Llegó el cerrajero, cambió las cerraduras de las puertas principal y trasera, y se marchó a cumplir otro encargo en Hancock Park.
Los agentes Farmes y Whitlock también se fueron.
Hilary se quedó sola.
No pensaba que pudiera dormir, pero sabía con seguridad que no podría pasar la noche en su propia cama. Cuando llegó a su alcoba, sus ojos se llenaron de imágenes de terror; Frye derribando la puerta, acosándola, riendo diabólicamente, avanzando inexorable hacia la cama y, de pronto, saltando sobre ella, andando por encima del colchón con el cuchillo en alto… Y, como ya le había pasado, en una curiosa visión deslizante, el recuerdo de Frye se volvió el recuerdo de su padre, así que, por un instante, tuvo la loca noción de que había sido Earl Thomas, surgido de entre los muertos; el que había tratado de matarla. Pero no fueron tan sólo las vibraciones residuales de la maldad lo que hacían la estancia desechable. Se veía incapaz de dormir allí hasta que la puerta destrozada fuera cambiada por otra nueva, un trabajo que no podía hacerse hasta que al día siguiente pudiera encontrar un carpintero. La endeble hoja que había estado allí, no resistió mucho el ataque de Frye, y había decidido remplazarla por otra más sólida de madera recia y con cerradura de cobre. Pero si Frye volvía y conseguía entrar en la casa esta noche, podría ir directamente a su alcoba mientras durmiera…, si dormía.
Y pronto o tarde volvería. Estaba tan segura de ello como jamás lo había estado de algo.
Podía ir a un hotel, pero no le hacía gracia. Sería como esconderse de él. Huir. Y, en el fondo, estaba orgullosa de su valor. Jamás había huido de nadie ni de nada; se defendía con toda su fuerza y su ingenio. No huyó de sus poco cariñosos y violentos padres. Ni siquiera había buscado un escape psicológico al triste recuerdo de los acontecimientos finales, monstruosos y sangrientos, de aquel pequeño apartamento de Chicago; no había aceptado la paz que pudiera encontrarse en la locura o en la conveniente amnesia, que eran los dos medios que la mayoría de la gente hubiera adoptado de haber pasado por la misma prueba. Jamás se había achantado ante la infinita serie de retos con los que se encontró mientras luchaba por abrirse paso y hacer carrera en Hollywood, primero como actriz y luego como escritora. La habían derribado muchas veces, pero siempre volvió a levantarse. Una y otra vez. Perseveró, peleó y ganó. También ganaría esta extraña batalla con Bruno Frye, aunque tendría que luchar sola.
¡Maldita Policía!
Decidió dormir en una de las habitaciones de invitados, donde hubiera una puerta que pudiera cerrar y atrancar. Puso sábanas y una manta en la cama doble, y toallas en el cuarto de baño.
Abajo, revolvió los cajones de la cocina, sacó diversos cuchillos y los probó uno a uno para comprobar fuerza y agudeza. El enorme cuchillo de carnicero le pareció más mortífero que los demás, pero resultaba inservible en su pequeña mano. Le valdría de poco en una lucha de cerca, porque necesitaría espacio para moverlo. Era una excelente arma de ataque; pero no tan buena para defenderse. Prefirió un cuchillo ordinario, de utilidad, con una hoja de diez centímetros, lo bastante pequeño para caber en el bolsillo de su bata, lo bastante grande para hacer considerable daño si tenía que usarlo.
La idea de hundir un cuchillo en otro ser humano le revolvió el estómago; pero sabía que podía hacerlo si su vida peligraba. En distintas ocasiones, durante su infancia, había escondido cuchillos en su dormitorio, debajo del colchón. Había sido su seguro contra los inesperados ataques de violencia insensata por parte de su padre. Lo había utilizado solamente una vez aquel último día, cuando Earl apareció alucinado, en una combinación de delirium tremens y pura demencia. Había visto gusanos gigantescos saliendo de las paredes y enormes cangrejos tratando de entrar por las ventanas. En plena furia esquizofrénica, había transformado el pequeño apartamento en un matadero y solamente ella se había salvado porque tenía un cuchillo.
Naturalmente, el cuchillo era inferior a una pistola. No podía emplearlo contra Frye hasta que le tuviera encima, y entonces podía ser demasiado tarde. Pero el cuchillo era lo único que tenía. Los policías de uniforme se habían llevado su pistola 32 tras haber concluido el cerrajero.
¡Al infierno con todos ellos!
Después de que los detectives Clemenza y Howard se hubieron ido, Hilary y el oficial Farmer sostuvieron una enloquecedora conversación sobre permisos de armas. Se ponía furiosa cuantas veces pensaba en ella:
—Miss Thomas, respecto a la pistola…
—¿Qué?
—Necesita un permiso para tener el arma en casa.
—Ya lo sé. Lo tengo.
—¿Puedo ver el número de registro?
—Está en el cajón de la mesita de noche. Lo tengo junto con el arma.
—¿Puede subir el agente Whitlock a buscarlo?
—Adelante.
Y un minuto o dos más tarde:
—Miss Thomas, deduzco que vivió en San Francisco.
—Sí, unos ocho meses. Trabajé un poco en el teatro cuando trataba de despuntar como actriz.
—Este permiso lleva una dirección en San Francisco.
—Alquilé un apartamento en North Beach porque era más barato, y en aquellos días no tenía mucho dinero. Una mujer sola en aquel vecindario necesita una pistola.
—Miss Thomas, ¿no está usted enterada de que necesita un nuevo registro al pasar de un condado a otro?
—No.
—¿De veras no lo sabía?
—Oiga, yo sólo escribo guiones. No sé nada de pistolas.
—Si tiene un arma de fuego en casa, está obligada a conocer las leyes sobre su registro y uso.
—Bien, bien, la registraré de nuevo en cuanto pueda.
—Bueno, verá, tendrá que venir a registrarla, si quiere que se la devuelvan.
—¿Devolverla?
—Tengo que llevármela.
—¿Está bromeando?
—Es la ley, Miss Thomas.
—¿Y van a dejarme sola y desarmada?
—No creo que deba preocuparse…
—¿Quién se lo ha mandado?
—Yo cumplo con mi deber.
—Se lo ha ordenado Howard, ¿verdad?
—El teniente Howard me sugirió que comprobara el registro. Pero él no…
—¡Oh, Dios!
—Lo único que debe hacer es venir, pagar lo establecido, hacer un nuevo registro… y le devolveremos la pistola.
—¿Y si Frye vuelve esta noche?
—No es probable, Miss Thomas.
—¿Pero y si viene?
—Llámenos. Tenemos muchos coches patrullando en la zona. Llegaremos…
—… a tiempo de llamar a un cura y una ambulancia.
—No tiene nada que temer excepto…
—¿Al miedo? Dígame, agente Farmer, ¿hay que seguir un cursillo para aprender a utilizar este cliché cuando uno se hace policía?
—Yo sólo cumplo con mi deber, Miss Thomas.
—¡Ah…, qué más da!
Farmer se había llevado la pistola y Hilary había aprendido una valiosa lección. El Departamento de Policía era un brazo del Gobierno y no se podía confiar en el Gobierno para nada. Si el Gobierno no podía equilibrar su propio presupuesto y evitar la inflación de su moneda, si no podía encontrar el medio de enfrentarse con la corrupción en sus propias oficinas, si incluso estaba empezando a perder la voluntad y los medios de mantener un ejército y proporcionar seguridad nacional, ¿por qué iba a esperar que detuviera a un maníaco y le impidiera hacerla pedazos?
Hacía tiempo que había aprendido que no es fácil encontrar a alguien en quien depositar fe y confianza. Ni en los padres. Ni en los parientes, porque todos preferían no verse involucrados. Ni en los asistentes sociales, inmersos en su papeleo, a los que había acudido para que la ayudaran cuando era niña. Ni a la Policía. En realidad, ahora veía claro que la única persona en que uno podía confiar era en sí mismo.
«Muy bien —pensó furiosa—. Está bien. Yo misma me ocuparé de Bruno Frye.
»¿Cómo?
»De un modo o de otro».
Salió de la cocina con el cuchillo en la mano, fue al bar que estaba empotrado en una hornacina entre el cuarto de estar y su estudio y se sirvió una generosa ración de «Remi Martin» en una copa. Se llevó el cuchillo y el coñac arriba, a la habitación de invitados, apagando, retadora, todas las luces al pasar.
Cerró la puerta, dio vuelta a la llave y buscó algo para atrancarla. Una gran cómoda estaba adosada a la pared, a la izquierda de la puerta, un pesado mueble de pino más alto que ella. Pesaba demasiado para poder moverlo; pero lo consiguió quitándole todos los cajones y dejándolos en el suelo. Después, empujó el pesado armazón por encima de la alfombra, lo apoyó de lleno en la puerta y luego le colocó de nuevo los cajones. Al contrario de muchos de estos muebles, carecía de patas altas, éste descansaba directamente sobre el suelo y su centro de gravedad era relativamente bajo, haciéndolo formidable como obstáculo para cualquiera que tratara de penetrar violentamente en el dormitorio.
Dejó el cuchillo y el coñac en el suelo del cuarto de baño. Llenó la bañera de agua todo lo caliente que pudo soportar, se desnudó, y se metió en ella despacio, con muecas y jadeando, hasta que poco a poco se sumergió. Desde el momento en que se encontró debajo de Frye, sobre el suelo de su alcoba, desde que había sentido su mano tanteando su ingle y destrozándole los panties, se había sentido mancillada, contaminada. Ahora, metida en el agua, envuelta en gruesa espuma perfumada de lilas, se frotó vigorosamente con un guante de crin, descansando de tanto en tanto para tomar un sorbo de «Remy Martin». Por fin, cuando se sintió completamente limpia, apartó la pastilla de jabón y se metió hasta el cuello en el agua fragante. El vapor la envolvió por fuera y el coñac la invadió por dentro y aquella agradable combinación de calor, interior y exterior hizo que el sudor perlara su frente. Cerró los ojos y se concentró en el contenido de la copa de cristal.
El cuerpo humano duraría poco sin el debido mantenimiento. El cuerpo, al fin y al cabo, es una máquina, una máquina maravillosa hecha de muchos tipos de tejidos, fluidos químicos y minerales, una mezcla sofisticada con un corazón motor e infinidad de pequeños motores, de sistema de engrasado y otro de refrigeración, dirigidos por el cerebro computador, con trenes impulsores hechos de músculos, todo ello construido sobre un inteligente armazón de calcio. Para funcionar, necesita muchas cosas, entre las cuales la comida, la relajación y el sueño, no son las de menor importancia. Hilary había creído que no podría dormir después de todo lo ocurrido, que pasaría la noche como un gato con las orejas en alto, acechando el peligro. Pero aquella noche se había excedido de muchas maneras y aunque su mente consciente se resistía a «Cerrar por reparaciones», su subconsciente sabía que era necesario e inevitable. Cuando llegó al fondo de la copa de coñac, tenía tanto sueño que casi no podía mantener los ojos abiertos.
Salió de la bañera, destapó el desagüe y se secó con una toalla suave, mientras el agua salía gorgoteando. Recogió el cuchillo y salió del cuarto de baño dejando la luz encendida y entornando la puerta. Apagó todas las luces de la alcoba. Moviéndose con languidez entre el suave resplandor y las sombras aterciopeladas, dejó el cuchillo en la mesilla de noche y se deslizó, desnuda, en la cama.
Se sintió distendida como si el calor le hubiera aflojado las articulaciones. Estaba un poco turbia también. El coñac.
Se tendió de cara a la puerta, La barricada era tranquilizadora. Parecía muy sólida. Impenetrable. Bruno Frye, se dijo, no la atravesaría. Ni siquiera con un ariete. Un pequeño ejército tendría dificultad para franquearla. Ni un tanque lo conseguiría. ¿Y qué haría un gigantesco dinosaurio?, se preguntó adormilada. Uno de aquellos tiranosaurios rex como en las películas de dibujos animados. El monstruo Godzilla. ¿Podría Godzilla derribar la puerta o atravesarla…?
A las dos de la madrugada del jueves, Hilary se quedó dormida.
A las dos y veinticinco del jueves por la mañana, Bruno Frye pasó despacio por delante de la casa Thomas. La niebla, ahora, había llegado a Westwood, pero no era tan espesa como cerca del océano. Podía ver la mansión lo bastante bien para observar que no había la menor luz en ninguna de las ventanas frontales.
Condujo hasta dos manzanas más allá, giró la furgoneta y volvió a pasar por delante de la casa, todavía más despacio esta vez, estudiando minuciosamente los coches aparcados a lo largo de la calle. No creía que la Policía le hubiera dejado una guardia, pero no debía correr riesgos. Los coches estaban vacíos; nadie vigilaba.
Situó el «Dodge» entre una pareja de «Volvos» a dos manzanas de distancia y regresó andando a la casa a través de la niebla oscura y de los pálidos círculos de luz de las farolas envueltas en bruma. Al cruzar el césped, sus zapatos producían crujidos sobre la hierba empapada de rocío, un sonido le hizo darse cuenta de lo silenciosa que estaba la noche.
A un lado de la casa se agazapó junto del macizo de adelfas y miró hacia atrás, por donde había venido. Nadie le seguía.
Continuó por la trasera de la propiedad y saltó una valla cerrada. En el patio posterior, miró hacia arriba y vio un pequeño cuadrado de luz en el segundo piso. Por el tamaño, supuso que era una ventana de cuarto de baño; los cristales mayores, a la derecha, dejaban ver vagos trazos de luz por los bordes de las cortinas.
Estaba allí arriba.
Estaba seguro.
Podía sentirla. Olerla.
¡Perra!
Esperando ser tomada y usada.
Esperando ser asesinada.
«¿Esperando matarme?», se dijo.
Se estremeció. Quería tenerla, sentía una feroz necesidad de ella, pero también le tenía miedo.
Hasta entonces siempre había muerto fácilmente. Una y otra vez había vuelto de entre los muertos en un cuerpo nuevo, haciéndose pasar por otra mujer, pero moría de nuevo sin demasiada lucha. No obstante, hoy Katherine se había mostrado como una tigresa, fuerte, inteligente, valerosa y desconcertante. Éste era un nuevo aspecto y no le gustaba nada.
No obstante, tenía que hacerse con ella. Si no la perseguía de una personificación a la otra, y si no seguía matándola hasta que se quedara muerta de una vez, jamás volvería a tener paz.
No se molestó en abrir la puerta de la cocina con las llaves que le había robado del bolso el día que estuvo en la bodega. Probablemente habría hecho cambiar las cerraduras. Aunque no hubiera tomado esta precaución, le resultaría imposible entrar por aquella puerta. El martes por la noche, la primera vez que intentó entrar en la casa, ella estaba dentro, y descubrió que una de las cerraduras no podía abrirse con la llave, si se había cerrado por dentro. La cerradura de la parte de arriba se abrió sin resistencia, pero la de abajo sólo se movía si se había cerrado con llave desde fuera. En aquella ocasión no había entrado en la casa, había tenido que volver a la noche siguiente, el miércoles, ocho horas atrás, cuando ella había salido a cenar y podía servirse de ambas llaves. Pero ahora estaba en la casa, y aunque tal vez no hubiese mandado cambiar las cerraduras, había puesto los cerrojos de seguridad desde dentro, imposibilitando la entrada por más llaves que él poseyera.
Avanzó a lo largo de la esquina de la casa, donde había un gran ventanal que daba a la rosaleda. Estaba dividido en cuadrados de vidrio unidos por tiras de madera oscura y bien barnizada. El estudio con sus estanterías de libros quedaba al otro lado. Sacó del bolsillo una delgada linterna, la encendió y dirigió su estrecho haz a través de la ventana. Fijando la mirada, buscó a lo largo del alféizar y la menos visible barra central horizontal hasta localizar la falleba, entonces apagó la linterna. Llevaba un rollo de esparadrapo y empezó a cortar tiras, cubriendo con ellas el cuadrado de vidrio más cercano al cierre de la ventana. Cuando el cuadrado estuvo completamente recubierto, se sirvió de su puño enguantado para romperlo: un golpe seco. El cristal se hizo añicos casi sin ruido y no se cayó al suelo, porque seguía sujeto al esparadrapo. Metió la mano, abrió la ventana de guillotina, la alzó, se elevó y cruzó el alféizar. Evitó de milagro hacer un fuerte estruendo al encontrar una mesita contra la que casi se cayó.
De pie en el centro del estudio, con el corazón desbocado, Frye escuchó cualquier movimiento en la casa, algo que demostrara que le había oído.
Sólo silencio.
Era capaz de volver de entre los muertos y de revivir en una identidad, pero esto era evidentemente el límite de sus poderes sobrenaturales. Era obvio que ni lo veía todo, ni lo sabía todo. Él estaba ahora en su casa; pero ella aún no lo sabía.
Rió.
Sacó el cuchillo de la funda que llevaba prendida en el cinturón y lo sostuvo en la mano derecha.
Con la pequeña linterna en la izquierda, recorrió sigiloso las estancias de la planta baja. Todas estaban desiertas y a oscuras.
Subió la escalera hacia el piso, lo hizo arrimado a la pared, por si acaso los peldaños crujieran. Llegó al rellano de arriba sin haber hecho el menor ruido.
Exploró los dormitorios, pero no descubrió nada interesante hasta acercarse a la última habitación de la izquierda. Creyó ver luz por debajo de la puerta y apagó la linterna. En el corredor, absolutamente a oscuras, sólo una nebulosa línea plateada señalaba el umbral de la última habitación, más marcado que en ninguna de las otras. Fue a la puerta y probó el pomo con cautela. Cerrada con llave.
