14. Las escenas finales

Los persas

La expansión del Imperio bajo Justiniano fue de breve vida. Inmediatamente después de su muerte, en el 565, nuevas invasiones bárbaras penetraron violentamente en Italia, y hacia el 570 la mayor parte de la península se había perdido de nuevo.

Por si esto fuera poco, había otras causas de aflicción, además de los bárbaros de occidente; el Imperio Romano de Oriente tenía enemigos también en el este. Todos los años en que los emperadores (y no sólo Justiniano, sino los que le habían precedido y sucedido) habían tenido la vista fija en occidente, en un intento de restaurar el dominio romano en ese área, habíanse visto obligados a combatir constantemente contra Persia, en su retaguardia.

E incluso mientras Justiniano conquistaba territorios en el oeste, tuvo que combatir dos guerras contra Persia y, al final, se vio obligado a «comprar» la paz. El problema llegó a su culminación durante el reinado del persa Josrau II, conocido por los griegos con el nombre de Cosroes.

Cosroes II aprovechó la ocasión cuando el Imperio Romano de Oriente estaba siendo arrasado y debilitado por las incursiones de un pueblo nómada, los avaros. Establecido en el Danubio, este pueblo había realizado numerosas incursiones en las provincias balcánicas desde la muerte de Justiniano.

Por ello, el rey persa pudo llevar a cabo una penetración sin precedentes, marchando directamente a través de Asia Menor. En el 608 Cosroes II había alcanzado Calcedonia, al otro lado de los estrechos frente a la propia Constantinopla.

Sus ejércitos se dirigieron también hacia Siria, donde los monofisitas vieron en el rey persa no a un invasor, sino a un libertador que podía rescatarlos de la ortodoxia de Constantinopla. En tal situación, la conquista se presentaba fácil. Cosroes II tomó Antioquía en el 611 y Damasco en el 613.

En el 614 el Imperio sufrió un golpe descorazonador, cuando el ejército persa llegó hasta la propia Jerusalén y se llevó la «Vera Cruz» (es decir, la cruz en que, según la leyenda, Jesús había sido crucificado).

Asimismo, en el 619 los persas penetraron en Egipto y, a causa de la controversia monofisita, lo conquistaron fácilmente, lo mismo que Alejandro Magno mil años antes. En aquella ocasión Alejandro había sido considerado como libertador del yugo persa, y ahora, por una ironía de la Historia, el rey persa era considerado como libertador de la dominación griega.

De hecho, con esa victoria, parecía que Cosroes II había desbaratado finalmente la obra de Alejandro. Un milenio después del gran desastre persa, las luchas de generaciones enteras de dirigentes persas con los reyes seleúcidas primero, y luego con los emperadores romanos, habían llegado a su culminación. Por fin habían recuperado lo que habían perdido: la meseta irania, Mesopotamia, Siria, Asia Menor e incluso Egipto.

Un nuevo emperador, Heraclio, apareció en escena para hacer frente a la crisis, pero daba la sensación de que gobernaba sobre un imperio tan reducido que estaba a punto de desaparecer. No sólo los persas se habían apoderado de todo el oriente, sino que en el 616 las tribus germanas de España se habían hecho con todas las posesiones del imperio en ese territorio. Al mismo tiempo, los avaros presionaban sobre las fronteras del Danubio, haciendo su aparición en las comarcas próximas a Constantinopla, en el 619, mientras las huestes persas observaban amenazadoramente la ciudad desde el otro lado del estrecho.

Heraclio tardó diez años en reorganizar y reforzar a su ejército. Compró la paz a los avaros, y en plena explosión de entusiasmo religioso, lanzó a su ejército contra el Asia Menor. En el 622 y en el 623 limpió de persas la península, y tras esto, inició una larga y ardua penetración hacia el corazón de Persia. Nada lo apartó de esta decisión, ni siquiera la noticia de que los avaros habían roto la tregua y, en el 626, estaban tratando de asaltar Constantinopla. Heraclio decidió abandonar a la ciudad a su suerte, en vez de aminorar la presión sobre su principal enemigo.

