Mientras los hicsos gobernaban en el norte, Tebas con sus recursos del glorioso Imperio Medio, se encontraba bajo el gobierno de los sacerdotes de Amón. Gradualmente éstos consolidaron su poder, se acostumbraron a no tener autoridad superior a la que rendir pleitesía —al menos en el Alto Egipto— y comenzaron a hacer planes para aumentarlo.
Hacia el 1645 a. C., setenta y cinco años después de la llegada de los hicsos, los gobernantes de Tebas reclamaron el título de reyes y, de hecho, se consideraban ya los legítimos reyes de todo Egipto. De esta forma se inició un linaje de gobernantes que Manetón registró como Dinastía XVII, que coexistió con la XVI de los hicsos.
La situación de los «reyes» tebanos no pudo ser especialmente grandiosa al principio. El opulento norte estaba gobernado por invasores. Las fortalezas nubias habían sido incendiadas y destruidas. Todo lo que poseían era su propia ciudad y un estrecho tramo del Nilo, unas cien millas aproximadamente hacia el norte y hacia el sur. No obstante, supieron defender sus posiciones.
Dos cosas operaron en su favor. Cuando un pueblo guerrero habituado a vivir en una ruda simplicidad, conquista y ocupa una región civilizada, rápidamente se acostumbra a la comodidad y al lujo y cada vez se vuelve más renuente a complicarse la vida con las dificultades y penalidades de la vida militar. En pocas palabras, cesa de ser guerrero. (Con frecuencia, los historiadores tienden a considerar dicha pérdida del gusto por la guerra como un signo de «decadencia», como si hubiese algo despreciable en no ser un matón y en no desear participar en asesinatos colectivos. Quizá, por el contrario, deberíamos pensar que cuando se cesa de experimentar placer por la guerra es cuando se comienza a ser civilizado y decente).
Sea como fuere, los hicsos se sedentarizaron y «suavizaron». Sus gobernantes y líderes, en especial, se convirtieron en egipcios por cultura y costumbres y dejaron de ser guerreros tan formidables como solían.
El segundo factor fue que las «armas secretas» dejan de serlo cuando se las utiliza. Los egipcios del sur comenzaron a aprender a emplear los caballos y los carros y pudieron enfrentarse a los hicsos casi en igualdad de condiciones.
Los reyes de la Dinastía XVII lucharon contra los hicsos y lentamente comenzaron a hacer progresos. Extendiendo su poder hacia el norte, a expensas de las tierras dominadas por los invasores. En tiempos de Kamosis, el último rey de la dinastía, los hicsos no poseían ya sino los territorios inmediatos a su capital.
Ni Kamosis, ni la XVII Dinastía duraron lo bastante como para presenciar la victoria final. No sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió. Probablemente Kamosis murió sin hijos que lo sucediesen y podríamos suponer que entonces asumiría el poder algún extraño, pero tenemos razones para pensar que fue un hermano el que subió al trono, en cuyo caso, no habría suficientes motivos para iniciar una nueva dinastía. Sin embargo, no podemos decir qué criterios empleó Manetón para clasificar sus dinastías. Quizá pensó que Egipto estaba tomando un nuevo impulso con la expulsión final de los hicsos y que por ello se merecía una nueva dinastía, independientemente de que lo precisasen las relaciones familiares o no.
La Dinastía XVIII (tebana como la XVII) estaba destinada a ser la más importante de la historia egipcia. Llegó al poder en el 1570 a. C., y su primer representante fue Ahmés, que completó la obra de su predecesor y, probablemente, hermano Kamosis.
En una última batalla en el delta, Ahmés derrotó por completo a Apofis III, el último de los reyes hicsos y lo expulsó de Egipto. Persiguió incluso a los hicsos que huían hasta Palestina y los volvió a derrotar.
Así, los hicsos, que habían entrado repentinamente en las páginas de la historia y habían gobernado un rico imperio durante siglo y medio, salieron de dichas páginas de modo igualmente repentino, desapareciendo tan silenciosa y misteriosamente como habían entrado. Con todo, esto es tan sólo una ilusión, pues únicamente es el nombre —y no el pueblo— el que aparece y desaparece. Los hicsos constituían una alianza difusa de tribus semíticas formada por poblaciones de Siria y de las regiones vecinas adonde ahora volvían. Como hicsos dejaron de existir, pero como tribus semíticas —cananeos, fenicios, amorritas— continuaron existiendo para disputar a Egipto las orillas orientales del Mediterráneo durante largo tiempo.