La había encontrado.
Katherine.
Haciéndose pasar por alguien llamado Hilary Thomas.
La perra. La cochina perra.
Katherine, Katherine, Katherine…
Mientras este nombre resonaba en su mente, apretó el cuchillo con fuerza y, a oscuras, realizó movimientos de ataque, como si la estuviera apuñalando.
Echado en el suelo del rellano, Frye miró por la abertura estrecha, debajo de la puerta. Un gran mueble, tal vez una cómoda, estaba adosado al otro lado de la entrada. Una vaga luz indirecta cruzaba la alcoba desde un punto invisible, a la derecha, y parte de ella pasaba por los bordes del mueble y por debajo de la puerta.
Le encantó lo poco que podía ver y se sintió inundado por una oleada de optimismo. Se había atrincherado en su alcoba, lo que significaba que la maldita bruja le tenía miedo. Ella tenía miedo de él. Aunque sabía regresar de la tumba, temía morir. O tal vez supiera o presintiera que esta vez no podría volver a la vida. Esta vez, al disponer del cadáver iba a hacerlo condenadamente bien, con mucho mayor cuidado que cuando se había desembarazado de las otras mujeres cuyo cuerpo había habitado. Sacarle el corazón. Atravesarla con una estaca. Cortarle la cabeza. Llenarle la boca de ajos. Se proponía también llevarse la cabeza y el corazón cuando abandonara la casa; enterraría los horrendos trofeos por separado y en tumbas secretas, en la tierra sagrada de dos distintos cementerios y lejos de donde pudieran sepultar el cuerpo. Al parecer, ella se había dado cuenta de que él se proponía tomar precauciones extraordinarias esta vez, porque se le resistía con una furia y una decisión que nunca hasta entonces había mostrado.
Estaba muy quieta allá dentro.
¿Dormida?
No, se dijo. Estaba demasiado asustada para dormir. Estaba probablemente sentada en la cama con la pistola en las manos.
La imaginó escondida, como un ratón buscando refugio de un gato merodeador, y se sintió fuerte, poderoso, como una fuerza elemental. Un odio negro hervía en su interior. Quería verla retorcerse y estremecerse de miedo, como ella le había hecho sentirse a lo largo de tantos años. Se apoderó de él una necesidad urgente de chillarle; quería gritar su nombre… Katherine… Katherine… y lanzarle maldiciones. Pudo controlarse gracias a un esfuerzo que le llenó el rostro de sudor y le inundó los ojos de lágrimas.
Se levantó y permaneció silencioso en la oscuridad, estudiando las opciones que tenía. Podía lanzarse contra la puerta, atravesarla, apartar el obstáculo, pero sería suicida. No derribaría la barricada lo bastante deprisa para sorprenderla. Le sobraría tiempo para apuntar y meterle una docena de balas en el cuerpo. Lo único que podía hacer era esperar a que saliera. Si se quedaba en el pasillo y no hacía ruido en toda la noche, aquellas horas sin sobresalto disminuirían su vigilancia. Por la mañana, supondría que estaba segura y que él ya no volvería nunca más. Cuando saliera de allí, la cogería y, antes de que comprendiera lo que ocurría, la llevaría a la cama.
Frye cruzó el corredor en dos zancadas y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
A los pocos minutos empezó a oír ruidos crujientes en la oscuridad, suaves ruidos deslizantes.
Imaginación, se dijo. El miedo conocido.
Pero entonces notó que algo le subía por la pierna, por debajo del pantalón.
«No puede ser», se dijo.
Algo resbaló por debajo de una manga y empezó a subir brazo arriba, algo espantoso, imposible de identificar. Y algo cruzó su hombro y trepó por el cuello y el rostro, algo pequeño y letal. Fue hacia su boca. Apretó los labios. Fue hacia sus ojos. Los cerró con fuerza. Fue hacia su nariz y se barrió desesperadamente la cara; pero no pudo encontrarlo, no pudo deshacerse de él. ¡No!
Encendió la linterna. Él era lo único viviente en el rellano. No había nada bajo sus pantalones. Ni bajo sus mangas. Nada en su rostro.
Se estremeció.
Dejó la linterna encendida.
El jueves por la mañana, a las nueve, el teléfono despertó a Hilary.
Había una extensión en el cuarto de invitados. El timbre estaba accidentalmente puesto al máximo volumen, tal vez por alguien del servicio de limpieza que empleaba. La estridente llamada interrumpió el sueño de Hilary y la hizo incorporarse de un salto.
Llamaba Wally Topelis. Mientras desayunaba, había visto el relato del asalto e intento de violación en el periódico. Se quedó impresionado y preocupado.
Antes de aclararle más de lo que decía el periódico, le pidió que le leyera el artículo. La tranquilizó saber que era corto, sólo una pequeña fotografía y unas líneas en la sexta página. Se basaba en la escasa información que ella y el teniente Clemenza habían dado a los reporteros. No se mencionaba a Bruno Frye… ni la convicción del teniente detective Frank Howard de que era una embustera. La Prensa había venido y marchado justo a tiempo, perdiéndose el jugoso punto de vista que hubiera situado la historia a pocas páginas de la primera.
Se lo contó todo a Wally y él se indignó:
—¡Maldito estúpido policía! Si hubiera hecho el menor esfuerzo por saber algo de ti, y qué clase de persona eres, se habría convencido de que era imposible que inventaras semejante historia. Mira, pequeña, yo me ocuparé de esto. No te preocupes. Empezaré a actuar en tu nombre.
—¿Cómo?
—Llamaré a cierta gente.
—¿A quién?
—Para empezar, ¿qué te parece el jefe de Policía?
—Claro.
—Verás, está en deuda conmigo. Durante cinco años seguidos, ¿quién fue el organizador del espectáculo benéfico de la Policía? ¿Quién le consiguió que las más importantes estrellas de Hollywood participaran gratis? ¿Quién le proporcionó cantantes y comediantes, actores y magos, todos gratis, para el fondo de la Policía?
—¿Tú?
—Ya lo creo que fui yo.
—¿Pero qué puede hacer él?
—Volver a abrir el caso.
—¿Cuándo uno de sus detectives jura que es una comedia?
—Ese detective está mal de la cabeza.
—Tengo la sospecha de que Frank Howard debe tener una buena hoja de servicios.
—Entonces la calificación de su gente es una vergüenza. O su estándar es muy bajo o muy retorcido.
—Te costará mucho tiempo convencer al jefe.
—Yo puedo ser muy persuasivo, cordera.
—Pero incluso si te debe favores, ¿cómo pueden volver a abrir el caso sin nuevas pruebas? Será el jefe, pero también debe ajustarse al reglamento.
—Mira, por lo menos puede hablar con el sheriff de Napa County.
—Y el sheriff Laurenski le largará la misma historia que contó anoche. Dirá que Frye estaba en su casa haciendo galletas o algo así.
—Entonces el sheriff es un loco incompetente que aceptó la palabra de alguien del personal de Frye. O es un mentiroso. O puede que esté de acuerdo con Frye en este asunto.
—Vete al jefe con esta teoría y nos mandará analizar a los dos en busca de síntomas de paranoia.
—Si no puedo conseguir ninguna acción por parte de la Policía, contrataré un buen equipo de investigadores privados.
—¿Investigadores privados?
—Conozco la agencia indicada. Son buenos. Bastante mejores que muchos policías. Descubrirán la vida de Frye y la encontrarán llena de secretillos. Cuando lleguen con estas pruebas, volverá a abrirse el caso.
—¿No es muy caro?
—Repartiré los gastos contigo.
—Oh, no.
—Oh, sí.
—Eres muy generoso pero…
—No es nada generoso. Eres una propiedad valiosísima, cordera. Tengo un porcentaje sobre ti, así que todo lo que pague a los investigadores es un seguro. Sólo deseo proteger mis intereses.
—Todo eso son tonterías y lo sabes. Eres generoso, Wally. Pero de momento no contrates a nadie. El otro detective del que te he hablado, el teniente Clemenza, dijo que pasaría esta tarde para ver si recordaba algo más. Él parece que me cree, pero está confundido porque Laurenski abrió un boquete en mi historia. Creo que Clemenza utilizaría cualquier excusa que pudiera encontrar para que el caso volviera a abrirse. Esperemos hasta que yo lo vea. Entonces, si la situación todavía parece oscura, contrataremos a tus investigadores privados.
—Bueno…, está bien —aceptó Wally con desgana—. Pero, entretanto, voy a decirles que manden a un hombre para protegerte.
—No necesito un guardaespaldas, Wally.
—Ya lo creo que lo necesitas.
—He estado a salvo durante toda la noche y…
—Mira, pequeña, voy a mandarte a alguien. Y basta. No se discute con el tío Wally. Si no le quieres dentro, que se plante delante de tu puerta como un guardia de palacio.
—Realmente, yo…
—Tarde o temprano tendrás que enfrentarte con el hecho de que no puedes ir sola por la vida, sin más que tu empuje. Nadie puede. Nadie, pequeña. Llega un momento en que todo el mundo tiene que aceptar que se le ayude. Debiste llamarme anoche.
—No quise molestarte.
—¡Por el amor de Dios! No me hubieras molestado. Soy tu amigo. En realidad, me molesta mucho más que no me molestaras anoche. Pequeña, está muy bien ser fuerte, independiente y auto-suficiente. Pero cuando esto se lleva demasiado lejos, cuando te aíslas de esta forma, es como un bofetón en la cara de todo el que te tiene cariño. Bueno. ¿Vas a dejar entrar al guardia cuando llegue?
—Está bien —suspiró Hilary.
—Pues llegará dentro de una hora. Y llámame tan pronto hayas hablado con Clemenza. ¿Lo harás?
—Lo haré.
—¿Prometido?
—Prometido.
—¿Has dormido bien?
—Aunque parezca raro, sí.
—Si has descansado poco, échate una siesta esta tarde.
—Serías una maravillosa madre judía —rió Hilary.
—A lo mejor esta noche me presento con una olla de sopa de gallina. Adiós querida mía.
—Adiós Wally. Gracias por llamar.
Cuandd dejó el teléfono miró a la cómoda que bloqueaba la puerta. Después de aquella noche plácida, la barricada parecía una tontería. Wally tenía toda la razón: la mejor manera de hacer frente a aquello era contratar un guardaespaldas las veinticuatro horas y poner a un equipo de primera clase sobre el rastro de su agresor.
Su plan original para acometer el problema era absurdo. No podía tapiar las ventanas y jugar con Frye como si se tratase de la batalla del Álamo.
Saltó de la cama, se puso la bata de seda y fue a la cómoda. Sacó los cajones y los dejó en el suelo. Cuando el enorme mueble era lo bastante ligero para moverlo, lo arrastró lejos de la puerta otra vez a su lugar de origen, marcado en la gruesa alfombra. Volvió a colocar los cajones.
Se dirigió a la mesilla de noche, cogió el cuchillo y sonrió con pena al ver lo ingenua que había sido. ¿Un combate mano a mano con Bruno Frye? ¿Una lucha con cuchillo con un maníaco? ¿Cómo podía habérsele ocurrido que tendría alguna oportunidad en una lucha tan desigual? Frye era mil veces más fuerte que ella. Anoche había sido afortunada cuando logró huir de él. Por suerte tenía la pistola. Pero si intentaba hacer esgrima con semejante mastodonte, la cortaría a tiras.
Con la intención de devolver el cuchillo a la cocina y de vestirse para cuando llegara el guardaespaldas, fue a la puerta de la alcoba, dio vuelta a la llave, la abrió, salió al rellano y lanzó un grito cuando Bruno Frye la sujetó y la aplastó contra la pared. Su cabeza fue a dar contra el estuco con un golpe seco, y se esforzó por no dejarse vencer por la ola de oscuridad que parecía cubrir sus ojos. Él le agarró la garganta con la mano derecha, inmovilizándola. Con la izquierda, le desgarró la bata y estrujó sus senos desnudos, mirándola con asco, llamándola perra y puta.
Debió de haber estado escuchando mientras ella hablaba con Wally, debió haber oído que la Policía se había llevado la pistola, porque no le tenía el menor miedo. No mencionó el cuchillo a Wally, y Frye no estaba preparado para él. Hundió los diez centímetros de su hoja en el musculoso vientre. Por unos segundos, él no pareció darse cuenta; dejó resbalar la mano del pecho e intentó meterle un par de dedos en la vagina. Al arrancarle el cuchillo de un tirón, él sintió el dolor. Sus ojos se desorbitaron y lanzó un alarido estridente. Hilary volvió a hundirle la hoja, pinchando esta vez arriba, hacia un lado, debajo de las costillas. Su rostro se puso de pronto blanco y grasiento como manteca de cerdo. Gritó, la soltó, tambaleándose hacia atrás hasta que tropezó con la otra pared, haciendo que un cuadro se cayera al suelo.
Un temblor convulsivo y violento, de asco, sacudió a Hilary al ver lo que había hecho. Pero no soltó el cuchillo, y estaba dispuesta a volver a apuñalarle si la atacaba de nuevo.
Bruno Frye se miró estupefacto. La hoja había entrado profundamente.
Un hilo de sangre se le escapaba manchando rápidamente su camiseta y pantalones.
Hilary no esperó a que su expresión de asombro se transformara en agonía y rabia. Dio la vuelta y volvió a la habitación de huéspedes, cerró la puerta con llave. Durante un minuto oyó las quejas y maldiciones de Frye y sus torpes movimientos; se preguntó si le quedaban fuerzas suficientes para derribar la puerta. Creyó oírle andar despacio hacia la escalera, pero no podía estar segura. Corrió al teléfono. Con manos pálidas y yertas, marcó el número. Pidió comunicación con la Policía.
«¡Perra! ¡Cochina perra!».
Frye deslizó una mano por debajo de la camiseta y se sujetó la cuchillada de más abajo, la del vientre, porque era la que sangraba más. Apretó los labios de la herida lo mejor que pudo tratando de evitar que la vida se le escapara. Sintió que la sangre caliente le empapaba los guantes y, entre las costuras, le manchaba los dedos.
Experimentaba poco dolor. Un ardor apagado en el estómago. Una sensación electrizada en el lado izquierdo. Un latido suave, rítmico, se acoplaba al latido del corazón. Y nada más.
Sin embargo, sabía que estaba malherido y que empeoraba por segundos. Se notaba patéticamente débil. Su gran fuerza se le había escapado de pronto y por completo.
Oprimiéndose el vientre con una mano y agarrado al pasamanos de la escalera con la otra, fue al piso bajo por unos escalones tan traidores como los de una casa encantada de feria; parecían rodar y dar sacudidas. Cuando llegó a la planta inferior estaba empapado en sudor.
Fuera, el sol le hirió en los ojos. Brillaba más que nunca, un sol monstruoso que llenaba el cielo y le atacaba sin piedad. Le pareció que brillaba a través de sus ojos y encendía pequeñas hogueras en la superficie de su cerebro.
Doblado sobre sus heridas, soltando denuestos, se arrastró por la acera hasta llegar a la furgoneta gris. Se izó hasta el asiento del conductor, y tiró de la puerta para cerrarla, haciendo un esfuerzo como si pesara media tonelada.
Condujo con una mano por Wilshire Boulevard, torció a la derecha, fue a Sepúlveda, giró a la izquierda buscando un teléfono público que le ofreciera aislamiento. Cada bache del camino era como un golpe en su plexo solar. A veces, los automóviles que le rodeaban parecían estirarse y encogerse como un balón, igual que si estuvieran hechos de un metal elástico, y tenía que esforzarse para hacerles recuperar formas más familiares.
Seguía perdiendo sangre por más que se apretara la herida. El ardor de su estómago aumentó. El latido rítmico se transformó en pinchazos agudos. Pero el dolor catastrófico que sabía que se acercaba todavía no había llegado.
Condujo a considerable distancia por Sepúlveda hasta que localizó una cabina telefónica que convenía a sus necesidades. Estaba en un rincón del fondo del aparcamiento de un supermercado, a ochenta o cien metros de la tienda.
Aparcó la furgoneta en ángulo, ocultando el teléfono a la vista de todos los del mercado y de los coches que circulaban por la calzada. No era en realidad una cabina, sino un teléfono protegido por una de esas mamparas de plástico que se supone proporcionan una excelente insonorización, pero que no tenía el menor efecto sobre los ruidos de fondo; por lo menos parecía estar en buen estado y era bastante aislado. Una alta valla de bloques de cemento se alzaba detrás, separando el terreno del supermercado de una urbanización contigua. A la derecha, un grupo de arbustos y dos pequeñas palmeras lo resguardaban de la calle lateral. No hacía falta fijarse mucho para darse cuenta de que estaba herido; no quería que nadie fisgara.
Salió del coche por el lado del pasajero y abrió la puerta. Cuando miró y vio el espeso líquido rojo que se le escapaba entre los dedos agarrotados sobre la herida más grave, se mareó, y tuvo que apartar rápidamente la vista. Sólo tenía que dar tres pasos para llegar al teléfono, pero cada uno de ellos era como un kilómetro.
No pudo recordar el número de su tarjeta de crédito telefónica, que le era tan familiar como la fecha de su nacimiento, así que llamó a Napa County a cobro revertido.
La operadora llamó seis veces.
—¿Diga?
—Tengo una llamada a cobro revertido del señor Bruno Frye. ¿La acepta?
—Adelante, operadora.