Constantinopla pudo sobrevivir gracias a que sus murallas aguantaron el asalto avaro. Luego, hacia finales del 627, junto al lugar donde se hallaba la antigua Nínive, Heraclio derrotó al grueso del ejército persa tras una dura lucha. Los persas tuvieron bastante con esto; Cosroes fue depuesto y muerto, y su sucesor se vio obligado a firmar la paz rápidamente. Todas las tierras conquistadas por los persas fueron recuperadas, incluso Egipto. La Vera Cruz fue devuelta también, y Heraclio en persona la llevó a Jerusalén. Las oleadas avaras de los Balcanes comenzaron a refluir, y durante algunos años pareció que todo había vuelto a su cauce, como había sucedido en tiempos de Justiniano (salvo por lo que se refiere a la pérdida de Italia y España).

Pero Heraclio se había dado cuenta de que existía una grieta fatal en el imperio, y ésta era la persistente diversidad de creencias religiosas. Siria y Egipto habían caído tan fácilmente por sus contrastes religiosos con la capital del imperio, y Heraclio sabía que esto se repetiría una y otra vez, siempre que un ejército extranjero se aproximase a esos territorios, a menos que no se alcanzase algún tipo de reconciliación.

Intentó, así, llegar a un compromiso. Constantinopla sostenía que Jesucristo tenía dos naturalezas, divina y humana, en tanto que Egipto y Siria defendían que tenía sólo una. ¿Por qué, entonces, no podían aceptar todos que aun cuando Jesucristo tuviera dos naturalezas, tenía una sola voluntad? —en otras palabras, ambas naturalezas no podían entrar en conflicto—. La idea de que había dos naturalezas que actuaban siempre como una sola se denominó monotelismo («una única voluntad»), y pareció que todos, con seguridad, tenían que estar de acuerdo con este feliz compromiso.

Quizá podría haber sido así, si la disputa religiosa hubiese sido solamente religiosa. El problema está en que los elementos nacionalistas de Siria y Egipto no estaban interesados en una reconciliación. Es muy posible que si Constantinopla hubiera aceptado completamente el monofisismo, Siria y Egipto habrían hallado cualquier otra causa de disputa. El contraste subsistió, y nada, ni las palabras ni los hechos, lograron paliarlo.

Los árabes

Por otro lado, todo el problema de la controversia monofisista y del contraste religioso estaba a punto de convertirse en un asunto puramente académico —incluso cuando Heraclio se hallaba todavía en el trono—. No faltaba mucho para que se produjese un giro decisivo en la Historia.

Los cuatro siglos de guerras entre el Imperio y Persia y, en particular, los últimos veinte años de luchas desesperadas, habían privado a ambos bandos de sus últimos residuos de energías. Se habían combatido entre sí hasta quedar inertes y jadeantes, cada uno en su rincón y ahora entraba en lid un nuevo combatiente, fanático y con sus fuerzas intactas.

El nuevo factor provenía, para mayor sorpresa de todos, de un lugar inesperado: la península arábiga.

Arabia, en gran parte desértica, había conocido interesantes civilizaciones en sus regiones marginales más fértiles, y éstas habían incidido de vez en cuando con las regiones del mundo consolidadas. Los reyes egipcios habían comerciado con el sudoeste de Arabia, donde estaba la tierra de Punt; y allí se localizaban también los países bíblicos de Saba y de Ofir.

Los árabes no habían sido nunca más que un estorbo, a lo sumo, y cada vez que los imperios del noroeste y del noreste decidieron ejercer a fondo su poder, habían sido aplastados sin contemplaciones.

Pero ahora las tribus árabes se hallaban bajo jefes nuevos y dinámicos, justo cuando los dos reinos del norte tenían que hacer equilibrios para mantenerse y ya no podían emplear «a fondo» su poder.

Esto fue así como resultado del renacimiento religioso árabe. El primitivo politeísmo árabe había retrocedido ante las sofisticadas creencias de judíos y cristianos. Pero el avance del monoteísmo fue lento, por razones nacionalistas, ya que tanto el judaísmo como el cristianismo eran religiones extranjeras y extrañas. Se hacía necesaria, pues, una versión nativa de estas religiones.

