cansada. Iba imaginando una tortilla de queso cubierta de perejil muy picadito… Y después, por lo menos seis horas de sueño de un tirón, de un sueño profundo. Estaba demasiado cansada para molestarse en guardar el «Mercedes» en el garaje; lo aparcó frente a la casa, en el camino circular.

Las bocas de riego por aspersión bañaban el oscuro césped haciendo un ruidito fresco y sibilante. Una brisa agitó las hojas de la palmera.

Entró en la casa por la puerta principal. El salón estaba a oscuras. Pero, contando con que llegaría tarde, había dejado la luz de la entrada encendida al salir. Una vez dentro, sujetó la bolsa de provisiones con un brazo mientras con la otra mano cerraba la puerta y daba vuelta a la llave.

Encendió la luz central del salón y dio dos pasos desde la entrada antes de descubrir que todo estaba destrozado. Las dos lámparas de las mesas se encontraban rotas, las pantallas convertidas en jirones. Una vitrina se hallaba hecha añicos y los fragmentos de cristal cubrían la alfombra; las porcelanas valiosas y únicas no eran sino pedazos sin valor, estrelladas contra la chimenea de piedra y pisoteadas después. El sofá y los sillones reventados; trozos de los materiales del relleno se veían repartidos por el suelo. Dos sillas de madera, que al parecer habían sido golpeadas repetidas veces contra la pared, eran ahora montones de leña, y la pared había quedado desconchada. El antiguo escritorio rinconero tenía las patas arrancadas; todos los cajones estaban en el suelo, desfondados. Los cuadros colgaban aún en su sitio; pero reducidos a tiras. Las cenizas de la chimenea cubrían la preciosa alfombra. Ni una sola pieza del mobiliario o de la decoración había sido pasada por alto; incluso el guardafuegos había sido pateado, y todas las plantas arrancadas de sus macetas y despedazadas.

En un principio, Hilary se quedó asombrada; pero el asombro dio paso a la ira ante tal vandalismo.

—Hijo de perra —masculló entre dientes.

Había pasado muchas horas felices eligiendo personalmente cada pieza de la estancia. Había gastado en ellas una pequeña fortuna, pero no era el coste de lo destrozado lo que más la turbaba; el seguro cubriría la mayoría. Sin embargo, había un valor sentimental que no podía remplazarse, porque aquéllas eran las primeras cosas realmente bellas que había poseído, y le dolía perderlas. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.

Atontada, incrédula, se adentró en los destrozos antes de darse cuenta de que podía hallarse en peligro. Se detuvo y escuchó. La casa estaba en silencio.

Un estremecimiento helado recorrió su espalda y por un instante horrible creyó notar en la nuca el aliento de alguien.

Giró en redondo, miró hacia atrás.

No había nadie.

El ropero de la entrada, que había estado cerrado cuando entró en la casa, seguía cerrado. Lo miró fijamente un momento temiendo que se abriera. Pero si alguien había estado escondido allí, esperando su llegada, tenía que haber salido ya.

«Esto es una locura —pensó—. No puede volver a ocurrir. No puede ser. Es del todo impensable, ¿verdad?».

Oyó ruido detrás de ella.

Con un sordo grito de alarma, se volvió y levantó su brazo libre para defenderse del atacante.

No había atacante. Seguía sola en el salón.

Pero estaba convencida de que lo que había oído no era algo tan inocente como el crujido de una viga o del parqué. Sabía que no estaba sola en la casa. Percibía otra presencia.

Otra vez el ruido.

En el comedor.

Un ruido seco. Un tintineo. Como si pisaran vidrios rotos o porcelana hecha añicos.

Luego otro paso.

El comedor se encontraba más allá del arco, a veinte pasos de Hilary. Estaba negro como una tumba.

Otro paso: tin tap.

Empezó a retroceder, apartándose cautelosa de la fuente del ruido, moviéndose hacia la puerta de entrada, que parecía a un kilómetro de distancia. Deseó no haberla cerrado con llave.

Un hombre salió de la perfecta oscuridad del comedor, el área en penumbra debajo del arco, un hombre fuerte, alto y ancho de hombros. Se detuvo un segundo en la zona de sombra, y de repente entró en el salón de estar brillantemente iluminado.

—¡No! —gritó Hilary.

Estupefacta, dejó de retroceder hacia la puerta. El corazón le dio un vuelco, se le secó la boca, y movió la cabeza de un lado a otro, de un lado a otro: no, no, no.

En la mano llevaba un cuchillo enorme y afilado. Le sonrió. Era Bruno Frye.

Tony estaba agradecido de que las calles estuvieran desiertas, porque no podía tolerar el menor retraso. Temía que ya estaba llegando tarde.

Conducía con rapidez, al Norte, a Santa Mónica, después al Oeste, a Wilshire, poniendo el jeep a ciento veinte al llegar a la primera cuesta abajo antes de alcanzar Beverly Hills, con el motor a tope, con las ventanas y todo lo suelto vibrando. Al pie de la colina, el semáforo estaba en rojo. No frenó. Dio un bocinazo a guisa de advertencia y pasó el cruce volando. Saltó por encima de un vado en la calle, una amplia depresión que apenas se veía a ciento veinte, pero que a su velocidad le pareció un foso; por una fracción de segundo se sintió en el aire, golpeándose la cabeza contra el techo pese al cinturón de seguridad. El jeep volvió a caer sobre el pavimento con un bang, un coro de ruidos y choques y un gemido de goma torturada. Se desvió a la izquierda, con la parte de atrás patinando con un chirrido que helaba la sangre y con humo saliendo de los neumáticos maltratados. Por un segundo, creyó que iba a perder el control, pero de pronto dominó el volante y se encontró a mitad de la siguiente colina sin saber cómo había llegado.

