DOS

Esquemas.

A Anthony Clemenza le fascinaban.

A la caída de la tarde, antes de que Hilary Thomas hubiera llegado a casa, mientras todavía conducía por las colinas y cañones para relajarse, Anthony Clemenza y su compañero, el teniente Frank Howard, interrogaban a un barman en Santa Mónica. Más allá de los grandes ventanales del muro oeste del salón, el sol moribundo no cesaba de crear esquemas púrpura, naranja y planteados sobre la oscura superficie del mar.

El lugar era un bar de solitarios, llamado «Paraíso», centro de reunión para los solitarios crónicos y cornudos extremos de ambos sexos, en una época en que los puntos tradicionales de encuentro…, cenas parroquiales, bailes de barrio, excursiones comunitarias, clubes sociales…, habían sido arrasados por auténticas apisonadoras sociológicas dejando la tierra que había sido suya cubierta de altos bloques de cemento y cristal, pizzerías y aparcamientos de cinco plantas. El bar de los solitarios era donde el muchacho especial se reunía con la muchacha especial, donde el semental establecía contacto con la ninfomaníaca, donde la pequeña secretaria tímida de Chatsworth se encontraba con el apocado e inepto programador de ordenadores de Burbank y donde, a veces, el violador conocía a la que iba a ser violada.

A los ojos de Anthony Clemenza, la gente del «Paraíso» creaba esquemas que identificaban el lugar. Las mujeres más hermosas y los hombres más guapos se sentaban, tiesos, en taburetes y en minúsculas mesitas de cóctel, las piernas cruzadas con perfección geométrica, codos con la justa inclinación, posando para mostrar las limpias líneas de sus rostros y de sus fuertes miembros; establecían también esquemas elegantes y angulosos al mirarse y cortejarse. Los que eran menos fascinantes físicamente que la crème de la crème, pero, no obstante, atractivos y deseables, tenían tendencia a sentarse o esperar de pie en postura algo menos que ideal, procurando adoptar, en actitud y en imagen, aquello que les faltaba en la forma. Su postura era una declaración: estoy aquí cómodo, relajado, indiferente ante estos hombres y mujeres erguidos y confiados, y yo soy yo. Este grupo desmañado, graciosamente desplomado, utilizaba las líneas redondeadas y agradables de un cuerpo en descanso para ocultar ligeras imperfecciones de huesos y músculos. El tercer grupo, el mayor, estaba compuesto por las personas corrientes, ni guapas ni feas, que formaban esquemas dentados y ansiosos, reunidos en rincones y saltando de mesa en mesa para intercambiar sonrisas y chismes nerviosos, preocupados porque nadie los quería.

El esquema general del «Paraíso» era la tristeza, se dijo Tony Clemenza. Bandas oscuras de necesidades no colmadas. Un campo cuadriculado de soledad. Desesperación tranquila en una espiga de colores.

Pero Frank Howard y él no habían ido allí para estudiar los esquemas de la puesta del sol y los clientes, sino para buscar la pista de Bobby Ángel Valdez.

En el pasado abril, Bobby Valdez, había salido de la cárcel después de siete años y unos meses sobre una sentencia de quince años por violación y homicidio. Al parecer, eso de soltarlo había sido un tremendo error.

Ocho años atrás, Bobby Valdez había violado entre tres y dieciséis mujeres de Los Ángeles. La Policía podía probar tres; sobre las demás se sospechaba. Una noche, Bobby se acercó a una mujer en un aparcamiento, la obligó a meterse en su coche a punta de pistola, la llevó hasta un camino de tierra poco concurrido entre la carretera y Hollywood Hills, le arrancó la ropa, la violó repetidas veces, luego la arrojó fuera del coche de un empujón, y se marchó. Había aparcado al borde del camino, el cual era estrecho y daba a un feo precipicio. La mujer despedida del coche, desnuda, perdió el equilibrio y se despeñó. Cayó sobre una valla podrida. Postes astillados, con alambre oxidado. Alambre de espino. El alambre la desgarró, y una astilla de diez centímetros de anchura, de la valla de pino reseco, le entró por el vientre y le salió por la espalda, dejándola empalada. Increíblemente, mientras Bobby abusaba de ella en el coche, había puesto la mano en un albarán de compra de una tarjeta de crédito «Union 76», había comprendido lo que era y lo conservó durante su caída hacia la valla, durante su camino a la muerte. Además, la Policía descubrió que la muerta llevaba siempre un mismo tipo de bragas, regalo de un amigo. Todas llevaban bordadas estas palabras en la sedosa ingle: PROPIEDAD DE HARRY. Un par de esas bragas, desgarrado y sucio, se encontró entre una colección de ropa interior en el piso de Bobby. Esto y la tarjeta que la difunta conservaba en la mano, condujeron al arresto del sospechoso.

Por desgracia para los californianos, las circunstancias se confabularon para que Bobby tuviera suerte. Los agentes que le detuvieron cometieron un error de procedimiento cuando se lo llevaron, el tipo de error que mueve a ciertos jueces a una apasionada retórica sobre garantías constitucionales. El fiscal, un hombre llamado Kooperhausen, tenía a la sazón problemas defendiéndose de cargos de corrupción en su oficina. Consciente de que la forma en que se había llevado a cabo la detención del acusado podía fastidiar el caso y preocupado por salvar su puesto aceptó la sugerencia del defensor de que Bobby se declarara culpable de tres violaciones y un homicidio a cambio de pasar por alto las otras y más graves acusaciones. La mayoría de los detectives de homicidios pensaban, como Tony Clemenza, que Kooperhausen debía haber intentado conseguir condenas por asesinato en segundo grado, secuestro, asalto, violación y sodomía. La evidencia era abrumadora en favor de la ley. El jurado estaba en contra de Bobby… pero el destino se sacó un as de la manga.

Hoy, Bobby era un hombre libre.

«Aunque tal vez por poco tiempo», pensó Tony.

En mayo, un mes después de su salida de la cárcel, Bobby Ángel Valdez, no se presentó al oficial que controlaba su libertad condicional. Salió de su piso sin declarar el cambio de dirección, obligatorio, a las autoridades. Se esfumó.

En junio, volvió a sus violaciones. Así de sencillo. Con la misma facilidad con que ciertos hombres vuelven a fumar después de no haberlo hecho durante unos años. Con renovado interés por un viejo pasatiempo. En junio, molestó a dos mujeres. Dos en julio. Tres en agosto. Dos más en los primeros días de setiembre. Después de ochenta y ocho meses entre rejas, Bobby ansiaba carne de mujer, una necesidad insaciable.

La Policía estaba convencida de que aquellos nueve crímenes, y quizás otros de los que no se había informado, eran para de un hombre, e igual de convencida de que el hombre no era otro que Bobby Valdez. En primer lugar, porque cada una de las víctimas había sido abordada del mismo modo. Un hombre se acercaba cuando ellas bajaban, solas, del coche, y les decía: «Me gusta la diversión. Venga a una fiesta conmigo y no le pasará nada. Si me rechaza, la mataré ahora mismo. Juegue conmigo y no se preocupe. De verdad, soy un tío divertido». Todas las veces decía más o menos lo mismo, y las víctimas lo recordaban porque lo del «tío divertido» sonaba muy extraño, sobre todo dicho con aquella voz dulce, fina, casi femenina. El modo de abordarlas era el empleado por Bobby más de ocho años atrás, durante el principio de su carrera de violador.

Por si fuera poco, las nueve víctimas daban la misma sorprendente descripción del hombre que las abordó. Delgado. Metro sesenta. Cincuenta y pocos kilos. Tez oscura. Hoyuelo en la barbilla. Ojos y cabello castaños. Voz afeminada. Algunos de los amigos de Bobby le llamaban Ángel por su dulce voz y porque tenía cara de niño. Bobby contaba treinta años y aparentaba dieciséis. Las nueve víctimas habían visto el rostro del asaltante y todas dijeron que parecía un niño pero que se comportaba como un hombre duro, cruel, inteligente y enfermo.

El barman jefe del «Paraíso», dejó la barra a sus dos subordinados y examinó las tres brillantes fotografías de Bobby Valdez que Frank Howard había puesto sobre la barra. Se llamaba Otto. Era un hombre guapo, tostado por el sol y barbudo. Llevaba pantalones blancos y una camiseta azul con los tres últimos botones desabrochados. Su pecho, desnudo, estaba cubierto de vello rubio. Del cuello le colgaba una cadena de oro con un diente de tiburón. Miró a Frank, arrugó la frente y comentó:

—No sabía que la Policía de Los Ángeles tuviera jurisdicción en Santa Mónica.

—Estamos aquí autorizados por el Departamento de Policía de la zona —explicó Tony.

—¿Eh?

—La Policía de Santa Mónica coopera con nosotros en esta investigación —aclaró Frank impaciente—. Bueno. ¿Ha visto alguna vez a este tipo?

—Ya lo creo. Ha estado aquí un par de veces.

—¿Cuándo? —preguntó Frank.

—Oh…, hará un mes. Quizá más.

—¿Recientemente no?

El conjunto, después de un descanso de veinte minutos se arrancó con una canción de Billy Joel. Otto tuvo que levantar la voz por encima de la música:

—Hace por lo menos un mes que no le he visto. La razón de que le recuerde es que no parecía tener edad para que se le sirviera. Le pedí su carnet de identidad y se puso como un loco. Hizo una escena.

—¿Qué tipo de escena? —preguntó Frank.

—Exigió ver al gerente.

—¿Y nada más? —quiso saber Tony.

—Me llamó varias cosas —respondió Otto airado—. A mí nadie me llama cosas así.

Tony se acercó una mano al oído para eliminar parte de la música y percibir la voz del barman. Le gustaban muchas de las canciones de Billy Joel pero no cuando las tocaba un conjunto que creía que el entusiasmo y el ruido compensaban la falta de musicalidad.

—De modo que le insultó —dijo Frank—. ¿Y qué más?

—Pidió perdón.

—¿Sin más? ¿Exige ver al gerente, le insulta y al instante pide perdón?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque se lo dije.

Frank se inclinó algo más sobre la barra, al hacerse la música ensordecedora.

—¿Le pidió perdón sólo porque se lo dijo?

—Bueno…, primero quería pelear.

—¿Peleó con él? —gritó Tony.

—¡Ca! Ni siquiera a los más fuertes o más violentos hijos de puta del lugar cuando se ponen pesados, he tenido que tocarles para que se calmaran.

—Su encanto personal debe ser enorme —gritó Frank.

El conjunto terminó el coro y el ruido bajó un decibelio, pero seguía haciendo que sangraran los oídos. El vocalista realizó una mala imitación de Billy Joel en una melodía tocada no más suave que una tempestad de truenos.

Una despampanante rubia de ojos verdes estaba sentada junto a Tony. Había estado escuchando la conversación.

De pronto dijo:

—Venga, Otto, muéstrales tu truco.

Otto se encogió de hombros y sacó de debajo del mostrador una jarra de cerveza vacía. La levantó para que pudieran contemplarla bien, como si nunca hubieran visto una jarra de cristal. Entonces mordió un trozo del borde. Clavó de nuevo los dientes y se llevó un buen pedazo, dio la vuelta, y escupió los trozos a un cubo de basura, detrás de él.

El conjunto estalló después del último coro de la canción y regaló al público un merecido silencio.

En la súbita quietud entre la última nota y el escaso aplauso, Tony oyó el crujido del vidrio al dar Otto otro mordisco.

—¡Jesús! —exclamó Frank.

La rubia se echó a reír.

Otto mordió y escupió un bocado, y siguió mordiendo hasta que dejó sólo la base de la jarra, demasiado gruesa para mandíbulas y dientes humanos. Tiró lo que quedaba en el cubo y sonrió:

—Me como el vaso delante del tío que arma camorra. Luego, adopto una expresión de serpiente y le digo que se calme. Le aseguro que si no lo hace le arranco la nariz de un mordisco.

Frank se quedó mirándolo, estupefacto:

—¿Lo ha hecho alguna vez?

—¿Qué? ¿Arrancar la nariz de un bocado? No. Con la amenaza basta para que se serenen.

—¿Hay muchos casos así? —insistió Frank.

—No. Éste es un lugar tranquilo. Tenemos problemas una vez por semana, quizá. No más.

—¿Y cómo hace ese truco? —preguntó Tony.

—¿Morder el cristal? Tiene un pequeño secreto. Pero no es difícil de aprender.

El conjunto se metió de lleno en la canción de Bob Seeger, Still the Same como si fueran una banda de delincuentes juveniles irrumpiendo en una cuidada casa con la intención de destrozarla.

—¿Se ha cortado alguna vez? —gritó Tony.

—En alguna ocasión. No con frecuencia. Y nunca me corto la lengua. La señal de que alguien puede hacer esto bien, es la posición de la lengua —explicó Otto—. No me la he cortado nunca.

—Pero se ha herido.

—Sí. Los labios alguna vez. Pero poco.

—Y eso hace que el truco resulte más efectivo —observó la rubia—. Debería verle cuando se corta. Otto se planta delante del tipo que ha organizado el cacao, y hace como si no supiera que se ha cortado. Deja que corra la sangre. —Sus ojos verdes brillaban alegres con una pequeña chispa de pasión animal que hizo que Tony se revolviera inquieto en su taburete—. Se queda parado, con sangre en los dientes y bajándole por la barba, y entonces advierte al tipo que deje de molestar. No se puede imaginar lo pronto que se calman.

—Lo creo —asintió Tony, que se sentía un poco mareado.

Frank Howard meneó la cabeza diciendo:

—Vaya…

—Sí —terminó Tony incapaz de encontrar palabras.

—Bien… —dijo Frank—, volvamos a Bobby Valdez.

Y señaló las fotos que había sobre el mostrador.

—Pues, como le he dicho, hace más de un mes que no lo he visto.

—Aquella noche, después de enfadarse con usted y de calmarle con su truco del cristal, ¿se quedó a tomar algo?

—Le serví dos copas.

—Así que vio su documento de identidad.

—Sí.

—¿Qué era…? ¿Carnet de conducir?

—Sí. Y tenía treinta años, válgame Dios. Parecía un estudiante de último curso de bachillerato; a lo más, primero de facultad. ¡Sin embargo, tenía treinta años!

—¿Recuerda el nombre de su permiso de conducir? —preguntó Frank.

Otto jugó con su diente de tiburón:

—¿Nombre? Pero si ya saben su nombre.

—Lo que me pregunto es si no le enseñaría, quizás, un carnet falso.

—Tenía su fotografía.

—Eso no quiere decir que no fuera falso.

—Pero no se puede cambiar la fotografía en un carnet de California. Se auto-destruye la tarjeta si se manipula en ella, ¿no?

—Estoy diciendo que el documento en su totalidad podía ser falso.

—Credenciales falsificadas —murmuró Otto intrigado—. Documentos falsificados. —Era obvio que había visto un par de antiguas películas de espionaje en televisión—. ¿De qué se trata? ¿Es algo de espionaje?

—Creo que las cosas están al revés por aquí —masculló Frank impaciente.

—¿Qué?

—Que me parece que somos nosotros los que hacemos las preguntas —dijo Frank—. Usted sólo las contesta. ¿Entendido?

El barman era de los que reaccionan de forma rápida y muy negativa ante un policía violento.

Su cara morena se oscureció.

Los ojos se endurecieron.

Dándose cuenta de que estaban a punto de perder a Otto, el cual aún podía decirles muchas cosas, Tony apoyó la mano en el hombro de Frank, y apretó ligeramente:

—No querrás que empiece a masticar vidrio, ¿verdad?

—Me gustaría volver a verlo —suspiró la rubia.

—¿Prefieres hacerlo a tu manera? —preguntó Frank.

—Sí.

—Adelante, pues.

Tony sonrió a Otto:

—Mire, usted siente curiosidad y nosotros también. No haremos daño a nadie satisfaciendo su curiosidad, siempre y cuando satisfaga la nuestra.

Otto volvió a sonreír:

—Así lo veo yo también.

—De acuerdo —dijo Tony.

—De acuerdo. ¿Qué demonios ha hecho ese Bobby Valdez para que le busquen tanto?