En La Meca, la ciudad santa de las tribus árabes, que se hallaba justo al otro lado del mar Rojo, frente a la costa egipcia, había nacido hacia el 570 un muchacho llamado Mohammed. Había pasado su juventud de manera oscura, pero a la edad de cuarenta años comenzó a predicar un tipo de monoteísmo basado en los dogmas del judaísmo y del cristianismo, pero con modificaciones adaptadas a los gustos y al temperamento árabes. Finalmente, sus disertaciones fueron recopiladas en un libro llamado Corán (nombre que proviene de una palabra árabe que significa «leer»).

La nueva religión predicada por él se llamó Islam («sumisión», a los deseos de Dios), aunque con frecuencia se la denomina mahometanismo, en honor al profeta, cuyo nombre se escribe también Mahomet. A los que aceptan el Islam se los llama musulmanes («aquellos que se someten», de nuevo también a Dios).

Mohammed, llamado más comúnmente en español Mahoma, se halló con que, como le había ocurrido a Jesucristo en su época, era difícil obtener la benévola atención de sus propios paisanos. En el 622 Mahoma fue obligado a abandonar la Meca (la «hégira», palabra que en árabe significa «huida»), acompañado por un puñado de seguidores. Halló refugio en la ciudad de Medina, a 350 millas al norte.

Así pues, mientras el mundo tenía puesta su atención en los hercúleos esfuerzos de Heraclio para invadir y derrotar a Persia, en Arabia —sin que nadie se percatase de ello— estaba desarrollándose una lucha semejante, incluso más trascendental. Poco a poco, muy despacio, Mahoma reorganizó a sus seguidores en la ciudad de Medina, los agrupó, e hizo de ellos una fuerza de combate, impulsada por su fervor hacia la nueva fe.

En el 630 volvió por la fuerza a La Meca, que lo había expulsado ocho años antes. En ese mismo año el mundo vio cómo Heraclio regresaba triunfalmente a Jerusalén; sólo unas cuantas oscuras tribus supieron de la vuelta, también triunfal, de Mahoma a La Meca.

Ahora los progresos de Mahoma eran muy rápidos. En la época de su muerte, en el 632, todas o casi todas las tribus árabes estaban unidas bajo la bandera del Islam. Estaban dispuestas a difundir su fe con fanática autoconfianza, en el nombre de Alá (palabra afín a la bíblica «Él», que significa «Dios»). Con Alá a su lado no podían perder, pues aunque fueran muertos, morir en batalla contra el infiel significaba ir inmediatamente, y para la eternidad, al paraíso.

A Mahoma le sucedió Abú Bakr, su anciano suegro y uno de sus primeros discípulos. Éste fue el primer califa (de la palabra árabe que significa «sucesor»). Bajo su gobierno, los ejércitos árabes se desparramaron por el norte hacia Persia, y por el noroeste, hacia Siria, pues los rudos e inexpertos árabes no veían ningún mal cálculo en ocupar Persia y el Imperio Romano oriental al mismo tiempo.

No hay duda de que lanzar este ataque veinte años antes, antes de la desastrosa guerra romano-persa, o veinte años después, cuando ambos imperios habían podido recuperarse, habría significado su fin. Pero cuando el ataque tuvo lugar, Alá pareció orientarlos para hacerlo en el momento adecuado.

Heraclio subestimó el peligro árabe. Agotado por los sobrehumanos esfuerzos de la guerra romano-persa, saciado por la gloria de la victoria, aspiraba sólo a la paz y al descanso en sus últimos años, y estaba decidido a no salir en campaña. Por ello envió a su hermano, con fuerzas nada adecuadas. Los árabes lo derrotaron y entraron en Damasco en el 643. Según cuenta la leyenda, Abú Bakr murió ese mismo día y ocupó su puesto Omar, otro viejo compañero de Mahoma.

