Aunque Amasis debía su trono a una reacción antigriega, no podía volverse de espaldas a la realidad. Tenía que utilizar a mercenarios griegos, y los utilizó. Tenía que servirse de comerciantes griegos, e impulsó el crecimiento de Naucratis, convirtiéndola, de poco más que un campamento comercial, en una ciudad en el pleno sentido de la palabra. Necesitó la seguridad que le proporcionarían las alianzas con los griegos, y las acabó firmando.
En particular, se alió con la isla de Samos, en el mar Egeo, junto a la costa del Asia Menor. La isla era pequeña, pero en los últimos años del reinado de Amasis se dotó de una gran flota. Amasis, que aún controlaba Chipre, pudo utilizar, por su parte, la flota de Samos. De hecho, se casó incluso con una mujer griega de la ciudad de Cirene.
Todas estas atenciones hacia los griegos tuvieron que ver con la amenaza que provenía del este —aunque en los primeros años del reinado de Amasis la amenaza parecía haber perdido intensidad—. Ese fastidioso viejo de Nabucodonosor murió finalmente en el 561 a. C., y sus sucesores fueron débiles, pacíficos o ambas cosas a la vez. Durante un cuarto de siglo Caldea no representó en absoluto un problema para Egipto; en realidad, fue un cómodo vecino.
No hay nada más seguro que un vecino en declive, y toda una nación que considere importante su propio interés trata en el fondo de preservar la integridad de ese vecino. Necao había tratado de apuntalar a la moribunda Asiria, y ahora Amasis trató de rendir el mismo servicio a la moribunda Caldea.
Caldea se moría, sin ninguna duda, apenas medio siglo después de haber alcanzado la gloria y el poderío. En tiempos de la caída de Asiria dos conquistadores, Caldea y Media, se habían repartido el botín. Caldea había ocupado el rico valle del Tigris-Éufrates y todo lo que pudo agarrar hacia el oeste. Media se había contentado con la franja de territorio más extensa pero menos desarrollada, y mucho más pobre, que estaba situada al norte y al este de Caldea. A lo largo de setenta y cinco años Media había tenido un régimen muy pacífico y no expansionista.
Pero al sur de Media existía una provincia, exactamente al sureste de Babilonia, que sería conocida por los griegos como Persis, y por nosotros por Persia. Los persas estaban estrechamente emparentados por lengua y cultura con los medos.
Hacia el 560 a. C., un jefe persa de ilimitada ambición y habilidad comenzó a ser conocido. Su nombre era Ciro.
Ciro, evidentemente, tenía puestos los ojos en el trono medo, y para ello contaba con la ayuda de Nabonido, rey de Caldea, que, sin duda, deseaba fomentar la guerra civil en su gran vecino septentrional. En el 500 a. C., Ciro marchó contra la capital meda, la ocupó en una sola campaña y se sentó en el trono del Imperio medo, que desde ahora sería conocido como Imperio persa.
Nabonido se percató demasiado tarde de que al ayudar a Ciro había obrado erróneamente. Lo que éste deseaba (y, por lo general, deseaban todas las naciones en tales circunstancias) era que estallase una prolongada guerra civil que debilitara a ambos bandos y disminuyese el poderío de la nación durante generaciones. La rápida victoria de Ciro había sustituido a un tranquilo y estancado monarca por otro vigoroso y marcial. Nabonido trató de ayudar a cualquier nación que se ofreciese a contrarrestar a Ciro; pero era ya demasiado tarde.
En el 547 a. C., Ciro derrotó a los lidios del Asia Menor occidental, y toda la península fue incorporada a sus dominios, incluidas las ciudades griegas de la costa.
En el 540 a. C., Ciro se dirigió hacia la propia Caldea. Su afortunada carrera continuó, y en el curso de un año había ocupado Babilonia y puesto fin a la breve existencia del Imperio caldeo. Ciro murió en el 530 a. C., durante la lucha por extender su imperio hacia el interior del Asia Central. A veces se le llama Ciro el Grande, y es un calificativo merecido, pues no fue simplemente un conquistador, sino también un hombre humanitario que trató tolerantemente a aquellos a los que conquistaba.
A la muerte de Ciro, el Imperio persa abarcaba todos los grandes centros de civilización de Asia occidental y también grandes partes de las regiones donde habitaban los nómadas. Había erigido, pues el mayor imperio que el mundo mediterráneo había visto nunca.
