4. El Imperio Medio

Tebas

Luego siguió un siglo de confusión, una «Edad Oscura» de guerra civil, inquietud y pretendientes en lucha por el trono. Durante este período fueron saqueadas todas las magníficas tumbas de los faraones constructores de las grandes pirámides.

No se conoce prácticamente ningún detalle de la historia de los diversos fragmentos de Egipto en este período. Sus insignificantes gobernantes precisaban de todas sus fuerzas para sobrevivir, y no les quedaba energía para preocuparse de monumentos e inscripciones.

Manetón enumera cuatro dinastías en este intervalo de tiempo, pero cada uno de los reyes es una figura borrosa, que no puede haber tenido mucha importancia. Es probable que fueran jefes locales que aspiraban a la dignidad real, pero con escaso poder fuera de su propio territorio.

La VII y VIII Dinastías operaban desde Menfis y probablemente basaron sus pretensiones en el prestigio de la ciudad, capital del Imperio Antiguo. La IX y X Dinastías tuvieron su sede en Heracleópolis —como los griegos la llamaban—, en el lago Moeris.

Indiscutiblemente, si Egipto hubiera sido cualquier otro país del mundo de esa época (o de cualquier otro siglo posterior) este período de fragmentación habría constituido una terrible tentación para las naciones circundantes. El país habría sido invadido y ocupado por quién sabe cuánto tiempo. Fue una suerte para Egipto que su debilidad coincidiese con una época en que ningún país vecino se encontraba en situación de sacar partido de ello.

Finalmente, la salvación llegó de una lejana ciudad del Sur —en realidad se hallaba a 330 millas al sur de Menfis y sólo a 125 millas al norte de la Primera Catarata—. El principal dios de la ciudad era Amón, o Amén, dios de la fertilidad, completamente desconocido en tiempos del Imperio Antiguo, pero cuya importancia iba creciendo a medida que la ciudad se fortalecía en este período de general debilidad. Se llamaba a sí misma Nuwe, que significa «la ciudad», es decir, «la ciudad de Amón», y de aquí proviene el nombre bíblico de No, que se utiliza para designarla. Cuando algunos siglos después llegaron los griegos, la ciudad había crecido y se había engrandecido con magníficos templos. De ahí que los griegos la llamaran Dióspolis Magna o «gran ciudad de los dioses». El nombre de uno de los suburbios de la ciudad sonaba a oídos griegos como Tebas, que era el nombre de una de sus propias ciudades. Así aplicaron también este nombre a la ciudad egipcia. De este modo, Tebas es el nombre con que mejor se conoce a la ciudad y aunque no es una denominación muy conveniente debido a su posible confusión con la ciudad griega, es el que debe ser utilizado.

Tebas debió prosperar durante las Dinastías V y VI, con la ampliación de las rutas comerciales hasta más allá de la Primera Catarata. Y se libró del peor de los desórdenes que debilitaron el poder del Bajo Egipto, cuando Menfis, Heliópolis y Heracleópolis lucharon encarnizadamente entre sí por el poder.

En el año 2132 a. C., hacia mediados de este siglo oscuro, llegó al poder en Tebas una estirpe de gobernantes capaces, que pusieron bajo su control sectores cada vez mayores del Alto Egipto. Manetón los incluye en una XI Dinastía. Durante ocho años éstos lucharon contra los monarcas heracleopolitanos y, finalmente, hacia el 2052 a. C. el quinto rey de la dinastía, Mentuhotep II, completó la conquista.

Una vez más, ciento treinta años después de la muerte de Pepi II, Egipto se halló bajo el control de un único monarca. Puede decirse que el período del «Imperio Medio» había comenzado. El nuevo período se reflejó también en la religión, pues el dios tebano Amón era ahora tan poderoso (desde que su ciudad era la sede de la dinastía gobernante) que los sacerdotes del gran Ra se vieron forzados a reconocer al nuevo dios como un segundo aspecto del suyo. Los egipcios comenzaron a hablar del dios Amón-Ra como del más importante de los dioses.

