La transformación del reino ptolemaico en provincia romana no representó un trastorno tan grande como pudiera imaginarse. Es cierto que ahora el gobernante de Egipto residía en Roma y no en Alejandría, pero para el campesino egipcio esto carecía de importancia. Roma no era más extranjera de lo que había sido Alejandría, y el emperador romano no estaba más distante de lo que pudo haber estado un faraón o un Ptolomeo.
No hay duda de que Augusto y los emperadores que le sucedieron consideraron a Egipto como una propiedad personal, que podía ser saqueada a voluntad, pero Egipto estaba acostumbrado a ello. En su día había sido propiedad personal de los faraones y últimamente de los Ptolomeos, y así las cosas seguían siendo como habían sido siempre. Si los romanos exigían un alto tributo en materia de impuestos, también lo habían hecho los últimos Ptolomeos, y bajo los romanos (al menos al principio), la eficiencia del gobierno hacía que los impuestos fueran más fáciles de pagar.
Desde el punto de vista de la prosperidad material, Egipto salió muy beneficiado. Bajo los últimos Ptolomeos el reino había declinado, pero ahora la vigorosa administración romana puso las cosas en orden. El intrincado sistema de canales, del que dependía toda la economía agrícola, fue remozado completamente. Asimismo, los romanos construyeron caminos y cisternas, y restablecieron el comercio por el mar Rojo. Probablemente, la población egipcia ascendía a siete millones, muy por encima del nivel alcanzado en el apogeo imperial del pasado.
Tampoco se dejó que languideciese la vida intelectual. La Biblioteca y el Museo de Alejandría continuaron existiendo bajo un patrocinio gubernamental no menos generoso que el de antaño. No tenía ninguna importancia que el sacerdote que regentaba la institución fuese designado ahora por un emperador romano en vez de serlo por un Ptolomeo macedonio. Alejandría siguió siendo la mayor ciudad del mundo griego, superada sólo por Roma en tamaño, y por ninguna en riqueza y cultura.
Por otro lado, y por razones políticas, Roma permitió a los egipcios que conservaran plena libertad religiosa, y los virreyes romanos que residían en la provincia, rendían culto, aunque de forma puramente nominal, a las creencias nativas. Esto era más satisfactorio para los campesinos egipcios que cualquier otra cosa.
Su religión nunca prosperó tanto como bajo los primeros tiempos del dominio romano, nunca se construyeron y enriquecieron tanto los templos. La cultura egipcia continuó sin interrupciones, y los griegos siguieron confinándose en Alejandría y en otras pocas ciudades, mientras que la presencia romana se encarnaba principalmente en la omnipresente figura del recaudador de impuestos.
Sobre todo, Egipto gozó bajo los romanos, durante siglos, de una profunda paz. Todo el mundo mediterráneo participaba de la felicidad de la Pax Romana o «paz romana», pero en ningún lugar fue tan profunda, tan duradera, o menos violada que en Egipto. Hubo, es cierto, escaseces y plagas, ocasionalmente, y de cuando en cuando, escaramuzas entre ejércitos opuestos, por disputas acerca de la sucesión imperial, pero desde una perspectiva general pueden considerarse sin importancia.
El propio Augusto inauguró la paz romana como una cuestión de política establecida. Se preocupó de expandir el imperio por el norte, a costa de las tribus bárbaras del sur del Danubio y del este del Elba, pero esto era simplemente, en realidad, sólo un intento de conseguir fronteras fácilmente defendibles, tras las que el imperio pudiera existir cómodamente. Pues en las porciones civilizadas del imperio que poseían ya fronteras aceptables, no debía haber guerra.
Así, poco después de la ocupación romana de Egipto, el virrey romano Cayo Petronio pensó que sería buena idea revigorizar las costumbres del imperialismo faraónico. De este modo, pensó en invadir Nubia, lo que hizo en el 25 d. C. Y lo que es más, obtuvo algunas victorias. Pero Augusto lo destituyó. Nada había en Nubia que Roma necesitara tanto como la paz. Con todo, la expedición fomentó el comercio, y lo mismo hizo otra expedición a través del mar Rojo hacia el sudoeste de Arabia. Todo ello, bajo un emperador guerrero, podía haber conducido a la guerra y a intentos de anexión, pero Augusto prohibió firmemente cualquier acción en este sentido.
Durante casi medio siglo apenas llegó a Egipto un leve rumor del mundo exterior. El país pudo dormir al sol.
En el 69 se produjo un susto momentáneo. Nerón, quinto emperador romano, se había suicidado después de que varios contingentes del ejército se sublevaran contra él. No vivía ya nadie de la estirpe de Augusto que pudiese aspirar al trono. Y desde distintos confines del imperio comenzaron a llegar a Roma los generales romanos, llenos de ansiedad ante la magnífica presa.
Las gentes contuvieron sin duda el aliento. Esto podía significar una larga guerra civil, con la consiguiente devastación de las provincias por los ejércitos contendientes.