Mientras, en Egipto, Amasis había contemplado con horror el desarrollo de este imperio. El recuerdo de Siria y Caldea se tornaba insignificante ante este nuevo coloso. Amasis había hecho todo lo que pudo para impedir su crecimiento, apoyando uno detrás de otro a todos los enemigos de Ciro, pero había fracasado siempre. Ahora Egipto se hallaba solo y desamparado en la trayectoria persa, y Persia (como anteriormente Asiria y Caldea) no estaba dispuesta a ser clemente con la nación que había intrigado constantemente contra ella.
Pero la buena estrella de Amasis, que primero lo había llevado hasta el trono, y luego le había dado un reinado de cuarenta y cuatro años sobre un Egipto próspero, continuó hasta el final. Cuando Persia ya estaba lista para el golpe y Egipto temblaba ya frente a lo que le esperaba, Amasis murió, en el 525 a. C., demasiado pronto como para ver a los persas asestar el golpe. Su hijo, que heredó el trono y que tomó el nombre de Psamético III, fue quien tuvo que enfrentarse al peligro.
Cambises, hijo de Ciro, sucedió a su padre en el trono persa. El nuevo monarca había gobernado ocasionalmente, en Babilonia, cuando su padre había estado ausente en campaña. En esta ocasión se aprestó a dar el siguiente paso lógico de la política expansiva persa: una acción definitiva contra Egipto.
Las fuerzas egipcias se hallaban estacionadas en una fortaleza en la costa mediterránea, al este del Delta. Se llamaba Per-Amén, o Per-Amón, es decir, «morada de Amón», pero la conocemos mejor por su nombre griego posterior, Pelusio, que significa «ciudad de barro». No lejos de allí había sido donde el ejército asirio de Senaquerib había tenido que afrontar una resistencia lo suficientemente firme como para verse obligado a volver sobre sus pasos, pero esto apenas había representado más que una escaramuza para un ejército que se encontraba muy ocupado en otras partes.
Ahora Pelusio iba a sufrir su primer y verdadero bautismo de fuego, y ello tuvo desastrosas consecuencias para Egipto. Cambises, simplemente, arrolló al ejército egipcio, lanzándolo desordenadamente a una precipitada huida, y ésta fue toda la lucha que hubo. Tras eso, avanzó contra la atemorizada Menfis, y una vez más Egipto se encontró bajo una dominación extranjera.
No sabemos mucho sobre la estancia de Cambises en Egipto, salvo por lo que se refiere a lo que nos cuenta Heródoto, y éste (que visitó Egipto aproximadamente un siglo después) consiguió su información de un clero egipcio nacionalista que era amargamente antipersa. Por tanto, su retrato de Cambises es la imagen groseramente exagerada de un tirano cruel y medio loco que se complacía en profanar deliberadamente lo que los egipcios consideraban sagrado, y en burlarse de las costumbres de éstos.
Por ejemplo, mientras Cambises estaba en Egipto, los egipcios descubrieron un toro que presentaba los requisitos, más bien exigentes, que los calificaban como Apis, manifestación terrenal del dios Osiris. Naturalmente, el toro es un símbolo frecuente de fertilidad, y el hallazgo de Apis significaba la promesa de buenas cosechas y de tiempos felices. Por tradición, Apis era saludado con gran júbilo y se le tributaban honores divinos.
Cambises (también según Heródoto), al volver de una expedición desastrosa, halló a los egipcios en fiestas y se imaginó que estaban celebrando su derrota, por lo que montó en cólera. Al comunicársele que el júbilo tenía su razón de ser en el hallazgo de Apis, Cambises, con gran desprecio hacia ese dios, desenvainó su espada e hirió al toro.
A nosotros esto nos parece una atrocidad leve (si pensamos en las que se cometen en nuestros días), pero para los egipcios representó un acto mucho más horroroso que el de la propia conquista de su país. Lo más probable, en realidad, es que esto sea pura leyenda, y que Cambises gobernara Egipto tan razonablemente como puede esperarse de un dominador.
