10. El Egipto ptolemaico

El primer Ptolomeo

Bajo el gobierno de Cleomenes Egipto prosperó y se apartó temporalmente del torbellino de los acontecimientos, mientras Alejandro corría a lo largo y a lo ancho del Imperio persa, venciendo dos grandes batallas e innumerables batallas menores, y erigiéndose en monarca de todo ello. (Darío III, el último rey persa, fue asesinado por sus propios hombres en el 330 a. C).

Alejandro regresó a Babilonia en el 324 a. C. tras sus expediciones a lejanos confines, y debía de estar haciendo nuevos planes de conquista en otras direcciones, cuando murió en el 323 a. C.

Cuando murió era todavía un hombre joven de 33 años, y no dejó tras de sí una sucesión segura. Tenía una madre muy pendenciera, una esposa persa, un hermanastro deficiente mental y un hijo pequeño póstumo. Ninguno de ellos contaba para nada.

Según una leyenda, mientras estaba agonizando preguntaron a Alejandro quién iba a heredar su imperio. Se cree que en su postrer suspiro logró decir: «El más fuerte».

En realidad, no debió de decir nada de esto, pero sus generales actuaron como si lo hubiera dicho. Cada uno de ellos tomó una parte y trató de utilizarla como base para apoderarse de todo el resto. Los más importantes generales, desde el punto de vista de este libro, fueron Ptolomeo, Seleuco y Antígono. Este último fue ayudado valiosamente por su hijo Demetrio.

Ptolomeo (o, según la forma griega, Ptolemáios) era hijo de un noble macedonio, aunque existían rumores que lo hacían hijo ilegítimo de Filipo y, por consiguiente, hermanastro de Alejandro. (Este rumor pudo haber sido difundido deliberadamente por el propio Ptolomeo para acrecentar su propio prestigio. La bastardía era un precio exiguo a cambio de una relación familiar con el gran Alejandro).

Tan pronto como Alejandro Magno hubo muerto, Ptolomeo se apropió del gobierno de Egipto, ejecutando inmediatamente a Cleomenes (un pobre pago por una excelente administración). La elección de Egipto fue prudente. Egipto era un país rico, cuya producción agrícola, debido a las crecidas regulares del Nilo, y a la experta laboriosidad del pueblo proporcionaba a sus gobernantes una riqueza sin igual.

Ptolomeo fue también lo bastante inteligente como para apoderarse del cuerpo de Alejandro y enterrarlo en Menfis —un hábil golpe psicológico—, si se tiene en cuenta que el mundo entero estaba maravillado ante la fulgurante vida de Alejandro, que estaba considerado como una especie de semidiós.

Ptolomeo fue el primer general que se dio cuenta de que la victoria total y extender el gobierno sobre todo el imperio constituían empresas imposibles. Puede ser que ni siquiera lo estimase deseable. Tal vez se sintiese a gusto siendo sólo gobernante del rico Egipto; y después de todo, ¿qué objeto tenía exponerse a los problemas y trastornos que le ocasionaría el tratar de conquistar el resto del imperio? Lo único que quería, aparte del valle del Nilo, eran sus accesos inmediatos por el oeste y por el este como defensa ante posibles invasores y una flota capaz de controlar el mar en el norte.

Hacia el oeste la cosa era fácil. Ptolomeo tenía que obtener, tan sólo, la sumisión de Cirene y la de los oasis libios, que habían estado sometidos a Persia y a Alejandro Magno, y que no habían provocado ningún problema al pasar bajo el régimen de Ptolomeo.

Hacia el este era caso igualmente fácil. En el 320 a. C., Ptolomeo llevó a su ejército hasta Siria, atacando astutamente Jerusalén en sábado. Los piadosos judíos de la época rehusaron combatir en ese día, ni siquiera en autodefensa, y Jerusalén, que había resistido a Senaquerib y a Nabucodonosor con admirable tenacidad, se rindió a Ptolomeo sin mover un dedo.

Sería en el norte donde Ptolomeo encontraría problemas. Había construido una flota y la envió en expedición a Grecia y a diversas islas griegas, en un esfuerzo por buscar aliados y afirmar su dominio. Aquí se enfrentó con Antígono y Demetrio, y en 306 a. C. los barcos de padre e hijo infligieron una espectacular derrota a la flota ptolemaica.