Podía incluso significar el desmembramiento del imperio y la vuelta al caos que siguió a la partición del imperio de Alejandro Magno.
Afortunadamente, el asunto se arregló rápidamente. Vespasiano, general romano que había liquidado una rebelión en oriente, llevó su ejército a Egipto, obteniendo así el control de los abastecimientos de trigo de Roma. (Durante los primeros siglos del imperio, Egipto fue el granero de Roma). Esto le aseguró la posesión del trono tras unas cuantas escaramuzas.
Egipto tuvo suerte. No había sufrido ningún daño, y el ejército de Vespasiano había pasado por el país sin causar ningún perjuicio digno de ser mencionado.
El siglo II se inició con una dinastía de emperadores particularmente ilustrados. Uno de ellos, Adriano, pasó gran parte de su reinado como una especie de viajero real, visitando las distintas provincias del imperio. En el 130 visitó Egipto, siendo sin duda el turista más distinguido que había recibido este antiguo país desde el desembarco de Pompeyo, Julio César, Marco Antonio y Octavio siglo y medio antes (y éstos habían ido allí por razones de trabajo).
Adriano viajó por el Nilo y apreció halagüeñamente todo lo que vio. Visitó las pirámides y las ruinas de Tebas. En Tebas se detuvo para oír al cantante Memnón (véase pág. 49). No quedaba mucho tiempo para seguir haciéndolo: algunas décadas después de la visita de Adriano la necesidad de restaurar la estatua era ya apremiante. Se le añadió obra de mampostería, y esto malogró el dispositivo que producía el sonido. El cantante Memnón nunca más volvió a cantar.
Una nota triste de la visita de Adriano fue la de un joven, compañero leal y amado del emperador, llamado Antínoo: se ahogó en el Nilo (algunos sugieren que se suicidó). Adriano experimentó un tremendo dolor por la muerte del joven, e incluso fundó una ciudad en su honor (Antinoópolis), en el lugar en que se ahogó. El hecho inspiró la imaginación romántica de los artistas, y se ejecutaron numerosas pinturas y esculturas del favorito muerto.
El acontecimiento más violento ocurrido en Egipto durante los dos primeros siglos del Imperio Romano tiene que ver con la suerte de sus judíos.
Bajo los Ptolomeos los judíos habían gozado de gran prosperidad, se les había concedido libertad de culto y habían sido tratados como iguales a los griegos. Nunca hasta los tiempos actuales los judíos fueron tan bien tratados como minoría en un país extranjero (con la posible excepción de la España islámica del Medievo). Y, a su vez, contribuyeron a la prosperidad y cultura de Egipto.
Por ejemplo, uno de los principales filósofos de Alejandría fue Filón el Judío. Nació en el 30 d. C., año en que se suicidó Cleopatra, o quizá pocos años después. Se le educó concienzudamente en la cultura judía, pero también en la griega, por lo que estaba preparado para hacer comprender el judaísmo al público griego del mundo clásico. Su línea de pensamiento estuvo tan próxima a la de Platón que, a veces, ha sido llamado el Platón judío.
Por desgracia, la situación fue empeorando para los judíos en tiempos de Filón. Algunos de éstos no se conformaban con la pérdida de independencia y esperaban constantemente la llegada de un rey inspirado por la divinidad, de «un ungido» (esta última palabra equivale a «Messiah» en hebreo, a «Jristés» en griego, a «Christus» latino y a «Cristo» en castellano). El Mesías los conduciría a la victoria sobre sus enemigos e instauraría un reino ideal, a cuya cabeza estaría él, cuya capital sería Jerusalén y que dominaría sobre todo el mundo. Este desenlace había sido pronosticado una y otra vez en las Escrituras judías, e impedía a muchos judíos asentarse en el mundo, tal como era. De hecho, algunos judíos se autoproclamaban mesías de vez en cuando, y nunca faltaron otros que aceptaran esta pretensión y provocasen alteraciones contra las autoridades romanas en Judea.
Los judíos de Alejandría eran menos propensos a sueños mesiánicos que sus compatriotas de Judea, pero se daban numerosas situaciones de roce entre ellos y los griegos. Sus respectivos modos de vida eran radicalmente diferentes, y cada grupo estimaba que era difícil vivir según el modo de vida del otro. Los judíos continuaban firmes en su pretensión de que sólo el dios judío era el dios verdadero, y despreciaban a las demás religiones de una forma que debía parecer sumamente irritante a los no judíos. Y los griegos seguían firmes en su pretensión de que sólo la cultura griega era verdadera cultura, y despreciaban a las demás culturas de tal modo que debía parecer sumamente irritante para los no griegos.
Además, los griegos se sentían molestos por los especiales privilegios de que gozaban los judíos. A los judíos no se les exigía participar en sacrificios idólatras, ni que rindieran homenaje divino al emperador, o que sirviesen en las fuerzas armadas, mientras que todo esto se exigía a griegos y a egipcios.