Se oyó un leve clic y salió de la línea.
—Estoy malherido. Creo… me estoy muriendo… —explicó Frye al hombre de Napa County.
—¡Oh, cielos, no! ¡No!
—Tendré que llamar… una ambulancia. Y ellos… todo el mundo se enterará de la verdad.
Hablaron unos minutos, ambos asustados y confusos. De pronto, Frye sintió que algo cedía en su interior. Como un muelle que salta. Igual que una bolsa de agua reventando. Lanzó un grito de dolor.
El hombre de Napa County también gritó, como si sintiera el mismo dolor.
—Necesito… una ambulancia —murmuró Frye.
Colgó.
La sangre le fue bajando por los pantalones hasta los zapatos, y ahora caía sobre el pavimento.
Levantó el auricular del soporte y lo dejó sobre la estantería metálica junto al aparato. Cogió una moneda del estante metálico sobre el que había puesto el cambio, pero los dedos no le respondían; se le cayó y miró estúpidamente cómo rodaba por el suelo. Encontró otra moneda. La sujetó con toda la fuerza que pudo. La levantó como si se tratara de un disco de plomo tan grande como la rueda de un automóvil y al fin pudo meterla en la ranura. Sus brazos, repletos de músculos, sus anchos hombros, su pecho gigantesco, su fuerte espalda, su duro vientre y sus macizos muslos todo le falló.
No podía hacer la llamada ni podía siquiera seguir manteniéndose en pie. Cayó, rodó sobre sí y quedó tendido boca abajo sobre el cemento.
No podía moverse.
No podía ver. Estaba ciego.
Era una oscuridad muy negra.
Se hallaba asustado.
Trató de decirse que también él volvería de entre los muertos; lo mismo que hacía Katherine. «Volveré y la cogeré —pensó—. Volveré». Pero, en realidad, no lo creía.
Tendido en el suelo, sintiéndose cada vez más débil, tuvo un momento de sorprendente lucidez cuando se preguntó si se había equivocado al creer que Katherine volvía de entre los muertos. ¿Había sido su imaginación? ¿Había estado matando mujeres que se le parecían? ¿Mujeres inocentes? ¿Estaba loco?
Una nueva explosión de dolor arrastró esos pensamientos y le obligó a considerar la agobiante oscuridad en que se encontraba. Sintió cosas que se movían en su interior.
Cosas que se arrastraban sobre él.
Cosas subiéndole por brazos y piernas.
Cosas arrastrándose por su cara.
Trató de gritar. No pudo.
Oyó los susurros.
¡No!
Se le aflojaron las tripas.
Los susurros aumentaron y se volvieron un rabioso coro sibilante que, como una gran corriente oscura, le arrastró.
El jueves por la mañana, Tony Clemenza y Frank Howard localizaron a Jilly Jankins, una vieja amiga de Bobby Ángel Valdez. Jilly había visto al violador y asesino, con cara de niño, en julio; pero no desde entonces. A la sazón, Bobby había dejado un trabajo, en la lavandería «Vee Vee Gee», en Olympic Boulevard. Era lo único que Jilly sabía.
«Vee Vee Gee» era un gran edificio de estuco, de un solo piso, surgido en los años cincuenta, cuando una bendita escuela de arquitectura de Los Ángeles, tuvo la idea de cruzar la imitación de forma y materiales hispanos con el diseño utilitario de las fábricas. Tony jamás había sido capaz de comprender cómo incluso el más insensible arquitecto podía ver belleza en aquel cruce grotesco. El tejado de tejas anaranjadas estaba salpicado de chimeneas de ladrillo refractario y respiraderos de cinc; de aquellos respiraderos escapaba vapor. Las ventanas tenían gruesos marcos: de madera, rústicos y oscuros, como si aquello fuera la casa de algún importante y rico terrateniente: pero el feo cristal de las ventanas estaba entretejido de tela metálica. Donde debían estar las galerías, había rampas de carga. Las paredes eran lisas, las esquinas agudas, el conjunto parecido a una caja…, todo lo contrario de las graciosas arcadas y bordes redondeados de la auténtica construcción hispana. El lugar se parecía a una vieja prostituta luciendo ropa más refinada en su esfuerzo desesperado por parecer una señora.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Tony bajando del sedán sin identificación y cerrando la puerta.
—¿El qué? —preguntó Frank.
—¿Por qué levantaron todos estos edificios ofensivos? ¿Por qué lo hicieron?
—¿Qué hay de ofensivo? —insistió Frank.
—¿Es que no te molesta?
—Es una lavandería. ¿No necesitamos lavanderías?
—¿Hay algún arquitecto en tu familia?
—¿Arquitecto? —repitió Frank—. No. ¿A qué viene esa pregunta?
—A nada, no tiene importancia.
—Mira, a veces dices cosas que no tienen ni pies ni cabeza.
—Eso me han dicho.
En la oficina, en la parte delantera del edificio; Cuando pidieron ver al propietario, Vincent Garamalkis, tropezaron con una recepción glacial. La secretaria fue lo que se dice hostil. La lavandería «Vee Vee Gee» había pagado cuatro multas en cuatro años por emplear extranjeros indocumentados. La secretaria estaba convencida de que Tony y Frank eran agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización. Se dulcificó algo cuando vio su identificación de DPLA; pero no se mostró cooperativa hasta que Tony la convenció de que no tenían el menor interés por las nacionalidades de la gente que trabajaba en «Vee Vee Gee». Por fin, con cierta desgana, confesó que el señor Garamalkis estaba en la casa. Iba a acompañarles junto a él cuando sonó él teléfono, así que les dio explicaciones apresuradas y les rogó que lo buscaran solitos.
La enorme nave principal de la lavandería olía a jabón, lejía y vapor. Las máquinas de lavado industrial golpeaban, zumbaban, daban chasquidos… Las enormes secadoras giraban con monótono ronroneo. Los golpes y silbidos de las plegadoras automáticas daban dentera a Tony. La mayoría de los trabajadores que descargaban las vagonetas de colada, los hombres morenos que alimentaban las máquinas y las mujeres que estiraban ropa en una doble hilera de mesas largas, hablaban entre sí en rápido y fuerte español. Cuando Tony y Frank cruzaron la nave de extremo a extremo, el ruido cedió un poco porque los empleados dejaron de hablar y los miraron con cierta suspicacia.
Vincent Garamalkis se sentaba ante un pupitre destartalado al final de la gran nave. El pupitre estaba sobre una plataforma elevada que hacía posible que el dueño vigilara a sus empleados. Garamalkis se levantó y se acercó al borde de la plataforma cuando los vio llegar. Era un hombre bajo y fuerte, algo calvo, con facciones acusadas y unos ojos castaños y dulces que no encajaban con el resto de la cara. Esperaba con las manos sobre las caderas, como si les desafiara a que se pusieran a su nivel.
—Policía —anunció Frank mostrando su identidad.
—Sí —dijo Garamalkis.
—Pero no de Inmigración —aclaró Tony.
—¿Por qué debo preocuparme por Inmigración? —soltó Garamalkis, a la defensiva.
—Lo estaba su secretaria.
Garamalkis le dirigió una mirada torcida:
—Estoy limpio. No contrato a nadie que no sea ciudadano de Estados Unidos o extranjero documentado.
—Seguro —rezongó Frank sarcásticamente—. Y los osos ya no cagan en los bosques.
—Oiga —dijo Tony—, a nosotros nos da lo mismo el lugar de procedencia de sus empleados.
—¿Qué es lo que quieren?
—Hacerle unas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Este hombre. —Y Frank le mostró las tres fotografías de Bobby Valdez.
Garamalkis les echó un vistazo.
—Bien, ¿y qué?
—¿Lo conoce? —preguntó Frank.
—¿Por qué?
—Nos gustaría encontrarlo.
—¿Para qué?
—Es un fugitivo.
—¿Qué ha hecho?
—Óigame —dijo Frank, harto de las burdas respuestas del hombre—. Puedo hacerle la vida muy difícil, o fácil. Podemos hablar aquí o en jefatura. Y si quiere hacerse el duro no nos costará nada que intervenga el Servicio de Inmigración y Naturalización. Nos importa un cochino comino que haga trabajar a un montón de mexicanos; pero si no coopera con nosotros, haremos que reviente por todas sus costuras. ¿Lo entiende? ¿Me ha oído?
Tony intervino:
—Señor Garamalkis, mi padre era un emigrante italiano. Llegó a este país con sus papeles en orden y eventualmente se hizo ciudadano. Pero una vez tuvo problemas con el Servicio de Inmigración. Era un error en sus archivos, una equivocación del papeleo. Sin embargo, le acosaron durante más de cinco semanas. Le llamaban a la hora del trabajo y le hacían visitas sorpresa a nuestro piso a horas indebidas. Reclamaban informes y documentación, y cuando se los entregaba, decían que eran falsificaciones. Hubo amenazas. Muchas amenazas. Incluso mandaron papeles de deportación antes de que todo se arreglara. Tuvo que contratar a un abogado que no podía pagar, y mi madre estuvo histérica todo el tiempo hasta que se arregló. Así que ya ve que no tengo el menor cariño al Servicio de Inmigración. No daría ni medio paso para ayudarles a empapelarlo. Ni un maldito paso, señor Garamalkis.
El hombre miró a Tony por un momento; luego, meneó la cabeza y suspiró:
—¿No le ponen fuera de tino? Quiero decir que, hace un año o dos, cuando aquellos estudiantes iraníes daban guerra aquí en Los Ángeles volcando coches y tratando de prender fuego a las casas, ¿pensó el condenado Servicio de Inmigración en darles una patada en el culo y echarles del país? ¡Oh, no! Los agentes estaban demasiado ocupados acosando a mis empleados. La gente que yo empleo no va quemando las casas de los demás. No vuelcan coches ni tiran piedras a los policías. Son gente buena y trabajadora. Lo único que quieren es ganarse la vida. La clase de vida que no consiguen al sur de la frontera. ¿Y sabe por qué los de Inmigración se pasan la vida persiguiéndolos? Se lo diré. Lo he descubierto. Porque estos mexicanos no se revuelven. No son fanáticos políticos o religiosos como esa pandilla de iraníes. Ni están locos ni son peligrosos. Es muchísimo más seguro y fácil ir tras esa gente porque no suele ofrecer resistencia. Ah, el condenado sistema es un asco.
—Comprendo muy bien su punto de vista —asintió Tony—. Así que si echa una mirada a estas fotografías…
Pero Garamalkis no estaba aún dispuesto a contestar a sus preguntas. Todavía le quedaba mucho por decir. Interrumpiendo a Tony, comentó:
—Hace cuatro años me multaron por primera vez. Lo corriente. Alguno de mis mexicanos no tenía carta verde. Otros trabajaban con carta caducada. Después de arreglarlo con los tribunales decidí hacerlo bien en adelante. Me propuse contratar nada más que mexicanos con las cartas de trabajo al día. Y si no encontraba bastantes, contrataría ciudadanos de Estados Unidos. ¿Y sabe qué? Fui un estúpido. Fui un estúpido creyendo que así podría trabajar. Verá, yo sólo puedo pagar un salario mínimo a los empleados. Incluso así, me cuesta que me salgan las cuentas. El problema es que los americanos no quieren trabajar por un sueldo mínimo. Si es ciudadano, consigue más por subsidio de paro que trabajando con salario mínimo. ¡Y el subsidio de paro está libre de impuestos! Así que durante dos meses casi me volví loco, tratando de encontrar empleados, intentando mantener la lavandería al ritmo preciso. Casi tuve un ataque al corazón. Verá, mis clientes son hoteles, restaurantes, barberías… y todos ellos necesitan su ropa lo antes posible, en un tiempo establecido. Si no hubiera, empezado a contratar mexicanos de nuevo habría quebrado.
Frank no quiso oír más. Iba a decir alguna brutalidad, pero Tony le puso la mano en el hombro y se lo oprimió como pidiéndole que fuera paciente.
—Miren —prosiguió Garamalkis—, comprendo que no se dé a los forasteros ayuda social y cuidados médicos gratuitos. Pero yo puedo entender que se les deporte, dado que hacen trabajos que nadie quiere hacer. Es ridículo. Es una vergüenza. —Volvió a suspirar, miró las fotos de Bobby Valdez y dijo—: Sí, conozco al tipo.
—Nos informaron que solía trabajar aquí.
—En efecto.
—¿Cuándo?
—Empezó en verano, creo. En mayo, parte de junio…
—Después de escapar a su oficial de libertad condicional —explicó Frank a Tony.
—Yo no sé nada de eso —observó Garamalkis.
—¿Qué nombre le dio? —preguntó Tony.
—Juan.
—¿Y apellido?
—No lo recuerdo. Sólo estuvo seis semanas o así. Pero se hallará en el fichero.
Garamalkis bajó de la plataforma y les precedió a través de la gran nave, en medio del vapor, el olor a detergente y las miradas suspicaces de sus empleados. Una vez en la oficina, pidió a la secretaria que comprobara las fichas, y en un minuto encontró un recibo. Bobby había utilizado el nombre de Juan Mazqueza. Dio una dirección en La Brea Avenue.
—¿Vivía realmente en ese lugar? —preguntó Frank.
Garamalkis se encogió de hombros:
—Éste no era el tipo de trabajo importante que requiere una comprobación bancaria.
—¿Le explicó por qué se iba?
—No.
—¿Le dijo a dónde iba?
—No soy su madre.
—Quiero decir si mencionó otro trabajo.
—No. Se fue sin más.
—Si no encontramos a Mazqueza en esta dirección, nos gustaría volver y hablar con sus empleados —dijo Tony—. Puede que alguno de ellos llegara a intimar. Tal vez alguien de aquí todavía le vea.
—Pueden volver si quieren. Pero les costará hablar con mi gente.
—¿Por qué?
Rió al contestar:
—Algunos de ellos no hablan inglés.
Tony le devolvió la sonrisa diciéndole:
—Yo leo, escribo y hablo español.
—Oh —exclamó Garamalkis impresionado.
La secretaria hizo una copia del recibo, y Tony agradeció a Garamalkis su cooperación.
Ya en el coche, mientras Frank se metía entre el tráfico en dirección a La Brea Avenue, masculló:
—Tengo que reconocértelo.
—¿Qué cosa? —preguntó Tony.
—Le sacaste más información y más deprisa de lo que yo hubiera conseguido.
A Tony le sorprendió el cumplido. Por primera vez en sus tres meses de asociación, Frank había admitido que la técnica de su compañero era efectiva.
—Ojalá tuviera un poco más de tu estilo —prosiguió Frank—. No todo, compréndelo. Sigo creyendo que mi sistema es mejor casi siempre. Pero de cuando en cuando tropezamos con alguien que no se abriría conmigo ni en un millón de años, pero que te lo contaría todo a ti en un segundo. Sí, me gustaría tener algo de tu blandura.
—Puedes hacer lo mismo que yo.
—Yo no. De ningún modo.
—Claro que puedes.
—Tú tienes buena mano con la gente. Yo no —insistió Frank.
—Puedes aprender.
—¡Ca! A mí me va bien ser como soy. Tenemos la clásica rutina policía-simpático, policía-antipático. Sólo que no jugamos a eso. Con nosotros las cosas salen de un modo natural.
—Tú no eres un policía antipático.
Frank no dijo nada. Al detenerse en un semáforo, comentó:
—Tengo algo más que decirte; pero probablemente no te gustará.
—Prueba.
—Se trata de la mujer de anoche.
—¿Hilary Thomas?
—Sí. Te gustó, ¿verdad?
—Pues… claro. Parecía simpática.
—No es eso lo que quiero decir. Me refiero a que te gustó. Te excitó.
—Oh, no. Era guapa; pero yo no…
—No te hagas el inocente conmigo. Vi cómo la mirabas.
La luz cambió. Siguieron en silencio un buen trecho. Al fin, Tony dijo:
—Tienes razón. No me excito por cualquier chica guapa que encuentro. Lo sabes.
—A veces pienso que eres eunuco.
—Hilary Thomas es… diferente. Y no es sólo por su aspecto. Es preciosa, claro, pero no es todo. Me gusta cómo se mueve, cómo se comporta. Me gusta escucharla hablar. No por el sonido de su voz. Es más que eso. Me gusta cómo se expresa. Me gusta cómo piensa…
—Me gusta su aspecto —dijo Frank—; pero me deja frío su forma de pensar.
—No mentía —insistió Tony.
—Ya oíste lo que dijo el sheriff…
—Podía estar confusa con lo que ocurrió; pero no se inventó toda la historia, no se la sacó de la manga. Probablemente vio a alguien que se parecía a Frye y…
—Aquí es donde tengo que decirte lo que no te gustará —interrumpió Frank.
—Te escucho.
—Por caliente que te pusiera, no es motivo para hacerme lo que me hiciste.
Tony le miró desconcertado:
—¿Qué te hice?
—Se supone que debes apoyar a tu compañero en una situación así.
—No te entiendo.
Frank se había puesto rojo. No miró a Tony. Mantuvo los ojos fijos en la calle y dijo:
—Muchas veces, anoche, cuando la estaba interrogando, te pusiste de su parte, y contra mí.
—Frank, yo no pretendía…
—Trataste de impedir que prosiguiera con un interrogatorio que yo sabía que era importante.
—Encontré que estabas demasiado duro con ella.
—En tal caso debiste indicármelo con más sutileza. Con los ojos. Con un gesto, una presión. Lo haces siempre así. Pero con ella, cargaste contra mí como un guerrero.
