Los Ángeles tembló el martes por la mañana. Las ventanas se sacudieron en sus marcos. Las campanillas de los patios tintinearon alegres aunque no había viento. En algunas casas, los platos se cayeron de los vasares.
Al comenzar la hora punta de la mañana, la «KFWB», la radio de noticias, se sirvió del terremoto como historia preferente. El temblor había registrado 4,8 de la escala de Richter. Al final de la hora punta, la «KFWB» relegó el tema al tercer puesto, detrás de un informe sobre bombas terroristas en Roma y un relato acerca de un quíntuple accidente de coches en la autopista de Santa Mónica. Después de todo, ningún edificio se había derrumbado. A mediodía, sólo un puñado de angelinos (en su mayoría los que se habían trasladado a la parte oeste en el transcurso del año) encontraron el acontecimiento digno de un minuto de conversación a la hora del almuerzo.
El hombre de la furgoneta «Dodge» gris claro, ni siquiera se dio cuenta de que la tierra se había estremecido. Se hallaba en el límite noroeste de la ciudad, yendo en dirección sur por la autopista de San Diego, cuando empezó el temblor. Como es muy difícil notar nada, excepto los seísmos más fuertes, en un vehículo en movimiento, no percibió las sacudidas hasta que paró para desayunar en un restaurante y oyó a otros clientes comentarlo.
Supo enseguida que el terremoto era una señal para él. Había sido provocado para asegurarle, o bien que su misión en Los Ángeles sería un éxito, o para advertirle que fracasaría. Pero ¿qué mensaje era el que debía advertir en esa señal?
Mientras comía pensó en la cuestión. Era un hombre fuerte, más de metro ochenta, cien kilos, todo músculo, y tardó más de hora y media en terminar la comida. Empezó con dos huevos, bacon, tortitas, pan tostado y un vaso de leche. Masticaba despacio, de forma metódica, con los ojos fijos en la comida como si se sintiera arrobado por ella. Cuando terminó su primera ración, pidió un segundo montón de tortitas y otro vaso de leche. Después, se comió una tortilla de queso con tres lonchas de bacon canadiense, más pan tostado y un zumo de naranja.
Cuando encargó su tercer desayuno, se había convertido en el tópico de la conversación en la cocina. Su camarera era una risueña pelirroja llamada Helen, pero todas las demás camareras encontraron un pretexto para pasar junto a su mesa y echarle una buena mirada. Se dio perfecta cuenta del interés, pero no le importaba.
Cuando por fin pidió la cuenta a Helen, ésta le dijo:
—Debe usted ser leñador o algo parecido.
Él la miró imperturbable, y sonrió. Aunque era la primera vez que entraba en aquel local y había visto a Helen sólo noventa minutos antes, sabía muy bien lo que iba a decirle. Había oído lo mismo centenares de veces.
La muchacha rió tímidamente, pero con los ojos fijos en él:
—Quiero decir que ha comido por tres.
—Puede que sí.
Ella siguió junto a la mesa, con la cabeza apoyada en el borde, un poco inclinada hacia delante, dejándole saber, con poca sutileza, que podría estar disponible:
—A pesar de tanta comida… —prosiguió—, no se le ve ni un gramo de grasa.
Y él, sin dejar de sonreír, se preguntó qué tal estaría en la cama. Se imaginó poseyéndola, entrando en ella… y luego imaginó sus manos rodeándole el cuello y apretando, apretando, hasta que la cara, poco a poco, se fuera amoratando y los ojos saltaran de sus órbitas.
Ella le contemplaba con mirada especulativa, como preguntándose si satisfaría todos sus apetitos con la misma intensa devoción que había dedicado a la comida.
—Debe hacer mucho ejercicio.
—Levanto pesas —dijo él.
—Como Arnold Schwarzenegger.
—Eso.
La muchacha tenía un cuello delicado, gracioso. Sabía que podría rompérselo como si fuera una rama seca, y la sola idea le hizo sentirse fogoso y feliz.
—Vaya par de brazos que tiene —murmuró.
Llevaba una camisa de manga corta, y se atrevió a tocarle el antebrazo con un dedo.
—Supongo que con tanto hierro levantado, por mucho que coma, todo se le convierte en músculo.
—Eso es lo que pretendo. Pero también me ayuda el metabolismo.
—¿Qué?
—Que quemo muchas calorías con mi energía nerviosa.
—Ah. ¿Es nervioso?
—Me disparo como un gato siamés.
—No puedo creerlo. Apuesto a que nada en el mundo logra ponerle nervioso.
Era una mujer bonita, de unos treinta años, diez menos que él, y se dijo que, si quería, podría tenerla. Sólo necesitaba hacerle un poco la corte, muy poco, lo bastante para que ella se convenciera de que él la había deslumbrado, haciendo de Rett a Escarlata, y la había llevado a la cama contra su voluntad. Naturalmente, si hacía el amor con ella, tendría que matarla después. Tendría que clavarle el cuchillo entre sus bellos senos o rebanarle el cuello, y, la verdad, no quería hacerlo. No valía ni la molestia, ni el riesgo. No era su tipo no mataba a pelirrojas.
Le dejó una buena propina, pagó su cuenta en la caja, junto a la puerta, y salió. Después del aire acondicionado del restaurante, el calorcillo de setiembre era como si le aplastaran una almohada en la cara. Mientras iba hacia la furgoneta «Dodge», sabía que Helen le estaba mirando, pero no volvió la cabeza.
Condujo hasta un centro comercial y allí aparcó al extremo de un gran solar, a la sombra de una palmera y lo más lejos que pudo de las tiendas. Pasó por encima de los asientos delanteros hacia la parte trasera de la furgoneta, bajó una persiana de bambú que separaba la sección del conductor de la de carga y se tendió sobre una gruesa y vieja colchoneta, que le quedaba demasiado corta. Había conducido toda la noche sin descansar, desde Santa Helena, la región del vino. Ahora, con un copioso desayuno en la barriga, sentía sueño.
Cuatro horas después, despertó de un mal sueño. Estaba sudado, temblaba, sentía frío y calor a la vez, agarrado a la colchoneta con una mano y con la otra dando puñetazos al aire. Trataba de chillar; pero la voz se le había clavado en lo más hondo de su garganta; sólo consiguió un sonido seco y ronco.
Al principio, no sabía dónde se encontraba. La caja de la furgoneta se salvaba de la oscuridad sólo por tres líneas de luz pálida que procedían de las estrechas aberturas de la persiana de bambú. El aire era caliente y rancio. Se incorporó, tanteó la pared metálica con una mano, se esforzó por vislumbrar lo poco que había que ver, y poco a poco se fue orientando. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba en la furgoneta, se relajó y volvió a tenderse sobre el colchón.
Intentó recordar sobre qué versaba la pesadilla; pero no pudo. Solía ocurrirle. Casi todas las noches de su vida, había sufrido horribles sueños de los que despertaba aterrorizado, con la boca seca, y el corazón desbocado; pero nunca podía acordarse de lo que le había asustado.
Aunque ahora sabía dónde se encontraba, la oscuridad le inquietaba. Seguía oyendo un movimiento continuo en la penumbra, unos suaves deslizamientos que le erizaban el cabello de la nuca aunque sabía que lo estaba imaginando. Levantó la cortina de bambú y estuvo parpadeando un momento hasta que sus ojos se adaptaran a la luz.
Recogió un paquete de trapos, con tacto de gamuza, que tenía en el suelo junto al jergón. El paquete estaba atado con un cordón marrón oscuro. Lo desató y desenvolvió los cuatro trapos, cada uno de ellos enrollado sobre el siguiente. En el interior se encontraban dos enormes cuchillos. Muy afilados. Había pasado mucho tiempo afilando las graciosas y puntiagudas hojas. Cuando tomó uno en sus manos, lo sintió extraño y maravilloso, como si fuera el de un brujo, repleto de energía mágica que ahora le era transmitida.
El sol había dejado atrás la sombra de la palmera bajo la que había aparcado el «Dodge». Ahora la luz entraba a raudales por el parabrisas, y por encima de su hombro, caía sobre el acero parecido al hielo; el filo aguzado brillaba fríamente.
Al contemplar la hoja, sus labios finos esbozaron una sonrisa. No obstante la pesadilla, el sueño le había sentado muy bien. Se sentía fresco y confiado. Estaba convencido de que el terremoto de la mañana era una señal de que todo le saldría bien en Los Ángeles. Encontraría a la mujer. Le echaría las manos encima. Hoy. O el miércoles a más tardar. Al pensar en su cuerpo suave y tibio y en la impecable textura de su piel, la sonrisa se hizo risa.
Martes por la tarde. Hilary Thomas fue de compras a Beverly Hills. Cuando llegó a casa, al atardecer, aparcó el «Mercedes» color café en el camino circular, cerca de la puerta principal. Ahora que los diseñadores de moda habían decidido por fin permitir que las mujeres volvieran a parecer femeninas, Hilary había comprado toda la ropa que no había sido capaz de encontrar durante la fiebre de vestirse como un sargento, que había contaminado a toda la industria de la moda en los últimos cinco años por lo menos. Necesitó tres viajes para descargar el maletero del coche.
Al recoger los últimos paquetes, tuvo la súbita impresión de que la observaban. Se volvió y miró hacia la calle. El sol del atardecer pasaba entre las casas y a través de las hojas de las palmeras, salpicándolo todo de oro. Dos niños jugaban sobre el césped, a media manzana de distancia, y un cocker de largas orejas avanzaba feliz por la acera. Aparte de eso, el vecindario estaba silencioso y mostraba una tranquilidad casi inexplicable. Dos coches y una furgoneta «Dodge», gris, estaban aparcados al otro lado de la calle, pero por lo que pudo observar, no había nadie dentro.
«A veces, una se porta como una idiota», se dijo. ¿Quién podía observarla?
Pero después de guardar el último paquete, salió para meter el coche en el garaje, y de nuevo tuvo la firme impresión de que estaba siendo observada.
Mucho más tarde, a eso de la medianoche, mientras Hilary estaba leyendo sentada en la cama, creyó oír ruido abajo. Dejó el libro y escuchó.
Ruidos metálicos. En la cocina. Cerca de la puerta de servicio. Justo debajo de su habitación.
Saltó de la cama y se puso la bata. Era de seda, de un profundo color azul, y la había comprado aquella misma tarde.
Una automática del 32, cargada, estaba en el primer cajón de la mesita de noche. Vaciló, volvió a escuchar los ruidos por un instante, y decidió llevar la pistola consigo.
Se sintió algo tonta. Lo que había oído eran probablemente los sonidos normales que produce una casa, asentándose, de cuando en cuando. Sin embargo llevaba seis meses viviendo en ella y no había oído hasta entonces nada parecido.
Se detuvo en lo alto de la escalera, miró hacia abajo, a la oscuridad, y preguntó:
—¿Quién está ahí?
Nada.
