3. El imperio antiguo

Imhotep

Se conocen muy pocos detalles relativos a la historia política de las dos primeras dinastías. Disponemos de los nombres de unos veinte reyes incluidos en la lista de Manetón, pero no mucho más. Hay leyendas que afirman que Menes reinó durante sesenta y dos años, que envió ejércitos contra las tribus que controlaban las zonas costeras del Egipto occidental, y que finalmente fue devorado por un hipopótamo, pero no es fácil aceptar todo esto como históricamente verídico, sobre todo lo último, dado que los hipopótamos son vegetarianos.

Sea como fuere, el período Arcaico presenció sin duda un aumento gradual de la prosperidad egipcia y, por ende, del poder del rey divinizado, que controlaba y guiaba esa prosperidad a los ojos del pueblo.

Obviamente, los monarcas deben de haber tenido interés en capitalizar esta interesada devoción popular. Por un lado, inevitablemente les tenía que agradar ser colocados tan alto en la estima del pueblo y ser considerados como dioses. Por otro, se producía algo así como una «realimentación» con respecto a estos asuntos. Cuanto más suntuosa fuese la vida y la muerte del rey, tanto más convencido quedaba el pueblo del carácter divino de los monarcas y tanto mayor era la seguridad con que éstos reinaban.

Y, lógicamente, la necesidad de obtener tal seguridad resultaba más apremiante cuando subía al poder una nueva dinastía. No sabemos a ciencia cierta de qué manera llegaba a su fin una dinastía y empezaba una nueva. Es posible que una serie de monarcas débiles de una dinastía dejaran que el poder se les escapase de las manos; que algún poderoso general acabara haciéndose con él; que algún inteligente funcionario de la corte se convirtiera, primero, en consejero del rey, luego, en su eminencia gris, y finalmente, en monarca, en tanto que el anterior era apartado o ejecutado sin más. Pero también cabe la posibilidad de que la antigua dinastía se extinguiese por falta de herederos varones, y que un general o un funcionario se casase con un miembro femenino de la familia reinante, convirtiéndose así en el primer miembro de una nueva dinastía.

Es probable que el país acogiese calurosamente al nuevo y vigoroso monarca que sustituía a un gobernante débil, a un viejo chocho o a un pequeño vástago desamparado de la vieja dinastía. Aun así, el respeto hacia una familia de carácter divino no es algo fácil de sustituir, por lo que el monarca de la nueva dinastía podía considerar importante demostrar al pueblo su propia divinidad con algún espectacular despliegue de poder que eclipsase lo que había existido antes.

Esto fue, quizá, lo que sucedió cuando la III Dinastía subió al trono. Las muestras de poder desplegadas por esta dinastía son tan notables que el período que comienza con ella se conoce por Imperio Antiguo. (La razón de este adjetivo es la existencia de períodos posteriores de magnificencia y de poder real en la historia egipcia, que han recibido los nombres de Imperio Medio e Imperio Nuevo).

El primer rey (o quizá el segundo) de la III Dinastía fue Zoser. Éste comenzó su reinado hacia el 2680 a. C., y tuvo la inmensa suerte de tener como consejero a un sabio llamado Imhotep.

Imhotep es el primer científico de la historia cuyo nombre nos es conocido. Con el paso de los siglos surgirían todo tipo de leyendas sobre él. Alcanzó gran renombre como médico cuyas facultades curativas eran casi mágicas; de hecho, muchos siglos después fue incluido en el panteón egipcio como dios de la medicina. Se le atribuye además el hecho de haber guiado al pueblo egipcio, con éxito, a través de años de sequía gracias a haber previsto el almacenamiento de trigo, por lo que es posible que la historia bíblica de José se base en parte en la leyenda de Imhotep.

Aparte de su fama legendaria como médico, científico y mago, Imhotep fue sin duda el primer gran arquitecto. Fue él quien emprendió la construcción de la mastaba de Zoser, que iba a ser la mayor de las construidas hasta entonces, y que además lo fue en piedra en vez de en ladrillo. Esto satisfizo sin duda la necesidad de Zoser de impresionar a los egipcios con el poder de los reyes de la nueva dinastía.

Imhotep construyó la mastaba, que tenía 210 pies de longitud, por cada lado, y unos 25 pies de altura, en Sáqqara. Fue la primera estructura de piedra de grandes dimensiones del mundo, aunque muestra un conservadurismo típicamente humano en numerosos detalles, pues la piedra está trabajada imitando la madera y la caña de las antiguas y más sencillas estructuras.