Antígono, que contaba por aquel entonces setenta y cinco años, y estaba ansioso por conseguir la supremacía antes de morir, adoptó inmediatamente el título de rey de Asia, anticipándose a la victoria final. Ptolomeo, aunque dolido por la derrota, no podía permitir que este golpe psicológico quedase sin respuesta. Se proclamó rey también él; luego se las arregló para rechazar un débil intento de Demetrio y Antígono para invadir Egipto, reforzando así su nuevo título.

Como rey de Egipto, Ptolomeo fundó una dinastía que duró tres siglos, más que cualquiera de las dinastías nativas que habían gobernado Egipto en un lapso de tres mil años. La dinastía de Ptolomeo puede denominarse Dinastía Macedonia o de los Lagidas, por el nombre del padre o presunto padre, de Ptolomeo, Lagos (o bien, Dinastía XXXI, si nos inclinamos por el criterio numérico).

Más frecuentemente, la dinastía se llama de «los Ptolomeos», ya que todos los reyes de ella, sin excepción, llevaron ese nombre. Así, podemos hablar del Egipto de la época como del Egipto Ptolemaico.

No sólo fueron Antígono y Ptolomeo los generales que se convirtieron en reyes. Seleúco, que se había establecido en Babilonia, adoptó también el título de rey. La dinastía que fundó se conoce con el nombre de seleúcida, y el imperio que construyeron en Asia occidental, el Imperio Seleúcida.

Ptolomeo I —como lo llamaremos desde ahora— no se retiró del Mediterráneo septentrional por una única derrota. Reconstruyó la flota y esperó una oportunidad. En el 305 a. C. Demetrio sitió la isla de Rodas, que había continuado siendo aliada de Egipto a pesar del descalabro de Ptolomeo. Sus habitantes ofrecieron una firme resistencia, y los barcos de Ptolomeo se hicieron a la mar para contribuir a la defensa. Demetrio tuvo que abandonar y marcharse con sus navíos, y los agradecidos isleños dieron a Ptolomeo el título de Sóter («salvador»).

En los siglos siguientes a Alejandro se hizo habitual que los reyes adoptasen, o se les asignase, algún apodo lisonjero con el que distinguirse de los demás y poder pasar a la historia. (Por lo general, cuanto peor o más débil era un monarca, más pretencioso y adulador era el apodo). Esta costumbre imperaba también entre los reyes selúcidas y en diversas dinastías del Mediterráneo oriental, pero nosotros la utilizaremos tan sólo en relación con los reyes egipcios. Así, el primer Ptolomeo puede ser llamado Ptolomeno I Sóter.

Como de todos los generales Antígono era el más ambicioso y el menos deseoso de transigir o de renunciar al poder supremo, Ptolomeo, Seleúco y algunos otros se aliaron contra él. En el momento de formar esta unión, Ptolomeo y Seleúco acordaron informalmente repartirse Siria. Ptolomeo se quedaría con la mitad sur.

A medida que las campañas contra Antígono progresaban, el cauto Ptolomeo comenzó a temer una derrota y a retirar sus tropas. Cuando se libró la batalla final, en el 301 a. C., en Ipso, en el Asia Menor central, fue Antígono el que resultó derrotado y muerto, mientras que su hijo Demetrio fue enviado a un exilio temporal.

Seleúco se hallaba ahora en una posición óptima. Fue capaz de establecer su dominio sobre casi toda la parte asiática del Imperio de Alejandro. Reclamó, además, el sur de Siria, aduciendo que Ptolomeo había perdido el dominio sobre esta región por su pusilánime comportamiento antes de la batalla de Ipso. Sin embargo, Ptolomeo se negó a abandonarla. El sur de Siria, y en particular Judea, siguieron bajo dominación egipcia durante un siglo. Ésta fue la primera empresa egipcia en el campo del imperialismo en Asia (si exceptuamos la estancia de Necao durante tres años) desde la época de Ramsés III, ocho siglos antes.

Sea como fuere, Siria siguió siendo la manzana de la discordia entre los Ptolomeos y los Seleúcidas durante siglo y medio, provocando una serie de guerras que, al final, acabaron destruyendo ambos reinos.

Ptolomeo I gozó de una larga vida, en beneficio de Egipto, sobre el cual gobernó de manera justa e indulgente —gobernó tan bien, de hecho, que al final logró granjearse la estima de sus súbditos a pesar de ser extranjero—. Fue el primer monarca egipcio que acuñó moneda en Egipto, y con él floreció la economía. La segunda mitad de su reinado transcurrió en paz, aunque nunca perdió de vista el hecho de que en Seleúco, que también gozó de larga vida, tenía un temible enemigo.

