La gloria de Egipto resultó comprometida por la reina Tiy, esposa de Amenhotep III y la madre del nuevo faraón, Amenhotep IV. Era una mujer mitanni y, según parece, no simpatizaba con el sistema religioso egipcio, tan infinitamente complejo. Prefería sus propios ritos, más simples.
Es posible que su amante esposo (también él medio mitanni) la escuchara afectuosamente, e incluso estuviese de acuerdo con ella. Sin embargo, poco podía hacer, ya que ello hubiera significado oponerse al poderoso clero que había gobernado a los píos egipcios durante siglos y que ahora había acumulado tanto poder que ni siquiera un faraón podía superar.
Pero Tiy debió de hacer algunos conversos, pues el hálito de una nueva religión se hizo sentir en los últimos años de Amenhotep III. Naturalmente, el primer converso de Tiy fue su propio hijo, y algunos otros debieron seguir este camino, por los beneficios que pudiera reportarles el estar del lado de la «verdadera religión» cuando el nuevo faraón se sentase en el trono.
Mientras vivió Amenhotep III su hijo poco pudo hacer, pero cuando el viejo rey murió en el 1370 a. C., el nuevo rey (de ascendencia mitanni por tres de los cuatro costados) comenzó a poner en práctica las nuevas ideas que había recibido de su madre y que, quizá, había ido elaborando por sí mismo.
Abandonó incluso su propio nombre, Amenhotep, pues conmemoraba a Amón (significaba «Amón está complacido») uno de los dioses egipcios que él despreciaba como mera superstición. Su dios era el glorioso sol, que adoraba de un modo distinto al de los egipcios. Lo adoraba no como a un dios, en el sentido habitual de representarlo bajo forma humana o animal, sino que era el mismo disco del sol lo que veneraba, el fulgurante y redondo sol, que imaginaba emitiendo rayos que terminaban en manos; manos que derramaban los favores divinos de la luz, del calor y de la vida sobre la tierra y sus habitantes (lo que, desde un moderno punto de vista científico, no es una idea del todo equivocada).
El rey llamó Atón al disco solar, y se nombró a sí mismo Ajenatón (también llamado Ijnatón o Akhenatón), que significa «agradable a Atón».
Ajenatón, como se lo conoce en la historia, tenía intención de imponer sus creencias a los egipcios. Fue el primer «fanático» religioso conocido de la Historia, a menos que contemos a Abraham, el cual, según la leyenda judía, destrozó los ídolos de su ciudad natal de Ur por convicciones religiosas, unos seis siglos antes de Ajenatón.
Ajenatón construyó templos para Atón y preparó un ritual completo para el nuevo dios. Existe por otra parte un hermoso himno al sol, que se encontró esculpido en la tumba de uno de sus cortesanos. La tradición lo atribuye a la imaginación del propio faraón, y es un himno que suena casi como un salmo bíblico[4].
En realidad, el entusiasmo de Ajenatón por Atón era tan grande que no se contentó simplemente con añadirlo a los demás dioses egipcios, o incluso con convertirlo en el dios principal del panteón egipcio, sino que decidió que Atón debía ser el único Dios y que todos los demás dioses debían ser eliminados. Se trata, pues, del primer monoteísmo de la Historia que conocemos, a menos que, de nuevo, aceptemos el monoteísmo de Abraham.
Hay quien arguye que el Moisés bíblico vivió en la época de Ajenatón y que el faraón egipcio recogió de aquel gran profeta algo así como una versión distorsionada del judaísmo. Pero podemos asegurar que esto no fue así, ya que no es posible que Moisés viviera en la época de Ajenatón, y si acaso vivió, sin duda lo hizo por lo menos un siglo más tarde. También hay quien afirma que Moisés adoptó la idea monoteísta de Ajenatón y que después le añadió ciertos refinamientos.
Sea cierto o no que Ajenatón enseñara a Moisés, en lo que fracasó fue en enseñar al pueblo egipcio. Los sacerdotes tebanos retrocedieron horrorizados ante un hombre al que sólo podían considerar como ateo y vil profanador de todo lo que era sagrado; un faraón más extranjero que egipcio, que podía compararse a los propios hicsos.