—Había pasado por una prueba muy penosa y…
—Y un cuerno. No había pasado por ninguna prueba. ¡Lo inventó todo!
—Sigo sin creerlo.
—Porque en lugar de pensar con la cabeza pensaste con los huevos.
—Frank, no es verdad. Y no es justo.
—Si creías que me mostraba demasiado duro, ¿por qué no me llamaste aparte y me preguntaste qué me proponía?
—¡Te lo pregunté, por el amor de Dios! —protestó Tony, enfadándose a pesar suyo—. Te lo pregunté después de que recibiste la llamada de jefatura, mientras estaba aún en el jardín hablando con los periodistas. Quise saber lo que te habían comunicado, pero no quisiste decírmelo.
—Pensé que no me escucharías. En aquellos momentos tú ya estabas como un niño enamorado.
—Todo eso son bobadas y tú lo sabes. Soy tan buen policía como tú. No dejo que los sentimientos personales se interfieran en mi trabajo. Pero…, ¿te digo algo? Yo creo que tú sí.
—¿Que yo qué?
—Que tus sentimientos personales distorsionan a veces tu trabajo.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Tienes la costumbre de ocultarme información cuando tienes algo bueno. Y ahora que lo pienso… sólo lo haces cuando hay una mujer en el caso, cuando esta información te permite herirla, cuando es algo que puede vencerla y hacerle llorar. Me lo ocultas y luego se lo sueltas por sorpresa, del peor modo posible.
—Siempre consigo lo que busco.
—Pero suele haber una forma más decente de conseguirlo.
—Será tu sistema, me figuro.
—No hace más de dos minutos admitiste que mi sistema da buenos resultados.
Frank no replicó. Tenía la vista clavada en los coches que les precedían.
—Sabes, Frank, lo que te hiciera tu mujer con el divorcio, por mucho que te lastimara, no es una razón para odiar a toda mujer que te encuentres.
—No es así.
—Puede que no lo sea de modo consciente. Pero inconscientemente…
—No me vengas con esas monsergas de Freud.
—Muy bien. De acuerdo. Aunque cambiaré acusación por acusación. Dices que yo anoche no fui profesional. Y yo digo que tú tampoco. Estamos en paz.
Frank se metió por la derecha en La Brea Avenue.
Pararon en otra señal de tráfico.
La luz cambió y volvieron a adentrarse despacio en el tráfico cada vez más denso.
Ni uno ni otro volvieron a hablar durante unos minutos. Al fin, Tony dijo:
—Por muchas debilidades y faltas que puedas tener, eres un condenado pedazo de buen policía.
Frank lo miró asombrado.
—Lo digo en serio —insistió Tony—. Ha habido roces entre nosotros. La mayor parte del tiempo nos frotamos a contrapelo. Quizá no podamos trabajar juntos. Puede que tengamos que solicitar nuevos compañeros. Pero no es más que una diferencia de personalidad; Pese al hecho de que eres tres veces más duro con la gente de lo que deberías ser, eres muy bueno en tu trabajo.
Frank se aclaró la garganta:
—Bueno…, tú también.
—Gracias.
—Excepto que, a veces, eres demasiado… suave.
—Y tú puedes ser agrio como un hijo de perra… a veces.
—¿Piensas pedir un nuevo compañero?
—Aún no lo sé.
—Ni yo tampoco.
—Pero, si no decidimos congeniar un poco más, es muy peligroso seguir juntos por más tiempo. Los compañeros que se irritan mutuamente pueden conseguir que los maten.
—Lo sé —asintió Frank—. Lo sé. El mundo está lleno de bestias, y de locos y fanáticos con pistolas. Hay que trabajar con el compañero como si fuera parte de ti, como un tercer brazo. Si no se hace de esa manera, es más probable que te vuelen la cabeza.
—Así que supongo que deberíamos considerar en serio si estamos hechos el uno para el otro.
—Sí.
Tony empezó a buscar números de casas en los edificios que pasaban.
—Deberíamos estar llegando —comentó.
—Ésta debe ser —dijo Frank señalando.
La dirección de Juan Mazqueza en la ficha de «Vee Vee Gee» era un complejo de apartamentos ajardinados en una manzana casi ocupada por firmas comerciales: estaciones de servicio, un pequeño motel, una tienda de neumáticos, un establecimiento de comestibles abierto toda la noche. Vistos de lejos, los apartamentos parecían nuevos y caros; pero, al acercarse, Tony vio señales de abandono y ruina. Las paredes exteriores necesitaban ser encaladas; tenían grietas y desconchones. La escalera de madera, barandillas y puertas, necesitaban una buena mano de pintura. Un letrero en la entrada anunciaba que el lugar era: «Apartamentos Las Palmeras». El cartel había sido golpeado por un coche y estropeado, pero no lo habían reemplazado. «Las Palmeras» tenía buen aspecto a distancia porque estaba envuelto en plantas que cubrían sus defectos y suavizaban los salientes. Pero incluso los jardines, si se observaban bien, hacían patente el abandono; hacía tiempo que no se recortaban los arbustos, los árboles estaban medio secos y las matas de los macizos necesitaban cuidados.
El conjunto de «Las Palmeras» podía resumirse en una palabra: transición. Los pocos coches que se veían en el aparcamiento confirmaban la evaluación. Había dos coches de precio medio, nuevos, que se cuidaban amorosamente porque resplandecían de limpieza. No cabía duda de que pertenecían a hombres o mujeres jóvenes y optimistas, y eran indicios de realización. Un viejo y oxidado «Ford» se inclinaba sobre una rueda desinflada, inútil e inutilizable. Junto al «Ford», un «Mercedes» de ocho años, limpio y cuidado pero decrépito: tenía una muesca oxidada en un guardabarros trasero. En sus mejores días, su propietario pudo comprarse un coche de veinticinco mil dólares; pero ahora por lo visto, no podía hacerse con los doscientos necesarios para pagar la reparación. «Las Palmeras» era un sitio para gente en vías de cambio. Para alguno de ellos representaba el peldaño en el camino de ascenso a un porvenir más brillante. Para otros, era un punto precario de la muralla, el punto de apoyo, último y respetable, en la triste e inevitable caída en la ruina total.
Mientras Frank aparcaba ante el apartamento del administrador, Tony descubrió que «Las Palmeras» era una metáfora para Los Ángeles. Esta Ciudad de Ángeles era quizá la mayor tierra de oportunidades que el mundo jamás había conocido. Por ella pasaban increíbles cantidades de dinero y había millares de modos de ganarse un buen paquete. Los Ángeles producían suficientes historias para llenar diarios. Pero la auténtica y asombrosa afluencia creaba también una diversidad de herramientas para autodestruirse, y las hacía ampliamente asequibles. Cualquier droga deseada podía encontrarse y adquirirse con mayor rapidez y facilidad en Los Ángeles que en Boston, Nueva York, Chicago o Detroit. Hierba, hachís, heroína, cocaína, mejor, peor, LSD, PCP… La ciudad era un supermercado para el drogadicto. El sexo era también más libre. Los principios Victorianos y las sensibilidades se habían derrumbado en Los Ángeles más deprisa que en el resto del país, en parte porque el negocio de la música rock estaba centrado allí y porque el sexo era parte integral de ese mundo. Pero había otros factores más vastos y más importantes que habían contribuido a desencadenar la libido del californiano medio. El clima también tenía algo que ver; los días secos y calurosos, la luz subtropical y los vientos contrarios, viento del mar y viento del desierto, tenían una poderosa influencia erótica. El temperamento latino de los inmigrantes mexicanos marcaban a la población en general. Pero, quizá por encima de todo, en California uno se sentía en el límite del mundo occidental, al borde de lo desconocido, frente a un abismo de misterio. En pocas ocasiones era una constatación real; uno no se daba cuenta de que estaba en el límite de lo cultural, pero el subconsciente se hallaba en todo momento dominado por esa sensación, la cual llevaba, unas veces, a haber reído mucho, y otras, a un estado como el que se experimenta después de una impresión de pánico. En cierto modo, todas esas cosas se combinaban para derribar inhibiciones y despertar los sentidos. Un punto de vista, libre de culpa, del sexo, era sano, naturalmente. Pero en la atmósfera especial de Los Ángeles donde incluso las apetencias carnales más extravagantes podían satisfacerse sin gran dificultad, algunos hombres (y mujeres) podían volverse tan adictos al sexo como a la heroína. Tony había visto cómo ocurría. Había cierta gente, cierta variedad de personalidades, que elegían deshacerse de todo, dinero, decencia, reputación, en una interminable fiesta de abrazos carnales y de fugaces exaltaciones húmedas. Si uno no podía encontrar su ruina y humillación personal en el sexo y las drogas, Los Ángeles proporcionaba un gran surtido de religiones locas y violentos movimientos políticos radicales para su elección. Y, naturalmente, Las Vegas estaba tan sólo a una hora de distancia en vuelos regulares y baratos, y gratis si podía hacerse pasar por un jugador de altos vuelos. Todas esas herramientas de autodestrucción se hacían posibles por la incomprensible afluencia. Con su riqueza y su alegre celebración de la libertad, Los Ángeles ofrecía a la vez la manzana de oro y la manzana envenenada: transición positiva y transición negativa. Ciertas personas se detenían en lugares como «Las Palmeras» en su camino hacia arriba, agarraban la manzana y se trasladaban a Bel Air, a Beverly Hills, a Malibú o a otra parte del lado occidental, y vivían felices para siempre jamás. Algunos probaban la fruta contaminada y, en su camino hacia abajo, se detenían en «Las Palmeras», sin saber casi nunca cómo o por qué habían ido a parar allí.
En realidad, la administradora de los apartamentos no parecía comprender cómo los esquemas de transición la habían traído a sus actuales circunstancias. Su nombre era Lana Haverby. Estaba en la cuarentena y era una rubia tostada por el sol, vestida con shorts y sostén. Tenía buena opinión de su atractivo sexual. Caminaba, se sentaba y se mantenía erguida como si posara. Las piernas aún estaban bien; el resto había perdido frescura. Tenía la cintura más gruesa de lo que creía, con caderas y trasero excesivos para su tipo de vestimenta. Tenía los pechos tan grandes que no resultaban atractivos, sino monstruosos. El escueto sostén exponía un valle que más parecía un cañón y acentuaba la turgencia de los pezones; pero no podía dar a sus pechos la forma y la elevación que necesitaban desesperadamente. Cuando no cambiaba de postura o la modificaba, cuando no trataba de calibrar el efecto que su cuerpo ejercía sobre Frank o Tony, parecía confusa, agitada. Sus ojos daban la impresión de desenfocados. Tendía a dejar frases sin terminar. Y varias veces miró asombrada a su alrededor, al oscuro cuarto de estar, a los muebles destartalados, como si no tuviera ni la menor idea de cómo había ido a parar a aquel lugar, o de cuánto tiempo llevaba allí. Inclinaba la cabeza como si oyera ruidos, murmullos de voces, lejanos, que trataban de explicárselo.
Lana Haverby se sentó en una butaca y ellos en el sofá y puso toda su atención en las fotografías de Bobby Valdez.
—Sí —dijo—. Era un bombón.
—¿Vive aquí? —preguntó Frank.
—Vivió… sí… Apartamento nueve… creo. Pero ya no.
—¿Se marchó?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Este verano, en algún momento. Creo que fue…
—¿Qué fue? —preguntó Tony.
—El primero de agosto.
Volvió a cruzar las piernas desnudas y echó los hombros hacia atrás a fin de elevar el pecho lo más posible.
—¿Cuánto tiempo vivió aquí? —preguntó Frank.
—Me parece que fueron tres meses.
—¿Vivía solo?
—¿Quiere decir si tenía un ligue?
—Quiero decir una chica, o chico, o lo que fuera —insistió Frank.
—Solamente él —respondió Lana—. Pero era un bombón, saben.
—¿Dejó la nueva dirección?
—No. ¡Qué más quisiera yo!
—¿Por qué? ¿Dejó el alquiler sin pagar?
—No, nada de eso. Es que me gustaría saber dónde podría…
Inclinó la cabeza y prestó de nuevo atención a los murmullos.
—¿Podría qué? —preguntó Tony.
Parpadeó:
—Oh…, me gustaría saber dónde ir a visitarle. Lo trabajé un poco. Me trastornó, saben. Me lo puso todo en marcha. Traté de meterlo en la cama, pero era un poco…, un poco como tímido.
No había querido saber para qué buscaban a Bobby Valdez, alias Juan Mazqueza. Tony se preguntó qué diría si supiera que el tímido bomboncito era un violento y agresivo violador.
—¿Tenía visitantes habituales?
—¿Juan? No que yo sepa.
Cambió la postura de las piernas, se sentó con los muslos separados y observó la reacción de Tony.
—¿Le dijo a dónde iba a trabajar? —preguntó Frank.
—Cuando se instaló aquí, estaba empleado en una lavandería. Después encontró otra cosa.
—¿Dijo lo que era?
—No. Pero, saben, ganaba mucha pasta.
—¿Tenía coche? —preguntó Frank.
—Al principio, no. Pero después sí. Un «Jaguar» dos más dos. Hombre, era precioso.
—Y caro —observó Frank.
—Ya lo creo. Lo pagó contante y sonante, un buen montón en mano.
—¿De dónde sacaría tanto dinero?
—Ya se lo he dicho. Ganaba mucho en su nuevo trabajo.
—¿Está segura de que no sabe dónde trabajaba?
—Segurísima. No quería hablar de ello. Pero, sabe, tan pronto como yo vi el «Jaguar» supe… que no iba a durar en este lugar —comentó nostálgica—. Iba deprisa para arriba.
Dedicaron otros cinco minutos a hacer preguntas; pero Lana Haverby no tenía nada más importante que contarles. No era persona muy observadora y su recuerdo de Juan Mazqueza parecía estar lleno de agujeritos, como si las polillas hubieran estado mordisqueándolo.
Cuando Tony y Frank se levantaron para irse, ella se les adelantó hacia la puerta. Su pecho gelatinoso saltaba y se agitaba de forma alarmante en lo que sin duda creyó que era un despliegue locamente provocativo. Adoptó unos andares cimbreantes, medio de puntillas, que no habrían estado bien en una coqueta de veinte años. Y ella tenía cuarenta, una mujer hecha y derecha, pero incapaz de explorar y descubrir la dignidad y especial belleza de su edad; tratando de pasar por una adolescente. Resultaba patética. Se quedó en la puerta ligeramente adosada a la hoja, una pierna doblada por la rodilla, copiando una pose que habría visto en una revista para hombres o en el cromo de un calendario, suplicando virtualmente un cumplido.
Frank se volvió a un lado al cruzar el umbral porque resultaba casi imposible evitar rozarle el pecho. Caminó rápidamente hacia el coche sin mirar atrás. Tony sonrió y dijo:
—Gracias por su cooperación, Miss Haverby.
Ella levantó la mirada hacia el policía y sus ojos se clavaron en los de él con más detenimiento que en ninguna otra cosa en los quince minutos pasados. Sostuvo la mirada y un chispazo de algo vital brilló en sus pupilas, inteligencia, orgullo genuino, puede que un poco de decencia, un pensamiento mejor y más limpio de los que había tenido antes.
—Yo también voy a mudarme, sabe, lo mismo que hizo Juan. No he sido siempre una administradora de «Las Palmeras». Yo me movía en los círculos ricos.
Tony no deseaba oír lo que ella quería contarle; pero se sintió atrapado y algo así como hipnotizado, lo mismo que el hombre que el Viejo Marinero paró en la calle.
—Cuando tenía veintitrés años, estaba trabajando de camarera, pero salí de aquello y fui para arriba. Eso fue en la época de los Beatles, sabe, cuando empezaban, como diecisiete años antes, y el rock and roll estallaba. ¿Sabe? Entonces, una muchacha bien parecida podía conectar con las estrellas, tener amistades importantes… Podía ir a todas partes con los grandes grupos, viajar con ellos por todo el país. ¡Hombre, aquéllos sí eran tiempos fantásticos! No había nada que una no pudiera hacer o tener. Esos grupos lo tenían todo, y se extendían por todas partes. Y yo estaba con ellos. Ya lo creo. He dormido con gente muy famosa, ¿sabe? Nombres conocidos. Yo también fui muy popular. Les gustaba.
Y empezó a recitar la lista de los mejores conjuntos roqueros de los sesenta. Tony no podía saber cuántos había frecuentado de verdad y cuántos había imaginado frecuentar, pero observó que nunca mencionaba individuos; se había acostado con grupos, no con gente.
Jamás se había preguntado qué había sido de las gruperas, esas saltarinas niñas-mujeres que malgastaban los mejores años de su vida como seguidoras del mundo de la música rock. Pero ahora conocía por lo menos un modo de acabar. Seguían a los ídolos del momento, ofreciéndoles adoración inarticulada, compartiendo drogas, proporcionando receptáculos convenientes para la esperma de ricos y famosos sin pensar en ningún momento en el tiempo y en los cambios que todo ello traería. Y un buen día, después de que una chiquilla se había quemado por exceso de alcohol y de hierba, por demasiada cocaína y quizá también un poco de heroína, cuando las primeras arrugas profundas aparecieron en las comisuras de los ojos, cuando las marcas de la risa se acentuaron demasiado, cuando los pechos neumáticos empezaron a mostrar los primeros síntomas de caída, la echaron de la cama del grupo… descubriendo, esta vez, que ningún otro grupo estaba dispuesto a adoptarla. Si no era reacia a ciertos juegos, todavía podía ganarse la vida así, por unos años. Sin embargo, para algunas de ellas, esto era el final; ya no pensaban en ellas como ganchos sino como amiguitas. Para muchas de aquellas chicas, el matrimonio estaba vetado porque habían visto demasiado y hecho demasiado para poder aceptar una vida doméstica mansa. Una de ellas. Lana Haverby, había encontrado un puesto en «Las Palmeras», un puesto que creyó temporal, un medio para librarse de pagar alquiler hasta poder volver a conectar con la beautiful people.