Los gobernantes romanos de Judea estaban igualmente irritados ante la testarudez judía en materia de religión y ante su negativa a rendir el homenaje más insignificante, incluso de boquilla, al culto imperial. En un determinado momento, Calígula, el emperador loco, decidió erigir una estatua suya en el Templo de Jerusalén, y los judíos se apresuraron a desencadenar una desesperada revuelta si la orden se ponía en vigor.
Filón el judío (entonces un anciano) encabezó una delegación a Roma para tratar de evitar el sacrilegio, pero fracasó. Sólo el asesinato de Calígula y la revocación de la orden por su sucesor salvo la situación.
Pero esto únicamente pospuso lo inevitable. En el 66, la ira contenida de los judíos ante las negativas a concederles la independencia y ante la exigencia de impuestos hizo estallar una violenta insurrección. Las legiones romanas irrumpieron en Judea, y durante tres años se combatió una guerra de inusitada ferocidad. Los judíos resistieron con tenacidad sobrehumana, diezmando a las tropas romanas, con grandes pérdidas por su parte.
La guerra sacudió hasta los cimientos al Gobierno romano, pues Nerón, que era emperador al comenzar la rebelión, fue asesinado, en parte debido a las malas nuevas que llegaban del frente judío, de cuya situación se le culpaba.
El general de las tropas romanas en Judea —Vespasiano— fue quien llegaría a ser emperador después de Nerón. En el 70, finalmente, Judea fue pacificada. Jerusalén fue ocupada y saqueada por el hijo de Vespasiano, Tito; el Templo fue destruido y el judaísmo retrocedió a su peor momento desde los tiempos de Nabucodonosor.
Los judíos de fuera de Judea no tomaron parte en la revuelta y en la mayoría de los sitios fueron tratados con razonable justicia por los romanos. (Lo cual es notable si pensamos en las tremendas medidas puestas en práctica por el Gobierno estadounidense contra los norteamericanos de origen japonés en los meses siguientes al ataque de Pearl Harbor, en 1941).
Sin embargo, en Egipto, los excitados sentimientos de ambos bandos se desbocaron sin control; comenzaron los tumultos que pronto fueron sangrientos. Ni los judíos ni los griegos se vieron libres de la acusación de haberlos instigado, y se cometieron salvajes atrocidades en ambos bandos. Pero, como ha sido el caso invariablemente a lo largo de la trágica historia de los judíos, eran éstos los que se hallaban en minoría y, por lo tanto, fueron los judíos los que más sufrieron. El templo judío de Alejandría fue destruido, miles de judíos fueron asesinados y la judería de Alejandría nunca se recuperó.
Tras estos acontecimientos, los judíos conservaron una dura enemistad contra el Gobierno romano y contra los griegos de Egipto. Existía todavía una gran colonia judía en Cirene, y sus miembros pensaron, en el 115, que había llegado su oportunidad. El emperador romano Trajano se hallaba en ese momento ocupado en una remota guerra en el Oriente, y, en un último empujón de la expansión romana, había llevado a las legiones romanas hasta el golfo Pérsico.
Es posible que se filtrasen hasta Egipto rumores sobre su muerte (el emperador tenía sesenta años), o quizá llegaron noticias acerca de un nuevo mesías, pero, en cualquier caso, los judíos de Cirene se lanzaron a la rebelión de manera fanática y suicida. Masacraron a todos los griegos que se pusieron a su alcance, y fueron masacrados a su vez cuando los sorprendidos romanos pudieron enviar tropas contra ellos. Los desórdenes prosiguieron durante dos años, y hacia el 117 los judíos de Egipto habían sido virtualmente exterminados.
De nuevo, la rebelión afectó a la historia de Roma. Las noticias sobre los desórdenes egipcios contribuyeron a que Trajano se decidiese a volver (otros factores fueron su edad y los riesgos de unas líneas de comunicación demasiado largas). La oleada conquistadora romana nunca volvió a llegar tan lejos, y desde entonces la suerte de Roma comenzó a disminuir.
A Trajano le sucedió Adriano, del que ya he hablado como de un turista imperial. Antes de visitar Egipto, como ya he dicho, cruzó la desolada Judea y quedó impresionado por la veneración que tributaban a las ruinas de Jerusalén los judíos que aún quedaban. Le pareció que esto podía dar lugar a otra rebelión; por ello ordenó que Jerusalén fuese reconstruida como una ciudad romana, que se llamaría Elia, según su propio apellido, y que se edificaría un templo a Júpiter en el lugar del destruido Templo judío. Se prohibiría absolutamente la entrada en la ciudad a todos los judíos.
Pero la decisión de Adriano sirvió para fomentar la revuelta que quería evitar. Los judíos volvieron a rebelarse, inspirados por un individuo que se había autoproclamado mesías. Desesperados por la profanación del lugar sagrado de su Templo, resistieron durante tres años, del 132 al 135. Al finalizar la rebelión, Judea estaba destruida, y tan limpia de judíos como Egipto.