Al parecer Zoser no quedó satisfecho de su mastaba; o quizá, el mismo Imhotep, descontento de su propia sobriedad, decidiera hacer algo mejor. Sea cual sea la razón, Imhotep amplió la mastaba por los dos lados, hasta que la base alcanzó una longitud de 400 por 350 pies. Luego colocó una nueva y más pequeña sobre la anterior, seguida más tarde por otra, aún menor, a la que siguieron otras cada vez más reducidas de tamaño. Al final había construido seis mastabas de tamaño decreciente, una encima de la otra, hasta alcanzar una altura total de casi 200 pies.

Además, la mastaba disponía de otras estructuras a su alrededor, de las que quedan algunos restos. El conjunto estaba rodeado por una elevada muralla construida con paneles de piedra caliza de concepción muy elaborada. El recinto tenía 1.800 pies de longitud y 900 de anchura.

Los detalles más refinados de la antigua magnificencia han desaparecido, pero el edificio central —muy deteriorado por falta de cuidados— subsiste todavía, 4.600 años después de haber sido construido. Y es no sólo la primera estructura de piedra de grandes dimensiones que se haya construido, sino que además constituye la más antigua edificación construida por el hombre que existe aún sobre la faz de la tierra.

Los hombres modernos han quedado estupefactos ante la mastaba múltiple de Zoser, y ante las mucho más elaboradas estructuras posteriores, que no tardaron en ser construidas. Para los arqueólogos del siglo XIX, dichas edificaciones surgían de la nada. Parecía que Egipto había sido en un primer momento una tierra de aldeanos neolíticos, no mucho más avanzados que lo que hoy llamamos «hombres primitivos», y que de repente, sin previo aviso, comenzó a producir monumentos que iban a maravillar a las sucesivas épocas, sin excluir a nuestra grandiosa era tecnológica.

Es evidente que Zoser vivió en tiempos de la III Dinastía, y que Manetón nos habla de una primera y de una segunda, pero no hay informes sobre las dos primeras dinastías, y muchos arqueólogos del siglo XIX sospechaban que las listas de Manetón, que contienen los nombres de los reyes antiguos, son míticas.

No debe extrañarnos, pues, que románticos y místicos crean que la civilización egipcia surgió, ya plenamente desarrollada, de la nada, que quizá fue llevada a orillas del Nilo desde otro lugar. Un origen «lógico» podría ser la Atlántida, sobre la que escribió el filósofo griego Platón un siglo antes del nacimiento de Manetón.

Según Platón, la primera versión de la historia se debe a los sacerdotes egipcios; éstos nos hablan de una tierra muy antigua, ubicada en el Oeste, que había alcanzado un elevado nivel de civilización y que fue destruida por un terremoto que provocó su hundimiento en el océano.

¿Por qué no suponer, así, que los que pudieron escapar del desastre llegaron a Egipto y establecieron allí una gran civilización (expulsando a los primitivos habitantes del lugar, o esclavizándolos), tras la total desaparición de toda huella de sus orígenes? Naturalmente, todo esto son meras fantasías. Nunca hubo una Atlántida, y Platón pretendía tan sólo escribir una fábula de intención moral.

Por otra parte, a comienzos del siglo XX los arqueólogos (en especial el inglés Sir Flinders Petrie) comenzaron a encontrar restos importantes de las dos primeras dinastías. Se pudo así establecer con mayor solidez la historia del desenvolvimiento de la cultura y de la técnica arquitectónica desde los primeros tiempos hasta las grandes estructuras de Imhotep.

Qué duda cabe que la construcción por Imhotep de la mastaba múltiple de Zoser constituye efectivamente una gran hazaña, un rotundo avance para su tiempo, algo que nunca nos cansaremos de admirar; pero no surgió de la nada. No hay que atribuirla tampoco a los esfuerzos de los refugiados de la Atlántida. Fue construida por egipcios que trabajaron sobre bases ya establecidas anteriormente gracias a un lento y penoso desarrollo de las técnicas a lo largo de muchos siglos.

Pero el Imperio Antiguo no se desarrolló solamente en la dirección de la construcción de monumentos grandiosos. En tiempos de Zoser se perfeccionó la escritura egipcia (se dice que Imhotep, a quien se atribuyeron posteriormente todos los progresos, realizó mejoras en la escritura, lo mismo que en la arquitectura). Los símbolos jeroglíficos dejaron de ser simples dibujos de objetos, comenzando a ser utilizados para expresar abstracciones y toda la extensión del pensamiento humano.