Bajó la velocidad a sesenta para volver a subir a noventa. Decidió no acelerar más. Sólo le faltaba una corta distancia. Si enroscaba el jeep en una farola o daba la vuelta de campana y se mataba, no serviría a Hilary para nada.

Seguía sin obedecer las reglas de tráfico. Iba demasiado deprisa y tomaba las pocas curvas que encontraba sin ceñirse, metiéndose en calles contradirección, dando gracias de que no vinieran coches. Los semáforos estaban todos en contra de él, un perverso truco del destino, pero los ignoró. No le preocupaba que le multaran por exceso de velocidad o conducción temeraria. Si le hacían parar, enseñaría su placa y se llevaría a los policías de uniforme a casa de Hilary. Pero rogaba a Dios que no tuviera oportunidad de llevarse esos refuerzos, porque significaría detenerse, identificarse y explicar la emergencia. Si le paraban perdería por lo menos un minuto.

Tenía el presentimiento de que un minuto era la diferencia entre la vida y la muerte para Hilary.

Mientras miraba a Bruno Frye viniendo a través del arco, Hilary creyó que se volvía loca. El hombre estaba muerto. ¡Muerto! Lo había apuñalado por dos veces, había visto la sangre. También lo había visto en el depósito, frío, gris amarillento y sin vida. Le habían hecho una autopsia. Se había firmado un certificado. Los muertos no andan. Sin embargo, había vuelto de la tumba, saliendo del oscuro comedor, último invitado indeseado, con un gran cuchillo en su mano enguantada, ansioso por terminar lo que había empezado la semana anterior; y, simplemente, no era posible que estuviera allí.

Hilary cerró los ojos y deseó que se fuera. Pero, un segundo después, cuando se obligó a mirar de nuevo, lo tenía aún delante.

Era incapaz de moverse. Quería correr; pero todas sus articulaciones, caderas, rodillas, tobillos… se habían clavado, estaban rígidas y no tenía fuerzas para moverlas. Se sintió débil, tan frágil como una anciana, muy anciana; estaba segura de que, si de algún modo ponía en movimiento sus articulaciones y daba un paso, se desplomaría.

No podía hablar; pero, por dentro, estaba chillando.

Frye se detuvo a menos de quince pasos de ella, un pie sobre un trozo de algodón del relleno arrancado de uno de los sillones reventados. Su rostro no tenía color, temblaba con violencia; era evidente que se hallaba al borde de la histeria.

¿Podía un muerto estar histérico?

Tenía que estar loca perdida. Tenía que ser así. Loca de atar. Pero sabía que no lo estaba.

¿Un fantasma? No creía en fantasmas. Además, se suponía que un espíritu era inmaterial, trasparente o por lo menos translúcido. ¿Podía una aparición ser tan sólida como este muerto que andaba de un modo tan convincente y tan real?

—Perra —le espetó—. ¡Perra asquerosa!

Su voz dura, grave, rasposa, era inconfundible.

Pero sus cuerdas vocales deberían estar ya podridas, pensó Hilary como loca. Su garganta tenía que estar bloqueada por la putrefacción.

Sintió que una risa nerviosa, estridente, pugnaba por salir y se esforzó en controlarla. Si empezaba a reír, no pararía nunca.

—Me mató —dijo amenazador, todavía al borde del ataque de nervios.

—¡No! ¡Oh, no! ¡No!

—Sí, lo hizo —chilló blandiendo el cuchillo—. ¡Me mató! No mienta. Lo sé. ¿Cree que no lo sé? Oh, Dios. Me siento tan raro, tan solo, tan vacío… —Mezclada con su rabia, se notaba una agonía espiritual, genuina—. Tan vacío y asustado. Y todo por su culpa.

Cruzó con lentitud el pequeño espacio que le separaba de ella, pisando con cuidado entre los restos.

Hilary pudo ver que sus ojos de muerto no estaban vacíos o empañados por cataratas blanquecinas. Sus ojos eran de color azul grisáceo y muy vivos… Rebosaban una cólera helada, glacial.

—Esta vez te quedarás bien muerta —aseguró Frye acercándose—. Esta vez no volverás.

Intentó alejarse de él, dio paso vacilante y casi se le doblaron las piernas. Pero no se cayó. Le quedaba más fuerza de lo que creía.

—Esta vez he tomado todas las precauciones. No te daré oportunidad de volver. Voy a sacarte tu jodido corazón.

Dio otro paso; pero era lo mismo; no tenía escapatoria. No le daría tiempo de llegar a la puerta y abrir ambas cerraduras. Si lo intentaba, lo tendría encima en un segundo, clavándole el cuchillo en medio de la espalda.

—Clavaré una estaca en tu maldito corazón.

Si corría hacia la escalera y trataba de coger la pistola de su dormitorio, seguro que no sería tan afortunada como había sido la última vez. Esta vez la cogería antes de que pudiera llegar al piso superior.

—Te cortaré la maldita cabeza.

Lo tenía casi encima, al alcance de la mano.

No le quedaba sitio donde correr, ni había lugar para esconderse.

—Voy a cortarte la lengua. Rellenaré tu cochina boca de ajos. Te la llenaré de ajos para que no puedas volver del infierno.

Oía los fuertes latidos de su corazón, atronadores. No podía respirar por la intensidad de su miedo.

—Te arrancaré los ojos.

Otra vez se quedó helada, incapaz de moverse ni un centímetro.