—Saltarse la libertad condicional.

—Asalto —añadió Frank.

—Y violación —terminó Tony.

—¿No dijeron que estaban en la brigada de homicidios? —comentó Otto.

El conjunto terminó Still the Same con un pung-bam-boom muy parecido al descarrilamiento de un rápido tren de carga. Luego, siguieron unos minutos de paz mientras el vocalista hacía chistes sin gracia con la gente que, envuelta en humo de tabaco, se sentaba junto a ellos. En opinión de Tony, el humo procedía de los cigarrillos y de los tímpanos quemados. Los músicos hicieron como si afinaran sus instrumentos.

—Cuando Bobby Valdez se encuentra con una mujer que se niega a cooperar —explicó Tony— le pega un poco con la pistola para animarla a darle satisfacción. Hace cinco días, atacó a la víctima número diez. Ella se resistió y la golpeó en la cabeza con tal fuerza y tantas veces que murió en el hospital doce horas después. Y esto fue lo que hizo participar a la brigada criminal.

—Lo que no comprendo —observó la rubia— es por qué alguien quiere tomarse a la fuerza lo que tantas mujeres están dispuestas a regalar.

Hizo un guiño a Tony, pero éste no se lo devolvió.

—Antes de que la mujer muriera —dijo Frank—, nos dio una descripción que encaja con Bobby como un guante hecho a medida. Así que, si sabe algo sobre el huidizo bastardo, nos gustaría oírlo.

Otto no había pasado la vida viendo películas de espionaje. También tenía su ración de policíacas:

—Así que ahora lo quieren por asesinato en primer grado.

—Asesinato. Precisamente.

—¿Cómo se les ha ocurrido venir a preguntarme a mí?

—Abordó a siete de esas diez mujeres en aparcamientos de bares como el suyo…

—Ninguna de ellas en el nuestro —se defendió Otto—. Lo tenemos muy bien iluminado.

—Cierto —admitió Tony—. Pero hemos recorrido todos los bares de solitarios de la ciudad, hablando con los encargados y algunos clientes y enseñándoles estas fotos, para ver si lográbamos algo sobre Bobby Valdez. Un par de personas en un lugar de Century City nos dijeron que creían haberlo visto aquí, pero que no estaban seguras.

—Y aquí estuvo, en efecto —afirmó Otto.

Ahora que se había tranquilizado, Frank volvió a hacerse cargo del interrogatorio.

—Así que armó jaleo, usted tuvo que hacer el truco del cristal y le enseñó su documento de identidad.

—Sí.

—¿Y cuál era el nombre que había en él?

—No estoy seguro.

—¿Robert Valdez?

—No lo creo.

—Trate de recordar.

—Era un nombre chicano.

—Valdez es un nombre chicano.

—Era más chicano todavía.

—¿Qué quiere decir?

—Pues…, más largo…, con un par de zetas.

—¿Zetas?

—Y alguna cu. Ya sabe lo que quiero decir. Algo parecido a Velázquez.

—¿Era Velázquez?

—No; pero se parecía.

—¿Empezaba por uve?

—No podría decírselo. Hablo de cómo me sonaba.

—¿Y el primer nombre?

—Creo recordarlo.

—¿Cuál era?

—Juan.

—¿J-U-A-N?

—Sí. Muy chicano.

—¿Se fijó en la dirección del documento?

—No me interesaba.

—¿Dijo dónde vivía?

—No se puede considerar que fuéramos amigos.

—¿Comentó algo sobre sí mismo?

—Sólo bebió tranquilamente y se marchó.

—¿Y no ha vuelto más?

—Eso.

—¿Está seguro?

—En todo caso no ha vuelto durante mi turno.

—Tiene buena memoria.

—Sólo para los camorristas y las bellezas.

—Nos gustaría enseñar estas fotos a algunos de sus clientes —dijo Frank.

—Si quieren, adelante.

La rubia sentada junto a Tony Clemenza, pidió:

—¿Puedo verlas? Tal vez yo me encontrara aquí cuando estuvo. Hasta es posible que hablara con él.

Tony recogió las fotografías y giró sobre su taburete.

Ella se volvió al mismo tiempo y él se encontró con sus bonitas rodillas apretadas contra las suyas. Cuando tomó las fotografías, dejó que sus dedos permanecieran unos segundos en los de él. Creía firmemente en el valor de la comunicación visual. Parecía como si la mirada quisiera atravesarle el cerebro y salir por detrás.

—Soy Judy. ¿Cómo se llama?

—Tony Clemenza.

—Sabía que era italiano. Lo adiviné por sus ojos oscuros y tristes.

—Me descubren siempre.

—Y por esa mata de pelo. Tan rizado.

—¿Y por las manchas de salsa de espaguetis en mi camisa?

Le miró la camisa.

—La verdad es que no hay ninguna mancha.

—Era una broma. Lo dije en broma —confesó, arrugando la frente.

—Ah.

—¿Reconoce a Bobby Valdez?

Por fin, se decidió a mirar las fotos.

—No. No debí estar aquí la noche en que él vino. Pero no está mal, ¿no cree? Gracioso.

—Cara de niño.

—Sería como acostarme con mi hermano pequeño. Horrible —sonrió.

Tony recogió las fotografías.

—Lleva usted un traje muy bonito —dijo la mujer.

—Gracias.

—Tiene un buen corte.

—Gracias.

No era sólo una liberada ejerciendo su derecho a actuar de agresora sexual. A Tony le encantaban las mujeres liberadas. Pero ésta era algo más. Algo malsana. Del tipo de látigo y cadena. O peor. Le hacía sentirse como un bocado sabroso, un atractivo canapé, la última tartita de caviar en una bandeja de plata.

—La verdad es que no se ven muchos trajes así en un sitio como éste —siguió insistiendo.

—Puede que no.

—Camisetas, tejanos, chaquetas de cuero, como en las películas de vaqueros, es lo que suele verse por aquí.

Tony se aclaró la garganta.

—Bueno… —dijo incómodo—. Le agradezco que nos haya ayudado cuanto ha podido.

—Es que me gustan los hombres que visten bien.

Sus ojos volvieron a cruzarse y él descubrió una chispa de voracidad y de ansia animal. Tuvo la impresión de que si la dejaba que le llevara a su apartamento, la puerta se cerraría tras él como una mandíbula. La tendría encima al instante, empujando y tirando y retorciéndole como si ella fuera una oleada de jugo gástrico, deshaciéndole, chupándole las sustancias vitales, utilizándole hasta fragmentarlo, disolverlo y hacer que dejara de existir, excepto como parte de ella.

—Tengo que volver al trabajo —murmuró bajando del taburete—. Nos veremos.

—Eso espero.

Durante un cuarto de hora, Tony y Frank, estuvieron enseñando las fotografías de Bobby Valdez a los clientes del «Paraíso». Mientras iban de mesa en mesa, el conjunto tocó piezas de los Rolling Stones, de Elton John y de los Bee Gees, en tal volumen que hizo vibrar los dientes de Tony. Fue una pérdida de tiempo. Nadie, en el «Paraíso», recordaba al asesino con cara de niño.

Al salir, Tony se detuvo junto a la larga barra de roble donde Otto preparaba combinados de fresa. Por encima de la música, le gritó:

—Dígame una cosa más.

—Lo que quiera —gritó Otto.

—¿No viene gente aquí para encontrarse o conocerse?

—¿Quiere decir para ligar? No hacen otra cosa.

—¿Entonces por qué diablos tantos bares de solitarios tienen conjuntos como éste?

—¿Qué le pasa al conjunto?

—Muchas cosas. Pero, sobre todo, hace demasiado ruido.

—¿Y qué?

—¿Cómo puede nadie sostener una conversación interesante?

—¿Conversación interesante? Pero hombre, aquí no vienen para conversaciones interesantes. Vienen para conocerse, estudiarse y ver con quién quieren irse a la cama.

—¿Sin conversar?

—Mírelos. Écheles una ojeada. ¿De qué pueden hablar? Si no tocara la música, seguido y muy fuerte, se pondrían nerviosos.

—¡Con tantos momentos de silencio enloquecedor que llenar!

—Tiene razón. Irían a otra parte.

—Donde la música sonara con más fuerza y necesitaran solamente el lenguaje corporal.

—Así son los tiempos. —Y Otto se encogió de hombros.

—Tal vez yo hubiera debido vivir en otros tiempos —musitó Tony.

Fuera, la noche era tibia, pero sabía que refrescaría. Del mar subía una ligera bruma, que todavía no era auténtica niebla; pero una especie de hálito grasiento quedaba suspendido en el aire y formaba halos alrededor de las luces.

Frank esperaba al volante del sedán policial sin distintivos. Tony se sentó a su lado y se abrochó el cinturón de seguridad.

Tenían una pista más que comprobar antes de dar por terminado el día. Poco antes, una pareja en el bar de solitarios de Century City les dijo que también habían visto a Bobby Valdez en un local llamado «The Big Quake», en Sunset Boulevard, por encima de Hollywood.

El tráfico era moderadamente compacto en dirección al centro de la ciudad. A veces Frank se impacientaba y pasaba de carril a carril, entrando y saliendo con pequeños bocinazos y frenazos, en su esfuerzo por adelantar unos cuantos coches, pero esta noche no. Esta noche se limitaba a seguir la corriente.

Tony se preguntó si Frank Howard había estado discutiendo sobre filosofía con Otto.

Al cabo de un rato, Frank comentó:

—Pudiste quedarte con ella.

—¿Con quién?

—Con la rubia. Esa Judy.

—Estaba de servicio, Frank.

—Podías haber organizado algo para más tarde. Te deseaba.

—No es mi tipo.

—Estaba estupenda.

—Era una fiera.

—¿Era qué?

—Me hubiera comido vivo.

Frank reflexionó unos instantes y concluyó:

—Y un cuerno. De haber podido me la hubiera tirado yo.

—Pues ya sabes dónde encontrarla.

—Puede que vaya más tarde, cuando terminemos.

—Hazlo —dijo Tony—. Iré a visitarte a la clínica donde te internen cuando haya acabado contigo.

—¿Pero qué te pasa? Eso puede sortearse con facilidad.

—Quizá sea por lo que no la he querido.

—Puedes enviármela cuando te parezca.

Tony Clemenza estaba cansado. Se pasó la mano por el rostro como si el agotamiento fuera una máscara que pudiera quitarse y tirar.

—Estaba muy usada, muy sobada.

—¿Desde cuándo te has vuelto puritano?

—No lo soy…, o…, sí…, sí, puede que lo sea. Pero sólo un poco. Sólo una veta fina de puritanismo por alguna parte. Bien sabe Dios que no he tenido más que unas pocas de lo llamado «relaciones serias». Estoy lejos de ser un puro. Pero no me sé ver actuando en un lugar como el «Paraíso», buscando, llamando «zorras» a todas las mujeres, en pos de carne fresca. En primer lugar no sabría contener la risa hablando como se habla entre número y número del conjunto. ¿Puedes verme haciendo el numerito? «Hola, soy Tony. ¿Cómo te llamas? ¿De qué signo eres? ¿Te interesa la numerología? ¿En qué estás entrenada? ¿Crees en la increíble totalidad de la energía cósmica? ¿Piensas en el destino como rama de una consciencia cósmica que lo abarca todo? ¿Supones que estamos destinados a conocernos mejor? ¿Te parece que podemos desprendernos de todo el mal karma que hemos generado individualmente, creando un buen gestalt de energía juntos? ¿Quieres joder?».

—Excepto lo de joder —comentó Frank—, no he entendido ni una palabra de lo que has dicho.

—Ni yo. A esto me refiero. En un lugar como el «Paraíso», todo es conversación plástica, un modo brillante y confuso de expresarse organizado para meter a todo el mundo en la cama con la menor fricción posible. En el «Paraíso», no preguntas nada realmente importante a la mujer. No le preguntas sobre sus sentimientos, sus emociones, su talento, su miedo, su esperanza, sus deseos, sus necesidades, sus sueños. Lo que ocurre es que acabas acostándote con una desconocida. Peor aún, te encuentras haciendo el amor con una zorra, con una imagen recortada de una revista para hombres, con una foto en lugar de una mujer, un pedazo de carne en lugar de una persona, lo que significa que no estás haciendo el amor. El acto se transforma sólo en la satisfacción de una necesidad corporal, que no se diferencia de rascarte cuando te pica o de una buena defecación. Si un hombre reduce el sexo a esto, entonces lo mejor que puede hacer es quedarse en casa y utilizar la mano.

Frank frenó ante un semáforo y dijo:

—Tu mano no puede proporcionarte una buena gozada.

—Jesús, Frank, qué bruto eres a veces.

—Me limito a ser práctico.

—Lo que intento decirte es que, por lo menos para mí, el baile no merece el esfuerzo si no conoces a tu pareja. Yo no soy de los que van a una discoteca para disfrutar con su propia coreografía. Tengo que conocer cómo son los pasos de la dama, cómo quiere moverse y por qué, lo que siente y piensa. El sexo es muchísimo mejor si ella significa algo para ti, si tiene personalidad, si es toda una persona, no simplemente un cuerpo tibio y suave, con las redondeces adecuadas en el lugar correspondiente, pero nunca un ser único, un carácter con sus entrantes y salientes y marcas de experiencia.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —murmuró Frank alejándose del semáforo—. No me vengas con el viejo cuento de que el sexo es mezquino y barato, si no va mezclado con el amor.

—No te estoy hablando del amor eterno —protestó Tony—. No me refiero a los inquebrantables juramentos de fidelidad hasta la muerte. Puedes amar a alguien por poco tiempo, de pequeñas maneras. Puedes seguir amando después de que la parte física de la relación ha terminado. Yo soy amigo de antiguas amantes porque no nos habíamos mirado como nuevas muescas en la pistola; tuvimos siempre algo en común incluso después de dejar de compartir la cama. Mira, antes de un revolcón, antes de quedarme desnudo y vulnerable con una mujer, quiero saber si puedo confiar en ella: quiero sentir que es especial de algún modo, que la quiero, que es persona digna de ser conocida, digna de descubrirme ante ella, digna de formar parte de ella por cierto tiempo.

—Basura —masculló Frank despectivo.

—Es como lo siento yo.

—Deja que te aconseje.

—Adelante.

—Será el mejor consejo que jamás hayas recibido.

—Soy todo oídos.

—Si de verdad crees que existe algo llamado amor, si crees honradamente que una cosa llamada amor es tan fuerte y real como el odio o el miedo, entonces te expones a muchos disgustos. Es una mentira. Una gran mentira. El amor lo inventaron los escritores para vender sus libros.

—No lo dirás en serio.

—Como lo oyes. —Frank apartó por un momento la vista del camino y miró a Tony compasivo—. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y tres?

—Casi treinta y cinco —confesó Tony mientras Frank miraba hacia atrás para poder sortear un camión cargado de chatarra.

—Pues yo tengo diez años más que tú. Así que atiende la prudencia de la edad. Tarde o temprano creerás que estás realmente enamorado de algún bomboncito, y mientras te inclinas para besar su lindo pie, ella te arrancará el alma de una patada. Y claro, te partirá el corazón si dejas que se entere de que lo tienes. ¿Afecto? Pues claro. Muy bien. Y lujuria. Lujuria es la palabra, amigo. Lujuria es el todo. No amor. Lo que debes hacer es olvidarte de todas esas memeces del amor. Disfruta. Saca todo lo que puedas mientras eres joven. Jódelas y sal corriendo. Así no podrán hacerte daño. Si continúas soñando despierto con el amor, no harás sino terminar como un imbécil y portarte como tal una vez y otra, hasta que al fin te crucifiquen.

—Eso es muy cínico para mí.

Frank se encogió de hombros. Seis meses antes había tenido que pasar por un divorcio penoso. Todavía estaba amargado por la experiencia.

—Y tampoco eres realmente cínico —observó Tony—. No me parece que creas lo que me has dicho.

Frank guardó silencio.

—Eres una persona sensible —prosiguió Tony.

Su compañero volvió a encogerse de hombros.