Sin ninguna duda, los sacerdotes arrastraron al pueblo tras de sí. Los egipcios habían sido educados en el amor a la belleza y magnificencia de los templos y al aterrador ritual creado por los sacerdotes. Y no querían de ninguna manera sustituir esto por una extraña mezcolanza de ideas acerca de un disco solar.
Ajenatón tuvo que conformarse con rendir culto al sol en el seno de su propia corte, en su familia y entre sus cortesanos más fieles. El principal consuelo provino sin duda de su esposa Nefertiti, mujer más conocida para la mayoría de las personas que su regio marido, y ello únicamente a través de una obra de arte. Y el propio arte, como podemos ver, también resultó completamente revolucionado durante el reinado del «monarca hereje». Desde los tiempos del Imperio Antiguo los egipcios habían empleado ciertos métodos estilizados para sus retratos. La cabeza tenía que ser representada de perfil, pero el cuerpo se retrataba de frente, con los brazos estirados, estrechamente pegados a los costados, y con las piernas y pies de nuevo de perfil. Las expresiones eran únicamente las correspondientes a una tranquila dignidad.
Con Ajenatón se impuso un nuevo realismo. Ajenatón y Nefertiti se representan en poses informales, en momentos de afecto, jugando con sus hijos. No se hizo ningún esfuerzo para ocultar que Ajenatón era un hombre bastante feo, carilargo, barrigudo y de muslos gruesos. (Todo este «arte moderno» debió conmocionar a los egipcios convencionales casi tanto como las excéntricas opiniones religiosas del faraón). Es posible que Ajenatón sufriese una afección glandular, pues murió cuando todavía era joven.
Pero la mejor obra de arte es un retrato, un busto de piedra caliza pintada, hallado en 1912 ante los restos de un taller de escultor, en las ruinas de lo que una vez fue la capital de Ajenatón, y que hoy se encuentra en el Museo de Berlín.
Se cree que es de Nefertiti y constituye sin duda, una de las obras de arte egipcias más exquisitamente bellas. Ha sido copiado y fotografiado infinidad de veces, y gran número de personas han podido admirar algún tipo de reproducción en alguna ocasión. Y ha llegado casi a fijarse en la mente de la gente como representación ideal de la belleza egipcia, lo que es más bien irónico, pues probablemente Nefertiti no era sino otra princesa asiática.
Entre paréntesis, diremos que es bastante triste que el aparentemente idílico matrimonio formado por Ajenatón y Nefertiti no fuera, por lo que parece, muy duradero. En los últimos tiempos, Nefertiti cayó en desgracia y el rey se divorció de ella o la desterró.
Alterado y desanimado por la obstinada resistencia de los tebanos, Ajenatón tomó la desesperada decisión de abandonar la gran ciudad real. Con su familia, y con los cortesanos que había logrado convertir, decidió construir, en el 1366 a. C., una nueva capital, una ciudad pura dedicada, desde un principio, al nuevo culto. Eligió un lugar en la orilla oriental del Nilo, a medio camino entre Tebas y Menfis, y allí erigió Ajetatón (el «horizonte de Atón»).
En esta ciudad construyó templos, palacios y mansiones para sí mismo y para la nobleza leal. El templo de Atón era un edificio muy poco convencional, pues carecía de techo; así, el sol que adoraba podía lucir libremente en el interior del templo edificado en su honor.
En Ajetatón, Ajenatón se retiró del mundo real, y se rodeó de otro artificial —un mundo en que había triunfado su versión de la religión—, y se consagró a perseguir al antiguo clero, y a ordenar que el nombre de Amón fuese borrado de los monumentos, y suprimidas las referencias a los «dioses» en plural.
La monomanía de Ajenatón lo apartó de todo otro interés que no fuera el religioso, haciéndole descuidar los asuntos militares y los problemas exteriores. Estos últimos eran apremiantes, pues las incursiones de los nómadas tocaban ya Siria por el este. A Ajenatón le llegaban constantemente mensajes de sus generales y virreyes de Siria, informándole sobre la peligrosa situación y solicitando refuerzos.