Con la pistola en la mano derecha y delante de ella, bajó y cruzó la sala de estar, respirando deprisa y mal, incapaz de impedir que el pulso dejara de temblarle. A medida que avanzaba, iba encendiendo las luces. Al acercarse a la parte de atrás de la casa, todavía percibía los extraños ruidos; pero cuando entró en la cocina y encendió la luz, sólo encontró silencio.
La cocina estaba como tenía que estar. Suelo de pino oscuro. Armarios de pino oscuro con pomos de cerámica blanca. Poyos de alicatado blanco, limpios y despejados. Del alto techo blanco, colgaban cazos y utensilios de cobre bruñido. Ni había ningún intruso, ni indicios de que lo hubiera habido antes de que ella llegara.
Se quedó en el umbral y esperó a que se reanudara el ruido.
Nada. Sólo el apagado zumbido de la nevera.
Finalmente, dio una vuelta a la isla utilitaria central y probó la puerta de servicio. Estaba cerrada con llave.
Encendió las luces del patio y enrolló la persiana que cubría la ventana situada sobre el fregadero. Fuera, a la derecha, la piscina brillaba deliciosamente. La gran rosaleda se extendía a la izquierda, y una docena de flores resplandecían como chorros de luz entre el oscuro follaje. Todo allí fuera estaba inmóvil y en silencio.
«Lo que oí debió de ser la casa asentándose —pensó—. Cielos. Me estoy volviendo como una vieja solterona asustadiza».
Se preparó un bocadillo y se lo llevó arriba, junto con un botella de cerveza helada. Dejó todas las luces encendidas en la planta baja, para desanimar a cualquier merodeador… si realmente había alguien acechando en la propiedad.
Más tarde, se avergonzó por dejar la casa tan iluminada.
Sabía muy bien lo que le ocurría. Sus sobresaltos eran un síntoma de la enfermedad Yo-no-merezco-toda-esta-felicidad que la aquejaba, un desarreglo mental con el que estaba íntimamente relacionada. Había salido de la nada, y ahora lo tenía todo. En su subconsciente, temía que Dios se fijara en ella y decidiera que no merecía lo que se le había dado. Entonces, caería el martillo. Todo cuanto había acumulado sería destrozado y barrido… La casa, el coche, las cuentas bancarias… Su nueva vida parecía una fantasía, un maravilloso cuento de hadas, demasiado bueno para ser verdad. Sí, demasiado bueno para que durara.
No. Maldita sea. Tenía que dejar de rebajarse y pretender que sus logros no eran más que el resultado de la buena suerte. La suerte nada tenía que ver con eso. Nacida en una casa sin horizontes, criada no con leche y amor, sino con incertidumbre y miedo, aborrecida por su padre y tolerada por su madre, mantenida en un hogar donde la auto-compasión y la amargura habían eliminado toda posibilidad optimista, había crecido sin un sentido de su propia valía. Durante años, se debatió contra un complejo de inferioridad. Pero, todo eso quedaba ya atrás. Le habían aplicado una terapia. Ahora se comprendía. No se atrevía a dejar que las viejas dudas volvieran a hacerle mella. No le arrebatarían ni la casa, ni el coche, ni el dinero: se lo merecía. Trabajaba duro y tenía talento. Nadie le había dado trabajo por ser pariente o amiga; cuando llegó a Los Ángeles no conocía ninguna persona. Nadie había puesto dinero en su falda sólo porque era bonita. Atraídas por la riqueza de la industria del espectáculo y por la promesa de fama, verdaderas manadas de bellas mujeres llegaban todos los días a Los Ángeles y solían ser tratadas peor que el ganado. Había alcanzado la cima por una sola razón: era una buena escritora, una soberbia artesana, una artista imaginativa y enérgica que sabía cómo crear las películas que mucha gente pagaría por ver. Ganaba hasta el último céntimo que se le pagaba, y los dioses no tenían motivos para ser vengativos.
—Así que tranquila —dijo en voz alta.
Nadie había intentado entrar por la puerta de la cocina. Era cosa de su imaginación.
Terminó el bocadillo y la cerveza, luego bajó y apagó todas las luces.
Durmió profundamente.
El día siguiente fue uno de los mejores de su vida. También fue uno de los peores.
El miércoles empezó bien. El cielo estaba sin nubes. El aire era claro y perfumado. La luz de la mañana tenía aquel aspecto peculiar que sólo se podía contemplar en California del Sur en ciertos días. Era una luz cristalina, dura pero tibia, como los rayos solares de una pintura cubista y uno tenía la impresión de que en cualquier momento el aire se abriría como una cortina de teatro y dejaría al descubierto un mundo más allá de aquel en que vivimos.
Hilary Thomas pasó la mañana en su jardín. La media hectárea vallada tras la casa de dos pisos de estilo neoespañol, contenía dos docenas de especies de rosales. Macizos, enredaderas y setos. Estaba la rosa Frau Karl Druschki, la Pierre Oger la rosa musgosa, la Souvenir de la Malmaison, y una amplia variedad de híbridas modernas. El jardín se hallaba cuajado de rosas blancas, y rojas, de color naranja, amarillas, rosa y púrpura, e incluso rosas verdes. Algunas flores tenían el tamaño de platos y otras eran tan pequeñas que podían pasar por dentro de una alianza. El aterciopelado césped, aparecía salpicado de pétalos de diversos colores. Casi todas las mañanas, Hilary trabajaba dos o tres horas con las plantas. Por nerviosa o agitada que estuviera al entrar en el jardín, se encontraba completamente relajada y en paz cuando salía de él.
Podía permitirse un jardinero. Todavía recibía pagos trimestrales por los derechos de su primera película de éxito Arizona Shifty Pete, que se había estrenado hacía más de dos años y que tuvo una popularidad enorme. La nueva película Cold Heart que se proyectaba desde hacía menos de dos meses, todavía era mejor que Pete. Su casa de doce habitaciones en Westwood, en los limites de Bel Air y Beverly Hills le había costado mucho dinero, pero la había pagado al contado seis meses atrás. En los círculos comerciales del show business, le llamaban producto ardiente. Y así se sentía. Ardiente. Caliente. Con llamaradas de planes y posibilidades. Experimentaba una sensación gloriosa. Era una afortunada escritora cinematográfica, una propiedad ardiente en efecto, y podría contratar un batallón de jardineros si se le antojara.
Se ocupaba ella sola de los árboles y las flores porque el jardín era su lugar especial, casi sagrado. Constituía el símbolo de su liberación.
Había crecido en una casa de apartamentos mediocres en una de las peores barriadas de Chicago. Incluso ahora, aquí en medio de su fragante rosaleda, podía cerrar los ojos y ver cada detalle de aquella vivienda lejana. En el portal, los buzones habían sido reventados por los ladrones que buscaban cheques de beneficencia. Los rellanos eran estrechos y mal iluminados. Las habitaciones pequeñas y lúgubres, los muebles viejos y medio rotos. En la pequeña cocina, los fogones de gas parecían siempre que estuvieran a punto de explotar; Hilary había vivido años de pánico a causa de las llamaradas azules e irregulares de la cocina. La nevera se había vuelto amarilla con los años; resoplaba y se estremecía y el calor de su motor atraía lo que su padre llamaba «la fauna local». Ahora, en medio de su jardín, Hilary recordó aquella fauna con la que había compartido su infancia, y se estremeció. Aunque ella y su madre habían mantenido muy limpias las cuatro habitaciones y a pesar de que gastaban gran cantidad de insecticida, jamás pudieron eliminar las cucarachas, porque los malditos animales llegaban a través de los endebles tabiques de los otros apartamentos donde la gente no era tan limpia.
Su más vivo recuerdo de la infancia era la vista de la única ventana de su repleto dormitorio. Había pasado allí muchas horas, escondida, mientras sus padres peleaban. El dormitorio había sido el refugio cuando aquellos terribles ataques de maldiciones y gritos, y de los temidos silencios cuando sus padres no se hablaban. La vista desde la ventana no inspiraba demasiado: no se veía más que la pared manchada de hollín del lado más apartado del estrecho camino que conducía a los edificios. La ventana no podía abrirse. A veces había podido ver una estrecha tira de cielo; pero sólo cuando apretabada cara contra el vidrio y miraba hacia arriba por aquella estrecha chimenea.
Desesperada por huir de aquel mundo miserable en el que vivía, la joven Hilary aprendió a servirse de su imaginación para ver a través del muro de ladrillos. Dejaba suelta su fantasía y de pronto se encontraba contemplando verdes colinas… o el gran océano Pacífico… o enormes montañas. La mayoría de las veces, lo que imaginaba era un jardín, un lugar encantado, sereno, con arbustos bien recortados y arcos en los que se enroscaban rosales trepadores. En esta ensoñación había preciosos muebles de jardín, de hierro, pintados de blanco. Alegres sombrillas, a rayas de colores, proyectaban amplias zonas de sombra bajo el sol. Mujeres con largos y vaporosos vestidos y hombres en traje de verano tomaban bebidas heladas y hablaban de modo cordial.
«Y ahora —pensó—, estoy viviendo en ese sueño. El lugar inventado es real, y me pertenece».
El cuidado y mantenimiento de las rosas y otras plantas, palmeras, helechos y mil cosas más, no era un trabajo duro, sino una pura felicidad. Cada minuto que pasaba con sus flores le hacía ver lo lejos que había llegado.
A mediodía, guardó sus instrumentos de trabajo y se duchó. Se quedó un buen rato bajo el agua como si ésta se llevara algo más que el sudor y la suciedad, como si lavara también los feos recuerdos. En aquel deprimente piso de Chicago, en el minúsculo cuarto de baño, donde todos los grifos goteaban y los desagües se atascaban por lo menos una vez al mes, nunca había habido suficiente agua caliente.
Se preparó un almuerzo ligero en un porche cerrado que daba a la rosaleda. Mientras mordisqueaba queso y trozos de manzana, leyó las publicaciones de negocios de la industria del espectáculo, el Hollywood Reporter y el Daily Variety, que le habían llegado en el correo de la mañana. Su nombre aparecía en la columna de Hank Grant en el Reporter, en una lista de gente de cine y televisión que aquel día celebraban su cumpleaños. Para ser una mujer de veintinueve años, era necesario reconocer que había llegado pero que muy lejos.
Hoy los grandes ejecutivos de «Warner Brothers», discutían La hora del lobo, su último guión. A última hora del día, decidirían si comprarlo o no. Estaba tensa, impaciente por la llamada telefónica, y a la vez temerosa por si las noticias eran decepcionantes. Este proyecto tenía para ella más importancia que nada de lo hecho hasta entonces.