Por unos minutos, Tony trató de resucitar la conversación, pero Frank había dicho cuanto pensaba decir sobre el tema. Se sumió en su habitual silencio de esfinge. Resultaba sorprendente que hubiera dicho todo lo que acababa de decir, porque era muy poco hablador.

Cuando Tony pensó en ello, llegó a la conclusión de que era la conversación más larga que habían tenido nunca.

Tony estaba de compañero de Frank Howard desde hacía más de tres meses y aún no se hallaba seguro de si la asociación iba a funcionar. Eran tan diferentes en tantas cosas. Tony hablaba mucho. Frank hacía poco más que gruñir como respuesta. Tony tenía una amplia variedad de intereses además del trabajo: películas, libros, comida, teatro, música, arte, esquí, correr. Por lo que creía adivinar, a Frank nada le importaba gran cosa excepto su trabajo. Tony creía que un detective disponía de muchas herramientas para sacar información de un testigo, incluyendo amabilidad, bondad, ingenio, simpatía, empatia, atención, encanto, persistencia, inteligencia… y por supuesto intimidación y el escaso empleo de la fuerza. Frank creía poder desenvolverse bien sólo con persistencia, inteligencia, intimidación y algo más de fuerza de la que el Departamento consideraba aceptable; las demás posibilidades de la lista de Tony no le servían para nada. Como consecuencia, dos veces por semana, por lo menos, Tony tenía que frenarle sutil pero firmemente.

Frank era presa de terribles rabietas cuando demasiadas cosas salían mal en un día. Por el contrario, Tony estaba casi siempre tranquilo. Frank medía uno sesenta, era cuadrado y fuerte como un bloque de cemento. Tony medía uno ochenta, era delgado, fuerte, de aspecto amable. Frank era rubio, de ojos azules. Tony era moreno. Frank era un pesimista concentrado. Tony un optimista. A veces parecían ser tipos tan opuestos que la asociación jamás podría tener éxito.

No obstante, en ciertos aspectos eran idénticos. En primer lugar, ni uno ni otro eran policías de ocho horas de jornada. Con frecuencia solían trabajar dos horas extra, a veces tres, sin cobrar, y ni uno ni otro protestaban. Cuando se acercaba el final de un caso, cuando pruebas y pistas aparecían cada vez más deprisa, trabajaban incluso en sus días libres si lo consideraban necesario. Nadie les exigía más dedicación. Nadie se lo ordenaba. La elección era suya.

Tony estaba siempre dispuesto a dar mucho de sí al Departamento porque era ambicioso. No pensaba seguir de teniente-detective toda la vida. Quería llegar por lo menos a capitán, más alto quizás, hasta arriba de todo, directamente al despacho del jefe, donde la paga y los beneficios del retiro eran infinitamente mejores que lo que obtendría si se quedaba donde estaba. Se había criado en una gran familia italiana donde la economía había sido una religión tan importante como la católica. Su padre, Carlo, era un inmigrante que trabajaba de sastre. El viejo laboró duro y mucho para tener a sus hijos bajo techado, vestidos y alimentados, pero con frecuencia había llegado peligrosamente al borde de la miseria y la bancarrota. Hubo muchas enfermedades en la familia Clemenza y las facturas imprevistas de hospital y farmacia habían comido un tremendo porcentaje de lo que el padre ganaba. Mientras Tony era niño, antes de ser lo bastante mayor para darse cuenta del dinero y de los presupuestos familiares, antes de entender nada del temor debilitante de la pobreza en el que se debatía su padre, atendió a cientos, o tal vez millares, de sermones cortos, pero de vocabulario fuerte, sobre responsabilidad fiscal. Carlo le instruía, casi diariamente, sobre la importancia de trabajar con tesón, acerca de la astucia económica, la ambición y la seguridad de empleo. Su padre hubiera debido trabajar para la CIA en el departamento de lavado de cerebros. Tony había sido tan bien instruido, llegó a estar tan imbuido de los principios y temores de su padre, que incluso a los treinta y cinco años, con una excelente cuenta bancaria y un puesto seguro, sentía inquietud si se alejaba del trabajo más de dos o tres días. Cuando se tomaba unas vacaciones largas, solía considerarlas más como un tormento que como un placer. Todas las semanas hacía muchas horas extra porque era el hijo de Carlo Clemenza, y el hijo de Carlo Clemenza no podía obrar de otro modo.

Frank Howard tenía otros motivos para dar más de sí al Departamento. No parecía ser más ambicioso que cualquier otro, ni preocuparle demasiado el dinero. Por lo que Tony suponía, Frank hacía horas extra porque sólo vivía realmente cuando trabajaba. Ser un teniente de homicidios era el único papel que sabía representar, lo único que le daba un sentido de determinación y valía.

Tony apartó la vista de las luces rojas traseras de los coches que les precedían y estudió el rostro de su compañero. Frank no se dio cuenta del escrutinio de Tony. Su atención estaba puesta en conducir; miraba fijamente el rápido movimiento del tráfico en Wilshire Boulevard. El resplandor verdoso del tablero iluminaba sus acusadas facciones. No era guapo, en el sentido clásico, pero a su modo era muy apuesto. Frente despejada. Profundos ojos azules. Nariz grande y firme. La boca bien formada aunque habitualmente torcida en un gesto sombrío que le afectaba la mandíbula. Aquel rostro poseía indiscutible atractivo y fuerza… y más que un indicio de testarudez inflexible. No era difícil imaginar a Frank yéndose a casa, sentándose y cada noche sin falta, sumirse en un trance que le duraba hasta el día siguiente a las ocho.

Además de su disposición a trabajar más horas de la cuenta, Tony y Frank tenían alguna otra cosa en común. Aunque muchos detectives de paisano habían desechado el viejo código indumentario y usaban ahora desde tejanos a ropas informales. Tony y Frank todavía creían en los trajes tradicionales y las corbatas. Se consideraban profesionales, haciendo un trabajo que requería habilidades especiales y educación, un trabajo tan vital y exigente como el de cualquier abogado, maestro o graduado social, más exigente en realidad, y los tejanos no contribuían a dar una imagen profesional. Ninguno de los dos fumaba. Ninguno de los dos bebía en horas de servicio. Y ninguno de los dos trataba de endosar su papeleo al otro.

«Así que todavía puede funcionar —pensó Tony—. Quizá con el tiempo y con paciencia podré convencerle de que emplee más encanto y menos fuerza con los testigos. Puede que logre interesarle por el cine y la comida, ya que no por los libros, el arte y el teatro. La razón de que me cueste tanto adaptarme a él, es que espero demasiado. Pero, por Dios, si, como mínimo, hablara un poco más en lugar de estar sentado ahí como un bulto…».

Durante el resto de su carrera como detective de homicidios, Tony exigiría mucho de cualquiera que trabajara con él porque, durante cinco años, hasta el último de mayo, había tenido un compañero casi perfecto, Michael Savatino. Ambos procedían de familias italianas; compartían ciertos recuerdos étnicos, penas y placeres; y, lo que era más importante que todo esto, empleaban métodos similares en su trabajo policial y disfrutaban con muchas aficiones que compartían al margen del servicio. Michael era un lector ávido, un aficionado al cine y un cocinero excelente. Sus días estaban esmaltados de conversaciones interesantes.

En febrero último, Michael y su esposa, Paula, habían ido un fin de semana a Las Vegas. Vieron dos espectáculos, cenaron dos veces en el «Hole in the Wall» de Battista, el mejor restaurante de la ciudad. Rellenaron una docena de tarjetas Keno y no ganaron nada. Jugaron dos dólares al black-jack y perdieron sesenta. Y una hora antes de su marcha prevista, Paula metió un dólar de plata en una máquina tragaperras que prometía fortunas, tiró del pomo y ganó algo más de doscientos veinte mil dólares.

El trabajo policial no había sido nunca la carrera preferida de Michael; pero, lo mismo que Tony, buscaba la seguridad. Asistió a la academia de Policía y ascendió relativamente deprisa de patrullero de uniforme a detective, porque el servicio público ofrecía por lo menos una moderada seguridad económica. Sin embargo, en marzo, Michael, avisó al Departamento con dos meses de antelación, y en mayo cesó. Durante toda su vida de adulto había querido ser propietario de un restaurante. Cinco semanas atrás, inauguró «Savatino’s», un pequeño pero auténtico ristorante italiano en el Boulevard de Santa Mónica, no lejos del complejo Century City.

Un sueño hecho realidad.

«¿Qué posibilidad tengo de que mi sueño se haga realidad, también?». Era algo que Tony se iba preguntando mientras se fijaba en la ciudad nocturna por la que circulaban. «¿Qué probabilidad tengo de ir a Las Vegas, ganar doscientos mil dólares, dejar la Policía y tratar de transformarme en artista?».

No tenía que hacerse la pregunta en voz alta. No necesitaba oír la opinión de Frank. Conocía la respuesta. Qué posibilidad tenía. Desgraciadamente, poca. La misma que de enterarse de pronto que era el hijo desaparecido de un poderoso príncipe árabe.

Como Michael Savatino había soñado siempre en tener un restaurante, Tony Clemenza soñaba también en ganarse la vida como artista. Tenía talento. Realizaba hermosas piezas, en medios diversos: pluma, acuarela, óleo. No se limitaba a ser hábil; tenía además una imaginación creativa y personal. Quizá si hubiera nacido en una familia de la clase media, habría logrado un éxito tremendo. En cambio, había tenido que educarse gracias a cientos de libros de arte y a lo largo de miles de horas de dolorosas prácticas de dibujo y experimentos con materiales. Y sufría de la perniciosa falta de confianza en sí mismo tan corriente en los que se auto-educan en cualquier especialidad. Aunque había participado en cuatro muestras de arte y por dos veces había ganado el máximo galardón, nunca pensó seriamente en abandonar su profesión y dedicarse a pintar. No era más que una agradable fantasía; un sueño brillante. Ningún hijo de Carlo Clemenza abandonaría un seguro sueldo semanal por la terrible incertidumbre de un trabajo independiente, a menos que antes le hubiera caído una lluvia de dinero en Las Vegas.

Estaba celoso de la buena suerte de Michael Savatino. Por supuesto seguían siendo íntimos amigos y se alegraba de la fortuna de Michael. Estaba encantado. Pero también celoso. Después de todo era humano y en el fondo de su mente, la misma pregunta se encendía y se apagaba como un anuncio de neón: ¿Por qué no podía haber sido yo?

Un frenazo brutal sacó a Tony de sus fantasías, Frank dio un bocinazo al «Corvette» que se le había atravesado en pleno tráfico:

—¡Mierda!

—Calma, Frank.

—A veces quisiera volver a vestir uniforme y repartir multas.

—Es lo último que deseas.

—Lo dejaría sentado.

—Excepto que estaría a lo mejor fuera de sí con drogas, o quizá loco de verdad. Cuando trabajas demasiado tiempo en tráfico tiendes a olvidarte de que el mundo está lleno de locos. Caes en el hábito, en la rutina, y te vuelves descuidado. A lo mejor lo paras, te acercas a su portezuela con el bloc en la mano y él te recibe con una pistola. Y, a lo mejor, va y te vuela la cabeza. No. Estoy agradecido por haber perdido de vista el tráfico para siempre. Por lo menos cuando estás en homicidios sabes con qué clase de gente vas a encontrarte. Nunca te olvidas de que habrá alguien con pistola o navaja o trozo de cañería de plomo esperando por alguna parte. Trabajando en homicidios, tienes menos probabilidades de encontrarte con sorpresas.

Frank se negó a dejarse arrastrar a otra discusión. Mantuvo los ojos en la calle protestó entre dientes, sin palabras, y se refugió en el silencio.

Tony suspiró. Contempló el espectáculo con ojos de artista en busca de detalles inesperados y de belleza no descubierta hasta entonces.

Esquemas.

Cada escena…, cada panorama marino, cada paisaje, cada calle, cada edificio, cada habitación de un edificio, cada persona, cada cosa…, todo tenía su propio esquema. Si eres capaz de percibir los esquemas en una escena, podías mirar más allá, a la estructura de refuerzo que los sostenía. Si eras capaz de ver y de comprender el método con el que se había logrado una armonía superficial, comprenderías tal vez el más profundo significado y mecanismos de cualquier sujeto y sacar de todo ello una buena pintura. Si cogías tus pinceles y te acercabas al lienzo sin realizar primero un análisis, quizás obtuvieras un cuadro bonito; pero no producirías una obra de arte.

Esquemas.

Mientras Frank Howard conducía por Wilshire, en dirección este, camino del bar de solitarios de Hollywood, llamado «The Big Quake». Tony buscaba esquemas en la ciudad y en la noche. En un principio, viniendo de Santa Mónica, veía las líneas agudas, bajas, de las casas frente al mar y las siluetas borrosas de las altas y vaporosas palmeras…, esquemas de serenidad y civismo y más que un poco de dinero. Al entrar en Westwood, el esquema dominante era rectilíneo: agrupaciones de oficinas, manchas rectangulares de luz que escapaba de algunas ventanas en las fachadas, por lo general oscuras, de los edificios. Estas formas rectangulares y ordenadas formaban los esquemas del pensamiento moderno y poder corporativo, esquemas de una riqueza mayor aún que la de las casas, frente al mar, de Santa Mónica. De Westwood pasaron a Beverly Hills, una bolsa aislada dentro del gran tejido de la metrópolis, un lugar que la Policía de Los Ángeles podía cruzar pero sobre el que no tenían autoridad. En Beverly Hills, los esquemas eran fluidos y exuberantes en una graciosa continuidad de grandes casas, parques, verdor, tiendas exclusivas y automóviles carísimos que no podían encontrarse en ninguna otra parte del mundo. De Wilshire Boulevard a Santa Mónica Boulevard, a Doheny, el esquema era el de riqueza creciente.

En Doheny giraron en dirección norte, escalaron las escarpadas colinas y se metieron en Sunset Boulevard en dirección al corazón de Hollywood. Durante un par de manzanas, la famosa avenida dejaba entrever algo de la promesa de su nombre y leyenda. A la derecha, estaba «Scandia» uno de los más elegantes restaurantes de la ciudad, y uno de los seis mejores del país. Centelleantes discotecas. Un club nocturno especializado en magia. Otro lugar dirigido por su propietario, un hipnotizador teatral. Clubes de cómicos, clubes de rock and roll. Enormes letreros resplandecientes anunciando películas en boga y estrellas de moda. Luces, luces y más luces. Inicialmente, el Boulevard apoyaba los estudios universitarios y los informes gubernamentales que aseguraban que Los Ángeles y sus suburbios formaban el área metropolitana más rica de la nación, tal vez la más rica del mundo. Pero al poco rato, mientras Frank seguía conduciendo en dirección este, el color y el calor se esfumaron. Incluso Los Ángeles sufría de senectud. El esquema se volvía marginal e inconfundiblemente canceroso. En la carne sana de la ciudad surgían excrecencias malignas; bares baratos, un club de striptease, una estación de servicio con las puertas bajas, centro de masajista, una librería para adultos, edificios que pedían a gritos una renovación. Y más de lo mismo. Manzana tras manzana. La enfermedad no era terminal en este vecindario, como en otros cercanos, pero cada día se tragaba unos bocados más de tejido sano. Frank y Tony no tuvieron que bajar al escabroso corazón del tumor; ya que, por fortuna, «The Big Quake» estaba en los límites de la zona peligrosa. El bar apareció de pronto envuelto en un resplandor de luces rojas y azules, al lado derecho de la avenida.

Por dentro, el lugar se parecía al «Paraíso», excepto que el decorado abundaba más en luces de colores, cromo y espejos que el del bar de Santa Mónica. Los clientes eran algo más elegantes, más agresivamente au courant y, en general con mejor aspecto que la gente del «Paraíso». Pero a Tony los esquemas le parecían los mismos que los de Santa Mónica. Esquemas de necesidad, ansia y soledad. Esquemas desesperados, hambrientos.

El barman no pudo ayudarles y el único cliente que sabía algo era una morena alta, de ojos violeta. Estaba segura de que encontraría a Bobby en «Janus», una discoteca de Westwood. Le había visto allí hacía dos noches.