Por lo que parece, Ajenatón ignoró todas las demandas de auxilio. Quizá era un pacifista convencido y sincero que no quería luchar. Quizá pensaba que la única batalla verdadera era la religiosa y que todo lo demás era secundario. O quizá pensaba que si Egipto sufría, merecía estos sufrimientos por haber rechazado lo que él consideraba la verdadera fe.
Cualquiera que fuese la razón, el prestigio exterior de Egipto experimentó un declive desastroso, y todo lo ganado y conservado por Tutmosis III y sus sucesores en el siglo anterior acabó perdiéndose. Al parecer fue durante el reinado de Ajenatón cuando diversas tribus de habla hebrea formaron naciones en las fronteras de Siria. Estas tribus se denominaban Moab, Ammón y Edom, nombres con los que estamos familiarizados gracias a la Biblia.
Más importancia que estos exiguos grupos tribales del desierto, que apenas eran algo más que pequeñas molestias para el poderoso Egipto, revistió el surgimiento, en el norte, de una nueva gran potencia.
En el Asia Menor oriental un pueblo que hablaba una lengua indoeuropea (familia lingüística a la que pertenecen la mayoría de los actuales idiomas europeos) se había convertido gradualmente en una nación fuerte. Eran los hatti, como los llamaban los babilonios, los hititas de la Biblia, y es por este nombre por el que se los conoce generalmente.
Durante el tiempo en que Egipto había estado bajo el yugo hicso, los hititas habían gozado de un período de poderío bajo monarcas eficientes. Este es el período del «Imperio Antiguo» hitita, que se prolonga del 1750 al 1500 a. C. Sin embargo, el surgimiento de Mitanni provocó el declive de este Imperio Antiguo, y en tiempos de Hatshepsut los hititas eran tributarios de Mitanni. Cuando el poderío de Mitanni fue quebrado por Tutmosis III, los hititas volvieron a tener una oportunidad, recobrando el terreno perdido, y ganándolo a medida que Mitanni lo perdía.
En el 1375 a. C., un monarca, que tenía el «líquido» nombre de Shubbiluliu subió al trono hitita. Este reorganizó el país con sumo cuidado, estableciendo un poder central y reforzando al ejército. Cuando Ajenatón accedió al trono egipcio y comenzó a preocuparse por —y a preocupar al pueblo egipcio— con controversias religiosas, Shubbiluliu vio llegada su oportunidad. Inició una enérgica campaña contra Mitanni, que por aquel entonces era aliada o, en realidad, títere de Egipto.
Mitanni solicitó ayuda de Egipto, pero ésta nunca llegó. Así declinó rápidamente y en el transcurso de un siglo desapareció de la historia, dejando su lugar al poderoso «Imperio Nuevo» hitita que ahora se enfrentaba a Egipto amenazadoramente.
Ajenatón murió en el 1353 a. C., dejando tras de sí a seis hijas pero a ningún hijo. Dos de sus yernos reinaron durante breve tiempo tras su muerte, e incluso en el curso de estos cortos períodos de tiempo las transformaciones intentadas por el reformador comenzaron a malograrse y a desaparecer como si nunca hubiesen existido; quedaba el daño irreparable que la controversia religiosa había ocasionado a Egipto.
Los conversos de la religión de Ajenatón abandonaron rápidamente la nueva religión. La ciudad de Ajetatón fue gradualmente abandonada, desmantelada y se dejó que se hundiera en el polvo como si fuese una morada de perversos demonios.
Los sacerdotes de la antigua religión recuperaron su poder progresivamente y volvieron a cambiarlo todo. Tutanjatón, el segundo yerno de Ajetatón que llegó a reinar y que fue faraón del 1352 a 1343 a. C., cambió su nombre por el de Tutankhamón, como testimonio faraónico oficial de que Amón había vuelto a su puesto de dios principal.