También en esta época Tebas comenzó a crecer y a prosperar, y empezó a enriquecerse con tumbas y monumentos. E incluso logró sobrevivir a su dinastía. Transcurrido apenas medio siglo tras la fundación del Imperio Medio, la XI Dinastía atravesó tiempos difíciles. Los últimos Mentuhotep (tanto el IV como el V) contaron con un capaz primer ministro llamado Amenemhat, que también era de familia tebana, lo cual puede inferirse del hecho de que el dios Amón (o Amén) forma parte de su nombre.

Los detalles no nos son conocidos, pero Amenemhat seguramente se rebeló, y en el 1919 a. C. subió al trono como Amenemhat I, primer rey de la XII Dinastía. Retiró la capitalidad a Tebas, que se encontraba demasiado al sur como para garantizarle la posibilidad de un control efectivo sobre el turbulento norte, y fijó su capital en Lisht, a unas veinticinco millas al sur de Menfis. A pesar de todo, el impulso ascendente de la ciudad de Tebas no se frenó. Sería de nuevo capital siglos después y seguiría siendo una de las principales ciudades del mundo durante otros quince siglos.

Nubia

Un Egipto unificado comenzó de nuevo a hervir de actividad. Se continuó la construcción de pirámides, y tanto Amenemhat I como su hijo fueron enterrados en tumbas erigidas cerca de Lisht. Amenemhat I reafirmó el poderío egipcio en el Sinaí, continuó comerciando con el Sur y puso a los nobles bajo control. Parecía como si todos los males del siglo oscuro hubieran sido superados, pero nada se supera del todo nunca. Los monarcas del Imperio Medio no dispusieron nunca del poder total de los del Imperio Antiguo. Los nobles del Imperio Medio no fueron nunca completamente domados.

Aún así, la XII dinastía, como la IV, constituyó una «edad de oro», y si las pirámides fueron más pequeñas, el arte fue más elaborado. Algunas de las joyas de las tumbas del Imperio Medio consiguieron escapar a ladrones y sobrevivir hasta nuestros días para ser descubiertas por los hombres actuales, que pudieron admirar la delicada belleza de sus complicados detalles. En las tumbas se colocaron miniaturas, modelos en madera pintada, que representaban tridimensionalmente la vida del difunto; y en 1920 se descubrió un escondrijo intacto de este tipo en una tumba de Tebas. En muchos sentidos, el refinamiento de estas pequeñas obras de arte resulta más agradable que la magnificencia, a veces opresiva, de los grandes monumentos.

La producción literaria del Imperio Medio alcanzó también elevadas cotas. De hecho, posteriormente los egipcios consideraron la época de la XII Dinastía como el período clásico de la literatura. Por supuesto, muy poco ha llegado hasta nuestros días. Y sólo Dios sabe hasta qué punto lo que sobrevive (a través de los accidentes de la Historia) puede compararse con lo que desapareció.

Por primera vez, se escribió una literatura de tipo secular (esto es, distinta de los mitos y de la literatura religiosa). O, al menos, por primera vez obras de este tipo logran sobrevivir hasta nuestra época, proporcionándonos el ejemplo más antiguo de este género de literatura.

En ellas hay emocionantes historias de aventuras con toques de fantasía, como ocurre, por ejemplo, en el cuento del náufrago que encuentra una serpiente monstruosa. Tenemos «El cuento de los dos hermanos», que nos recuerda un relato de Las mil y una noches y que puede haber inspirado algunas partes del cuento bíblico de José. Y el «Cuento de Sinuhé» que nos ha llegado casi intacto y que narra la historia de un exiliado egipcio y de su vida entre las tribus nómadas de Siria. Su interés reside, sin ninguna duda, en su exótica localización y en su descripción de costumbres extrañas para los egipcios.

La ciencia también avanzó. Cuando menos, se ha descubierto un documento, llamado el Papiro Rhind, que, aparentemente, es una copia de un original escrito en la XII Dinastía. Este documento explica cómo operar con fracciones, calcular áreas y volúmenes, etc. Las matemáticas egipcias eran muy empíricas y parecen haber consistido en una simple expresión de reglas aplicadas a casos individuales (como las recetas de un libro de cocina), sin la hermosa generalización desarrollada trece siglos después por los griegos. Aunque, por supuesto, nos encontramos en desventaja para juzgarlas al conocer sólo el Papiro Rhind. No sabemos lo que pueden haber contenido los documentos perdidos para siempre.