Cambises no tenía la intención de limitarse a Egipto. Aceptó la sumisión de los libios del oeste del Nilo, y la de la ciudad griega de Cirene, que medio siglo antes había resistido el asalto de Haibria. Después había vuelto sus ojos hacia Nubia, en el sur (y quizá incluso hacia la colonia fenicia de Cartago, más hacia el oeste). Marchó hacia el sur, penetrando en Nubia, y saqueó de paso Tebas (como había hecho Asurbanipal siglo y medio antes). Se las arregló para colocar la mitad septentrional de Nubia bajo control persa antes de retornar para reponer sus fuerzas y acumular nuevos pertrechos. (Las fuentes utilizadas por Heródoto, que eran hostiles a los persas, transformaron esto en la desastrosa derrota que dio lugar a la atrocidad cometida contra Apis).
No hay duda de que Cambises habría proseguido su victoriosa carrera, pero en su país estalló una disputa dinástica. Un impostor, que decía ser el hijo mayor de Ciro, se autoproclamó rey. Cambises volvió precipitadamente para enfrentarse a él, pero murió en el camino. (El desfavorable relato de Heródoto insinúa que pudo haberse suicidado tras haberse vuelto loco por influencia de los dioses, ofendidos por su sacrilegio).
Los monarcas de Persia se cuentan entre las dinastías egipcias como la XXVII, y esta vez la dinastía era verdaderamente extranjera. No era como las dinastías libia y nubia, que fueron egipcias en todo excepto en su origen; o como la de los hicsos, que se egiptizaron. Ni era como los asirios, que estuvieron presentes sólo breve y efímeramente.
¡No! La Dinastía XXVII fue realmente extranjera, y gobernó con mano dura.
No hay duda de que la dominación persa resultó beneficiosa por varios conceptos. Así, una vez pasados los pocos meses de confusión que siguieron a la muerte de Cambises, un miembro de la familia real, Darío, se hizo con el control. Darío I gobernó durante treinta y cinco años (del 521 al 486 a. C.) y sin duda alguna fue el más capacitado de los reyes persas, por lo que a veces se le ha llamado Darío el Grande.
Este rey reorganizó su inmenso imperio, conduciéndolo hasta altas cotas de eficacia, y gobernó bien Egipto. Se las arregló para terminar el canal del Nilo al mar Rojo, que Necao había dejado inacabado, y el comercio egipcio floreció. De hecho, Egipto, bajo el dominio de Darío conservó sus antiguos modos de vida, fue tan próspero como nunca lo había sido bajo Ahmés, y el tributo que pagaba a los persas no era excesivamente opresivo. ¿De qué se quejaban los egipcios entonces?
Sin embargo, con tres mil años de historia a sus espaldas, los egipcios protestaban bajo un régimen extranjero, quizá por la única razón de que era extranjero. Así pues, esperaban su oportunidad. Antes o después, Persia acabaría estando ocupada en algún rincón de sus amplios dominios, y entonces podía llegar la hora.
El propio Darío coadyuvó a que estos deseos se cumplieran, al no ser capaz de resistirse a emprender nuevas conquistas de países extranjeros, con el fin de igualar las hazañas de sus predecesores. En el 515 a. C. cruzó el mar hasta Europa, conquistando y anexionándose regiones al norte de Grecia, subiendo río arriba por el Danubio.
Las ciudades independientes de Grecia se alarmaron mucho y, como autodefensa, se aprestaron a ayudar a todo movimiento que pudiese entorpecer o debilitar a Persia. En el 499 a. C., cuando algunas de las ciudades griegas del Asia Menor, que habían estado bajo dominio persa durante medio siglo, se rebelaron, las ciudades-Estado independientes de Grecia enviaron barcos a ayudarlas. El irritado Darío pudo dominar la revuelta, y determinó, además, castigar a Atenas por su injerencia, sin que mediase provocación alguna, en los asuntos internos persas.
En el 490 a. C., Darío envió una fuerza expedicionaria persa relativamente pequeña contra Atenas, donde, ante la sorpresa del mundo, fue derrotado por un ejército de atenienses incluso menor que el suyo, en la batalla de Maratón. Darío, más furioso aún, comenzó a planear una expedición de mayor envergadura.
Los egipcios habían estado observando cuidadosamente el curso de los acontecimientos. Las ciudades griegas del Asia Menor habían osado rebelarse contra el coloso persa. Ciertamente, habían sido aplastadas, pero posteriormente los atenienses habían resistido también a los persas y habían resultado victoriosos. Sin duda, las energías persas se consumirían completamente en vengar este insulto; y en cualquier caso, Darío era demasiado viejo y estaba demasiado enfermo como para multiplicarse en otras direcciones. Era la oportunidad esperada por Egipto.