—Te voy a arrancar los ojos y los aplastaré para que no puedas ver el camino de regreso.

Entonces chilló.

Frye alzó el cuchillo por encima de su cabeza:

—Ahora te cortaré las manos para que, ni a tientas, encuentres el camino de vuelta del infierno.

El cuchillo se mantuvo en alto por una eternidad, mientras el terror distorsionaba el sentido del tiempo para Hilary. La punta del arma maligna atraía su mirada, casi la hipnotizaba.

—¡No!

La hoja del cuchillo levantado lanzaba destellos.

—Perra.

Y entonces el cuchillo empezó a bajar, directo a su cara, lanzando destellos, bajando, bajando y bajando en un arco largo, fluido y criminal.

Seguía con la bolsa de provisiones agarrada con el brazo. Ahora sin pensar en lo que debía hacer, en un movimiento rápido e instintivo, agarró la bolsa con ambas manos y la lanzó hacia arriba, a la trayectoria del cuchillo que bajaba, intentando, desesperadamente, bloquear el golpe mortal.

La hoja pasó en medio de las provisiones, perforando un cartón de leche.

Frye rugió enfurecido.

La bolsa goteante escapó de las manos de Hilary y cayó al suelo desparramando leche, huevos, cebollitas y barras de mantequilla.

El cuchillo también había caído de la mano del hombre. Se inclinó para recogerlo.

Hilary corrió hacia la escalera. Sabía que sólo había retrasado lo inevitable. Había ganado dos o tres segundos, no más, no los suficientes para salvarse.

Sonó el timbre de la puerta.

Sorprendida, se detuvo al pie de la escalera y miró hacia atrás.

Frye tenía el cuchillo en la mano.

Sus ojos se encontraron; Hilary pudo ver en ellos un destello de indecisión.

Frye se adelantó, pero con menos seguridad que antes había demostrado. Miró nervioso hacia la entrada y la puerta principal.

El timbre sonó de nuevo.

Agarrada al pasamonos de la escalera, reculando escalón a escalón, Hilary gritó pidiendo ayuda, chilló con todas sus fuerzas.

Del exterior una voz de hombre gritó:

—¡Policía!

Era Tony.

—¡Policía! ¡Abran la puerta!

Hilary no podía imaginar por qué había venido. Nunca había sido tan feliz al oír la voz de alguien como se sentía en ese momento.

Cuando sonó la voz «Policía», Frye se detuvo, miró a Hilary, luego a la puerta, otra vez a ella, calculando sus posibilidades.

Ella siguió chillando.

Un cristal estalló con un estruendo que hizo saltar a Frye sorprendido, y una serie de pedazos cayeron ruidosamente sobre el mosaico.

Aunque no podía ver la entrada dada la posición en la escalera, Hilary comprendió que Tony había roto el cristal de la estrecha ventana al lado de la puerta.

—¡Policía!

Frye la miró rabioso. Jamás había visto Hilary tanto odio como el que contraía aquel rostro y daba a sus ojos una luz de locura.

—¡Hilary! —gritó Tony.

—Volveré —le dijo Frye.

El muerto se alejó de ella y cruzó corriendo el cuarto de estar hacia el comedor, al parecer con el propósito de salir de la casa por la cocina.

Hilary, sollozando, bajó corriendo los pocos peldaños que había podido subir y se precipitó a la puerta principal desde donde Tony la llamaba a través del cristal roto de la ventana.

Enfundando su revólver de servicio, Tony volvió del jardín de atrás y entró en la iluminada cocina.

Hilary esperaba junto al área de utilidad del centro. Sobre el mostrador había un cuchillo, cerca de su mano derecha.

Al cerrar la puerta, Tony le dijo:

—No hay nadie en la rosaleda.

—Cierra con llave.

—¿Qué?

—La puerta. Ciérrala.

Dio vuelta a la llave.

—¿Has mirado por todas partes?

—Hasta el último rincón.

—¿A ambos lados de la casa?

—Sí.

—¿Por el seto?

—En cada arbusto.

—¿Y ahora qué?

—Llamaré a jefatura, pediré un par de hombres de uniforme que vengan y escribiré un informe.

—No servirá de nada —objetó Hilary.

—Nunca se sabe. Un vecino puede haber visto a alguien acechando antes. O quizá lo vieron salir corriendo.

—¿Es que un muerto tiene que salir corriendo? ¿No puede un fantasma desvanecerse cuando quiere?

—Tú no crees en fantasmas.

—A lo mejor no era un fantasma. Puede que fuera un muerto viviente. Sólo un vulgar desgraciado, cotidiano muerto viviente.

—Tampoco crees en los zombies.

—¿No?

—Eres demasiado sensata para eso.

Hilary cerró los ojos y meneó la cabeza:

—Ya no sé en lo que creo…

Su voz contenía un temblor que le turbó. La notó al borde del colapso.

—Hilary… ¿estás segura de lo que viste?

—Era él.

—¿Pero cómo podía ser él?

—Era Frye —insistió.

—Lo viste el jueves pasado en el depósito.

—¿Estaba muerto entonces?

—Claro que estaba muerto.

—¿Quién lo dijo?

—Los médicos. Los patólogos.

—Se sabe que hay médicos que se equivocan.

—¿Sobre si una persona está muerta o no?

—Lo lees en los periódicos de cuando en cuando. Deciden que un hombre ha palmado, firman el certificado de su muerte, y de pronto el muerto se incorpora en la mesa de la funeraria. Ocurre. Raras veces. Confieso que no suele suceder todos los días. Ya sé que es uno entre un millón.

—Más bien uno entre diez millones.

—Pero pasa.

—No en este caso.