Además acaecieron ejemplos de lo que posteriormente llegaría a ser llamada Literatura del Sentido Común que son colecciones de doctos refranes y de máximas dirigidas a orientar a los jóvenes en la vida. El ejemplo más familiar es el libro bíblico de los Proverbios. Sin embargo, hay equivalentes egipcios que son por lo menos mil años más antiguos. Una de estas series se atribuye al propio Amenemhat I y se supone que es un conjunto de exhortaciones a su hijo, enseñándole cómo ser un buen rey[2]. En ella Amenemhat hace algunas amargas observaciones suscitadas quizá por un atentado contra su vida por parte de algunos funcionarios de la corte[3].

Es posible que Amenemhat fuese asesinado, pero si fue así, esto no significó ningún cambio en la dinastía, pues fue sucedido por su hijo Senusret I, para el que, según la leyenda, había escrito su colección de doctos refranes. El nuevo monarca, que reinó del 1971 al 1928 antes de Cristo, nos es mejor conocido por la versión griega de su nombre, Sesostris.

Sesostris I dirigió hacia el exterior las energías del Imperio Medio y se convirtió en el primer rey egipcio que realizó importantes conquistas en el extranjero.

Un lugar lógico de expansión fue el sur, las tierras centradas alrededor del curso del río Nilo, aguas arriba a partir de la Primera Catarata. Los reyes egipcios habían tenido relaciones comerciales con estas tierras desde los tiempos de Sneferu, siete siglos antes, pero indiscutiblemente este comercio había sufrido interferencias periódicas por parte de las tribus hostiles. Sneferu había efectuado incursiones hacia el sur para proteger el comercio y lo mismo había hecho Pepi II, de la Sexta Dinastía.

Sesostris creyó que con una conquista a gran escala del territorio y colocándolo bajo un completo control egipcio, el comercio podría facilitarse y con ello aumentar el bienestar y la prosperidad de Egipto.

La decisión de Sesostris hizo que las regiones al sur de Egipto conociesen el momento histórico más brillante de que habían gozado hasta ese momento (aunque, probablemente, ésta es una pobre compensación por haber tenido que sufrir una invasión). Los egipcios y los escritores bíblicos conocían estas tierras del sur con el nombre de Kush. Sin embargo, para los griegos llegarían a ser conocidas como Etiopía, término derivado posiblemente de una expresión que significaba «cara quemada», que hacía referencia a la coloración negroide de sus gentes (por otra parte, el nombre puede provenir de la distorsión de la misma palabra que dio lugar a «Egipto»).

Pero «Etiopía», aunque utilizada comúnmente por los modernos historiadores de Egipto para referirse a la región, es un nombre especialmente engañoso, pues en los tiempos modernos se ha aplicado a un país muy al sudeste de la antigua Etiopía de los griegos. El país que en tiempos modernos ocupa la sección del Nilo al sur de la Primera Catarata es Sudán (palabra árabe que significa «negro», por lo que el origen de ese nombre es el mismo que el de Etiopía). Con todo, el Sudán moderno se extiende por grandes zonas más allá de las antiguas regiones sobre las que estamos discurriendo.

Así pues, el nombre más apropiado y el único que se utilizará será Nubia. Este nombre se aplica directamente a la región en cuestión y no a ninguna otra y no puede ser confundido con cualquier otro término aplicado en la actualidad a ningún país contemporáneo. La palabra deriva de un término nativo que significa «esclavo», lo cual quizá describe la suerte a la que se vio sometida la población por parte de primitivos invasores de la región.

Si Sesostris I tenía intención de comenzar una carrera de conquistas, necesitaba un ejército, pero no tenía gran cosa. Egipto gracias a su seguridad, no contaba con una tradición militar. El ejército del Imperio Antiguo era pequeño y estaba precariamente armado, apenas mejor que uno de la guardia real o el equivalente de una policía local. Era suficiente para mantener el control sobre las mal organizadas y primitivas tribus que ocupaban el Sinaí. Incluso en el Imperio Medio, los ejércitos —que habían aumentado en número y mejorado su equipo como resultado de las luchas civiles durante el siglo de anarquía—, no habrían podido enfrentarse con los ejércitos de las potencias asiáticas del Este, más allá de los horizontes egipcios. Sin embargo, Nubia estaba habitada por pueblos primitivos, que ni tan siquiera se encontraban en situación de rechazar ejércitos tan poco impresionantes como los egipcios.