De ahí que Egipto se rebelara como consecuencia de la batalla de Maratón; y al principio todo fue bien. En el 486 a. C. murió Darío, y había muchas razones para pensar que en la confusión de los primeros años de reinado del nuevo rey podría obtenerse de nuevo la independencia de Egipto.
El trono persa fue ocupado por Jerjes, hijo de Darío, que se vio enfrentado sin más con Atenas y con Egipto. Tenía que elegir. Había heredado de su padre los grandiosos deseos de venganza contra Atenas, pero Atenas era una pequeña ciudad, mientras que Egipto era una provincia grande, próspera y populosa. No había duda de que era más acertado ocuparse antes de Egipto.
Así pues, los planes de invasión de Grecia se suspendieron, y todo el poderío persa se volcó contra el infortunado Egipto, que fue derrotado y sometido de nuevo; pero esto llevó tres años a los persas, lo que significó una prolongada demora de los planes de Jerjes para invadir Grecia. La tregua de tres años fue bien aprovechada por los atenienses, que mejoraron y ampliaron notablemente su flota. Y fue esta flota la que permitió a los griegos derrotar a los persas en Salamina, en el 480 a. C., y romper el espinazo a los invasores.
El mundo actual, que hace derivar gran parte de su cultura de la antigua Grecia, encuentra en la victoria de la débil Grecia sobre la gigantesca Persia la repetición de una de esas maravillosas historias, de la que nunca nos cansaremos, en que los protagonistas son David y Goliat. La sorpresa y satisfacción que provocó la salvación de Grecia ha perdurado de generación en generación a lo largo de veinticinco siglos, pero aun así, y sin restarle mérito a la hazaña griega, es justo que puntualicemos que sin la desafortunada revuelta egipcia, la victoria griega no habría tenido lugar.
Egipto, que en varias ocasiones había empujado a sus pequeños vecinos a sacrificarse por el interés egipcio, en esta ocasión (por supuesto contra su voluntad y sin intención) se sacrificó por la causa griega. Nunca en su historia, quizá, prestó un servicio tan grande al género humano.
Pero con el sojuzgamiento de la rebelión, Egipto tampoco fue pacificado. Su pueblo, incitado por los sacerdotes, siempre estuvo presto a rebelarse. El momento crucial podría llegar con el fin del reinado persa, pues entonces existiría la posibilidad de que una reñida sucesión y una guerra civil no dejase tiempo a Persia para atender rebeliones lejanas. O, mejor aún, tal vez el nuevo monarca fuese un hombre débil sin interés por largas y fatigosas campañas para hacer volver al redil a las provincias lejanas.
Así pues, la muerte de Jerjes en el 464 a. C. marcó la señal para una nueva rebelión. Los elementos dirigentes fueron esta vez las tribus nómadas del desierto libio, que seguía siendo relativamente libres aunque estuviesen nominalmente bajo dominio persa. Uno de sus líderes, Inaros, llevó a sus fuerzas al Delta, donde se le unieron, de buen grado, multitud de egipcios. El virrey persa, hermano del difunto Jerjes, fue muerto durante una dura batalla, y Egipto pareció alcanzar de nuevo la independencia.
La posición egipcia parecía tanto más segura cuanto que Persia no carecía de problemas. Atenas, desde los días de Salamina, había mantenido una guerra continua contra Persia, lanzando constantes picotazos contra los límites del imperio. Tales acciones de los atenieneses no ponían en peligro, naturalmente, el núcleo del poder persa, pero mantenían a los persas demasiado ocupados como para emplear a todas sus fuerzas contra Egipto.
Además, a las primeras noticias de una revuelta egipcia, los barcos atenienses vinieron en ayuda de los rebeldes, desembarcando una fuerza expedicionaria.
Sin embargo, por desgracia para Egipto, el nuevo monarca persa resultó no ser un hombre débil. Se trató de Artajerjes I, hijo de Jerjes. Este envió una poderosa fuerza contra Egipto, que logró someter a los rebeldes, confinándolos a una isla del Delta. Aquí los rebeldes resultaron inexpugnables mientras los barcos atenieneses estuvieron con ellos, pero Artajerjes se las arregló para desviar el brazo de Nilo en el que se encontraba la isla, dejando a las barcas varadas e inutilizables. Acabaron siendo destruidos. Un segundo contingente de navíos atenienses resultó destruido en un cincuenta por ciento antes de que alcanzara el escenario de la lucha.