—Yo lo vi. Aquí mismo. Esta noche.

Tony se acercó a ella, la besó en la mejilla y le cogió la mano, que estaba helada:

—Óyeme, Hilary. Está muerto. Murió de las heridas que tú le hiciste, porque Frye perdió la mitad de la sangre de su cuerpo. Le encontraron en un gran charco; perdió toda esa sangre y luego quedó tirado al sol sin que le atendieran, durante unas horas. Después de todo eso, no podía haber vivido.

—Puede que sí.

Tony llevó la mano helada a sus labios, besó sus pálidos dedos.

—No —dijo tranquilo pero con firmeza—. Frye tuvo que haber muerto por tanta pérdida de sangre.

Tony suponía que sufría un shock, a causa del cual padecía un trastorno temporal del sentido, una breve confusión de recuerdos. Estaba mezclando este ataque con el de la semana anterior. Dentro de unos minutos, cuando recobrara el control, todo se aclararía en su mente, se daría cuenta de que el hombre que había visto esta noche no era Bruno Frye. Lo único que él podía hacer era acariciarla un poco, hablarle en tono mesurado y contestar a todas sus preguntas y suposiciones desatinadas del modo más razonable que le fuera posible, hasta que volviera a normalizarse.

—Puede que Frye no estuviera muerto cuando lo encontraron en aquel aparcamiento del supermercado —musitó—. Puede que sólo estuviera en coma.

—El forense lo hubiera descubierto cuando le hizo la autopsia.

—Puede que no le hiciera la autopsia.

—Si no la hizo él, algún otro médico la hizo.

—Bueno —insistió Hilary—; a lo mejor aquel día estaban muy ocupados… muchos muertos de pronto o algo parecido… y decidieran llenar un certificado sin hacer el trabajo.

—Imposible. El despacho del forense tiene el más alto valor profesional imaginable.

—¿No podríamos, por lo menos, comprobarlo?

—Claro. Podemos hacerlo. Pero te olvidas de que Frye ha debido de pasar ya por las manos del embalsamador. Probablemente de dos. La poca sangre que debía quedarle, se la retirarían y se remplazaría por fluido de embalsamar.

—¿Estás seguro?

—Para enviarlo a Santa Helena tenían que embalsamarlo o incinerarlo. Es la ley.

Lo pensó un momento y luego objetó:

—¿Y si se trata de uno de esos casos extraños, de uno en diez millones? ¿Y si estaba erróneamente dado por muerto? ¿Y si el forense falló en la autopsia? ¿Y qué me dices si Frye se sentó en la mesa del embalsamador cuando éste iba a empezar a trabajar en él?

—Te agarras a cosas absurdas, Hilary. Seguro que te das cuenta de que, si algo de eso hubiera ocurrido, lo sabríamos. Si un embalsamador se encontrara en posesión de un cadáver que al final resultaba no estar muerto, sino ser un hombre casi carente de sangre y necesitado de urgente atención médica, el embalsamador lo llevaría corriendo al hospital más cercano. También llamaría al despacho del forense. O el hospital avisaría. Lo habríamos sabido inmediatamente.

Reflexionó sobre lo que Tony le decía. Miró el suelo de la cocina, se mordió el labio inferior, y, al fin, preguntó:

—¿Y qué hay del sheriff Laurenski de Napa County?

—Todavía no hemos conseguido su informe.

—¿Por qué no?

—Porque está esquivando nuestras preguntas. No contesta a nuestras llamadas ni llama él.

—¿Y esto no te dice que hay gato encerrado, que existe una cierta conspiración y que el sheriff de Napa forma parte de ella?

—¿Qué tipo de conspiración imaginas?

—No…, no lo sé.

Sin dejar de hablar en tono bajo, tranquilo, todavía convencido de que reaccionaría a sus objeciones razonables, Tony dijo:

—¿Una conspiración entre Frye y Laurenski y quizá con el propio Satanás? ¿Una conspiración para estafarle un cliente a la muerte? ¿Una diabólica conspiración para salir de la tumba? ¿Una conspiración para vivir, quizás, eternamente? A nada de eso le veo sentido. ¿Lo tiene acaso para ti?

—No —contestó irritada—. No tiene cabeza ni pies.

—Bueno. Me alegra oírtelo decir. Si hubieras dicho que lo tenía, me preocuparías muchísimo.

—Pero, maldita sea, algo muy fuera de lo corriente está sucediendo. Algo extraordinario. Y me parece que el sheriff Laurenki está mezclado. Después de todo, protegió a Frye la semana pasada, en realidad mintió para favorecerle. Y ahora te evita porque no tiene explicación aceptable de su actuación. ¿No te parece un comportamiento muy sospechoso? ¿No te parece Un hombre metido hasta el cuello en este enredo?

—No. A mí sólo me parece un policía muy preocupado. Como agente de la ley, cometió un error gravísimo. Respondió de un tipo importante porque le pareció que el hombre no podía estar implicado en una violación e intento de asesinato. No pudo localizar a Frye el miércoles pasado, por la noche, pero pretendió haberlo hecho. Estaba totalmente convencido de que Frye no era el hombre que queríamos. Se hallaba en un error. Y ahora está muerto de vergüenza.

—¿Es eso lo que tú crees?

—Es lo que cree todo el mundo en jefatura.

—Pues yo no lo creo.

—Hilary…

—¡He visto a Bruno Frye esta noche!

En lugar de serenarse poco a poco como él había esperado, iba empeorando, se refugiaba cada vez más en esa oscura fantasía de muertos vivientes y extrañas conspiraciones. Decidió mostrarse duro con ella.