Por ello, Sesostris I pudo superar con sus fuerzas la Primera Catarata, construir fuertes a lo largo del Nilo, dejar contingentes de ocupación a lo largo del trayecto hasta la Segunda Catarata, doscientas millas río arriba de la Primera. Los reyes posteriores de la dinastía penetraron aún más profundamente hacia el Sur, y con el tiempo establecieron puestos comerciales en la Tercera Catarata, que se encontraba a otras doscientas millas más allá.

Indudablemente, los egipcios se enorgullecían de esta exhibición de poder a costa de un pueblo vecino mal armado e incapaz de rechazarlos. (A nivel nacional, parece que siempre se concede un gran valor al hecho de derrotar a alguien más débil). Quince siglos después, cuando Heródoto visitó Egipto, los egipcios estaban dolidos de su propia debilidad y los sacerdotes sólo podían refugiarse en un pasado mítico. Exageraban las hazañas de los monarcas conquistadores del pasado y pretendían que éstos habían conquistado la totalidad del mundo conocido. ¿Y cuál era el nombre que daban a este mítico conquistador egipcio? Sesostris.

El laberinto

Bajo Amenemhat III, hijo y sucesor de Sesostris I, floreció el comercio con un país llamado Punt. No sabemos mucho sobre Punt, excepto que estaba bañado por el mar Rojo y que probablemente era un país costero de la mitad meridional de ese mar. Se trataba quizá de la región que hoy llamamos Yemen, en el sur de Arabia, o bien de Somalia, en la costa africana opuesta. En cualquier caso, en dicha región se obtenía oro, oro que podía utilizarse para el comercio con las ciudades cananeas, a lo largo de las costas de Siria. El poderío egipcio, que se basaba en parte en sus mercaderes y en parte en su ejército, penetró por primera vez en Siria por la fuerza. Y no sería la última.

Por lo demás, las artes propias de tiempos de paz tampoco se descuidaron, y los reyes de la XII Dinastía se interesaron por la mejora del lago Moeris. Su superficie había disminuido sobremanera desde la época en que, veinticinco siglos antes, los poblados neolíticos florecieron en sus orillas, y había dejado de estar conectado con el Nilo. Amenemhat I había ordenado que el canal del Nilo fuera ensanchado, ahondado y liberado del cieno. Así pues, el agua fluyó de nuevo, el lago recuperó su extensión primitiva y se restauró la fertilidad de la región.

Los faraones del Imperio Medio tuvieron también idea de utilizar el canal del lago Moeris como medio para formar un depósito natural para las crecidas del Nilo. Bloqueando o desbloqueando el canal, el lago podía utilizarse para regular la corriente de agua, drenando el Nilo cuando ésta se elevaba demasiado, y conservando el agua cuando la crecida era muy baja.

Considerando los trabajos egipcios en este campo no es sorprendente que Heródoto, inspeccionando el lugar unos catorce siglos después, pensase que también el lago era obra del hombre.

La XII Dinastía alcanzó el cenit de su poder y prosperidad bajo Amenemhat III, que gobernó cerca de medio siglo, de 1842 a 1797 a. C. Durante su reinado, el poderío egipcio se extendió de la Tercera Catarata al interior de Siria, es decir, a lo largo de novecientas millas. La población, según las opiniones de los estudiosos, rondaría, por esta época, alrededor del millón y medio de habitantes. Nunca, sin embargo, el poder personal del más grande de los reyes del Imperio Medio alcanzó al de los constructores de pirámides del Imperio Antiguo.

(Quizá fue bajo el reinado de Amenemhat III, o de uno de sus inmediatos predecesores, cuando el legendario patriarca Abraham habitó en Palestina. Si aceptamos las historias de la Biblia, parece ser que Abraham viajó libremente a través de Canaán y Egipto, lo cual parece indicar que ambas regiones se hallaban bajo el mismo gobierno en esta época).

