8. El Egipto saítico

Los griegos

La segunda ocupación semita de Egipto (la asiria), tuvo lugar mil años después de la primera (los hicsos). La invasión asiria penetró más profundamente, pues alcanzó Tebas, pero no fue tan intensa. Los asirios se contentaron con gobernar a través de delegados egipcios renombrados por su hostilidad hacia los nubios. Su elegido fue un príncipe de Bajo Egipto llamado Necao. Prisionero de guerra de los asirios, había estado con ellos el tiempo suficiente como para apreciar quiénes eran sus amos, y aceptó servirlos como su virrey egipcio. Cumplió su cometido fielmente, muriendo al final al lado de los ejércitos de Asurbanipal, en la guerra contra los nubios.

Su hijo Psamtik —llamado Psamético por los griegos— le sucedió en el trono.

Este esperó con cautela una oportunidad para romper con Asiria, pues era evidente que sus días de gloria habían pasado. Asurbanipal se hallaba acosado por gran cantidad de problemas. Babilonia se hallaba en perpetuo estado de rebeldía. El país independiente de Elam, al este de Babilonia, luchaba tenazmente contra Asiria. Una nueva oleada de nómadas, los cimerios, descendieron rápidamente sobre el Asia Menor procedentes de las tierras al norte del mar Negro y devastaron todo el país como un tornado.

El hábil Asurbanipal se las ingenió para manejarlo todo en su beneficio. Acabó con los elamitas en dos campañas, y aniquiló un reino con veinte siglos de antigüedad tan completamente, que hoy día apenas sabemos nada de él. Venció también a los cimerios. Pero por todo ello tuvo que pagar un precio, pues Asurbanipal no podía estar en todos los sitios a la vez. Y al estar ocupado en otros lugares, no pudo conservar Egipto.

Psamético, que procedía con tiento, pudo liberarse del conquistador. Contrató mercenarios del otro lado del Mediterráneo, en el Asia Menor occidental, donde acababa de ser fundado el reino de Lidia sobre las ruinas de los nómadas cimerios. Como Egipto, Lidia se hallaba en las fronteras occidentales del Imperio asirio y también estaba ansioso de liberarse de su yugo.

Los mercenarios lidios lucharon del lado de Psamético, y en el 652 a. C., la última guarnición asiria era expulsada de Egipto, sólo nueve años después del saqueo de Tebas. En su totalidad el episodio asirio había durado sólo veinte años y, en conjunto, Egipto, que se había unido frente al peligro exterior, resurgió más fuerte que antes y Psamético acabó gobernando como Psamético I. Egipto contaba de nuevo con un faraón nativo.

Psamético fundó la Dinastía XXVI, con arreglo al cómputo de Manetón. Estableció la capital en Sais, en el brazo más occidental del Nilo, a unas treinta millas del mar. Por ello, la dinastía de Psamético se denomina, a veces, «Dinastía saítica», y el Egipto de la época, «Egipto saítico».

Psamético fue un soberano capaz, y bajo su gobierno Egipto experimentó no solamente una renovación económica, sino un renacimiento artístico. Se produjo un retorno deliberado a los tiempos pasados, como si Egipto estuviera ansioso de sacudirse el polvo de un mundo confuso; un mundo en el que los imperios asiáticos se mostraban más fuertes que él, y en el que para engrosar sus ejércitos había que recurrir a bárbaros reclutados en ultramar. Pese a ello, se pretendía volver a los grandes días en los que sólo Egipto existía y en los que era posible ignorar al resto del mundo. Los tiempos de los constructores de pirámides fueron ensalzados, se estudiaron una vez más los ensalmos y rituales religiosos que aparecían en esas tumbas antiguas, se revigorizaron los clásicos literarios del Impero Medio y se repararon los daños causados en Tebas por los asirios. En todo ello, en realidad, la Dinastía Saítica seguía las directrices religiosas ortodoxas de los faraones nubios que la habían precedido.