—Hilary, no has visto a Bruno Frye. No ha venido aquí esta noche. Está muerto. Muerto y sepultado. Ése era otro hombre, me refiero al que te ha atacado ahora. Has sufrido un pequeño shock. Estás confusa. Es comprensible. No obstante…

Arrancó la mano de la de él y retrocedió:

—No estoy confusa. Frye estuvo aquí. Y dijo que volvería.

—Hace un minuto has reconocido que la historia no tiene pies ni cabeza. ¿No es verdad?

De mala gana asintió:

—Sí. Eso es lo que he dicho. Es absurda. ¡Pero ha ocurrido!

—Créeme, he visto cómo un shock puede afectar a la gente. Distorsiona las impresiones y los recuerdos y…

—¿Vas a ayudarme sí o no?

—Pues claro que voy a ayudarte.

—¿Cómo? ¿Qué vamos a hacer?

—Para empezar informaremos del robo y asalto.

—¿No va a ser muy embarazoso? —preguntó amargada—. Cuando les cuente que un muerto intentó matarme, ¿no piensas que decidirán internarme por unos días, hasta que un psiquiatra les dé una evaluación completa? Tú me conoces mucho mejor que los demás, y, a pesar de ello, también piensas que estoy loca.

—No pienso que estés loca —protestó impresionado por su tono de voz—. Pienso que estás alterada y confundida.

—Maldición.

—Es comprensible.

—Maldición.

—Escúchame, Hilary. Cuando los policías lleguen, no les digas ni una palabra de Frye. Cálmate, domínate.

—Me domino.

—Y trata de recordar con exactitud el aspecto del asaltante. Si relajas tus nervios, si te das una pequeña oportunidad, estoy seguro de que te sorprenderá lo que recuerdas. Cuando estés tranquila, reposada, más serena sobre todo eso, te darás cuenta de que no era Bruno Frye.

—Lo era.

—Puede que se pareciese a Frye; pero…

—Estás actuando lo mismo que Frank Howard la otra noche —le espetó furiosa.

Tony, paciente, observó:

—La otra noche, por lo menos, acusabas a un hombre que estaba vivo.

—Eres igual a todos aquellos en quienes confié —dijo con voz entrecortada.

—Quiero ayudarte.

—Un cuerno.

—Hilary, no te apartes de mí.

—Tú eres el que se ha apartado primero.

—Me preocupas.

—¡Pues demuéstralo!

—¿Estoy aquí, no es cierto? ¿Qué otra prueba necesitas?

—Que me creas. Es la mejor prueba.

Vio que estaba muy insegura, y supuso que era así porque había tenido terribles experiencias con personas a las que amaba y en las que confió. Sin duda había sido brutalmente herida y traicionada, porque una mera decepción no la habría dejado tan hipersensible. Como todavía le hacían sufrir las viejas heridas emocionales, ahora exigía confianza y lealtad fanáticas. Tan pronto él mostró dudas sobre su historia, empezó a alejarse de él, a pesar de que no negaba su veracidad. Pero, demonios, sabía que no era sano alentar su fantasía; lo mejor que podía hacer por ella era obligarla con dulzura a volver a la realidad.

—Frye estuvo aquí esta noche —insistió—. Frye y nadie más que él. Pero no se lo diré a la Policía.

—Muy bien —respondió, aliviado.

—Porque no voy a llamar a la Policía.

—¿Qué?

Sin más explicación, dio media vuelta y salió de la cocina. Siguiéndola a través del comedor destrozado, Tony, insistió:

—Tienes que informar de esto.

—No tengo que hacer nada.

—Tu compañía de seguros no te pagará si no presentas un informe policial.

—Me ocuparé de eso después. —Y salió del comedor hacia el cuarto de estar.

Él la siguió, rodeando los restos esparcidos por el salón, en dirección a la escalera.

—Te olvidas de algo —la advirtió.

—¿De qué?

—Soy un detective.

—¿Y qué?

—Pues que, al estar enterado de la situación, mi deber es informar.

—Informa.

—Parte del informe será tu declaración.

—No puedes obligarme a cooperar. Y no lo haré.

Al llegar al pie de la escalera, él la cogió del brazo:

—Espera un minuto. Por favor, espera.

Se volvió a mirarlo. Su miedo había sido sustituido por ira:

—Suéltame.

—¿A dónde vas?

—Arriba.

—¿Qué vas a hacer?

—Preparar una maleta y marcharme a un hotel.

—Puedes quedarte en casa —le ofreció.

—No querrás que una loca como yo se quede a pasar la noche —barbotó sarcástica.

—Hilary, no te pongas así.

—Podría darme el ataque y matarte mientras duermes.

—No pienso que estés loca.

—Oh, claro. Crees que estoy confundida. Quizás un poco ida; pero no peligrosa.

—Sólo trato de ayudarte.

—Tienes un modo muy raro de hacerlo.

—No puedes vivir para siempre en un hotel.

—Volveré a casa cuando lo hayáis cogido.

—Pero si no presentas una denuncia formal, nadie va a buscarlo.

—Lo buscaré yo.

—¿Tú?

—Yo.

Ahora Tony se enfadó:

—¿A qué estás jugando? ¿A Hilary Thomas, detective?

—Puedo contratar investigadores privados.

—¿De verdad? —preguntó despectivo, sabiendo que así la irritaría; pero demasiado frustrado para seguir siendo paciente.

—De verdad. Investigadores privados.

—¿Quién? ¿Philip Marlowe? ¿Jim Rockford? ¿Sam Spade?

—Puedes ser tan sarcástico hijo de… como quieras.