Fuera, en el aparcamiento, bañado por ráfagas alternas de luz roja y azul, Frank dijo:

—Una cosa lleva a otra.

—Como siempre.

—Sí.

—¿Quieres probar «Janus» ahora o lo dejamos para mañana?

—Ahora —dijo Tony.

—Bien.

Dieron la vuelta y salieron hacia Sunset, al Oeste, lejos del área que mostraba señales de cáncer urbano, al resplandor del Strip; a continuación, retornaron al verdor y a la riqueza, pasado el «Hotel Beverly Hills», dejando atrás mansiones e infinitas hileras de palmeras gigantescas.

Como solía hacer cuando sospechaba que Tony podía iniciar otra conversación, Frank conectó con la radio policial y escuchó a Comunicaciones llamando a los «blanco y negro» de la división, que eran los encargados de dar protección a Westwood, en cuya dirección iban. Poca cosa ocurría por aquella frecuencia. Una disputa familiar. Un guardabarros abollado en el cruce de Westwood Boulevard y Wilshire. Un sospechoso en un coche aparcado en una plácida calle residencial por Hilgarde, había atraído la atención y era preciso investigador.

En la mayoría de las dieciséis divisiones de Policía de la ciudad, la noche era bastante menos segura y tranquila que en el privilegiado Westwood. En las divisiones setenta y siete, Newton y Southwest, que servían a la comunidad negra al sur de la autopista de Santa Mónica, ninguno de los patrulleros de guardia estaría aburrido; en sus demarcaciones, la noche daba brincos. Al este de la ciudad, en los barrios mexicanos, las pandillas seguirían dando mala fama a la gran mayoría de ciudadanos chicanos respetuosos de la ley. Para cuando la patrulla nocturna terminara su servicio a las tres de la madrugada, tres horas después de que empezaran los de la mañana, habrían ocurrido varios feos incidentes de violencia de bandas en el Este, unos cuantos punks apuñalando a otros punks, tal vez tiros y uno o dos muertos cuando los maníacos machistas trataban de demostrar su virilidad en las pesadas, estúpidas y eternas ceremonias de sangre que siguen celebrando con pasión latina, durante generaciones. Al Noroeste, los niños ricos del valle bebían demasiado whisky, fumaban demasiada hierba y aspiraban demasiada cocaína… y, como consecuencia, estrellaban sus coches, furgonetas y motos unos contra otros, a tremendas velocidades y con fastidiosa regularidad.

Mientras Frank pasaba por delante de las propiedades de Bel Air y tomaba la cuesta hacia el campus de la UCLA, la escena de Westwood se animó de pronto. Comunicaciones pasó una llamada de una mujer en apuros. Los datos eran confusos. Aparentemente se trataba de intento de violación y asalto con arma mortífera. No estaba claro si el asaltante seguía en la casa. Había habido disparos; pero Comunicaciones no había podido aclarar, en la llamada, si la pistola pertenecía a la mujer o al asaltante. Tampoco habían averiguado si alguien estaba herido.

—Habrá que ir a ciegas —dijo Tony.

—La dirección está a un par de manzanas de aquí —explicó Frank.

—Podríamos llegar en un minuto.

—Probablemente mucho antes que el coche-patrulla.

—¿Vamos?

—Sí.

—Pues llamaré y se lo diré.

Tony levantó el micrófono mientras Frank daba un giro brusco a la izquierda en la primera intersección. Una manzana más adelante, volvieron a girar a la izquierda, y Frank aceleró cuanto pudo al entrar en la estrecha calle flanqueada de árboles.

El corazón de Tony se aceleró al mismo tiempo que el motor del coche. Sentía una extraña excitación, un nudo helado de terror en las entrañas.

Se acordó de Parker Hitchison, un compañero muy peculiar, aburrido y sin gracia, que había tenido que soportar una temporada durante su segundo año de patrullero, mucho antes de ganar su placa de detective. Cada vez que contestaban una llamada, cada maldita vez, lo mismo si se trataba de una emergencia de Código Tres o sólo de un pobre gato asustado atrapado en un árbol, Parker Hitchison decía con voz lúgubre: «Ahora vamos a morir». Era espantoso y de lo más descorazonador. Una y otra vez en cada turno, noche tras noche, con sincero e inquebrantable pesimismo, declaraba: «Ahora vamos a morir…». Hasta que Tony casi enloqueció.

La voz fúnebre de Hitchison y aquellas cuatro palabras sombrías, le perseguían aún en momentos como éste.

«¿Vamos a morir ahora?».

Frank dobló una esquina más, chocando casi con un «BMW» negro aparcando demasiado cerca del cruce. Los neumáticos chirriaron, el coche patinó un poco y Frank observó:

—Debe estar por aquí.

Tony miró hacia las casas sin luz, vagamente iluminadas por los faroles de la calle y dijo señalando un edificio.

—Creo que es ésta.

Era una gran casa neoespañola que se alzaba apartada de la calle por un terreno espacioso. Tejado de tejas coloradas. Estuco color crema. Ventanas de cristales emplomados. Dos grandes farolas de hierro forjado a ambos lados de la puerta principal.

Frank aparcó en la calzada circular.

Bajaron del sedán sin distintivos.

Tony se metió la mano debajo de la chaqueta y sacó de la pistolera la pistola de reglamento.

Después de que Hilary hubo terminado de llorar ante la mesa de su estudio, decidió, medio atontada todavía, subir y adecentarse antes de llamar a la Policía y denunciar el asalto. Su cabello estaba en completo desorden, el traje desgarrado y los panties hechos jirones le colgaban en ridículos flecos sobre las piernas. No sabía que los periodistas aparecerían tan pronto como oyeran la noticia por la radio de la Policía; pero estaba segura de que llegarían más tarde o más temprano. En cierto modo, era una figura famosa después de haber escrito dos guiones de éxito y haber recibido una nominación de la Academia, dos años atrás, por su guión Arizona Shifty Pete. Era celosa defensora de su intimidad y prefería evitar a la Prensa si era posible; pero sabía que no tendría más alternativa que hacer una declaración y responder a unas cuantas preguntas sobre lo que había ocurrido aquella noche. Era el tipo de publicidad negativa. Se trataba de algo embarazoso. Ser la víctima en un caso así resultaba siempre humillante. Aunque sería objeto de simpatía y preocupación, la haría aparecer como una idiota, un peón esperando ser zarandeado. Se había defendido bien contra Frye; pero eso no les importaría a los buscadores de sensaciones. A la luz antipática y cegadora de los focos de televisión y en las fotos grises de los periódicos, parecería débil. El despiadado público americano se preguntaría por qué había dejado entrar a Frye en su casa. Empezarían a especular sobre si había sido violada o y si su lucha contra él no era más que un cuento. Algunos estarían seguros de que ella le había invitado y pedido que la violara. La mayor parte de la simpatía que recibiría estaría teñida de curiosidad morbosa. Lo único que podía controlar era su apariencia cuando llegaran los periodistas. Sencillamente, no podía dejarse fotografiar en el estado lamentable y desmelenado en que la había dejado Bruno Frye.

Mientras se lavaba la cara, se peinaba, y se ponía una bata de seda apretada en la cintura, no se dio cuenta de que todo lo que estaba haciendo perjudicaría su credibilidad ante la Policía. No comprendió que, al adecentarse, se estaba colocando como blanco de las sospechas de un agente, por lo menos, y de su desprecio, así como de la acusación de embustera.

Aunque creía ser dueña de sí, Hilary volvió a desmoronarse cuando terminó de cambiarse. Las piernas se le volvieron de gelatina y se vio obligada a apoyarse unos minutos en la puerta del armario.

Imágenes de pesadilla se amontonaba en su mente, llamaradas vividas de recuerdos no deseados. Al principio vio a Frye acercándose a ella con el cuchillo, riendo como una calavera, pero al momento se transformó, adoptó otro aspecto, otra identidad, y fue su padre, Earl Thomas, y entonces fue Earl el que avanzaba hacia ella, borracho y rabioso, maldiciendo, y golpeándola con las dos manos. Agitó la cabeza, respiró hondo y con gran esfuerzo apartó la visión.

Pero no podía dejar de temblar.

Imaginó que oía extraños ruidos en otra habitación de la casa. Una parte de ella sabía que era pura imaginación; pero la otra estaba segura de que era Frye que volvía por ella.

Cuando corrió al teléfono y llamó a la Policía, no estaba en condiciones de dar el informe tranquilo y razonado que había planeado. Los acontecimientos que acababan de suceder la habían afectado mucho más de lo que había creído en un principio, y recuperarse de la impresión le costaría días, tal vez semanas.

Después de colgar el teléfono, se sintió mejor, por el mero hecho de saber que el auxilio estaba en camino. Al bajar la escalera iba diciéndose en voz alta:

«Calma. Conserva la calma. Eres Hilary Thomas. Eres fuerte. Fuerte como el hierro. No estás asustada. Nunca. Todo se arreglará». Era la misma cantilena que se había repetido de niña, tantas noches, en aquel apartamento de Chicago. Cuando llegó al piso principal, había empezado a dominarse.

Estaba de pie en la entrada, mirando a la estrecha ventana emplomada junto a la puerta, cuando se detuvo un coche en la calzada. Dos hombres bajaron de él. Aunque no habían llegado precedidos del atronar de la sirena y destellos de luz roja, sabía que eran de la Policía, y les abrió la puerta.

El primero que llegó a la entrada era fuerte, rubio, de ojos azules y con la voz dura y decidida de un policía. Llevaba una pistola en la mano.

—Policía. ¿Quién es usted?

—Thomas. Hilary Thomas. Soy quien les ha llamado.

—¿Es su casa?

—Sí. Había un hombre…

Un segundo detective, moreno y más alto que el primero, salió de la noche y la interrumpió antes de que pudiera terminar la frase.

—¿Está aún en la casa?

—¿Qué?

—¿El hombre que la atacó, sigue aquí?

—Oh, no. Marchó. Se ha ido.

—¿Por dónde se fue? —preguntó el rubio.

—Por esta puerta.

—¿Tenía coche?

—No lo sé.

—¿Iba armado?

—No. Quiero decir, sí.

—¿En qué quedamos?

—Tenía un cuchillo. Pero ya no.

—¿Hacia dónde corrió cuando salió de la casa?

—No lo sé. Yo estaba arriba. Yo…

—¿Cuánto tiempo hace que se fue? —preguntó el moreno.

—Puede que un cuarto de hora o veinte minutos…

Cambiaron una mirada entre ellos que Hilary no fue capaz de interpretar; pero supo, al instante, que no la beneficiaba.

—¿Qué le hizo tardar tanto en llamarnos? —preguntó el rubio. Lo notaba un tanto hostil. Sentía que estaba perdiendo una importante ventaja, que era incapaz de identificar. Respondió:

—Al principio me hallaba… confusa. Histérica. Necesitaba unos minutos para recobrarme.

—¿Veinte minutos?

—Tal vez fueron menos.

Ambos detectives guardaron sus revólveres.

—Necesitamos una descripción —dijo el moreno.

—Puedo darles más que eso —les ofreció, apartándose para dejarles entrar—. Puedo darles su nombre.

—¿Un nombre?

—Su nombre. Lo conozco. El hombre que me atacó… sé quién es. Los dos detectives volvieron a mirarse.

Pensó: «¿Qué he hecho mal?».

Hilary Thomas era una de las mujeres más hermosas que Tony había visto. Parecía tener alguna gota de sangre india. Su cabello era largo y abundante, más oscuro que el suyo, negro brillante. Sus ojos eran también oscuros y el blanco del color de crema pasterizada. Su tez impecable, de un moreno lechoso, probablemente debido a un medido y cuidadoso tiempo bajo el sol de California. Si su rostro era un poco alargado, quedaba compensado por el tamaño de sus ojos, enormes, por la forma perfecta de su nariz patricia, y por la casi obscena plenitud de sus labios. Poseía un rostro erótico, pero a la vez un rostro inteligente y bondadoso, el rostro de una mujer capaz de gran ternura y compasión. También había dolor en él, sobre todo en sus bellos ojos, el tipo de dolor nacido de la experiencia, del conocimiento; y Tony esperaba que no fuera sólo por lo que había sufrido aquella noche; parecía que se remontaba a mucho tiempo atrás.

Estaba sentada en un extremo del sofá de pana, en el estudio repleto de libros, y Tony se acomodaba en el otro extremo. Estaban solos.

Frank se encontraba en la cocina, hablando por teléfono con un funcionario del cuartel general.

Arriba, dos patrulleros de uniforme, Whitlock y Farmer, arrancaban balas de la pared.

No había venido nadie de huellas porque, según la denunciante, el intruso llevaba guantes.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Hilary Thomas.

—¿Quién?

—El teniente Howard.

—Está llamando a jefatura para pedir a alguien que se ponga en contacto con la oficina del sheriff de Napa County, donde vive Frye.

—¿Para qué?

—Bueno, en primer lugar, quizás el sheriff pueda descubrir cómo vino Frye a Los Ángeles.

—¿Y por qué importa cómo llegó? Lo que cuenta es que está aquí y que hay que encontrarlo y detenerlo.

—Si se desplazó en un vuelo —explicó Tony— no importa demasiado. Pero si Frye vino conduciendo hasta Los Ángeles el sheriff de Napa County puede averiguar qué tipo de coche utilizó. Con una descripción del vehículo y el número de matrícula, tenemos más posibilidades de cazarlo antes de que se aleje demasiado.

Después de pensarlo un momento, siguió preguntando:

—¿Y por qué tuvo que ir a la cocina el teniente Howard? ¿Por qué no utilizó este teléfono?

—Me figuro que querría disponer de unos minutos de paz y tranquilidad —explicó Tony con cierta turbación.

—Supuse que no quería que yo oyera lo que tenía que decir.

—Oh, no. Sólo…

—Mire tengo una sensación muy extraña —le interrumpió—. Me siento como si yo fuera la sospechosa y no la víctima.

—Está usted muy tensa. Es comprensible.

—No se trata de eso. Es algo relacionado con la forma en que actúan respecto a mí. Bueno…, no tanto usted como su compañero.

—Frank parece muy seco, a veces —explicó Tony—. Pero es un buen detective.

—Cree que miento.

A Tony le sorprendió su perspicacia. Se movió, incómodo, en el sofá, luego murmuró:

—Estoy seguro de que no piensa tal cosa.

—Vaya si lo piensa —insistió ella—. Y no entiendo por qué. —Lo miró con fijeza—. Sea sincero. Venga. ¿De qué se trata? ¿En qué me he equivocado?

—Es usted una señora muy perceptiva.

—Soy escritora. Parte de mi oficio consiste en observar las cosas más de lo que suele hacer la gente. También soy persistente. Así que es mejor que conteste a mis preguntas y así se quitará de encima a una pesada.

—Una de las cosas que preocupan al teniente Howard es el hecho de que conozca al hombre que la atacó.

—¿Por qué razón?

—Porque es raro —confesó turbado.

—Explíquemelo.

—Verá… —carraspeó—. El espíritu convencional de la Policía dice que si el que denuncia una violación o un intento de violación conoce al otro, hay muchas probabilidades de que la víctima contribuyera al crimen atrayendo al acusado en un momento o en otro.

—Bobadas.

Se puso de pie, se acercó a la mesa y se quedó allí, de espaldas a él por unos minutos, estaba esforzándose por mantener la compostura. Lo que le había dicho la enfureció. Cuando por fin se volvió, tenía la cara enrojecida. Protestó:

—Es horroroso. Insultante. Cada vez que se viola a una mujer, si lo hace alguien que ella conozca, llegan a la conclusión de que se lo ha buscado.

—No. No siempre.

—Pero casi siempre, es lo que ustedes piensan —exclamó.

—No.

—Dejemos estos juegos semánticos. —Lo miró indignada—. Lo creen de . Creen que lo incité.

—No. Me he limitado a explicarle lo que la Policía convencional supone en un caso como éste. No le he dicho que yo dé mucha fe al espíritu convencional de la Policía. No es así. Pero el teniente Howard sí está de acuerdo. Me preguntó acerca de él. Quería saber lo que pensaba y se lo he dicho.