Sin embargo, el mundo contemporáneo no podía ser ignorado. Si Psamético aspiraba a salvar a Egipto, no tenía otro remedio que llegar a algunas fórmulas de convivencia con el mundo.

El factor nuevo más importante fue la presencia de los griegos. Los griegos habían atravesado la Edad Oscura que había seguido a la guerra de Troya, y surgían ahora con creciente gloria. Su poder y cultura aumentaban rápidamente, y habían heredado de sus predecesores, micénicos y cretenses, dos cosas que los egipcios consideraban muy valiosas.

Las constantes guerras, defensivas e internas, habían enseñado a los griegos técnicas militares que los hacía inigualables como soldados, hombre a hombre. Así pues, durante cinco siglos, los griegos fueron los mejores mercenarios del mundo, y ningún ejército no griego fue nunca lo suficientemente grande como para no experimentar alguna mejora con la incorporación de contingentes griegos, que servían de punta de lanza. Esto fue así a partir del momento en que los griegos desarrollaron cuerpos de infantería pesada que, en comparación con los asiáticos y egipcios, por lo general armados ligeramente, constituían casi un tanque andante.

En segundo lugar, los griegos amaban el mar. Contaban con una tradición marinera sólo superada por la de los fenicios. Mientras duró su Edad Oscura los griegos habían atravesado el mar Egeo y fundado ciudades en el Asia Menor, que a veces superaban incluso a las que dejaban tras de sí. En el siglo VIII a. C., en un momento en que Egipto se hallaba sumido en la decadencia, los marinos griegos alcanzaron las costas del mar Negro y, hacia occidente, las de Italia y Sicilia.

Psamético sabía todo esto, y decidió sacar ventajas de ello. Para ello se requería osadía, pero Psamético era el faraón más heterodoxo desde Ajenatón, y, a diferencia de este último, poseía una sensibilidad especial de lo que podía y de lo que no podía hacerse.

Psamético había empleado a mercenarios griegos en sus ejércitos, y los había estacionado en guarniciones poderosas en el este del Delta, destinadas a recibir el embate más duro proveniente de cualquier posible invasor oriental.

Pero, al menos en cierta medida, ese peligro estaba despejado. ¿Por qué no utilizar, pues, el talento griego para fines pacíficos además de bélicos? Los egipcios eran sin duda tan buenos comerciantes como los griegos, pero carecían de barcos (o del deseo de construirlos y emplearlos) para transportar las mercancías a través de los mares. Hacia el 640 a. C., Psamético alentó a los griegos a instalarse en Egipto como colonos (con el consiguiente horror, sin duda, de los conservadores egipcios, que recelaban siempre de los extranjeros).

A sólo diez millas al sur de Sais surgió un núcleo de comerciantes griegos. Allí fundaron la base comercial de Naucratis, palabra que significa «dominador del mar».

Por su lado, hacia el 630 a. C., los griegos colonizaron la costa libia. A unas 500 millas al oeste de Sais, fuera de la esfera de influencia egipcia, los griegos fundaron una ciudad que llamaron Cirene, que servía de núcleo a una próspera región de habla griega durante muchos siglos.

Psamético gobernó cincuenta y cuatro años, muriendo en el 610 a. C. Fue el más largo reinado egipcio, y el más próspero, desde el de Ramsés II, seis siglos antes. Psamético vivió lo suficiente para ver la total destrucción de Asiria; aunque los últimos diez años de su reinado quedaron oscurecidos por nuevos problemas exteriores.

Los caldeos

Asurbanipal, que había dominado sobre Egipto brevemente, había muerto en el 625 a. C., y por primera vez en siglo y cuarto, Asiria careció de un rey fuerte. Babilonia, aún invicta y rebelde, halló su oportunidad.

La ciudad de Babilonia y la región circundante estaba bajo el control de los caldeos, tribu semítica que había penetrado en la zona hacia el año 1000 a. C. En el último año del reinado de Asurbanipal, el príncipe caldeo Nabopolasar gobernó Babilonia como virrey asirio. Lo mismo que Psamético, se decidió a tomar la iniciativa por su cuenta cuando vio que el poderío asirio había declinado lo suficiente como para hacerlo sin peligro y, también como Psamético, buscó aliados en el exterior.