Amenemhat III expresó el poderío de su reino, arquitectónicamente, edificando dos pirámides de unos 240 pies de alto. Además, construyó estatuas colosales que le representaban, junto a un complicado grupo de palacios, todo ello rodeado por un solo muro, a lo largo de las orillas del lago Moeris. Estas construcciones sirvieron, en parte, como tumbas. Las demostraciones de fuerza y poderío no habían bastado para preservar las momias de los constructores de pirámides, por lo que Amenemhat III trató de usar la astucia para confundir a los potenciales ladrones de tumbas por lo intrincado de la construcción en vez de mantenerlos alejados por la masa.

Heródoto quedó estupefacto ante este complicado palacio, al que consideró una maravilla superior a las pirámides. Nos habla de sus tres mil quinientas habitaciones, la mitad de las cuales se encontraban por encima y la otra mitad por debajo del nivel del suelo (no se le permitió entrar en las habitaciones subterráneas que, naturalmente, eran cámaras funerarias). Heródoto también describe sus múltiples e intrincados pasadizos.

Los egipcios denominaron esta estructura con una palabra que significaba «el templo a la entrada del lago». Los griegos convirtieron esta expresión egipcia en labyrinthos, en español «laberinto». La palabra se utiliza actualmente para denominar cualquier intrincado conjunto de pasadizos.

El tamaño del laberinto egipcio, su cuidada ejecución, sus blancos mármoles, su rica ornamentación, todo ello hace tanto más lamentable el hecho de que no haya sobrevivido intacto para admiración de nuestra época. Con todo, debemos admitir que no siempre el ingenio de los arquitectos del Imperio Medio cumplió su finalidad. Con el tiempo, todas las tumbas que contenía fueron saqueadas gracias al obstinado ingenio de los ladrones de tumbas.

Sin duda, muy pocas personas habrán oído hablar de este laberinto egipcio del Imperio Medio, pero muchos habrán oído hablar acerca del laberinto de los mitos griegos. Este laberinto mítico está situado en Knossos, la capital de la isla de Creta (a unas cuatrocientas millas al noreste del delta del Nilo). En él, según el mito, vivía el minotauro, un hombre con cabeza de toro, que fue muerto por el héroe ateniense Teseo.

A principios del siglo XX se comprobó que los mitos griegos referentes a Creta tenían una base real. En esta isla existió una antigua civilización, casi tan vieja como la egipcia, y a lo largo de todo el período del Imperio Antiguo hubo relaciones comerciales entre ambas naciones. (Los egipcios no fueron grandes navegantes, pero los isleños de Creta sí. De hecho, Creta instauró el primer imperio naval de la historia).

Los palacios cretenses de Knossos comenzaron a construirse hacia la época del Imperio Medio egipcio. En su construcción debieron de influir fuertemente los relatos sobre el laberinto egipcio y así puede haber surgido la imitación cretense. Y fue ésta la que entró a formar parte de los mitos griegos. (Indiscutiblemente el minotauro surge a raíz del hecho de que los toros —como símbolo de fertilidad— desempeñaban un papel importante en los ritos religiosos cretenses).

Tampoco la XII Dinastía olvidó su origen tebano. Esta ciudad meridional fue embellecida y se edificaron templos y otros edificios si bien resultarían empequeñecidos por las actividades de una dinastía tebana posterior.

Pero tras la muerte de Amenemhat III ocurrió algo. Quizá subió al trono un gobernante débil y la nobleza aprovechó la oportunidad para disputar entre sí. Quizá la construcción del laberinto había debilitado la prosperidad egipcia como siglos antes habían hecho las pirámides.

Sea cual fuese la razón, pocos años después de la muerte del gran rey, toda la gloria y la prosperidad del Imperio Medio tocaron a su fin. Había durado dos siglos y medio, sólo la mitad de tiempo que el Imperio Antiguo.

De nuevo, el reino se dividió en fragmentos, gobernados por nobles que peleaban entre sí. De nuevo, oscuros monarcas aspiraron al trono.

Manetón habla de dos Dinastías, la XIII y la XIV, que deben de haber gobernado al mismo tiempo, por lo que ninguna pudo reivindicar con propiedad su señorío sobre el país. En realidad, una vez más la obra de Menes se vio desbaratada temporalmente y los dos Egiptos se separaron. La XIII Dinastía gobernó sobre el Alto Egipto desde Tebas, mientras que la XIV gobernó el Bajo Egipto desde Xois, ciudad situada en el centro del delta.

