13. El Egipto cristiano

Persecución

La expansión del cristianismo en los primeros siglos del imperio no fue del todo fácil, ni se llevó a cabo sin oposición. Había varias religiones que competían entre sí: el culto imperial oficial, las religiones mistéricas griegas, y los ritos egipcios de Serapis y de Isis. Todos ellos existían ya, y continuaron existiendo.

La más influyente de todas ellas era el mitraísmo, una religión de origen persa que era, en la práctica, una forma de culto del sol. Sus primeras manifestaciones comienzan a aparecer en Roma en tiempos de Augusto y de Tiberio. Un siglo más tarde, en tiempos de Trajano y de Adriano, llegó a ser verdaderamente prominente, y quizá la más popular de las nuevas religiones. Quien observase el Imperio Romano hacia el 200, podía creer fácilmente que si había una religión que iba a predominar en el futuro en Roma, ésta era el mitraísmo, y no el cristianismo.

Pero el mitraísmo tenía un inconveniente fatal. Sólo los hombres podían participar en sus ritos. Las mujeres, al verse excluidas, solían volverse hacia el cristianismo, y eran éstas las que criaban a los niños e influían en ellos cuando se trataba de elegir una religión.

También se daba una fuerte competencia entre versiones consolidadas de las viejas filosofías griegas, y en esto desempeñó un papel importante Plotino, de origen egipcio. Había nacido en el 205 en Licópolis, ciudad a sólo cincuenta millas al sur del lugar donde una vez se levantó la desventurada ciudad de Ijnaton, en tiempos de Ajetaton. Estudió en Alejandría y elaboró un sistema filosófico basado en las enseñanzas del filósofo ateniense Platón, pero que iba a ampliarse, en buena medida, en la dirección de las nuevas religiones: se trataba, en efecto, de algo así como una fusión entre la racionalidad griega y el misticismo oriental, una fusión que se llamaría neoplatonismo y que habría de convertirse en la más popular e importante de las filosofías paganas en los dos siglos siguientes.

De todas las religiones y filosofías del imperio, el cristianismo era la más exclusivista, si pasamos por alto al judaísmo, que hacia esta época había perdido mucha importancia. Las demás religiones carecían de verdaderos deseos de imponerse por la fuerza a los demás, conformándose con competir deportivamente en el mercado libre de las ideas. En oposición a todas ellas se hallaba el cristianismo, que rechazaba todo compromiso y que se consideraba la única religión verdadera, enfrentada a un hato de falsedades inspiradas por el diablo.

Era profundamente irritante para los no-cristianos el hecho de que la hostilidad de los cristianos no impedía a éstos apropiarse de lo que estimaban útil en otras religiones. Así, el mitraísmo celebraba el 25 de diciembre como día del nacimiento del sol, que era una fiesta popular y alegre. Los cristianos la adoptaron como día del nacimiento del Hijo, y lo convirtieron en la Navidad. El cristianismo adoptó también como propio mucho de lo que en realidad era neoplatónico.

Además, los cristianos de los primeros tiempos del Imperio Romano eran profundamente pacifistas, y rehusaban combatir por la causa de emperadores paganos (en especial porque, como soldados, se les exigía que participasen en el culto del emperador). Por su parte, sostenían que sólo si el imperio se convertía al cristianismo, la guerra desaparecería y se instauraría la sociedad ideal.

Todo esto hizo a los cristianos extremadamente impopulares para los fieles de las demás religiones (que solemos meter en el mismo saco con el nombre de «paganos»).

Ya había habido persecuciones de cristianos en los primeros tiempos, sobre todo bajo Nerón y Domiciano, pero habían sido relativamente breves y no demasiado duras. Ahora, en el período de caos que siguió al asesinato de Alejandro Severo, cuando el imperio se halló enfrentado a graves problemas, se intensificó la búsqueda de una cabeza de turco, y nadie mejor, para ello, que un grupo de extremistas impopulares que predicaban ideas pacifistas radicales.

Alrededor del 250, el emperador Decio ordenó la primera persecución total y general de cristianos, extendida a todo el imperio, por lo que durante casi un decenio los cristianos atravesaron una gravísima crisis. Dos cosas los salvaron.

En primer lugar, que los cristianos estaban tan fanáticamente convencidos de la verdad absoluta de sus creencias que muchos se mostraban dispuestos a morir por ellas, seguros de merecer la felicidad eterna en el cielo a cambio de una muerte como mártir en la tierra. La firme actitud de numerosos cristianos al hacer frente a la tortura y a la muerte era algo impresionante, y muchos de los testigos presenciales debieron de convencerse, sin duda, del valor de una creencia que llevaba la lealtad a tales extremos. No hay duda de que las persecuciones hicieron más cristianos de los que mataron.