—Así que no me quedaré mucho aquí —explicó—. Me mudaré pronto. En cualquier momento, ¿sabe? Presiento cosas muy buenas. Algo así como vibraciones propicias.
Su situación era triste hasta lo indecible, y a Tony no se le ocurría ninguna frase que la ayudara:
—Oh…, bueno…, le aseguro que le deseo toda la suerte del mundo —murmuró en tono estúpido, y pasó por delante de ella para salir.
El brillo de vitalidad desapareció de sus ojos y de nuevo volvió a posar, con los hombros hacia atrás y el pecho hacia delante. Pero su rostro seguía cansado y enflaquecido. La barriga le tiraba aún en la cintura de sus shorts. Y sus caderas continuaban siendo demasiado importantes para juegos juveniles.
—Oiga —le dijo a Tony—, si algún día le apetece algo de vino y de, ya sabe, algo de conversación…
—Muchas gracias.
—Quiero decir que, con entera libertad, pase cuando no esté, ya sabe, de servicio.
—Puede que lo haga —le mintió. Y luego, como le pareció poco sincero y le dolía dejarla sin nada, le dijo—: Tiene bonitas piernas.
Esto era verdad, pero ella no sabía aceptar sencillamente un cumplido. Se echó a reír, se llevó las manos a los pechos y comentó:
—Generalmente, lo que llama la atención son mis tetas.
—Bueno…, hasta la vista.
Tony dio media vuelta y se dirigió al coche.
Después de dar unos pasos, miró hacia atrás y vio que la mujer seguía de pie junto a la puerta, con la cabeza otra vez inclinada, lejos de él y de «Las Palmeras», con el oído atento a las voces que, con sus murmullos, trataban de explicarle el significado de su vida.
Al meterse Tony en el coche, dijo Frank:
—Pensé que te había clavado sus garras. Ya me disponía a llamar a un equipo SWAT para que te rescataran.
—Es triste —respondió Tony sin reír.
—¿Qué?
—Lana Haverby.
—¿Te burlas de mí?
—Es todo el conjunto.
—No es más que una prostituta imbécil. ¿Pero qué te parece lo de Bobby comprándose un «Jaguar»? —exclamó Frank.
—Si no se ha dedicado a robar Bancos, no hay más que un medio de hacerse con tanto dinero.
—Droga —dijo Frank.
—Cocaína, hierba, quizá PCP.
—Esto nos da un nuevo enfoque para empezar a buscar a ese canalla. Podemos salir a la calle y empezar a poner algo de músculo en los traficantes conocidos, gente que ha recibido por vender droga. Si se lo ponemos difícil, y tienen mucho que perder y saben dónde se encuentra Bobby, nos lo servirán en bandeja de plata.
—Entretanto —dijo Tony—, vamos a llamar.
Quería una información sobre un «Jaguar» negro inscrito a nombre de Juan Mazqueza. Si conseguían el número de matrícula del coche, localizar a Bobby formaría parte del trabajo diario de un agente de uniforme.
Esto no quería decir que fueran a encontrarlo al momento. En cualquier otra ciudad, si un hombre era tan buscado como Bobby, no podría vivir abiertamente por mucho tiempo. Lo descubrirían o lo detendrían en unas semanas. Pero Los Ángeles no era como otras ciudades; por lo menos en cuanto a extensión era mucho mayor que cualquier otro centro urbano de la nación. Los Ángeles se extendía sobre más de setecientos cincuenta kilómetros cuadrados. Cubría casi la mitad de los arrabales de Nueva York, diez veces más que todo Boston y casi tanto como el Estado de Rhode Island. Contando los extranjeros ilegales, cosa que no hacía la Oficina del Censo, la población de la entera área metropolitana se acercaba a los nueve millones. En ese inmenso laberinto de calles, callejones, carreteras, colinas y cañones, un fugitivo inteligente podía vivir muy bien durante meses, dedicado a sus negocios con tanto atrevimiento y despreocupación como cualquier ciudadano normal.
Tony conectó la radio, que habían llevado apagada toda la mañana, llamó a Comunicaciones y pidió los informes sobre Juan Mazqueza y su «Jaguar».
La mujer que se encontraba manejando su frecuencia tenía una voz dulce y atractiva. Después de tomar el encargo de Tony, le informó de que en las últimas dos horas, había una llamada para él y Frank. Ahora eran las once cuarenta y cinco. El caso Hilary Thomas volvía a estar abierto y les necesitaban en su casa de Westwood, donde otros agentes habían acudido a una llamada a las nueve y media.
Soltando el micrófono, Tony miró a Frank, y le dijo:
—¡Lo sabía! Maldita sea, sabía que no mentía sobre lo ocurrido.
—No des brillo a tus plumas todavía —observó Frank antipático—. Sea lo que sea el nuevo acontecimiento, lo más probable es que lo esté inventando como inventó lo demás.
—Tú no cedes nunca, ¿verdad?
—No cuando sé que tengo razón.
Unos minutos más tarde, se detenían delante de la casa Thomas. La calzada circular estaba ocupada por dos coches de Prensa, una furgoneta para el laboratorio policial y un automóvil blanco y negro.
Al salir de su coche y cruzar el césped, un policía de uniforme salió de la casa y caminó hacia ellos. Tony lo conocía; se llamaba Warren Prewit. Se encontraron a mitad de camino de la entrada.
—¿Fueron ustedes los que acudieron a la llamada de anoche? —preguntó Prewit.
—Así es —contestó Frank.
—¿Qué pasa, es que trabajan veinticuatro horas al día?
—Veintiséis —dijo Frank.
—¿Cómo está la mujer? —preguntó Tony.
—Aturdida.
—¿Herida?
—Cardenales en el cuello.
—¿Graves?
—No.
—¿Qué pasó? —preguntó Frank.
Prewit resumió la historia que Hilary Thomas le había contado.
—¿Alguna prueba de que dice la verdad? —insistió Frank.
—Ya me he enterado de lo que piensa acerca del caso. Pero hay pruebas.
—¿Cuáles?
—Anoche entró en la casa por una ventana del estudio. Un buen trabajo, además. Cubrió el cristal con cinta adhesiva para que no pudiera oírse que lo rompía.
—Pudo haberlo hecho ella —observó Frank.
—¿Romper su propia ventana?
—Sí. ¿Por qué no?
—Bueno —siguió explicando Prewit—; pero no fue ella la que sangró por toda la casa.
—¿Cuánta sangre? —preguntó Tony.
—No muchísima, pero tampoco poca —respondió Prewit—. Hay en el suelo de la entrada, una gran huella de mano ensangrentada en la pared de arriba, gotas de sangre por toda la escalera, otra huella borrosa en la pared de la entrada, y huellas de sangre en el pomo de la puerta.
—¿Sangre humana? —preguntó Frank.
—¿Cómo? —exclamó Prewit mirándole.
—Me estoy preguntando si es una simulación, un engaño.
—¡Por el amor de Dios! —clamó Tony.
—Los chicos del laboratorio han llegado hace tres cuartos de hora —explicó Prewit—. Todavía no han dicho nada. Pero estoy seguro de que es sangre humana. Además, tres vecinos vieron al hombre que se alejaba.
—Ahhh —musitó Tony.
Frank dirigió una mirada feroz al césped, como si quisiera secarlo.
—Salió de la casa doblado —prosiguió Prewit—. Se sujetaba el vientre y se movía con dificultad, lo que encaja con la declaración de Miss Thomas de que le había apuñalado dos veces por el centro.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó Tony.
—Tenemos un testigo que lo vio subir a una furgoneta gris, «Dodge», a dos manzanas de aquí. Se alejó conduciendo.
—¿Tienen la matrícula?
—No. Pero hemos dado la descripción y la buscarán.
Frank Howard levantó la cabeza:
—Saben, a lo mejor este ataque no tiene nada que ver con la historia que nos largó anoche. Puede que gritara: ¡Lobo! anoche… y esta mañana la han atacado de verdad.
—¿No te parece demasiada coincidencia? —rezongó Tony.
—Además —explicó Prewit—, debe estar relacionado, porque ella asegura que ha sido el mismo hombre.
Frank miró a Tony y exclamó:
—¡Pero no puede ser Bruno Frye! Sabes muy bien lo que dijo el sheriff Laurenski.
—Yo nunca insistí en que se tratara de Frye. Anoche supuse que había sido atacada por alguien que se parecía a él.
—Ella insistió…
—Sí, pero estaba asustada e histérica. No razonaba con claridad, y confundió el parecido con el verdadero. Es comprensible.
—Y eres tú el que dice que monto casos sobre coincidencias —replicó Frank asqueado.
En aquel momento, el agente Gumey, compañero de Prewit, salió de la casa y les gritó:
—¡Eh, lo han encontrado! Al hombre que apuñaló.
Tony, Frank y Prewit se precipitaron hacia la casa.
—Acaban de llamar de jefatura —explicó Gurney—. Un par de niños que patinaban por ahí le encontraron hace veinticinco minutos.
—¿Dónde?
—Allá abajo, por Sepúlveda. En un aparcamiento de un supermercado. Estaba en el suelo junto a su furgoneta.
—¿Muerto?
—Como un clavo.
—¿Llevaba documentación? —preguntó Tony.
—Sí. Es como nos dijo la señora. Se trata de Bruno Frye.
Frío.
El aire acondicionado vibraba en las paredes. Chorros de aire helado entraban por dos aberturas cerca del techo.
Hilary llevaba un traje de entretiempo color verdemar, un tejido menos ligero que de verano; pero no lo bastante grueso para evitar el frío. Apretó los brazos y se estremeció.
El teniente Howard estaba a su izquierda, todavía turbado. A su derecha estaba el teniente Clemenza.
La estancia no parecía formar parte del depósito. Era más bien como un camarote en una nave espacial. Podía imaginar fácilmente que el frío que le calaba los huesos era el que venía del espacio profundo más allá de los muros grises. El continuo zumbido del aire acondicionado podía ser el rugido lejano de los motores del cohete. Estaban frente a una ventana que daba a otra habitación; pero hubiera preferido ver una negrura infinita y estrellas lejanas al otro lado del grueso cristal. Casi deseaba encontrarse en un largo viaje intergaláctico en lugar de en un depósito de cadáveres esperando identificar al hombre que había matado.
«Lo maté», pensó.
Esas palabras, resonando en su mente, parecían hacerle sentir más frío aún que antes.
Miró su reloj de pulsera.
Las tres y dieciocho.
—En un minuto estaremos listos —la tranquilizó el teniente Clemenza.
Mientras hablaba, un empleado del depósito entró una camilla con ruedas y la situó al otro lado de la ventana. La dispuso exactamente frente al cristal. Un cuerpo yacía allí, cubierto con una sábana. El empleado apartó la tela del rostro del muerto, bajándola hasta la cintura, después se apartó.
Hilary miró el cadáver y se mareó.
Se le secó la boca.
El rostro de Frye estaba blanco y quieto; pero tuvo la loca sensación de que, en cualquier momento, volvería la cabeza hacia ella y abriría los ojos.
—¿Es él? —preguntó el teniente Clemenza.
—Es Bruno Frye —dijo débilmente.
—¿Pero es el hombre que penetró en su casa y la atacó? —preguntó el teniente Howard.
—Basta ya de esta rutina estúpida. Por favor.
—No, no —intervino Clemenza—; el teniente Howard ya no duda de su historia, Miss Thomas. Verá, ya sabemos que este hombre es Bruno Frye. Lo hemos comprobado por el documento de identidad que llevaba. Lo que necesitamos oírle decir es que se trata del mismo hombre que la atacó y al que usted apuñaló.
La boca muerta era ahora inexpresiva, ni apretada ni sonriente, pero no podía olvidar la sonrisa diabólica que la había plegado.
—Es él —declaró—. Estoy segura. He estado segura siempre. Y tendré pesadillas por mucho tiempo.
El teniente Howard hizo una señal al empleado que esperaba más allá de la ventana, y el hombre cubrió el cadáver.
Otro pensamiento absurdo pero escalofriante la embargó: ¿Y si se incorporara en la camilla y apartara la sábana?
—Vamos a llevarla a casa —dijo Clemenza.
Salió de la estancia delante de ellos, angustiada porque había dado muerte a un hombre… pero completamente tranquilizada e incluso encantada de que ya no estuviera vivo.
La llevaron a casa en el sedán sin distintivos. Frank conducía, Tony se sentaba a su lado, delante. Hilary Thomas estaba detrás, encogida de hombros, con los brazos cruzados, como si sintiera frío en aquella tibia tarde de finales de setiembre.
Tony no dejó de encontrar excusas para volverse y hablarle. No quería apartar los ojos de ella. Era tan preciosa que le hacía sentir lo que a veces experimentaba en un gran museo cuando se hallaba delante de una pintura exquisita, obra de alguno de los viejos maestros.
Le contestaba, incluso le dirigió un par de sonrisas; pero no se sentía con ánimos para una conversación intrascendente. Estaba sumida en sus pensamientos, casi siempre mirando por la ventanilla, y silenciosa.
Cuando llegaron a la calzada circular de su casa y pararon ante la puerta principal, Frank Howard se volvió y le dijo:
—Miss Thomas… yo… bueno… yo debo pedirle perdón.
A Tony no le sorprendió la admisión, pero sí la sincera nota de contrición en la voz de Frank y la expresión suplicante de su rostro; la mansedumbre y la humildad no eran el fuerte de su compañero.
Hilary Thomas también pareció sorprendida.
—Ah…, bueno…, supongo que cumplía con su deber.
—No —dijo Frank—. Éste es el problema. No cumplía con mi deber. O por lo menos, no lo hacía nada bien.
—Pero ya ha terminado —dijo Hilary.
—De todos modos, ¿querrá aceptar mis excusas?
—Pues… naturalmente —asintió incómoda.
—Me siento muy avergonzado por la forma en que la traté.
—Frye ya no volverá a molestarme. Así que creo que esto es lo que de verdad importa.
Tony bajó del coche y le abrió la puerta. No podía salir por sus propios medios porque las puertas traseras del sedán no tenían manecilla por dentro, un impedimento para los prisioneros que pensaran escapar. Además, quería acompañarla hasta la casa.
—Puede que tenga que declarar en el juicio —le dijo al acercarse a la casa.
—¿Por qué? Cuando le apuñalé, Frye estaba en mi casa, contra mi voluntad. Amenazaba mi vida.
—No cabe la menor duda de que es un caso de autodefensa —se apresuró a tranquilizarla Tony—. Si debe aparecer en el juicio, será sólo una simple formalidad. No hay la menor probabilidad de que la acusen de nada.
Abrió la puerta principal, se volvió a él y le dirigió una sonrisa radiante:
—Gracias por creer en mí anoche, incluso después de lo que el sheriff de Napa County aseguró.
—Le investigaremos —dijo Tony—. Tendrá alguna explicación que darnos. Si le interesa, le comunicaré cuál ha sido su excusa.
—Tengo curiosidad.
—Está bien. Se lo comunicaré.
—Gracias.
—No es molestia.
Entró en la casa.
Él no se movió.
Se volvió a mirarle.
Le sonrió tontamente.
—¿Hay algo más? —le preguntó.
—A decir verdad, sí.
—¿Qué?
—Una pregunta más.
—¿Sí?
Nunca se había sentido tan torpe ante una mujer.
—¿Querrá cenar conmigo el sábado?
—Oh… Bueno… No creo que pueda.
—Comprendo.
—Quiero decir, me encantaría.
—¿De verdad?
—Pero la verdad es que no tengo mucho tiempo para la vida social en estos días.
—Comprendo.
—Acabo de obtener el contrato con «Warner Brothers», y va a tenerme ocupada a todas horas.
—Lo comprendo.
Se sentía como un estudiante de último curso que acaba de ser rechazado por la popular animadora del centro.
—Ha sido muy amable invitándome.
—Claro. Bien…, suerte con los «Warner Brothers».
—Gracias.
—La tendré enterada sobre el sheriff Laurenski.
—Gracias.
Sonrió y ella le sonrió también.
Dio la vuelta y empezó a andar hacia el coche; oyó cerrarse la puerta de la casa. Dejó de andar y se volvió a mirarla.
Un pequeño sapo saltó fuera de las matas al camino por donde iba Tony. Se sentó en el centro y le miró, sus ojos giraron hacia atrás para conseguir el ángulo necesario, su pecho marrón verdoso latía con fuerza, contrayéndose y ensanchándose.
Tony miró al sapo y le preguntó:
—Insistí poco, ¿verdad?
Tras una pausa, el pequeño sapo se decidió a croar.
—¿Qué tengo que perder? —preguntó Tony.
El sapo repitió el sonido.
—A mí también me lo parece. No tengo nada que perder.
Se adelantó al cupido anfibio y llamó. Tuvo la sensación de que Hilary Thomas le observaba por la mirilla y cuando, un segundo más tarde, abrió la puerta, él dijo antes de que ella pudiera hablar:
—¿Soy terriblemente feo?
—¿Qué?
—¿Me parezco a Quasimodo, o algo?