La rebelión fue dominada en el 455 a. C., la mayor parte de las fuerzas griegas fue aniquilada e Inaros capturado y ejecutado.
Todo este asunto representó un desastre de gran magnitud para Atenas, pero apenas se lo ha mencionado en la historia, en parte porque aconteció en plena «Edad de Oro» ateniense (en cierto sentido, la más importante de las «edades de oro» que el mundo haya visto nunca), y los sombríos colores de la derrota de Egipto se han diluido en la gloria de lo que estaba aconteciendo en una ciudad que estaba edificando el Partenón, escribiendo las tragedias más importantes del mundo, esculpiendo sus mejores estatuas y creando su más grande filosofía.
Con todo, la derrota ateniense trastocó su política exterior, desanimó a sus amigos, alentó a sus enemigos y ayudó a preparar el terreno para el desastre que habría de sepultarla medio siglo más tarde. Si la primera revuelta egipcia contra los persas había salvado a Atenas, la segunda contribuyó a arruinarla.
Egipto esperó de nuevo. Dos nuevos reyes persas surgieron y desaparecieron. Y, en el 404 a. C., el segundo de ellos, Darío II, murió. Esta vez se planteó una reñida sucesión. El hijo menor de Darío dirigió un ejército, compuesto de gran parte por mercenarios griegos, contra su hermano mayor. Pero el hermano mayor venció, llegando a gobernar con el nombre de Artajerjes II. Y mientras esto ocurría, Egipto tuvo tiempo de rebelarse, y esta vez con éxito, alcanzando una vez más una precaria independencia.
La independencia se prolongó durante sesenta años, en gran medida gracias a la ayuda griega. Como consecuencia de esto, los mercenarios griegos fueron particularmente numerosos en esta época, debido a que dos ciudades griegas, Atenas y Esparta, habían librado una terrible guerra, entre el 431 y el 404 a. C., en la que, finalmente, Esparta había resultado vencedora, estableciendo brevemente su supremacía sobre Grecia. El fin de la guerra había dejado sin empleo a gran número de soldados que no tenían gran cosa que hacer en una Grecia agotada y asolada por la larga contienda. Por consiguiente, se alquilaban de buen grado a egipcios o a persas.
En este último período de independencia gobernaron brevemente Egipto tres dinastías nativas. Fueron las Dinastías XXVIII, XXIX y XXX. Todas ellas esperaban un momento crucial, en el que Persia se sintiera lo bastante fuerte como para volver contra Egipto. Hacia el 379 a. C., cuando la Dinastía XXX llegó al poder, la invasión persa parecía inminente.
El primer rey de la Dinastía XXX fue Nectanebo I, que inmediatamente procedió a reforzar su posición obteniendo lo mejor que pudo encontrar en cuestión de mercenarios griegos. Contrató a Cabrias, general ateniense que contaba con un alentador currículum de victorias. Cabrias aceptó el cargo sin permiso de Atenas (que, por aquel entonces, no deseaba ofender a Persia). Reorganizó el ejército egipcio y lo instruyó en las tácticas modernas, convirtiendo al Delta en un campamento poderosamente defendido. Mientras tanto, los persas estaban reuniendo sus fuerzas en las fronteras.
Artajerjes vaciló, antes de atacar, al tener frente a él a Cabrias. Por lo que presionó con éxito sobre Atenas para que llamase al general. Cabrias fue obligado a abandonar Egipto, pero había hecho un buen trabajo. Cuando los persas atacaron se encontraron con tan firme resistencia que hubieron de retirarse, dejando libre a Egipto, Nectanebo I murió en el 360 a. C. siendo gobernante de una nación independiente y bastante próspera.
A Nectanebo le sucedió Teos, que tuvo que enfrentarse todavía al problema persa. Por aquel entonces, empero, la situación en Grecia había variado sorprendentemente. Esparta había sido derrotada por la ciudad griega de Tebas, y tras algunos siglos de hazañas militares, había sido reducida a la impotencia. En ese momento uno de sus dos reyes era Agesilao, uno de los mejores generales de la Grecia de entonces; con todo, no pudo salvar a Esparta. Tan desesperada era la situación de Esparta, que Agesilao, que en su juventud había dominado a Grecia y que incluso había dirigido una fuerza expedicionaria al Asia Menor para luchar, victoriosamente, contra el Imperio persa, se vio obligado a vender su talento, en un esfuerzo por obtener dinero con el que continuar luchando en defensa de la derrotada Esparta.