Nabopolasar los halló entre los medos. Se trataba de un pueblo de lengua indoeuropeas, establecido en una región al este de Asiria en el 850 a. C., cuando Asiria estaba en los comienzos de su imperio. Durante el apogeo de Asiria, Media le fue tributaria.

En la época en que murió Asurbanipal, sin embargo, un jefe medo llamado Ciaxares había logrado unir a cierto número de tribus bajo su mando y formar un fuerte reino. Fue con Ciaxares con quien Nabopolasar concluyó su alianza.

Asiria, bloqueada, se vio enfrentada a los medos por el este, y a los babilonios por el sur. Los ejércitos asirios reaccionaron atacando, pero su fuerza, gastada pródigamente a lo largo de los siglos, sin apenas una pausa, había desaparecido. Asiria se resquebrajó, se arruinó y acabó derrumbándose sobre sí misma.

En el 612 a. C., Nínive, capital de Asiria, fue conquistada, y un grito de alegría se elevó de los pueblos sometidos que tanto habían sufrido bajo su dominio. (Entre los gritos de triunfo no fue el menos importante el de un profeta de Judea llamado Nahum, cuyo jubiloso poema aparece en la Biblia).

Sólo dos años después de este trascendental acontecimiento, Necao I (llamado como su abuelo) sucedió a su padre en el trono egipcio. Necao se encontró con una situación difícil. Una Asiria débil era lo ideal para Egipto. Pero que ésta hubiera sido sustituida por potencias nuevas, vigorosas y sedientas de imperio, podía resultar nefasto.

Pese a esto, Necao pensó que no todo se había perdido. Incluso después de la caída de Nínive, fragmentos del ejército asirio se habían refugiado en Harrán, a 225 millas al oeste de Nínive, logrando resistir durante varios años.

Necao decidió hacer algo al respecto. Podía atacar la costa oriental del Mediterráneo, siguiendo las rutas del gran Tutmosis III. Se trataba, a su modo de ver, de una política doblemente acertada, pues aunque no tenía tiempo para socorrer a Harrán, al menos podía proteger la costa oriental del Mediterráneo y contener a los caldeos —esos nuevos creadores de imperios— a una considerable distancia de Egipto.

En el camino de Necao, sin embargo, se encontraba el pequeño Estado de Judá. Habían transcurrido ya cuatro siglos desde que David instaurase su breve imperio, y lo que quedaba de él, Judá, subsistía aún, gobernado por Josías, descendiente de David. Judá había sobrevivido a la caída del reino septentrional de Israel, había resistido a las tropas de Senaquerib y, en verdad, se las arregló para sobrevivir a Asiria.

Y ahora se enfrentaba a Necao. Josías de Judá no podía permitir el paso de Necao sin oponérsele. Si Necao resultaba victorioso le sería fácil dominar Judá; si resultaba derrotado, los caldeos bajarían hacia el sur en busca de venganza contra Judá, por haber dejado pasar a los egipcios. Por ende, Josías preparó a su pequeño ejército.

Necao habría preferido no perder tiempo en Judá, pero no tenía elección. En el 608 a. C., Necao se enfrentó a Josías en Megiddo, en el mismo lugar en que Tutmosis III había derrotado a la coalición de príncipes cananeos casi quince siglos antes. La historia se repitió ahora. Los egipcios resultaron vencedores de nuevo, y el rey de Judá fue muerto. Por primera vez en seis siglos, el poder egipcio dominaba en Siria.

Sin embargo, también los caldeos hacían progresos. Por entonces controlaban ya toda la región del Tigris-Éufrates. Nabopolasar era viejo y estaba enfermo, pero tenía un hijo llamado Nabucodonosor, muy hábil, que condujo a los ejércitos caldeos hacia el oeste. Josías había sido derrotado y muerto por Necao, pero había retrasado la marcha del ejército egipcio el tiempo justo para que Nabucodonosor pudiera llegar hasta Harrán y ponerle sitio. En el 606 a. C., tomó la ciudad, y los últimos restos del poderío asirio se desvanecieron. Y Asiria desapareció de la Historia.