Había escrito el guión sin la seguridad de un contrato firmado, por estricta especulación, y estaba decidida a vender tan sólo si se la autorizaba a dirigir y se le reconocía una participación en el montaje final. «Warner» había sugerido ya una oferta récord por el guión si ella reconsideraba sus condiciones de venta. Sabía que exigía mucho; sin embargo, dado su éxito como escritora de guiones, sus pretensiones no eran del todo irrazonables. «Warner» accedería, aunque de mala gana, a dejar que dirigiera la película, apostaría cualquier cosa. Pero lo espinoso era la participación en los cortes finales. Ese honor, el poder decidir lo que apareciera en la pantalla, la autoridad definitiva sobre cada fotograma y cada toma y cada matiz de la película, no se concedía más que a directores que se habían afirmado en un número de películas de gran rendimiento económico; raras veces se otorgaba a un primerizo, y menos a un primerizo mujer. Su insistencia por tener el control creativo, total, podía desbaratar el trato.
Con la esperanza de distraer su mente de la decisión de la «Warner Brothers», Hilary dedicó la tarde del miércoles a trabajar en su despacho, que daba a la piscina. Su mesa era grande, maciza, hecha por encargo, de roble, con una docena de cajones y un par de docenas de escondrijos. Sobre ella, varias piezas de cristal de «Lalique» reflejaban la luz suave en un par de lámparas de cobre. Se debatió en el segundo borrador de un artículo que estaba escribiendo para Film Comment, pero sus pensamientos derivaban siempre a La hora del lobo.
El teléfono sonó a las cuatro, la sorpresa la sacudió, aunque toda la tarde había estado esperando aquella llamada. Era Wally Topelis.
—Soy tu agente, niña. Tenemos que hablar.
—¿No es lo que estamos haciendo ahora?
—Quiero decir cara a cara.
—Oh —dijo preocupada—. Entonces es que las noticias son malas.
—¿Te he dicho que lo sean?
—Si fueran buenas, me las darías por teléfono. Cara a cara significa que deseas endulzarme el trago.
—Eres una pesimista clásica.
—Cara a cara quiere decir que vas a coger mi mano entre las tuyas mientras me convences de que no me suicide.
—Lo mejor de ti es que esta veta melodramática nunca aparece en tus escritos.
—Si la «Warner» ha dicho que no, comunícamelo ya.
—Aún no lo han decidido, cordera.
—Puedo resistirlo.
—¿Quieres escucharme de una vez? No han decidido nada. Estoy tramando algo que quisiera discutir contigo. Es todo. No hay nada más siniestro que esto. ¿Podemos encontrarnos dentro de media hora?
—¿Dónde?
—Estoy en el «Hotel Beverly Hills».
—¿En el salón Polo?
—Naturalmente.
Cuando Hilary abandonó Sunset Boulevard, la idea del «Hotel Beverly Hills» le pareció irreal, como un resplandeciente espejismo. El irregular edificio asomaba entre las majestuosas palmeras y el verde lujuriante de los arbustos, una visión de ensueño. Como siempre, el estuco rosa no resultó tan llamativo como recordaba. Los muros parecían translúcidos, casi daban la sensación de que brillaban con suave luz interior. A su manera, el hotel era bastante elegante… Muy decadente, pero sin duda elegante a pesar de todo. Ante la entrada principal, mozos de uniforme aparcaban y entregaban coches: dos «Rolls Royce», tres «Mercedes», un «Stuts» y un «Maseratti» rojo.
«Muy lejos del sector pobre de Chicago», pensó feliz.
Cuando entró en el salón Polo, vio a media docena de actores y actrices de cine, rostros famosos, así como dos poderosos ejecutivos de unos estudios, pero ninguno de ellos estaba sentado a la mesa número tres, la cual se consideraba el punto más deseable del salón porque estaba frente a la entrada y era el mejor sitio para ver y ser visto. Wally Topelis ocupaba la mesa tres porque era uno de los más poderosos agentes de Hollywood y porque tenía al maître encantado lo mismo que encantaba a todos cuantos le conocían. Era un hombre bajo y delgado, de unos cincuenta años, muy bien vestido. Pelo blanco abundante y lustroso. El cuidado bigote era también blanco. Tenía un aspecto muy distinguido, era el tipo de hombre que podía esperarse que estuviera sentado a la mesa número tres. Estaba hablando por un teléfono que acababan de conectar para él. Cuando vio acercarse, a Hilary, cortó la conversación, dejó el aparato y se puso en pie.
—Hilary, estás preciosa… como siempre.
—Y tú eres el centro de atención… como siempre.
Sonrió. Su voz era baja, tierna, como si conspirara. Comentó:
—Imagino que todos nos están mirando.
—¿Sí?
—Con disimulo.
—Oh, por supuesto.
—Porque no querrán que sepamos que nos están mirando —dijo como refocilándose.
Al sentarse, Hilary observó:
—Y nosotros no nos atrevemos a mirar por si nos están mirando.
—¡Oh, cielos, no! —exclamó con la alegría reflejada en sus ojos azules.
—No queremos que piensen que nos importa.
—¡No lo quiera Dios!
—Resultaría gauche.
—Très gauche. —Y se echó a reír.
Hilary suspiró:
—Nunca he comprendido por qué una mesa es mucho más importante que otra.
—Bueno, yo puedo estar sentado y burlarme de ello, pero lo comprendo —explicó Wally—. A pesar de todo lo que Marx y Lenin creían, el animal humano medra en el sistema de clases… siempre y cuando este sistema se base ante todo en el dinero y el logro, no en el pedigrí. Establecemos y cuidamos el sistema de clases en todas partes, incluso en los restaurantes.
—Tengo la impresión de que acabo de verme metida en una de esas famosas disquisiciones Topelis.
Llegó un camarero con un reluciente cubo plateado sobre un trípode. Lo colocó junto a su mesa, sonrió y se fue. Al parecer, Wally se había tomado la libertad de pedir para ambos antes de que ella llegara. Pero no aprovechó esta oportunidad para anunciarle lo que iban a beber.
—Nada de disquisición. Es una simple observación. La gente necesita de los sistemas de clase.
—De acuerdo. ¿Por qué?
—En primer lugar, porque la gente debe tener aspiraciones, deseos más alto de la necesidad básica de comida y cobijo, necesidades obsesivas que la llevarán a realizar cosas. Si hay un barrio mejor, un hombre aceptará dos empleos para ganar dinero a fin de conseguir una casa en él. Si un coche es mejor que otro, o un hombre… o una mujer para el caso, ya que por supuesto no tiene que ver con el sexo, trabajará más para poder permitírselo. Y si hay una mesa mejor en el salón Polo todo el que venga deseará ser lo bastante rico o lo bastante famoso, o lo bastante infame, para ocuparla. Este deseo casi maníaco en pos del status, genera riqueza, contribuye al producto nacional bruto, y crea empleo. Después de todo, si Henry Ford no hubiera querido ser alguien, jamás habría creado la compañía que ahora emplea decenas de millares de personas. El sistema de clases es uno de los motores que hacen girar las ruedas del comercio; mantiene nuestro nivel de vida muy alto. Proporciona metas a la gente… y proporciona al maître el sentido satisfactorio del poder e importancia que de otro modo harían intolerable el empleo que parece deseable.
Hilary meneó la cabeza:
—No obstante, el hecho de estar sentada ante la mejor mesa no quiere decir que se sea una persona mejor que el tipo que consigue la siguiente. No es de por sí un logro.
—Es un símbolo de logro, de posición —afirmó Wally.
—Aún no sé encontrarle sentido.
—Es un juego complicado.
—Que tú, desde luego, sabes jugar.
—¿Verdad que sí? —estaba encantado.
—Yo jamás aprenderé las reglas.
—Pero deberías, cordera. Es una tontería; sin embargo ayuda al negocio. A nadie le gusta trabajar con un perdedor. Pero todo el que participa en el juego quiere tratar con el tipo de persona que puede conseguir la mejor mesa del salón Polo.
Wally Topelis era el único hombre que Hilary conocía que pudiera llamar «cordera» a una mujer sin parecer condescendiente o idiota. Aunque era un hombre bajito, de la estatura que suelen tener los jockeis profesionales, le recordaba a Cary Grant en películas como Atrapa un ladrón. Tenía el estilo de Grant: modales excelentes, sin pasarse; una gracia de ballet en cada movimiento, incluso en el menor gesto; un encanto tranquilo; una sutil expresión divertida, como si considerase que la vida es una broma.
Llegó su camarero. Wally le llamó Eugene y le preguntó por sus hijos. Eugene parecía sentir afecto por Wally, y Hilary se dio cuenta de que conseguir la mejor mesa del salón Polo podía también tener algo que ver con el hecho de tratar al personal como amigos más que como sirvientes.
Eugene traía champaña, y después de unos minutos de charla intrascendente, alargó la botella para que Wally la inspeccionara.
Hilary vio la etiqueta:
—¿«Dom Perignon»?
—Te mereces lo mejor, cordera.
Eugene retiró la hojilla metálica del cuello y empezó a desenroscar el alambre que envolvía el corcho. Hilary miró a Wally con el ceño fruncido:
—Las noticias que me vas a dar deben ser malísimas.
—¿Qué te hace preverlo?
—Una botella de champaña de cien dólares… —Hilary lo miró pensativa—. Es de suponer que se trata de endulzar mi decepción, de cauterizar mis heridas.
El corcho saltó. Eugene hizo bien su trabajo; muy poco del líquido espumoso burbujeó fuera de la botella.
—Qué pesimista eres —murmuró Wally.
—Realista.
—La mayoría de la gente habría dicho: «¡Ah, champaña! ¿Qué estamos celebrando?». Pero no Hilary Thomas.
Eugene sirvió una prueba del «Dom Perignon». Wally lo probó y asintió, satisfecho.
—¿Celebramos algo? —preguntó Hilary. Realmente no había pensado en la posibilidad, y al darse cuenta sintió cierta debilidad al considerarlo.
—Pues sí, en efecto.
Eugene llenó despacio las copas y, también despacio metió la botella, dentro del hielo picado del cubo plateado. Estaba claro que su intención era quedarse lo bastante para oír lo que estaban celebrando.
Era igual de evidente que Wally quería que el camarero oyera la noticia y la propagara. Riendo como Cary Grant, se inclinó hacia Hilary y le dijo:
—Tenemos el trato con «Warner Brothers».
Hilary lo miró, parpadeó, abrió la boca como si fuera a hablar. No supo qué decir. Por fin exclamó:
—No.
—Sí.
—No puede ser.
—Sí puede.
—Nada es tan fácil.
—Te digo que lo tenemos.
—No me dejarán dirigir.
—Oh, sí.
—No me dejarán hacer los cortes finales.
—Sí, te dejarán.
—¡Dios mío!
Estaba estupefacta. No sentía nada.
Eugene ofreció su felicitación y desapareció.
Wally se echó a reír y meneó la cabeza:
—Sabes, podías haberlo hecho mejor en beneficio de Eugene. Muy pronto la gente se dará cuenta de que celebramos algo. Le preguntarán a Eugene y él se lo contará. Deja que el mundo piense que siempre supiste exactamente lo que querías. Nunca muestres duda o temor cuando nades entre tiburones.
—¿No lo dirás en broma? ¿De verdad hemos conseguido lo que queríamos?