El orgulloso rey espartano se vio constreñido a servir como mercenario a cambio de una paga. Contratado por Teos, desembarcó en Egipto con un contingente de espartanos. Pero Teos se llevó un desengaño ante la presencia de este anciano (por aquel entonces Agesilao contaba unos ochenta años) marchito, débil y cojo. Teos se negó a ceder al viejo héroe el control total de las fuerzas armadas egipcias, y le obligó a mandar tan sólo a los mercenarios. Entre tanto Cabrias había vuelto y se había puesto al frente de la flota egipcia.
Teos se sentía ahora suficiente fuerte como para tomar la ofensiva contra Persia, que estaba decayendo progresivamente. En varias ocasiones tropas griegas se habían internado a su gusto en el país, y Artajerjes II, que estaba llegando al final de un reinado de cerca de medio siglo, estaba envejecido y se había tornado indeciso. El gigante, al parecer, se tambaleaba.
Así pues, las fuerzas egipcias penetraron en Siria. Pero había demasiados cocineros para un solo pastel. Pronto estalló la disensión entre atenienses, espartanos y egipcios, y el proyecto abortó. Además, por si fuera poco, uno de los parientes de Teos reclamó el trono, y cuando Teos ordenó a Agesilao que lo liquidase, el anciano espartano se negó acremente: él había venido a luchar contra los enemigos de Egipto, no contra los egipcios.
Teos se vio obligado a huir junto a los persas, y el nuevo pretendiente ocupó el trono de Egipto con el nombre de Nectanebo II. Agesilao había tenido ya bastante y decidió volver a Esparta, pero murió en Cirene en el viaje de regreso.
En el 358 a. C. Artajerjes II murió por fin; heredó el trono su hijo Artajerjes III, con el que Persia mostró un vigor inesperado.
Artajerjes III preparó su primer ataque contra Egipto en el 351 a. C., pero fue rechazado por los egipcios gracias también a su vanguardia compuesta por mercenarios griegos. Durante tres siglos los egipcios había utilizado a los griegos contra sus enemigos, pero esta era la última vez que iban a hacerlo con tanto éxito (cuando los griegos volvieron, lo hicieron como amos, no como servidores).
El monarca persa tuvo que posponer su segundo ataque a causa de las revueltas de Siria y de las continuas incursiones de los piratas griegos. Le costó mucho reprimir a los revoltosos y restablecer la paz. En el 340 a. C. marchó contra Egipto de nuevo, esta vez encabezando él mismo el ejército.
En gran parte, se trató de una lucha de griegos contra griegos, pues hubo mercenarios por ambos lados. Tras una dura batalla, los griegos del lado persa resultaron vencedores sobre los griegos del lado egipcio, en la batalla de Pelusio. Cerca de dos siglos antes los persas mandados por Cambises habían ocupado todo Egipto tras una única batalla en ese mismo lugar, y ahora los persas dirigidos por Artajerjes III habían hecho lo mismo. Una vez penetrada la dura corteza de Pelusio no había nada detrás de ella que pudiese detener a los persas con eficacia.
Nectanebo II huyó a Napata, para acogerse a Nubia. Tuvo el triste honor de ser el último gobernante autóctono de todo Egipto, terminando con él una historia que había comenzado con Menes unos tres mil años antes.
Manetón, que escribió medio siglo después, finaliza la enumeración de las dinastías con Nectanebo II. Sin embargo, nosotros continuaremos.
Artajerjes III restableció en Egipto el dominio persa, con gran crueldad. Pero tampoco Persia iba a durar mucho. Y en Grecia iban a tener lugar grandes y sorprendentes acontecimientos.
A lo largo de siglos las ciudades griegas habían luchado entre sí, y hacia el 350 a. C. aproximadamente la lucha había quedado en tablas. Ninguna ciudad era capaz de dominar a las restantes. Atenas, Esparta y Tebas lo habían intentado, en ese orden, pero habían fracasado completamente.
Algunos griegos comenzaban a pensar que las distintas ciudades se estaban arruinando mutuamente, y que sólo una guerra exterior —sólo una guerra combatida unitariamente, una «guerra santa»— contra el enemigo común, Persia, podía salvarlas.