—Me obligas a serlo. Puede que el sarcasmo te saque de esto.

—Mi agente conoce una oficina de detectives privados de primera clase.

—Éste no es su tipo de trabajo, te lo aseguro.

—Harán cualquier cosa que les pague por hacer.

—No esto.

—Sí lo harán.

—Es un trabajo para el Departamento de Policía.

—La Policía perderá el tiempo en busca de ladrones conocidos y violadores conocidos…

—Es una buena técnica, probada, de investigación —alegó Tony.

—Pero esta vez no servirá.

—¿Por qué? ¿Porque el asaltante era un muerto andante?

—En efecto.

—¿Así que crees que la Policía debería pasar el tiempo en busca de violadores y ladrones muertos?

La mirada que le dirigió era una mezcla de rabia y asco.

—La forma de iniciar el caso, es descubrir cómo Bruno Frye pudo haber estado muerto la semana pasada… y vivo esta noche.

—¡Por el amor de Dios! ¡Fíjate en lo que dices!

Estaba preocupado por ella. La obstinada irracionalidad le asustaba.

—Sé lo que he dicho. Y también sé lo que he visto. Y no ha sido solamente ver a Bruno Frye hace un rato, en esta casa, sino que lo he oído también. Su voz es inconfundible, gutural. Era él. Nadie más. Lo he visto y lo he oído amenazarme con cortarme la cabeza y llenarme la boca de ajos, como si creyera que yo era un vampiro o algo así.

Vampiro.

La palabra sobresaltó a Tony porque establecía una sorprendente e increíble conexión con varias cosas que se habían encontrado el pasado jueves en la furgoneta «Dodge» gris de Bruno Frye, objetos extraños que Hilary no podía conocer, objetos que Tony había olvidado hasta ese momento. Sintió una oleada de frío.

—¿Ajos? —preguntó—. ¿Vampiros? Hilary, ¿qué estás diciendo?

Se apartó de él y subió corriendo.

Tony fue tras ella.

—¿Qué es eso de los vampiros?

Sin dejar de subir, negándose a mirar a Tony o a contestar a sus preguntas, Hilary empezó a hablar:

—No es una historia preciosa la que tengo que contar. Fui asaltada por un muerto viviente que pensó que yo era un vampiro. ¡Oh, cielos! Ahora estarás absolutamente seguro de que he perdido la cabeza. Llama al coche blanco acolchado. Meted a esta pobre mujer en una camisa de fuerza antes de que se haga daño. ¡Encerradla enseguida en una bonita habitación acolchada! ¡Cerrad la puerta y tirad la llave!

En el corredor del piso superior, a unos pasos del final de la escalera, cuando ya Hilary se dirigía a la puerta de un dormitorio, Tony la alcanzó. Volvió a agarrarla del brazo.

—¡Suéltame, maldito!

—Dime lo que te dijo.

—Me marcho a un hotel y después voy a resolver todo esto yo solita.

—Quiero saber cada palabra que te dijo.

—No puedes hacer nada para detenerme. Suéltame ya.

—¡Tengo que saber lo que te dijo de los vampiros, maldita sea! —gritó para que ella atendiera.

Sus ojos se encontraron. Debió advertir en él miedo y confusión porque dejó de forcejear:

—¿Qué es tan importante?

—Lo del vampiro.

—¿Por qué?

—Al parecer Frye estaba obsesionado por lo oculto.

—¿Cómo lo sabes?

—Encontramos cosas en su furgoneta.

—¿Qué cosas?

—No las recuerdo todas. Cartas de Tarot, una tabla Ouija, más de una docena de crucifijos…

—No leí nada de eso en los periódicos…

—No lo comunicamos a la Prensa. Además, cuando buscamos en la furgoneta e inventariamos su contenido y estábamos dispuestos a considerar una declaración a la Prensa, todos los periódicos habían publicado ya sus historias y los periodistas consideraron archivada la noticia. El caso no era lo bastante jugoso para una nueva publicación al tercer día. Pero te diré qué otra cosa había en la furgoneta. Bolsitas de ajos colgadas sobre todas las aberturas. Dos estacas de madera de punta muy aguzada. Media docena de libros sobre vampiros y zombies y demás variedades de los llamados «muertos vivientes».

Hilary se estremeció.

—Me dijo que iba a arrancarme el corazón y clavarle una estaca en medio.

—¡Jesús!

—También iba a arrancarme los ojos para que no encontrara el camino de vuelta del infierno. Así lo manifestó. Éstas fueron sus palabras. Tenía miedo de que volviera de entre los muertos después de que me matara. Desvariaba como un loco. Pero, claro, él había vuelto de la tumba, ¿no? —Rió sin la menor alegría, con un algo de histeria—. Además, iba a cortarme las manos para que no pudiera tantear el camino de vuelta.

Tony se sintió mareado al pensar en lo cerca que aquel hombre había estado de cumplir sus amenazas.

—Era él —dijo Hilary—. ¿Ves? Era Frye.

—Pudo estar maquillado.

—¿Qué?

—Podía ser alguien caracterizado para parecer Frye.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—No lo sé.

—Me acusaste de agarrarme a cualquier cosa. Bueno, pues eso es menos que nada. Es un espejismo.

—¿Pero no podría ser otro hombre haciéndose pasar por él? —insistió Tony.

—Imposible. No hay maquillaje convincente de tan cerca. Y el cuerpo era el mismo de Frye. La misma altura y peso. La misma estructura ósea. Los mismos músculos.