En el 285 a. C. Ptolomeo I tenía ochenta y dos y no se sentía capaz ya de cumplir los deberes de su cargo. Por ello decidió abdicar, pero antes tuvo que tomar ciertas decisiones en materia de sucesión. Deseaba que el rey que lo sustituyera fuese tan prudente como él, y capaz, igual que él, de mantener a distancia a Seleúco y a sus sucesores.

Ptolomeo I había tenido cierto número de hijos, dos de los cuales (de diferentes madres) eran, en esta época, importantes. Ambos llevaban el nombre de Ptolomeo. El mayor era Ptolomeo Keraunos, o Ptolomeo «el Rayo»; el más joven era Ptolomeo Filadelfo, nombre que se le dio tardíamente por razones que veremos más adelante.

Ciertamente, el mayor era un rayo, inclinado a actuar irreflexivamente y a dañar a otros y a sí mismo con sus acciones. El joven era tan prudente y moderado como su padre. Sin vacilar, Ptolomeo exilió a Keraunos y permitió a su joven hijo compartir con él las tareas de gobierno, abdicando más tarde, en el 285 a. C., en su favor. Ptolomeo vivió hasta el 283 a. C., muriendo en paz, al final de una larga y afortunada vida.

Ptolomeo Keraunos acabó encontrándose en la corte de Seleúco, que lo recibió de buen grado. Seleúco veía en el joven a un posible pretendiente al trono egipcio y, por lo tanto, a alguien que podía servirle como un instrumento manejable en caso de necesidad. Seleúco no era como Ptolomeo. Su avanzada edad no lo llevaba a pensar en la abdicación. Todavía iba detrás del señuelo del poder y proseguía las interminables guerras con el vigor y la persistencia de un hombre joven.

En el 281 a. C. ganó su última batalla, derrotando y matando a otro de los ancianos generales de Alejandro Magno. Con Ptolomeo I muerto también, Seleúco era ahora el último de todos los generales de Alejandro que seguía con vida, un hecho que le proporcionaba la más viva complacencia (contaba unos setenta y siete años en este momento cumbre de su longeva vida).

Pero su complacencia no duró mucho tiempo. De resultas de su última victoria, viajó hasta Macedonia, donde debía tomar posesión del territorio patrio del gran Alejandro. Pero cuando Seleúco llegó, Ptolomeo Keraunos entró en acción. Habían perdido la oportunidad de alcanzar el trono de Egipto, pero estaba decidido a gobernar en algún sitio. Y no parecía ser de ninguna utilidad esperar que el inmortal Seleúco muriese de una vez, por lo que Keraunos, en el 280 a. C., arregló la cuestión apuñalándolo.

El último general de Alejandro había muerto, y ahora ambos hijos de Ptolomeo Sóter eran reyes. El joven, rey de Egipto; el mayor, de Macedonia. Pero el mayor, que había obtenido el trono por medio del asesinato, no iba a disfrutarlo por largo tiempo. Al año siguiente Macedonia fue invadida por tribus bárbaras provenientes del norte, y en la horrible confusión y devastación ocasionada, Ptolomeo Keraunos perdió la vida.

Alejandría

Ptolomeo hizo de Alejandría su capital y desde ella gobernó, al igual que los demás Ptolomeos que le sucedieron. En realidad, Alejandría representaba casi todo el Egipto que contaba algo, en lo que concernía a los extranjeros. Para los egipcios, en cambio, apenas era una parte de Egipto. Los Ptolomeos respetaban las costumbres egipcias y rendían pleitesía, al menos de palabra, a todos los dioses egipcios; nunca hubo una rebelión realmente seria contra la dinastía extranjera, como las habidas contra los hicsos, los asirios y los persas. Sin embargo, para los egipcios, Alejandría era un pequeño rincón no egipcio. Era gobernada según las costumbres griegas y estaba llena de griegos y judíos (estos últimos llegaban libremente como inmigrantes desde Judea, que en aquella época formaba parte del reino egipcio).

Quizá esto fuese incluso algo bueno desde el punto de vista de los egipcios. Al aislar a los griegos en la capital, el resto del país resultaba ser tanto más egipcio.

Así pues, podríamos decir, según la cuenta de la vieja, que Alejandría, bajo los Ptolomeos, era griega en un tercio, en un tercio judía y en el otro egipcia. Considerando su prosperidad, su sofisticación, su cosmopolitismo y su carencia de historia antigua, Alejandría era la Nueva York de la época.

