11. Cleopatra

Julio César

A pesar de la debilidad e inefectividad de los Ptolomeos que siguieron a Fiscón, Egipto experimentó medio siglo de paz, interrumpida por un motín en Alejandría provocado por una controversia sobre quién de los don nadies ptolemaicos tenía derecho a llevar los suntuosos ropajes, a permanecer sentado durante los rituales estatales y a disfrutar de los pródigos pasatiempos que conllevaba la condición de rey de Egipto.

Los Ptolomeos entretenían su ocio tratando de arrebatarse unos a otros el ya impotente trono, pues las ocasiones para guerrear habían desaparecido. Los romanos controlaban ya completamente la situación y estaban haciendo pasar a un segundo plano a todas las potencias del oriente.

Macedonia se había convertido en una provincia romana en el 146 a. C., y la misma Grecia era un protectorado de la gran ciudad de occidente. La mitad occidental del Asia Menor se convirtió en una provincia romana en el 129 a. C., y gran parte del resto de la península, pese a ser nominalmente independiente, quedó reducida a un conglomerado de reinos títeres.

Cuando el Ponto, reino del Asia Menor oriental, entró en guerra con Roma y obtuvo algunas victorias, Roma empleó a fondo su poder y finalmente «limpió» todo el Oriente de una vez por todas. La liquidación de todo este asunto estuvo a cargo de un joven general romano llamado Cneo Pompeyo, más conocido por Pompeyo. Los últimos restos del imperio seleúcida, sobre los que reinaba Antíoco XIII, se redujeron a Siria, y en el 64 antes de Cristo, Pompeyo, con su sola autoridad, los incluyó en los dominios romanos, convirtiéndolos en la provincia de Siria. Esto significó el fin de un siglo y medio de guerras entre los Ptolomeos y los Seleúcidas y de las seis grandes guerras llevadas a cabo por los Ptolomeos II, III, IV, V, VI y VII ¡Todo ello desapareció! Ambas dinastías macedonias perdieron y salió vencedora la advenediza Roma. Y cuando Siria fue absorbida, también lo fue Judea.

También fueron sometidas otras lejanas porciones del imperio ptolemaico. El hijo de Ptolomeo VII, Fiscón, que había heredado Cirene, la legó a los romanos a su muerte, en el 96 a. C., convirtiéndose en provincia romana en el 75 a. C. La isla de Chipre fue engullida por Roma en el 58 a. C.

En el 58 a. C., todo lo que quedaba del vasto imperio macedonio, erigido tras las victorias de Alejandro Magno, dos siglos y medio antes, era un Egipto formado sólo por el Valle del Nilo. Aun así, era un mero títere de Roma, ya que ningún Ptolomeo podía ser rey sin permiso de los romanos.

Éste fue el caso de Ptolomeo XI (o quizá XII o XIII; pues se discute si deben ser contados los últimos y oscuros Ptolomeos). Su nombre oficial era Ptolomeo Dioniso, pero se lo conoce popularmente por Ptolomeo Auletes, «el Flautista», ya que su principal habilidad parecía ser tocar la flauta. Era hijo ilegítimo de Ptolomeo VIII (el que había saqueado Tebas), y debido a que no había herederos legítimos, decidió aspirar al trono.

Fue proclamado rey en el 80 a. C., pero para asegurarse el título (dada su ilegitimidad) necesitaba la aprobación del Senado romano. Esto requería un discreto, y cuantioso, soborno y costó años negociar uno que fuese lo suficientemente abundante y discreto. Para poder reunir la cantidad necesaria elevó los impuestos, y las exacciones financieras acabaron provocando una revuelta en Alejandría en el 58 a. C., y su derrocamiento.

Como respuesta, Ptolomeo viajó hasta Roma, donde entonces mandaba Pompeyo. Auletes prometió otro inmenso soborno a los romanos si lo ayudaban a recuperar el trono (Auletes estaba dispuesto a sacar hasta la última moneda a los campesinos egipcios, e incluso a saquear los tesoros del templo, modo de proceder mucho más arriesgado que el de matar de hambre a millones de personas).

Los dirigentes romanos nunca fueron inmunes al dinero, y en el 55 a. C. Auletes fue colocado de nuevo en el trono, ante la total irritación y enfurecimiento de los indefensos egipcios. Se mantuvo en ese puesto sólo gracias a la presencia de una numerosa guardia de corps romana.