—¿Entonces… usted me cree?

—¿Hay alguna razón para que no lo haga?

—Ocurrió exactamente como les he contado.

—Está bien.

—¿Por qué? —le preguntó mirándole.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué me cree usted si él no lo hace?

—Sólo se me ocurren dos razones por las que una mujer acusa, en falso, a un hombre de violación. Y ni una ni otra tienen sentido en su caso.

Hilary se apoyó en la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza inclinada, y le contempló interesada.

—¿Qué razones? —inquirió.

—Primera, él tiene dinero y ella no. Quiere comprometerle con la esperanza de sacarle una buena tajada a condición de retirar los cargos.

—Pero yo tengo dinero.

—Al parecer, tiene mucho. —Y contempló admirado la habitación bellamente decorada.

—¿Cuál es la otra razón?

—Un hombre y una mujer tienen una relación, pero él la deja por otra. Se siente herida, rechazada, burlada. Quiere hacérselo pagar. Desea castigarlo, así que lo acusa de violación.

—¿Cómo puede estar seguro de que esto no reza conmigo?

—He visto sus dos películas, así que creo saber un poco cómo funciona su mente. No me es posible creer que sea tan tonta, mezquina o vengativa para enviar a un hombre a la cárcel sólo porque hirió sus sentimientos.

Ella le estudió fijamente.

Él se sintió pesado y juzgado.

Convencida de que él no era un enemigo, volvió al sofá y se sentó en un revuelo de seda azul oscuro. La bata la moldeaba y él hizo un esfuerzo para no demostrar lo mucho que le impresionaban sus bellas líneas femeninas.

—Perdón, estuve agresiva.

—No lo estuvo —le aseguró—. También a mí me indigna el espíritu convencional de la Policía.

—Sospecho que si esto va a los tribunales, el abogado de Frye hará creer al jurado que yo incité a ese hijo de perra.

—Puede estar segura.

—¿Y le creerán?

—Suelen hacerlo.

—Pero él no venía sólo a violarme. Vino a matarme.

—Necesitará pruebas de ello.

—El cuchillo hecho pedazos, arriba…

—No puede relacionarlo con él. No tendrá sus huellas. Y se trata de un vulgar cuchillo de cocina. No hay modo de localizar el punto donde se adquirió y vincularlo a Bruno Frye.

—Parecía tan loco. Está… desequilibrado. Un jurado se daría cuenta. Bueno, lo verá cuando le detengan. Ni siquiera llegará a haber juicio. Seguro que le encerrarán en un manicomio.

—Si es un loco, sabe cómo hacerse pasar por cuerdo —explicó Tony—. Después de todo, hasta esta noche se le ha considerado como un ciudadano importante y responsable. Cuando visitó sus bodegas cerca de Santa Helena, no se dio cuenta de que iba acompañada por un demente. ¿No es cierto?

—En efecto.

—Pues el jurado tampoco lo verá.

Hilary cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz:

—Entonces, lo más probable es que salga limpio.

—Quizás.

—¡Jesús!

—Quería oír la verdad desnuda.

—Eso quería, sí. —Abrió sus bellos ojos e incluso logró sonreír—. Gracias por habérmelo dicho.

Tony le devolvió la sonrisa. Quería estrecharla en sus brazos, apretarla con fuerza, consolarla, besarla, amarla. Pero lo único que podía hacer era quedarse sentado al extremo del sofá como un buen agente de la ley, sonreír sin gracia y decirle:

—A veces el sistema es asqueroso.

—¿Cuáles son las otras razones?

—¿Cómo dice?

—Dijo que una de las razones de que el teniente Howard no me creyera era el hecho de que yo conociera al asaltante. ¿Cuáles son las demás? ¿Qué otra cosa le hace imaginar que miento?

Tony se disponía a contestar cuando Frank Howard entró. Con rudeza dijo:

—Bien. Tenemos al sheriff estudiando el asunto en Napa County, tratando de saber cuándo y cómo dejó Frye la ciudad. También hemos lanzado un aviso, Miss Thomas, basado en su descripción. Ahora bien, he ido al coche y he cogido mi bloc y el parte de este crimen. —Alzó la tablilla y la hoja fijada a ella, luego se sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta—. Quiero que nos repita paso a paso, al teniente Clemenza y a mí, su entera experiencia una vez más, a fin de poder escribirlo con toda exactitud, utilizando sus propias palabras. Después la dejaremos en paz.

Los llevó hasta la entrada y empezó su historia con una detallada narración de la súbita aparición de Bruno Frye saliendo del ropero. Tony y Frank la siguieron hasta el sofá volcado en el cuarto de estar; luego, a su alcoba, sin dejar de interrogarla en todo ese tiempo. Durante los treinta minutos que necesitaron para llenar la hoja, mientras iba reproduciendo los acontecimientos de la noche, de tanto en tanto se le quebraba la voz, y Tony volvía a sentir la necesidad de abrazarla y calmarla.

Una vez terminado el informe del crimen, llegaron unos periodistas. Bajó a recibirlos.

Al mismo tiempo, Frank tuvo una llamada de jefatura y la tomó en el teléfono de la alcoba.

Tony bajó a esperar a Frank y ver cómo Hilary Thomas se desenvolvía con los periodistas.

Los manejó de modo experto. Alegando cansancio y necesidad de intimidad, no les permitió entrar en la casa. Salió al porche y la rodearon. También había llegado un equipo de televisión, junto con una pequeña cámara y un actor-periodista, uno de esos hombres que habían conseguido el puesto por sus limpias facciones, ojos penetrantes y profunda voz paternal. La inteligencia y la habilidad periodísticas tenían poco que ver con su actuación en las noticias de televisión; en realidad, un exceso de ambas cosas podía ser una seria desventaja para obtener un gran éxito. El reportero televisivo preocupado por su carrera tenía que pensar de acuerdo a como estaba estructurado su programa… en segmentos de tres, Cuatro y cinco minutos, sin dedicar nunca más tiempo que el establecido en cada tema, y sin explorar nada en profundidad. Un periodista y su fotógrafo, no tan bonitos como el hombre de la televisión y algo más arrugados, estaban, también presentes. Hilary Thomas sorteó sus preguntas con soltura, contestando sólo las que quería contestar, evitando con delicadeza las que eran demasiado personales o impertinentes.

Lo que Tony encontró más interesante de su representación fue el modo en que mantuvo a los periodistas fuera de la casa y de sus más íntimos pensamientos, sin ofenderles. No era una hazaña fácil. Había muchos periodistas excelentes que podían desenterrar la verdad y escribir historias sin violar los derechos y la dignidad del sujeto; pero existían muchos del otro tipo, los jabalíes y los despreciables. Con el nacimiento de lo que el Washington Post calificaba de «periodismo defensivo»… la repugnante tergiversación de una historia para sostener las personales ideas políticas y sociales del periodista y del editor. Algunos miembros de la Prensa habían alcanzado un poder de irresponsabilidad sin precedentes. Si uno se irritaba por los métodos y maneras de un periodista o por su tergiversación flagrante, si uno se atrevía a ofenderle, podía decidirse a utilizar su pluma para hacerle parecer un imbécil, un embustero o un criminal; y lo haría pagadísimo de sí, porque se consideraba el paladín de la claridad en una batalla contra el mal. Hilary conocía el peligro, porque se comportó con maestría. Contestó a la mayor parte de las preguntas. No dijo que conociera a su asaltante. No mencionó el nombre de Bruno Frye. No quería que los medios informativos especularan sobre su previo conocimiento del hombre que la había atacado.

Su dominio de la situación hizo que Tony la valorase aún más. Ya sabía que tenía talento, que era inteligente, ahora descubrió, que también era lista. De todas las mujeres que había conocido, era la que más le intrigaba.

Ya casi había terminado con los periodistas, desprendiéndose de ellos con habilidad, cuando Frank Howard bajó la escalera y pasó el umbral hacia donde Tony disfrutaba de la brisa nocturna. Frank observó a Hilary Thomas con expresión feroz mientras ella contestaba a un periodista.

—Tengo que hablar con ella.

—¿Qué querían los de jefatura?

—De eso es de lo que tengo que hablar con ella —masculló Frank.

Estaba decidido a no abrir la boca. No iba a revelar su información hasta que le diera la real gana. Ése era otro de sus hábitos irritantes.

—Casi ha terminado —dijo Tony.

—Pavoneándose.

—En absoluto.

—Ya lo creo. Está disfrutando cada segundo de ello.

—Los maneja muy bien, pero no parece que disfrute.

—La gente de cine —dijo Frank despectivo—. Necesitan atención y publicidad, como tú y yo necesitamos comida.

Los reporteros estaban a pocos pasos de distancia y aunque hablaban ruidosamente con Hilary, Tony temió que pudieran oír a Frank.

—Baja la voz —le advirtió.

—No me importa que sepan lo que pienso —estalló Frank—. Incluso puedo hacer una declaración sobre los perros de la publicidad que inventan historias para alimentar a los periódicos.

—¿Estás diciendo que se lo ha inventado todo? Es ridículo.

—Ya lo verás.

Tony se sintió inquieto de pronto. Hilary Thomas despertaba en él al valiente caballero; quería protegerla. No le apetecía ver cómo la lastimaban; pero Frank, al parecer, tenía algo desagradable que discutir con ella.

—He de hablarle ahora mismo —insistió Frank—. Que me ahorquen si me espero un minuto más mientras ella se deshace con la Prensa.

Tony apoyó la mano en el hombro de su compañero.

—Espérame aquí. Iré a buscarla.

Frank estaba enfadado por lo que jefatura le había dicho y Tony sabía que los periodistas reconocerían la irritación y a su vez les irritaría. Si sospechaban que había algún progreso en la investigación, en especial si parecía una pizca sabroso, un tanto escandaloso, no se moverían de allí en toda la noche, y darían la lata a todo el mundo. Y si Frank había descubierto algo poco favorecedor respecto de Hilary Thomas, la Prensa lo pondría en grandes titulares y lo proclamaría a los cuatro vientos con aquella alegría malsana que reservaban para la basura selecta. Más tarde, si la información de Frank resultaba inexacta, era más que probable que la gente de la televisión no hiciera la menor corrección, ni los periódicos se retractarían; y en el caso de que hubiera motivo para ello, lo harían en cuatro líneas en la página veinte de la sección segunda. Tony quería que ella tuviera oportunidad de refutar lo que Frank tuviera que decirle, que se le permitiera justificarse antes de que la noticia se transformara en camada para los medios informativos.

Se acercó a los periodistas y les dijo:

—Señoras y señores, les ruego que me perdonen, pero creo que la señorita ya les ha dicho más a ustedes que a nosotros. Ya la han exprimido. Ahora bien, mi compañero y yo deberíamos estar en casa desde hace horas y nos hallamos terriblemente cansados. Hemos trabajado mucho maltratando a sospechosos inocentes, recogiendo sobornos y demás, y si nos dejaran terminar con Miss Thomas les quedaríamos muy agradecidos.

Rieron todos con la broma y empezaron a hacerle preguntas también a él. Contestó algunas, sin decirles más de lo que Hilary había dicho. Después, se llevó a la joven a casa y cerró, la puerta.

Frank estaba en la entrada. Su ira no había cedido. Parecía como si le saliera humo por las orejas.

—Miss Thomas, tengo que hacerle unas cuantas preguntas más.

—Bien.

—Muchas. Nos llevará tiempo.

—Bien… ¿Quiere que pasemos a mi estudio?

Frank Howard abrió la marcha.

Hilary miró a Tony y preguntó:

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Ojalá lo supiera.

Frank había llegado al centro de la estancia. Se detuvo y miró hacia atrás:

—¿Miss Thomas?

Tony y ella le siguieron.

Hilary sentada en el sofá tapizado de pana, cruzó las piernas y se arregló la bata de seda. Estaba nerviosa, preguntándose por qué el teniente Howard parecía aborrecerla con tanta intensidad. Sus modales eran fríos. Le embargaba una ira helada que hacía que sus ojos parecieran dos puntos de acero. Recordó los extraños ojos de Bruno Frye y no pudo contener un estremecimiento. El teniente Howard la contemplaba furioso. Se sintió como una acusada ante un tribunal de la Inquisición. No le habría causado sorpresa que Howard la señalara con el dedo y la acusara de brujería.

El simpático Tony Clemenza estaba sentado en un sillón. La cálida luz ambarina de la lámpara de pie caía sobre él y proyectaba suaves sombras sobre su boca, su nariz y sus ojos profundos, prestándole una expresión más tranquila y amable que la que ordinariamente poseía. Deseó que fuera él quien la interrogara; sin embargo, por el momento, resultaba evidente que su papel era el de observador.

El teniente Howard se le plantó delante mirándola con no disimulado desprecio. Se dio cuenta de que él intentaba hacerla avergonzarse o sentirse derrotada, representando la versión policial del juego infantil de sostener la mirada. Pero ella le devolvió la mirada sin parpadear hasta que él se apartó y empezó a pasear.

—Miss Thomas —le dijo—, hay muchas cosas en su historia que me preocupan.

—Ya lo sé. Le molesta que conozca al asaltante. Imagina que pude haberle inducido. ¿No es éste el espíritu convencional de la Policía?

Se quedó sorprendido pero se recobró enseguida.

—Sí, para empezar. Y también está el hecho de que no sabemos cómo pudo entrar en la casa. El oficial Whitlock y el oficial Farmer la han revisado de punta a punta dos o tres veces y no encuentran indicios de entrada forzada. Ninguna ventana rota. Ninguna cerradura aplastada o saltada.

—Así que piensa que le dejé entrar.

—Debo considerarlo de ése modo.

—Bien; pues considere esto. Cuando hace unas semanas estuve en Napa County, investigando para un guión, perdí las llaves en su bodega. Las llaves de la casa, del coche…

—¿Y vino conduciendo desde allí?

—No. En avión. Pero todas mis llaves estaban en el mismo llavero. Incluso las llaves del coche alquilado que recogí en Santa Rosa; estaban en una cadena endeble y como temí perderlas las pasé a mi llavero. No volví a encontrarlas. Los que me alquilaron el coche tuvieron que mandarme otro juego. Y a mi llegada a Los Ángeles me vi obligada a llamar a un cerrajero para poder entrar en mi casa, y para que me hiciera llaves nuevas.

—¿No hizo cambiar las cerraduras?

—Me pareció un gasto innecesario. Las llaves que perdí no tenían ninguna identificación. Quienquiera que las encontrara no sabría de dónde eran.

—¿Y no se le ocurrió que pudieran ser robadas? —preguntó Howard.

—No.

—Pero ahora piensa que Bruno Frye cogió las llaves con la intención de venir a violarla y matarla.

—Sí.

—¿Qué tiene contra usted?

—No lo sé.

—¿Posee algún motivo para odiarla?

—Apenas le conozco.

—Ha tenido que recorrer un largo camino para venir.

—En efecto.

—Cientos de kilómetros.

—Mire, está loco. Y la gente loca hace locuras.

El teniente Howard dejó de pasear, se detuvo junto a ella y la miró como la miraría un dios enfurecido.

—¿No le parece raro que un loco pueda ocultar su locura tan bien en su casa, que posea un control férreo para disimularlo hasta encontrarse en una ciudad desconocida?

—Claro que me parece raro. Es misterioso. Pero es verdad.

—¿Tuvo Bruno Frye oportunidad de robar las llaves?

—Sí. Uno de los encargados de la bodega me llevó a visitarla. Hubimos de subir andamios, pasar entre toneles de fermentación, entre barricas de reserva, por muchos sitios difíciles. No creí oportuno llevarme el bolso. Me hubiera entorpecido. Así que lo dejé en la casa principal.

—La casa de Frye.

—Sí.

Reventaba de energía, estaba supercargado. Empezó a pasear de nuevo, del sofá a las ventanas, de las ventanas a las librerías, luego otra vez al sofá, con sus anchas espaldas alzadas, la cabeza echada hacia delante.