Con todo, quedó un eco de Ajenatón que repercutiría hasta los tiempos recientes. En el lugar de la desaparecida Ajetatón se encuentra hoy la ciudad de Tell el-Amarna. En 1887, una campesina descubrió un escondrijo que contenía unas trescientas tablillas de arcilla con inscripciones cuneiformes (la escritura de Babilonia que ya entonces los arqueólogos comprendían bien). Resultaron ser mensajes de los reyes asiáticos de Babilonia, Asina y Mitanni a la corte real egipcia —y también de los príncipes vasallos de Siria, que pedían ayuda ante la presión de los nómadas invasores.
En unos pocos años se iniciaron cuidadosas excavaciones en la zona. Como Ajetatón había sido edificada a partir de la nada en territorio virgen y debido a que la ciudad había sido abandonada para siempre, tras la muerte de Ajetatón, y puesto que ninguna edificación posterior se había vuelto a construir en aquel lugar, constituyó un hallazgo de valor inestimable para determinar la amplitud de la reforma religiosa intentada por Ajenatón, por no hablar de los detalles referentes a la diplomacia y a los acontecimientos militares de la época.
De hecho, fue tan completo el deseo clerical de venganza y tan perfecta su laboriosidad para suprimir todos los vestigios de Ajenatón de las estructuras monumentales de Egipto, que si no hubiéramos encontrado estos registros, habríamos terminado por saber muy poco, o nada, acerca de esta importante época para la historia de Egipto y de la religión. Las «cartas de Tell el-Amarna» constituyeron el descubrimiento egipcio más importante después de la Piedra de Rosetta.
El yerno de Ajenatón, Tutankhamón, posibilitó otro gran descubrimiento, un gran tesoro —y en esta ocasión en sentido literal—. En sí mismo fue un faraón sin ninguna importancia. Sólo contaba doce años cuando accedió al trono y escasamente superaba los veinte cuando murió. Con todo, tras su muerte recibió los suntuosos funerales usuales.
Su tumba fue saqueada una vez, pero por suerte, sus ladrones fueron capturados durante el robo y obligados a devolver el botín. Quizá se difundió la noticia de la forzada devolución y por ello la tumba no fue forzada de nuevo. Dos siglos más tarde, cuando se estaba excavando una tumba para otro faraón, las piedras fueron dispuestas de tal forma que cubrieran la entrada de la tumba de Tutankhamón.
Así permaneció cubierta e intacta. Hacia el 1000 a. C., había sido saqueada cada pirámide conocida y cada tumba excavada en la roca. Ningún tesoro permaneció en su sitio, excepto el de Tutankhamón.
En 1922 una expedición arqueológica británica, bajo la dirección de Lord Carnarvon y Howard Carter, descubrió accidentalmente la tumba y desenterró el tesoro, suntuoso y magnífico. Aparte de su grandiosidad y de su utilidad para el estudio de la cultura del antiguo Egipto, el principal interés del descubrimiento reside en la forma en que dio lugar al mito de la «maldición del faraón». Lord Carnarvon murió menos de un año después del descubrimiento como resultado de una picadura de mosquito infectada complicada con una neumonía. Todos los suplementos dominicales reprodujeron la noticia y suscitaron atemorizados, una polémica al respecto, pero es bastante poco probable que la muerte tenga nada que ver con ninguna maldición del faraón.
Tras el desastroso fracaso de Ajenatón, la Dinastía XVIII que había proporcionado a Egipto dos siglos de gloria, fue deslizándose hacia un lastimoso final. A Tutankhamón le sucedió un faraón llamado Ay, que trató de mantener las creencias de Ajenatón, pero éste era un intento completamente desesperado.
La liquidación final del culto de Atón fue encomendada por el implacable clero a un general. Por lo común, los generales constituyen una fuerza conservadora opuesta a los cambios sociales. A esto se añadía, en este caso, la exasperación por el declive del prestigio militar egipcio.