Con todo, en el 51 a. C., le hizo un favor al mundo, y murió, dejando Egipto a su joven hijo Ptolomeo XII. En su testamento, Auletes puso a su hijo bajo la protección del Senado romano y éste, a su vez, asignó esta tarea al propio Pompeyo.

Ptolomeo XII tenía sólo diez años, pero gobernó junto a su hermana mayor, que tenía diecisiete. El gobierno conjunto de hermano y hermana no fue práctica infrecuente entre los Ptolomeos; era una costumbre que se remontaba a Ptolomeo II y su hermana-esposa, la reina Arsinoe, dos siglos antes.

La hermana del joven rey tenía un nombre que era corriente entre las reinas ptolemaicas. En realidad, era la séptima con este nombre, y éste, en rigor, era Cleopatra VII. Sin embargo, es la Cleopatra por antonomasia, y el numeral romano casi nunca suele utilizarse en relación con su nombre. (Es importante recordar que Cleopatra no era egipcia y que no tenía «sangre egipcia», por lo que cualquier intento de convertirla en una «morena temperamental» es una locura. Todos sus antepasados fueron griegos o macedonios).

Las mujeres ptolemaicas solían ser hábiles, incluso cuando los hombres no lo eran, y esta Cleopatra fue la más hábil de todas. Era natural que los intrigantes cortesanos prefiriesen al hermano pequeño, y no a la hermana mayor, pues ésta era menos dominable. En especial Potino, eunuco que en esa época controlaba el trono, era un acérrimo enemigo de la muchacha.

En el 48 a. C., Cleopatra tomó la decisión habitual para el Egipto de aquellos días. Abandonó Alejandría en busca de un ejército, lo reunió en Siria, y se preparó para volver y arreglar las cosas por medio de una pequeña guerra civil. Ambos ejércitos, el suyo y el de su hermano, se enfrentaron en Pelusio, pero antes de que se iniciase realmente la batalla, ocurrió algo que iba a cambiarlo todo.

Roma estaba atravesando su propia guerra civil por aquel entonces. Pompeyo mantenía una lucha desesperada con otro general, aún más importante que él, Julio César. Los ejércitos de los dos romanos habían chocado ya en Grecia, y César había resultado vencedor. Pompeyo no pudo hacer otra cosa sino huir, y el refugio natural (como en el caso de Cleomenes de Esparta dos siglos antes) fue Egipto. Egipto estaba a mano, y era nominalmente independiente. Era un país débil, pero rico, y podría proporcionar a Pompeyo el dinero que necesitaba para hacerse con un nuevo ejército. Además le debían un favor, pues Pompeyo había ayudado a Ptolomeo Auletes a subir al trono, y era el verdadero guardián del hijo de Auletes, el actual rey-niño del reino.

Pero la corte egipcia estaba inmersa en un mar de dudas cuando la nave de Pompeyo se aproximaba a la costa. La última cosa que deseaba hacer era tomar partido en una guerra civil romana justo en el momento en que estaba a punto de estallar la suya propia. Si apoyaba a Pompeyo, César podría a su vez apoyar a Cleopatra y acabar con la facción de Potino. Si se negaba a apoyar a Pompeyo, y si éste resultaba vencedor al final sin su ayuda, podría volver para vengarse.

Potino pensó en una salida. Envió una barca hasta el navío de Pompeyo. Lo recibió con grandes muestras de alegría y le rogó que desembarcara inmediatamente para poder ser aclamado por las gentes de Alejandría. Cuando Pompeyo puso el pie en la orilla (y mientras su esposa e hijo miraban desde el barco) fue muerto tranquilamente a puñaladas.

Esto parecía ser exactamente lo que había que hacer. Pompeyo estaba muerto y no podía vengarse. César tendría que estar agradecido y ayudaría entonces a Potino contra la amenaza del ejército de Cleopatra. Había matado dos pájaros de un tiro.

César, con un pequeño contingente de cuatro mil hombres arribó a Alejandría algunos días más tarde, decidido a tomar prisionero a Pompeyo y retenerlo, para evitar que a su alrededor se formase un nuevo ejército. César pensaba también reunir un poco de dinero que necesitaba (los generales siempre necesitan dinero) de la siempre rica corte de Alejandría.