Alzando su copa, Wally dijo:
—Brindo por ti. Para mi más bella cliente, pon la esperanza de que aprenda que hay nubes negras forradas de plata y que muchas manzanas no tienen gusanos dentro.
Chocaron sus copas.
—El estudio debe haber añadido un montón de condiciones duras al trato —observó Hilary—. Un tope en el presupuesto. Escala de salarios. Ninguna participación en los beneficios brutos. Cosas así.
—Deja ya de buscar clavos oxidados en tu sopa.
—No te pongas gracioso.
—Estoy bebiendo champaña.
—Ya sabes lo que quiero decir… —Y se quedó contemplando las burbujas que reventaban en su copa.
Sintió también como si centenares de burbujas subieran por su interior, cadenas de pequeñas burbujas de alegría; pero parte de ella actuaba también como un corcho para contener su emoción efervescente, para mantenerla a salvo, bajo presión, segura. Tenía miedo a sentirse demasiado feliz. Temía tentar al destino.
—No puedo entenderlo —dijo Wally—. Por tu aspecto parece que el trato se hubiera ido al diablo. Pero me has oído bien. ¿No es verdad?
—Perdóname —sonrió—. Es que… cuando era pequeña aprendí a esperar lo peor, todos los días. Así, nunca me sentí decepcionada. Es la mejor actitud que se puede adoptar cuando se vive con una pareja de alcohólicos amargados y violentos.
La miró con bondad y le dijo en tono tierno:
—Tus padres ya no existen. Murieron. Los dos. No pueden tocarte, Hilary. Nunca más volverán a hacerte daño.
—He pasado la mayor parte de los últimos doce años tratando de convencerme de eso.
—¿Has pensado alguna vez en el psicoanálisis?
—Pasé por ello dos años.
—¿Te ayudó?
—No mucho.
—Tal vez un médico distinto…
—Sería lo mismo. Hay un fallo en la teoría freudiana. Los psiquiatras creen que tan pronto lo recuerdas todo y comprendes los traumas infantiles que hicieron de ti una neurótica adulta, puedes cambiar. Piensan que lo difícil es encontrar la clave y que, una vez la tienes, puedes abrir la puerta en un minuto. Pero no es tan fácil.
—Debes querer cambiar.
—Tampoco es tan fácil.
Él hizo que la copa de champaña girara entre sus manos cuidadas; ofreció:
—Bien, si de cuando en cuando necesitas alguien con quien hablar, estoy siempre a tu disposición.
—Ya te he cargado demasiado con mis problemas durante estos años.
—Tonterías. Me has contado muy poco. Sólo lo básico.
—Pero pesado.
—Lejos de ello, te lo aseguro. La historia de una familia que se deshace, alcoholismo, locura, asesinato y suicidio, una criatura inocente atrapada en medio… Como escritora de guiones, deberías saber que este tipo de material no aburre nunca.
Hilary esbozó una sonrisa:
—Es que siento que debo resolverlo yo sola.
—Pero suele ayudar si se habla de ello…
—Excepto que yo ya he hablado con un analista y he hablado contigo y sólo me ha ayudado un poquito.
—Pero lo ha hecho.
—He sacado todo lo que he podido. Lo que me conviene ahora es hablarlo conmigo misma. Tengo que enfrentarme sola con el pasado, sin contar con tu ayuda o la del médico, que es algo que nunca he sabido hacer… —Su largo cabello negro le había caído sobre un ojo, lo apartó de la cara y lo sujetó tras la oreja—. Tarde o temprano, pondré en claro mi cabeza… Es sólo cuestión de tiempo.
«¿Lo creo de verdad?», se preguntó.
Wally se quedó mirándola un instante. Por fin dijo:
—Bien, supongo que tú lo sabes mejor. Pero entre tanto, bebe por lo menos. —Y alzó su copa de champaña—. Ten cuidado y ríete mucho para que todos estos importantes que nos observan te envidien y quieran trabajar contigo.
Lo que Hilary deseaba era recostarse, beber muchísimas copas de «Dom Perignon» helado y dejar que la felicidad la embargara, pero era incapaz de relajarse del todo. Tenía siempre con gran viveza la oscuridad espectral al filo de las cosas, aquella pesadilla agazapada en espera de saltar sobre ella y devorarla. Earl y Emma, sus padres, la habían encerrado en una cajita de miedo, habían dejado caer la pesada tapa y cerrado con llave; y, desde entonces, había contemplado el mundo desde los oscuros confines de la caja.
Earl y Emma la habían infectado con una invariable, persistente y siempre presente paranoia que teñía todo lo bueno, todo lo que estaba bien y era alegre y brillante.
En aquel instante, el odio a su padre y a su madre era más fuerte, frío e inmenso que nunca. Los años de trabajo y los muchos kilómetros que la separaban de aquellos infernales días de Chicago, dejaron de repente de actuar como aislantes del dolor.
—¿Qué te pasa? —preguntó Wally.
—Nada. Estoy bien.
—¡Pero tan pálida!
Con un esfuerzo, arremetió contra los recuerdos, les obligó a volver al pasado al que pertenecían. Apoyó una mano en la mejilla de Wally y le dio un beso:
—Perdóname. Sé que a veces soy como un grano en el trasero. Ni siquiera te he dado las gracias. Soy muy feliz con el contrato Wally, lo soy de verdad. ¡Es maravilloso! Eres el mejor agente de este negocio.
—Tienes razón. Lo soy. Pero esta vez no tuve que esforzarme mucho. El guión les gustaba tanto que estaban dispuestos a concedernos casi todo con tal de conseguirlo. No fue suerte. Ni se debió sólo a tener un agente listo. Quiero que lo comprendas. Entiéndelo, niña, te mereces el éxito. Tu trabajo es lo mejor que se ha escrito para el cine en estos días. Puedes seguir viviendo a la sombra de tus padres, esperar lo peor, como haces siempre, pero de ahora en adelante no habrá otra cosa para ti sino lo mejor. Mi consejo es: acostúmbrate.
Hilary deseaba creerle: deseaba de forma desesperada ceder ante su optimismo, pero los negros hierbajos de la duda seguían brotando de la semilla de Chicago. Veía los monstruos familiares acechando desde los bordes borrosos del paraíso que él le había descrito. Creía en la ley de Murphy: Si algo puede estropearse, se estropeará seguro.
Sin embargo, encontraba la insistencia de Wally tan atractiva, su tono tan convincente, que rebuscó en el caldero hirviente de sus confusas emociones y encontró una sonrisa radiante para él.
—Esto me gusta —dijo encantado—. Así está mejor. Tienes una sonrisa preciosa.
—Intentaré utilizarla con más frecuencia.
—Pues yo intentaré hacer el tipo de tratos que te obligarán a usarla muy a menudo.
Bebieron champaña y discutieron La hora del lobo, hicieron planes y rieron más de lo que ella recordaba haber reído en años. Poco a poco, su estado de ánimo se hizo más alegre. Un actor de cine, muy macho, ojos de hielo, labios apretados, recia musculatura, unos andares cimbreantes cuando rodaba, y cuya última película había recaudado cincuenta millones de dólares; cordial, sonriente y algo tímido en la vida real, fue el primero en pararse a saludar y preguntar qué celebraban. El bien trajeado e impecable ejecutivo de los estudios, con ojos de lagarto, intentó, primero de manera sutil y luego con todo descaro, averiguar el argumento de La hora del lobo, deseando que se prestara a una rápida y barata reseña en la publicación sobre películas de la semana. Al cabo de Un rato, medio salón se les acercaba para felicitar a Hilary y a Wally, alejándose luego a fin de comentar con otros su éxito. Todos se preguntaban si les caería algún porcentaje. Como era lógico el Lobo necesitaría un productor, estrellas, alguien que escribiera la partitura… Por lo tanto, en la mejor mesa del salón, había grandes palmadas en la espalda, besos en la mejilla y manitas.
Hilary sabía que la mayoría de los ocupantes del salón, todos ellos brillantísimos, no eran tan mercenarios como a veces aparentaban. Muchos de ellos habían empezado desde abajo, pobres, hambrientos, como ella misma. Aunque habían logrado ya sus fortunas, y las tenían bien invertidas, no podían evitar agitarse; llevaban tanto tiempo haciéndolo, que ya no sabían vivir de otro modo.
La imagen pública de la vida de Hollywood tenía muy poco que ver con los hechos. Secretarias, tenderos, empleados, taxistas, mecánicos, amas de casa, camareras, gente de todo el país, en sus ocupaciones diarias de diverso tipo, llegaban a sus casas cansados del trabajo, se sentaban ante el televisor y soñaban con la vida de las estrellas. En la inmensa mente colectiva que se aburría y murmuraba de Hawai a Maine, y de Florida a Alaska, Hollywood era una mezcla chispeante de locas fiestas, mujeres fáciles, dinero cómodo, demasiado whisky, mucha cocaína, días de soleada pereza, bebidas junto a la piscina, vacaciones en Acapulco y Palm Springs, sexo en el asiento trasero de un «Rolls» forrado de piel. Una fantasía. Una ilusión. Suponía que una sociedad ya harta de dirigentes corruptos e incompetentes, una sociedad apoyada en pilares podridos por la inflación y el exceso de impuestos, una sociedad existente a la sombra helada de la súbita aniquilación nuclear, necesitaba ilusiones para poder sobrevivir. De verdad, la gente de la industria del cine y de la televisión trabajaban más que cualquier otra, aun cuando el producto de su esfuerzo no era siempre, quizá ni siquiera con frecuencia, digno del esfuerzo. La estrella de una serie televisiva de éxito trabajaba del alba al atardecer, catorce o dieciséis horas diarias. Naturalmente, la recompensa era enorme. Pero en realidad, ni las fiestas eran tan locas, ni las mujeres más fáciles que las de Filadelfia o Hackensack o Tampa, los días soleados no tenían mucho de perezosos, y el sexo era exactamente lo mismo que para las secretarias de Boston o los tenderos de Pittsburgh.
Wally tenía que salir a las seis y cuarto a fin de llegar a una cita a las siete, y un par de conocidos del salón Polo invitaron a Hilary a que cenara con ellos. Pero declinó la invitación alegando un compromiso previo.
Fuera del hotel, la noche de otoño seguía siendo clara. Unas nubes altas cruzaban el cielo en technicolor. La luz solar era como la cabellera de una rubia platino, y el aire sorprendentemente limpio para mediados de semana en Los Ángeles. Dos parejas jóvenes reían y charlaban ruidosamente al bajar de un «Cadillac» azul, y más lejos, en Sunset Boulevard, los neumáticos chirriaban, rugían los motores y los conductores hacían sonar el claxon mientras los últimos de la hora punta trataban de llegar a casa vivos.
Cuando Hilary y Wally esperaban que les trajeran sus coches, él dijo:
—¿De verdad vas a cenar con alguien?
—Sí, estaremos yo y yo.
—Oye, puedes venir conmigo.
—El invitado no invitado.
—Te acabo de invitar.
—No quiero estropear tu plan.