Un general llamado Horemheb se convirtió en faraón en el 1339 a. C., sucediendo a Ay, y bajo su gobierno volvieron con toda su fuerza las viejas costumbres. En realidad, Horemheb no pertenecía a la Dinastía XVIII, pero, por lo general, se lo incluye como el último miembro de este linaje, pues había sido un oficial importante con Ajenatón y no fundó una dinastía reinante propia.
El orden fue restaurado y se enviaron expediciones egipcias para restablecer el imperio en Nubia. Sin embargo, no se intentó nada respecto a Siria. Shubbiluliu había muerto en el 1335 a. C., pero había dejado tras de sí un poderío hitita con el que Horemheb prefirió no enredarse.
Horemheb murió en el 1304 a. C., y uno de sus generales ascendió al trono con el nombre de Ramsés I (o Rameses I); éste era bastante viejo y sólo reinó un año aproximadamente. Fundó, sin embargo, una dinastía, por lo que se le considera el primer rey de la Dinastía XIX. Su hijo Seti I le sucedió en el 1303 a. C., y por fin los egipcios vieron cómo se recuperaba todo su poderío. El nuevo faraón invadió Siria e hizo sentir una vez más la fuerza de Egipto en aquella región. Pero no todo le fue tan fácil con los hititas, y hubo de llegar con ellos a una paz de compromiso. Consiguió también vencer a los libios. En el interior, edificó templos muy elaborados en Tebas y Abidos, ciudad situada a cien millas río abajo de Tebas. Construyó asimismo una elaborada tumba para sí mismo en el farallón donde dormían los reyes de la Dinastía XVIII (o donde deberían haber dormido si sus tumbas no hubieran sido saqueadas). Todo era como en los viejos tiempos; o, más bien, podía haber sido como en los viejos tiempos de no ser por la herencia dejada por el inestable período de Ajenatón. Los hititas seguían estando presentes y había que enfrentarse con ellos. Y esto iba a ser un problema para el hijo y sucesor de Seti I, un faraón que, sin duda, iba a ser el más llamativo de todos los que se habían sentado en el trono egipcio.
Hijo de Seti I fue Ramsés II, que le sucedió siendo aún joven, en el 1290 a. C., y que reinaría durante sesenta y siete años, el reinado más largo de la historia egipcia, si exceptuamos el de Pepi II.
Su reinado se caracterizó por una excepcional autoalabanza. El poder de Ramsés era absoluto, y cubrió Egipto, de un extremo a otro, con monumentos en su honor, con inscripciones que relataban jactanciosamente sus victorias y su grandeza. No vaciló tampoco en poner su nombre en monumentos más antiguos y en apropiarse de las hazañas de sus predecesores.
Amplió las ya vastas estructuras del enorme y complejo templo de Tebas (que hoy se conoce como Karnak), y levantó obeliscos y estatuas colosales en su honor. Una vez hecho esto, el complejo templo alcanzó prácticamente su forma definitiva, y fue el mayor templo (en tamaño) nunca construido, ni entonces ni ahora. Una sala, la Sala Hipóstila, es la mayor nave del templo, cubriendo 54.000 pies cuadrados. Su techo estaba sustentado por un verdadero bosque de gigantescas columnas —134 en total—, algunas de las cuales tenía 12 pies de grosor y 69 pies de altura.
Bajo su reinado, Tebas alcanzó su cenit, extendiéndose a ambos lados del Nilo, con un contorno de murallas de 14 millas de longitud y una gran acumulación de riquezas traídas de todos los confines del mundo civilizado. Otros pueblos, que vieron u oyeron rumores al respecto, quedaron sumidos en un maravillado temor.
Así, por ejemplo, Tebas es mencionada en la Ilíada, poema épico en el que el poeta griego Homero (que posiblemente lo compuso tres siglos después de la época de Ramsés II) cantaba la guerra de Troya, que tuvo lugar no mucho tiempo después de la muerte de Ramsés.