Inmediatamente, Potino le llevó la cabeza de Pompeyo y le pidió ayuda contra Cleopatra. Es posible que César, de haber recibido suficiente dinero, lo hubiera ayudado. Después de todo, ¿qué le importaba a él cuál de los Ptolomeos gobernaba en Egipto?

Pero nadie contaba con Cleopatra. Tenía una ventaja de la que carecía Potino: era una mujer joven y fascinante. No sabemos cuan hermosa pudo haber sido según los cánones modernos, o si realmente lo fue o no, pues ningún retrato suyo ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, el hecho es que, bella o no, poseía el don de atraer y atrapar a los hombres; era consciente de ello.

Por tanto, lo único que tenía que hacer Cleopatra era dejar atrás de algún modo el ejército de su hermano y presentarse ante César. Tras lo cual estaba segura de que lograría hacerse con el control del asunto. Así, se hizo a la mar en Siria, desembarcó en Alejandría y desde allí envió (según la leyenda) una gran alfombra a César. Las fuerzas de Potino no vieron razón alguna para detener el envío, pues no sabían que envuelta en la alfombra estaba Cleopatra.

La estrategia de Cleopatra funcionó a la perfección. El sorprendido César quedó deslumbrado ante la joven que apareció al desenrollarse la alfombra. Ella lo convenció de la justicia de su causa y César ordenó que se volviese al acuerdo inicial, es decir, que Cleopatra y su joven hermano gobernasen juntos.

Esto no satisfizo en absoluto a Potino. Éste sabía perfectamente que Egipto no podía ganar una guerra contra Roma, pero sí resultar vencedor en un enfrentamiento contra las exiguas fuerzas de César. Una vez muerto César habría múltiples oportunidades para que la oposición a César en Roma se hiciese con el poder, y, en ese caso, sólo habría elogios y gratitud hacia Potino. Así, más o menos, debió ser su razonamiento.

En consecuencia, suscitó una rebelión contra César, y durante tres meses el romano fue sitiado en la isla de Faros (la del faro). César pudo mantenerse gracias a su bravura personal y a la habilidad con que utilizó a sus escasas tropas. (En el transcurso de esta pequeña «Guerra Alejandrina» la famosa biblioteca de Alejandría resultó gravemente dañada).

Pero Potino no ganó nada, personalmente, con la rebelión que él mismo había provocado. Apenas atacaron los egipcios, el dinámico César capturó a Potino y lo mandó ejecutar.

Finalmente, César recibió refuerzos y los egipcios acabaron siendo derrotados. En la desbandada consiguiente, el joven Ptolomeo XII trató de escapar en una barcaza por el río Nilo. Ésta iba muy cargada y zozobró. Y así acabaron sus días.

César podía, por fin, arreglar sus asuntos en Egipto. Según la historia generalmente aceptada, César y Cleopatra fueron amantes y aquél decidió mantenerla en el trono. Sin embargo, una reina debía tener a su lado a un hombre, por lo que César utilizó a otro hermano de Cleopatra, todavía más joven, un muchacho de diez años, que reinó como Ptolomeo XIII.

César no podía permanecer eternamente en Egipto. En Asia Menor se libraba una guerra contra Roma que debía ser resuelta. En África occidental y en España subsistían aún ejércitos fieles a Pompeyo que había que combatir. Y sobre todo, en Roma había un gobierno que debía ser reformado y reorganizado. Así pues, zarpó de Egipto en el 47 a. C., de regreso a Roma.

Pero César se llevó consigo algo a Roma. Estando en Egipto había observado el funcionamiento del calendario basado en el sol (véase pág. 10) que, evidentemente, era mucho más práctico y eficaz que los calendarios lunares empleados en Roma y Grecia.

Buscó la ayuda de un astrónomo de Alejandría, llamado Sosigenes, y mandó elaborar un calendario semejante para Roma. El año fue dividido en doce meses, algunos de treinta días y otros de treinta y uno. Esto no era tan ordenado como el uniforme mes egipcio de treinta días, con su unidad adicional de cinco días al final del año, pero se le añadió una mejora que los propios egipcios no habían aceptado nunca. Como el año tenía 365 días y cuarto y no 365 solamente, cada cuatro años se le añadía un «Día Intercalar» extra. Este Calendario Juliano, llamado así por el gran Julio César, fue transformado superficialmente dieciséis siglos después, pero en conjunto, es todavía el que usamos hoy en día. Así pues, podemos hacer remontar nuestro calendario directamente a Egipto y a la breve estancia de César en ese país.