En segundo lugar, que las persecuciones no duraron el tiempo suficiente ni se llevaron a cabo tan completamente como para exterminar al cristianismo. Siempre, a un emperador perseguidor le sucedía otro más moderado, y, siempre, el trato duro en determinada provincia se compensaba con una relativa flexibilidad en otra.

Así, en el 259, Galieno se convirtió en emperador. Era discípulo de Plotino, que entonces enseñaba en Roma, y el neoplatonismo predicaba la tolerancia. Plotino creía que la verdad no debía ser impuesta por la fuerza, y que la falsedad podía combatirse con argumentos razonados. De ahí que la presión sobre el cristianismo se aliviase.

Con todo, el decenio de persecuciones dejó su marca. Muchos obispos fueron asesinados y, en Alejandría, Orígenes fue tratado con tal violencia que, aunque no murió, su salud se vio afectada seriamente. Se retiró a Tiro, donde murió en el 254.

Asimismo, a un período de relajamiento seguía siempre otro de renovadas persecuciones, y durante casi cien años los cristianos no pudieron sentirse realmente seguros. En Egipto se dio una respuesta a este período de persecuciones que introdujo un nuevo elemento en el modo de vida cristiano.

La respuesta fue el retiro.

Existía ya un precedente. El judaísmo había tenido siempre una veta ascética, y la austeridad que algunos creían necesaria para honrar mejor a Dios era más fácil de observar alejándose de las tentaciones del mundo. Hubo judíos que se retiraron al aislamiento para poder llevar una vida de frugalidad y renuncia, consagrada a la adoración de Dios. Los retiros se efectuaban en solitario, como hizo Elias en el siglo IX a. C., o en grupos y comunidades, como en el caso de los esenios en tiempos de Roma.

Durante las persecuciones estos ejemplos atrajeron la atención de los cristianos. En efecto, el retiro de Elias se debió en parte a su deseo de salvarse de las persecuciones de Jezabel, reina de Israel, y los esenios hallaron la salvación en el aislamiento cuando los Macabeos, los Herodes y los romanos hicieron difícil la vida para las sectas judías más estrictas.

¿Por qué no habían de retirarse los cristianos, pues? El mundo era perverso; era mejor abandonarlo. Vivir en el mundo significaba estar expuesto continuamente a las torturas de los perseguidores paganos y a la constante tentación de abandonar el cristianismo para salvar la vida. En el desierto se podía estar solo para salvar el alma.

La situación era tal en Egipto que el retiro solitario resultaba más atractivo que cualquier otra cosa. El desierto no estaba lejos, era solitario y se vivía en paz, y en él no había fríos inviernos, ni aparatosas tormentas o ventiscas. La vida podía resultar sencilla y sin problemas.

El primero de los que decidieron retirarse fue un egipcio llamado Antonio. Había nacido hacia el 250, y al llegar a los veinte años, decidió emprender una vida ascética. En el 285 llegó a la conclusión de que ésta sólo podía llevarse a la práctica lejos de las continuas tentaciones de la vida social, y se retiró al desierto.

La fama de su santidad y piedad comenzó a ser conocida y muchos decidieron imitarlo. Cada año cierto número de personas huía del mundo pagano para ir al encuentro del Dios cristiano en el desierto egipcio, que pronto se vio salpicado por numerosas ermitas solitarias en las que los ermitaños practicaban una vida austera. Sin embargo, ninguno superó la fama de Antonio, y se multiplicaron las leyendas sobre las tentaciones a que se veía sometido por el demonio y de las que salía siempre triunfante. Se cree que llegó a la avanzada edad de ciento cinco años.

Antonio fue el primer monje cristiano, palabra que deriva del término griego que significa «solo», o «ermitaño», que deriva a su vez de otra palabra griega que quiere decir «desierto». La palabra siguió aplicándose a aquellos que se retiraban del mundo, aun cuando lo hiciesen de forma comunitaria y ya no estuviesen «solos».

Antonio puede ser considerado, así, como uno de los que contribuyeron a fundar la institución del «monacato», que iba a desempeñar un papel tan importante en la futura historia del cristianismo —y así, una vez más, otro aspecto del cristianismo tuvo su origen en Egipto.

Los arrianos

El Imperio Romano recibió una nueva inyección de vida cuando un rudo y competente soldado, Diocleciano, se convirtió en emperador en el 284. Consiguió reparar la maquinaria del imperio, abolió los restos del antiguo sistema republicano, al que Augusto y sus sucesores habían otorgado una importancia de boquilla. En su lugar, instauró una monarquía absoluta.