—La verdad, yo…
—No me limpio los dientes en público.
—Teniente Clemenza…
—¿Es por ser un poli?
—¿Qué?
—Ya sabe lo que piensa cierta gente.
—¿Qué piensa cierta gente?
—Piensa que los polis son socialmente inaceptables.
—Pero yo no soy de esa gente.
—¿No es esnob?
—No. Yo sólo…
—Quizá me rechazó porque no tengo mucho dinero ni vivo en Westwood.
—Teniente, he pasado gran parte de mi vida sin dinero, y no siempre he vivido en Westwood.
—Entonces me gustaría saber qué hay de malo en mí —exclamó mirándose burlonamente asombrado.
Hilary le sonrió y negó con la cabeza:
—No hay nada malo, teniente.
—¡Loado sea Dios!
—Realmente he dicho no por una sola razón. No tengo tiempo para…
—Miss Thomas, incluso el Presidente de los Estados Unidos consigue una noche libre de tanto en tanto. Incluso el jefe de la «General Motors» disponer de ocio. Incluso el Papa. Incluso el propio Dios descansó el séptimo día. Nadie puede estar ocupado todo el tiempo.
—Teniente…
—Llámeme Tony.
—Tony, después de lo que he pasado estos dos días, me temo que no sería unos cascabeles.
—Si quisiera ir a cenar para oír cascabeles, me llevaría un grupo de titiriteros.
Hilary volvió a sonreírle y él tuvo que esforzarse por no coger su bello rostro entre las manos y besarlo.
—Lo siento, pero necesito estar sola unos días.
—Eso es exactamente lo que no necesita después de la experiencia pasada. Le hace falta salir, estar entre gente, levantarse la moral. Y no soy yo el único que lo piensa.
Se volvió y mostró el camino tras él.
El sapo seguía allí.
Se había vuelto para mirarlos.
—Pregunte a Mr. Sapo —indicó Tony.
—¿Mr. Sapo?
—Un buen amigo. Una gran persona —Tony se agachó y miró al sapo—. ¿Verdad que necesita salir y distraerse, Mr. Sapo?
El animal movió lentamente sus pesados párpados y emitió su curioso ruidito oportunamente.
—Está absolutamente en lo cierto. ¿Y no cree que es conmigo con el que debería salir?
—Crüic-oc —le contestó.
—Ahhh —dijo Tony asintiendo satisfecho y enderezándose.
—Bien, ¿qué le ha dicho? —preguntó Hilary riendo—. ¿Qué me hará si no salgo con usted? ¿Me saldrán ampollas?
Tony estaba serio.
—Mucho peor que eso. Me ha dicho que se meterá en su casa, subirá a su dormitorio y croará tan fuerte todas los noches que no la dejará dormir hasta que acceda.
—Bien. Me rindo.
—¿Sábado por la noche?
—De acuerdo.
—La recogeré a las siete.
—¿Qué tengo que ponerme?
—Algo sencillo.
—Hasta el sábado a las siete.
Tony se volvió al sapo y le dijo:
—Gracias, amigo.
Hilary se echó a reír y cerró la puerta.
Tony regresó al coche y se metió en él silbando alegre.
Al alejarse de la casa, Frank le preguntó:
—¿De qué se trataba?
—Tengo una cita.
—¿Con ella?
—No va a ser con su hermana.
—Muerto con suerte.
—Sapo con suerte.
—¿Cómo?
—Es una broma.
Pasadas un par de manzanas, Frank dijo:
—Son más de las cuatro. Cuando devolvamos este paquete de hierros al depósito y demos el día por terminado serán las cinco.
—¿Quieres terminar a la hora, por una vez? —preguntó Tony.
—No podemos hacer gran cosa con Bobby Valdez hasta mañana.
—Sí —asintió Tony—. Hagamos locuras.
Unas manzanas más allá, Frank preguntó:
—¿Quieres que nos tomemos unas copas cuando terminemos?
Tony le contempló asombrado. Era la primera vez desde que trabajaban juntos que Frank había sugerido seguir juntos después del trabajo.
—Sólo una o dos copas —sugirió Frank—. Si no tienes otro compromiso…
—No, estoy libre.
—¿Conoces algún bar?
—Un lugar perfecto. Se llama «The Bolt Hole».
—¿No estará cerca de jefatura? ¿No será un lugar a donde van muchos polis?
—Por lo que yo sé, soy el único representante de la ley que lo frecuenta. Está en el Boulevard de Santa Mónica, cerca de Century City. A un par de manzanas de mi apartamento.
—Parece estupendo —dijo Frank—. Allá nos encontraremos.
El resto del camino hasta el garaje de la Policía lo recorrieron en silencio…, pero un silencio bastante más cordial que en el que habían trabajado antes, aunque silencio al fin y al cabo.
«¿Qué querrá? —se preguntaba Tony—. ¿Por qué la famosa reserva de Frank Howard se habrá venido abajo?».
A las cuatro y media, el forense de Los Ángeles ordenó una autopsia limitada en el cuerpo de Bruno Gunther Frye. En el caso de que fuera posible, el cadáver debía abrirse solamente en la zona de las heridas abdominales, lo bastante para determinar si esos dos cortes habían sido la única causa de su muerte.
El forense no realizaría la autopsia, porque tenía que salir a las cinco y media en un vuelo a San Francisco a fin de participar en una charla. El trabajo fue asignado a un patólogo de su equipo.
El muerto esperaba, junto con otros difuntos, en una habitación fría, sobre una fría camilla, inmóvil debajo de su blanca mortaja.
Hilary Thomas estaba agotada. Cada uno de sus huesos le dolía; cada articulación se le antojaba inflamada. Cada músculo parecía haber pasado por una batidora a toda velocidad y ser reconstruido después. La tensión emocional podía tener el mismo efecto psicológico que un excesivo trabajo físico.
Tenía los nervios a flor de piel, estaba demasiado tensa para que un sueñecito la refrescara. Cada vez que en la gran casa se producía un ruido normal, se preguntaba si sería un crujido del parqué bajo el peso de un intruso. Cuando la brisa suave movía una hoja de palmera o la rama de un pino contra su ventana, imaginaba que alguien estaba cortando un cristal o tanteando una falleba en la ventana. Pero cuando se sucedía un largo período de perfecto silencio, percibía algo siniestro en aquella quietud. Sus nervios estaban más desgastados que las rodillas del pantalón de un penitente.
El mejor remedio que había encontrado para la tensión nerviosa era un buen libro. Repasó las estanterías del estudio y eligió la novela más reciente de James Clavell, una historia compacta situada en Oriente. Se sirvió un vaso de Dry Sack on the rocks, se acomodó en el profundo sillón marrón y empezó a leer.
Veinte minutos después, cuando ya empezaba a perderse en la historia de Clavell, sonó el teléfono. Se levantó y dijo:
—¿Diga?
No obtuvo respuesta.
—¡Diga!
El que llamaba escuchó unos segundos y luego colgó.
Hilary dejó el aparato y se quedó contemplándolo pensativa. ¿Se habrían confundido de número?
Así seria.
¿Pero, por qué no lo dijo?
«Hay gente que no sabe disculparse —pensó—. Son mal educados».
Pero ¿y si no se habían equivocado? ¿Y si se trataba… de algo más?
«¡Deja ya de buscar fantasmas en cada sombra! —se reprochó furiosa—. Frye está muerto. Era una mala cosa, pero ya está liquidado. Te mereces un descanso, un par de días para calmar los nervios y recuperar la sensatez. Pero, en este caso, debes dejar de mirar por encima del hombro y seguir con tu vida. Si no lo haces así, acabarás en una celda acolchada».
Volvió a enroscarse en el sillón; pero sintió un frío que le produjo carne de gallina en los brazos. Fue al ropero y sacó un mantón de punto verde. Volvió al sillón, se envolvió las piernas y sorbió el Dry Sack.
Se sumió de nuevo en la lectura de Clavell.
Al momento se había olvidado de la llamada telefónica.
Después de dar la jornada por terminada, Tony se fue a casa, se lavó la cara y cambió el traje por unos tejanos y una camisa azul a cuadros. Cogió una chaqueta ligera, color avellana, y anduvo las dos manzanas hasta «The Bolt Hole».
Frank ya estaba allí, sentado en un rincón al fondo, bebiéndose un whisky escocés.
«The Bolt Hole»… o sencillamente «The Hole», como decían los habituales, era esa cosa rara y a punto de desaparecer: un bar de vecindario. Durante las dos últimas décadas, en respuesta a la fracción y continuada subdivisión de la cultura, la industria tabernaria americana, por lo menos en esa parte de ciudades y suburbios, se había sumido en un frenesí de especializaciones. Pero «The Hole» había superado con éxito la tendencia. No era un bar de gays. No era un bar de solitarios, ni de busconas. No era un bar de camioneros, ni de gente del espectáculo, o policías o contables; su clientela era una mezcla representativa de la comunidad. No era un top-less go-go bar. No era un bar de rock and roll, ni un bar campesino o del Oeste. Y, gracias a Dios, no era un bar de deportistas con una de esas pantallas de televisión gigantes y la voz de Howard Cosell en sonido estereofónico. «The Hole» no ofrecía nada más que una agradable media luz, limpieza, corrección, taburetes y butacas cómodos y un tocadiscos de tono moderado, perritos calientes y hamburguesas preparados en la minúscula cocina y buenas bebidas a precios razonables.
Tony se deslizó en el banco rinconero, frente a Frank.
Penny, una camarera rubia, con mejillas regordetas y un hoyuelo en la barbilla, se acercó a la mesa. Alborotó el pelo de Tony y le preguntó:
—¿Qué deseas, Renoir?
—Un millón en efectivo, un «Rolls Royce», la inmortalidad y el aplauso de las masas.
—¿Y con qué te conformas?
—Con una botella de «Coors».
—Eso sí podemos servírtelo.
—Tráigame otro escocés —pidió Frank.
Cuando la muchacha se dirigió al bar en busca de sus bebidas, Frank preguntó:
—¿Por qué te ha llamado Renoir?
—Porque era un famoso pintor francés.
—¿Ah?
—Bueno, yo también pinto. Pero no soy ni francés ni famoso. Es la forma que tiene Penny de bromear conmigo.
—¿Pintas cuadros?
—Claro. No pinto paredes.
—¿Y cómo no lo has dicho nunca?
—Alguna vez he hecho observaciones sobre arte. Pero he visto que para ti el tema carecía de interés. La verdad, no podías demostrar menos entusiasmo que si hubiera discutido puntos interesantes de la gramática suahili o del proceso de descomposición en los cadáveres infantiles.
—¿Cuadros al óleo? —insistió Frank.
—Óleo. Tinta y lápiz. Acuarelas. Un poco de cada cosa, pero sobre todo óleos.
—¿Desde cuándo pintas?
—Desde que era niño.
—¿Has vendido muchos cuadros?
—No pinto para vender.
—¿Para qué lo haces entonces?
—Para mi propia satisfacción.
—Me gustaría ver alguna de tus obras.
—Mi museo tiene un horario raro; pero estoy seguro de que podré arreglar una visita.
—¿Museo?
—Mi apartamento. No tengo muchos muebles en él, pero rebosa cuadros.
Penny les trajo las bebidas.
Guardaron silencio un momento; después, conversaron acerca de Bobby Valdez unos minutos; luego, silencio otra vez.
En el bar había dieciséis o dieciocho personas. Algunos hablan pedido bocadillos. El aire estaba lleno de aroma de carne asada y cebolla frita que hacía la boca agua. Al fin, Frank dijo:
—Supongo que te estarás preguntando por qué estamos aquí.
—Para tomarnos unas copas.
—Además de eso. —Frank revolvió su bebida; los cubitos de hielo tintinearon—. Tengo algunas cosas que decirte.
—Pensé que me las habían dicho todas esta mañana, en el coche, cuando salimos de «Vee Vee Gee».
—Olvida lo que te dije entonces.
—Tenías derecho a decirlo.
—Estaba lleno de basura.
—No, puede que tuvieras algo de razón.
—Te repito, no soy más que basura.
—De acuerdo —aceptó Tony—, eres basura.
—Hombre, podías haber discutido un poco más.
—Cuando tienes razón, tienes razón.
—Pero estaba equivocado en lo de la Thomas.
—Ya le has pedido perdón, Frank.
—Siento que también debería pedírtelo a ti.
—No es necesario.
—Pero tú comprendiste algo, viste que decía la verdad. Yo ni siquiera lo olí. Seguía una pista equivocada. Demonio, tú me metiste la nariz dentro y ni siquiera el olfato me funcionó.
—Bueno, si nos ceñimos a la imagen nasal, podrías decir que no olfateaste nada porque tu nariz estaba desviada.
Frank asintió. Su rostro ancho parecía adoptar la expresión melancólica de un sabueso.
—Todo por culpa de Wilma. Mi nariz está desviada por culpa de Wilma.
—¿Tu ex mujer?
—Sí. Esta mañana diste en el clavo cuando me dijiste que me había vuelto un hombre que odiaba a las mujeres.
—Lo que te hizo debió ser muy malo.
—Hiciera lo que hiciera, no es una excusa para lo que he permitido que llegue a ocurrirme.
—Tienes razón.
—Quiero decir, no puedo huir de las mujeres, Tony.
—Están por todas partes.
—¡Cristo! ¿Sabes desde cuándo no me he acostado con una mujer?
—No.
—Desde hace meses. Desde que me dejó, desde cuatro meses antes de que consiguiera el divorcio.
Tony no sabía qué decir. Sentía que no conocía lo bastante a Frank para iniciar una discusión íntima sobre su vida sexual; pero era obvio que el hombre necesitaba desesperadamente alguien que le escuchara y se preocupara.
—Si no vuelvo a normalizarme pronto, lo mejor sería que me hiciera cura.
—Diez meses es mucho tiempo —asintió Tony turbado.
Frank no respondió. Se quedó contemplando su vaso como si mirara una bola de cristal tratando de descubrir el futuro. Estaba claro que quería hablar de Wilma y del divorcio, y de lo que podía hacer a partir de ahora; pero no quería pensar que estaba forzando a Tony a escuchar sus problemas. Tenía mucho orgullo. Quería que le insistieran, contemplaran, abrumaran con preguntas y le murmuraran simpatía y afecto.
—¿Encontró Wilma a otro hombre o qué? —preguntó Tony y al momento se dio cuenta de que había ido al corazón del asunto demasiado deprisa.
Frank aún no estaba dispuesto a comentar aquella parte, y simuló no haber oído la pregunta.
—Lo que me preocupa es cómo todo esto afecta mi trabajo. Siempre he sido bueno en lo que hacía. Casi perfecto, me decía. Hasta el divorcio. Entonces me sentí amargado contra las mujeres, y a continuación contra el mismo trabajo. —Bebió un sorbo largo de whisky—. ¿Y qué demonio ocurrió con el maldito sheriff de Napa County? ¿Por qué iba a mentir para proteger a Bruno Frye?
—Tarde o temprano lo descubriremos.
—¿Quieres otra copa?
—De acuerdo.
Tony se dio cuenta de que se iban a quedar en «The Hole» mucho rato. Frank quería hablar de Wilma, quería desprenderse de todo el veneno acumulado que le iba royendo el corazón desde hacía un año, pero no era capaz de soltarlo más que gota a gota.
Aquel día, la Muerte tenía mucho trabajo en Los Ángeles. Muchos fallecían de muerte natural, claro, y por lo tanto la ley no exigía que pasaran por el bisturí del forense. Pero la oficina médica tenía nueve más que atender. Dos procedían de un accidente de tráfico con cargos por negligencia criminal. Dos hombres muertos por heridas de bala. Una mujer se había ahogado en su propia piscina. Un niño muerto por la paliza de un padre borracho. Y dos jóvenes por lo que parecía ser sobredosis de droga. Y también estaba Bruno Frye.
A las siete y diez de la tarde del jueves, un patólogo con ganas de terminar de una vez con el trabajo, completó una autopsia limitada en el cuerpo de Bruno Gunther Frye, varón, blanco, de cuarenta años. El doctor no consideró necesario diseccionar el cadáver más allá del área abdominal traumatizada, porque rápidamente determinó que el sujeto había perecido por aquellas heridas y nada más. La herida superior no era crítica; el cuchillo rasgó tejido muscular y rozó un pulmón. Pero la herida inferior era un desastre; la hoja había abierto el estómago, atravesando la vena pilórica y estropeado el páncreas entre otras cosas. La victima había muerto de hemorragia interna.
El patólogo cosió las incisiones que había hecho, así como las dos heridas. Limpió de sangre, bilis y restos de tejidos el estómago reparado y el enorme pedio.
El muerto fue transferido de la mesa de autopsias (que todavía tenía restos rojizos en los desagües de acero inoxidable) a una camilla. Un empleado se la llevó a la sala refrigerada donde otros cuerpos, ya cortados, explorados y vueltos a coser, esperaban pacientemente las ceremonias y las tumbas.
Cuando salió el empleado, Bruno Frye se quedó solo e inmóvil en compañía de los muertos y resignado como no lo había estado en compañía de los vivos.
Frank Howard empezaba a acusar la bebida. Se había quitado la chaqueta y la corbata, y desabrochado los dos primeros botones de la camisa. Su cabello estaba revuelto porque continuamente se pasaba los dedos por él. Tenía los ojos enrojecidos y la cara pastosa. Arrastraba las palabras y de cuando en cuando se repetía, insistiendo en un mismo punto con tanta frecuencia que Tony le espoleaba con dulzura para que siguiera, como si empujara la aguja de un fonógrafo fuera del surco dañado. Por cada cerveza de Tony, se bebía dos vasos de whisky.