La derrota inicial del Imperio Romano de Oriente conmocionó a Constantinopla, y un poderoso ejército imperial comenzó a avanzar hacia el sur, penetrando en Siria, con el fin de poner las cosas en su sitio. Los árabes se retiraron, abandonando Damasco por el momento.

Sin embargo, el ejército imperial era sólo poderoso en apariencia. Estaba compuesto mayoritariamente por mercenarios que no estaban seguros de cobrar la paga, y la población monofisita de Siria se mostraba indiferente o algo peor. Ésta no sabía mucho sobre los árabes y sobre su recién inventado Islam, fuese lo que fuese, pero sabían con certeza que odiaban a Constantinopla y a su política religiosa.

El 20 de Agosto del 636, pues, se combatió una de las batallas decisivas de la historia del mundo. La lucha tuvo lugar a orillas del Yarmúk, río que fluye hacia occidente, a través de Trans-Jordania, y desemboca en el Jordán. La batalla fue dura, y los árabes retrocedieron una y otra vez ante el empuje del ejército imperial.

Pero, sobre sus caballos y dromedarios, los infatigables árabes siempre lograban volver a la carga. Y cuando finalmente el ejército imperial se hubo agotado, fue exterminado casi hasta el último hombre.

La victoria árabe fue definitiva. El Imperio Romano de Oriente estuvo casi a la defensiva durante los ocho siglos que le quedaron de vida.

Los árabes se expandieron libremente en las provincias que los acogían con simpatía, en el mejor de los casos, y en el peor, con indiferencia.

En el 638, conquistaron Jerusalén, tras un asedio de cuatro meses. Sólo ocho años antes Heraclio había llevado a la ciudad la Vera Cruz, y toda la cristiandad se había regocijado; pero ahora se le había escapado de nuevo, y esta vez para siempre.

También fue conquistado el resto de Siria; y lo mismo sucedió con Mesopotamia, arrebatada de las manos vacilantes de los monarcas persas. En efecto, Persia, que había combatido tan animosamente y con tanta tenacidad contra los romanos, se encontró desarmada frente a esa nueva fuerza cuya irresistibilidad parecía casi demoníaca. Los persas perdieron una batalla tras otra, y en el 641 ya no fueron capaces de ofrecer una resistencia organizada. La Persia que sólo veinte años atrás parecía haber recuperado su poder como en los mejores tiempos, cesó de existir. A los árabes sólo les quedaba la tarea de ocupar y limpiar, de hacer frente a alguna escaramuza ocasional y saquear alguna que otra ciudad.

Entre tanto, otros ejércitos árabes de Siria se volvieron hacia el sur, bajo el mando del general Amr ibn al-As. En el 640 sus huestes aparecieron ante Pelusio, donde en su día se detuvieran los ejércitos de Senaquerib, trece siglos y medio antes.

Tras un mes de asedio Amr tomó la ciudad, y como en el caso de otros muchos invasores de Egipto, de los hicsos en adelante, la primera batalla fue también la última, y Egipto fue conquistado casi sin lucha.

Heraclio murió en el 641, descansando por fin para siempre, en medio del clamor de la derrota total, a pesar de las victorias de la primera mitad de su reinado, y al año siguiente, en el 642, Amr ocupaba Alejandría. Un contraataque imperial proveniente del mar recuperó por poco tiempo la ciudad —pero sólo por poco tiempo—. Casi mil años de gloria griega y romana terminaron para siempre.

Existe la leyenda de que la biblioteca de Alejandría fue destruida finalmente en esta época. Su contenido fue dispuesto a los pies de ese terco y rígido primer califa, Omar, a quien se atribuyen las siguientes palabras: «Si estos libros coinciden con el Corán, son innecesarios; si están en desacuerdo con él, son perniciosos. En cualquier caso, destruidlos».

Con todo, como siempre ocurre con muchas leyendas, los historiadores sospechan que en ésta hay interés pero no verdad. En realidad, en los siglos de régimen cristiano, fuertemente antipagano, de Egipto, poco debió quedar en la biblioteca que Omar pudiera destruir.