No mucho después de la partida de Julio César, Cleopatra tuvo un hijo. Se lo llamó Ptolomeo César, y los ciudadanos de Alejandría le pusieron el apodo de Cesarión («pequeño César»).

Marco Antonio

Tras su retorno a Roma, César vivió poco tiempo. Se organizó una conspiración contra él, y en el 44 a. C., fue asesinado. Tan pronto como César murió, Cleopatra ejecutó a su joven hermano Ptolomeo XIII. Éste se había hecho demasiado mayor (tenía ya catorce años) y comenzaba a exigir ya que lo dejasen decidir en cuestiones de gobierno. Así, Cleopatra reinó conjuntamente con su hijo Ptolomeo César (que por entonces tenía menos de tres años), y al que se conoce por Ptolomeo XIV.

En Roma, finalmente, se había impuesto el orden tras un período de desorden, con el ascenso de dos hombres a la supremacía. Uno de ellos era Marco Antonio, que había sido lugarteniente y hombre de confianza de César; el otro, César Octavio, sobrino-nieto e hijo adoptivo de Julio César.

Aunque en realidad enemigos, ambos hombres llegaron a un tratado de paz por el que delimitaban sus esferas de influencia en el seno del Imperio Romano. Octavio se quedó con occidente, incluida Roma; Marco Antonio se quedó con el resto.

La naturaleza de la división mostraba el carácter de cada uno de ellos. Marco Antonio era atractivo, jovial, bebedor y juerguista, y muy querido por sus hombres. También mostraba rasgos de habilidad, pero era superficial, incapaz de plantear nada con frío raciocinio, y siempre dominado por la pasión del momento. La mitad oriental del mundo romano era la más rica y civilizada. En ella Marco Antonio podía esperar hallar comodidades, lujo y distracción.

Por otro lado, Octavio era astuto, sagaz y sutil. No escatimaba esfuerzos para lograr sus objetivos y tenía paciencia para esperar cuando las cosas se ponían difíciles. La mitad occidental del Imperio Romano era fría y pobre, pero en ella se encontraba Roma, y esta ciudad era el núcleo del verdadero poder. Y el verdadero poder era lo que pretendía Octavio.

Octavio no gozaba de la estima de Marco Antonio, en el fondo, y por lo general, los historiadores favorecen al romántico Marco Antonio en detrimento del frío y menos fantasioso Octavio. Pero están en un error al pensar así. Observando este período de la historia desde la ventajosa posición que proporciona una perspectiva de dos mil años, no es difícil constatar que Octavio fue realmente el hombre más capacitado en toda la historia de Roma, sin excluir ni siquiera al mismo César —aunque Octavio carecía del genio militar de su tío-abuelo.

El partido que asesinó a César fue derrotado en una batalla librada en Macedonia en el 42 a. C., y entonces Marco Antonio se hizo a la mar para ocupar sus posiciones en oriente. Estableció su cuartel general en Tarso, ciudad de la costa de Asia Menor.

Evidentemente, la mayor necesidad de Marco Antonio era la de dinero, y éste siempre había estado en Egipto. Por ello, con modos de rey, emplazó a Cleopatra para que se encontrase con él en Tarso, para que le diese una explicación de la política egipcia posterior al asesinato de César. Naturalmente, Egipto se había mantenido a distancia y había tratado de mostrarse neutral, pues hasta el final no fue seguro quién iba a ganar. Esto no era una acción criminal, realmente, pero podía hacerse que lo pareciese por alguien interesado en hallar una excusa para sangrar a Egipto.

Sin embargo, Cleopatra conservaba aún la misma baza que había utilizado siete años antes con César. Llegó a Tarso en barcos engalanados con lo mejor que las riquezas pueden comprar o el lujo imaginar —y el cargamento más preciado era ella misma, que entonces tenía sólo veintiocho años—; Marco Antonio, como Julio César, se sintió completamente fascinado por la encantadora macedonia.

Pero mientras que César nunca había dejado que el amor ofuscase la política, Marco Antonio fue siempre incapaz de apartar la política de su amor.