En el poema, Homero dice por boca de Aquiles, cuando éste rechaza los sobornos para volver a la guerra, que ninguna cantidad de dinero podía inducirle a hacerlo. «No, aunque me ofrecieran… todo lo que contiene la Tebas egipcia, que conserva los mayores tesoros del mundo, Tebas, con sus cien puertas, donde doscientos hombres salen por cada puerta con caballos y carros…».
Pero el tiempo, todo lo puede, y Tebas hace tiempo que desapareció, y el magnífico templo de Karnak está en ruinas, que no por imponentes dejan de ser sólo ruinas. Una de las estatuas de Ramsés, la mayor construida en Egipto, está hoy rota y derribada. Fue su caída cabeza, (o los informes referentes a ella) lo que inspiró al poeta inglés Percy Bysshe Shelley su escalofriante poema irónico «Ozymandias»:
Hallé a un viajero proveniente de un antiguo país
Que dijo: «Dos enormes y rotas piernas de piedra
Se elevan en el desierto… Cerca de ellas, en la arena,
Medio enterrado, yace un rostro destrozado, con enojados
Y fruncidos labios, y despectivo gesto de frío mando,
Cuentan que su escultor conocía bien estas pasiones
Que aún sobreviven, grabadas en estos objetos sin vida,
La mano que las escarneció, y el corazón que alimentó:
Y en su pedestal aparecen estas palabras:
“¡Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
Contempla mis obras tú el Poderoso, y pierde toda esperanza!”
Nada queda de todo esto. Alrededor, las ruinas
De este colosal hundimiento, infinitas y desnudas
Solitarias y uniformes las arenas se extienden a lo lejos».
No sólo fue en Karnak donde Ramsés II puso en práctica su enorme egocentrismo. Muy hacia el sur, a 120 millas río arriba, hacia la Primera Catarata, donde por lo general, no solían aventurarse los constructores egipcios, edificó un templo notable.
En la actualidad, en este lugar, se levanta la ciudad de Abú Simbel, adormecida a lo largo de siglos de olvido. La gran reliquia del pasado fue descubierta en 1812 por el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt. En una depresión del tajo halló cuatro enormes figuras sedentes de Ramsés II, cada una de ellas de 65 pies de altura. Estaban en compañía de estatuas menores de otros miembros de la familia real. Forman parte del templo erigido en honor de Ra, el dios-sol. El dios-sol era la divinidad favorita de Ramsés, y el propio nombre del faraón egipcio significa «hijo de Ra». El templo está orientado de forma que el sol naciente penetre en su interior y caiga sobre las estatuas de Ra, y Ramsés (¿quién otro podría ser?) está en el centro.
En 1960 comenzó a construirse una enorme presa cerca de la Primera Catarata, formándose un lago largo y ancho corriente arriba, a partir de la presa. El templo y las colosales estatuas de Abú Simbel habrían quedado bajo las aguas de no haberse hecho algo al respecto. Pero tras tremendos esfuerzos y enormes gastos, se pudo transportar la mayor parte de este complejo a terrenos más elevados. Si el espíritu de Ramsés hubiese podido contemplar esta operación, se habría sentido satisfecho, indiscutiblemente.
Fue tan impresionante la autoadoración de Ramsés, y la propaganda a su favor tan eficiente, que en ocasiones se le denomina Ramsés el Grande. Según mi modo de ver, sería más adecuado llamarlo Ramsés el Egomaníaco.
Militarmente, Ramsés II da la impresión de haber restaurado el gran imperio de Tutmosis III, pero la impresión es falsa. Sin duda, Nubia se encontraba bajo dominio egipcio, hasta la Cuarta Catarata, y los libios continuaban sometidos. Pero aún quedaba Siria y, en el norte de Siria, el poderío hitita.
En los primeros tiempos de su reinado Ramsés II marchó contra los hititas, y en el 1286 a. C. se enfrentó a éstos en la gran batalla de Kadesh, ciudad que un siglo antes había encabezado la coalición cananea contra Tutmosis III.