El Egipto islámico

Los monofisitas de Egipto debieron pensar que la supresión del dominio constantinopolitano les iba a proporcionar la posibilidad del libre ejercicio de su religión y, de hecho, los árabes tendieron a ser tolerantes con el cristianismo. Sin embargo, había que contar con el aliciente del éxito.

En los veinte años posteriores a la conquista árabe de Egipto, los ejércitos musulmanes avanzaron hacia Nubia, en el sur, y hacia el oeste, contra las provincias que aún pertenecían a Roma del norte de África. Cartago fue conquistada en el 698, y en el 711 toda la costa norte de África era musulmana. ¿Qué argumentos podía haber contra la victoria?

Además, los cristianos egipcios no sentían ninguna afinidad por sus hermanos europeos. En el 680 se celebró el sexto concilio ecuménico, en Constantinopla, y en él quedó excluido todo posible compromiso sobre la teoría de la doble naturaleza de Cristo.

Los cristianos de Egipto se sintieron doblemente aislados, primero por la victoria musulmana, y luego por la intransigencia europea. Poco a poco, pues, Egipto fue cambiando.

Menfis, la capital cuya antigüedad se remontaba a 3.500 años atrás, se hundió finalmente en la ruina total. Se construyó una nueva capital musulmana junto a ella, Al-Fustat.

También cambió la vieja lengua, y en el 706 el árabe se convirtió en la lengua oficial del país. El cristianismo decayó cuando el pueblo vio que la conversión al Islam abría el camino a las ventajas que proporcionaban las preferencias gubernamentales. Lo peor de todo fue que la prosperidad desapareció. Los árabes —hijos de una sociedad del desierto poco habituada a la agricultura— no hicieron ningún esfuerzo por mantener en pie el sistema de canales, que decayó. La depauperación y el hambre se enseñorearon del país, que se hundió en la más abyecta pobreza, que perdura todavía hoy.

Los egipcios nativos se rebelaron varias veces. Una revuelta que tuvo lugar en el 831 fue aplastada tan sangrientamente que no volvió a repetirse. (A decir verdad el cristianismo no desapareció nunca, e incluso hoy día la Iglesia copta cuenta con un cinco por ciento de la población egipcia y en la liturgia utiliza su antiguo idioma. Antes de la llegada de los árabes, los misioneros egipcios habían introducido el cristianismo en Nubia y en lo que hoy se llama Etiopía, y hoy sigue siendo la religión dominante en este último país. Tanto la Iglesia copta como la etíope siguen siendo monofisistas).

Con la desaparición total del antiguo Egipto —ciudades, idioma, religión, prosperidad— el autor tiene la tentación de finalizar aquí la historia. Pero la tierra y la gente aún están ahí, y expondremos brevemente su historia hasta nuestros días.

El vasto imperio islámico, creado en el siglo VIII, era demasiado extenso como para perdurar unido. En el siglo IX comenzó a resquebrajarse en fragmentos opuestos entre sí.

En 866 Egipto consiguió de nuevo la independencia durante un tiempo, bajo una débil dinastía, los tulúnidas. En el 969 tomó el poder una dinastía más poderosa, los fatimíes. El primer fatimí decidió abandonar Al-Fustat, que había sido capital durante casi tres siglos. En el 973 fue erigida una nueva ciudad a tres millas al norte, que se llamó Al-Qáhira («la Victoriosa»), que nosotros llamamos El Cairo, y que hace ya mil años que es la capital de Egipto.

El más conocido de los gobernantes fatimíes de Egipto fue Al-Hakim, fanático religioso que persiguió encarnizadamente a los cristianos. En el 1009 demolió la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Esto provocó gran indignación en Europa y ayudó a preparar las bases de las Cruzadas.

Las Cruzadas fueron la causa de que Egipto volviese a entrar de nuevo en la historia occidental. Durante cuatro siglos, mientras Europa se había abierto camino penosamente a través de una época de oscuridad, Egipto se había mantenido fuera de su horizonte. Sin embargo, en el 1096, comenzaron a avanzar hacia Oriente, hacia Palestina, ejércitos cristianos pobremente organizados, ingeniándoselas para obtener algunas victorias contra los desunidos musulmanes. En el 1099 tomaron Jerusalén.