Ptolomeo I y su hijo Ptolomeo II no se contentaron simplemente con hacer de Alejandría una ciudad grande, populosa y próspera. Ambos se afanaron en convertirla en un centro de saber, y en esto tuvieron éxito. (Los dos primeros Ptolomeos estuvieron tan a la par en esto que es difícil precisar con exactitud cuáles fueron los logros de uno y cuáles los del otro).

Ptolomeo I fue escritor, y elaboró una biografía de Alejandro Magno, de estilo directo y sin pretensiones. El hecho de que la biografía se perdiese —era una biografía basada en un conocimiento de primera mano— es una de las grandes pérdidas del saber. Sin embargo, un historiador griego, Amano, que escribió cuatro siglos y medio después, elaboró una biografía de Alejandro que se basa en su mayor parte en la de Ptolomeo. La biografía de Amano ha sobrevivido, y a través de ella poseemos indirectamente la de Ptolomeo.

Ptolomeo I heredó la biblioteca del gran filósofo griego Aristóteles, y no escatimó esfuerzos para ampliarla. Contrató a un erudito ateniense para que supervisase la organización de una gran biblioteca, que con el tiempo se convertiría en la mejor y más famosa del mundo antiguo; una biblioteca que no sería igualada y mucho menos superada, hasta diecisiete siglos después, hasta que la invención de la imprenta generalizó el uso del libro.

Junto a la biblioteca había un templo dedicado a las Musas (Mouseion en griego, Museum en latín, es decir, Museo) en el que los sabios podían trabajar en paz y sin molestias, libres de impuestos y mantenidos por el Estado. Atenas, que hasta entonces había sido el centro del saber griego, perdió terreno ante Alejandría en todos los campos, excepto en el de la filosofía. Los intelectuales iban a donde había dinero (como sucede hoy con la «fuga de cerebros», debida a la cual los intelectuales y profesionales europeos se marchan a Estados Unidos). En su apogeo, se dice, el Museo hospedaba a 14.000 estudiantes, por lo que el establecimiento era como una gran universidad, aun para las medidas de hoy.

Fue en Alejandría donde Euclides elaboró su geometría, donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra sin abandonar Egipto, donde Herófilo y Erasístrato realizarán enormes progresos en anatomía, y Ctesibio perfeccionó y depuró el reloj más ingenioso de los tiempos antiguos, que funcionaba con agua.

La ciencia alejandrina era de inspiración principalmente griega, pero la tecnología egipcia también contribuyó. Si Egipto estaba menos versado que Grecia en la teoría, estaba más capacitado en las cuestiones prácticas. Largos siglos de experimentación en el campo de los embalsamamientos habían dado lugar a gran cantidad de información y saber en química y medicina.

Los eruditos griegos no dudaron ni un momento en adoptar los conocimientos egipcios. Para los egipcios, Tot, el dios con cabeza de Ibis, era el depositario de toda la sabiduría, y los griegos lo asociaron a su propio dios Hermes. Hablaban de Hermes Trismegisto («Hermes Tres veces grande»), y bajo su divino amparo rebosaba la ciencia que ahora llamamos alquimia.

El primer investigador de importancia en la «jemeia» greco-egipcia, que conocemos por su nombre, fue Bolos, de Mendes, ciudad del delta del Nilo. Escribió hacia el 200 a. C. y utilizó el nombre de Demócrito como pseudónimo, por lo que con frecuencia se le cita como Bolos-Demócrito.

Bolos aceptó la creencia, que probablemente prevalecía en esa época, de que los diferentes metales pueden convertirse el uno en el otro, y basta sólo descubrir los métodos adecuados. La conversión del plomo en oro («transmutación») siguió siendo una meta inalcanzable para los estudiosos durante los dos mil años siguientes.

Aunque los Ptolomeos siguieron siendo griegos en el idioma y en la cultura, se cuidaron también de fomentar la cultura egipcia. Así, por ejemplo, fue Ptolomeo II quien patrocinó la historia de los egipcios de Manetón, y el que realizó un viaje de exploración por el legendario Nilo.

Los Ptolomeos respetaron también la religión egipcia. En realidad, trataron de fomentar un tipo de religión que fusionase las formas egipcias con las griegas, y produjese algo que pudiese relacionarse particularmente con ellos mismos. Así, Osiris, junto a su manifestación terrenal, el toro, Apis, se convirtió para los griegos en Serapis. Se le relacionó además con Zeus, y Ptolomeo I construyó un magnífico templo en su honor en Alejandría, al que se llamó Serapeion, Serapeum en latín.