Habiéndoselas entendido con los hicsos, Ahmés se dedicó a restablecer el poder egipcio en el norte de Nubia y a imponerse con mano firme sobre la nobleza. El intervalo de los hicsos había enseñado a los egipcios al menos una lección y la turbulenta nobleza se doblegó ante el trono. El mundo se había vuelto demasiado peligroso para andarse con juegos de ambición. Así, la situación egipcia volvió a ser muy similar a la que era bajo la gran IV Dinastía, por lo que el gobierno de Ahmés señala el comienzo de un nuevo período de poder, tras un lapso de dos siglos. La parte de historia egipcia que sigue suele denominarse Imperio Nuevo.
No hay duda de que algunos de los asiáticos que entraron en Egipto durante la dominación de los hicsos se quedaron después de que los egipcios se hicieran cargo del poder de nuevo. Es dudoso que los egipcios considerasen con afecto a estos asiáticos, ya que pensaban que habían sido inicuamente tiranizados por ellos durante cinco generaciones. Lo normal, con arreglo a las costumbres de la época, era que esclavizasen a los restos de los odiados y una vez temidos extranjeros, hoy derrotados.
Podríamos hallar incluso una excusa lógica. Si alguna vez los asiáticos intentaban invadir Egipto de nuevo, aquellos asiáticos que quedasen en territorio egipcio podían servir de natural «quinta columna». Así, pues, por razones de seguridad, debían ser despojados de todo poder. Es esto lo que pudo dar lugar a las posteriores leyendas israelitas concernientes a su período de esclavitud en Egipto, tras el ascenso del faraón que «no conoció a José».
Pero el Imperio Nuevo era diferente en un aspecto importante de los Imperios Antiguo y Medio. Egipto había aprendido las cosas de la vida. Los egipcios habían descubierto que no estaban solos en el mundo, que no constituían la única potencia civilizada, rodeada de seres inferiores. Había otras potencias militares que eran peligrosas, y a las que Egipto debía aplastar si no quería ser aplastado.
Ahora Egipto tenía carros; contaba, además, con una tradición victoriosa sobre un poderoso enemigo. Aparecieron reyes que se mostraron orgullosos de conducir sus ejércitos a la conquista fuera de las fronteras egipcias. El rey ya no era sólo sacerdote y dios; también era un gran general. De algún modo, esto enalteció aún más al rey ante los ojos del pueblo y le convirtió en un símbolo de poder mayor y más efectivo. Como dios, su consecución de buenas cosechas era callada y poco espectacular; como general, los trofeos, despojos y prisioneros que traía constituían un testimonio estrepitoso de hazañas que servían para enriquecerle a él, a sus soldados y a su pueblo.
En el Imperio Nuevo, el rey egipcio obtuvo un nuevo título.
El pueblo siempre ha sido reacio a dirigirse al monarca directamente. Su posición le parece demasiado relevante como para ser empañada con un tratamiento ordinario. En los tiempos modernos, es común decir «Vuestra Majestad» y «Su Majestad» en vez de «usted» y «él», cuando se habla de un rey. Incluso en la democrática América difícilmente nos atreveríamos a dirigirnos a un presidente con una fórmula común de tratamiento, se le llama «Señor Presidente». Y con frecuencia se dice «la Casa Blanca opina que…», cuando en realidad esto significa que el presidente opina esto o lo otro.
De forma similar, los egipcios acostumbraban a referirse al rey por su lugar de residencia, su enorme palacio, que llamaban per-o («la gran casa»). Nuestra versión del nombre es «faraón».
Estrictamente hablando, el título no debe aplicarse a los reyes anteriores a la Dinastía XVIII, pero por lo general se hace así, gracias a la influencia de la Biblia. Los primeros libros de la Biblia se basan en leyendas que fueron transcritas una vez terminado el Imperio Nuevo. El título de «faraón» utilizado en este período se ha aplicado anacrónicamente, a reyes anteriores: al rey de la XII Dinastía con quien trató Abraham y al rey de los hicsos a quien sirvió José.
Amenhotep I, hijo y sucesor de Ahmés I, accedió al trono en 1545 a. C. (algunos egiptólogos prefieren el nombre de Amenofis, pues aunque por lo general no hay desacuerdo respecto al sentido de las palabras egipcias, con frecuencia se plantean respecto a la pronunciación).