En este momento la dinastía fatimí estaba en decadencia pronunciada. Un visir (lo que nosotros llamaríamos un primer ministro) cuyo nombre era Saláh al-Din Yúsuf ibn Ayyúb, tomó el poder. Los occidentales lo conocen por el nombre de Saladino.

Saladino fue el gobernante más capacitado que tuvo Egipto desde la época de Ptolomeo III, nueve siglos antes. Estableció su control sobre Siria y Egipto, y estuvo a punto de echar al mar a los cruzados, recuperando Jerusalén en el 1187.

Pero bajo sus más débiles sucesores los cruzados se recuperaron e incluso trataron de invadir el propio Egipto. El más ambicioso intento europeo fue el de Luis IX de Francia (san Luis), que desembarcó en el delta del Nilo en 1248. Pero Luis IX fue derrotado y capturado en 1250.

Durante largo tiempo los gobernantes egipcios habían gobernado con ayuda de un ejército personal de esclavos, o «mamelucos» (de la palabra árabe que significa «esclavo») . En la confusión originada por la invasión de Luis IX, su poder aumentó.

Baibars, uno de los generales mamelucos, mandaba el ejército egipcio en el momento en que los mongoles —una irresistible horda nómada proveniente de Asia Central— arrasaban todo lo que se les ponía por delante. Habían conquistado China y Persia, e incluso, mientras los cruzados combatían inútiles batallas en Siria y Egipto, los mongoles habían ocupado toda Rusia. Ahora estaban arrasando el Asia sudocidental.

Parecía no haber esperanzas para nadie. En cuarenta años, los mongoles no habían perdido una sola batalla.

Pero en 1260 se enfrentaron a Baibars en el norte de Palestina. Para sorpresa del mundo, Baibars y sus mamelucos resultaron victoriosos. Los mongoles retrocedieron, una vez derruido el mito de su invencibilidad. Y Baibars se hizo con el dominio de Egipto.

Los mamelucos continuaron gobernando de manera piratesca durante varios siglos, pero finalmente hallaron un contrincante digno de ellos en los turcos otomanos. Estos últimos habían extendido su dominio por Asia Menor, habían llegado hasta Europa, y en 1453 habían tomado la gran ciudad de Constantinopla. Y continuaron su expansión no sólo contra los cristianos de Europa, sino contra los musulmanes de Asía y África.

En 1517 el sultán otomano Selim I («el Inflexible») aplastó en una batalla a los mamelucos, y marchó contra El Cairo. Durante un tiempo Egipto volvió a estancarse. Sin embargo, el imperio otomano decayó lentamente y en 1683, tras una última ofensiva lanzada contra las murallas de Viena, inició su retroceso ante las embestidas de austríacos y rusos. En 1769 el poderío otomano había decaído de tal forma que Egipto se encontró de nuevo bajo el dominio de los mamelucos.

Pero por esta época era en Europa occidental donde se hallaban las mayores potencias de la Tierra. En 1798, un ejército francés invadió Egipto por primera vez desde Luis IX, cinco siglos y medio antes. Este ejército francés estaba mandado por Napoleón Bonaparte.

De nuevo los mamelucos se unieron contra un invasor, pero, pese a su coraje, sus sables y sus anticuadas cargas no eran enemigo suficiente frente al disciplinado orden del ejército occidental, mandado por el general más importante de los tiempos modernos. En la batalla de las Pirámides los mamelucos fueron destrozados. Cuando Napoleón fue forzado a abandonar Egipto, lo fue debido a la actividad de la flota británica, que cortó sus líneas de comunicación, y no la de los egipcios o turcos.

De 1805 a 1848 fue de nuevo prácticamente independiente, bajo el firme gobierno de Mohammed Alí. En 1811 atrajo a los jefes mamelucos a una fortaleza, con el pretexto de invitarlos a un banquete para festejar una victoria. Todos fueron asesinados, y el poderío mameluco tocó a su fin, después de seis siglos de existencia.