Por si fuera poco, Diocleciano eligió un coemperador, y tanto él como su asociado en el poder eligieron a su vez a dos «cesares» como asistentes. Así pues, había cuatro individuos que se repartían los deberes administrativos y militares del imperio. Diocleciano, preocupado por la amenaza persa, se asignó las provincias asiáticas y Egipto, que quedaron bajo su directo control, y fijó su capital en Nicomedia, ciudad del Asia Menor noroccidental.

Pero los malos hábitos del período de crisis persistieron. Los generales seguían pensando que podían ser aclamados emperadores por sus tropas cada vez que les viniese en gana. En Egipto, un general llamado Aquileo se hizo proclamar emperador en el 295. Como se trataba del territorio de Diocleciano, éste se puso a la cabeza de un ejército con el que se dirigió a Egipto. Alejandría fue asediada durante ocho meses. Finalmente fue tomada y Aquileo ejecutado.

En el 303 Diocleciano dio comienzo a la última y, en cierto sentido, más dura persecución general de los cristianos, continuada por el sucesor de Diocleciano en el este, Galerio, y, en menor grado, por su sucesor, Licinio.

En la mitad occidental del imperio los gobernantes mostraban una mayor simpatía hacia los cristianos. En el 306, Constantino I logró hacerse con el dominio de ciertas partes de la mitad occidental del Imperio. Su poder fue creciendo gradualmente hasta el 312, en que pudo controlar totalmente la mitad occidental. Constantino era un político astuto y pronto se percató de que si obtenía el apoyo de los cristianos (que ya formaban una fuerte minoría dentro de la población, y que era, además, con mucho, la más activa y ruidosa) su camino hacia el poder se vería allanado. Así pues, consiguió obligar a Licinio, que en ese momento controlaba la mitad oriental del imperio, a unirse a él y aceptar un «Edicto de Tolerancia» por el que se concedía igualdad de derechos a todas las religiones.

Licinio no tenía en gran concepto al edicto, pero en el 324 fue derrotado finalmente por Constantino I que, como había planeado, gozaba del apoyo pleno y entusiasta de los cristianos del imperio. Faltaba todavía medio siglo para que la victoria cristiana fuera total, pero el período de las grandes persecuciones había pasado. (Trece años más tarde, ya en su lecho de muerte, Constantino I permitió que lo bautizaran, por lo que se convirtió en el primer emperador cristiano).

Pero si el peligro de las persecuciones había pasado, existía el de las querellas internas. Siempre había habido diferencias de opinión entre los cristianos, e incluso las epístolas de San Pablo, escritas en los primeros años del cristianismo, tuvieron que ocuparse de estas diferencias. Sin embargo, mientras el cristianismo como tal estuvo en peligro constante debido a las persecuciones, tales diferencias no pasaron de las palabras. Pero cuando los emperadores romanos se convirtieron al cristianismo, cabía la posibilidad de que tomasen partido por una u otra de las facciones, con lo que la facción marginada se las tendría que ver con el poder del Estado. Así, si los cristianos en general ya no eran perseguidos por los paganos, ciertos cristianos continuaron siendo perseguidos por otros cristianos.

Alejandría, como centro importante del pensamiento cristiano, desempeñó un notable papel en estas disputas internas. Así fue, por ejemplo, durante el reinado de Constantino I, cuando se produjo una agria disputa sobre el problema de la naturaleza de Cristo. El problema se refería a si Cristo tenía un aspecto divino o no. Una de las posturas, que podemos llamar unitaria, sostenía que Jesús no era en absoluto un ser divino, que sólo había un Dios, el Dios del Antiguo Testamento. Jesús era un ser creado, como todo lo que existe en el universo menos Dios. Jesús podía ser el más grande y el mejor de los hombres, el más santo de los profetas, el maestro de inspiración más divina, pero aun así no era Dios.

La segunda postura mantenía que Cristo tenía tres aspectos, todos ellos iguales entre sí y que habían existido siempre: el Padre, aspecto que se manifestó especialmente en la Creación; el Hijo, aspecto que se manifestaba a través de la forma humana de Jesús, y el Espíritu Santo, que se había manifestado varias veces a través de hombres normales, a quienes había inspirado acciones de las que habrían sido incapaces sin ayuda divina. Los tres aspectos de Dios se denominan Trinidad, y la creencia en estos tres aspectos iguales se denomina trinitarismo.

El principal defensor de la postura unitarista era un sacerdote de Alejandría llamado Arrio. Tan firme era su postura que esta creencia se conoce con el nombre de arrianismo, y quienes la defienden toman el nombre de arrianos.