El desarrollo de la batalla es oscuro. El único relato que poseemos es la versión oficial de las inscripciones de Ramsés. Según parece el ejército egipcio fue cogido desprevenido y casi estuvo a punto de ser hecho pedazos por la avasalladora caballería hitita. Se había iniciado ya la retirada, y el propio Ramsés II y su guardia personal estaban siendo atacados. Pero, de repente, Ramsés, desechando toda precaución, determinó vencer o morir, y atacando al enemigo sin ninguna ayuda, lo mantuvo a raya hasta la llegada de refuerzos. Reanimados por el fantástico valor de su faraón, el ejército se recuperó, y transformó una derrota ya cantada en victoria, aplastando a los hititas.
Que se nos perdone si nos resistimos a creer todo esto. Ramsés era perfectamente capaz de contar toda clase de mentiras acerca de sí mismo, y no hay por qué tomar en serio la imagen del faraón en el papel de un Hércules o de un Sansón, luchando solo contra todo un ejército. Ni hay por qué creer que la batalla de Kadesh fuese realmente una gran victoria egipcia. Es muy dudoso que lo haya sido, pues el poderío hitita no disminuyó un ápice después de la batalla, y Ramsés tuvo que combatir a los hititas durante otros diecisiete años.
Lo más probable es que la batalla de Kadesh no fuese decisiva, o, en todo caso, constituyera una apretada victoria hitita. A pesar de la desmedida jactancia de Ramsés II, Egipto acabaría firmando un tratado de paz en el 1269 a. C., en el que se reconocía la dominación hitita en el sur del Éufrates, y por el que la soberanía egipcia quedaba limitada a la porción de Siria más próxima a Egipto. Ramsés se conformó con incorporar una princesa hitita a su harén, como forma de sellar el contrato, y el resto de su reinado se desarrolló bajo el signo de la paz.
Así pues, aunque pareciese que Ramsés II era Tutmosis III redivivo, y que con él Egipto logró recuperar su máximo poderío, no fue así. Tutmosis III tenía en el norte a un Mitanni derrotado y tributario; Ramsés II tenía allí a un poderoso e invicto imperio hitita.
Con todo, la larga y sangrienta guerra entre las dos potencias fue fatal para ambas. Aunque parecían fuertes, su vigor interno había quedado absolutamente socavado por la prolongada lucha, y ninguna de las dos estaba ya en condiciones de resistir los golpes de cualquier adversario nuevo y robusto.
Según la tradición, Ramsés II es el «Faraón de la Cautividad», el que, según el Libro del Éxodo de la Biblia, esclavizó a los israelitas, sometiéndolos a penosas tareas. Una de las razones para pensar así es el comentario según el cual los israelitas «edificaron para el faraón las ciudades almacenes de Pithom y Raamses» (Éxodo, 1:11).
Esto parece bastante posible. La Dinastía XIX parece tener su origen en la porción oriental del Delta, donde los israelitas, según la leyenda bíblica, vivían en Goshen. Ramsés dedicó natural atención a su territorio patrio, edificando un templo en Tanis, cerca de la desembocadura más oriental del Nilo, y elevando en su interior un coloso de 90 pies que (obviamente) representaba al propio faraón. Construyó también elaborados palacios y almacenes (no «ciudades de tesoros» como se tradujo equivocadamente en la versión del rey Jacobo) a los que se refiere la Biblia. Ramsés debió utilizar estos almacenes para aprovisionar a sus ejércitos durante las campañas de Siria contra los hititas. Y no hay duda de que para su construcción empleó trabajadores forzados locales.
La prolongada duración del reinado de Ramsés II, como en el caso de Pepi II, fue funesta para Egipto. El vigor de Ramsés declinó; deseaba descansar. La nobleza aumentó su poder y el ejército decayó. Cada vez más, Ramsés optaba por nutrir a sus ejércitos con extranjeros mercenarios, que combatían a cambio de un sueldo, en vez de hacerlo por deber y patriotismo.