—Pero si hubiera sido alguien maquillado, imitando la voz de Frye…

—Sería mucho más fácil para ti —comentó secamente—. Una imitación, una personificación inteligente, por rara e inexplicable que fuera, es más fácil de aceptar que mi historia de un muerto viviente. Pero está el hecho de su voz, y es otro agujero en tu teoría. Nadie podría imitar esa voz. Oh, sí, un imitador excelente podría reproducir el tono bajo, la fraseología y el acento, pero sería incapaz de recrear ese timbre quebrado, rasposo. Sólo se puede hablar así si se tiene una laringe anormal, o unas cuerdas vocales lastimadas. Frye había nacido con la voz malformada. O había sufrido una herida grave en la garganta, de niño. Quizás ambas cosas. En todo caso, el que me habló esta noche fue Bruno Frye, no una buena imitación. Apuesto hasta mi último céntimo.

Tony podía observar que seguía muy enfadada; pero ya no se hallaba tan seguro de que estuviera histérica o vagamente confusa. Sus ojos oscuros eran firmes. Hablaba con frases precisas y tajantes. Parecía una mujer con un dominio completo de sí misma.

—Pero Frye se encuentra muerto —opuso débilmente Tony.

—Estuvo aquí.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Eso es lo que me propongo descubrir.

Tony había penetrado en una estancia desconocida, una estancia de la mente, construida con imposibilidades. Recordó a medias algo de una historia de Sherlock Holmes, el cual había expuesto a Watson que, en el trabajo de detección, una vez eliminadas todas las posibilidades excepto una, la que quedaba, por improbable y absurda que pareciera, tenía que ser la verdad.

¿Era posible lo imposible?

¿Podía un muerto andar?

Pensó en la relación inexplicable entre las amenazas que hizo el asaltante y el contenido de la furgoneta de Bruno Frye. Pensó en Sherlock Holmes y al fin dijo:

—Está bien.

—¿Qué es lo que está bien?

—Que quizás era Frye.

—Lo era.

—No sé cómo…, de algún modo…, Dios sabe cómo…, pero tal vez sobrevivió a las heridas. Parece del todo imposible; pero supongo que tengo que considerarlo.

—Tu generosidad es maravillosa.

Seguía enfadada. No iba a perdonarle con facilidad.

Volvió a apartarse de él y entró en su dormitorio.

Tony la siguió.

Se sentía un poco desconcertado. Sherlock Holmes no había dicho nada sobre los efectos de vivir con la turbadora idea de que nada era imposible.

Hilary sacó una maleta del armario, la puso sobre la cama y empezó a llenarla de ropa.

Tony fue al teléfono de la mesilla de noche y levantó el auricular.

—No hay línea. Debió cortar los cables exteriores. Tendremos que utilizar el teléfono de algún vecino para informar.

—No voy a informar.

—No te preocupes. Todo ha cambiado. Voy a confirmar tu historia.

—Es demasiado tarde ya —dijo cortante.

—¿Qué quieres decir?

No le contestó. Cogió una blusa de una percha con tanta furia que la percha se cayó al suelo.

—No estarás pensando aún en esconderte en un hotel y contratar investigadores privados.

—Oh, sí. Es lo que voy a hacer —asintió doblando la blusa.

—Pero he dicho que te creo.

—Y yo he dicho que ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para que me importe.

—¿Por qué te pones tan difícil?

Hilary no contestó. Colocó la blusa doblada dentro de la maleta y volvió al armario en busca de más prendas de vestir.

—Óyeme —le rogó Tony—, lo único que hice fue expresar unas dudas de lo más razonable. Las mismas dudas que habría tenido cualquiera en semejante situación. En realidad, las mismas dudas que habrías sentido tú si yo te hubiera dicho que había visto andar a un muerto. Si nuestros papeles estuvieran cambiados, tú serías la escéptica. Pero yo no estaría furioso contigo. ¿Por qué eres tan condenadamente susceptible?

Volvió del armario con otras dos blusas y empezó a doblar una de ellas. No quiso mirar a Tony:

—Tenía confianza en ti…, en todo.

—No he violado ninguna confianza.

—Eres como los demás.

—Lo que ocurrió hace poco en mi apartamento…, ¿no era muy especial?

No le contestó.

—¿Vas a decirme que lo que sentiste esta noche, no sólo con tu cuerpo, sino con tu corazón, con tu mente, vas a decirme que no fue diferente de lo que habías sentido con otros?

Hilary trató de ignorarlo. Mantuvo los ojos fijos en lo que hacía, guardó la segunda blusa en la maleta, empezó a doblar la tercera. Le temblaban las manos.

—Pues para mí sí fue especial —prosiguió Tony, decidido a ablandarla—. Fue perfecto. Mejor de lo que jamás creí que pudiera ser. No sólo por el sexo. Estar juntos. Compartir. Te has metido dentro de mí como ninguna mujer lo había hecho. Cuando anoche saliste de mi casa, te llevaste una parte de mí, de mi alma, de mi corazón, de algo vital. Durante lo que me resta de vida, no me sentiré completo excepto si estás conmigo. De modo que, si crees que voy a dejar que te alejes, te llevarás una sorpresa. Lucharé como un demonio para no soltarte, joven.

Dejó de doblar la blusa. Se quedó inmóvil, con ella en las manos, mirándola.

Nada en toda su vida le había parecido a Tony tan importante como saber lo que ella estaba pensando en aquel momento.

—Te quiero —le dijo.