Pese a que su más firme defensor era alejandrino, el reducto más importante de arrianismo en tiempos de Constantino I fue el Asia Menor. En Egipto se conservaba todavía el recuerdo del gnosticismo, según el cual Jesús era espíritu, no-materia (véase pág. 111). ¿Cómo podía ser, pues, totalmente humano? Tenía que ser por: igual divino y humano.

Si embargo, la mayoría de los sacerdotes de Alejandría eran trinitaristas, y Alejandro, obispo de Alejandría, era objeto de constantes presiones para que actuara con fuerza contra el molesto sacerdote. En el 323 Alejandro convocó una reunión de obispos (un «sínodo»), en la que se condenó oficialmente la postura arriana, pero Arrio rehusó aceptar la decisión.

Eran precisamente los tiempos en que Constantino comenzaba a ser preponderante en todo el Imperio, y hubo intento de llamar su atención sobre el problema. (Los obispos podían denunciar, pero era el emperador quien disponía de un ejército que podía forzar la aplicación de la denuncia). Constantino estaba ansioso de poder llevar la voz cantante en el asunto. Él no sabía nada de las ideas teológicas que intervenían en la disputa, ni le interesaban, pero comprendía perfectamente cuáles podían ser los peligros políticos. Dependía de los cristianos del imperio, que le daban su apoyo, pero sólo a cambio de su actitud pro-cristiana. Ahora bien, si los cristianos comenzaban a pelear entre sí, su apoyo perdería eficacia. Además, sus oponentes políticos podrían siempre ofrecer su apoyo a una de las facciones, prometiéndole la supresión de la otra.

Por ello, en el 325, Constantino I convocó una gigantesca reunión de obispos en la ciudad de Nicea, a unas treinta y cinco millas al sur de su capital, Nicomedia, a quienes ordenó que resolvieran la cuestión de una vez por todas. Fue éste el primer «Concilio ecuménico» —es decir, el primero «a escala mundial»—, al participar en él obispos de todo el Imperio, y no sólo de una o dos provincias.

La disputa quedó zanjada, al menos sobre el papel. El Concilio votó la adopción de una fórmula («la doctrina de Nicea») a la que todos los cristianos debían adherirse, que aceptaba el trinitarismo. Arrio y muchos de los más inveterados arrianos fueron enviados al exilio.

Teóricamente, el punto de vista trinitarista fue aceptado por toda la Iglesia, por la Iglesia universal o, para usar el término griego que significa «universal», por la Iglesia católica. Por ello se llama católicos a los que apoyaron el trinitarismo y se considera al arrianismo como una herejía (un sector minoritario, cuyas opiniones no han sido aceptadas oficialmente por la Iglesia).

En el 325, pues, Alejandría parecía haber alcanzado un nuevo momento cumbre. La propia Roma le estaba a la zaga. El medio siglo de caos político que había precedido a la subida al poder de Diocleciano había llevado a la ciudad de Roma a un serio declive en su riqueza y prestigio. En el 271 Aureliano se vio obligado a construir murallas alrededor de Roma —lo que significaba una tácita admisión de que la ciudad ya no estaba tan a salvo como antes de sus enemigos.

Luego, cuando Diocleciano fijó su capital en Nicomedia, Roma perdió algo más de su prestigio, pues no era ya la sede del emperador. Pero tampoco Nicomedia se benefició gran cosa: pese a la presencia del emperador, esta ciudad siguió siendo una ciudad de provincia de segunda fila.

Esto dejó a Alejandría sin rival. Ésta era la gran ciudad del imperio, el centro que irradiaba influencia, la cabeza de la teología cristiana, la fuerza que respaldaba la victoria trinitarista de Nicea. Nunca, desde los tiempos de Ptolomeo III, seis siglos antes, había parecido tan grande el dominio de Alejandría y Egipto sobre el mundo.

Constantinopla

Y entonces Constantino I tomó una decisión que asestó un tremendo golpe a la posición de Alejandría: decidió crear una nueva capital. El lugar elegido estaba situado en la orilla europea del Bósforo, el angosto estrecho que separa a Europa de Asia menor, y en el que se levantaba la ciudad griega de Bizancio desde hacía casi mil años.

Constantino tardó cuatro años en construir su nueva capital, no escatimando esfuerzo alguno para que fuera todo lo amplia, pródiga, lujosa que pudiera ser; saqueando las obras de arte de las ciudades del imperio para llevarlas a la nueva capital; alentando a la burocracia y aristocracia de Roma para que se instalase en la «nueva Roma». En el 330 la ciudad, dedicada al emperador, se denominó Constantinopla (la «ciudad de Constantino»). Súbitamente Alejandría se encontró desplazada de nuevo a un segundo lugar, pues la nueva ciudad se enriqueció pronto, aumentando su esplendor y población, y pronto se convirtió en lo que iba a seguir siendo durante casi un milenio: la mayor ciudad del mundo cristiano.