Esto dejaba a caldeos y a egipcios frente a frente. Se encontraron en Karkemish, allí donde en cierta ocasión Tutmosis I erigiera un cipo para conmemorar la primera vez que los ejércitos egipcios llegaron a orillas del Éufrates.

Si la señal conservaba algún poder mágico en la posterioridad, éste, sin embargo, no revirtió en favor de Egipto. Necao podía derrotar al exiguo ejército de Judá, pero las poderosas huestes de Nabucodonosor eran harina de otro costal. Los egipcios fueron aplastados, y Necao salió de Asia tambaleándose y algo más deprisa que cuando había entrado. El sueño de Necao de restaurar el poder imperial de Egipto duró apenas dos años, y nunca más volvería a intentarlo.

En realidad Nabucodonosor, militar realmente vigoroso, pudo haber perseguido a Necao hasta Egipto y haber ocupado el país si Nabopolasar no hubiese muerto en ese momento, y Nabucodonosor no hubiese tenido que volver a Babilonia para asegurarse la sucesión.

Relativamente en paz, gracias a este afortunado evento, Necao tuvo oportunidad de madurar planes en beneficio de la economía egipcia. Su principal interés se centró en las vías navegables. Egipto era el país de un río de cientos de canales, pero también limitaba con dos mares, el Mediterráneo y el Rojo. A lo largo de las orillas de ambos, los navíos egipcios se habían aventurado con preocupación durante dos mil años o más, hasta Fenicia en el primer caso, y hasta Punt en el segundo.

De vez en cuando los monarcas egipcios habían pensado en la conveniencia de que se excavase un canal desde el Nilo al mar Rojo. De este modo, el comercio podría extenderse de mar a mar, y los barcos podrían ir de Fenicia a Punt directamente.

En los primeros tiempos de la historia egipcia la región entre el Nilo y el mar Rojo era menos seca de lo que sería luego, y en los confines del Sinaí había algunos lagos que ahora no existen. Es probable que en los Imperios Antiguos y Medio existiese algún tipo de canal, que utilizaba estos lagos, pero que requeriría cuidados constantes y que, cuando Egipto atravesó épocas de agitación, quedó obstruido y desapareció. Su recuperación, además, debido a la creciente aridez del clima, se fue haciendo progresivamente más difícil.

Ya Ramsés II había considerado su reconstrucción, pero sin llegar a nada, quizá porque gastó demasiadas energías disparatadamente en la construcción de estatuas en su honor. También Necao soñó con ello, pero fracasó, quizá porque su aventura asiática le había restado fuerzas.

Sin embargo, parece ser que Necao tenía otra idea. Si los mares Mediterráneo y Rojo no podían ser conectados mediante un canal artificial, quizá pudiesen serlo por su vía natural, la del mar. Según Heródoto, Necao decidió descubrir si se podía ir del Mediterráneo al mar Rojo circunnavegando África. Con este fin contrató a navegantes fenicios (los mejores del mundo), obteniendo el éxito deseado, con un viaje que duró tres años. O, al menos, esto es lo que cuenta Heródoto.

Con todo, aunque Heródoto transmite esta historia, afirma rotundamente que no la cree. Y las razones de este escepticismo son que, según los informes, los marinos fenicios creyeron haber visto el sol de mediodía al norte del cenit, al cruzar por el extremo sur de África. Heródoto dice que esto es imposible, ya que en todas las regiones conocidas del mundo, es sol queda al sur del cenit al mediodía.

El desconocimiento de Heródoto de la forma de la Tierra lo condujo a conclusiones erróneas. Está claro que en la zona templada septentrional el sol de mediodía se halla siempre al sur del cenit. Sin embargo, en la zona templada meridional el sol está siempre al norte del cenit.