Sin dejar de contemplar la blusa, le contestó con voz trémula:

—¿Se mantienen alguna vez los compromisos? ¿Se mantienen las promesas hechas entre dos personas? ¿Promesas como ésta? Cuando alguien dice «te quiero», ¿lo dice realmente en serio? Si mis padres pudieron mostrarme amor en algún momento y a continuación me molían a golpes, ¿en quién puedo confiar? ¿En ti? ¿Y por qué? ¿No está condenado a terminar en decepción y lágrimas? ¿No acaba siempre así? Estoy mejor sola. Sabré cuidarme. Estaré bien. No quiero volver a sufrir. Estoy harta de que me hieran. ¡Harta hasta el límite! No voy a comprometerme de ningún modo y arriesgarme. No puedo. ¡No puedo más!

Tony se le acercó, la agarró por los hombros y la obligó a mirarle. Le temblaba el labio inferior. Sus bellos ojos estaban llenos de lágrimas; pero las contuvo.

—Sientes lo mismo por mí que yo por ti. Lo sé. Estoy completamente seguro. No quieres apartarte de mí porque dudé de tu historia. Eso no tiene nada que ver. Me vuelves la espalda porque te estás enamorando y te asusta. Estás aterrorizada por causa de tus padres. Por lo que te hicieron. Por todos los golpes recibidos. Por tantas otras cosas que aún no me has contado. Huyes de tus sentimientos hacia mí porque tu destrozada infancia te convirtió en una inválida emocional. Pero me amas. Sí. Y lo sabes.

Hilary no podía hablar. Negó con la cabeza.

—No me digas que no es verdad —insistió Tony—. Nos necesitamos, Hilary. Te necesito porque toda mi vida he tenido miedo de correr riesgos con todo: dinero, mi carrera, mi arte. Siempre he permanecido abierto a las personas, a las diversas relaciones; pero nunca al cambio de circunstancias. Contigo, por ti, estoy dispuesto por primera vez a dar unos pasos de prueba, lejos de la seguridad de estar en una nómina oficial. Y ahora, cuando pienso seriamente en dedicarme a la pintura como medio de vida, no me siento ni culpable ni perezoso como solía pasarme. Ya no oigo los eternos consejos de papá sobre el dinero y la responsabilidad, y la crueldad del destino. Cuando sueño en la vida como artista, ya no revivo de forma automática las crisis económicas que mi familia tuvo que soportar, las veces que no teníamos comida, las veces en que casi carecíamos de un techo sobre nuestras cabezas. Ahora, por fin, puedo dejar todo esto tras de mí. No soy aún lo bastante fuerte para abandonar mi trabajo y dar el salto. Cielos, no. Todavía no. Pero, por ti, puedo verme como un pintor que se dedica a su obra, pensarlo en serio, y esto es algo que me era imposible hacer la semana pasada.

Hilary tenía la cara cubierta de lágrimas.

—Eres tan bueno —le dijo—. Eres un artista tan maravilloso, tan sensible.

—Y tú me necesitas tanto como yo a ti. Sin mí vas a encerrarte en tu cada vez más duro caparazón. Vas a terminar sola y amargada. Siempre has sido capaz de arriesgarte con tus cosas… dinero, carrera. Pero no has podido hacerlo con la gente. ¿Te das cuenta? En este aspecto somos opuestos. Nos complementamos. Podemos enseñarnos mucho el uno al otro. Podemos ayudamos a crecer. Es como si fuésemos dos mitades… y ahora nos encontráramos. Yo soy tu mitad y tú la mía. Hemos estado dando tumbos toda nuestra vida, tanteando en la oscuridad, intentando hallar la parte que nos faltaba.

Hilary dejó caer la blusa que se proponía meter en la maleta y le echó los brazos al cuello.

Tony la estrujó y besó sus labios salados.

Durante un par de minutos permanecieron abrazados. Ninguno de los dos podía hablar. Por fin, él dijo:

—Mírame a los ojos.

—Tienes unos ojos tan oscuros —musitó.

—Dímelo.

—¿Qué quieres que te diga?

—Lo que deseo oír.

En lugar de hablar, besó las comisuras de sus labios.

—Dímelo —insistió Tony.

—Te… te quiero.

—Otra vez.

—Te quiero Tony. De verdad. Te quiero.

—¿Tan difícil te resultaba?

—Sí. Para mí lo era.

—Cuantas más veces lo digas, más fácil te será.

—Te aseguro que practicaré mucho.

Ahora sonreía y lloraba a la vez.

Tony notaba una tirantez en el pecho, como una burbuja que fuera creciendo, y le parecía que iba a reventar de felicidad. Pese a la noche sin dormir, estaba lleno de energía, muy despierto, y se daba cuenta muy bien de que tenía entre los brazos una mujer muy especial… Percibía su calor, sus suaves curvas, su aparente fragilidad, la resistencia de su mente y de su carne, su perfume, el agradable olor animal de piel y cabellos limpios.

—Ahora que nos hemos encontrado de verdad, todo irá bien.

—No hasta que no aclaremos lo de Bruno Frye. O de quien sea. O lo que sea. Nada estará bien hasta que sepamos que está definitivamente muerto y enterrado, de una vez para siempre.

—Si nos mantenemos juntos, saldremos adelante y nos hallaremos seguros. Mientras yo exista, no te echará las manos encima. Te lo prometo.

—Confío en ti. Pero…, de todos modos…, le tengo mucho miedo.

—No se lo tengas.

—Me es imposible evitarlo. Además, creo que es sensato tener miedo de él.

Tony rememoró la destrucción del piso bajo, pensó en las afiladas estacas y en las bolsitas de ajos que había encontrado en la furgoneta de Frye, y decidió que Hilary tenía razón. Tener miedo a Bruno Frye era ser razonable.

¿Un muerto que se paseaba por el mundo?

Hilary se estremeció y contagió a Tony.