Ptolomeo II llevó su observancia de las costumbres egipcias hasta tal punto que revivió la costumbre faraónica de los matrimonios entre hermanos y hermanas. Cuando se casó por segunda vez, lo hizo con su hermana Arsínoe, que anteriormente había estado casada con su medio hermano Ptolomeo Keraunos. Por este matrimonio —muy feliz y bien avenido— Arsínoe sería conocida por «Filadelfos» («la que ama a su hermano»), sobrenombre que fue aplicado luego a Ptolomeo II (tras su muerte). Tanto Ptolomeo como Arsínoe eran bastante maduros por aquel entonces, y no tuvieron hijos.

Incluso los judíos recibieron su parte de esta protección ptolemaica. En realidad, los judíos parecen haber sido objeto de una divertida curiosidad por parte de los primeros Ptolomeos. Se los consideró un pueblo de antigua historia, con un conjunto de extraños pero interesantes libros sagrados. Ptolomeo I conoció lo suficientemente bien, al parecer, las costumbres judías como para atacar Jerusalén en sábado, sabiendo que estaría desprotegida. Los Ptolomeos permitieron a los judíos conservar sus propias costumbres y gozar de cierta dosis de autogobierno en Alejandría; aunque esta medida no era del todo popular entre los griegos.

El medio alejandrino se hizo tan grato para los inmigrantes judíos, que el griego se convirtió pronto en su idioma, olvidando el arameo, que se hablaba en Judea, y el hebreo, en el que estaban escritos los libros sagrados. Los libros sagrados fueron olvidados mientras esta situación pudo continuar. De ahí que, bajo el patrocinio de Ptolomeo II, se trajeran estudiosos de Judea para asesorar en la traducción de estas escrituras al griego.

La traducción griega de la Biblia es conocida como la de los Setenta, pues según la tradición fue traducida por setenta sabios.

Cuando, finalmente, la Biblia apareció en latín, su primera versión provenía de la de los Setenta. Así, en los primeros tiempos del cristianismo se utilizó la versión de los Setenta, en griego o en latín, versión que se hizo posible gracias a los Ptolomeos, desempeñando un importante papel en la historia cristiana.

Ptolomeo II tampoco olvidó su herencia macedonia. Hizo trasladar el cuerpo del gran Alejandro de Menfis a Alejandría, edificando un monumento especial para conservarlo.

Gracias a la ilustrada actividad de Ptolomeo I y de Ptolomeo II, Alejandría se convirtió no sólo en el centro comercial del mundo griego, sino, también, en su centro intelectual. Y seguiría siéndolo durante nueve siglos.

El apogeo de los Ptolomeos

Ptolomeo II se interesó por expandir y continuar la prosperidad de Egipto. Durante su reinado, el sistema de canales, del que dependía la agricultura egipcia, fue llevado a un alto grado de eficiencia. Puso de nuevo en funcionamiento el canal que unía el Nilo al mar Rojo; exploró el Alto Nilo, implantó guarniciones y fundó ciudades en el mar Rojo, en la orilla egipcia y en la de enfrente, en la costa de Arabia, para proteger el comercio.

Modificó también la política faraónica primitiva respecto del lago Moeris. En vez de tratar de mantener el nivel alto, lo drenó parcialmente y lo dispuso todo para que el suelo fértil que había quedado expuesto pudiese ser regado mediante una amplia red de canales conectada con el Nilo. La población aumentó en esa zona, y las ciudades se multiplicaron. La región continuó progresando, convirtiéndose en la más rica provincia de una tierra ya rica durante unos cuatro siglos.

Para proteger la navegación por el Mediterráneo, Ptolomeo II construyó un faro en el puerto de Alejandría, en la isla Faros, con un coste de 800 talentos (al menos dos millones de dólares en moneda actual), el mayor del mundo antiguo. Los maravillados griegos lo consideraron una de las «siete maravillas del mundo». Tenía una base cuadrada de 100 pies por cada lado, y en su cúspide (algunos dicen que tenía de 200 a 600 pies de altura) había un fuego perpetuamente encendido. El faro estaba coronado por una gran estatua de Poseidón, el dios del mar. Se suponía que una hoguera de leña, siempre encendida, sería visible a una distancia de veinte millas. Los detalles de su arquitectura nos son desconocidos, salvo por lo que se ve en algunas monedas ptolemaicas que han llegado hasta nosotros, ya que quince siglos después de su construcción, el faro quedó totalmente destruido por un terremoto.