Bajo Amenhotep I, se evidenció el nuevo genio de Egipto. Sus ejércitos penetraron profundamente en Nubia y el poderío egipcio se asentó en zonas tan remotas como jamás se habían alcanzado en los días de Amenemhat III, tres siglos antes. Este rey consolidó las posiciones egipcias allende el Sinaí y, además, avanzó hacia el oeste del Nilo.
Al oeste de Egipto se encuentra el desierto del Sahara pero en la época del Imperio Medio no era aún tan árido ni estaba tan despoblado como hoy en día. Las zonas costeras seguían siendo lo suficientemente fértiles como para mantener a una población considerable. Había viñedos, olivos y ganado en cantidad, en zonas que ahora son demasiado secas como para que crezcan algo más que matorrales y vivan algunas cabras. Por aquellos días, había incluso oasis interiores, alrededor de los cuales podía agruparse la gente; oasis que eran más extensos que cualquier otro existente hoy día.
Siglos después, los griegos colonizaron parte de la costa africana al oeste de Egipto. A partir de como se llamaba a sí misma una determinada tribu nativa, los griegos obtuvieron la palabra «Libia», y la aplicaron a todo el norte de África al oeste de Egipto. Por consiguiente, los habitantes de los oasis y costas occidentales de Egipto son llamados libios en nuestros libros de historia. (La región se conoce todavía con este nombre y desde 1951 forma parte de la república independiente de Libia).
Los libios, aunque de raza y lengua semejantes a las de los egipcios, permanecían muy atrasados desde un punto de vista cultural con respecto a éstos. La producción agrícola garantizada por los periódicos desbordamientos del Nilo había proporcionado suficiente bienestar como para permitir el crecimiento de una civilización inmensa. Nada de esto podía ocurrir en la muy marginal economía libia, donde los pastores estaban organizados en tribus dispersas y donde la civilización existente era, a lo sumo, un diluido reflejo de la del Nilo.
A los libios les resultaba rentable organizar incursiones ocasionales contra las pacíficas comunidades agrícolas del Nilo. Si estas comunidades eran tomadas por sorpresa, los frutos de la rapiña eran abundantes, y las expediciones punitivas enviadas al desierto por los encolerizados egipcios eran esquivadas fácilmente por hombres que, después de todo, conocían cada palmo del desierto.
Tales incursiones aumentaban en número y efectividad durante las épocas en que Egipto estaba desunido y en guerra intestina, pues resultaba imposible para los egipcios mantener un sistema efectivo de puestos avanzados para vigilar a los intrusos libios. Durante el período de los hicsos, debido a que Egipto atravesaba el momento de mayor confusión de su historia, las incursiones libias resultaron mucho más dolorosas.
Amenhotep I vio que el freno más efectivo podía ser un movimiento sistemático hacia el oeste. Los oasis del oeste del Nilo y los puntos de apoyo de las costas debían estar ocupados permanentemente por contingentes del ejército egipcio. Los incursores libios, si a pesar de todo seguían apareciendo, vendrían de puestos avanzados más hacia occidente. Tendrían mayor distancia que recorrer para alcanzar su presa y volver, y deberían atravesar un peligroso pasadizo egipcio. De esta forma, los riesgos serían demasiado elevados como para que tales intentos resultaran rentables.
Amenhotep I llevó adelante el plan con tanto éxito que el Imperio Nuevo extendió el poderío egipcio en todas direcciones y sobre regiones mucho más extensas que las dominadas por los Imperios Antiguo y Medio. Egipto dominaba sobre los nubios por el sur, los libios por el oeste y los cananeos por el noroeste. Por ello resulta adecuado referirse al Imperio Nuevo como el período del «Imperio egipcio».
El sucesor de Amenhotep I no fue su hijo, e incluso parece que tampoco perteneció a la familia real. Probablemente tampoco se trató de un usurpador, pues Manetón no inicia con él una nueva dinastía, sino que vincula tanto al nuevo rey como a sus sucesores, con la Dinastía XVIII. Quizá Amenhotep no tuvo hijos y fue su yerno quien le sucedió, yerno cuyo estatus legal y cuya pertenencia a la dinastía fueron determinados gracias a su esposa.