Cuanto más bebía, más hablaba de las mujeres de su vida. Cuanto más se acercaba a la borrachera, más se acercaba a la agonía central de su vida: la pérdida de dos esposas.
Durante su segundo año como agente de Policía de uniforme de Los Ángeles, Frank Howard había conocido a su primera mujer, Barbara Ann. Estaba de vendedora en el mostrador de joyería en unos grandes almacenes del centro de la ciudad, y le ayudó a elegir un regalo para su madre. Era tan encantadora, tan menuda, tan bonita, con ojos oscuros, que no pudo resistir invitarla, aunque estaba seguro de que le rechazaría. Pero aceptó. Siete meses después se casaron. Barbara Ann era una planificadora; mucho antes de la boda, ya había trazado una detallada agenda para sus primeros cuatro años juntos. Continuaría trabajando en los almacenes, pero no gastarían ni un céntimo de sus ganancias. Todo su dinero lo ingresarían en una cuenta de ahorro que utilizaría más tarde para el depósito de compra de una casa. Intentaría ahorrar lo que pudiera del salario de él instalándose en un apartamento-estudio limpio y barato. Venderían su «Pontiac» porque se tragaba la gasolina y porque vivirían lo bastante cerca del trabajo de Barbara Ann para poder ir andando; el «Volkswagen» de ella bastaría para llevarle y traerle de jefatura y el dinero de la venta del coche sería la base del fondo para la casa. Incluso había planeado los menús diarios para los primeros seis meses, comidas sanas y alimenticias preparadas dentro de un apretado presupuesto. A Frank le hacía gracia esta veta de severa contabilidad, sobre todo porque parecía tan fuera de carácter. Barbara Ann era una mujer despreocupada y alegre, dispuesta a reír, a veces alocada, impulsiva en lo que no fuera económico y una magnífica compañera de cama siempre dispuesta para el amor y muy buena haciéndolo. En lo referente a eso, no era un contable; nunca planeó el amor; solía ser inesperado, sorprendente y apasionado. Pero se propuso comprar una casa sólo después de haber reunido por lo menos el cuarenta por ciento del precio de compra. Y sabía exactamente cuántas habitaciones debía tener y el tamaño preciso de cada una de ellas; trazó un plano de la planta, un plano ideal, y lo guardó en un cajón del tocador, sacándolo de tanto en tanto para mirarlo y soñar. Deseaba hijos; pero había decidido no tenerlos hasta que estuviera a salvo en su propia casa. Barbara Ann lo planeó todo para cualquier eventualidad… excepto cáncer. Contrajo una forma virulenta de cáncer linfático, que se le diagnosticó dos años y dos días después de casarse con Frank, y tres meses después, estaba muerta.
Tony seguía sentado con la cerveza calentándosele frente a él, escuchando a Frank con la convicción creciente de que era la primera vez que el hombre había compartido su dolor con alguien. Barbara Ann había muerto en 1958, veintidós años atrás y desde entonces Frank no había contado a nadie el dolor de verla acabarse y morir. Era un dolor jamás mitigado; ardía todavía en él, como había ardido entonces. Bebió más whisky y buscó más palabras para describir su agonía; y Tony estaba sorprendido por la sensibilidad y la profundidad de sentimientos que había ocultado tan bien tras su fuerte cara teutona y aquellos ojos azules generalmente, inexpresivos.
La pérdida de Barbara Ann había dejado a Frank débil, desconectado, dolorido, pero había reprimido las lágrimas y la angustia porque temía que, si se dejaba vencer por ellas, no podría volver a controlarse. Había notado en sí mismo impulsos de autodestrucción; una terrible ansia de bebida que nunca, antes de la muerte de su mujer, había experimentado; una tendencia a conducir excesivamente deprisa, sin la menor prudencia; aunque antes había sido un conductor sensato. Para superar su estado de ánimo, para salvarse de sí mismo, había ahogado su dolor en las exigencias del trabajo, había entregado su vida al Departamento, tratando de olvidarse de Barbara Ann en las largas horas de trabajo policial y de estudio. Su pérdida le dejó un hueco que no podía llenarse; pero, con el tiempo, consiguió obstruirlo con un interés obsesivo por el trabajo y con su total dedicación al servicio.
Durante diecinueve años, había sobrevivido, incluso medrado, con el régimen monótono del vicio de trabajar. Como agente de uniforme no podía prolongar sus horas de dedicación profesional, así que fue a la escuela cinco noches por semana y los sábados hasta que consiguió la licenciatura en Ciencia de la Criminología. Utilizó su título y su magnífico expediente para llegar al rango de detective de paisano, donde podía seguir trabajando después de horas establecidas sin fastidiar a nadie. Durante sus días de diez, doce y catorce horas de tarea, no pensaba en otra cosa que no fueran los casos que se le habían asignado. Incluso cuando no trabajaba, se dedicaba a meditar acerca de las investigaciones en curso excluyendo todo lo demás, las estudiaba en la ducha y mientras trataba de dormirse, rumiaba las nuevas pruebas mientras desayunaba y en sus cenas tardías. No leía otra cosa que textos de criminología y se documentaba en casos de criminales típicos. Por espacio de diecinueve años fue un policía de policías, un detective de detectives.
Y en todo aquel tiempo, no se tomó a ninguna mujer en serio. No tenía tiempo para citas, y tampoco le parecía bien. No era justo para Barbara Ann. Vivía como célibe durante semanas, después se permitía unas noches de tórrido alivio con una serie de acompañantes de pago. En cierto modo no entendía del todo que el sexo con una prostituta no fuera una traición al recuerdo de Barbara Ann, pero el cambio de dinero por servicios lo transformaba en una transacción estrictamente comercial y no algo del corazón, lo viera como lo viera.
Y entonces conoció a Wilma Compton.
Apoyado en el respaldo del banco en «The Bolt Hole», Frank parecía, atragantarse con aquel nombre de mujer. Se pasó la mano por el rostro sudoroso, se pasó los dedos por el pelo, y dijo:
—Necesito un doble más. —Hizo un enorme esfuerzo por articular cada silaba; pero esto sólo le hacía parecer más borracho que si hubiera arrastrado las palabras o se le hubiera trabado la lengua.
—Claro —dijo Tony—. Otro escocés. Pero también deberíamos comer algo.
—Nada de hambre.
—Hacen excelentes hamburguesas de queso. Pidamos un par, y patatas fritas.
—No. Para mí sólo escocés.
Tony insistió y al fin Frank aceptó la hamburguesa pero no las patatas fritas.
Penny le tomó el encargo; pero cuando oyó que Frank quería otro whisky, no le pareció que fuera una buena idea.
—No he venido conduciendo —le aseguró Frank, insistiendo en cada palabra—. He venido en taxi porque venía dispuesto a emborracharme como un estúpido. Volveré a casa en taxi también. Así que, gordita mía, tráigame otro de esos deliciosos whiskies dobles.
Tony le hizo una señal.
—Si no consigue un taxi, le llevaré yo a su casa.
Les trajo bebidas para los dos. Delante de Tony había aún media cerveza, pero estaba caliente y Penny se la llevó.
Wilma Compton.
Wilma era doce años más joven que Frank, treinta y uno cuando la conoció. Era encantadora, menuda, bonita y de ojos oscuros. Piernas finas. Cuerpo elástico. Caderas excitantes. Un culín monísimo. Cintura estrecha y pechos un poquito grandes para su talla… No era ni tan bonita, ni tan encantadora, ni tan menuda como había sido Barbara Ann. No tenía su rápido ingenio, ni era trabajadora como ella, ni compasiva como Barbara Ann. Pero, superficialmente por lo menos, se pareció lo bastante a la muerta para despertar en Frank el interés por el romance.
Wilma era camarera en un café donde los policías solían almorzar. La sexta vez que atendió a Frank éste la citó y ella dijo sí. En su cuarta salida se acostaron; Wilma tenía la misma ansia y energía y disposición para experimentar que había hecho de Barbara Ann una amante maravillosa. Si a veces Wilma le parecía únicamente preocupada por su propio placer y desinteresada por el de él, Frank trataba de convencerse de que su egoísmo pasaría, que era simplemente el resultado de no haber tenido una relación satisfactoria en mucho tiempo. Además, estaba orgulloso de tener tanta facilidad para excitarla de modo tan completo. Por primera vez desde que durmió con Barbara Ann, el amor entraba en su acto sexual y creyó percibir la misma emoción en la reacción de Wilma. Después de haber dormido juntos durante dos meses, le pidió que se casara con él. Contestó que no y a partir de entonces no quiso salir con él; las únicas veces que podía verla y hablarle era cuando iba al café.
Wilma era admirablemente sincera sobre sus razones para rechazarle. Quería casarse: buscaba con empeño al hombre adecuado; pero este hombre debía tener una buena cuenta bancaria y un muy buen empleo. Un poli, le dijo, jamás ganaría bastante dinero para proporcionarle el tipo de vida que deseaba y la seguridad que quería. Su primer matrimonio había fracasado porque ella y su marido no paraban de discutir sobre facturas y presupuestos. Había descubierto que las preocupaciones financieras destruían el amor de una relación, dejando solamente la cáscara cenicienta de la amargura y el enfado. Había sido una terrible experiencia y tomó la decisión de no volver a pasar por ello nunca más. No excluía la idea de casarse por amor, pero debía haber también seguridad económica. Temía parecer dura; no obstante, se sentía incapaz de sobrellevar el tipo de pesar que había soportado antes. Al hablar de ello, le temblaba la voz y se le llenaban los ojos de lágrimas. No quería arriesgarse, le dijo, a la intolerable disolución triste y deprimente de otro amor por causa de la falta de dinero.
Curiosamente, su determinación a casarse por dinero no disminuyó el respeto que Frank sentía por ella, ni enfrió su ardor. Al haber estado solo tanto tiempo, se hallaba ansioso por continuar sus relaciones, incluso si tenía que llevar el mayor par de gafas color de rosa a fin de mantener la ilusión del romance, le confesó su situación económica, casi le suplicó que repasara su cuenta de ahorro y los certificados de depósito a corto plazo que sumaban casi treinta y dos mil dólares. Le dijo lo que cobraba y le explicó con detalle que podría retirarse bastante joven aún con una buena pensión, lo bastante para emplear parte de sus ahorros en poner un negocio y ganar más dinero. Si seguridad era lo que buscaba, él era su hombre.
Treinta y dos mil dólares y una pensión de la Policía no eran suficientes para Wilma Compton.
—Quiero decir que no está mal, pero no tienes ni una casa ni nada, Frank. —Acarició un buen rato las libretas de ahorro como si aquello le produjera un placer sexual, pero se las devolvió, añadiendo—: Lo siento, Frank. Pero quiero encontrar algo mejor que esto. Soy joven aún y represento cinco años menos de los que tengo. Me queda tiempo, un poco más de tiempo, para seguir buscando. Y me temo que treinta y dos mil dólares no es gran cosa hoy en día. No sería suficiente para sacarnos de una crisis. Y no quiero comprometerme contigo si hay la menor posibilidad de que pudiera… volverme odiosa… y mezquina… como la otra vez que me casé.
Se quedó abrumado.
—¡Cristo, me estaba portando como un imbécil! —gimió Frank golpeando la mesa con el puño para dar más fuerza a su imbecilidad—. Me había convencido de que era igual a Barbara Ann, algo especial, algo raro y precioso. Hiciera lo que hiciera, por dura que fuera, por vulgar o insensible, siempre le encontraba excusas. Excusas inefables. Excusas imaginativas, bellas, complicadas. Estúpido. ¡Era estúpido, estúpido, como una bestia, Jesús!
—Lo que hiciste era comprensible.
—Fui un imbécil.
—Llevabas solo muchísimo tiempo. Habías tenido dos años tan maravillosos con Barbara Ann que pensaste que nunca encontrarías nada tan bueno, y no querías conformarte con menos. Así que dejaste el mundo fuera. Te convenciste de que no necesitabas a nadie. Pero todos necesitamos a alguien, Frank. Todos necesitamos preocuparnos por alguien. El hambre de amor y de compañerismo es tan natural en nuestra especie como la necesidad de comida y agua. Así que la necesidad fue creciendo en ti, Frank, en todos aquellos años y cuando viste alguien que se parecía a Barbara Ann, cuando viste a Wilma, no pudiste contenerte más. Diecinueve años de hambre y necesidad hirvieron en ti de repente. Estabas destinado a obrar como un loco. Habría sido magnífico si Wilma hubiera sido una buena mujer merecedora de todo lo que le ofrecías. Pero, sabes, lo que me sorprende, es que alguien como Wilma no te hubiera echado la zarpa antes.
—Fui un necio.
—No.
—Un idiota.
—No, Frank. Eras humano. Nada más. Solamente humano, como somos todos.
Penny trajo las hamburguesas de queso.
Frank encargó otro doble.
—¿Quieres saber lo que hizo cambiar a Wilma? —preguntó Frank—. ¿Quieres saber por qué decidió finalmente casarse conmigo?
—Claro. Pero primero cómete la hamburguesa.
Frank la ignoró.
—Mi padre murió y me lo dejó todo. Al principio, pareció que iban a ser unos treinta mil pavos, pero después descubrí que el viejo había reunido un montón de pólizas de seguro de vida, de cinco y diez mil dólares, en los últimos treinta años. Pagados los impuestos, el dinero sumaba unos noventa mil dólares.
—¡Que me aspen!
—Con lo que ya tenía —continuó Frank— el total era suficiente para Wilma.
—Te hubiera ido mejor si tu padre hubiera muerto pobre —observó Tony.
Los ojos enrojecidos de Frank se llenaron de lágrimas, y por un momento pareció que se iba a echar a llorar. Pero parpadeó rápidamente y contuvo las lágrimas. En una voz cargada de desesperación dijo:
—Me avergüenza admitirlo, pero cuando descubrí la cantidad de dinero de la herencia, dejó de importarme que el viejo hubiera muerto. Las pólizas de seguros llegaron una semana después de enterrarle y al momento pensé: Wilma. De pronto me sentí tan condenadamente feliz que no podía parar. Por lo que yo sentía, mi padre podía llevar veinte años muerto. Ahora se me revuelve el estómago al pensar cómo me comporté. Quiero decir, mi padre y yo no éramos muy afines pero le debía mucho más de lo que le di. ¡Jesús, no fui más que un egoísta hijo de perra, Tony!
—Todo pasó, Frank, todo pasó —le tranquilizó Tony—. Como te he dicho, estabas algo enloquecido. No eras del todo responsable de tus actos.
Frank se cubrió el rostro con ambas manos y así se quedó por unos minutos, temblando, pero sin llorar. Por fin levantó la cabeza y dijo:
—Así que cuando vio que casi tenía ciento veinticinco mil dólares, Wilma deseó casarse conmigo. En ocho meses me dejó limpio.
—Pero no eran bienes gananciales. ¿Cómo pudo llevarse más de la mitad de lo que tenías?
—Oh, no se llevó nada en el divorcio.
—¿Cómo?
—Ni un céntimo.
—¿Por qué?
—Porque ya no quedaba nada.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Se lo gastó?
—Lo robó —murmuró Frank.
Tony dejó su hamburguesa y se secó la boca:
—¿Que lo robó? ¿Cómo?
Frank estaba muy borracho, pero de pronto habló Con impresionante precisión y claridad. Para él parecía de suma importancia que esta acusación, más que cualquier otro detalle de la historia, fuera bien comprendida. No le había dejado nada más que su indignación y ahora deseaba compartirla con Tony.
—Tan pronto como volvimos de nuestra luna de miel, me anunció que se haría cargo de la contabilidad. Se ocuparía de todos nuestros asuntos bancarios, vigilaría nuestras inversiones, equilibraría las cuentas corrientes. Se apuntó en un cursillo de planificación de inversiones y preparó un presupuesto detallado. Se lo tomó muy en serio, y yo estaba encantado porque se parecía tanto a Barbara Ann.
—¿Le habías contado que Barbara Ann se había ocupado de estas cosas?
—¡Si! ¡Cielos, sí! Le di todas las facilidades para que me dejara sin un céntimo. Ya lo creo.
De pronto. Tony había perdido el apetito. Frank se pasó una mano temblorosa por el pelo:
—Verás, no tenía motivos para sospechar de ella. Quiero decir que era llenísima conmigo. Aprendió a cocinar lo que me gustaba. Siempre, al llegar a casa, quería saber lo que había hecho, y lo escuchaba tan interesada. No quería mucha ropa, ni joyas, ni nada. Salíamos a cenar o al cine de cuando en cuando; pero siempre decía que era tirar el dinero; decía que era igualmente feliz quedándose en casa conmigo, viendo la televisión juntos, o hablando. No tenía la menor prisa por comprar una casa. Era… cómoda, Cuando llegaba a casa agotado, me daba masajes. Y en la cama era fabulosa. Era perfecta. Excepto… excepto que todo el tiempo que cocinaba, escuchaba, me daba masajes y me atontaba el celebro, estaba…
—Vaciando las cuentas corrientes conjuntas.
—Hasta el último dólar. Todo, excepto diez mil dólares que estaban metidos en un certificado de depósito a largo plazo.
—¿Y entonces, se marchó?