La historia del general romano y de la reina egipcia ha pasado a la historia como uno de los más grandes relatos de amor de todos los tiempos, tanto más cuanto que tuvo un trágico fin y porque los amantes parecieron rechazar todo excepto el amor. William Shakespeare ha contribuido a inmortalizarlos con su magnífica obra teatral Antony and Cleopatra (Marco Antonio y Cleopatra), y cuando el poeta inglés John Dryden publicó su versión de la historia, el título que utilizó parece condensar todo el aspecto romántico popular de aquélla en un par de frases: All for Love, or The World Well Lost (Todo por el amor, o El mundo bien perdido).

En realidad, aunque no hay duda de que estuvieron enamorados, no fue sólo una cuestión de puro romance. Cleopatra tenía el dinero que Marco Antonio necesitaba. Y durante doce años le financió su lucha por el poder supremo. Y Marco Antonio tenía los ejércitos que Cleopatra necesitaba. Cleopatra se las compuso para utilizar a Marco Antonio, con bastante sangre fría, en su intento por satisfacer sus ambiciones como reina de Egipto, que en realidad era lo que ella fue, primero, al final y siempre.

Marco Antonio pasó el invierno del 41-40 a. C., en Alejandría con Cleopatra, consagrado por entero al placer, y más tarde Cleopatra le daría dos gemelos. Marco Antonio los reconoció y se los llamó Alejandro Helios y Cleopatra Selene (Alejandro «el Sol» y Cleopatra «la Luna»).

Los dos amantes se separaron por un tiempo, pero Antonio finalmente se reunió con Cleopatra e incluso se casó con ella, a pesar de que en Roma estaba casado con una hermana de Octavio. Tranquilamente, envió a su esposa romana una notificación de divorcio.

En Roma Octavio supo sacar partido de la insensata falta de perspicacia de Marco Antonio, haciendo notar cuan libertino y mundano era. El populacho romano tomó buena nota de ello y también constató que Octavio estaba en Roma, trabajando duramente por la grandeza de la ciudad; que llevaba una vida frugal y que estaba casado con una respetable mujer romana. Indiscutiblemente, la mayoría de los romanos habrían preferido ser Marco Antonio y estar entre los brazos de Cleopatra, a ser Octavio dedicados a una incansable actividad; pero ya que no podían ser el primero, prefirieron al segundo.

Marco Antonio prestó escasa atención a las cautelosas manipulaciones de Octavio sobre la opinión pública, pensando quizá que Octavio era un mal general (¡lo que era cierto!) mientras que él era muy bueno (pero no tan bueno como creía). Por consiguiente, siguió su camino descuidadamente y cometió error tras error.

Cleopatra trataba de recuperar los amplios dominios que habían pertenecido a sus predecesores, y Marco Antonio trató de complacerla a su vez. Le devolvió Cirene y Chipre (lo que no tenía derecho a hacer) y le asignó incluso aquellas porciones de la costa siria y del Asia Menor que, un día pertenecieron a Ptolomeo III en el apogeo del poderío ptolemaico. Asimismo, le regaló la biblioteca de Pérgamo (ciudad del Asia Menor occidental, cuya recopilación de libros era la segunda del mundo después de la de Alejandría), con el fin de compensar el daño causado por la breve guerra contra César.

Todo esto constituyó un excelente material propagandístico para Octavio. Le fue bastante fácil hacer que todo ello apareciese como si Marco Antonio pretendiese transferir todas las provincias a su querida reina. El rumor, en realidad, era que en la herencia concedía todo el oriente a Cleopatra, para que lo heredasen sus hijos. Lo que enfureció a los romanos fue pensar que una reina macedonia podía obtener, por medio de sus encantos, lo que ningún rey macedonio había sido capaz de conseguir de Roma por la fuerza de las armas.

Octavio utilizó la desconfianza y el odio del pueblo romano hacia Cleopatra para persuadir al Senado de que declarase la guerra contra Egipto, guerra que, en realidad, era contra Marco Antonio.

Marco Antonio trató de animarse a sí mismo. Seguro todavía de que podría derrotar a Octavio con facilidad, reunió algunos barcos, marchó hacia Grecia, e instaló un cuartel general en las regiones occidentales de este país, preparándose para invadir Italia a la primera oportunidad, y ocupar la ciudad de Roma.

