En la época de Ptolomeo II, medio siglo antes, Roma había iniciado una terrible guerra contra Cartago, que se había prolongado, con algunas pausas, hasta entonces. En verdad, en un determinado momento, en el 216 a. C., pareció que Roma podía ser derrotada, cuando el general cartaginés Aníbal (uno de los pocos generales que podía haber competido incluso con Alejandro) invadió Italia y aplastó a los romanos con tres formidables victorias.
Sin embargo, Roma se recuperó, en el resurgimiento más impresionante de toda su historia, y en el 201 a. C., cuando Antíoco y Filipo preparaban su alianza para atacar a Egipto, Cartago acabó siendo derrotada y Roma alcanzó la supremacía en todo el Mediterráneo occidental.
El Gobierno egipcio, abocado a una total ruina a manos de sus enemigos aliados, y acordándose del viejo tratado con Roma, al que siempre había sido fiel, pidió ayuda a los romanos.
Y Roma estaba más que dispuesta. Después de todo, en los tristes días de las victorias de Aníbal, Ptolomeo IV de Egipto había enviado grano a Roma, mientras que Filipo V de Macedonia había firmado un tratado de alianza con el cartaginés. Roma no tenía intención de pagar la enemistad de Filipo con amable indulgencia. Sobre la marcha entró en guerra contra Macedonia, y Filipo V, que acababa de comenzar a desempeñar su papel en el despedazamiento de Egipto, se encontró con que tenía que enfrentarse a Roma.
Pero Antíoco III continuó adelante, de todos modos. Podía entendérselas con Egipto por sí solo, mientras Macedonia neutralizaba a Roma. Estando sólo él en Egipto, podría hacer mucho más en su propio beneficio. No le preocupaba demasiado Roma. Si él era Antíoco el Grande, conquistador de vastos territorios, ¿por qué preocuparse por unos bárbaros occidentales?
Por ello continuó la guerra, y, de hecho, en el 195 a. C. había vencido ya a los ejércitos egipcios. Inmediatamente después Antíoco se anexionó toda Siria, incluida Judea, que de este modo, tras experimentar durante un siglo y cuarto la moderada dominación ptolemaica, se encontró bajo lo que iba a ser una mucho más dura dominación seleúcida.
Pero quedaban los romanos. Éstos habían derrotado a Macedonia, aunque con algunas dificultades, y Filipo V se había retirado a un cerrado y sombrío aislamiento. Las pequeñas naciones del Asia Menor occidental, dominadas por Macedonia, que siempre habían temido el poderío seleúcida en el este (especialmente bajo el ambicioso Antíoco III), se apresuraron a ponerse bajo la protección de Roma. Todo empujaba a Roma a actuar contra Antíoco, que había hecho suyas las posesiones egipcias del Asia Menor.
Los romanos conminaron a Antíoco III a abandonar el Asia Menor, pero éste no les prestó atención. Aníbal el general cartaginés, que estaba exiliado en su corte, apremiaba a Antíoco para que le entregase un ejército con el que invadir Italia una vez más. Sin embargo, Antíoco estimaba que se podía cuidar de Roma sin grandes problemas. Llevó un ejército a Grecia y perdió el tiempo en naderías.
Los romanos marcharon sobre Grecia y golpearon duramente a Antíoco. Volviendo a la realidad, el monarca seleúcida retrocedió hacia Asia Menor, adonde lo siguieron, impasibles, los romanos, y donde lo batieron con dureza aún mayor. Antíoco III había chocado con la realidad de la vida. Firmó una paz desventajosa, y salió de Asia Menor.
Sin embargo, pudo seguir en Siria, que Egipto no había recuperado. Roma había salvado la parte esencial de Egipto, el valle del Nilo; no se sentía llamada a garantizar a Egipto sus posesiones imperiales. Todo lo que Egipto había poseído en Asia Menor fue dividido entre las diversas naciones de esa península —todas ellas no eran más que títeres de Roma—. El único territorio que el Egipto ptolemaico conservó fuera del valle del Nilo fue Cirenaica, en el oeste, y la isla de Chipre en el norte.
Hecho esto, Roma abandonó a su suerte a los imperios orientales. Podían pelear entre sí cuando quisiesen, siempre que ninguno de ellos llegase a crecer tanto como para aplastar completamente a los demás.
Por aquel entonces Ptolomeo V había alcanzado ya la edad de gobernar. Su mayoría de edad fue celebrada como correspondía, y una proclamación rutinaria en honor de su mayoría de edad quedó grabada en griego y en dos modalidades de egipcio en un trozo de basalto negro. Esta inscripción, la Piedra de Rosetta, se recuperó justamente dos mil años después y sirvió de clave para el conocimiento de la historia antigua de Egipto. Sólo por esto, Ptolomeo no vivió en vano.
Alejados los peligros provenientes del exterior gracias a Roma, el joven Ptolomeo pudo prestar atención al orden interior. Tuvo éxito en dominar algunas inquietantes rebeliones. Tras la muerte de Antíoco III, en el 187 a. C., Ptolomeo V comenzó a soñar con reconquistar Siria, pero murió en 181 a. C., cuando no tenía más de treinta años. Es posible que fuese envenenado.
Dejó dos hijos pequeños. El mayor, Ptolomeo VI, fue conocido como Filomater, o «el que ama a su madre». Mientras vivió su «amada» madre, ésta controló Egipto y mantuvo al país en paz. Cuando murió en el 173 a. C., Ptolomeo VI era todavía demasiado joven como para valerse por sí mismo, y cayó bajo la influencia de sus bravucones ministros que soñaban con reconquistar Siria. Una vez más volvía a empezar el viejo juego de luchar contra los Seleúcidas.