De nuevo, durante un siglo, se produjo una situación de caos y sobrevino una segunda Edad Obscura. Sin embargo, en esta ocasión, las dinastías enfrentadas no tuvieron la suerte de luchar en solitario hasta el momento en que una u otra se las ingeniase para alcanzar el control sobre la nación unida. En lugar de ello, estaba sucediendo algo que nunca había ocurrido antes en la historia del Egipto civilizado. El país fue invadido por extranjeros, prestos a sacar ventajas de la debilidad egipcia.

Los egipcios, que ya tenían una historia de mil quinientos años de civilización, que contaban con un país en el que la pirámide más antigua ya tenía mil años, despreciaban a los extranjeros. Es cierto que habían comerciado con ellos, pero siempre desde posiciones de riqueza, cambiando adornos y artilugios hábilmente fabricados por simples materias primas: madera, especias, metal bruto. Cuando los ejércitos egipcios habían salido fuera de sus fronteras hacia Nubia o Siria, habían sido capaces de instaurar su dominio sobre pueblos mucho menos poderosos y tecnológicamente menos avanzados que ellos. Sin duda, los egipcios se sentían tan orgullosos de su país como los ingleses de Gran Bretaña en los días de la reina Victoria, o los norteamericanos respecto a Estados Unidos hoy en día.

¿Cómo fue posible, pues, que un montón de miserables extranjeros pudiese arrasar Egipto —aunque se tratase de un Egipto dividido— y dominarlo sin lucha?

Los Hicsos

Los historiadores egipcios posteriores, totalmente avergonzados por este episodio, parecen haber hecho lo posible para suprimir todo lo referente a este período de sus libros de historia, con el triste resultado de que no conocemos prácticamente nada sobre el período o sobre los invasores.

Realmente, apenas sabemos algo más que el nombre de los invasores. En el siglo I d. C., el historiador judío Josefo cita a Manetón en el sentido de que a los invasores se los llamaba hicsos, lo que suele traducirse corrientemente por «reyes pastores». La consecuencia que extraemos es que eran nómadas cuya subsistencia dependía del pastoreo de animales tales como las ovejas, forma de vida que los egipcios civilizados, ligados a la agricultura desde hacía tiempo, consideraban bárbara.

Puede que esto haya sido así, pero actualmente se piensa que éste no es el verdadero sentido del término. Por el contrario, se cree que la palabra proviene del egipcio hik shasu, que significa «gobernantes de las montañas», o simplemente «gobernantes extranjeros».

Por otra parte, es cierto que los hicsos entraron en Egipto por el noreste, a través de la península del Sinaí; que eran asiáticos y producto del poderío militar relativamente complejo de este continente. En el pasado, Egipto había penetrado en Asia aunque no muy profundamente, y ahora Asia le estaba devolviendo este dudoso cumplido.

Hasta el 1720 a. C., el pueblo de la región del Tigris-Éufrates, el más avanzado militarmente de Asia, no había chocado directamente con Egipto. Los contactos habían sido de tipo comercial y cultural, pero no militar. Las novecientas millas que separaban las dos civilizaciones fluviales habían actuado como un efectivo aislante a lo largo del primer período de su historia.

Durante la época arcaica de Egipto y en los primeros siglos del Imperio Antiguo, las ciudades del Tigris-Éufrates permanecieron desunidas. Lucharon entre sí incesantemente, edificaron murallas alrededor de sus ciudades para defenderse y posteriormente desarrollaron el arte de la guerra de asedio para derribar y atravesar tales murallas. Estuvieron demasiado ocupadas entre sí como para complicarse con aventuras exteriores.

Sin embargo, hacia el 2400 a. C., un gobernante llamado Sargón, de la ciudad de Akkad, impuso su poder sobre toda la región, creando un imperio que con el tiempo pudo haber alcanzado, en breve, Siria y el Mediterráneo. En esta época Egipto era fuerte y la V Dinastía reinaba en paz. Ni Sargón ni sus sucesores se aventuraron a alargar sus precarias líneas de comunicación hasta tal punto que les permitiese atacar las tierras del Nilo.