Si esto era así, por fin, ¿quién iba a dirigir la cruzada? Por supuesto, el vencedor de la contienda entre las ciudades, pero no había tal vencedor, y parecía que nunca iba a haberlo.
Y no lo había, al menos entre las ciudades-Estado.
En el norte el Grecia, sin embargo, estaba Macedonia, pero los griegos lo despreciaban, por considerarlo semibárbaro. Es cierto que había tenido escasa importancia en los primeros tiempos de la historia griega. Durante el prolongado período en que las ciudades griegas lucharon contra Persia y derrotaron a sus ejércitos, Macedonia había permanecido bajo dominio persa e incluso había combatido del lado persa.
Sin embargo, en el 356 a. C., cuando Egipto daba sus últimas boqueadas como país independiente, accedió al trono de Macedonia un hombre poco frecuente. Este hombre, Filipo II, reorganizó el ejército macedonio e introdujo la «falange», cuerpo dispuesto en orden cerrado formado por soldados armados con equipo pesado, que habían sido instruidos, gracias a un entrenamiento continuo, a manejar a la perfección largas lanzas, por lo que cada agrupación parecía un puerco espín en movimiento.
Poco a poco, por medio de sobornos, mentiras, y acciones militares cuando éstos fallaban, Filipo se hizo con el control del norte de Grecia. En el 338 a. C., en una batalla decisiva en Queronea, junto a la ciudad griega de Tebas, derrotó a los ejércitos aliados de Tebas y Atenas, obteniendo el dominio sobre toda Grecia.
Ahora podía iniciarse la gran guerra santa contra Persia, pues el líder esperado había surgido ya. Filipo II fue elegido para esta tarea por las sometidas ciudades griegas. Pero en el 336 a. C., precisamente cuando iba a dar comienzo a la invasión, y cuando los primeros contingentes estaban cruzando el mar hacia Asia Menor, Filipo fue asesinado, como consecuencia de disturbios internos.
Por un momento, todo el proyecto se tambaleó, entonces tomó cartas en el asunto el hijo de Filipo, Alejandro III, que tenía veinte años. Las tribus y ciudades dominadas por Filipo consideraron que el advenimiento de un sucesor de veinte años era una señal suficiente para rebelarse, pero no pudieron haber cometido mayor error, pues acertaríamos en suponer que Alejandro III fue, en algunos aspectos, el menos corriente de los hombres. Por una parte, nunca perdió una batalla, incluso bajo las más arduas y desmoralizantes condiciones; y por otra, parecía no necesitar más que un momento para tomar decisiones (decisiones correctas, si juzgamos por los resultados). Llegó a mandar sobre algunos entre los mejores generales jamás reunidos antes en un solo ejército, y no tuvo dificultades en dominarlos a todos (en esto último sólo es comparable a Napoleón).
En los comienzos de su reinado Alejandro marchó rápidamente contra las tribus en rebelión, acabó con ellos de un certero golpe, arremetió luego, en el sur, contra Grecia, donde inmediatamente tomó el control de las ciudades. En el 334 a. C. dejó Grecia y se volvió hacia Asia.
Entre tanto, Artajerjes III de Persia había muerto en el 338 a. C. y, después de un período de disturbios, un amable alfeñique fue a parar al trono, en el 336; éste fue Darío III. Nadie podía hacer frente con éxito a Alejandro (pronto conocido por Alejandro Magno, y de todos los monarcas denominados el «Grande», Alejandro fue el único que lo fue más allá de toda discusión), pero Darío III no pudo ni siquiera intentarlo.
Las avanzadas persas, que se habían confiado excesivamente, fueron derrotadas inmediatamente en el río Granico, en el Asia Menor noroccidental.
Alejandro bajó por la costa del Asia Menor, penetrando luego hacia el interior, derrotando al grueso del ejército persa (muy superior en número al suyo, pero no en la calidad de las tácticas o de los mandos) en Issos, ciudad situada en la esquina noroccidental del Mediterráneo.
Luego bajó a lo largo de la costa siria, deteniéndose sólo para reducir a Tiro, tras un asedio de nueve meses (quizá el más duro enfrentamiento de su carrera, pero sin importancia en comparación con los trece años que empleó Nabucodonosor).