—Bobadas. Serías un añadido delicioso.
—De todos modos, no voy vestida para cenar.
—Estás muy bien.
—Quiero quedarme sola.
—Eres peor que la Garbo. Ven a cenar conmigo. Por favor. Es una cena informal en «The Palm» con un cliente y su mujer. Un joven y prometedor escritor televisivo. Simpáticos.
—Estaré bien, Wally. De verdad.
—Una bella mujer como tú, en una noche como ésta, con tanto que celebrar… debería sentarse a la luz de las velas, con música suave, buen vino, y alguien muy especial para compartirlo.
—¡Wally, eres un romántico! —Y le sonrió.
—Lo digo en serio —insistió.
Hilary apoyó una mano en su brazo:
—Eres muy bueno preocupándote tanto de mí, Wally. Pero estoy perfectamente. Me siento feliz sola. Soy buena compañía para mí. Habrá tiempo de sobra para una relación sincera con un hombre, y fines de semanas esquiando en Aspen, y noches de tertulia en «The Palm», después de que La hora del lobo esté terminada y en las salas.
Wally Topelis frunció el ceño:
—Si no aprendes a relajarte, no sobrevivirás mucho en un trabajo de gran presión como éste. En un par de años, estarás tan reblandecida como una muñeca de trapo, gastada, hecha jirones. Créeme, niña, cuando se ha quemado toda la energía física, descubres de pronto que la energía mental, el jugo creador, se ha evaporado también.
—Este proyecto es para mí como un manantial. Después de él mi vida no será la misma.
—De acuerdo, pero…
—He trabajado duro, muy duro, con una sola dedicación, hacia esa oportunidad. Lo confieso: mi trabajo me ha obsesionado. Pero una vez tenga la reputación de buena escritora y buena directora, me sentiré segura. Por fin podré desprenderme de mis demonios…, de mis padres, Chicago, de todos los malos recuerdos. Podré relajarme y llevar una vida más normal. Pero no puedo descansar aún. Si ahora cedo, fracasaré. O al menos lo creo así, que viene a ser lo mismo.
—Esta bien —suspiró. Pero lo pasaríamos muy bien en «The Palms».
Llegó uno de los muchachos con un coche, el de ella. Hilary abrazó a Wally:
—Mañana, probablemente, te llamaré para asegurarme de que el trato con los «Warner Brothers» no ha sido un sueño.
—Los contratos tardan siempre unas semanas. Pero no anticipo problemas serios. Tendremos el borrador la semana próxima y entonces puedes concertar una reunión en el estudio.
Le mandó un beso, fue hacia el coche, dio una propina al muchacho y se alejó.
Se dirigió hacia las colinas, dejando atrás las casas de un millón de dólares, céspedes más verdes que el dinero, girando a izquierda, a derecha, al azar, sin rumbo fijo, conduciendo sólo para relajarse, en una de las pocas escapadas que se permitía. Gran parte de las calles estaban envueltas en sombras azuladas proyectadas por toldos de ramas entrelazadas; la noche entraba por el pavimento mientras que la luz del día seguía por encima de las ramas enredadas, robles, cedros, cipreses, pinos y otros árboles. Encendió los faros y exploró algunas de las serpenteantes carreteras de los cañones hasta que, de forma paulatina, su frustración empezó a desaparecer.
Más tarde, cuando la noche hubo caído tanto por encima de las ramas como por debajo, paró en un restaurante mexicano en La Ciénaga Boulevard. Paredes de yeso crudo. Fotografías de bandidos mexicanos. El rico olor a salsa caliente, tacos sazonados y tortillas de harina de maíz. Camareras vestidas con blusas escotadas y faldas rojas con muchos pliegues. Muzak de detrás de la frontera. Hilary comió enchiladas de queso, arroz y alubias refritas. La comida sabía tan bien como si la hubiera comido a la luz de las velas, con música de violines y con alguien especial sentado a su lado.
«Tendré que recordar contárselo a Wally», pensó mientras tragaba la última enchilada que hizo bajar con «Dos Equis», una cerveza oscura mexicana.
Mientras lo pensaba, casi le pareció oír su respuesta:
—Cordera mía, eso no es más que descarada racionalización psicológica. Es cierto que la soledad no cambia el sabor de la comida, la calidad de la luz de las velas, el sonido de la música…, pero esto no significa que la soledad sea deseable, o buena, o sana.
No podría resistirse a lanzarse a una de sus paternales charlas sobre la vida. Escuchándole no haría más fácil que la convenciera de que lo que le decía era sensato.
«Mejor no mencionarlo —se dijo—. Nunca te apuntarás un tanto con Wally Topelis».
De nuevo en su coche, se abrochó el cinturón de seguridad, puso en marcha el potente motor, conectó la radio y permaneció un rato sentada contemplando el fluir del tráfico en La Ciénaga. Hoy era su cumpleaños. Cumplía veintinueve. Y pese al hecho de que había aparecido en la columna de Hank Grant en el Hollywood Reporter, parecía ser la única del mundo a quien importara. Era una solitaria. Siempre lo había sido. ¿Acaso no había dicho a Wally que era perfectamente feliz con su propia compañía?
Los coches pasaban en incesante riada, llenos de gente que iban a sitios, haciendo cosas… generalmente por parejas.
No quería irse a casa aún, pero tampoco tenía ninguna otra parte donde ir.
La casa estaba oscura.
El césped parecía más azul que verde a la luz de mercurio del farol de la calle.
Hilary aparcó el coche en el garaje y caminó hasta la puerta principal. Sus tacones hacían un ruido extraño y fuerte toc, toc, toc, sobre el caminillo de piedra.
La noche era tibia. El calor del sol ya desaparecido seguía subiendo del suelo, y el refrescante aire marino que bañaba la ciudad en todas las estaciones no traía aún el habitual frío otoñal que se notaba en el aire; más tarde, hacia medianoche, habría que ponerse abrigo.
Los grillos cantaban aún en los setos.
Entró en la casa, buscó el interruptor y encendió la luz de la entrada. Cerró la puerta con llave. Encendió también las luces del cuarto de estar, y se hallaba a unos pasos del recibidor cuando notó movimiento tras ella y se volvió.
Un hombre salió del armario de la entrada, tirando al suelo un abrigo al abrirse paso y proyectando la puerta contra la pared con un fuerte bang. Tendría unos cuarenta años, era alto, vestía pantalones oscuros y un ceñido pullóver amarillo… y llevaba guantes de piel. Sus músculos eran del tipo fuerte que pueden adquirirse levantando pesas; incluso sus muñecas se veían fuertes y musculosas entre los guantes y el puño del jersey. Se detuvo a diez pasos de ella, le dirigió una amplia sonrisa, inclinó la cabeza y se pasó la lengua por sus labios delgados.
No supo cómo responder a esa súbita aparición. No se trataba de un intruso corriente, ni de un desconocido total, un punk o un gamberro desharrapado con la mirada turbia de droga. Aunque no fuera del lugar, lo conocía y era el último hombre que podía esperar encontrarse en semejante situación. Ver salir al tierno Wally Topelis de aquel armario era lo único que podía haberla impresionado más. Estaba menos asustada que confusa. Le había conocido tres semanas atrás haciendo un poco de investigación para un guión sobre la región del vino, en California del Norte, un proyecto que tenía que apartar de la memoria el marketing de La hora del lobo por parte de Wally, y que ya había terminado. Era un hombre conocido e importante en el Valle de Napa. Pero todo eso no explicaba qué demonios hacía en su casa, escondido en un ropero.
—Mr. Frye —saludó incómoda.
—Hola Hilary. —Tenía una voz profunda, algo rasposa que parecía tranquilizadora y paternal cuando había hecho aquella excursión particular por sus viñedos, cerca de Santa Helena, pero que ahora se le antojaba dura, cruel, amenazadora.
Nerviosa, se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Qué está haciendo aquí?
—Vine a verla.
—¿Por qué?
—Porque tenía que volver a verla.
—¿Para qué?
Él seguía sonriendo. Tenía la expresión tensa, depredatoria. Su sonrisa era la del lobo antes de cerrar las mandíbulas sobre un pobre conejo acorralado.
—¿Cómo ha entrado? —preguntó.
—Bonita.
—¿Qué?
—Muy bonita.
—Basta.
—Llevo mucho tiempo buscando una como usted.
—Me da miedo.
—Es preciosa de verdad.
Dio un paso hacia ella.
Entonces comprendió, sin la menor duda, lo que se proponía. Pero era una locura. Era impensable. ¿Cómo un hombre rico, con su posición social, recorría cientos de kilómetros para arriesgar su fortuna, su buena situación y su libertad, por un breve momento de sexo forzado?
Dio otro paso.
Ella retrocedió. Violarla. No tenía sentido. A menos que… Si intentaba matarla después, no se arriesgaba demasiado. Llevaba guantes. Y nadie creería que un vinatero importante y muy respetado en Santa Helena, viniera conduciendo hasta Los Ángeles para violar y asesinar. Incluso si alguien lo creyera, no se les ocurriría pensar precisamente en él. La investigación del homicidio jamás iría en su dirección.
Seguía avanzando. Despacio. Implacablemente. Con pasos pesados. Disfrutando con el suspense. Riendo más que nunca al ver la comprensión entrando en sus ojos.
Retrocedió pasada la gran chimenea, pensando, por un instante, agarrar uno de los pesados hierros del hogar; pero sabía que no iba a ser lo bastante rápida para defenderse. Se trataba de un hombre fuerte, atlético, en condiciones físicas excelentes; le caería encima antes de que pudiera agarrar el atizador y golpearle en la cabeza.
Iba flexionando sus manazas. Los nudillos tensaban la piel del ceñido guante.
Siguió retrocediendo, pasado un grupo de muebles, dos sillas, una mesita auxiliar, un largo sofá. Entonces empezó a moverse hacia la derecha, con la esperanza de poner el sofá entre ella y Frye.
—Qué bonito cabello —le dijo.
Parte de ella se preguntaba si se estaba volviendo loca. Aquel hombre no podía ser el Bruno Frye que había conocido en Santa Helena. No había notado ni siquiera el más vagó atisbo de la locura que ahora contraía su rostro ancho y sudoroso. Sus ojos eran como trozos de hielo de un azul gris, y la pasión glacial que brillaba en ellos era demasiado monstruosa para haberla podido disimular cuando lo vio por última vez.
Entonces descubrió el cuchillo, y su visión fue como una llamarada de calor que transformó sus dudas en rabia y las disipó. Se proponía matarla. Llevaba el cuchillo sujeto al cinturón, sobre la cadera derecha. Estaba metido en una funda abierta y podía sacarlo simplemente soltando un botón de la estrecha correa que lo sostenía. En un segundo, la hoja quedaría libre y apretada en su maño; en dos, estaría profundamente hundida en su vientre, sajando carne tibia y órganos gelatinosos, liberando su preciosa reserva de sangre.
—La he deseado desde que la vi por primera vez —dijo Frye—. No tenía otra idea que llegar hasta usted.