Ésta ha sido una trampa en la que han caído repetidamente a lo largo de los siglos naciones prósperas y seguras. Los ciudadanos, ricos y acomodados, no ven ninguna utilidad en soportar la dureza de la vida militar, cuando hay extranjeros ansiosos de hacerlo en su lugar por una paga. Es más sencillo darles un poco de dinero, del que hay gran cantidad, que privarse de tiempo y comodidad, de los que nunca hay bastante. Para los gobernantes, además, los mercenarios son preferibles incluso a los soldados nativos, ya que los primeros pueden enfrentarse con mayor seguridad y sin piedad a los desórdenes internos.
Pero todas sus posibles ventajas son infinitamente inferiores a sus grandes desventajas. En primer lugar, si la nación atraviesa tiempos difíciles y no puede pagar a sus mercenarios, estos soldados pueden saquear alegremente lo que esté a su alcance y provocar mayor terror y peligro en el país que un enemigo invasor. En segundo lugar, cuando los gobernantes comienzan a depender de los mercenarios para sus guerras y de sus guardias de corps, acaban convirtiéndose en instrumentos de estos mercenarios, no pueden dar un paso si aquéllos no lo aprueban y, al final, se ven reducidos a la condición de marionetas o cadáveres. Esto ha sucedido una y otra vez a lo largo de la historia.
Por fin, Ramsés II terminó su largo reinado en el 1223 a. C., muriendo a una edad próxima a los noventa años. Su muerte pareció llegar en un gran momento. El imperio estaba más extendido que nunca, y precisamente su enemigo más importante comenzaba a debilitarse inesperadamente. Esto no se debió a ningún esfuerzo directo de Egipto, sino más bien a los efectos de la inestabilidad interna y de la guerra civil. Por otro lado, Egipto era rico, próspero y estaba en paz. El propio Ramsés, que había tenido numerosas esposas, dejó tras de sí una verdadera multitud de hijos e hijas.
El sucesor de Ramsés fue Merneptah, su decimotercer hijo. Merneptah, que ya tenía sesenta años, intentó proseguir la política de su padre. Reprimió las rebeliones de la porción egipcia de Siria y, al hacerlo, inscribió el nombre de Israel, por primera vez, en la historia.
Al parecer, como en tiempos de Ajenatón, nómadas del desierto, provenientes del este, estaban acercándose en masa hacia las ciudades cananeas. Los nómadas eran esta vez el pueblo que posteriormente entraría en la Historia con el nombre de israelitas. Éstos hallaron en su camino a las ciudades cananeas, rodeadas por los reinos de Ammón, Moab y Edom, fundados en la época de Ajenatón por poblaciones emparentadas con los israelitas. En este caso la sangre no resultó ser más espesa que el agua y los reinos ya establecidos se opusieron a los recién llegados. Parece ser que el ejército de Merneptah tomó parte en la lucha y obtuvo una victoria, pues en la inscripción de Merneptah éste se jacta del hecho de que «Israel está arrasado y no tiene semillas». En otras palabras, su potencial humano fue destruido. Es evidente que esto no era sino una de las exageraciones propias de todos los partes de guerra oficiales.
Según parece, Merneptah dirigió campañas triunfantes también en Lidia; pero la chispa se encendió y provino de un lugar completamente inesperado. Los invasores cayeron sobre Egipto desde un lugar que se había dado por seguro durante miles de años: desde el mar.
Los egipcios no habían sido nunca un pueblo marinero y siempre habían vivido en paz con los cretenses, pueblo de navegantes. Sin embargo, la civilización cretense había difundido su cultura en el continente europeo, hacia el norte, en la región que conocemos como Grecia. Durante el período de la dominación de los hicsos sobre Egipto pueblos de habla griega habían erigido bellas ciudades en el continente y habían adoptado las formas de vida cretenses.
Pero mientras que Creta, cuya riqueza dependía del monopolio del comercio mediterráneo, había seguido siempre caminos pacíficos, no ocurría lo mismo con las tribus griegas del continente. Luchaban entre sí violentamente y se hallaban siempre en peligro de ser invadidos de nuevo por otras tribus del norte. Erigieron ciudades con espesísimas murallas; la principal se llamó Micenas, por lo que este primer período de la historia griega se denomina Época Micénica.