En verdad, la extremidad meridional de África se halla en la zona templada del sur. El hecho de que los marinos fenicios informasen sobre la posición norte del sol de mediodía, lo que es algo que parecía poco probable a la luz del «sentido común», es una prueba evidente de que habían presenciado el fenómeno realmente, y de que, por consiguiente, habían circunnavegado África. En otras palabras, no es probable que hubiesen contado una mentira tan burda si no hubiese sido verdad.

Con todo, la circunnavegación, si bien tuvo éxito como aventura, fue un fracaso en cuanto a proporcionar información sobre las posibilidades de nuevas rutas comerciales. La duración del viaje fue demasiado larga. Por cierto, hasta dos mil años después no fue posible llevar a cabo el viaje alrededor de África.

Los judíos

Nabucodonosor continuó siendo una amenaza para Egipto a lo largo de sus cuarenta y cuatro años de reinado. Sin embargo, después de Karkemish, Egipto no osó aventurarse al exterior para enfrentarse a él. En cambio, Necao y sus sucesores inmediatos prosiguieron la política de los faraones nubios contra Asiria. Con dinero y palabras alentaron a las naciones subordinadas de la costa mediterránea a mantener constantes intrigas y rebeliones con el fin de desestabilizar a los temidos caldeos.

Una política como ésta, un siglo antes, había permitido a Egipto mantenerse libre por un tiempo, pero había costado la existencia a Siria e Israel. Judá, que había sobrevivido al imperio asirio, no había extraído la lección de la suerte corrida por sus vecinos septentrionales. Al preferir el débil Egipto a la poderosa Caldea, estaba dispuesta a hacer el juego a Egipto y a enfrentarse a los caldeos, confiando en las débiles promesas de ayuda egipcias.

En el 598 a. C. Judá rehusó rendir tributo a Nabucodonosor, y Jerusalén fue asediada; tuvo que capitular, y cierto número de sus hombres más importantes, incluido el propio rey, fueron trasladados a Babilonia, al exilio.

Con todo, durante el reinado de un nuevo monarca, siguió jugándose el mismo juego, pese a las elocuentes llamadas de atención del profeta Jeremías, que solicitaba a la nación que se negase a escuchar a Egipto, pidiendo, en cambio, que se llegase a un entendimiento con los caldeos. Una década después Judá volvió a rebelarse, y esta vez Nabucodonosor tomó Jerusalén, destruyó el templo y llevó consigo al cautiverio a casi toda la aristocracia. El reino judío llegó a su fin y lo mismo le sucedió a la dinastía de David.

Ni siquiera entonces Nabucodonosor tuvo las manos libres para volverse contra Egipto. La ciudad fenicia de Tiro seguía resistiéndosele, por lo que estimó que no era conveniente marchar hacia el sur mientras esta poderosa ciudad continuase siendo un enemigo a sus espaldas.

El profeta judío Ezequiel, desde su exilio de Babilonia, predicaba confiadamente que Tiro sería destruida y que Egipto sería entonces arrasado de un extremo a otro (sus palabras están en la Biblia), pero las predicciones del profeta no se hicieron realidad.

Tiro, construida sobre una isla rocosa, a cierta distancia de la costa fenicia, con una poderosa flota que suministraba alimentos, y una población capaz de luchar con la testarudez característica de las poblaciones semíticas, mantuvo a raya a Nabucodonosor durante trece años. Del 585 al 573 a. C. Nabucodonosor se aferró a la garganta de la ciudad, con su propia testarudez semítica, y aun así no pudo provocar el estrangulamiento final. Con el tiempo, el asunto terminó por aburrimiento, con un acuerdo de compromiso, por el que Tiro daba por terminada su política anticaldea, pero conservaba su autogobierno. Nabucodonosor se había hartado de tanta guerra.

No tenemos muchos informes referentes a la segunda mitad de su reinado, pero existen indicios de que intentó llevar a cabo una invasión de Egipto; pero si lo hizo, debió fracasar. La política de Egipto había tenido éxito de momento en su intento de salvaguardar su independencia, aunque a un alto precio para sus aliados.