Frank se estremeció:
—Un buen día llegué a casa y encontré una nota suya. Decía: «Si quieres saber dónde estoy, llama a este número y pregunta por Mr. Freyborn». Freyborn era un abogado. Le había contratado para gestionar el divorcio. Me quedé anonadado. Quiero decir, no tenía la menor sospecha… En todo caso, Freyborn se negó a decirme dónde estaba. Dijo que sería un caso sencillo porque no quería pensión, ni nada, de mí. No quería ni un céntimo, explicó Freyborn. Sólo deseaba liberarse. Me hirió fuerte. Muy fuerte. Jesús, no entendía lo que yo podía haberle hecho. Por algún tiempo, casi enloquecí, buscando qué había hecho mal. Pensé que tal vez podía cambiar, aprender a ser mejor y recuperarla, Y entonces…, dos días después, cuando necesité llenar un cheque, descubrí que en la cuenta quedaban sólo tres dólares. Fui al banco y después a la compañía de préstamo y ahorro, y entonces comprendí por qué no quería ni un penique. Ya se los había llevado todos.
—¿No dejarías que se saliera con la suya?
Frank bebió unos sorbos. Se hallaba sudando. Su rostro estaba blanco como una sábana.
—Al principio, me quedé como atontado y… bueno, no sé… pensé en el suicidio, supongo. No, no intenté matarme, pero tampoco me importaba vivir. Estaba ido, como en trance.
—Pero te recobraste.
—En parte. Todavía sigo medio tonto. Aunque estoy saliendo de ello. Después, sentí vergüenza. Vergüenza por haberle dejado que hiciera eso conmigo, por ser tan idiota, tan estúpido hijo de perra. No quería que nadie lo supiera. Ni siquiera mi abogado.
—Ésta es la primera cosa realmente estúpida que hiciste. Comprendo todo lo demás, pero eso…
—Pensé que si dejaba que todo el mundo supiera cómo Wilma me había jodido, la gente pensaría que todo lo que yo había dicho de Barbara Ann también era mentira. Creí que supondrían que Barbara Ann me había estado estafando lo mismo que Wilma, y para mí era importante, más importante que nada en el mundo, que el recuerdo de Barbara Ann siguiera siendo intachable. Sé que ahora parece una locura, pero así lo veía entonces.
Tony no sabía qué decirle.
—Así que el divorcio fue como una seda. No hubo discusiones largas sobre detalles de pensión. En realidad no volví a ver a Wilma excepto unos minutos ante el tribunal, y no he hablado con ella desde la mañana en que se marchó.
—¿Y ahora dónde está? ¿Lo sabes?
Frank terminó su whisky. Cuando habló su voz sonó distinta, baja, casi un murmullo, no como si quisiera ocultar el resto de la historia a los demás clientes del «Hole», sino como si ya no le quedaran fuerzas para hablar en un tono de voz normal.
—Una vez terminado el divorcio, sentí curiosidad. Pedí un pequeño préstamo sobre el certificado de depósito que no se había llevado y contraté un investigador privado para que averiguara dónde estaba y lo que hacía. Me trajo un montón de noticias. Muy interesantes. Volvió a casarse nueve días después de obtenido el divorcio. Un tipo llamado Chuck Pozley, de Orange County. Tiene una de esas salas de juegos electrónicos en un centro comercial de Costa Mesa. Vale ochenta o setenta mil dólares. Al parecer, Wilma pensaba seriamente casarse con él cuando yo heredé de mi padre. Así que lo que hizo fue casarse conmigo, sangrarme hasta dejarme sin nada y marcharse con mi dinero a reunirse con ese Chuck Pozley. Utilizaron parte del capital para abrir dos salas más de juego y parece que les va muy bien.
—¡Cielos! —exclamó Tony.
Aquella misma mañana no sabía apenas nada de Frank Howard, y ahora lo conocía casi todo. Más de lo que quería saber. Era un buen oyente y esto representaba a la vez su virtud y su maldición. Su anterior compañero, Michael Savatino, solía decirle que era un gran detective en gran parte porque la gente confiaba en él y les gustaba, y estaban dispuestos a hablarle de casi todo. Y la razón de que estuvieran dispuestos a ello era, en opinión de Michael, porque sabía escucharles. Y una persona que sabe escuchar es algo maravilloso y raro en un mundo de interés propio, promoción propia y amor propio. Tony escuchaba de buen grado y con atención a todo tipo de personas porque, como pintor fascinado por esquemas ocultos, buscaba el esquema general del significado y existencia humanos. Incluso ahora, mientras oía el relato de Frank, pensó en una frase de Emerson que había leído tiempo atrás: La Esfinge debe resolver su propio acertijo. Si toda la historia está en un hombre, toda ella debe explicarse desde su experiencia individual.
Cada hombre, mujer o niño, era un enigma fascinante, un gran misterio, y Tony pocas veces se aburría con sus historias.
Hablando aún tan bajo que Tony tenía que inclinarse hacia él para oírle, Frank le explicó:
—Pozle sabía lo que Wilma me tenía preparado. Parece ser que se veían un par de días a la semana mientras yo estaba en el trabajo. Durante todo el tiempo que jugó a ser la esposa perfecta, me iba robando hasta el último céntimo y follaba con ese Pozle. Cuanto más lo pensaba, más loco me volvía, hasta que al fin decidí contar a mi abogado lo que debía haberle contado desde el principio.
—¿Pero no era demasiado tarde?
—Eso es lo que ocurrió. Podía haber iniciado una acción criminal contra ella; pero el hecho de no haberla acusado de robo antes, durante los procedimientos del divorcio, hubiera pesado contra mí. Me hubiera gastado la mayor parte del dinero que me quedaba en facturas de abogados, y probablemente habría perdido ante los tribunales. Así que decidí olvidarlo. Opté por sumirme en mi trabajo como había hecho cuando la muerte de Barbara Ann. Pero estaba más destrozado de lo que suponía. Ya no podía hacer bien mi labor. Cada mujer con quien tenía que tratar…, no sé. Supongo que…, bueno, veía a Wilma en todas las mujeres. Si tenía la menor excusa, me ponía rabioso con las que debía interrogar, después, al poco tiempo, me fui volviendo brutal con todos los testigos, tanto hombres como mujeres. Empecé a perder la perspectiva, a pasar por alto indicios que un niño hubiera notado… Sentía una animosidad endiablada contra mi compañero, y aquí me tienes… —Su voz bajó más y abandonó su esfuerzo por hablar con claridad, sus palabras empezaron a embarullarse—. Después de la muerte de Barbara Ann, tenía por lo menos mi trabajo. Tenía algo. Pero Wilma se lo llevó todo. Me arrebató mi dinero y mi dignidad. Ahora es como si nada me importase ya. —Se levantó y se quedó de pie balanceándose como un muñeco con muelles en los pies—. Perdona. Tengo que hacer pis. —Salió dando traspiés en dirección al lavabo, dejando un margen exagerado a todo el que se encontraba en su camino.
Tony suspiró y cerró los ojos. Se hallaba cansado, de cuerpo y de espíritu.
Penny paró junto a su mesa y le dijo:
—Le harás un favor si te lo llevas a casa ahora. Por la mañana se encontrará igual que un bicho medio muerto.
—¿Cómo se siente un bicho medio muerto?
—Mucho peor que un bicho sano, y muchísimo peor que un bicho muerto.
Tony pagó la cuenta y esperó a que su compañero apareciera. Después de cinco minutos de espera, recogió la chaquete y la Corbata de Frank y fue en su busca.
El lavabo de caballeros era pequeño: una taza, un urinario y un lavamanos. Olía muchísimo a desinfectante perfumado de pino y un poquitín a orina.
Frank se encontraba frente a una pared cubierta de inscripciones y de espaldas a la puerta cuando entró Tony. Estaba dando golpes con las manos abiertas contra la pared, por encima de su cabeza, con ambas manos a la vez, haciendo un ruido con sus fuertes palmadas que resonaba en la estrecha estancia de alto techo. ¡BAM-BAM-BAM-BAM-BAM! No podía oírse desde el bar, por las conversaciones y la música, pero allí hería el oído de Tony.
—¿Frank?
¡BAM-BAM-BAM-BAM-BAM-BAM-BAM!
Tony fue hacia él, le puso una mano en el hombro, lo apartó suavemente de la pared y le hizo dar la vuelta.
Frank estaba llorando. Tenía los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Unos gruesos lagrimones le resbalaban por el rostro. Tenía los labios hinchados y la boca estremecida de pesar. Pero lloraba en silencio, sin sollozos, ni gemidos, con la voz ahogada en el fondo de su garganta.
—Está bien —le dijo Tony—. Todo se arreglará. No necesitas a Wilma. Estás mucho mejor sin ella. Tienes amigos. Te ayudaremos, Frank, si nos lo permites. Yo te ayudaré. Te tengo afecto, Frank. De verdad que me importas.
Frank cerró los ojos. Se le venció la boca y sollozó; pero todavía en extraño silencio, haciendo ruido sólo cuando recobraba el aliento. Tendió la mano, en busca de apoyo, y Tony le rodeó con su brazo.
—Quiero ir a casa —farfulló Frank—. Lo único que quiero es ir a casa.
—Está bien. Te llevaré a casa. Aguanta.
Con los brazos de ambos sosteniéndose, como viejos camaradas de guerra, abandonaron «The Bolt Hole». Recorrieron el par de manzanas hasta el apartamento donde vivía Tony y subieron al jeep que éste poseía.
Estaban a mitad de camino del piso de Frank, cuando respiró profundamente y dijo:
—Tony…, tengo miedo.
Tony le miró.
Frank estaba acurrucado en su asiento. Se veía pequeño y débil; su ropa parecía demasiado grande para él. Las lágrimas brillaban en su rostro.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó Tony.
—No quiero estar solo —confesó Frank llorando, temblando por efecto del exceso de bebida, y temblando también por algo más, un oscuro temor.
—No estás solo.
—Tengo miedo de… morir solo.
—Ni estás solo, ni te vas a morir, Frank.
—Todos envejecemos… tan deprisa. Y después… quiero que alguien esté conmigo.
—Encontraremos a alguien.
—Quiero alguien que me recuerde y me quiera.
—No te preocupes —intentó tranquilizarle Tony.
—Me asusta.
—Encontrarás a alguien.
—Nunca.
—Sí. Ya lo verás.
—Nunca. Nunca —murmuró Frank cerrando los ojos y apoyando la cabeza contra la ventanilla.
Cuando llegaron a su apartamento, Frank dormía como un niño. Tony trató de despertarle. Pero veía que su compañero no acababa de estar en sus cabales. Dando tropezones, murmurando y exhalando profundos suspiros. Se dejó despertar a medias, casi llevar hasta la puerta del apartamento. Tony lo apoyó contra la pared, al lado de la puerta, lo sostuvo con una mano y con la otra revolvió en sus bolsillos hasta encontrar la llave. Cuando por fin llegaron al dormitorio, Frank se derrumbó sobre el lecho, desmadejado, y empezó a roncar.
Tony lo desnudó y lo dejó en calzoncillos. Apartó la colcha, empujó a Frank sobre la sábana de abajo, le cubrió con la otra sábana y le echó una manta encima. Frank se limitó a acomodarse y roncar.
En la cocina, en un cajón junto al fregadero, Tony encontró un lápiz, un bloc de papel y un rollo de cinta adhesiva. Escribió una nota para Frank y la pegó a la nevera.
Querido Frank:
Cuando por la mañana despiertes, vas a recordar cuanto me dijiste y te sentirás avergonzado. No te preocupes. Lo que me contaste quedará estrictamente entre nosotros. Mañana te confiaré tremendos secretos míos y así estaremos en paz. Después de todo, para la limpieza del alma son precisamente los amigos.
TONY
Al salir cerró la puerta con llave.
Mientras iba hacia su casa, pensó en el pobre Frank, que es taba solo por completo, y se dio cuenta de que su propia situación no era mucho mejor. Su padre vivía aún; pero se hallaba bastante enfermo por aquellos días y lo más probable era que no viviese más de cinco años, diez a lo sumo. Los hermanos y hermanas de Tony se encontraban repartidos por todo el país, y ninguno de ellos era del todo afín a él. Tenía muchos amigos, pero no son sólo amigos lo que uno quiere junto a sí al hacerse viejo y sentirse morir. Comprendía lo que Frank había querido decir. Cuando uno se encuentra en el lecho de muerte hay sólo ciertas manos que uno desea retener y que pueden infundir valor: las manos del cónyuge, de los hijos o de los padres. Se percató de que se estaba montando una vida que, al completarla, podría ser un templo, hueco, de soledad. Tenía treinta y cinco años, todavía joven, pero nunca había pensado en serio en el matrimonio. De pronto, tuvo la sensación de que el tiempo se le escapaba entre los dedos. ¡Los años pasaban tan deprisa! Le parecía que hacía un año que había cumplido veinticinco; pero había transcurrido una década.
«Quizás Hilary Thomas sea la única —pensó al detenerse en el aparcamiento frente a su casa—. Es especial. Lo veo. Muy especial. Puede que ella también crea que yo soy especial. Podría salirnos bien. ¿No es verdad?».
Permaneció un momento sentado en el jeep, mirando al cielo, pensando en Hilary y en hacerse viejo y morir solo.
A las diez y media, cuando Hilary Thomas estaba ya enfrascada en la novela de James Clavell y terminando su cena de manzanas y queso, sonó el teléfono.
—Diga.
No había más que silencio al otro extremo de la línea.
—¿Quién está al aparato?
Nada.
Colgó con fuerza el auricular. Eso es lo que aconsejan que se haga cuando se recibe una llamada amenazadora u obscena. Colgar. No alentar al que llama. Colgar al momento y con fuerza. Seguro que le había proporcionado un buen dolor de oído; pero ni eso la hizo sentirse mejor.
Estaba segura de que no era una llamada equivocada. No iba a serlo dos veces en una misma noche y sin excusarse en ninguna de las dos ocasiones. Además, percibió una cierta amenaza en aquel silencio, una amenaza no formulada.
Incluso después de haber sido nominada para el premio de la Academia, no había sentido, en ningún momento, la necesidad de un número de teléfono secreto. Los escritores no son celebridades en el mismo sentido que los actores o incluso directores. El público en general nunca recordaba, ni le importaba, quién ganó el galardón por el guión de una película de éxito. La mayoría de los escritores tenían números que no constaban en la guía porque se les antojaba prestigioso; si el número no figuraba daba la impresión de que el agobiado escritor estaba tan ocupado con proyectos importantes que no le quedaba tiempo ni para la menor llamada no esperada. Pero ello no tenía un problema de ego de aquel tipo, y dejar que su nombre se encontrara en la guía telefónica resultaba tan anónimo como suprimirlo.
Claro, puede que ahora ya no fuera así. Quizá los reportajes de los medios de comunicación sobre sus dos encuentros con Bruno Frye la habían transformado en objeto de interés general, lo que no habían conseguido sus dos afortunados guiones. La historia de una mujer defendiéndose de un supuesto violador y matándolo la segunda vez… podría resultar fascinante para cierto tipo de mentes enfermas, Podía hacer que algún animal de los que andan sueltos por ahí sintiera la necesidad de demostrar que podía tener éxito donde Bruno Frye había fracasado.
Decidió llamar a las oficinas de la compañía telefónica a primera hora de la mañana y pedir que le dieran un número nuevo que no constara en ninguna parte.
A medianoche, el depósito de cadáveres de la ciudad estaba, según el propio ayudante del forense lo había descrito, silencioso como una tumba. El corredor, a media luz, se hallaba también en silencio. El laboratorio a oscuras. La habitación llena de cadáveres permanecía fría y sin luz, y no se oía más que el zumbido que escapaba de los agujeros que proyectaban aire helado.
Cuando la noche del jueves pasó a viernes por la mañana, sólo había un hombre de guardia en el depósito. Se encontraba en una pequeña estancia adyacente al despacho del forense, sentado en una butaca de respaldo con muelles, ante una fea mesa de metal y chapa de nogal. Se llamaba Albert Wolwicz, Contaba veintinueve años, estaba divorciado, y era padre de una única hija llamada Rebecca. Su mujer había obtenido la custodia de la chica. Ambas vivían ahora en San Diego. A Albert no le importaba trabajar en el turno de los cadáveres. Estuvo un rato ocupándose del archivo; luego, escuchó la radio, volvió a dedicarse al archivo y después leyó unos capítulos de una novela, muy buena, de Stephen King sobre vampiros en Nueva Inglaterra; y si la ciudad se mantenía fresca de noche, si los maderos de uniforme y los chicos de la furgoneta no empezaban a traerle camillas procedentes de luchas callejeras o accidentes de carretera, su guardia sería deliciosa hasta la hora de marcharse.
Diez minutos después de medianoche sonó el teléfono.
Albert lo cogió:
—Depósito.
Silencio.
—Diga —insistió Albert.
El hombre al otro extremo de la línea gimió dolorido y se echó a llorar.
—¿Quién llama?
El que llamaba lloraba tanto que no pudo responder.
—¿Quién llama?
El otro no pudo contestar de intenso que era su llanto.
Los sonidos torturados eran casi una parodia del dolor, unos sollozos exagerados e histéricos, lo más extraño que Albert había oído jamás.
—Si me dijera lo que le ocurre, tal vez podría ayudarle.
Colgaron.
Albert contempló el aparato durante unos minutos, finalmente se encogió de hombros y puso el auricular en su soporte.
Intentó seguir la historia de Stephen King donde la dejó; pero no podía olvidar que tuvo la impresión de que algo se arrastraba tras la puerta que estaba a su espalda. Se volvió a mirar lo menos media docena de veces; pero nunca vio nada ni a nadie allí.