Desde esa fecha el futuro del judaísmo quedó limitado a las importantes colonias judías de Babilonia, donde vivían desde la época de Nabucodonosor, y a las colonias europeas, que no habían tomado parte en las revueltas y a las que se permitió subsistir bajo la recelosa mirada de los romanos.
La difusión de la cultura griega entre los pueblos que habían creado las más antiguas civilizaciones de África y Asia después de la muerte de Alejandro Magno, no se realizó, obviamente, sin contrapartida. Los griegos entraron en contacto con culturas extranjeras y, a su pesar, fueron atraídos por ciertos aspectos de éstas.
Las religiones extranjeras eran particularmente interesantes, pues con frecuencia solían ser más coloristas, más intensamente ritualistas y más emotivas que los cultos oficiales de griegos y romanos. (Los griegos tenían también sus «religiones mistéricas» populares relacionadas con el ciclo agrícola, pero eran más bien algo así como sociedades secretas y no religiones generalizadas). Las religiones de Oriente comenzaron a penetrar en Occidente.
Una vez que Roma hubo impuesto su dominio sobre todo el Mediterráneo e impreso sobre el mundo el sello de la paz, la mezcla de culturas continuó incluso con mayor rapidez y facilidad, y lo que en su día habían sido religiones locales extendieron su influencia de un extremo a otro del imperio.
Durante los dos primeros siglos del imperio, Egipto fue el origen de una de las más vitales de estas religiones en expansión. El helenizado culto egipcio de Serapis (véase pág. 88) se difundió primero por Grecia y después por Roma. Augusto y Tiberio lo desaprobaron, pues abrigaban el vano sueño de restaurar las primitivas virtudes de Roma, pero el culto se difundió de todas maneras. En tiempos de Trajano y de Adriano no quedaba un solo rincón en el imperio que no contase con sus devotos de esta forma de religión, que se remontaba a la época de los constructores de pirámides y de sus predecesores tres mil años antes.
Más atractivo aún fue el culto de Isis, la principal diosa egipcia, a la que se pintaba como la hermosa «Reina de los Cielos». Su influencia comenzó a penetrar en Roma ya en los oscuros días de Aníbal, cuando los romanos pensaban que la derrota era segura si no contaban con algún tipo de ayuda divina y estaban dispuestos a probar fortuna con cualquier divinidad. Con el tiempo se edificaron templos de Isis y se celebraron sus rituales incluso en la lejana isla de Britania, a dos mil millas del Nilo.
Pero si Egipto dio una religión al mundo, también recibió una del exterior: de Judea.
En el último siglo de la existencia de Judea, cuando muchos afirmaban ser el mesías que el pueblo judío esperaba tan ansiosamente, surgió uno que se llamaba Joshua. Había nacido durante el reinado de Augusto, hacia el 4 a. C., y fue aceptado como Mesías por sus discípulos. Dicho de otro modo: se trataba de Joshua el Mesías, o, en su forma griega, Jesucristo. En el 29, durante el reinado de Tiberio, fue crucificado como opositor político que aspiraba a ser rey de los judíos.
La creencia en el carácter mesiánico de Jesús no terminó con su crucifixión, pues se difundió la historia de que había resucitado de entre los muertos. A las diversas sectas judías que florecieron en esta época, se añadió así una más: la de los seguidores de las enseñanzas de Jesucristo, o, como pronto se los llamaría, la de los cristianos.
En los primeros años de existencia de esta secta, nadie podía pensar que fuera a tener futuro, excepto en el seno del judaísmo. Y el propio judaísmo distaba mucho de haber tenido éxito en su penetración del pensamiento griego y romano como lo habían tenido, por ejemplo, los ritos egipcios.
No obstante, el firme monoteísmo de los judíos y su elevado código moral constituían un factor de atracción para numerosos individuos hastiados de las supersticiones y del sensualismo de la mayoría de las religiones de la época. De ahí que algunos no judíos (a veces bastante bien situados dentro de la estructura social del imperio) adoptaran el judaísmo.
Con todo, las conversiones no fueron demasiado numerosas, pues los propios judíos no facilitaban las cosas. No sólo no transigían con los gentiles o con su modo de vida, sino que insistían en la adopción plena y total de un conjunto de leyes sumamente complejo. Además, insistían en que el Templo de Jerusalén era el único lugar verdadero de culto y se negaban a admitir que los conversos participaran en los ritos del culto al emperador.
Así, los conversos del judaísmo quedaban sujetos a un nacionalismo extranjero, y aislados respecto a su propia sociedad. Después de la rebelión judía del 66-70, la conversión al judaísmo comenzó a ser considerada como una traición por muchos romanos, por lo que prácticamente no se dio más.
En cambio, el cristianismo operaba en circunstancias mucho menos desventajosas en este sentido, gracias, principalmente, a la labor de un hombre. Éste era Saulo (o Pablo, como se le conoció posteriormente), judío de Tarso (la ciudad donde Marco Antonio se había encontrado por primera vez con Cleopatra). Al principio fue ferozmente anticristiano, pero se convirtió y llegó a ser el más famoso y eficaz de todos los misioneros cristianos.