Sea como fuere, el sucesor fue Tutmosis I, nombre que con frecuencia aparece como Totmés. Llegado al poder en el 1525 a. C., Tutmosis I prosiguió vigorosamente la política de Amenhotep. Penetró aún más profundamente hacia el sur, alcanzando la Cuarta Catarata, con lo que bajo su gobierno Egipto dominaba unas 1.200 millas del río Nilo —un enorme trecho para esa época.
Sin embargo, las mayores hazañas del nuevo faraón tuvieron lugar hacia el noroeste, donde las costas más orientales del gran mar Mediterráneo entraron a formar parte de la esfera de poder egipcia durante tres siglos.
Los cananeos, que vivían en las tierras conocidas luego por los griegos como Siria, habían creado una civilización importante. Jericó, en el norte del mar Muerto, era una de las ciudades más antiguas del mundo, y puede remontarse como comunidad agrícola hasta el 7000 a. C., en una época en que ni el Nilo, ni la zona Tigris-Éufrates habían sido alcanzadas por la civilización.
Las ciudades cananeas, sin embargo, no contaban con vías fluviales adecuadas que las relacionaran entre sí y nunca estuvieron efectivamente unidas. Siguieron siendo «ciudades-Estado» separadas hasta el fin de su historia. Por esta razón, no pudieron nunca competir con los imperios unificados de Egipto y Babilonia. Y excepto en aquellos casos, poco frecuentes, en los que tanto Egipto como Babilonia se debilitaron simultáneamente, no pudieron conservar su independencia durante largos períodos, y mucho menos erigir su propio imperio.
Los ejércitos egipcios habían estado en Siria antes. Amenemhat III, en el apogeo del Imperio Medio, había conquistado una ciudad que algunos identifican con Sequem, a cien millas al norte de las fronteras de la península del Sinaí. Ahmés I había penetrado en Siria persiguiendo a los hicsos y Amenhotep I había ganado importantes batallas en este país.
Tutmosis I decidió llegar más lejos. Penetró con un gran ejército en Siria y avanzó hacia el norte hasta Carkemish, sobre el alto Éufrates, cuatrocientas millas al norte de la península del Sinaí. Allí erigió un pilar de piedra para atestiguar su presencia.
Los soldados egipcios, hijos de la soleada tierra del Nilo, quedaron fascinados por la lluvia: «un Nilo que cae del cielo». Se asombraron también ante la dirección de la corriente del Éufrates. El Nilo corría hacia el norte, por lo que «norte» significaba para ellos «río abajo», pero he aquí que se encontraron con el Éufrates, un río que «fluyendo hacia el norte fluía hacia el sur».
Bajo el Imperio Nuevo, se puso de moda un nuevo estilo de grandiosa arquitectura. Ya no eran las pirámides de los Imperios Antiguos y Medio. No se edificó ninguna nueva pirámide. Por el contrario, los faraones dirigieron sus esfuerzos hacia los pilares gigantescos y las estatuas colosales.
La ornamentación alcanzó su máximo desarrollo en Tebas, capital de los faraones de la XVIII Dinastía. En esta época, la tendencia no fue avanzar hacia el delta o hacia el lago Moeris, como había sido el caso de las dinastías tebanas XI y XII. Quizá el Bajo Egipto perdió prestigio por haber estado bajo la dominación de los hicsos, mientras que Tebas había permanecido libre y finalmente había constituido la vanguardia de la liberación. Además el extenso territorio nubio, ahora bajo dominio egipcio, había hecho de Tebas una ciudad con una situación más central que la que había tenido en siglos anteriores.
Tutmosis I y sus sucesores edificaron enormes templos en Tebas. Cada faraón intentó eclipsar a su predecesor por la cantidad de piedra y por la complejidad de la ornamentación. Por su parte, Tutmosis I amplió el templo de Amón en el barrio norte de Tebas, lugar donde se levanta la moderna ciudad de Karnak. En el barrio sur de Tebas, ocupado hoy por la ciudad de Luxor, sería edificado, con el tiempo, otro enorme y magnífico templo.
Tebas se encontraba en la margen oriental del Nilo. En la orilla occidental se levantaba un vasto cementerio real. Aún era necesario esconder el cadáver del rey con el fin de que los tesoros enterrados con él pudieran salvaguardarse. Los métodos que se habían utilizado previamente para ello habían fallado y Tutmosis I intentó hacer algo distinto.