Necao murió en el 595 a. C., mientras aún existía Jerusalén. Le sucedió su hijo Psamético II. El conflicto entre Nabucodonosor y Judá permitió que Psamético dirigiera su atención, al menos en parte, en otras direcciones: hacia el sur. En Napata gobernaban todavía los reyes nubios, y siempre podía suceder que recordasen que sus antepasados habían gobernado Egipto un siglo antes, y sintieran la necesidad de volver a hacerlo. Era también una cuestión de orgullo para los egipcios: era necesario castigar a los nubios por su presunción.

Así pues, Psamético envió al sur a un ejército que penetró en el interior de Nubia tras una afortunada expedición, que incluso pudo haber alcanzado Napata. Sin embargo, no se hizo ningún intento para permanecer en el país. El Egipto de la XXVI Dinastía no era el Egipto del Imperio Nuevo. Con la invasión se daba por satisfecho, y los monarcas nubios, tras haber asimilado cierta dosis de humildad, podían ser dejados en paz.

Esta expedición nos es más conocida hoy debido a un singular acontecimiento humano que tuvo lugar durante el retorno. El ejército expedicionario egipcio contaba entre sus filas a cierto número de mercenario griegos. De vuelta el ejército con estos mercenarios, acamparon, al parecer, durante un tiempo, en las proximidades de Abú Simbel, donde seis siglos y medio antes Ramsés II había erigido su elaborado templo dedicado a sí mismo y al dios-sol (en este orden de importancia, estoy seguro), junto a las cuatro estatuas sedentes.

Los griegos no tenían el respeto temeroso de los egipcios ante esos monumentos del pasado, y algunos de ellos grabaron sus nombres aquí y allá en los pilares, en escritura griega antigua. Los arqueólogos modernos están fascinados por la luz que esto arroja sobre el desarrollo del alfabeto griego; y a los hombres en general les tiene que encantar este testimonio de que cierta puerilidad une a todos los hombres, del pasado y del presente.

Psamético II tomó también prudentes medidas contra todo intento nubio de ejercer represalias. La Primera Catarata planteaba dificultades, aunque no insalvables. Por consiguiente, Psamético estableció una guarnición permanente en la isla de Elefantina, isla del río Nilo que se encuentra río abajo inmediatamente después de la catarata. Esto sirvió como línea defensiva del sur de Egipto.

La guarnición de Elefantina estaba compuesta fundamentalmente de mercenarios judíos. Los reveses sufridos por Judá frente a Nabucodonosor provocaron una constante lluvia de refugiados judíos sobre Egipto. Eran rudos y combatientes, y Psamético los contrató de buena gana.

En 1903 se descubrió en Elefantina un escondrijo repleto de documentos y, con ellos, gran cantidad de interesante información sobre el desarrollo del modo de vida judío durante los dos siglos posteriores al establecimiento de la guarnición. En Judá, los descendientes de los hombres llevados al cautiverio de Babilonia habían ido regresando poco a poco, a partir del año 538 a. C. En el 516 se construyó un nuevo templo. Los judíos de Elefantina, en cambio, estaban apartados de estos acontecimientos. El judaísmo se había desarrollado hasta adoptar su forma moderna durante el exilio de Babilonia, y fue en el nuevo templo donde arraigó esta forma y se convirtió en una ortodoxia elaborada. Los judíos de Elefantina, alejados de todo esto, tenían sus propios rituales tradicionales, creando una herejía insólita, desdeñosamente ignorada por los sumos sacerdotes del Templo de Jerusalén.

A Psamético II le sucedió su hijo Haibria en el 589 antes de Cristo (al que se refiere la Biblia con el nombre de faraón Hofra). Era Haibria quien gobernaba cuando Jerusalén cayó y fue destruida. Este faraón recibió a cierto número de judíos que formaron el núcleo de una población de judíos egipcios que, a lo largo de los seis siglos siguientes, serían un elemento importante en la vida egipcia y, naturalmente, de la vida judía.