La situación de Alejandría se hizo más insoportable que en el pasado. Ser segundona respecto de Roma, que era una ciudad no griega, cuyo renombre le había venido de la guerra más que de la ciencia, del músculo más que de la inteligencia, era una cosa; serlo respecto de Constantinopla —también griega— era otra.

En buena medida la querella religiosa que se produjo posteriormente se agudizó debido a la rivalidad entre las dos ciudades. Y esto fue así sobre todo por lo que se refiere a la controversia arriana, que, después de todo, no había quedado zanjada en Nicea.

Los arrianos habían sido derrotados en Nicea, pero no eliminados. Cierto número de obispos continuaban predicando el arrianismo en Asia Menor. Destacaba entre ellos Eusebio, obispo de Nicomedia, antigua sede de la corte de Constantino antes del establecimiento de la capital en Constantinopla.

Eusebio gozaba de la confianza de la corte, y su influencia sobre Constantino y otros miembros de la familia real crecía sin cesar. Pronto Constantino hubo de lamentar el modo en que había concedido plena libertad a los obispos de Nicea. Vio claramente que la decisión de los obispos no había resuelto los problemas ni influido en la cristiandad en general. En realidad, la mayor parte de los cristianos del Asia Menor, la provincia más próxima a la sede imperial, seguía siendo arriana, y Constantino no quería enfrentarse a la mayoría.

En el 335, pues, convocó un sínodo de obispos, no un concilio ecuménico, en Tiro, y les hizo variar la decisión de Nicea. Arrio volvió a ocupar su puesto (aunque murió antes de que la orden fuese cumplida), y el arrianismo vio aumentar de golpe su poder.

Pero tampoco entonces se puso fin al catolicismo, con una simple decisión de un grupo de obispos. Quedaba Alejandría.

Diez años antes había participado en el Concilio de Nicea, como secretario privado del obispo Alejandro de Alejandría, un joven sacerdote, Atanasio. En el 328 sucedió a Alejandro en el cargo de obispo, y rápidamente se convirtió en el más vocinglero y formidable de los defensores de la doctrina trinitaria del catolicismo. A causa de la decisión del sínodo de Tiro, Atanasio fue desterrado, pero ni aun así se logró acallar su voz, que, incluso desde el exilio, hablaba con el peso y la influencia no sólo de Alejandría, sino de todo Egipto.

Al morir Constantino I en el 337, le sucedieron sus tres hijos, a quienes se confió el gobierno de diversas partes del imperio. Constancio II, su segundo hijo, gobernaba en el este. Era un arriano convencido y radical, y en el 339 nombró a Eusebio, arriano por excelencia, obispo de Constantinopla. Naturalmente, Eusebio y sus sucesores en el cargo, como obispos de la capital de la cristiandad, estimaron que tenían todos los derechos para considerarse a sí mismos cabeza de la Iglesia. (Este mismo punto de vista sostenía, por las mismas razones, el obispo de Roma, y la controversia entre ambos llevó, finalmente, a una escisión entre los cristianos que ha durado hasta hoy en día).

Eusebio y Atanasio, por tanto, no estaban separados tan sólo por una disputa doctrinal, sino por una verdadera lucha por el poder. Mientras Constancio II reinó, Atanasio siguió en el exilio la mayor parte del tiempo. En el 353, una vez muertos los hermanos de Constancio II y derrotados o asesinados los demás pretendientes al trono, el vencedor gobernó en solitario sobre todo el imperio, y parecía que la victoria del arrianismo era total.

Pero Constancio no podía vivir eternamente. Murió en el 361 y le sucedió su sobrino Juliano, quien, pese a su educación cristiana, se declaró pagano. Decretó una completa libertad religiosa en el imperio, en parte por idealismo, y en parte porque creía que el mejor modo de acabar con el cristianismo era permitir que las distintas sectas se despedazasen entre sí sin impedimentos.

Pero las cosas no ocurrieron como Juliano había esperado. Su reino duró menos de dos años, muriendo en una batalla contra los persas, en el 363. Por añadidura, las distintas sectas cristianas, sacudidas por el repentino resurgir del paganismo, acallaron sus querellas y tendieron a unirse contra el enemigo común.

El breve reinado de Juliano, sirvió, sin embargo, para romper el predominio de los arrianos. Bajo el edicto de Juliano los obispos católicos pudieron volver del exilio y ocupar de nuevo sus puestos. Incluso Atanasio retornó, como obispo de Alejandría (aunque no por mucho tiempo). Una vez que los católicos se hubieron instalado de nuevo en el imperio, fue muy difícil apartarlos, pues los emperadores posteriores nunca llegaron a ser tan acérrimos del arrianismo como lo había sido Constancio II.