En lugar de edificar una pirámide en forma de montaña y situar la tumba en el medio, se utilizaron masas naturales de roca. Se cavaron profundos pozos en la tierra a través de la roca de un farallón y se diseñaron corredores en forma de laberinto para desconcertar a los eventuales ladrones de sepulcros y las tumbas con sus tesoros fueron situadas en cámaras protegidas, en la medida de lo posible, por todo tipo de falsas pistas y corredores sin salida.
Una de las tumbas llegó a estar a 320 pies de profundidad y se accedía a ella a través de tortuosos pasajes de 700 pies de longitud.
Tutmosis I fue el primero en ser enterrado en el farallón, pero después de él cerca de sesenta faraones lo imitaron. Finalmente, la colina quedó convertida en una ciudad de los muertos.
Pero todo esto tampoco sirvió para nada. Los tortuosos túneles, las ingeniosas pistas falsas, las entradas ocultas, los poderosos hechizos, todo falló. Todas las tumbas excepto una, fueron saqueadas apenas unas décadas después de la inhumación. La única que permaneció intacta hasta nuestros días, quedó a salvo debido a una mera casualidad. Los escombros de una tumba posterior cubrieron y escondieron su entrada, y durante treinta y cinco siglos nadie pensó en mirar qué había debajo.
A partir del reinado de Tutmosis I, durante varios siglos, Tebas se convirtió en la ciudad más grande y más suntuosa del mundo, maravillando a todos los que la contemplaron. No debemos despreciar tal embellecimiento como mera vanagloria (si bien esto es una parte importante), pues una capital tan increíblemente refinada no sólo llena al pueblo de orgullo y de un sentimiento de poder, sino que, al mismo tiempo, desanima a los posibles enemigos, ya que éstos juzgan el poder por la magnificencia. Las ciudades magníficamente embellecidas presentan una «imagen» importante y desempeñan un papel en la guerra psicológica. En la época moderna, Napoleón III embelleció París por esta razón y hace unos años las potencias occidentales han promovido deliberadamente —y, por cierto, con notable éxito— la prosperidad de Berlín Occidental al objeto de minar la moral de la Alemania Oriental.
A Tutmosis I le sucedió un monarca aún más notable. Este no fue Tutmosis II, su hijo y sucesor. Tutmosis II gobernó en unión de su padre hasta el fin del reinado de este último y en nombre propio durante muy corto tiempo, si es que lo llegó a hacer.
El verdadero sucesor fue, más bien, una mujer, hija de Tutmosis I y esposa de Tutmosis II.
Era bastante común que los príncipes egipcios se casasen con sus hermanas, costumbre que hoy nos parece extraña. Al respecto podemos aducir todo tipo de razones. Puede que la herencia de la tierra pase originalmente a través de las hijas, procedimiento antiguo, proveniente quizá de un período primitivo anterior al establecimiento de la idea de la paternidad, o incluso de una época en la que las mujeres controlaban las labores agrícolas (mientras los hombres continuaban cazando) y por ello eran propietarias de la tierra. Los anticuados y ultraconservadores egipcios pudieron haber perseverado en esta antigua idea y haber pensado que el hijo del rey no sería nunca verdaderamente rey hasta que no se hubiese casado con la hija del rey, que era la auténtica heredera.
También puede ser que los príncipes egipcios considerasen necesario casarse sólo con sus iguales —actitud presuntuosa que suele darse en las casas reales—. Ciertamente, dicha actitud era común entre la realeza europea y se mantiene hasta nuestros días. Los matrimonios reales europeos se realizaban frecuentemente entre primos hermanos, o entre tíos y sobrinas. El dogma de la Iglesia no permitía tales alianzas entre las personas corrientes, pero el escaso número de individuos de sangre real las hacían, en este caso, necesarias, por lo que la Iglesia concedía dispensas especiales.
Sin embargo, para la casa real egipcia no existía otra de igual rango, en todos sus días de gloria. Así, pues, la presunción pudo dictar el matrimonio entre hermana y hermano, o hermanastra si el padre tenía más de una esposa, como solía ser el caso.
Tutmosis II se había casado con su hermanastra Hatshepsut. Cuando Tutmosis II murió, en el 1490 a. C., a su joven hijo, cuya madre era una concubina (y no Hatshepsut), le correspondía, en teoría, ser el nuevo faraón con el nombre de Tutmosis III, pero éste era demasiado joven para reinar y Hatshepsut, su tía y madrastra, actuó como regente.