El teniente Clemenza le sonrió, pero ella no se tranquilizó en absoluto.

—¿Se acordará alguien de la bodega de que perdió las llaves? —preguntó el teniente Howard.

—Me figuro que sí. Seguro, Pasé por lo menos media hora buscándolas. Pregunté a todo el mundo con la esperanza de que alguien las hubiera encontrado.

—Y nadie las había visto.

—En efecto.

—¿Dónde creía que pudo haberlas dejado?

—Las tenía en el bolso.

—¿Fue ése el último lugar donde recuerda haberlas puesto?

—Sí. Conduje desde la agencia que me alquiló el coche hasta la bodega y estaba segura de haber guardado las llaves en el bolso cuando aparqué.

—No obstante, al no encontrarlas, ¿no se le ocurrió que pudieron habérselas robado?

—No. ¿Por qué iba nadie a robarme las llaves y no el dinero? Llevaba unos doscientos dólares en el billetero.

—Otra cosa que me molesta. Después de echar a Frye de la casa a punta de pistola, ¿por qué tardó tanto en llamarnos?

—No tardé mucho.

—Veinte minutos.

—Como máximo.

—Cuando una acaba de ser atacada y casi asesinada por un maníaco con un cuchillo, veinte minutos es demasiado tiempo. La mayoría de la gente se pone inmediatamente en contacto con la Policía. Nos quieren en la escena del hecho en unos segundos y se ponen furiosos si tardamos unos minutos en llegar.

Hilary miró primero a Clemenza, luego a Howard; después a sus manos que tenía apretadas, con los nudillos blancos. Se enderezó y tensó los hombros.

—Yo… supongo que… me desmoroné. —Era una confesión difícil, que la avergonzaba. Siempre había presumido de su fortaleza—. Vine a esta mesa, me senté y empecé a marcar el número de la Policía y… entonces… me… me eché a llorar. Empecé a llorar… y no podía parar.

—¿Y lloró veinte minutos?

—No. Claro que no. No soy una llorona, quiero decir que no me desmorono fácilmente.

—¿Cuánto tiempo tardó en controlarse?

—No lo sé.

—¿Quince minutos? —preguntó el teniente Howard.

—No tanto.

—¿Diez?

—Quizá cinco.

—Cuando recuperó el control, ¿por qué no nos llamó? Estaba sentada junto al teléfono.

—Subí a lavarme la cara y cambiarme de ropa. Ya se lo he dicho.

—Ya sé. Me acuerdo. Embelleciéndose para la Prensa.

—No —protestó empezando a enfadarse con él—. No me «embellecía». Sólo pensé que debía…

—Ésta es la cuarta cosa que me hace dudar de su historia —la interrumpió Howard—. Me deja asombrado. Quiero decir que después de haber sido casi violada y asesinada, después de desmoronarse y llorar, mientras temía aún que Frye pudiera volver y terminar lo que había empezado, perdió, sin embargo, el tiempo en arreglarse para ponerse presentable. ¡Asombroso!

—Perdón —dijo el teniente Clemenza echándose hacia delante en el sillón—. Frank, intuyo que sabes algo y que quieres llegar a ello. No pretendo estropear tu ritmo, ni nada. Pero no me parece que podamos hacer suposiciones sobre la sinceridad e integridad de Miss Thomas, basándote en lo que tardó en llamar y presentar la denuncia. Ambos sabemos que la gente, a veces, sufre una especie de shock después de una experiencia así. No siempre hacen lo racional. El comportamiento de Miss Thomas no es raro.

Hilary estuvo a punto de dar las gracias al teniente Clemenza por lo que había dicho, pero percibió una corriente de antagonismo entre los dos detectives y no quiso atizar el fuego.

—¿Me estás diciendo que siga adelante? —preguntó Howard a Clemenza.

—Lo que estoy diciendo es que se está haciendo tarde y que todos nos hallamos cansados.

—¿Admites que su historia está llena de baches?

—No creo haberlo dicho así.

—¿Pues cómo lo dirías?

—Digamos que hay ciertas partes que aún no parecen tener sentido.

Howard lo miró enfadado, luego asintió:

—Está bien. Bueno. Solamente trataba de establecer que hay por lo menos cuatro grandes problemas en su historia. Si estás de acuerdo, seguiré con lo demás. —Se volvió a Hilary—. Miss Thomas me gustaría oír una vez más la descripción de su asaltante.

—¿Para qué? Ya tiene su nombre.

—Hágame el favor.

No podía comprender por qué seguía con aquel interrogatorio. Sabía que intentaba hacerla caer en una trampa, pero no tenía la menor idea de qué tipo de trampa o qué le pasaría si caía en ella.

—Está bien. Una vez más. Bruno Frye es alto, un metro ochenta y algo…

—Por favor, sin nombres.

—¿Qué?

—Que describa al asaltante sin utilizar nombres.

—Pero yo conozco su nombre —objetó despacio y en tono paciente.

—Hágame el favor —insistió sin la menor simpatía.

Hilary suspiró, se recostó en el sofá, simulando aburrimiento. No quería que él supiera que la estaba irritando. ¿Qué diablos buscaba?

—El hombre que me atacó —empezó— medía uno ochenta aproximadamente, y tal vez pesaba más de cien kilos. Muy musculoso.

—¿Raza?

—Era blanco.

—¿Tez?

—Clara.

—¿Cicatrices o pecas?

—No.

—¿Tatuajes?

—¿Está de broma?

—¿Tatuajes?

—No.

—¿Alguna otra marca de identificación?

—No.

—¿Estaba lisiado o tenía alguna clase de deformación?

—Era un fuerte y sano hijo de perra —respondió furiosa.

—¿Color del cabello?

—Rubio oscuro.

—¿Largo o corto?

—Intermedio.

—¿Ojos?

—Sí.

—¿Cómo?

—Que sí, que tenía ojos.

—Miss Thomas…

—Bien, bien.

—Esto es serio.

—Tenía ojos azules. Un peculiar color azul gris.

—¿Edad?

—Unos cuarenta.

—¿Algo característico?

—¿De qué tipo?

—Mencionó usted algo sobre su voz.

—Sí. Tenía la voz profunda. Sorda. Una voz rasposa. Cavernosa, bronca, como si arañara.

—Muy bien —asintió el teniente Howard, balanceándose ligeramente sobre los talones, evidentemente satisfecho de sí—. Tenemos una buena descripción del asaltante, un hombre sin nombre. Ahora, quiero que me describa a Bruno Frye.

Hilary se volvió a Clemenza y pidió exasperada:

—¿Es eso realmente necesario?

—¿Frank, no se podría acelerar esto? —rogó Clemenza.

—Mira, hay un punto que trato de poner en claro. Estoy llegando a él lo mejor que sé. Además, es ella la que lo entorpece.

Se volvió a mirarla y Hilary tuvo la horrible sensación de que se la estaba juzgando en otro siglo y que Howard era una especie de inquisidor religioso. Si Clemenza le dejara, Howard la agarraría y la sacudiría hasta que le contestara lo que él quería oír, fuera o no la verdad.

—Miss Thomas, si contesta a todas mis preguntas, habremos terminado en unos minutos. Bien. ¿Quiere ahora describirme a Bruno Frye?

Asqueada, le respondió:

—Metro ochenta y algo, ciento y pico kilos, musculoso, rubio, ojos azul gris, de unos cuarenta años, sin cicatrices ni deformidades, ni tatuajes, de voz profunda y áspera.

Frank Howard sonreía. Pero no era una sonrisa amistosa.

—Su descripción del asaltante y la de Bruno Frye son exactamente iguales. Ni una sola discrepancia. Ni una. Y, naturalmente, nos ha dicho que es la misma persona.

Su forma de interrogar parecía ridícula, pero debía tener algún propósito. No era estúpido. Hilary sentía que ya había caído en la trampa, aunque no sabía qué era.

—¿Quiere cambiar de idea? —preguntó Howard—. ¿Quiere decir que tal vez hay la pequeña posibilidad de que se tratara de alguien que se pareciera a Frye?

—No soy una idiota. Era él.

—¿Y no existía a lo mejor una insignificante diferencia entre su asaltante y Bruno Frye? ¿Alguna cosilla? —insistió.

—No.

—¿Ni siquiera la forma de la nariz o la línea de la mandíbula?

—Ni siquiera eso.

—¿Está segura de que Frye y su asaltante compartían exactamente la misma línea de nacimiento del pelo, los mismos pómulos, la misma barbilla?

—Sí.

—¿Está segura, sin la menor sombra de duda, de que era Bruno Frye el que estuvo aquí esta noche?

—Sí.

—¿Lo juraría ante un tribunal?

—¡Sí, sí y si! —exclamó harta de su insistencia.

—Muy bien, pues. Bien, bien. Me temo que si declarara a este efecto, sería usted la que terminaría en la cárcel. El perjurio es un delito.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir?

La miró otra vez con una mueca, que era aún menos amistosa que su sonrisa.

—Miss Thomas, lo que quiero decir es… que es una embustera.

Hilary estaba tan estupefacta por lo directo de la acusación, por la osadía, tan desconcertada por el desprecio que había en su voz, que en aquel momento no se le ocurrió ninguna respuesta. Ni siquiera sabía a qué se refería.

—Una embustera, Miss Thomas. Lisa y llanamente.

El teniente Clemenza se puso en pie y dijo:

—Frank, ¿estás llevando esto bien?

—Oh, sí, lo estamos llevando a la perfección. Mientras estaba allí fuera hablando a los reporteros y posando tan lindamente para los fotógrafos, yo recibí una llamada de jefatura. Acababan de tener noticias del sheriff de Napa County.

—¿Ya?

—Oh, sí. Su nombre es Peter Laurenski. Sheriff Laurenski, que hizo unas averiguaciones para nosotros arriba en los viñedos de Frye, tal como le pedimos. ¿Y sabes lo que encontró? Encontró que el señor Bruno Frye no había venido a Los Ángeles. Bruno Frye no salió de casa. Bruno Frye está ahora mismo en Napa County, en este preciso minuto, en su propia casa, tan inofensivo como una mosca.

—¡Imposible! —replicó Hilary levantándose del sofá.

Howard meneó la cabeza:

—Venga ya, Miss Thomas. Frye dijo al sheriff Laurenski que se proponía venir hoy a Los Ángeles para una semana. Unas vacaciones cortas; Pero no consiguió terminar el trabajo a tiempo, así que canceló el viaje y permaneció en casa para terminar el trabajo.

—¡El sheriff se equivoca! No pudo haber hablado con Bruno Frye.

—¿Llama embustero al sheriff? —preguntó Howard.

—Debió. Él debió hablar con alguien más que cubría a Frye —insistió Hilary sabiendo lo desesperadamente absurdo de todo aquello.

—No. El sheriff habló con el propio Frye.

—¿Lo vio? ¿Vio a Frye? —preguntó—. ¿O habló con alguien por teléfono, alguien que aseguró ser Frye?

—No sé si fue una conversación cara a cara o por teléfono. Pero, recuerde, Miss Thomas, que nos habló de la voz única de Frye. Extremadamente profunda, áspera. Una voz gutural y rasposa. ¿Está diciendo que alguien podía fácilmente imitarla por teléfono?

—Si el sheriff Laurenski no conoce muy bien a Frye, podía engañarle una imitación. Él…

—Es una región pequeña. Alguien como Bruno Frye, un hombre importante como él, es conocido por todos. Y el sheriff le ha conocido muy bien por espacio de veinte años —terminó Howard triunfante.

El teniente Clemenza parecía apenado. Aunque le importaba poco lo que el teniente Howard pensara de ella, para Hilary era importante que Clemenza creyera la historia que había contado. La chispita de duda en sus ojos le dolió como la rudeza de Howard.

Les volvió la espalda, se acercó a la ventana emplomada que daba a la rosaleda, trató de contener su enfado, no pudo y se volvió de nuevo a ellos. Habló a Howard, enfurecida, enfatizando cada palabra, golpeando la mesa con el puño:

—¡¡Bruno… Frye… estuvo… aquí!!

El jarrón lleno de rosas se volcó, cayó de la mesa, rebotó sobre la gruesa alfombra, y el agua y las flores se desparramaron. Lo ignoró.

—¿Y el sofá volcado? ¿Y las porcelanas que le tiré? ¿Y las balas que le disparé? ¿Y el cuchillo hecho pedazos que dejó? ¿Y el traje desgarrado, y las medias?

—Podría ser una inteligente puesta en escena. Pudo hacerlo todo usted sola, organizado para dar verosimilitud a su historia —dijo Howard.

—¡Es absurdo!

Clemenza intervino:

—Miss Thomas, puede que realmente se tratara de otra persona, de alguien que se parecía mucho a Bruno Frye.

Incluso si hubiera querido retractarse de aquel modo, no podía hacerlo. Obligándola tantas veces a repetir la descripción del hombre que la atacó, arrancándole varias aseveraciones de que el asaltante no había sido otro que Bruno Frye, el teniente Howard le había hecho difícil, por no decir imposible, retractarse como le ofrecía Clemenza. De todos modos, no quería volverse atrás, reconsiderar nada. Sabía que tenía razón.

—Era Frye. Frye y nadie más que Frye. No inventé nada. Ni disparé a las paredes. Ni volqué el sofá y rasgué mi propia ropa. ¡Por el amor de Dios! ¿Para qué iba a hacer tal locura? ¿Qué razones podía tener para una charada de esta clase?

—Tengo algunas ideas —dijo Howard—. Supongo que conocía a Bruno Frye desde hace tiempo y…

—Le he dicho que le conocí hace tres semanas.

—También nos ha dicho otras cosas que han resultado no ser ciertas. Así que conoció a Frye hace tiempo, o por lo menos bastante, y los dos tenían un lío…

—¡No!

—… y por alguna razón él la dejó. Puede que se cansara de usted. Puede que conociera a otra mujer. Algo. Así que sospecho que no fue a su bodega para investigar o documentarse para uno de sus guiones, como me ha dicho. Pienso que fue allá para reunirse con él. Tenía la intención de arreglar las cosas, besarle y hacer las paces…

—No.

—… pero él no quiso saber nada. Volvió a deshacerse de usted. Mientras estaba allí, descubrió que iba a venir a Los Ángeles para un corto asueto. Así que decidió pagarle con la misma moneda.

Imaginó que no tendría nada preparado para su primera noche en la ciudad, probablemente una cena a solas y luego a la cama. Tenía la casi seguridad de que no habría nadie que respondiera por él más tarde, si la Policía deseaba saber lo que había hecho aquella noche. Así que le montó una acusación de violación.

—¡Maldito sea, es usted repugnante!

—Le salió el tiro por la culata. Frye cambió sus planes. Ni siquiera vino a Los Ángeles. De modo que ahora está metida en una mentira.

—¡Estuvo aquí! —Quería agarrar al detective por el cuello y apretar hasta que comprendiera—. Mire, tengo uno o dos amigos que me conocen lo suficiente para saber si tengo o no un lío. Le daré sus nombres. Vaya a verlos. Le dirán que no he tenido nada que ver con Bruno Frye. Demonio. Puede que incluso le digan que no he tenido nada con nadie desde hace mucho. He estado demasiado ocupada para tener una vida privada. Trabajo muchas horas. No me queda tiempo para romances. Y desde luego le aseguro que no he tenido tiempo de permitirme un amante que vive en el otro extremo del Estado: Hable con mis amigos. Verá lo que le dicen.

—Los amigos son testigos notoriamente parciales. Además, puede haberse tratado de una relación que guardó para sí, el pequeño lío secreto. Reconózcalo, Miss Thomas, le ha salido mal. Los hechos son los siguientes. Afirma que Frye se encontraba hoy en esta casa. Pero el sheriff dice que estaba allí, en la suya propia, hace poco más de media hora. Ahora bien, Santa Helena está a más de seiscientos kilómetros por aire, más de setecientos cincuenta en coche. Sencillamente, no pudo haber vuelto a casa tan deprisa. Y no pudo haber estado en dos sitios a la vez ya que, por si no lo sabe, sería una grave violación de las leyes físicas.

El teniente Clemenza intervino:

—Frank, tal vez debieras dejar que yo termine con esto.