De nuevo se hicieron planes para conectar el mar Mediterráneo y el mar Rojo por medio de un canal. En 1856 un gobernante egipcio, Abbás I (sobrino-nieto de Mohammed Alí) concedió al promotor francés Ferdinand de Lesseps el permiso para proyectar la construcción de un canal a través del istmo de Suez. En 1869 el canal de Suez fue inaugurado oficialmente por el nuevo gobernante egipcio, Ismail, nieto de Mohammed Alí.

En su honor, Ismail había encargado al gran compositor italiano Giuseppe Verdi una opera de tema egipcio. El resultado fue Aida, estrenada en El Cairo la víspera de Navidad de 1871. Fue una hermosa e impresionante interpretación de las antiguas guerras entre egipcios y etíopes (nubios).

Pero el disparatado tren de vida de Ismail condujo a Egipto a la bancarrota, y en 1875 se vio forzado a vender el control del canal a Gran Bretaña, a cambio de dinero suficiente para poner en orden sus asuntos. En 1882, Gran Bretaña ocupó directamente Egipto.

En el curso de la primera guerra mundial el imperio otomano llegó a su fin, y se hicieron promesas de liberación a los diversos países de lengua árabe. En 1922 Gran Bretaña accedió a conceder a Egipto una independencia formal; su gobernante, Fuad I, hijo menor de Ismail, se autoproclamó rey. Con todo, los británicos conservaron el control militar de Egipto.

En 1936 a Fuad I le sucedió en el trono su hijo Faruk I, y en 1937 Egipto ingresó en la Sociedad de Naciones.

En 1939, Gran Bretaña entró en guerra con la Alemania nazi, y envió tropas a Egipto para mantenerlo del lado británico por la fuerza, si era necesario. Poco después, en 1940, Italia se unía a Alemania. Italia dominaba Libia, al oeste de Egipto, desde 1911; así pues, también el norte de África se vio envuelto en la guerra.

Los italianos trataron de invadir Egipto, pero fueron rechazados con facilidad, y los británicos llevaron la guerra a Libia. Alemania acudió en ayuda de su aliado, y en 1942 las fuerzas alemanas lograron penetrar profundamente en Egipto. Gran Bretaña se vio entre la espada y la pared en El-Alamein, a sólo sesenta y cinco millas al oeste de Alejandría.

En noviembre de 1942 los británicos lanzaron una ofensiva en El-Alamein, que rápidamente se transformó en su más grande victoria de la guerra. Los alemanes fueron obligados a retirarse mil millas, Egipto se salvó, y con estos hechos se produjo un giro decisivo en la segunda guerra mundial.

Después de la segunda guerra mundial, sin embargo, hubo de hacerse frente a las peticiones egipcias de plena independencia. Paulatinamente Gran Bretaña fue obligada a abandonar el país, reteniendo únicamente el control sobre el canal de Suez.

Mientras tanto, un nuevo enemigo había surgido al noreste de Egipto. Durante muchos siglos los judíos habían soñado con un eventual retorno a su antigua patria Judea, y ahora, finalmente, este momento había llegado. En 1948, y en contra de la continua y furiosa oposición del mundo de habla árabe, se fundó en Palestina un estado independiente judío, Israel. Egipto trató de impedir esto por las armas, pero sus tropas fueron derrotadas por las judías rápida y humillantemente.

En Egipto comenzó a surgir una irritación general contra los extranjeros y en particular contra los británicos. Y en 1952 estalló la revolución. Hubo matanza de extranjeros; el rey Faruk fue obligado a abdicar, y Egipto quedó libre de casi todos sus lazos con Occidente.

En 1954 un oficial del ejército egipcio, Gamel Abd al-Násser, tomó el poder e instauró una dictadura total.

Egipto planeó la construcción de una inmensa presa cerca de la Primera Catarata, en Aswan, que daría lugar a un gran lago artificial y convertiría millones de hectáreas en tierra fértil. Se esperaba para ello la ayuda financiera de Estados Unidos. Sin embargo, Egipto estaba tratando asimismo de mejorar sus relaciones con la Unión Soviética y con otros países comunistas, y el secretario de Estado norteamericano, John Foster Dulles —un diplomático inepto—, lo desaprobaba. De forma repentina, en 1956 anunció que Estados Unidos no podía proporcionar ninguna ayuda.