Pero Ptolomeo VI no era un guerrero (en realidad fue el más amable y humano de todos los Ptolomeos). Frente a este ser pacífico se hallaba el hijo menor del llamado Antíoco el Grande, el nuevo rey Antíoco IV, a la cabeza del imperio seleúcida. Antíoco IV era bastante más capaz que su sobrevalorado padre, pero tenía cierta tendencia a la temeridad y al mal carácter.
Ante el primer síntoma de beligerancia egipcia, Antíoco IV se lanzó hacia la frontera, derrotó a los egipcios en Pelusio, alcanzó las propias murallas de Alejandría y llegó incluso a capturar al Ptolomeo VI. Quizás habría podido conquistar Alejandría, pero Roma, desde lejos, le hizo saber que esto sería ir demasiado lejos.
Ya que Ptolomeo VI no podía ejercer como rey estando en cautividad, los egipcios, en el 168 a. C., nombraron rey a su hermano menor, que reinaría con el nombre de Ptolomeo VII. Inmediatamente Antíoco liberó a Ptolomeo VI, proporcionándole ayuda, y esperando poder presenciar una buena y jugosa guerra civil. Sin embargo, ambos Ptolomeos echaron por tierra la baza de Antíoco, aviniéndose a gobernar juntos.
Irritado, Antíoco marchó sobre Egipto de nuevo, dispuesto a ocupar Alejandría y resolver la cuestión de una vez. Pero fue detenido otra vez. Esta vez, un embajador romano caminó hacia él bajo las murallas de Alejandría y le ordenó que abandonase Egipto. Antíoco IV no tuvo otra opción que retirar a todos sus ejércitos, ante este hombre desarmado que le hablaba en nombre de la poderosa Roma, y volver sobre sus pasos.
Humillado, se dirigió contra algo que pensó podía derrotar, y saqueó Jerusalén. Profanó el Templo de los judíos empujando a los nacionalistas judíos a iniciar una larga y fastidiosa rebelión, bajo el liderazgo de una familia conocida por los Macabeos.
En el 163 a. C., Antíoco IV fue muerto en el curso de una inútil campaña en oriente. A consecuencia de esto el imperio seleúcida comenzó a declinar de manera más drástica y rápida que el Egipto ptolemaico. Toda una serie de contiendas dinásticas mantuvo al país en continuo sobresalto, mientras que la rebelión judía siguió siendo un mal perenne.
En un determinado momento, incluso el pacífico Ptolomeo VI estuvo tentado de intervenir en los asuntos internos de los seleúcidas, con la esperanza de recuperar todo lo que había perdido su padre. Trató de realizar cambios en lo que quedaba del imperio seleúcida (las provincias orientales se habían separado, esta vez para siempre), apoyando primero y atacando después a un usurpador seleúcida llamado Alejandro Balas. Sin embargo, estando en Siria, cayó del caballo, muriendo a causa de las heridas en el 146 a. C.
Esto hizo que Ptolomeo VII gobernase solo. Este rey ha sido difamado constantemente por los historiadores antiguos. Aunque su nombre oficial era Evérgetes, como el de su abuelo, se lo conoce, universalmente, por Fiscón, o «de vientre grueso», porque, según se cree, su gula le hizo engordar notablemente. Se le atribuyen toda clase de maldades y crueldades, pero no sabemos hasta qué punto esto es exagerado o no.
Las inscripciones nos lo presentan como protector del saber y como una persona que hizo mucho por restaurar los templos y por fomentar la prosperidad egipcia. Es posible que los griegos no aprobaran lo que hacía debido a que, en su opinión, se mostraba excesivamente indulgente con los nativos. Fueron los griegos y no los egipcios los que escribieron la historia y ello puede haber afectado negativamente a la imagen de Ptolomeo VII.
El reino egipcio comenzó a fragmentarse tras la muerte de Ptolomeo VII, en el 116 a. C. Éste dejó Cirene a un hijo y Chipre a otro, mientras que Egipto quedó bajo un tercer hijo que reinó como Ptolomeo VIII Sóter II.
Este último fue desposeído por su hermano menor, Ptolomeo IX Alejandro, pero el pueblo de Alejandría expulsó a Ptolomeo IX y restauró a Ptolomeo VIII.
Esta especie de vaivén, sin embargo, carecía ya, realmente, de trascendencia, pues Egipto y todo el resto del oriente estaban perdiendo su importancia. Ahora sólo contaba una potencia, y ésta era Roma.
Sólo cabe mencionar un acontecimiento de importancia en este período. Algún tiempo después de que Ptolomeo VIII fuera restaurado de nuevo en el trono, en el 88 a. C., la ciudad de Tebas se rebeló. Exasperado, Ptolomeo envió una expedición contra la ciudad, la asedió durante tres años, y finalmente la saqueó de manera tan absoluta que no sólo no se recobraría jamás, sino que acabaría hundiéndose en una ruina total.
Éste fue el fin, después de dos mil años de gloria, de la capital del Imperio Medio y del Imperio Nuevo, de la ciudad que bajo Ramsés II había llegado a ser la más grande del mundo.
Pero Menfis, que tenía mil años más, sobrevivía aún como centro del Egipto nativo y perenne recordatorio de la grandeza perdida.