Hatshepsut fue una mujer enérgica y pronto asumió los plenos poderes de un faraón. En los monumentos que construyó, se representa a sí misma con vestiduras masculinas y con forma de varón —omitiendo incluso los pechos e incluyendo una barba postiza—. Fue la primera mujer importante en la historia que llegó a gobernar, cuyo nombre conocemos.
Por supuesto que una barba falsa no puede lograrlo todo. Así Hatshepsut no podía mandar adecuadamente un ejército ni esperar que los generales (e incluso aún más quizá los soldados comunes) obedeciesen a una mujer. O tal vez se debiese a que no tuvo especiales deseos de hacerlo. Su reinado representa un intervalo de paz en la belicosa historia de la dinastía, y Hatshepsut se dedicó a enriquecer el país mediante la industria en vez de hacerlo mediante el saqueo. Por ejemplo, estuvo especialmente interesada en las minas del Sinaí y trató de expandir el comercio egipcio.
Edificó un hermoso templo al otro lado del río, frente a Tebas y sobre sus muros pintó cuidadosamente escenas de una expedición comercial a Punt patrocinada por ella. Los productos importados están cuidadosa e incluso bellamente dibujados e incluyen una pantera y algunos monos (¿desearía Hatshepsut estos animales como mascotas o tendría un zoo real?). Las escenas también muestran a la gran reina supervisando el transporte de dos obeliscos desde las canteras próximas a la Primera Catarata.
Los obeliscos son estructuras que originalmente fueron erigidas en honor de Ra, el dios-sol; son largos, estrechos, compuestos por pilares de piedra ligeramente ahusados colocados verticalmente y coronados por una punta en forma de pirámide, que originalmente estaba plateada con un metal brillante para capturar los rayos del sagrado sol. (Cabe preguntarse si no fueron también utilizados para arrojar una sombra que sirviese como reloj de sol que indicase la hora del día).
El nombre de «obelisco» proviene de una palabra griega que significa «aguja», término utilizado por los posteriores turistas griegos como una especie de sobrentendido humorístico.
Los obeliscos habían sido erigidos por primera vez durante el Imperio Antiguo y en esa época no fueron especialmente altos. Los egipcios los labraban de una sola pieza de granito rojo, y tales piezas eran increíblemente difíciles de manejar adecuadamente, en especial cuando su longitud aumentó. Bien fueran utilizados, en los primeros tiempos, como relojes de sol, o como monumentos funerarios, los obeliscos de diez pies de altura se consideraron suficientemente altos.
Sin embargo, durante el Imperio Medio, cuando se edificaron pirámides más pequeñas, se pudo dedicar mayor esfuerzo a los obeliscos. Llegaron a estar situados ante los templos, uno a cada lado de la puerta y finalmente casi todos los templos tuvieron varios de estos objetos bastante impresionantes, en su entrada, Heliópolis fue particularmente rica en obeliscos. Se elevaban en fila, con sus caras recubiertas de jeroglíficos, que daban el nombre y título del faraón bajo cuyo reinado habían sido construidos, junto con todas las jactanciosas autoalabanzas que el faraón desease incluir. Un obelisco del Imperio Medio tenía 68 pies de altura.
En el Imperio Nuevo, cuando las pirámides desaparecieron para siempre, se convirtió casi en una manía erigir enormes obeliscos. Tutmosis I construyó uno de 80 pies de altura, y Hatshepsut erigió dos de 96 pies.
El obelisco más alto que ha sobrevivido hasta nuestros días tiene 105 pies de altura y en la actualidad se halla en Roma. Otro obelisco, de unos 96 pies de altura, construido originalmente durante el reinado de Hatshepsut, fue transportado al Central Park de Nueva York en 1881. Allí se le conoce popularmente como la Aguja de Cleopatra, por la más famosa reina de Egipto, quien, sin embargo, reinó unos 1.500 años después de haberse construido el obelisco. Hay otra «Aguja de Cleopatra» en Londres.
Única y exclusivamente tres de todos los obeliscos que fueron construidos quedan hoy en Egipto, uno en Heliópolis y dos en el antiguo emplazamiento de Tebas. De estos últimos uno es del tiempo de Tutmosis I y el otro del de Hatshepsut.