Egipto, ofendido, se vio obligado prácticamente a echarse en brazos de los soviéticos. Násser nacionalizó el canal de Suez, suprimió los últimos restos del control extranjero, y procedió a obtener de la Unión Soviética una promesa de ayuda económica.

Gran Bretaña, Francia e Israel, pagando los vidrios rotos de Dulles, se unieron en un intento de evitar que Egipto fuese arrastrado completamente al campo comunista y dieron el poco diplomático paso de lanzarse a una guerra abierta de agresión.

Probablemente Egipto no habría podido resistir, pero la Unión Soviética exigió el inmediato cese de hostilidades y Dulles, víctima de sus propios desatinos, tuvo que situar a Estados Unidos del lado de la Unión Soviética, en este caso. Estados Unidos no podía apoyar una guerra de agresión, y perder con ello, para siempre, la amistad árabe.

Las potencias invasoras fueron forzadas a retirarse.

Sin embargo, tampoco habría paz de aquí en adelante. Egipto continuaba considerándose en estado de guerra con Israel, negándose a permitirle el paso por el canal de Suez, y tratando de organizar, abiertamente, una fuerza unida árabe para la revancha contra Israel. La Unión Soviética, viendo una oportunidad para extender su influencia sobre todo el Próximo Oriente (gracias a las chapuzas occidentales de los años cincuenta), proporcionó armas en abundancia a Egipto y a otros Estados árabes. A su vez, Israel obtenía armamento de Francia y organizaba a su población de dos millones de personas para la lucha contra los sesenta de árabes hostiles de los países circundantes.

Násser continuaba aspirando al liderazgo de los árabes, basándose en su política antiisraelí. En 1965 fue elegido presidente por otro mandato de seis años —tras presentarse a unas elecciones en que no había oposición—. Mantuvo lazos especialmente estrechos con Siria, y organizó la oposición contra los gobiernos árabes que intentaban adherirse a una postura moderada respecto de Israel y de Occidente. Inició incluso una larga, brutal y desdichada guerra contra sus parientes árabes del Yemen, en el suroeste de Arabia.

Finalmente, en 1967, consideró llegado el momento ideal. Movilizó a sus tropas, a las que concentró en la frontera con Israel, cerró la entrada sur del mar Rojo para impedir la navegación a los israelíes, y se alió con Jordania, vecino oriental de Israel. Esperaba poder empujar a Israel a atacar y después aplastar al «agresor» por el simple peso del número y de las armas.

Násser sólo vio cumplidas la mitad de sus esperanzas. Incitó a Israel a atacar el 5 de junio. Y por tercera vez, los israelíes infligieron una humillante derrota a Egipto (y también a Jordania y a Siria). Pasados seis días toda la península del Sinaí estaba en manos de Israel y sus fuerzas ocupaban la orilla oriental del canal de Suez.

Y ésta es la situación hoy en día[6]. Egipto, todavía tremendamente pobre, tiene una población de treinta millones de habitantes. El Cairo tiene ya tres millones. Es la mayor ciudad de África y una de las diez mayores ciudades del mundo. Egipto puede, con todo, desempeñar todavía un gran papel en el mundo si logra resolver sus problemas internos.

Para resolverlos, sin embargo, deberá llegar a algún tipo de acuerdo con Israel. No puede seguir basando todos sus actos en un perpetuo estado de guerra con Israel, guerra que, evidentemente, no puede ganar, mientras su pueblo se hunde cada vez más profundamente en la miseria.

Aun así, habrá que esperar todavía mucho tiempo antes de que el Próximo Oriente deje de ser un peón de la política mundial en el enfrentamiento entre las dos grandes potencias, la Unión Soviética y Estados Unidos. En el mundo de hoy, ¿puede haber paz en algún lugar hasta que no la haya en todas partes?