Para la época en que murió Atanasio, en el 373, el catolicismo se encaminaba ya hacia la victoria. Y ésta llegó en el 379, cuando Teodosio I, católico tan convencido de su fe como lo había sido el arriano Constancio II, se convirtió en emperador. En el 381, Teodosio convocó un segundo concilio ecuménico, esta vez en Constantinopla.

El arrianismo fue declarado de nuevo fuera de la ley, y esta vez todo el poder del Estado respaldaba la decisión. Se les prohibió reunirse a los arrianos y a los miembros de las demás sectas heréticas, y se les confiscaron sus iglesias. Había acabado la libertad religiosa para todos los cristianos menos aquellos que adherían a la postura oficial de la Iglesia católica.

Alejandría había vencido de nuevo, y esta vez sobre la propia Constantinopla, al menos dentro de los límites del imperio. (El arrianismo subsistió por lo menos durante tres siglos en el seno de algunas tribus germánicas, que pronto comenzarían a inundar los dominios del imperio).

Teodosio I se mostró tan duro con los restos de paganismo como lo había sido con los herejes cristianos. En el 382, el coemperador de Teodosio en el oeste, Graciano, había derruido el altar de la victoria pagana que se hallaba en el Senado, puesto fin a la institución de las vírgenes vestales, que habían cuidado la llama sagrada durante más de mil años, y abolido el título sacerdotal pagano de Supremo Pontífice. Asimismo, en el 394, Teodosio acabó con los Juegos Olímpicos, que habían perdurado casi mil doscientos años como uno de los grandes festejos religiosos de los griegos paganos. Más tarde, en el 396, invasores bárbaros (que, por cierto, eran arrianos) destruyeron el templo de Ceres, junto a Atenas, y pusieron fin a los Misterios de Eleusis, la religión mistérica más venerada por los griegos.

De todos modos, y de alguna forma, subsistieron unos cuantos pobres restos de paganismo. En Atenas, filósofos paganos impartían sus lecciones ante auditorios cada vez menos nutridos en la Academia, la escuela que había fundado Platón muy poco tiempo después del final de la Edad de Oro ateniense.

Tampoco se esfumaron las ancestrales religiones egipcias. Paulatinamente, la población egipcia había ido sustituyendo a Osiris por Jesús y a Isis por María, y a sus numerosos dioses por los numerosos santos. Los viejos templos fueron olvidados o convertidos en iglesias. Que el paganismo estaba sentenciado se vio más claramente en el 391, cuando el Serapeum mismo fue destruido en Alejandría, por orden imperial, tras seis siglos de existencia.

Alejandría lo iba a pasar aún peor. El último filósofo pagano de importancia que enseñaba en Alejandría fue Hipatia, una mujer. Cirilo, obispo de Alejandría desde el 412, la consideraba un peligro, en parte, por su popularidad, que atraía a numerosos estudiantes a escuchar sus lecciones sobre filosofía pagana, y en parte, porque era amiga de uno de los funcionarios seculares de Egipto, funcionario con el que Cirilo no se llevaba bien.

Se cree que fue por instigación de Cirilo que un grupo de monjes mató brutalmente a Hipatia en el 415 y luego destruyó gran parte de la biblioteca de Alejandría. El modo en que ciertas facciones de la Iglesia despreciaban y denigraban el saber mundano fue una ominosa primicia del oscurantismo que pronto se abriría paso y del cual le iba a ser tan difícil salir a la humanidad.

Sin embargo, aun en tiempos de Cirilo, subsistió una pequeña porción de la antigua religión.

Lejos, en el sur, junto a la Primera Catarata, en la isla de Filé, Nectanebo II, último rey nativo de Egipto, había construido un templo dedicado a Isis, seis siglos antes. Había sido reconstruido por Ptolomeo II Fidalelfos y reparado de nuevo en tiempos de Cleopatra.

Allí, en tanto que el mundo se hacía cristiano, podía admirarse todavía la pálida sonrisa de la Reina de los Cielos y se ejecutaban aún los viejos ritos en secreto, lejos del centro del poder cristiano.

Los monofisitas

Pero Alejandría siguió siendo la gran rival de Constantinopla, y la porfía religiosa continuó entre ambas ciudades.

Por ejemplo, en el 398, Juan Crisóstomo fue nombrado obispo de Constantinopla. Su segundo nombre, que en griego significa «boca de oro», le fue adjudicado poco después de su muerte, en recuerdo de su elocuencia.