En el 332 a. C., Alejandro estaba en Pelusio, pero los egipcios no combatieron contra él en este lugar, como habían hecho (infructuosamente) contra Senaquerib, Cambises y Artajerjes III. Sólo hacía nueve años que Persia había derrotado a Nectanebo II y había bañado en sangre a Egipto, y el recuerdo de la derrota estaba aún fresco. Alejandro fue acogido por unos egipcios transportados por la alegría de la liberación. En realidad, parece que los egipcios intentaron un acercamiento a Alejandro cuando éste estaba aún en Issos, implorándole que salvase a su país.
Alejandro tuvo gran cuidado en no hacer nada que estropease esta primera impresión favorable. Se doblegó a las costumbres egipcias y realizó los sacrificios necesarios a los dioses, según los ritos locales. Trataba de que no lo considerasen un conquistador, sino un faraón egipcio.
Para facilitar el cumplimiento de este propósito, viajó hasta el oasis de Siwa, en Libia, a unas 300 millas a occidente del Nilo, donde existía un templo de Amón, muy venerado. Allí efectuó los ritos necesarios para su consagración como faraón, e incluso aceptó ser hijo divino de Amón, según la costumbre egipcia.
Esto suele interpretarse con frecuencia como un indicio de la megalomanía de Alejandro, de sus aspiraciones a la divinidad, pero como los egipcios no habrían aceptado a un faraón que no fuese a la vez dios, Alejandro no tenía otra elección razonable. No obstante, sentó un precedente, y los monarcas posteriores, seis siglos y medio después, cuando el mundo mediterráneo se convirtió al cristianismo, insistían, por lo general, en ser tratados como divinidades, aun cuando esto era algo que no estaba en absoluto de acuerdo con la primitiva tradición griega.
Los griegos equipararon a Amón, principal dios egipcio, debido a una tradición que databa de la Dinastía XI, diecisiete siglos antes, a su más importante dios, Zeus. De ahí que el templo de Siwa fuese dedicado a «Zeus-Amón» (o a «Júpiter-Amón», según la posterior versión romana).
Existe una relación especial entre este templo y la química moderna. El combustible es, como puede suponerse, muy escaso en el desierto, y los sacerdotes de Siwa utilizaban estiércol de camello. El hollín que quedaba tras la combustión en los muros y techos del templo contenía cristales salinos blancos que se llamaron, en latín, sal ammoniaca («sal de Ammón»). De estos cristales puede obtenerse un gas, y este gas se llamaría más tarde amoníaco.
¡De esta forma el gran dios de Tebas, al que Ajenatón había desafiado sin éxito y que Ramsés II había considerado segundo respecto de sí mismo, sobrevive hoy en el nombre de un gas mordiente, conocido por las amas de casa principalmente como componente de productos de limpieza!
Era evidente que Alejandro no podía quedarse en Egipto como faraón, ya que tenía que conquistar todavía el resto de Persia y muchos años de campaña por delante. Seleccionó a egipcios nativos para que gobernasen el país en su ausencia, pero no les entregó poderes económicos (pues el dinero sirve para financiar rebeliones). Puso el control de las finanzas en manos de un griego de Naucratis, un tal Cleomenes. Este hombre, con poder para imponer impuestos, fue el verdadero gobernante del país, aunque para salvar las apariencias ante los egipcios no tenía título alguno.
Antes de abandonar Egipto, Alejandro examinó un lugar en la desembocadura del brazo más occidental del Nilo, donde ya había una pequeña ciudad. Indicó dónde debían construirse los cimientos de un suburbio que debería alzarse al oeste de la ciudad. La antigua ciudad y el nuevo barrio, juntos, serían llamados Alejandría en honor de Alejandro. Tras la marcha de éste en el 331 a. C. Cleomenes se encargó de que se edificase la ciudad. Alejandro nunca volvería a ella. Fue proyectada por el arquitecto Dinócrates de Rodas, que la concibió con calles rectas que se cruzaban en ángulo recto.
Alejandro ordenó la construcción de muchas ciudades, casi todas ellas llamadas Alejandría, pero, con mucho, la más importante de todas fue la de Egipto. Alejandría se hizo cargo de las funciones comerciales de Naucratis que, como consecuencia, declinó. Y como la antigua ciudad mercantil de Tiro había sido destruida, a causa del asedio de Alejandro, Alejandría se convirtió en el centro comercial del Mediterráneo oriental, creciendo rápidamente hasta convertirse en una metrópoli que haría las veces de capital de Egipto. Desde entonces, las antiguas capitales de Menfis y Tebas irían declinando progresivamente.