El asedio de Tiro por parte de Nabucodonosor se prolongó durante casi todo el reinado de Haibria. Éste trató de ayudar a Tiro, pero su intento sirvió de poco. No obstante, Egipto pudo centrar libremente su atención hacia otros asuntos, dejando a los tirios la tarea de mantener alejado de Egipto al lado caldeo.

Haibria continuó y amplió la política de los primeros faraones de la dinastía, en lo que se refiere a la utilización de mercenarios griegos. Por primera vez en la historia de Egipto, se hicieron intentos de crear algo así como una marina nacional. Haibria utilizó barcos tripulados por los expertos marinos griegos, y con ellos ocupó la isla de Chipre, a unas 250 millas al norte del Delta. Esto no se debió tan sólo a un acto de vanagloria; una posición fuerte en esta isla, respaldada por una flota eficaz, le permitía sacar ventaja a Nabucodonosor aunque Tiro cayese, y aun en el caso de que la ciudad cayese, mantener a salvo a Egipto.

Haibria creyó oportuno también guardarse la retaguardia en prevención de cualquier acción decidida que viniese de parte de los caldeos. La colonia griega de Cirene se estaba expandiendo a costa de las tribus libias y éstas llamaron al faraón para que las protegiera. Haibria no podía tener en el oeste a tribus inquietas, vengativas y dispuestas a saltar contra él cuando sus ejércitos estuviesen ocupados en el este contra los caldeos. Por ello, decidió enviar a un ejército contra Cirene y enseñarle buenas maneras.

Pero aquí se enfrentó a un dilema. El núcleo de sus fuerzas armadas estaba compuesto por mercenarios griegos, y en verdad habría sido temerario por su parte hacerlos marchar contra una ciudad griega. En teoría, los mercenarios luchaban contra cualquiera a cambio de una paga, pero la teoría no siempre coincidía con la práctica. Haibria temía que en algún momento culminante parte de sus fuerzas mercenarias se pasasen de improviso al enemigo, uniéndose así a sus colegas griegos.

Por ello dejó a los griegos en el país y mandó contra Cirene solamente a contingentes egipcios.

Pero los egipcios no estaban demasiado entusiasmados con la idea de luchar contra los temidos griegos. Indiscutiblemente, durante muchos años, había habido una notable hostilidad por parte de los egipcios contra los odiados extranjeros, y los egipcios que formaban parte del ejército debían de sentirse particularmente doloridos por el especial favoritismo demostrado hacia los griegos. Debieron de creer que los extranjeros obtenían todo los altos cargos y que se les tributaban todos los honores. (El hecho de que en la lucha soportasen el mayor peso parece habérsele escapado a los críticos).

Fue fácil, pues, para oradores nacionalistas egipcios arengar al ejército reclutado para Cirene, diciéndoles que Haibria estaba tratando simplemente de librarse de sus soldados egipcios, empujándolos a pelear contra los griegos de aquella ciudad para ser masacrados, y que tras esto el faraón seguiría adelante sólo con los griegos.

El ejército se rebeló y Haibria tuvo que enviar a uno de sus oficiales, Ahmés, egipcio nativo popular entre los soldados, para que apaciguase a los hombres. Pero Ahmés era realmente demasiado popular entre los soldados, que exigieron que se convirtiera en su nuevo faraón.

Ahmés consideró la propuesta y decidió que no debía de ser tan malo ser faraón, por lo que se colocó a la cabeza de los rebeldes. Con gran entusiasmo volvieron sobre sus pasos y marcharon sobre el Delta, y en su excitación se las compusieron para derrotar a un contingente de mercenarios griegos (sin duda mucho menos numeroso que el ejército egipcio), que el infortunado Haibria había enviado contra ellos.

Haibria fue ejecutado y en el 570 a. C. Ahmés fue reconocido como faraón de Egipto. Casó con una hija de Psamético II (hermana o hermanastra del supuesto Haibria), legitimando su gobierno y dando lugar a que fuese incluido por Manetón en la Dinastía XXVI.

A este faraón se le conoce mejor por la versión que de su nombre dieron los griegos: Amasis.