Pero si Octavio no era buen general, contaba sin embargo con algunos buenos generales entre sus leales partidarios. Uno de éstos fue Marco Vespasiano Agrippa. La flota de Octavio, bajo el mando de Agrippa, se presentó a su vez en aguas de Grecia occidental.

Después de interminables maniobras y preparativos, Cleopatra urgió a Marco Antonio a forzar una batalla naval. Los barcos de Marco Antonio eran dos veces más numerosos que los de Octavio y también eran mayores. Si Marco Antonio resultaba vencedor en la batalla naval, su ejército, también más numeroso que el de Octavio, podía estar seguro de arrasarlo todo a su paso. La victoria final sería de Marco Antonio.

La batalla tuvo lugar el 2 de septiembre del 31 a. C., frente a Accio, promontorio de la costa oeste de Grecia. Al principio, los barcos de Octavio hicieron escasa impresión a los grandes navíos de Marco Antonio, y la batalla parecía ser un enfrentamiento inútil entre la maniobrabilidad y el poderío. Al final, sin embargo, Agrippa obligó a Antonio a dispersar sus líneas, por lo que sus barcos pudieron lanzarse a través de los huecos así formados, enfrentándose directamente con la flota de Cleopatra, compuesta por seis barcos, que permanecían detrás de las líneas de Marco Antonio.

Según cuenta la Historia, Cleopatra, presa del pánico, ordenó a sus barcos que se retiraran y se alejaran. Cuando Marco Antonio se percató de que Cleopatra había abandonado el escenario de la batalla con sus barcos, realizó el acto menos cuerdo de su carrera, en la que los actos de este tipo eran bastante numerosos. Huyó en un pequeño velero, abandonando a sus barcos y a sus hombres leales (con los que podía haber ganado todavía), y navegó detrás de la cobarde reina. Su flota, abandonada, hizo lo que pudo, pero sin su comandante se descorazonaron y antes de llegar la noche Octavio tenía ya en sus manos una victoria completa.

El último Ptolomeo

Marco Antonio y Cleopatra no pudieron hacer otra cosa que refugiarse en Alejandría y esperar a que Octavio se lanzase tras ellos hasta Egipto. En el mes de julio del año 30 a. C., Octavio se decidió por fin, y llegó a Pelusio. Marco Antonio trató de resistir, pero fue inútil. El 1 de agosto Octavio entraba en Alejandría y Marco Antonio se suicidaba.

Quedaba Cleopatra. Aún poseía su belleza y encanto, y esperaba utilizarlos con Octavio como había hecho con César y Marco Antonio. Contaba entonces 39 años, pero quizá su aspecto fuese aún muy juvenil.

Octavio era seis años menor que ella, pero éste no era el problema. El problema era que Octavio tenía en su mente un objetivo muy definido: realizar las reformas en Roma, reorganizar el poder, y establecerlo tan firmemente que pudiese durar siglos (cosas todas ellas que hizo).

Si quería alcanzar sus objetivos no podía ir dando rodeos, y mucho menos el fatal rodeo de Cleopatra. Su entrevista con la fascinante reina dejó bastante claro que era un hombre completamente inmune a ella. Octavio le habló con dulzura, pero Cleopatra sabía que hacía esto tan sólo para mantenerla tranquila hasta que pudiese apresarla y llevarla a Roma para caminar encadenada tras su carro triunfal.

Sólo había un camino para escapar a esta postrera humillación, el suicidio. La reina aparentó una completa sumisión, mientras hacía sus planes. El perspicaz Octavio previo esta posibilidad y retiró todos los objetos cortantes y punzantes y otros instrumentos peligrosos de los aposentos de Cleopatra. Sin embargo, cuando los mensajeros romanos llegaron hasta ella para obligarla a que los acompañase, la hallaron muerta.

De alguna forma, había conseguido suicidarse y dejar a Octavio chasqueado, y sin poder gozar de su victorioso final. Cómo lo hizo, nadie lo sabe, pero la tradición cuenta que utilizó una serpiente venenosa (un áspid) que le llevaron en una cesta de higos, y éste es quizá el incidente más dramático y mejor conocido de toda su encantadora carrera. Egipto se convirtió en provincia romana y llegó a ser, en la práctica, propiedad personal de Octavio, que procedió asimismo a proclamar lo que hoy conocemos como Imperio Romano. Y se coronó primer emperador con el nombre de Augusto.