Con todo, la rivalidad entre los Ptolomeos y los Seleúcidas continuó. A Seleúco I le sucedió su hijo Antíoco I, y los hijos se enfrentaron entre sí con casi igual hostilidad. Entre el 276 y el 272 a. C. combatieron la «Primera Guerra Siria», en la que Ptolomeo II resultó vencedor al final, por lo que pudo extender su dominio sobre Fenicia y sobre partes del Asia Menor. Entre el 260 y el 255 a. C. se combatió una nueva «guerra siria», la Segunda, con Antíoco II, tercer rey seleúcida. Esta vez los egipcios fueron menos afortunados, y algunas de las ganancias de la Primera se perdieron.

En aquella época, se concedió quizá poca atención a uno de los pasos más importantes dados por Ptolomeo II en política exterior. En Italia, una ciudad llamada Roma había ido apoderándose paulatinamente de gran parte de la península. En la época en que Ptolomeo II llegó al trono, Roma controlaba toda Italia central y amenazaba a las ciudades griegas del sur de la península.

Los griegos llamaron a Pirro para que los ayudara. Éste era un general macedonio, pariente lejano de Alejandro Magno. Pirro, que era un general capacitado y amante de la guerra, respondió entusiásticamente, y utilizó a sus falanges y a algunos elefantes de guerra que llevó con él a Italia (un truco que Alejandro había aprendido mientras luchaba en la India) para derrotar dos veces a los romanos. Sin embargo, los romanos insistieron tenazmente, y en el 275 a. C. lograron derrotar finalmente a Pirro, expulsándolo de Italia. Hacia el 270 a. C. habían ocupado todas las ciudades griegas del sur de la península.

Ptolomeo II no se dejó ofuscar por su simpatía hacia los griegos. Pensaba que los romanos eran una nación en auge y que sería mucho mejor estar con ellos que contra ellos. Así, pues, se alió con los romanos, y afianzó la alianza cuando Roma entró en guerra con Cartago a propósito de Sicilia. En verdad, la alianza llegó a ser una tradición para Egipto, alianza a la que los Ptolomeos nunca renunciaron.

Ptolomeo II murió en el 246 a. C. Le sucedió su hijo mayor Ptolomeo III. De nuevo Egipto tuvo un gobernante vigoroso y esclarecido. Recuperó Cirene, que durante algunos años había logrado independizarse de Egipto.

Pero la eterna discordia con los seleúcidas continuó en pie, exacerbada esta vez por problemas familiares.

Al término de la Primera Guerra Siria, Ptolomeo II había dado en matrimonio a su hija Berenice, hermana del joven príncipe que con el tiempo sería Ptolomeo III, a otro joven príncipe que con el tiempo iba a ser Antíoco II.

Antíoco II murió el mismo año que Ptolomeo II, por lo que Ptolomeo III, al subir al trono, esperaba ver al hijo de su hermana convertirse en el cuarto rey seleúcida. Sin embargo, Antíoco II había tenido anteriormente una esposa que aún vivía. Esta mujer asesinó a Berenice y a su hijo, y el hijo de esta primera esposa reinaría con el nombre de Seleúco II.

Esto fue causa suficiente de guerra para Ptolomeo III. Con el fin de vengar a su hermana, se dirigió contra las posesiones seleúcidas, en lo que fue la Tercera Guerra Siria. Llegó hasta Babilonia, ocupándola temporalmente. Ningún monarca egipcio, en toda la larga historia del país, se había aventurado tan lejos del Nilo, y esta campaña representa el momento culminante del poderío Ptolemaico. Por primera vez desde los tiempos de Ramsés II, mil años antes, Egipto volvía a ser la primera potencia del mundo.

Sin embargo, Ptolomeo III se dio cuenta de que esta incursión era en el fondo algo poco realista. En realidad, no pensó nunca que podría controlar indefinidamente el país que había ocupado temporalmente. Decidió retirarse voluntariamente, abandonando el núcleo del imperio seleúcida a los Seleúcidas, conservando solamente esas partes cercanas a Egipto que, según pensaba, podía controlar con ventaja.

Se trajo consigo algunas de las estatuas y objetos religiosos que habían sido llevados allí por Cambises tres siglos antes y volvió a colocarlos en su sitio. Los agradecidos egipcios le concedieron el sobrenombre de Evérgetes («el benefactor»), y es así, como Ptolomeo III Evérgetes, como mejor se lo conoce en la Historia.