El imperio de Sargón declinó y desapareció en menos de dos siglos, y cuando el Imperio Antiguo se desintegró en el caos, la región del Tigris-Éufrates era de nuevo, simplemente, un conjunto de ciudades en continua enemistad, y no pudo sacar ventaja de ninguna manera.

Coincidiendo con la época en que estaba llegando al poder el Imperio Medio egipcio, un grupo de nómadas llamados amorritas se establecieron en la región del Tigris-Éufrates. Convirtieron en capital a una ciudad (entonces sin importancia), sobre el río Éufrates, llamada Bab-ilu («la puerta de Dios»). Para los griegos el nombre de la ciudad se transformó en Babilonia y es por este nombre por el que mejor la conocemos. Babilonia llegó a ser una gran ciudad bajo los amorritas y siguió siéndolo quince siglos más tarde. Por esta razón solemos referirnos, cuando hablamos de historia antigua, a la región del Tigris-Éufrates con el nombre de Babilonia.

Hacia el 1800 a. C., el rey babilonio Hammurabi gobernaba sobre un imperio casi tan extenso como el de Sargón. Sin embargo, en esta época, el Imperio Medio egipcio estaba en ascenso, y una vez más, los asiáticos, que atravesaban un período de poder, no intentaron cruzar sus espadas con Egipto, ni siquiera impedir que este país lanzase sus tentáculos hacia el sur de Siria.

El ciclo de ascenso y caída de imperios en Egipto y Asia se había sincronizado bien y Egipto resultó el más afortunado. Con todo, el período de fortuna iba a terminar pronto.

En todas las guerras que tuvieron lugar en Asia en zonas relativamente amplias, se había desarrollado una importante arma de guerra: el caballo y el carro. El caballo había sido domesticado en algún lugar de las grandes praderas que se extendían entre Europa y Asia, al norte de los centros civilizados babilónicos.

Los nómadas siempre habían venido del norte pero, por lo general, se había logrado rechazarlos. Los nómadas tenían la ventaja de la sorpresa, y estaban más habituados a luchar. Generalmente, los habitantes de las ciudades eran pacíficos, pero habían formado ejércitos y construido murallas. Eran capaces de resistir. Los amorritas penetraron en Babilonia pero se establecieron primero en las pequeñas ciudades, y tomaron las grandes sólo cuando adoptaron la civilización babilonia.

Sin embargo, tras el reinado de Hammurabi, los nómadas llegaron del norte con su nueva arma. Ligeros carros de dos ruedas tirados por caballos formaban ahora la vanguardia de su ejército. Sobre el carro iban dos hombres de pie, uno de ellos guiaba el caballo y el otro se concentraba en el manejo de una lanza o de un arco. Sus armas, diseñadas para ser utilizadas mientras el carro corría rápidamente, eran más largas, más robustas y de mayor alcance que las que bastaban para los lentos soldados de a pie.

Podemos imaginar el efecto que producía una masa de caballería al galope sobre un grupo de infantes que nunca antes se habían encontrado ante nada semejante. Los fogosos caballos, con sus atronadores cascos y sus crines al viento, formaban, sin duda, una imagen aterradora. Ningún soldado de a pie, no acostumbrado a resistir a la caballería, podía hacer frente a los veloces animales sin sentir temor. Y si los soldados se desbandaban y huían, como solía suceder, los jinetes podían rodearlos en un instante, convirtiendo una retirada en una derrota completa.

En la época posterior a Hammurabi, los jinetes nómadas conquistaron todos aquellos lugares en los que penetraron, salvo en los casos en que su codiciada presa fuese lo suficientemente rápida como para unirse a ellos, para adoptar también el caballo y el carro, o para buscar refugio en el interior de las ciudades amuralladas.

Las ciudades de Babilonia pudieron mantenerlos a raya durante un tiempo, pero una tribu, conocida por los babilonios por el nombre de kashshi, y por los griegos por el de kasitas, avanzaba sin cesar. En el 1600 a. C., habían erigido un imperio sobre Babilonia que duraría cuatro siglos y medio.

En el oeste, las ciudades sirias, peor organizadas, no pudieron resistir a los jinetes del norte tanto tiempo como las ciudades babilónicas. Los nómadas conquistaron Siria. Algunas de las ciudades cananeas fueron tomadas; otras se les unieron como aliadas.