El tiempo parecía haberse detenido para ella.
—Va a ser una pieza maravillosa. Buena de verdad.
Bruscamente, el mundo se había vuelto una película a cámara lenta. Cada segundo era como un minuto. Le veía acercarse a ella como si fuera una bestia en una pesadilla, como si la atmósfera se hubiera vuelto tan espesa como el jarabe.
Tan pronto como Hilary descubrió el cuchillo se quedó helada. Dejó de apartarse de él, aunque él seguía acercándose. Eso es lo que hace un cuchillo. Te ahoga, congela tu corazón, produce un temblor incontrolable en las entrañas. Sorprendentemente, pocas personas tienen el valor de utilizar un cuchillo contra otro ser viviente. Más que cualquier otra arma, te hace notar la delicadeza de la carne, la terrible fragilidad de la vida humana; en los destrozos que produce, el atacante puede descubrir con toda claridad la naturaleza de su propia mortalidad. Una pistola, una copa de veneno, una bomba, un instrumento contundente, la cuerda de un estrangulador…, todos pueden utilizarse con relativa limpieza, la mayoría a distancia. Pero el hombre del cuchillo debe estar preparado para mancharse, y debe acercarse mucho, tanto que puede percibir el calor que escapa de las heridas a medida que las va haciendo. Se requiere un valor especial, o pura locura, para ir cortando a otra persona y no sentir repulsión por la sangre caliente que cae a chorros sobre la mano.
Frye ya estaba encima de ella. Apoyó una manaza sobre su pecho, apretando y frotando brutalmente a través de la sedosa tela del traje.
El rudo contacto la sacó del trance en que se había sumido. Apartó aquella garra de un manotazo, se retorció para zafarse de ella y corrió hasta situarse detrás del sofá.
La risa del hombre era sincera y, lo que era más desconcertante, agradable; pero sus implacables ojos brillaban con macabra diversión. Era un juego diabólico, un loco humor infernal. Quería que ella se debatiera, porque disfrutaba con la caza.
—¡Márchese! ¡Salga de aquí! —le gritó.
—No quiero salir —contestó Frye sonriendo al tiempo que movía la cabeza—: Lo que quiero es entrar. Oh, sí. Eso es lo que quiero. Quiero entrar en usted, pequeña dama. Quiero arrancarle el traje de un tirón, la quiero desnuda, y meterme hasta allá dentro. Arriba de todo, lo más arriba, donde está caliente y húmedo y oscuro y suave.
Por un momento, el pánico que le reblandecía las piernas y volvía líquido su interior, se transformó en emociones más fuertes; odio, rabia, furia. La suya no era la ira razonada de una mujer hacia un hombre arrogante que le usurpaba su dignidad y sus derechos; no una ira intelectual basada en las injusticias sociales y biológicas de la situación; era más fundamental que todo eso. Se había introducido en su espacio privado sin ser invitado a ello, se había abierto camino hasta su cueva moderna, y se sentía poseída por una rabia primitiva que enturbiaba su visión y le desbocaba el corazón. Le enseñó los dientes, emitió un hondo sonido gutural, se vio reducida a una reacción inconsciente casi animal al enfrentarse con él y tener que buscar una salida a la ratonera.
Una mesa larga, estrecha, con la parte alta de cristal, se apoyaba en el respaldo del sofá. Sobre ella había dos piezas de porcelana de un palmo o más de altura. Agarró una de las estatuas y la lanzó contra Frye.
Él la esquivó con una rapidez primitiva, que poseía por instinto. La porcelana chocó con la chimenea de piedra y estalló como una bomba. Docenas de pedazos y centenares de esquirlas cayeron sobre el hogar y la alfombra que había delante.
—¡Pruebe otra vez! —la retó burlón.
Alzó la otra porcelana, vaciló; le observó con ojos entrecerrados, sopesó la estatua en la mano y simuló el lanzamiento.
Le engañó el gesto, se agachó hacia un lado para evitar el proyectil. Con un grito de triunfo ella se la lanzó de verdad.
Estaba demasiado sorprendido para agacharse de nuevo y la porcelana le dio de lleno a un lado de la cabeza. Fue un golpe rasante, menos duro de lo que había supuesto; pero dio unos pasos atrás, tambaleándose. No cayó. Ni sufrió herida grave. Ni siquiera sangraba. Pero le dolía, y el dolor le transformó. Su humor ya no era perversamente juguetón. La sonrisa torcida desapareció. Su boca se cerró en una linea dura, amenazadora, con los labios apretados con fuerza. Su rostro estaba rojo. La furia aumentaba como si dieran cuerda a un reloj; bajo la tensión, aparecieron sus músculos en el cuello macizo, tensos, impresionantes. Se agachó un poco, dispuesto a saltar.
Hilary contaba con que la seguiría detrás del sofá y se dispuso a rodearlo, manteniéndose lejos de él, procurando que el sofá permaneciera entre los dos en espera de alcanzar algo que mereciera la pena lanzarle. Pero cuando al fin se movió, no fue tras ella como había supuesto. Por el contrario, se le abalanzó sin miramientos, como un toro furioso. Se dobló al llegar ante el sofá, lo agarró con ambas manos, lo alzó y, de un solo movimiento, lo proyectó hacia atrás como si no pesara más que unos kilos. La mujer se apartó de un salto al ver el pesado mueble estrellándose donde ella había estado. Y mientras el diván caía, Frye saltó por encima. Trató de agarrarla y lo habría logrado de no haber tropezado y caído de rodillas.
Su rabia dio paso al pánico y echó a correr. Fue hacia la entrada, a la puerta principal; pero comprendió que no tendría tiempo de descorrer los cerrojos y salir de la casa antes de que la alcanzara. Lo tenía demasiado cerca, a no más de dos o tres pasos. Saltó hacia la derecha y enfiló la escalera, de dos en dos.
Jadeaba, pero por encima de su jadeo le oía acercarse. Sus pisadas eran atronadoras.
Iba maldiciéndola.
La pistola. En la mesita de noche. Si podía llegar al dormitorio un poco antes que él, dar un portazo y cerrar con llave, le detendría unos segundos, por lo menos, lo bastante para poder coger la pistola.
En lo alto de la escalera, al pisar el rellano del segundo piso, cuando estaba segura de que había puesto cierta distancia entre los dos, él pudo agarrarla por el hombro y tiró de ella hacia atrás. Hilary chilló, pero no trató de desasirse como era evidente que él esperaba. Por el contrario, tan pronto como la agarró, ella se volvió hacia el hombre. Se precipitó contra él antes de que pudiera contenerla con su brazo, se apretó tanto a su cuerpo que notó su erección, y entonces le dio un fuerte rodillazo en la ingle. Él reaccionó como si un rayo le hubiera caído encima. El color rojo de ira desapareció de su rostro y su piel adquirió un tono marfileño, todo ello en una fracción de segundo. La soltó, dio un paso atrás, resbaló sobre el borde de un peldaño, gritó y cayó hacia atrás agitando los brazos, pero pudo hacerse a un lado, agarró la barandilla y fue lo bastante afortunado para conseguir detener la caída.
Por lo visto, no tenía demasiada experiencia con mujeres que se defendían de verdad. Le había engañado dos veces. Él creía que jugaba con una conejita tierna, inofensiva, presa tímida que sería fácilmente sometida y usada y destruida después con un solo movimiento de muñeca. Pero se revolvió, y le mostró colmillos y uñas. La exaltó su sorprendente expresión.
Había tenido la esperanza de que rodaría hasta el pie de la escalera y se rompería el cuello al caer. Incluso ahora, pensó que el golpe en los genitales lo dejaría fuera de combate por unos minutos, lo suficiente para que ella se pusiera a salvo. Pero se decepcionó cuando, después de una brevísima pausa, antes incluso de que ella pudiera volverse y echar a correr, se desprendió de la barandilla y con una mueca de dolor, volvió a abalanzarse hacia ella.
—Perra —dijo entre dientes, apenas capaz de respirar.
—¡No! —protestó—. ¡No! No se acerque.
Sé sentía como uno de esos personajes de las películas de terror que «Hammer Films» solía hacer tan bien. Luchaba contra un vampiro o un zombi, asombrada y descorazonada por las sobrenaturales reservas de fuerza y resistencia de la bestia.
—¡Perra!
Echó a correr por el rellano, envuelto en sombras, hasta su dormitorio. Dio un portazo, tanteó a oscuras en busca del botón que bloqueaba la cerradura. Encontró al fin el interruptor de la luz y pudo bloquear la puerta.
Se oía un extraño y espantoso ruido en la habitación. Era un fuerte sonido ronco lleno de terror. Miró alocada en derredor para descubrir su origen antes de darse cuenta de qué estaba oyendo sus propios desgarrados e incontrolados sollozos.
Estaba al borde del pánico. Sabía que era muy peligroso y que debía dominarse si quería vivir.
Inesperadamente, Frye sacudió la puerta tras ella, y a continuación la empujó con fuerza. La barrera no cedió. Aunque no aguantaría mucho, no lo bastante para que tuviera tiempo de llamar a la Policía y esperar ayuda.
Su corazón latía con furia. Temblaba como si se encontrara desnuda en un vasto campo helado; pero estaba decidida a no dejarse vencer por el miedo. Cruzó apresurada la gran estancia, rodeó la cama hacia la otra mesilla de noche. Al pasar, un gran espejo de pared le devolvió la imagen de una absoluta desconocida, de ojos desorbitados, agotada, con un rostro tan pálido como la pintada cara de un mimo.
Frye pateó la puerta. La sacudió violentamente en su marco, pero no logró derribarla.
La automática del 32 estaba en el cajón de la mesa, encima de unos pijamas doblados. El cargador lleno, se encontraba al lado. Levantó la pistola y, con manos tan temblorosas que casi no le obedecían, consiguió meter el cargador. Se colocó frente a la puerta.
Frye volvió a patear la cerradura; el metal era endeble. Pertenecía al tipo de cerradura interior colocada en principio para que los niños o los invitados curiosos se abstuvieran de entrar. Era inútil contra un intruso como Bruno Frye. A la tercera patada, las bisagras se desprendieron del marco y la puerta se abrió.
Jadeando, sudando, le pareció más que nunca un toro embravecido al verle aparecer desde el oscuro rellano y cruzar el umbral. Venía con los anchos hombros alzados y las manos cerradas y caídas a los lados. Su voluntad era bajar la cabeza, cargar, aplastar y destruir todo lo que estuviera en su camino. El ansia de sangre brillaba en sus ojos con tanta claridad como su imagen se reflejaba en el gran espejo mural junto a Hilary. Quería abrirse camino a través de la porcelana y patear a su dueña.
Hilary le apuntó con la pistola, sujetándola firmemente con las dos manos.
Él siguió avanzando.
—Dispararé. ¡Lo haré! ¡Juro por Dios que lo haré! —gritó.
Frye se detuvo, parpadeó, y descubrió la pistola.
—¡Fuera! —le gritó.