Hay una leyenda al respecto según la cual, durante la campaña de Ptolomeo contra los Seleúcidas, la reina, una princesa cirenaica llamada también Berenice, rezó para que volviese sano y salvo, y, para reforzar sus plegarias se cortó la cabellera y la ofreció a los dioses en un templo dedicado a Afrodita. Pero alguien robó la cabellera, y para consolarla, un astrónomo griego le dijo que había sido llevaba al cielo por los dioses, y señaló algunas débiles estrellas que, afirmaba, eran su cabello. Se dice aún que estas estrellas representan la constelación de «Coma Berenices», o «Cabellera de Berenice».

El vigor bélico de Ptolomeo se extendió asimismo en otras direcciones: avanzó hacia el sur y penetró en Nubia, como ya habían hecho en alguna ocasión los faraones en tiempos que, ya para aquel entonces, eran muy remotos.

Pero Ptolomeo III tampoco descuidó las actividades pacíficas. Continuó ayudando al Museo con todo el entusiasmo que había caracterizado a su padre y a su abuelo. Durante su reinado la Biblioteca alcanzó quizá los 400.000 volúmenes y ordenó que todos los viajeros que llegasen a Alejandría prestasen sus libros para que fuesen copiados. Ciertamente, todos los Ptolomeos, incluso los peores, fueron entusiastas protectores de las artes.

Ptolomeo III continuó con la política de favorecer a los judíos. Les concedió la plena ciudadanía alejandrina, sobre bases iguales a las de los griegos (en una época en que esto se denegaba incluso a los egipcios nativos). De hecho, a su vuelta de la campaña contra los Seleúcidas, Ptolomeo III, en el curso de un estudiado programa de acción de gracias hacia todos los dioses de los pueblos sobre los que gobernaba, hizo sacrificios, de manera adecuada, en el Templo de Jerusalén.

Cuando Ptolomeo III murió, en el 221 a. C., Egipto había gozado de 111 años de gobierno prudente y beneficioso, desde el momento en que Alejandro Magno había aparecido por primera vez en Pelusio. Lo que constituía un récord que difícilmente podía tener parangón en cualquier época anterior en la que reinaron nativos. Sucesivamente, Alejandro, Cleomenes y tres Ptolomeos habían salvaguardado la seguridad, prosperidad y paz interna de Egipto.

Pero ahora, los grandes días estaban llegando a su fin una vez más.

El declive de los Ptolomeos

Sucesor de Ptolomeo III fue Ptolomeo IV, hijo mayor del gran Evérgetes, el cual se proclamó enseguida a sí mismo Filópater, «el que ama a su padre». Como el primer acto de su reinado consistió en ejecutar a su madre (la Berenice cuya cabellera se recuerda en los cielos) y a su hermana, el hecho de que adoptase el sobrenombre mencionado tiene un sentido cínico, que oculta una completa carencia de amor familiar.

Sin embargo, quizá no fue así. Al faltar documentos completos como los que tenemos de otros acontecimientos históricos, tenemos que basarnos en ocasiones en habladurías, y la habladuría más proclive a sobrevivir es siempre la más interesante; es decir, la más chocante.

El nuevo Ptolomeo fue, según parece, un monarca débil, amante del lujo, que dejó el gobierno en manos de sus ministros y favoritos. Esto fue especialmente nefasto para Egipto, pues en el imperio seleúcida acababa de subir al trono, en el 223 a. C., un monarca vigoroso y ambicioso: Antíoco III, hijo menor de Seleúco II.

Decidido a hacer pagar las derrotas sufridas por su padre a manos de Ptolomeo III, Antíoco III atacó a Egipto, en la Cuarta Guerra Siria, casi inmediatamente después de la muerte del gran Ptolomeo. En un primer momento Antíoco III llevó la iniciativa, pero en el 217 a. C. se enfrentó al grueso del ejército, con el propio Ptolomeo IV a la cabeza, en Rafia, junto a la frontera egipcia. Ambos bandos poseían elefantes. Antíoco tenía elefantes asiáticos, y Ptolomeo, africanos, más grandes pero menos dóciles. Ésta fue la única batalla en que se enfrentaron ambas especies. Los elefantes asiáticos resultaron victoriosos, pero el ejército asiático fue derrotado. El ejército egipcio consiguió una aplastante victoria, y durante algún tiempo pareció que continuaba la suerte de los Ptolomeos.