Se dirigió al mundo gentil y predicó una forma de cristianismo en el que se habían abandonado la ley y el nacionalismo judíos. En su lugar propugnaba un universalismo según el cual todos los hombres podían ser cristianos sin distinción de nacionalidad o de posición social. Ofrecía el monoteísmo y una elevada moralidad, sin las complicadas restricciones de la ley mosaica, y los gentiles —en Egipto y en otras partes— comenzaron a afluir hacia el cristianismo en número sorprendentemente alto.
Sin embargo, a los cristianos también les estaba prohibido participar en el culto del emperador, por lo que, lo mismo que los judíos en general, se hacían sospechosos de traición. En el 64, en tiempos de Nerón, los cristianos de Roma fueron salvajemente perseguidos en represalia por el gran incendio que destruyó la ciudad y del que fueron hechos responsables (por supuesto, falsamente). Según la tradición, Pablo fue ejecutado en Roma no mucho después de comenzar esta persecución.
La obra de Pablo produjo una división en el cristianismo entre aquellos que persistían en la tradición judía y aquellos que la rechazaban. La crisis estalló durante la rebelión judía. Los judíos que seguían las enseñanzas de Cristo eran extremadamente pacifistas. Para ellos el Mesías, en la persona de Jesús, había llegado ya y esperaban su retorno. Por ello, participar en la lucha de independencia de Judea en nombre de algún otro mesías que no fuera Jesús carecía de sentido para ellos. Así pues, se retiraron a las montañas y no tomaron parte en la guerra. Los judíos supervivientes los tildaron de traidores y, prácticamente, la conversión de judíos al cristianismo se detuvo.
Por ello, del 70 en adelante, el cristianismo se hizo casi completamente gentil, y muy distinto del judaísmo. Al penetrar en el mundo gentil, él mismo resultó influido, aceptando y asimilando las filosofías griegas y las fiestas paganas —todo lo cual lo separaban aún más claramente del judaísmo.
Ya en 95 el emperador romano Domiciano, el hijo menor de Vespasiano, ordenó ciertas medidas contra los judíos y los cristianos, pensando, según parece, que eran la misma cosa en el fondo. Esta vez fue quizá la última en que no se los diferenció convenientemente.
Existía una rivalidad natural entre el judaísmo y el cristianismo. Los cristianos censuraban a los judíos a causa de su negativa a reconocer al Mesías en Jesús y debido al papel desempeñado por los funcionarios judíos en la crucifixión (olvidando, a veces, que los propios discípulos de Jesús fueron también judíos). Por su lado, los judíos consideraban al cristianismo como una herejía, y veían con amargura cómo, al tiempo que ellos sólo conocían desastres, el poder de sus rivales aumentaba progresivamente.
Con todo, la antipatía entre ambas religiones tal vez no hubiera alcanzado cotas tan altas de no haber sido por la influencia de Egipto. El cristianismo dio sus primeros pasos en un Egipto que acababa de atravesar los amargos episodios de los motines de Alejandría y de la rebelión de Cirene. El sentimiento antijudío en Egipto era más fuerte que en ningún otro lugar del imperio, y esto pudo contribuir al auge del gnosticismo en la Iglesia primitiva.
El gnosticismo era una filosofía precristiana que resaltaba la maldad de la materia y del mundo. Para los gnósticos, el gran Dios abstracto, que era verdaderamente real, bueno y señor omnipotente de todo lo existente, era el Conocimiento personificado (en griego gnósis, de donde proviene la palabra «gnosticismo»).
El Conocimiento, el Saber, se encontraba abruptamente divorciado del universo —inalcanzable, incognoscible—. El universo ha sido creado por un dios inferior, un «demiurgo» (de la palabra griega que significa «el que trabaja por el pueblo» —un gobernante práctico, una especie de ser terrenal más que un dios divino por encima y más allá de la materia—). Debido a que la capacidad del demiurgo era limitada, el mundo se torcía hacia el mal, como todo, incluida la propia materia. El cuerpo humano era el mal, y el alma debía separarse de él y de la materia y del mundo, en su intento de volver al espíritu y al Conocimiento.
Algunos gnósticos se sintieron atraídos por el cristianismo, y viceversa. El dirigente más importante de esta corriente de pensamiento fue Marción, nacido en Asia Menor y supuesto hijo de un obispo cristiano.
Marción escribió durante los reinados de Trajano y de Adriano; sostenía que el Dios del Antiguo Testamento era el demiurgo —un ser malvado e inferior que había creado el universo—. Por otra parte, Jesús era el representante del verdadero Dios, del Conocimiento. Ya que Jesús no participó en lo creado por el demiurgo, era un espíritu puro y su forma humana y sus experiencias fueron tan sólo una deliberada ilusión asumida para cumplir sus propósitos.
Una versión gnóstica del cristianismo fue durante un tiempo bastante popular en Egipto, ya que se adecuaba muy bien al sentimiento antijudío existente en el país, pues hacía del dios judío un demonio, y de las escrituras algo inspirado por el demonio.