—¿Terminar qué? Está cerrado, terminado, kaput. —Y Howard la señaló con un dedo acusador—. Tiene usted una suerte condenada, Miss Thomas. Si Frye hubiera venido a Los Ángeles y esto se hubiese llevado a los tribunales, usted habría cometido perjurio. Podía terminar en la cárcel. También tiene la suerte de que no hay forma de castigar a una persona como usted por hacernos perder el tiempo así.

—No me parece que hayamos perdido el tiempo —dijo Clemenza con dulzura.

—Al infierno con que no —protestó Howard—. Y le diré una cosa: si Bruno Frye quiere demandarla por libelo, le juro por Dios que yo declararé en su favor.

Y dando media vuelta se apartó de ella, en dirección a la puerta. El teniente Clemenza no hizo el menor esfuerzo por seguirle y era obvio que tenía algo más que decir pero ella demostró su desagrado al ver salir al otro sin obtener respuesta a importantes preguntas.

—Espere un momento —dijo.

Howard se detuvo y se volvió a mirarla:

—¿Qué?

—¿Y ahora qué? ¿Qué va a hacer con mi denuncia? —preguntó Hilary.

—¿Lo dice en serio?

—Sí.

—Me voy a ir al coche, cancelaré la denuncia contra Bruno Frye y daré el día por terminado. Me voy a mi casa a beberme un par de botellas de cerveza fría.

—No irán a dejarme sola. ¿Y si vuelve?

—¡Oh, Cristo! ¡Quiere dejar de hacer comedia!

Hilary se le acercó:

—Piense lo que piense, diga lo que quiera el sherrif de Napa County, no hago comedia. ¿Quiere por lo menos dejar a uno de sus hombres de uniforme una hora más, o así, hasta que pueda conseguir un cerrajero que me cambie las cerraduras?

Howard meneó la cabeza con gesto negativo:

—No. Que me aspen si pierdo más tiempo de la Policía y más dinero de los contribuyentes para proporcionarle una protección que no necesita. Resígnese. Todo ha terminado. Ha perdido. Reconózcalo, Miss Thomas.

Y salió de la habitación.

Hilary fue hacia el sillón y se dejó caer en él. Estaba agotada, confusa, asustada.

Clemenza le dijo:

—Me aseguraré de que los agentes Whitlock y Farmer se queden con usted hasta que se hayan cambiado; las cerraduras.

—Gracias.

Tony se encogió de hombros. Estaba incómodo.

—Siento no poder hacer más.

—No me he inventado nada —le aseguró.

—La creo.

—Frye ha estado realmente aquí esta noche.

—No dudo de que alguien estuviera aquí; pero…

—No alguien. Frye.

—Si reconsiderara su identificación, podríamos seguir trabajando en el caso y…

—Era Frye —repitió, ya no irritada, sino cansada—. Era él y nadie más que él.

Durante un buen rato, Clemenza la observó interesado, y sus ojos oscuros mostraron simpatía. Era guapo, pero no era su aspecto lo que resultaba más agradable a la vista, sino un encanto indescriptible, una cordialidad cálida y dulce en sus rasgos italianos, una preocupación especial, una comprensión tan visible en su rostro, que ella percibió que de verdad le preocupaba lo que fuera a ocurrirle.

—Ha sufrido una dura experiencia —le dijo—. La ha trastornado. Es muy comprensible. A veces, cuando se sufre un shock como éste, las percepciones se distorsionan. Puede que cuando haya tenido oportunidad de tranquilizarse, recuerde cosas un poco diferentes. Volveré mañana. Para entonces quizá tenga algo nuevo que decirme.

—No —contestó Hilary sin vacilar—. Pero gracias por… por ser amable.

Le pareció que la dejaba a disgusto. Pero se marchó y ella se quedó sola en su estudio.

Durante unos minutos, no pudo encontrar la energía para levantarse del sillón. Era como si hubiera caído en arenas movedizas y gastado hasta el último poso de energía en un desesperado y fútil intento de escape.

Finalmente, se levantó, fue a la mesa y descolgó el teléfono. Pensó en llamar a las bodegas de Napa County; pero se dio cuenta de que no sacaría nada con ello. Sólo conocía el número de la oficina. No tenía el de la casa de Frye. Incluso si lo conseguía a través del servicio de información, y resultaba muy poco probable, el hecho de marcarlo no le produciría la menor satisfacción. Si intentaba llamar a su casa, sólo podían ocurrir una o dos cosas. Una, podía no contestar, con lo que ni confirmaría su historia, ni negaría lo que había dicho el sheriff Laurenski. Dos, Frye contestaría, sorprendiéndola. ¿Y luego qué? Tendría que reconsiderar de nuevo los acontecimientos de la noche, enfrentarse con el hecho de que el hombre con el que había luchado era alguien parecido a Bruno Frye. O quizá no se parecía nada a Bruno Frye. Tal vez su percepción estuviera tan deformada que había notado un parecido cuando no existía ninguno. ¿Cómo podía saber si estaba perdiendo contacto con la realidad? ¿De qué modo empezaba la locura? ¿Se acercaba arrastrándose o se te echaba encima sin previo aviso? Tenía que considerar la posibilidad de que estaba perdiendo la cabeza, porque después de todo, había indicios de locura en su familia. Durante más de diez años, uno de sus terrores había sido que moriría como murió su padre: con los ojos fuera de sí, loco, incoherente, agitando una pistola tratando de apartar a los monstruos que no estaban allí. ¿Tal padre, tal hija?

—Le he visto —dijo en voz alta—. Bruno Frye. En mi casa. Aquí. Esta noche. No ha sido una alucinación, ni lo he imaginado Le he visto, maldita sea.

Buscó en las páginas amarillas y llamó a una cerrajería de servicio permanente.

Después de huir de la casa de Hilary Thomas, Bruno Frye condujo su furgoneta «Dodge», gris, fuera de Westwood. Fue en dirección oeste, y luego sur, hasta Marina del Rey, un pequeño puerto al extremo de la ciudad, un lugar de apartamentos caros y ajardinados, de edificios más caros aún, tiendas y restaurantes corrientes; pero superdecorados, la mayoría con amplias vistas del mar y de miles de embarcaciones de placer amarradas a lo largo de canales artificiales.

La niebla se extendía por la costa como si un gran fuego frío ardiera sobre el océano. Era espesa en algunos puntos y clara en otros; pero aumentaba sin cesar.

Metió la furgoneta en un rincón vacío de un terreno de aparcamiento cercano a los muelles, y, por unos minutos, permaneció sentado, allí, analizando su fracaso. La Policía le buscaría, pero por poco tiempo, solamente hasta que descubrieran que había estado en casa en Napa County, durante toda la noche. E incluso mientras le buscaban por el área de Los Ángeles, tampoco corría peligro porque ignoraban qué tipo de vehículo conducía. Estaba seguro de que Hilary Thomas no había visto la furgoneta cuando se marchó porque estaba aparcada a tres manzanas de la casa.

Hilary Thomas.

Su nombre no era aquél, naturalmente.

Katherine. Esa era realmente. Katherine.

—Perra apestosa —exclamó en voz alta.

Le daba miedo. En los últimos cinco años la había matado más de veinte veces; sin embargo, se negaba a seguir muerta. Continuaba volviendo a la vida, con un nombre nuevo, una nueva identidad, un nuevo entorno hábilmente construido; pero nunca dejaba de reconocer a Katherine, oculta en cada nueva persona. La había encontrado y dado muerte una y otra vez, pero no quería seguir muerta. Sabía cómo volver de la tumba y este conocimiento le aterrorizaba más de lo que se atrevía a dejar que ella supiera. Le tenía miedo, pero no podía dejar que se notara, porque si llegaba a darse cuenta, le dominaría y destruiría.

«Pero puedo matarla —se dijo Frye—. Ya lo he hecho. Le he dado muerte varias veces y he enterrado muchos cuerpos suyos en fosas secretas. Y volveré a matarla. Y quizás esta vez no pueda volver».

Tan pronto como fuera seguro para él retornar a la casa de Westwood, intentaría volver a matarla. Y esta vez se proponía llevar a cabo ciertos rituales que confiaba terminarían con su sobrenatural poder de regeneración. Había estado leyendo libros sobre los muertos vivientes…, vampiros y otras criaturas. No era ninguna de esas cosas con exactitud, sino terriblemente única. Creía que alguno de los métodos de exterminación que resultaban efectivos en los vampiros, podrían servir para ella. Sacarle el corazón mientras aún latía. Atravesarlo con una estaca de madera. Cortarle la cabeza. Llenarle la boca de ajos. Funcionaría. Oh, Dios, tenía que funcionar.

Dejó la furgoneta y se dirigió a un teléfono público cercano. El aire húmedo tenía un vago olor a sal, algas y petróleo. El agua golpeaba contra las estacas y los cascos de los pequeños yates, un ruido un tanto lúgubre. Más allá de las paredes de plexiglás de la cabina, hilera tras hilera de mástiles salían de los botes amarrados como un bosque deshojado surgiendo de la niebla nocturna. Más o menos a la misma hora en que Hilary llamaba a la Policía, Frye llamaba a su propia casa de Napa County e informaba de su fracasado ataque a la mujer.

El hombre en el otro extremo de la línea escuchó sin interrumpirle, luego dijo:

—Yo me ocuparé de la Policía.

Hablaron unos minutos más y después Frye colgó. Al salir de la cabina, miró suspicaz a su alrededor, a la oscuridad y a la niebla. No era posible que Katherine le hubiera seguido, sin embargo, temía que estuviera allí, en las sombras, esperando vigilante. Era un hombre fuerte. No debería tener miedo de una mujer. Pero lo tenía.

Tenía miedo de la que no quería morir, de la que ahora se hacía llamar Hilary Thomas.

Volvió a la furgoneta y se sentó tras el volante por un instante hasta que se dio cuenta de que estaba hambriento. Su estómago protestaba. No había comido desde el almuerzo. Se hallaba lo bastante familiarizado con Marina del Rey para saber que no había un restaurante adecuado en el vecindario. Condujo hasta la carretera de Pacific Coast a Culver Boulevard, luego al Oeste y de nuevo al Sur hacia Vista del Mar. Tenía que ir despacio porque la niebla era espesa en aquella región; le devolvía la luz de los faros y reducía la visibilidad a pocos metros. Se sentía como si condujera bajo el agua en un mar espeso y fosforescente. Casi veinte minutos después de su llamada a Napa County (y casi a la misma hora en que el sheriff Laurenski echaba un vistazo por cuenta de la Policía de Los Ángeles), Frye encontró un lugar interesante en el extremo norte de El Segundo. El anuncio de neón rojo y amarillo atravesaba la niebla: «GARRIDO’S». Era un local mexicano, pero no uno de esos norteamericanos cromados y de cristal, donde servían imitación de comida mexicana. Parecía mexicano de verdad. Paró en la carretera y aparcó entre dos vehículos equipados con ascensores hidráulicos tan populares entre los conductores chicanos. Mientras iba hacia la entrada, pasó un coche con un cartel en el parachoques que proclamaba CHICANO POWER. Otro advertía a todos que APOYARAN AL «SINDICATO DE GRANJEROS». Frye paladeaba ya el sabor de las enchiladas.

Por dentro, «Garrido’s» parecía más un bar que un restaurante, pero el aire estaba empapado de los olores de la buena cocina mexicana. A la izquierda, una barra de madera maltratada y quemada corría a lo largo de la gran estancia rectangular. Alrededor de una docena de hombres morenos y dos preciosas señoritas estaban sentados en los taburetes o se apoyaban en la barra, la mayoría hablando en rápido español. El centro del local estaba ocupado por una sola hilera de doce mesas paralelas al bar, cada una de ellas cubierta con mantelería roja. Todas se encontraban ocupadas por hombres y mujeres que bebían y reían mientras tomaban su comida. A la derecha, contra la pared había una especie de cabinas forradas de cuero rojo, con altos respaldos: Frye se sentó en una de ellas.

La camarera que acudió a su mesa era baja, casi tan ancha como alta; de cara redonda y sorprendentemente bonita. Alzando la voz por encima de la tierna y plañidera canción de Freddie Fender, que procedía del tocadiscos, preguntó a Frye qué deseaba, y tomó nota: una doble ración de chiles verdes y dos botellas de «Dos Equis» frías.

Todavía llevaba puestos los guantes. Se los quitó y flexionó los dedos.

Excepto por una rubia con un jersey escotado, que estaba con un bigotudo matón chicano, Frye era el único en «Garrido’s» que no tenía sangre mexicana en las venas. Sabía que algunos de ellos le miraban, pero le tenía sin cuidado.

La camarera le trajo la cerveza al momento, Frye no se molestó en utilizar el vaso. Se llevó la botella a los labios, cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y tragó. En menos de un minuto la hubo terminado. La segunda cerveza la bebió más despacio; pero cuando le sirvieron la cena también la había terminado. Pidió dos botellas más de «Dos Equis».

Bruno Frye comió con voracidad y absoluta concentración, sin apartar la vista del plato, porque no podía o no quería hacerlo, ajeno a todos los que le rodeaban, con la cabeza gacha para recibir la comida a la manera febril de un glotón falto de gracia. Emitiendo sonidos animales de satisfacción, se metía el chile verde en la boca, tragaba bocados chorreantes de grasa, deprisa, masticando rápido y con fuerza, con las mejillas hinchadas. A un lado, le habían dejado un plato de tortitas y las utilizó para mojar en la deliciosa salsa. Lo hacía bajar todo con grandes sorbos de cerveza helada.

Estaba terminando, cuando la camarera se acercó para preguntarle si la comida estaba bien, y no tardó en darse cuenta de que la pregunta era innecesaria. La contempló con mirada un poco desenfocada. Con una voz gruesa que parecía llegar de muy lejos, le pidió dos tajadas de ternera, un par de enchiladas, de queso, arroz, alubias refritas y dos botellas más de cerveza. Ella abrió ojos como platos, pero era demasiado educada para hacer comentarios sobre su apetito.

Comió lo que le quedaba de chile verde antes de que volvieran con el nuevo encargo; pero no salió de su trance cuando el plato estuvo vacío. Cada mesa tenía un cestillo de rebanadas de pan y se lo acercó; las mojó en el bol de salsa caliente que venía con ellas; se las metió enteras en la boca y las masticó con enorme placer y mucho ruido. Cuando la camarera llegó con el resto de la comida y la cerveza, masculló un gracias y al instante empezó a meterse enchiladas de queso en la boca; luego acabó con la carne y el acompañamiento. Una vena se veía latir en su cuello de toro. Tenía las venas de la frente hinchadas. Una capa de sudor bañaba su rostro y las gotas empezaron a caerle desde el nacimiento del cabello. Por fin tragó el último bocado de alubias refritas, las hizo pasar con cerveza y apartó los platos vacíos. Permaneció un momento sentado con una mano sobre el muslo y otra agarrando la botella, mirando ante sí aunque a nada en particular. Poco a poco, el sudor de su cara se fue secando y volvió a darse cuenta de la música; era otro disco de Freddie Fender.

Sorbió el resto de cerveza y miró a los demás clientes, interesándose en ellos por primera vez. Le llamó la atención un grupo sentado en una mesa cerca de la puerta. Dos parejas. Las muchachas bonitas. Los hombres, morenos y guapos. Todos ellos de poco más de veinte años. Los muchachos presumían ante sus chicas, hablando un poquito alto, riéndose demasiado, haciendo de gallitos, esforzándose por impresionar a sus pollitas.

Frye decidió divertirse a su costa. Reflexionó, imaginó el acto que montaría y rió feliz ante la idea del revuelo que causaría.

Pidió su cuenta a la camarera, le dio más que suficiente y le dijo:

—Guárdese el cambio.

—Es usted muy generoso —respondió ella sonriente, yendo hacia la caja.

Se calzó los guantes.

Su sexta botella de cerveza estaba medio llena y se la llevó al levantarse de la mesa. Se encaminó hacia la salida y consiguió meter un pie entre las patas de una silla al pasar ante las parejas que le habían interesado. Dio un ligero traspié, recobró el equilibrio con facilidad y se inclinó hacia los cuatro asombrados comensales, dejando que vieran la botella y tratando de parecer un borracho.