Sin embargo, presionado por el avance seleúcida, el Gobierno egipcio había permitido que se armase a los propios egipcios nativos. Ésta fue una decisión equivocada. El dominio ptolemaico no era ya lo que había sido en tiempos pasados, y los soldados egipcios comenzaron a permitirse rebeliones ocasionales, aunque ninguna revistiera especial gravedad.

Ptolomeo IV y sus ministros trataron de mantener la situación. Mientras vivió Ptolomeo IV, Egipto continuó bajo control, y Antíoco III prefirió ocuparse de otros lugares.

Ptolomeo IV tenía una afición poco usual. Le gustaba construir barcos inmensos, demasiado grandes como para ser de alguna utilidad, por su incomodidad y falta de maniobrabilidad. El mayor barco que poseía tenía 420 pies de longitud y 57 de anchura. Contaba con cuarenta bancos de remos, con una verdadera ciudad de cuatro mil hombres que manejaban los cuatro mil remos. Debía de parecer un gigantesco superciempiés. Por supuesto, sólo servía para enseñarlo, pues habría ido al encuentro de un desastre inmediato en caso de guerra.

El reinado de Ptolomeo IV fue testigo también de un triste incidente, que señaló la decadencia griega.

Desde la época de Filipo II de Macedonia las ciudades griegas habían estado dominadas por este reino septentrional. Los intentos de las ciudades griegas para liberarse individualmente, fracasaron siempre. Cuando intentaron formar «ligas», éstas acabaron luchando entre sí, e invariablemente los vencidos se volvían hacia Macedonia.

En el 236 a. C., cuando Ptolomeo III ocupaba aún el trono de Egipto, un rey reformador, Cleomenes III, accedió al poder en Esparta, y soñó con volver a hacer de la ciudad lo que había sido antaño, un siglo y medio antes, en los días en que era la potencia dirigente de Grecia. La Liga Aquea (una unión de ciudades situadas al norte de Esparta) luchó contra Cleomenes, y cuando fue derrotada por éste, buscaron ayuda en Macedonia, perdiendo así la última oportunidad de independencia para Grecia. En el 222 a. C. los macedonios aplastaron a Cleomenes y a sus espartanos. El rey y algunos otros pudieron escapar a Egipto.

Ptolomeo III los acogió amablemente, quizá porque los consideraba instrumentos útiles en caso de guerra contra Macedonia. Sin embargo, cuando Ptolomeo IV llegó al trono, vio en Cleomenes tan sólo una carga, y lo colocó bajo un virtual arresto domiciliario en Alejandría.

Cleomenes, irritado por lo que no era evidentemente más que un encarcelamiento, aprovechó una ocasión, en el 220 a. C., cuando Ptolomeo IV estaba ausente de Alejandría, y se escapó. A continuación trató de levantar a los griegos de Alejandría contra Ptolomeo y empujarlos a que establecieran un gobierno libre según el viejo estilo griego. Pero las masas sólo se asombraron ante este tipo singular que vociferaba cosas incoherentes, pues ya no sabían lo que significaba la libertad. Cleomenes nació fuera de su época, al final se dio cuenta de ello y se suicidó.

Ptolomeo IV murió en el 203 a. C. Por primera vez los Ptolomeos carecían de un heredero adulto. El príncipe que le sucedió era un niño de cinco años, Ptolomeo V, que fue llamado Ptolomeo Epifanes, o «manifestación de Dios», aunque el pobre niño era cualquier cosa menos eso. El Gobierno egipcio quedó paralizado por las disputas entre los funcionarios por el poder, y los nativos aprovecharon la ocasión para rebelarse.

Por si esto fuera poco, Antíoco III se dio cuenta inmediatamente de que había llegado su oportunidad. Desde la batalla de Rafia había estado ocupado en varias campañas en las regiones orientales de lo que en otro tiempo fuera el imperio persa, regiones conquistadas por Alejandro y heredadas por Seleúco I. Hacía poco tiempo que habían recuperado la independencia, pero ahora Antíoco III las había obligado a someterse de nuevo, y su imperio, al menos sobre el papel, era inmenso. Decidió hacerse llamar Antíoco el Grande.

Cuando Ptolomeo IV murió y el nuevo faraón resultó ser un niño de cinco años, Antíoco entró en tratos inmediatamente con Filipo V, que entonces reinaba en Macedonia. Se aliarían contra Egipto, vencerían fácilmente y se repartirían el botín. Filipo se adhirió codiciosamente a este plan y en el 201 a. C. dio comienzo la Quinta Guerra Siria.

Había, sin embargo, un factor con el que ambos reyes no habían contado, un país que se encontraba a Occidente: Roma.