Con todo, el cristianismo gnóstico no duró mucho tiempo, pues la corriente principal del cristianismo se le oponía firmemente. La mayoría de los dirigentes cristianos aceptaron al Dios de los judíos y del Antiguo Testamento como el Dios del que hablaba Jesús en el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento fue aceptado como escritura inspirada y como introducción al Nuevo Testamento.
Sin embargo, aun cuando el gnosticismo desapareció, dejó tras de sí algunas oscuras huellas. En el cristianismo quedaron algunas ideas referentes al mal del mundo y del hombre, y con ellas, un sentimiento antijudío más fuerte que antes.
Por si fuera poco, los egipcios nunca abandonaron algún tipo de visión gnóstica respecto a Jesús. Consecuentemente, interpretaban la naturaleza de Jesús de tal forma que sus aspectos humanos quedaban minimizados. Esto no sólo contribuyó a fomentar una agotadora lucha interna entre los dirigentes cristianos, sino que sería un elemento importante, como tendremos oportunidad de ver, en la destrucción del cristianismo egipcio.
Otra influencia, aunque más placentera, del pensamiento egipcio en el cristianismo estaba relacionada con la encantadora Isis, Diosa del Cielo. Sin duda era una de las diosas más populares, no sólo en Egipto, sino en todo el Imperio Romano, y no fue difícil transferir la complacencia en la belleza y gentil simpatía de Isis a la Virgen María. El importante papel desempeñado por la Virgen en el cristianismo dio a la religión un cálido toque femenino, que estaba ausente en el judaísmo, y qué duda cabe que fue la existencia del culto de Isis lo que facilitó que se añadiera este aspecto al cristianismo.
Y esto resultó aún más fácil dado que, con frecuencia, se mostraba a Isis con el niño Horus en su regazo (véase pág. 109). En este caso Horus, sin cabeza de halcón, era conocido por los egipcios como Harpechruti («Horus, el Niño»). Se llevaba los dedos a los labios, como un signo infantil —algo parecido a chuparse el dedo, por así decir—. Los griegos interpretaron el signo como una petición de silencio, y en su panteón este dios se convirtió en Harpócrates, el dios del silencio.
La popularidad de Isis y de Harpócrates, madre e hijo, pasó también al cristianismo, y contribuyó a hacer popular la idea de la Virgen y del Niño Jesús, que ha captado la imaginación de millones y millones de personas desde que existe el cristianismo.
Los tiempos de Trajano y de Adriano, y de sus sucesores Antonino Pío y Marco Aurelio, señalaron los momentos culminantes del Imperio Romano: ochenta años de relativa paz y seguridad.
Pero todo esto terminó. Un hijo de Marco Aurelio, el inútil Cómodo, accedió al trono en el 180, y fue asesinado en el 192. Con esto el imperio se vio lanzado a un nuevo período de luchas entre los generales por la sucesión imperial, como sucedió después de la muerte de Nerón; sólo que esta vez duró más tiempo y fue mucho más costoso para el imperio.
El más popular de los generales rivales era Pescenio Níger, que se encontraba en Siria. Inmediatamente ocupó Egipto, el granero de Roma, como ya había hecho en su día Vespasiano, 125 años antes. En vez de asaltar Roma, se quedó allí, arropado por su popularidad y seguro sin duda de que la corona pasaría a sus manos automáticamente en el momento en que Roma comenzase a sentir la falta de alimentos.
Sin embargo, en Roma se encontraba el aguerrido comandante de las legiones del Danubio, Septimio Severo. Una vez fortalecida su situación en la capital, este general se lanzó hacia el Oriente, atrajo a Níger al Asia Menor y lo derrotó. Y Septimio Severo gobernó como emperador romano.
Su hijo mayor, Caracalla, le sucedió en el trono en el 211, y al año siguiente, en el 212, promulgó un famoso edicto por el que todos los habitantes libres del imperio se convertían en ciudadanos romanos. Los egipcios nativos, que anteriormente no tenían acceso al reducido círculo de la superioridad romana y griega, se vieron de repente convertidos en ciudadanos romanos en pie de igualdad con los hombres más orgullosos de Alejandría y Roma. Algunos egipcios fueron elevados a la categoría de senadores, siendo recibidos en el Senado romano (que, sin embargo, ya no gozaba de poder político y no era más que un club social).
Pero los tiempos se estaban poniendo difíciles para Roma. Una terrible peste había despoblado el imperio en tiempos de Marco Aurelio, y la decadencia económica estaba muy avanzada. El dinero requerido para gobernar era cada vez más difícil de recaudar en un imperio cada vez más empobrecido, y la decisión de Caracalla se inspiró probablemente en algo más que en el puro idealismo. Había un impuesto sobre el patrimonio aplicable tan sólo a los ciudadanos, y mediante el edicto de Caracalla se hizo extensible a todos los hombres libres, obteniéndose así grandes ingresos adicionales.