Los obeliscos plantean a los hombres modernos un interesante rompecabezas. Son extremadamente pesados, el mayor de ellos pesa unas 450 toneladas. ¿Cómo pudo colocarse de pie una pieza única de piedra de ese peso, sin que se rompiera su quebradiza estructura, considerando las limitadas herramientas que poseían los antiguos egipcios? Se ha pensado en diversos métodos para hacerlo pero no todos los egiptólogos están de acuerdo en los detalles. (Encontramos el mismo problema en relación con los primitivos britanos que levantaron las inmensas rocas planas de Stonehenge, que, por cierto, fueron erigidas hacia la misma época en que Hatshepsut se sentaba en el trono de Egipto).
En tanto que las pirámides egipcias no han sido imitadas, ni mucho menos superadas por culturas posteriores, los obeliscos sí lo han sido. El más conocido de todos los obeliscos modernos es el Monumento a Washington, terminado en 1884 en memoria de George Washington. Como corresponde a los avances de la tecnología y la energía desde la época de la Dinastía XVIII, el Washington Monument es mayor que cualquiera de los construidos por los egipcios. Tiene 555 pies de altura y su base cuadrada tiene 55,5 pies de lado (todos estos cincos no son una simple coincidencia).
Sin embargo, hicimos trampa. El Washington Monument no está construido de una sola enorme roca, sino de mampostería corriente, y nunca nos impusimos la tarea de tener que erigir una larga y frágil pieza de piedra como hicieron los egipcios.
La reina Hatshepsut murió en 1469 a. C., y por aquella época Tutmosis III contaba unos veinticinco años y suspiraba por una oportunidad para mostrar su temple. Considerando lo que luego llevaría a cabo, es difícil comprender cómo había estado tan absolutamente sometido al puño de su despótica tía-madrastra mientras ella vivió. Podemos hacernos una idea de qué clase de mujer debió de haber sido para poder dominar al tipo de hombre que Tutmosis III demostró ser una vez libre de ella.
No hay ninguna duda sobre el amargo resentimiento del nuevo faraón y sobre su larga opresión por ella, ya que éste le pagó con la misma moneda, mediante una profanación sistemática de los monumentos dejados por Hatshepsut. Su nombre fue borrado de todos aquellos lugares en que fue posible, y el faraón lo sustituyó por el suyo propio, o por el de uno de los primeros Tutmosis. Incluso dejó su tumba incompleta, el mayor acto de venganza que cabría tomar contra ella según la mentalidad egipcia.
Es más, tomó la determinación de brillar en un área que Hatshepsut había descuidado, la militar. No fue una simple cuestión de vanidad, sino una necesidad. La situación de Siria se había deteriorado mucho desde los grandes días de su abuelo Tutmosis I. Había surgido una nueva potencia.
Dos siglos antes, un pueblo no semita, los hurritas, habían llegado desde el norte. Es posible que fuera su presión la que pusiese a las tribus semíticas de Siria en movimiento y las empujase hacia el sur, contra Egipto, instaurando la dominación de los hicsos. Sin duda, entre éstos se encontraban contingentes hurritas.
Sin embargo, los hurritas se asentaron principalmente al norte del alto Éufrates, donde consolidaron lentamente un fuerte reino conocido como Mitanni, que se extendía a través de los tramos superiores de los ríos Tigris y Éufrates. Su esfera de influencia llegó casi hasta los enclaves sirios del Imperio egipcio, lo que representó un nuevo y gran peligro para la influencia egipcia en la zona.
Un rey egipcio fuerte tal vez hubiera avanzado hacia el norte en una especie de guerra preventiva para evitar que esto sucediera, pero la política pacifista de Hatshepsut, por beneficiosa que fuera para el propio Egipto alentó potenciales disturbios en las distintas fronteras del Imperio.
Cuando Tutmosis III accedió al trono, los príncipes cananeos de Siria pensaron que había llegado el momento de acabar con el señorío egipcio. La historia anterior del nuevo faraón que lo presentaba como un rey títere, dominado por una mujer, les dio todas las razones para pensar que podía ser un incompetente en la guerra. Además, tras ellos, alentándolos, sin duda, con dinero y promesas de ayuda militar, se encontraba el nuevo y brillante reino de Mitanni, robustecido por recientes conquistas.
Pero Tutmosis III reaccionó al instante y con violencia marchó hacia el interior de Siria y se enfrentó a la coalición armada de las ciudades cananeas en Megiddo, la «Armagedón» bíblica, que se encontraba a unas cincuenta millas de la ciudad que llegaría a ser famosa en el mundo entero con el nombre de Jerusalén. En este lugar, Tutmosis obtuvo una gran victoria y, a continuación, inició un sistemático e infatigable esfuerzo para completar la labor de una vez por todas.