Así llegó a su fin la dinastía de los Ptolomeos, que había gobernado Egipto durante tres siglos, desde los tiempos en que Ptolomeo I Sóter llegó al país después de la muerte de Alejandro Magno.

Y, sin embargo, con Cleopatra no termina del todo la dinastía de los Ptolomeos. Ciertamente, Octavio ordenó fríamente que los jóvenes hijos de Cleopatra, Cesarión y Alejandro Helios, fueran ejecutados con el fin de que no sirviesen de núcleo alrededor del cual pudieran agruparse rebeldes, pero aún quedaba Cleopatra Selene, la hija de Marco Antonio y Cleopatra.

Octavio no consideró necesario ejecutar a una niña de diez años, por lo que decidió casarla en algún lejano rincón del mundo, donde nunca pudiera representar un peligro. Sus ojos se fijaron en Juba, hijo de un rey de Numidia (país que se hallaba donde hoy está Argelia). El padre de Juba, que también se llamaba Juba, había combatido contra Julio César, había sido vencido y se había suicidado. Su joven hijo había sido conducido a Roma, donde había gozado de una excelente educación y se había convertido en un estudioso. Era un ser totalmente espiritual y nada inclinado a lo militar —era sólo un intelectual pedante.

Juba fue el hombre que los agudos ojos de Octavio juzgaron idóneo como tumba viviente para la hija de Cleopatra. Cleopatra Selene fue casada con él y, con el nombre de Juba II, fue instalado en el trono de Numidia que había pertenecido a su padre. Pocos años después Augusto (como ahora se hacía llamar Octavio) decidió que sería deseable anexionar Numidia como provincia romana, por lo que Juba y su esposa fueron trasladados hacia el oeste, a Mauritania (el moderno Marruecos), donde continuaron gobernando pacíficamente como títeres de los romanos.

Además tuvieron un hijo, a quien, por orgullo de sus antepasados, llamaron Ptolomeo y que es conocido en la Historia como Ptolomeo el Mauritano. Nieto de Cleopatra, éste subió al trono en el 18 d. C.[5], cuatro años después de la muerte de Augusto, reinando pacíficamente durante veintidós años.

En el 41 Roma se encontró bajo gobierno de su tercer emperador, Calígula, bisnieto, por el lado materno, de Augusto. Comenzó bien su gobierno, pero sufrió una grave enfermedad que, al parecer, le afectó al cerebro, volviéndose loco. Sus despilfarras crecieron desmesuradamente y se halló ante una terrible necesidad de dinero. Resultó que Ptolomeo el Mauritano poseía un rico tesoro que había ido acumulando cuidadosamente. Calígula lo mandó llamar a Roma con un pretexto cualquiera y lo ejecutó. Mauritania se convirtió en provincia romana, y el tesoro mauritano pasó a manos del emperador. Así acabó el último monarca ptolemaico, nieto de Cleopatra, setenta años después de que ésta se suicidara.

Sin embargo, lo que es bastante extraño, un Ptolomeo especialmente famoso estaba aún por llegar. Un siglo después de la muerte de Ptolomeo de Mauritania, un gran astrónomo trabajaba en Egipto. Firmaba sus obras con el nombre de Claudio Ptolomeo y se lo conoce como Ptolomeo.

No sabemos casi nada de él, ni dónde nació, ni cuándo murió, ni dónde trabajaba, ni siquiera si era griego o egipcio. Todo lo que tenemos de él son sus libros de astronomía, y como éstos pertenecen por entero a la tradición griega, es perfectamente posible que fuera de origen griego.

Por supuesto, no tuvo ninguna relación con los Ptolomeos reales. En realidad, debió de llamarse así por su lugar de nacimiento que, según la escasa información que tenemos de escritores griegos posteriores, pudo haber sido la ciudad de Ptolemais de Hermio, una de esas pobladas, en tiempos de los romanos, por griegos.

Ptolomeo, el astrónomo, recopiló en sus libros la obra de los astrónomos griegos precedentes y preparó, de forma muy adecuada, la teoría de la estructura del universo que sitúa a la Tierra en el centro y al resto del Universo —el sol, la luna, las estrellas y los planetas— en órbita a su alrededor.

Éste es el «sistema ptolemaico», y la expresión es conocida hoy en día aún por quienes nada saben de los monarcas Ptolomeos —exceptuando, quizá, lo que se refiere a Cleopatra.