Caracalla fue el primer emperador, después de Adriano, que visitó Egipto. Pero las circunstancias eran completamente diferentes. Casi un siglo antes, Adriano había sido un turista inquieto que viajaba por un imperio en paz. Caracalla vivió en una época mucho más dura, en la que los enemigos del norte y del este trataban de forzar las fronteras romanas. En su viaje a las regiones orientales en guerra se detuvo en Egipto, y no hay duda de que estaba de muy mal humor.
Bajo la presión del escaso dinero recaudado (situación empeorada por las guerras) Caracalla puso fin a la subvención estatal a los estudiosos del Museo de Alejandría.
Quizá esto no estaba completamente desprovisto de justificación desde el punto de vista de Caracalla. El Museo se encontraba en decadencia desde hacía un siglo, y después del año 100 había aportado pocas cosas de valor al mundo. El último científico de alguna importancia que trabajó en Egipto había sido el astrónomo Ptolomeo (véase pág. 104), y su contribución consistió sobre todo en resumir la obra de los primeros astrónomos. Quizá Caracalla pensó que el Museo estaba ya moribundo y que no merecía las sumas gastadas en él, sumas a las que el decadente imperio no podía hacer frente. Con todo, la suspensión del apoyo estatal hizo de todo punto improbable la revitalización del Museo.
La decisión de Caracalla ofendió sin duda a los estudiosos de todo el mundo, y los historiadores de la época son los más hostiles al emperador y lo acusan de todos los crímenes y brutalidades imaginables. Se cree que ordenó el saqueo de Alejandría, y que miles de ciudadanos fueran asesinados en represalia por una ofensa insignificante. No hay duda ninguna de que esto es exagerado.
Pero si la ciencia decayó en Alejandría, no sucedió lo mismo con el saber en sí. Surgió un nuevo tipo de estudioso, el teólogo cristiano, y Alejandría, siguiendo este camino, continuó a la cabeza del mundo del pensamiento.
En el primer siglo posterior a Pablo, el cristianismo se difundió principalmente entre las clases inferiores y entre las mujeres; es decir, entre los pobres y entre las gentes sin instrucción. Las clases instruidas y acomodadas eran refractarias a sus enseñanzas. Para aquéllos que habían sido instruidos en la sutileza intelectual de los grandes filósofos griegos, las escrituras judías parecían bárbaras; las enseñanzas de Jesucristo, ingenuas, y los sermones de la gran mayoría de los cristianos, risibles y propios de ignorantes. La tarea de los teólogos de Alejandría fue precisamente combatir esta creencia.
Activamente comprometido en este combate estuvo Clemente, sacerdote nacido en Atenas hacia el 150, y que enseñaba en Alejandría. Era tan experto en filosofía griega como en doctrina cristiana, y era capaz de interpretar a esta última en términos de la anterior, de forma que el cristianismo pareciese respetable (aun cuando no siempre resultase convincente) a los griegos más inteligentes. Por si fuera poco, reinterpretó la doctrina cristiana de forma que no se presentase como una doctrina social revolucionaria, y aportó argumentos para demostrar que los ricos también podían alcanzar la salvación. Fue, además, una poderosa fuerza contra las agonizantes doctrinas del gnosticismo.
Naturalmente, Clemente era un griego que llegó a enseñar en Egipto. Pero había un seguidor suyo, quizá su discípulo, que al parecer, era realmente egipcio. Se trataba de Orígenes.
Orígenes había nacido en Alejandría en el 185, quizá de padres paganos, pues su nombre griego significa «hijo de Horus». Al igual que Clemente, mezcló mucha filosofía griega a su cristianismo, y era capaz de enfrentarse a los filósofos paganos en pie de igualdad.
Entró en lid contra un escritor griego llamado Celso, filósofo platónico pagano que había escrito un libro frío y desapasionado contra el cristianismo. Fue el primer libro pagano que se vio obligado a tratar al cristianismo seriamente —quizá como resultado de la labor de Clemente—. Orígenes replicó en un libro titulado Contra Celso, que fue la defensa más completa y concienzuda del cristianismo que se publicó en los tiempos antiguos.
El libro de Celso no sobrevivió mucho tiempo, pero casi las nueve décimas partes del mismo se citan en el libro de Orígenes, que sí ha llegado hasta nosotros. Así pues, gracias a Orígenes conocemos todavía las opiniones de su adversario.
De este modo Egipto contribuyó de forma muy importante a la intelectualización del cristianismo y a hacerlo aceptable para los hombres de formación clásica. En realidad, en los primeros siglos del cristianismo, Alejandría fue el centro cristiano más importante del mundo.
Pero los tiempos siguieron empeorando. En el 222 llegó a emperador Alejandro Severo, sobrino nieto de Septimio Severo. Éste era un hombre bondadoso pero débil, dominado por su madre. Fue asesinado en el 235.
Lo que siguió puede describirse como una verdadera orgía de emperadores. Un general tras otro fue exigiendo el trono, siendo rápidamente asesinado a continuación por aspirantes rivales o por invasores bárbaros. A pesar de la impasible valentía de las legiones, se consumía tanta energía en luchas internas que los bárbaros germanos del norte irrumpían en el imperio y establecían aquí y allá gobiernos independientes.