En voz baja, porque no quería que los demás del local se enteraran del enfrentamiento que estaba fomentando; pues sabía que podía manejar a dos de ellos, pero no estaba dispuesto a pelear con un ejército. Dirigió una mirada turbia al que tenía el aspecto más fuerte de los dos, le sonrió, y entre dientes en un tono ofensivo que nada tenía que ver con la sonrisa, le espetó:

—Aparta tu maldita silla del paso, estúpido cabrón.

El desconocido que le había devuelto la sonrisa esperando una excusa de borracho, cuando oyó el insulto, entrecerró los ojos y su rostro perdió toda expresión. Antes de que pudiera ponerse de pie, Frye se volvió al otro y dijo:

—¿Por qué no te buscas una zorra como la rubia que está allí? ¿Para qué quieres a esas dos putas grasientas?

Y salió disparado hacia la puerta, a fin de que la pelea no se iniciara en el establecimiento. Riendo para sus adentros, pasó la puerta y se metió en la niebla apresurándose a dar la vuelta al edificio para ir al aparcamiento en la parte norte, y allí esperar.

Faltaban unos pasos para que llegase a su furgoneta cuando uno de los hombres que había dejado atrás le dijo con fuente acento español:

—¡Eh! Espere un segundo.

Frye se volvió, simulando aún la borrachera, haciendo eses y tambaleándose como si le costara encontrar el suelo bajo sus pies:

—¿Qué hay? —preguntó en tono estúpido.

Se pararon, uno junto al otro, como dos apariciones en la niebla. El más fuerte de los dos gritó:

—¿Qué diablos crees que estás haciendo, hombre?

—¿Buscáis camorra, cabrones? —preguntó Frye con voz espesa.

—¡Cerdo! —le gritó en español el más fuerte.

—Cerdo mugriento —agregó el delgado.

—Por Cristo —exclamó Frye—, dejad de hablar en esa jerga maldita. Si tenéis algo que decir, hablad en cristiano.

—Miguel le ha llamado cerdo —explicó el delgado—. Y yo, cerdo mugriento.

Frye rió y les hizo un gesto obsceno.

Miguel, el fuerte, se lanzó y Frye le esperó inmóvil, como si no le viera llegar. El chico atacó con la cabeza baja, los puños en alto, los brazos cerca del cuerpo. Lanzó dos directos poderosos a los músculos de hierro del estómago de Frye. Las manos de granito del moreno hicieron un ruido fuerte al golpear; pero Frye encajó los golpes sin pestañear. Con toda intención había conservado la botella de cerveza y la estrelló contra un lado de la cabeza de Miguel.

El vidrio estalló y los pedazos cayeron sobre el suelo del aparcamiento con ruido disonante. Sobre ambos hombres se derramó la cerveza y su espuma. Miguel cayó de rodillas con un terrible gemido como si le hubieran derribado de un hachazo.

—Pablo —gimió suplicante en dirección a su amigo.

Agarrando la cabeza del herido con ambas manos, Frye le sostuvo lo bastante para darle un rodillazo debajo de la barbilla. Los dientes de Miguel se entrechocaron con un feo chasquido. Al soltarle Frye, el hombre cayó de lado, inconsciente, respirando con dificultad por su nariz sangrante.

Mientras Miguel se desplomaba sobre el pavimento húmedo de niebla, Pablo se lanzó contra Frye. Llevaba una navaja. Era un arma larga y fina, probablemente de resorte, tal vez afilada por ambos lados de la hoja, un tipo de navaja muy peligroso. El hombre delgado no era un atacante como lo había sido Miguel. Se desplazaba rápida y graciosamente, girando alrededor de Frye por la derecha buscando una abertura, preparándola gracias a su ágil velocidad, para abalanzarse con el movimiento veloz de la serpiente. La navaja brillaba, de derecha a izquierda y si Frye no hubiera dado un salto atrás, le habría abierto el vientre derramándole las tripas. Tarareando para sí, le iba acorralando sin pausa, fustigándole de derecha a izquierda, de derecha a izquierda. Frye, mientras retrocedía estudiaba la forma que tenía Pablo de mover la navaja y cuando se encontró con la espalda contra la furgoneta, vio cómo debía manejarle. Pablo hacía largas pasadas con el arma en lugar de los arcos viciosos y cortos empleados por los habituados a luchar con cuchillos, por lo tanto en mitad del movimiento hacia fuera de cada asalto, después de que la hoja había pasado ante Frye pero antes de que volviera, había uno o dos segundos en que el arma estaba lejos de él, unos segundos en que no representaba ningún peligro, unos segundos en que Pablo era vulnerable. Al acercarse el hombre para el remate, confiado en que su presa no tenía por dónde huir, Frye, al tanto de uno de los movimientos, saltó en el momento preciso. Al alejarse la hoja de él, Frye agarró la muñeca de Pablo, apretando, retorciéndola, doblándola contra la articulación. El joven lanzó un grito de dolor. La navaja escapó de sus ágiles dedos. Frye se colocó detrás de él, le hizo una llave y lo estrelló de cara contra la trasera del «Dodge». Retorció un poco más el brazo de Pablo, hizo llegar la mano a mitad de sus omoplatos hasta que pareció que algo fuera a romperse. Con su mano libre, Frye agarró el fondillo del pantalón del pobre chico, lo levantó del suelo pese a sus kilos y lo golpeó contra la furgoneta por segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta vez, hasta que dejó de gritar. Cuando lo soltó, cayó como un saco de trapos.

Miguel se apoyaba en manos y rodillas. Escupía sangre y trocitos blancos y brillantes de dientes sobre el suelo oscuro.

Frye fue hacia él.

—¿Qué, tratando de levantarse, amigo?

Riendo dulcemente, Frye le pisó los dedos. Con el tacón le aplastó la mano y retrocedió.

Miguel gimió y cayó de lado.

Frye le pateó el muslo.

Miguel no perdió el conocimiento, pero cerró los ojos, con la esperanza de que Frye se marchara.

Sin embargo, para Frye era como si le recorriera una corriente eléctrica de un millón o un billón de voltios, saltando de punta a punta, ardiente, crujiente y chispeante en su interior, no una sensación dolorosa, sino una experiencia salvaje, excitante, como si el Dios Todopoderoso acabara de tocarle llenándole de la más hermosa, brillante y gloriosa luz.

Miguel abrió sus hinchados ojos oscuros.

—¿Qué? ¿Se te han acabado las ganas de pelear?

—Por favor —dijo el mexicano entre dientes rotos y labios partidos.

Regocijado, Frye apoyó el pie en la garganta de Miguel y le obligó, a caer de espaldas.

—Por favor.

Frye levantó el pie.

—Por favor.

Borracho con la sensación de su poder, flotando, volando, elevándose, Frye pateó a Miguel en las costillas.

Miguel se ahogó en su propio alarido.

Riendo como un loco, Frye le pateó repetidamente hasta que un par de costillas cedieron con un crujido audible.

Miguel empezó a hacer algo que había retenido virilmente en los últimos minutos. Se echó a llorar.

Frye regresó a la furgoneta.

Pablo estaba en el suelo al lado de las ruedas traseras, boca arriba, sin sentido.

Diciendo, Sí… Sí… Sí… Sí… Sí… Sí…, una y otra vez, Frye daba vueltas alrededor de Pablo, pateándole en las pantorrillas, en las rodillas, en los muslos, las caderas y las costillas.

Un coche pareció que fuera a entrar procedente de la calle; pero el conductor se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y no quiso verse mezclado. Hizo marcha atrás y huyó con un chirrido de neumáticos.

Frye arrastró a Pablo junto a Miguel, los dejó uno al lado del otro, fuera del paso de la furgoneta. No quería pasar por encima de nadie. Tampoco quería matar a ninguno de los dos, porque demasiada gente en el bar le había visto perfectamente. Las autoridades no tendrían demasiado interés en perseguir al ganador de una riña callejera, especialmente si los perdedores habían intentado atacar a un hombre solo. Pero la Policía sí buscaría a un asesino, así que Frye tenía que asegurarse de que tanto Miguel como Pablo estuvieran a salvo.

Silbando alegremente, condujo hacia Marina del Rey y paró en la primera estación de servicio abierta, a mano derecha del camino. Mientras el empleado le llenaba el depósito, comprobaba el aceite y limpiaba el parabrisas, Frye fue al lavabo. Sacó una maquinilla del bolsillo y pasó diez minutos arreglándose.

Cuando viajaba, dormía en la furgoneta pero no era tan cómodo como una caravana; carecía de agua corriente. En compensación era más manejable, menos llamativa y más anónima. Para disfrutar de todas las ventajas y los muchos lujos de un bien equipado hogar motorizado, tendría que parar en un camping todas las noches y conectar desagües, agua corriente y cables eléctricos, dejando su nombre y dirección fuera donde fuera. Resultaba demasiado arriesgado. En una vivienda móvil dejaría un rastro que incluso un perro sin olfato podría seguir, y lo mismo ocurriría si pasaba la noche en un motel donde, si la Policía le buscaba más tarde, los recepcionistas recordarían al hombre alto y musculoso de penetrantes ojos azules.

En el lavabo de la estación de servicio se quitó los guantes y la camiseta amarilla, se lavó el torso y los sobacos con jabón líquido, se secó con toallas de papel, se roció con desodorante y volvió a vestirse. Le preocupaba siempre la limpieza; le gustaba estar limpio y correcto en todo momento.

Cuando se notaba sucio, no solamente se sentía incómodo sino también deprimido… y algo temeroso. Era como si el estar sucio despertara en él vagos recuerdos de intolerables experiencias ya olvidadas, como si retrotrajera horrendas experiencias al filo de su consciencia, donde podía sentirlas pero no verlas, percibirlas pero no comprenderlas. Aquellas pocas noches en que se dejaba caer en la cama sin pensar en lavarse, su eterna pesadilla era peor de lo habitual y lo arrojaba fuera del sueño presa de un terror que le hacía gritar. Y aunque en estas ocasiones había despertado, como siempre, sin un recuerdo claro del sueño, le parecía que había tenido que abrirse paso con las uñas fuera de un sitio terriblemente sucio, un profundo pozo oscuro, cerrado y apestoso.

Antes que arriesgarse a intensificar la pesadilla que llegaría sin duda alguna, se lavó en el lavabo de la estación, se afeitó rápidamente con la maquinilla eléctrica, se frotó la cara con loción para después del afeitado, se cepilló los dientes y utilizó el retrete. Entrada la mañana, iría a otra estación de servicio, repetiría la rutina y esa vez también Se cambiaría de ropa.

Pagó al empleado y regresó a Marina del Rey a través de una niebla cada vez más espesa. Aparcó la furgoneta en el mismo lugar cerca del muelle donde había estado y desde donde había hecho la llamada telefónica a Napa County. Bajó del «Dodge», fue a la cabina telefónica y volvió a marcar el mismo número.

—¿Diga?

—Soy yo —dijo Frye.

—Todo tranquilo.

—¿Llamó la Policía?

Hablaron unos minutos y después Frye regresó al «Dodge».

Se echó sobre el colchón en la parte de atrás de la furgoneta y encendió la linterna que guardaba allí. No podía tolerar los lugares totalmente oscuros. No podía dormir a menos que hubiera alguna rendija iluminada, debajo de una puerta, o una luz ardiendo en un rincón. En plena oscuridad, empezaba a imaginar cosas extrañas que se arrastraban por encima de él, resbalaban sobre su cara, circulaban por debajo de sus ropas. Sin luz, le asaltaban los amenazadores susurros sin palabras que a veces oía, un minuto o dos, después de despertar de su pesadilla, los susurros que le helaban la sangre, que le descomponían el vientre y le hacían latir desbocado el corazón.

Si consiguiera identificar la fuente de esos susurros, o descifrar lo que trataban de decirle, sabría la naturaleza de la pesadilla. Sabría lo que provocaba aquel sueño repetido, el terror glacial, y podría por fin liberarse de él.

El problema era que siempre que despertaba y oía aquellos susurros que cerraban el sueño, no estaba en estado mental para escuchar con atención y analizarlos; era siempre presa del pánico, sin desear otra cosa que el cese de los susurros y quedarse en paz.

Trató de dormir a la luz indirecta de la linterna, pero no pudo, Se revolvió. Su imaginación se desbocó. Estaba completamente despierto.

Comprendió que lo que le impedía dormir era el asunto inacabado con aquella mujer. Había ido preparado para matar y se le había frustrado. Estaba inquieto. Se sentía vacío, incompleto.

Había tratado de satisfacer su hambre por la mujer llenándose el estómago. Como esto no funcionó, intentó olvidar provocando una pelea con aquellos dos chicanos. La comida y un gran desgaste físico eran las dos cosas que siempre había utilizado para apagar sus impulsos sexuales, y para apartar sus pensamientos de la secreta ansia de sangre que a veces le quemaba las entrañas. Ansiaba sexo, un tipo de sexo brutal, demoledor, que ninguna mujer le proporcionaría por propia voluntad, así que se atracaba él solo. Ansiaba matar, así que se pasaba cuatro o cinco horas levantando pesas progresivas hasta que sus músculos se hacían puré y la violencia se deshacía en vapor. Los psiquiatras le llaman sublimación. Últimamente, resultaba cada vez menos efectivo para disipar sus malsanas ansias.

No podía quitarse de la cabeza a la mujer.

Su suavidad.

La curva de caderas y pechos.

Hilary Thomas.

No. Aquello era sólo un disfraz.

Katherine.

Ésa era la de verdad.

Katherine. Katherine la maldita. En un nuevo cuerpo.

Podía cerrar los ojos e imaginarla desnuda sobre la cama, aplastada por él, con los muslos abiertos, moviéndose, retorciéndose, estremeciéndose como un conejo ante el cañón de un fusil. Podía imaginar su mano moviéndose sobre sus pesados senos y vientre tirante, sobre sus muslos y sobre el montículo de su sexo… y la otra mano levantando el cuchillo, bajándolo, clavando en ella su hoja plateada, dentro de ella, en lo más blando, y su carne cediendo, y la sangre surgiendo como una húmeda y brillante promesa. Podría ver el terror descarnado y el dolor insufrible reflejado en sus ojos al reventar su pecho y arrancar su corazón vivo, intentando sacarlo mientras aún latiera. Casi le parecía sentir la sangre caliente y resbaladiza y percibir su olor a cobre. A medida que la visión llenaba su mente y se apoderaba de todos sus sentidos, sintió que se le tensaban los testículos; su pene palpitó y se endureció. Como otro cuchillo, quería también hundirlo en ella, hasta lo más arriba de su magnífico cuerpo, primero su grueso y palpitante pene y luego la hoja del cuchillo, vaciando en ella su temor y su debilidad con una sola arma, y arrancándole con la otra su fuerza y su vitalidad.

Abrió los ojos.

Estaba empapado en sudor.

Katherine. La maldita.

Durante treinta y cinco años, había vivido bajo su dominio, llevando una existencia miserable, en constante terror. Cinco años atrás había muerto de una enfermedad de corazón y, por primera vez en su vida, supo lo que era la libertad. Pero ella seguía volviendo de entre los muertos, pretendiendo ser otras mujeres, buscando el medio de volver a controlarle.

Quería utilizarla y matarla para demostrarle que no le asustaba. Que ya no tenía el menor poder sobre él. Que ahora era más fuerte que ella.

Alcanzó el envoltorio de trapos que tenía junto al colchón, lo abrió y sacó el cuchillo de repuesto.

Sería incapaz de volver a dormir hasta que la hubiera matado.

Esta noche.

No esperaría que volviera tan pronto.

Miró su reloj. Medianoche.

La gente estaría ahora regresando a casa del teatro, de cenar, de alguna fiesta. Más tarde, las calles se hallarían desiertas, las casas sin luz y en silencio, y habría menos posibilidad de que le vieran e informaran a la Policía.

Decidió que saldría hacia Westwood a las dos.