Ni se movió.
—¡Lárguese de una vez!
Increíblemente, dio un paso más hacia ella. Ya no era el violador calculador, divertido y pagado de sí mismo, con quien se había enfrentado abajo. Algo le había ocurrido; en lo más profundo de su ser, unos dispositivos se habían encajado, formando nuevos diseños en su mente, nuevos deseos, apetitos y necesidades que eran más repugnantes y pervertidos que los revelados hasta entonces. Ya no tenía nada de racional. Su comportamiento correspondía al de un demente. Sus ojos brillaban, no helados como antes, sino acuosos y calientes, febriles. El sudor le caía por el rostro. Sus labios se movían sin cesar, aunque no hablaba; se alzaban y se retorcían, dejaban los dientes al descubierto; luego, avanzaban en un mohín infantil, formaban un extraño rictus, y después una pequeña sonrisa sombría, seguida de una mueca feroz que concluía en una expresión para la que no había nombre. Ya no le empujaba el ansia o el deseo de dominarla. El motor secreto que le impelía ahora era más negro en su intención que el de unos minutos antes, y Hilary experimentó la loca impresión de que hallaría la energía suficiente para protegerse de cualquier mal, para permitirle avanzar, indemne, entre una lluvia de balas.
Sacó el enorme cuchillo de su funda en la cadera derecha y lo empuñó ante él.
—¡Márchese! —gritó desesperada.
—Perra.
—Lo digo en serio.
Volvió a avanzar hacia ella.
—Por el amor de Dios, no sea loco. Ese cuchillo no vale contra una pistola.
Estaba a unos doce o catorce pasos de ella, al otro lado de la cama.
—¡Le volaré su maldita cabeza!
Frye agitó el cuchillo ante ella, trazando pequeños y rápidos círculos en el aire con la punta, como si fuera un talismán y apartara los espíritus malignos que se interponían entre él y Hilary.
Y dio un paso más.
Hilary apuntó al centro de su estómago, para que, por mucho que el retroceso desviara sus manos y por más que la pistola girara a derecha o izquierda, la bala entrara en un punto vital. Apretó el gatillo.
Nada.
«¡Por favor. Dios mío!».
Avanzó dos pasos más.
Contempló asombrada la pistola. Se había olvidado de quitar el seguro.
Ahora se encontraba a unos ocho pasos, del otro lado de la cama. Tal vez seis.
Maldiciéndose, movió las dos palancas del lado de la pistola y un par de puntos rojos aparecieron sobre el metal negro. Apuntó y apretó el gatillo por segunda vez.
Nada.
«¡Jesús! ¿Qué pasa? ¡No puede estar encasquillada!».
Frye se hallaba tan ajeno a la realidad, tan poseído por su locura, que no se dio cuenta de que ella tenía problemas con el arma. Cuando al fin vio lo que ocurría, actuó deprisa, mientras la ventaja era suya. Llegó a la cama, saltó sobre ella, y la cruzó andando por encima del colchón como si atravesara sobre un pontón, balanceándose encima de la superficie inestable.
Había olvidado meter una bala en la recámara. Lo hizo y retrocedió dos pasos hasta que tropezó con la pared. Disparó sin apuntar; luego le volvió a disparar cuando lo vio encima de ella como un demonio saltando del infierno.
El ruido del disparo llenó la habitación. Rebotó en las paredes e hizo vibrar los cristales de las ventanas.
Vio que el cuchillo se hacía añicos, observó cómo los fragmentos saltaban en arco de la mano derecha de Frye. El acero afilado voló brillando por un momento a la luz que escapaba de, la lámpara junto a la cama.
Frye rugió al escapársele el cuchillo. Cayó de espaldas y rodó al otro extremo de la cama. Pero estuvo de pie enseguida, sujetándose la mano derecha con la izquierda.
Hilary no creyó que le hubiera dado. No se veía sangre. La bala debió tropezar con el cuchillo rompiéndolo y arrancándoselo de la mano. El golpe sin duda sacudió sus dedos más que un latigazo.
Frye gimió de dolor y gritó de rabia. Era un sonido salvaje, como el ladrido de un chacal; pero, desde luego, no era el grito de un animal con el rabo entre las piernas. Seguía decidido a ir por ella.
Volvió a disparar, y él cayó de nuevo. Esta vez se quedó en el suelo.
Con un gemido de alivio, Hilary se apoyó agotada contra la pared, pero no apartó los ojos del lugar en que él había caído y donde yacía ahora, invisible, más allá de la cama.
Ningún sonido.
Ningún movimiento.
Le incomodaba no poder verle. Con la cabeza ladeada, escuchando atentamente, se movió cautelosa hasta el pie de la cama, para llegar al centro de la alcoba; luego, hacia la izquierda hasta que lo descubrió.
Se hallaba caído boca abajo sobre la alfombra color chocolate. Tenía el brazo derecho doblado debajo de él. El izquierdo estaba tendido hacia delante, con la mano un poco curvada y los dedos inmóviles señalando la cabeza. Tenía el rostro vuelto hacia el otro lado y no podía verlo. Como la alfombra era tan oscura, peluda y bien tejida, tuvo cierta dificultad para descubrir desde lejos si había sangre derramada. Desde luego no se apreciaba un enorme charco pegajoso, como suponía que iba a encontrar. Si el disparo le había dado en el pecho, la sangre estaría oculta debajo del cuerpo. La bala podía incluso haberle dado de lleno en la frente, provocando la muerte instantánea y el paro del corazón, en cuyo caso no habría más que unas gotas de sangre.
Lo contempló durante un minuto, dos minutos. No detectaba ningún movimiento, ni siquiera la sutil subida y bajada de su respiración.
¿Muerto?
Despacio, tímidamente, se le acercó:
—¿Mr. Frye?
No se proponía acercarse demasiado. No iba a exponerse al peligro, pero deseaba verlo mejor. Mantuvo la pistola apuntándole, dispuesta a meterle otra ráfaga si se movía.
—¿Mr. Frye?
No hubo respuesta.
Era curioso que siguiera llamándole «Mr. Frye». Después de lo ocurrido aquella noche, después de lo que había tratado de hacerle, todavía se mostraba correcta, ceremoniosa. Quizá porque estaba muerto. Ante la muerte, el peor de los hombres es tratado con respeto incluso por aquellos que sabían que había sido un embustero y un canalla toda su vida. Puesto que cada uno de nosotros debe morir, despreciar a un muerto es, en cierto modo, como despreciamos a nosotros mismos. Además, si se habla mal del muerto, uno siente como si nos burláramos de ese gran misterio final… y quizás invitáramos a los dioses a castigarnos por nuestro descaro.
Hilary esperó, vigilante, el curso lento de otro minuto.
—¿Sabe una cosa, Mr. Frye? No voy a correr riesgos con usted. Creo que voy a meterle otra bala en el cuerpo ahora mismo. Sí. Voy a dispararle en la nuca.
Naturalmente, se sentía incapaz de hacerlo. No era violenta por naturaleza. Había disparado la pistola contra unos blancos, una vez, poco después de haberla comprado, pero nunca dio muerte a nada mayor que las cucarachas del apartamento de Chicago. Había encontrado la voluntad de disparar contra Bruno Frye sólo porque había sido un peligro inmediato y porque ella en aquel momento rebosaba adrenalina. La histeria y un primitivo instinto de conservación le habían otorgado una breve capacidad de violencia. Pero ahora, que Frye estaba en el suelo, silencioso e inmóvil, no más peligroso que un montón de trapos, le resultaba imposible decidirse a apretar el gatillo. No podía quedarse allí contemplando cómo volaba los sesos de un cadáver. La sola idea le revolvía el estómago. Pero la amenaza de hacerlo era una prueba. Si hacía comedia, la posibilidad de que ella le disparara a quemarropa a la cabeza debería disuadirle.
—De lleno en la cabeza, canalla —le dijo y disparó al techo.
No se inmutó.
Hilary suspiró y bajó el arma.
Muerto. Estaba muerto.
Había matado a un hombre.
Temerosa del problema que se le venía encima con la Policía y los periodistas, pasó por detrás del brazo extendido y se dirigió a la puerta.
De pronto, el muerto ya no estaba muerto.
De pronto, estaba muy vivo y se movía.
Se le anticipó. Supo exactamente cómo trataba de engañarla. Había visto a través de la astucia, y sus nervios eran de acero. ¡Ni siquiera se había movido!
Ahora se sirvió del brazo que tenía debajo para empujarse hacia arriba y levantarlo, golpeando a Hilary como una serpiente y con la mano izquierda la agarró por el tobillo y la hizo caer, gritando y debatiéndose, mientras se convertían en un amasijo de brazos y piernas, y rodaban de nuevo. Él le apresó el cuello con los dientes, gruñendo como un perro, y ella sintió un terror loco por si mordía y le desgarraba la yugular y le chupaba toda la sangre; pero logró meter la mano entre los dos y, con la palma, apoyó debajo de la barbilla y pudo apartar la cabeza de su cuello mientras rodaban por última vez hasta que tropezaron con la pared con un golpe tremendo y se pararon jadeantes, mareados. Él como una gran bestia, se le echó encima, brutalmente, con todo su peso, aplastándola, mirándola de cerca con sus ojos fríos y repugnantes, profundamente vacíos, con el aliento apestando a cebollas y cerveza rancia; logró meterle la mano debajo del traje y desgarrarle los panties, tratando de pasar los dedos por las bragas y agarrarle el sexo, no con presa de enamorado sino de púgil, y la sola idea del destrozo que podía causarle en su parte más delicada la hizo ahogarse de horror. Sabía que era incluso posible matar así a una mujer, llegar dentro y rasgar, agarrar, tirar. Enloquecida, trató de arañar los ojos color cobalto y cegarle, pero él apartó bruscamente la cabeza, y la dejó fuera de su alcance. De pronto, ambos se helaron, porque simultáneamente se dieron cuenta de que ella no había soltado la pistola cuando él la derribó. Estaba prensada entre los dos, con el cañón fuertemente incrustado en la ingle de él… y aunque ella tenía el dedo encima del gatillo en lugar de en el mismo gatillo, podía cambiar y hacer presión en el lugar adecuado tan pronto tuviera noción de dónde estaba.
Su pesada mano seguía aún sobre el pubis de Hilary. Como un objeto obsceno. Una mano de cuero, repugnante, demoníaca. Notaba su calor incluso a través del guante que llevaba puesto. Pero ya no tiraba de sus bragas. Temblaba. Su enorme mano estaba temblando.
¡El canalla está asustado!
Sus ojos parecían sujetos a los de ella por un hilo invisible, un hilo resistente que no se rompería con facilidad. Ninguno podía mirar a otra parte.
—Si haces un falso movimiento —le dijo a media voz— te volaré los huevos.
Él parpadeó.
—¿Entendido? —insistió incapaz de alzar la voz.
Respiraba con dificultad a causa del cansancio y, sobre todo, del miedo.
Él se pasó la lengua por los labios.