Dicha elocuencia fue empleada sin piedad en la denuncia del lujo y de la inmoralidad, de la que no se salvó nadie, ni siquiera la propia emperatriz. Irritada, ésta decidió desterrar a Crisóstomo, y en esta tarea halló un aliado natural en Teófilo, entonces obispo de Alejandría y predecesor de Cirilo. Juntos, aunque con algunas dificultades, consiguieron su propósito, y Crisóstomo murió en el exilio. Alejandría triunfaba de nuevo.

Con todo, esto no pasó de ser una cuestión de personalidades, pero otras disputas de naturaleza doctrinal, más peligrosas, iban a involucrar a ambas ciudades.

En el 428, en tiempos del emperador Teodosio II, Nestorio, sacerdote de origen sirio, se convirtió en obispo de Constantinopla. Bajo este emperador los arrianos y los herejes del pasado fueron condenados nada menos que a la pena de muerte —pero ¿qué sucedía con las nuevas herejías?

El propio Nestorio provocó una nueva disputa sobre la naturaleza de Jesucristo. Ahora que el arrianismo había sido derrotado en toda la línea, se daba por sentado que Jesús tenía aspecto divino, pero restaba aún un aspecto humano, y el problema surgió acerca de cómo podían relacionarse estos dos aspectos.

Nestorio parece haber predicado la doctrina de que ambos aspectos eran completamente distintos y de que María sólo era la madre del aspecto humano, y no del aspecto divino. Se la podía llamar Madre de Cristo, pero no Madre de Dios. Según este punto de vista, que se llamó nestorianismo, Jesucristo parece casi un ser humano en el que hubiera arraigado un aspecto de Dios, utilizando al ser humano como instrumento.

Esto significaba, cuando menos, un parcial retroceso hacia el arrianismo, y de nuevo fue Alejandría la que acaudilló la lucha contra esta opinión. Cirilo de Alejandría era un enemigo inflexible. Teodosio II convocó un concilio ecuménico en el 431, que se celebró en Efeso, ciudad de la costa del Asia Menor. Fue un concilio turbulento, controlado en distintos momentos por diferentes grupos de obispos. Pero, en líneas generales, fue Cirilo quien dominó sus sesiones, y las opiniones de Nestorio fueron condenadas y puestas fuera de la ley. El propio Nestorio fue depuesto de su cargo y desterrado al Alto Egipto.

Por tercera vez, en tres concilios ecuménicos sucesivos, Alejandría resultaba vencedora.

Pero el nestorianismo continuó existiendo en Asia Menor y en Siria y, finalmente, cuando la oposición oficial se hizo demasiado fuerte como para poder resistirla, sus seguidores se exiliaron a Oriente, a Persia. Y, con el tiempo, contribuirían a la difusión de la cultura griega hasta confines tan remotos como China.

Pero por aquel entonces un sacerdote de Constantinopla llamado Eutiques, pasó a sostener la opinión opuesta. Afirmaba que Jesucristo tenía una sola naturaleza, absolutamente divina, que absorbía totalmente a la humana. Esto se considera el acto fundacional del «monofisismo» (palabra griega que significa «una naturaleza»), que obtuvo una considerable audiencia en Egipto, pero que fue rechazado en Constantinopla.

Cirilo de Alejandría murió en el 444, y su sucesor tuvo creencias acendradamente monofisitas. La disputa se fue haciendo tan seria y peligrosa como lo había sido la cuestión arriana un siglo antes, y Teodosio III no supo cómo enfrentarse al problema.

Sin embargo, Teodosio III murió en el 450, y su sucesor Marciano, era un acérrimo defensor de la doctrina de las dos naturalezas. Convocó, pues, un nuevo concilio ecuménico, el cuarto, en el 451, en Calcedonia, suburbio de Constantinopla en el lado asiático del estrecho.

Aquí, por fin, perdió Alejandría. La doctrina de la doble naturaleza, defendida por Constantinopla y Roma, se convirtió en parte del dogma católico, y la doctrina monofisita de la única naturaleza fue declarada herética. Eutiques fue desterrado.

Aun así, Alejandría no aceptó su derrota de buena gana. Tercamente siguió apegada al monofisismo, tanto más porque Constantinopla se oponía a él.

La desunión religiosa del imperio (que persistió pese a la celebración de sucesivos concilios ecuménicos) se hizo aún más peligrosa a causa de los desastres militares que sacudieron al imperio tras la muerte de Teodosio I.

Tras su muerte, le sucedieron sus dos jóvenes hijos, uno en Oriente, otro en Occidente, y a partir de este momento, el imperio ya no volvería a estar completamente unido. En la práctica hubo dos mitades, que por lo general se denominan Imperio Romano de Oriente e Imperio Romano de Occidente. Teodosio II y Marciano, que presidieron el tercero y el cuarto concilios ecuménicos, respectivamente, fueron emperadores romanos de Oriente. Naturalmente, Egipto formó parte del Imperio Romano de Oriente.