Una horda compuesta por nómadas y cananeos descendió sobre Egipto. No constituían un solo pueblo o tribu y no se llamaban a sí mismos hicsos. El nombre les fue puesto por los egipcios y el que se les designase por un único nombre no implica que formasen un único pueblo.

Tampoco fueron los hicsos la avanzadilla de un imperio conquistador. Fueron cualquier cosa menos eso. Más bien eran una horda abigarrada de invasores. Pero tenían caballos y carros (por cierto, arcos y flechas mejores que los de los egipcios).

Los egipcios carecían de caballos. Para el transporte utilizaban asnos, mucho más lentos. Tampoco poseían carros. Quizá un rey inteligente hubiese procurado adoptar rápidamente las armas del enemigo, pero en esta época Egipto se hallaba desmembrado y formaba un simple cúmulo de principados. La buena suerte de Egipto se había agotado.

Ante la llegada de los jinetes, los infantes egipcios huyeron. El país sucumbió sin luchas en el 1720 a. C., menos de ochenta años después de la muerte del gran Amenemhat III.

Pero no todo Egipto sucumbió. Los hicsos no eran muy numerosos y no se atrevieron a dispersarse demasiado a lo largo del Nilo. Se desentendieron del lejano sur y concentraron su interés en el rico delta y en las zonas circundantes. Gobernaron sobre un imperio formado por el Bajo Egipto y por Siria.

Establecieron su capital en Avaris, en la orilla noreste del delta del Nilo, una ubicación central para un reino que tenía un pie en el delta y otro en Siria. Dos linajes de reyes hicsos gobernaron sobre Egipto, y Manetón se refiere a ellos como las Dinastías XV y XVI (es importante recordar que los gobernantes extranjeros también se catalogaban entre las dinastías). No sabemos prácticamente nada de estas dinastías, pues los egipcios de épocas posteriores prefirieron ignorarlas y no las incluyeron en sus escritos. Cuando se las menciona en alguna inscripción, es sólo con una hostilidad extrema.

De ahí surgió la creencia de que los hicsos eran extremadamente crueles y tiránicos y de que devastaron Egipto sin piedad. Sin embargo, parece que esto no es cierto, sino que gobernaron con razonable honradez.

Lo que ofendió realmente a los egipcios fue que los hicsos conservaran sus propias costumbres asiáticas y no prestaran ninguna atención a los dioses egipcios. A los egipcios, que durante miles de años habían seguido sus propias costumbres como la única forma de vida decente y que no conocían apenas nada de las extranjeras, no les cabía en la cabeza que los demás pueblos tuviesen otros modos de vida, y que los tuvieran en tan alta estima como los egipcios el suyo. Los hicsos fueron para los egipcios un pueblo ateo y sacrílego, y, por ello, no podían ser perdonados jamás.

En realidad, según todos los indicios, los reyes de la segunda dinastía de los hicsos, la XVI, acabaron amoldándose a los modos egipcios. Quizá no llevaron a cabo esta integración con la suficiente profundidad como para ganarse los corazones de los egipcios, pero sí bastó para enajenarse a los asiáticos. Éste puede haber sido un importante factor en el debilitamiento de la dominación hicsa.

Puede que durante el período de dominación de los hicsos, entrasen en Egipto gran cantidad de inmigrantes asiáticos desde el sur de Siria (Canaán). Bajo un gobierno nativo, una inmigración de esta índole habría despertado grandes recelos y no se habría alentado su entrada en el país. Los reyes hicsos, en cambio, debieron acoger a estos inmigrantes como compatriotas asiáticos con los que podían contar para su programa de mantener a los nativos egipcios bajo control.

De hecho, la historia bíblica de José y sus hermanos tal vez refleje este período de la historia egipcia. Sin duda, el benévolo monarca egipcio que convirtió a José en su primer ministro, dio la bienvenida a Jacob y asignó a los hebreos un lugar en Goshen (en el delta al este de Avaris), no pudo haber sido un egipcio nativo. Fue sin duda un rey hicso.

De hecho, el historiador Josefo, que trató de demostrar la pasada grandeza de la nación hebrea, les atribuyó una historia de conquistas manteniendo que los hicsos eran los hebreos y que conquistaron Egipto en este período. Esta afirmación, sin embargo, no se ajusta a los hechos.