Parpadeó despacio.
Como un condenado lagarto.
—¿Entendido? —repitió, con más rabia esta vez.
—Sí.
—¿Sin tonterías?
—Sí.
—No me engañarás otra vez.
—Lo que usted diga.
Su voz era profunda y rasposa, como antes, y firme. No había nada en ella, en sus ojos, o en el rostro, que recordara al matón musculoso. Pero su mano enguantada seguía estremeciéndose nerviosa en la delicada confluencia de sus muslos.
—Bien —le dijo—. Lo que debes hacer ahora es moverte despacio. Muy, muy despacio. Cuando te avise vamos a rodar lentamente hasta que tú quedes debajo y yo encima.
Sin que la divirtiera lo más mínimo, se dio cuenta de que lo que acababa de decirle tenía un parecido grotesco a una sugerencia de amante impaciente en pleno acto sexual.
—Cuando yo lo diga, y ni un segundo antes de que lo diga, rodarás a tu derecha.
—Bien.
—Y yo rodaré contigo.
—Claro.
—Y no quitaré la pistola de donde está.
Los ojos de él seguían duros y fríos, pero la demencia y la ira habían desaparecido de ellos. La idea de que le volaran los genitales le habían devuelto de golpe a la normalidad… por lo menos de momento.
Apretó el cañón de la pistola con fuerza contra sus testículos y él hizo, una mueca de dolor.
—Ahora gira despacio —ordenó.
Hizo exactamente lo que ella le había ordenado, girando a un lado con sumo cuidado; luego boca arriba, sin apartar nunca los ojos de los de la mujer. Retiró la mano de debajo del vestido al variar de posición, pero no intentó arrancarle la pistola.
Hilary se agarró al hombre con la mano izquierda manteniendo la pistola en la derecha, y rodó con él, sin apartar el arma de su ingle. Por fin, estuvo encima, con un brazo atrapado entre los dos, con la 32 automática en la misma posición estratégica.
Su mano derecha empezaba a entumecerse debido a la extraña posición, pero también porque apretaba la pistola con todas sus fuerzas por temor a no sujetarla con suficiente seguridad. La asía con tal fuerza que sus dedos y los músculos hasta la parte alta del brazo le dolían por el esfuerzo. Le preocupaba que él llegara a darse cuenta de la creciente debilidad de su mano… o que se le cayera al quedársele los dedos dormidos.
—Bien. Voy a deslizarme a un lado, pero mantendré la pistola donde está. No te muevas. Ni siquiera parpadees.
Él se quedó mirándola.
—¿Entendido?
—Sí.
Sin apartar la 32 de la ingle, se desprendió de su agresor como si se levantara de una cama de nitroglicerina. Sus músculos abdominales estaban dolorosamente tirantes. Su boca, seca y amarga. Sus ruidosas respiraciones parecían llenar la alcoba como ráfagas de viento; pero su oído estaba tan aguzado que podía oír el suave tictac de su reloj «Cartier». Resbaló a un lado, se puso de rodillas, vaciló y al fin logró alzarse y quedar en pie. Se apartó de su alcance antes de que pudiera derribarla de nuevo.
—¡No!
—¿Cómo?
—Échate.
—No voy a perseguirla.
—Échate.
—Tranquilícese.
—¡Maldita sea, échate!
No pensaba obedecerla. Se quedó sentado, preguntó:
—¿Y ahora qué?
Ella sin dejar de apuntarle repitió:
—Te he dicho que te eches. Boca arriba. ¡Hazlo! ¡Ahora!
Él torció la boca en una de aquellas sonrisas odiosas que tan bien le salían:
—Le he preguntado: ¿y ahora qué?
Trataba de recuperar el control de la situación y a ella no le gustó nada. ¿Tenía alguna importancia que estuviera echado o sentado? Incluso sentado, no podía ponerse de pie y llegar hasta donde se encontraba ella, más deprisa de lo que se tardaba en dispararle dos balas.
—Está bien —dijo a regañadientes—. Siéntese si insiste. Pero un solo movimiento hacia mí y vacío la pistola. Le repartiré las entrañas por toda la alcoba. Juro por Cristo que lo haré.
Él asintió con una sonrisa.
—Ahora, me voy hasta la cama —le anunció temblando—. Me sentaré y llamaré a la Policía.
Se movió de lado y hacia atrás, como un cangrejo, paso a paso, hasta que llegó a la cama. El teléfono estaba en la mesilla de noche. Tan pronto se sentó y levantó el auricular, Frye la desobedeció. Se puso en pie.
—¡Eh!
Soltó el aparato y cogió la pistola con ambas manos esforzándose en mantenerla firme.
Él tendió las manos, conciliador, con las palmas hacia ella.
—Espere. Sólo un segundo. No voy a tocarla.
—Siéntese.
—No pienso acercarme a usted.
—Siéntese ahora mismo.
—Voy a marcharme —dijo Frye.
—Ni lo sueñe.
—Voy a irme de esta habitación y de esta casa.
—¡No!
—No va a disparar si me marcho.
—Inténtelo y lo lamentará.
—No lo hará —aseguró confiado—. No es de las que disparan a menos que no tenga otra alternativa. No podría matarme a sangre fría. No podría dispararme por la espalda. Ni en un millón de años. Usted no. No tiene este tipo de valor. Es débil. Condenadamente débil. —Le dirigió su horrenda sonrisa, aquella sonrisa de calavera, y dio un paso hacia la puerta—. Puede llamar a la Policía cuando me haya ido. —Otro paso—. Sería diferente si yo fuera un desconocido. Entonces tendría la oportunidad de desaparecer. Pero, después de todo, puede decirles quién soy. —Otro paso—. Vea, usted ha ganado y yo he perdido. Lo único que hago es tener un poco de tiempo. Muy poquito tiempo.
Hilary sabía que llevaba razón. Podía matarle si la atacaba, pero era incapaz de dispararle mientras se retiraba.
Percibiendo su silenciosa aceptación de la verdad de lo que le había dicho, Frye le volvió la espalda. Su exceso de confianza la enfurecía, pero no pudo apretar el gatillo. Él había ido avanzando hacia la puerta. Salió decidido de la habitación, sin molestarse en mirar hacia atrás. Desapareció por el hueco del que había derribado el batiente y sus pasos resonaron en el rellano.
Cuando Hilary le oyó bajar la escalena, se dio cuenta de que, a lo mejor, no abandonaba la casa. Podía, sin ser observado, deslizarse en alguna de las habitaciones de abajo y esconderse en cualquier ropero, esperar con paciencia a que la Policía llegara y se fuera, salir de su escondrijo y atacarla por sorpresa. Corrió hacia la escalera y llegó a tiempo de verle torcer a la derecha, hacia la entrada. Al cabo de unos segundos, le oyó descorrer los pasadores, después, salió y cerró de un fuerte portazo, ¡bam!
Estaba a mitad de la escalera cuando se le ocurrió que podía haber simulado su marcha. Podía haber dado el portazo sin marcharse. Podía estar, esperándola en la entrada.
Hilary sostenía la pistola, a un lado, con la boca del cañón mirando al suelo, pero la alzó anticipándose, asustada. Fue bajando la escalera y, al llegar al último peldaño, se detuvo un buen rato, escuchando. Por fin, tranquilizada, se adelantó y miró hacia la entrada. Estaba Vacía. La puerta del ropero seguía abierta. Frye tampoco estaba allí. Se había ido de verdad.
Cerró el armario.
Fue a la puerta de entrada y echó dos vueltas de llave.
Un poco vacilante, cruzó el cuarto de estar y pasó a su estudio. La estancia olía a cera de muebles perfumada al limón; las dos mujeres de la limpieza habían estado el día anterior. Hilary encendió la luz y se acercó a la gran mesa. Dejó la pistola sobre el mismo centro de la carpeta.
En una mesa junto a la ventana, había un jarrón lleno de rosas rojas y blancas. Añadían una fragancia que contrastaba con el aroma a limón.
Se sentó ante su escritorio y acercó el teléfono. Buscó el número de la Policía.
De pronto, las lágrimas enturbiaron su visión. Se esforzó par contenerlas. Ella era Hilary Thomas, y Hilary Thomas no lloraba. Nunca. Hilary Thomas era fuerte. Hilary Thomas era capaz de encajar toda la basura que el mundo quería lanzarle y aguantarlo sin desmoronarse. Hilary Thomas sabían manejarse bien. Pero, aunque apretaba los ojos, no podía contener las lágrimas. Por sus mejillas iban resbalando los lagrimones que le entraban, salados, por las comisuras de los labios, luego se deslizaban hasta su barbilla. Al principio lloró en silencio, sin emitir el más leve gemido. Pero, pasados unos minutos, empezó a estremecerse y a sollozar de forma desesperada. Se le formaban nudos en el fondo de la garganta que terminaban en pequeños gritos de angustia. Se desmoronó. Emitió un largo quejido cavernoso y se apretó los brazos. Lloraba, gemía, y perdía el aliento. Sacó un Kleenex de un dispensador que tenía en una esquina de la mesa y se sonó. Recobró la compostura… Después, se estremeció de nuevo y volvió a sollozar.
No lloraba porque la hubiera lastimado. No le había causado ningún dolor insoportable o duradero… por lo menos físicamente. Lloraba porque, en cierta manera difícil de definir, la había violado. Ardía por el ultraje y la vergüenza. Aunque no había sido realmente forzada, aunque ni siquiera había podido arrancarle las ropas, acababa de destrozar la burbuja cristalina de su intimidad, una barrera que había construido con sumo cuidado y a la que concedía un gran valor. Había aplastado su cómodo mundo, llegando a palparla con sus sucias manos.
Aquella noche, en la mejor mesa del salón Polo, Wally Topelis, había empezado a convencerla de que podía bajar la guardia, por lo menos un centímetro. Por primera vez en sus veintinueve años, consideró en serio la posibilidad de vivir menos a la defensiva de lo que tenía por costumbre. Con todas las buenas noticias y la insistencia de Wally, se mostró dispuesta a enfrentarse con la idea de una vida con menos miedo, y se sintió atraída por ella. Una vida con más amigos. Más relajada. Más divertida. Esta nueva vida era un sueño brillante, difícil de lograr; pero merecedora del esfuerzo por conseguirlo. Bruno Frye había agarrado ese frágil sueño por el cuello y lo había estrangulado. Le hizo recordar que el mundo era un lugar peligroso, una bodega oscura con criaturas de pesadilla, agazapadas en los rincones. Y precisamente cuando empezaba a intentar salir del pozo, antes de tener la oportunidad de disfrutar del mundo a cielo abierto, le había dado una patada en la cara y precipitado, dando tumbos, al punto del que había salido, otra vez a las dudas, el miedo y la suspicacia, al fondo de la horrible seguridad de la soledad.
Lloraba porque se sentía violada. Porque estaba humillada. Y porque él había tomado su esperanza y la había pisoteado como un matón de escuela aplasta el juguete favorito de un niño más débil.