Fue el Imperio Romano de Occidente el que sufrió la primera embestida del desastre. En el siglo siguiente a la muerte de Teodosio I, los hunos y diversas tribus germánicas avanzaron y retrocedieron por las provincias europeas del imperio. Una tribu germana, los vándalos, cruzó incluso el estrecho de Gibraltar, penetró en África, y estableció un reino cuyo centro estuvo alrededor de Cartago. Algunas de las provincias del Imperio Romano de Oriente fueron invadidas también, temporalmente. Sin embargo, Egipto siguió intacto, siendo la única provincia que permaneció enteramente en paz durante este siglo lleno de catástrofes.

En el 476, el Imperio Romano de Occidente llegó a su fin, en el sentido de que el último emperador reconocido como tal fue depuesto.

Sin embargo, el Imperio Romano de Oriente siguió intacto, e incluso pareció que iba a recuperar todo lo perdido. En el 527 subió al trono un emperador fuerte y capacitado, Justiniano, que envió a sus ejércitos hacia Occidente, para recuperar las provincias ocupadas por los bárbaros.

Los ejércitos romanos lograron destruir el reino vándalo del norte de África, añadiendo estos territorios al Imperio Romano de Oriente. También Italia fue reconquistada, y parte de España. Por un momento pareció que, como en la época de Aureliano, dos siglos y medio antes, podría hacerse retroceder a la marea bárbara.

Aun así, las conquistas en la mitad occidental del imperio agudizaron los problemas de Justiniano relacionados con la religión. Justiniano era un ferviente católico y bajo su reinado desaparecieron los últimos vestigios del paganismo. En el 529 cerró la Academia de Atenas, después de casi nueve siglos de existencia, y los afligidos filósofos se exiliaron a Persia. Fue también en este siglo cuando se cerró definitivamente el templo de Isis en Filé, muriendo la antigua religión egipcia, casi cuatro mil años después de la época de Menes. Asimismo, Justiniano combatió encarnizadamente a los judíos y a las herejías del pasado.

Pero ¿qué ocurrió con los monofisitas? El monofisismo se había hecho cada vez más fuerte en Egipto y en Siria, y Justiniano se sentía atormentado. Su esposa manifestaba fervientes simpatías hacia el monofisismo, que él no compartía. Además, sus nuevas conquistas en Occidente eran inamoviblemente antimonofisitas y reclamaban medidas firmes contra le herejía.

Justiniano no deseaba hacer nada que le enajenase la lealtad de las provincias occidentales, reconquistadas tan recientemente, y con tantas dificultades, pero tampoco quería que se debilitase su dominio sobre las importantes y ricas provincias de Egipto y Siria.

En el 553 convocó el quinto concilio ecuménico, celebrado en Constantinopla, en el que trató de apaciguar de alguna manera a los monofisitas y conseguir alguna forma de unión. Se utilizó el poder imperial para persuadir a los obispos de Alejandría y de Roma de que aceptaran las decisiones del concilio, pero esto no consiguió mejorar las cosas. El núcleo principal de cristianos de Occidente y el núcleo principal de cristianos de Egipto y de Siria se oponían a cualquier compromiso.

En verdad, los esfuerzos de Justiniano sirvieron para promover al monofisismo al rango de movimiento nacional en Egipto y en Siria. Por ejemplo, en Egipto, donde los griegos de Alejandría y de otros lugares se aproximaron a la postura de Constantinopla por presiones imperiales, los egipcios se adhirieron más fuertemente al monofisismo. Comenzaron incluso a utilizar su propio idioma (con caracteres tomados del griego) en sus plegarias, rechazando el griego de Constantinopla y de Alejandría.

La lengua nativa ha venido en llamarse copto (distorsión de «egíptico»), por lo que a veces la Iglesia monofisita egipcia se denomina Iglesia copta.

En cierto sentido, la Iglesia copta fue como una muestra del renacimiento egipcio. A través de los largos siglos de dominación extranjera, Egipto había subsistido poderosamente conservando su identidad y su propia cultura y religión. Había seguido siendo egipcio pese a haber sido anegado por las influencias asiria, persa, griega y romana.

Sólo con la llegada del cristianismo había capitulado Egipto y adoptado una nueva forma de vida; una forma de vida impuesta desde fuera. E incluso en este caso, luchó por imprimir su propio sello en el cristianismo, lo hizo de varias formas, y finalmente encontró una variedad que hizo suya. La Iglesia copta se convirtió en algo así como un contraataque nacionalista egipcio contra la cristiandad católica del oriente griego y del occidente latino.