La ciudad de Kadesh, a unas 120 millas al norte de Megiddo, que era el corazón y el espíritu de la coalición combatía encarnizadamente. Aunque le costó seis campañas, finalmente Tutmosis III alcanzó y tomó Kadesh en el 1457 a. C.
Tras Kadesh se encontraba la todavía poderosa amenaza de la propia Mitanni. Tutmosis III llevó a cabo once campañas más, avanzó hacia el Éufrates, tal como había hecho Tutmosis I (pero contra una oposición mucho mayor), lo cruzó, como no había logrado hacer su abuelo, e invadió el reino de Mitanni. Victorioso como siempre, sometió a Mitanni a tributo.
Éste fue el punto álgido del prestigio militar egipcio, y en ocasiones Tutmosis es llamado Tutmosis el Grande o el Napoleón de Egipto. Si la pericia militar lo hubiese sido todo, Tutmosis podría ser considerado, sin más, un general competente. Sin embargo, la administración nacional fue firme y eficiente y la prosperidad de Egipto se engrandeció tanto como su poderío militar. Por ello Tutmosis III puede ser considerado como el faraón más grande de todos.
Tutmosis III murió en el 1436 a. C., tras haber reinado durante treinta y tres años. El impulso que logró dar a Egipto le hizo conservar su magnífico auge durante tres cuartos de siglo y su población tal vez alcanzó cotas cercanas a los cinco millones.
Amenhotep II, Tutmosis IV y Amenhotep III fueron el hijo, nieto y bisnieto de Tutmosis el Grande y salvaguardaron con éxito la herencia del gran faraón. No hicieron ningún intento para extender el imperio y quizá no habría sido prudente hacerlo, ya que el Egipto de la época muy probablemente se extendía hasta donde podía hacerlo sin peligro. Las líneas de comunicación no habrían resistido una ulterior expansión.
Tutmosis IV persiguió una deliberada política de paz con Mitanni y trató de hacer que esta paz fuese estable, abandonando el exclusivismo egipcio hasta el punto de casarse con una princesa mitanni. Y terminó también el último obelisco planeado por Tutmosis III, ese monstruo que se halla hoy en Roma.
Bajo el gobierno de Amenhotep III, el hijo de la reina mitanni y de Tutmosis IV, la prosperidad egipcia alcanzó sus cotas más elevadas. Amenhotep III, que accedió al trono en el 1397 a. C. y que reinó durante treinta y siete años, prefirió el lujo en el interior a la lucha en el exterior, lo cual también benefició a Egipto. Sus predecesores habían embellecido Tebas sin cesar y habían ampliado el templo de Amón. El rey continuó su labor, utilizando el dinero de los tributos que le llegaban de todos los rincones del imperio.
Al parecer estuvo muy enamorado de su reina Tiy, procedente también de Mitanni. La asoció a él en las inscripciones monumentales y construyó para ella un lago de recreo, de una milla de largo, en la orilla occidental del Nilo.
Tras la muerte del rey se edificó en su honor un espléndido templo, cuya entrada estaba flanqueada por dos grandes estatuas suyas. La situada más al norte, tenía la propiedad de emitir una nota alta poco después del amanecer. Sin duda existía un dispositivo interno colocado allí por los sacerdotes de Amón para impresionar a los incautos. Y, con toda seguridad, los devotos resultaron impresionados, del mismo modo que los viajeros griegos posteriores.
Está claro que a los griegos debieron llegarles bastante pronto rumores sobre estas asombrosas estatuas, que, al parecer, inspiraron uno de sus mitos. Entre las leyendas griegas referentes a la guerra de Troya (que tuvo lugar siglo y medio después de la época de Amenhotep III), hay una relacionada con un rey de Etiopía, nombre que bien puede haber sido utilizado para referirse a Tebas y a los lejanos tramos meridionales del Nilo, que por aquel entonces se encontraban bajo dominación egipcia. Este rey, llamado Memnón, luchó a favor del bando troyano y se lo suponía hijo de Eos, diosa del amanecer. Fue muerto por Aquiles y se cree que la estatua norte de Amenhotep III es el propio Memnón que «canta» para llamar a su madre con un grito cada mañana.