Ésta fue la oportunidad esperada por Persia.
Este país había experimentado un resurgimiento desde que Alejandro Magno lo había derrotado seis siglos antes. Después de Antíoco III, las provincias orientales del imperio seleúcida habían obtenido una independencia duradera y erigido un reino conocido por los romanos como Partia (palabra que en realidad es una forma de «Persia»).
Durante tres siglos los romanos se habían enfrentado a Partia en batallas de resultado dudoso, que a la larga no conseguían nada sino sangre y ruina para ambos bandos. En el 228, cuando ocupaba el trono Alejandro Severo, una nueva dinastía tomó el poder en tierras partas; la dinastía se remontaba a un dirigente persa llamado Sasán. Por ello, la dinastía se llama sasánida.
En tiempos del caos que en Roma siguió a la muerte de Alejandro Severo, los persas creyeron llegado su momento y se lanzaron hacia occidente. En el 260 se encontraron con los ejércitos romanos en Edesa, al este del Alto Éufrates. Los romanos estaban dirigidos por su emperador, Valeriano.
No sabemos qué ocurrió exactamente, aunque parece ser que los romanos, mandados de un modo inexperto, cayeron en una trampa y fueron forzados a aceptar la derrota, y el propio Valeriano fue hecho prisionero. Era la primera vez en toda la historia de Roma que un emperador era capturado por el enemigo, y la repercusión de la catástrofe fue terrible. El ejército persa continuó avanzando orgullosamente por toda Asia Menor.
Y entonces ocurrió algo sorprendente. En Siria, a unas 130 millas de la costa y cerca de la frontera oriental del imperio se hallaba la ciudad de Palmira, en el desierto. Ésta era un centro comercial que había crecido en paz y prosperidad en tiempos más tranquilos, cuando el Imperio Romano estaba en su cenit.
En la época de la derrota de Valeriano, Palmira se hallaba gobernada por Odenato, dirigente de origen árabe. No tenía intención de cambiar el relajado y beneficioso dominio de Roma por el más sofocante y quizá más riguroso dominio persa. Por ello atacó a Persia.
No se enfrentó directamente a los ejércitos persas (que se hallaban lejos, hacia el oeste), sino que atacó por el este y el sur, hacia Ctesifonte, la casi desprotegida capital persa. Los airados persas se vieron obligados a volver sobre sus pasos, y la oportunidad de aplastar a Roma se esfumó.
Los agradecidos romanos llenaron de títulos a Odenato, y lo convirtieron casi en un soberano independiente. Pero en aquellos tiempos la realeza era una profesión insegura y en el 267 Odenato fue asesinado.
A ocupar el lugar vacante se presentó inmediatamente su esposa Zenobia, una mujer tan ambiciosa y enérgica como Cleopatra. Ésta reclamó todos los títulos de su marido para su hijo y se preparó para obtener el título imperial de la propia Roma. En el 270 sus ejércitos alcanzaron Asia Menor, y ese mismo invierno la reina marchó sobre Egipto.
Los sorprendidos egipcios se encontraron frente a un ejército hostil a las puertas del Sinaí, algo que hacía tres siglos que no veían, desde que Augusto se había presentado en Egipto. No opusieron ninguna resistencia.
Una vez obtenido el control del tercio más oriental del imperio, Zenobia se proclamó a sí misma y a su hijo coemperadores de Roma.
Pero por entonces había un nuevo emperador en Roma: Aureliano, uno de los más capacitados del período de anarquía. Rápida y violentamente, éste llevó a su ejército a Asia Menor. Inmediatamente, las tropas de Zenobia se replegaron a sus bases nacionales, evacuando Egipto. En el 273 Aureliano había acabado totalmente con el ejército de Palmira, había ocupado la ciudad, y puesto fin a la amenaza. Zenobia tuvo menos suerte que Cleopatra. Capturada, fue conducida a Roma, para adornar el triunfo de Aureliano.
Pero Aureliano no había terminado con la captura de Zenobia. Un rico egipcio, llamado Firmo, aprovechó la confusión para proclamarse emperador. A la vuelta de Palmira, Aureliano irrumpió en Egipto, tomó Alejandría y crucificó a Firmo.
Egipto, una vez recuperado del susto provocado por la doble invasión, la de Zenobia y la de Aureliano, se dio cuenta de que había salido prácticamente indemne de todo ello, y volvió a sus apacibles costumbres.
Pero algo había desaparecido. En la breve contienda entre Aureliano y Firmo, habían sido destruidos los edificios del Museo de Alejandría. El mayor logro de los Ptolomeos —que había durado seis siglos y había sobrevivido durante tres siglos a la propia dinastía— se había esfumado.
Y, sin embargo, no todo se había perdido. Los innumerables rollos de papiros de la biblioteca existían todavía, y con ellos el conocimiento y la sabiduría acumulados de mil años de cultura griega.