Las plantas del papiro (la palabra «papiro» nos ha llegado a través de los griegos, pero su origen es desconocido) que crecían a orillas del Nilo fueron utilizadas como materia para recibir la escritura. Se extraía el meollo, se le aplicaba cola, en capas separadas, hasta que se embebía adecuadamente, y luego se lo dejaba secar. El resultado era una superficie admirablemente ligera y duradera, sobre la que se podía escribir con pinceles o plumas hechas con otros tallos. Ningún otro pueblo de la antigüedad dispuso de un material tan adecuado para escribir. En la región del Tigris y del Éufrates se utilizaban voluminosos ladrillos de arcilla, sobre los que se grababan los símbolos gráficos. La escritura sobre arcilla resultaba adecuada, pero carecía de la calidad y belleza de la egipcia.

Las civilizaciones griega y romana utilizaron también el papiro, hasta el momento en que el aprovisionamiento de tallos comenzó a disminuir y su uso se hizo menos rentable desde un punto de vista económico. En la actualidad se usa un material semejante a partir de la madera, al que seguimos llamando papel (de papiro), aunque ya no proviene de los tallos de esta planta.

La utilización de una superficie, sobre la que se puede escribir, práctica y barata constituye una importante contribución al progreso del saber, puesto que es más sencillo escribir las instrucciones que tener que depender del más inseguro método de transmitirlas oralmente. Esto reviste particular importancia cuando se trata de instrucciones complejas y cuando los errores pueden tener graves consecuencias (como en el caso de técnicas quirúrgicas).

Quizá no sea casualidad que entre los más antiguos tratados escritos en papiro que se han descubierto hasta ahora (que datan del Imperio Antiguo, o bien son copias de tratados de esa época) se halle uno, llamado el Papiro de Edwin Smith, que contiene el tratamiento para heridas tales como fracturas.

Las pirámides

La construcción de tumbas de proporciones gigantescas acabó convirtiéndose en la obsesión nacional. Los sucesivos monarcas de Egipto tenían que erigirse tumbas semejantes, pero mayores y más grandiosas. Las técnicas arquitectónicas progresaron rápidamente impulsadas por ese deseo. Imhotep había utilizado piedras pequeñas para construir su edificio, piedras que imitaban a los ladrillos que se empleaban anteriormente. Esto representaba un esfuerzo enorme, debido a que es mucho más difícil colocar con cuidado cien piedras en hileras y columnas, que trasladar y colocar en su sitio una roca trabajada de gran tamaño. A mayor tamaño de las piedras empleadas, menor es el tiempo requerido para colocarlas juntas, siempre, naturalmente, que las piedras puedan ser manejadas.

Así pues, los egipcios aprendieron a manejar grandes rocas utilizando rastras, rodillos, grandes cantidades de aceite para reducir la fricción, y haciendo un uso verdaderamente liberal de músculo humano. Los gigantescos monumentos de piedra que se construyeron a lo largo de los dos siglos siguientes han despertado la admiración de todas las épocas, y son algo así como la «marca de fábrica» del Imperio Antiguo, y, en realidad, de Egipto en general.

Dos mil años después, cuando los curiosos griegos llegaron a Egipto, se quedaron boquiabiertos, espantados, ante estructuras que ya eran antiguas para su tiempo, a las que denominaron pyramides (singular pyramís), término de origen incierto. Nosotros hemos heredado la palabra y hemos adoptado el plural, «pirámide», como singular.

La mastaba múltiple de Zoser es la única en su género que nos queda. Los monarcas posteriores debieron de caer en la cuenta de que una pirámide presentaría un aspecto más esmerado si sus lados fuesen elevándose hasta el vértice con suavidad, en vez de hacerlo por pisos (la estructura de Zoser se ha denominado, por ello, «pirámide escalonada»).

La innovación se produjo, aproximadamente, algo después del 2614 a. C. cuando una nueva dinastía, la IV, ocupó el trono egipcio. Bajo esta dinastía, el Imperio Antiguo alcanzó su culminación cultural.

Es probable que el primer rey de la dinastía, Sneferu, desease demostrar su propia divinidad y la de su ascendencia eclipsando a sus predecesores de la III Dinastía. Así, emprendió la construcción de una pirámide escalonada mayor que la de Zoser: una pirámide de ocho pisos. Seguidamente llenó los huecos entre piso y piso hasta que los lados presentaron un aspecto uniforme desde la base al vértice. Finalmente, el conjunto se cubrió con piedra caliza blanca y suave, que debía de brillar notablemente bajo el espléndido sol egipcio, aventajando en magnificencia y belleza a cualquier monumento del pasado.

Por desgracia, la piedra caliza que recubría la pirámide ha sido arrancada hace mucho tiempo por sucesivas generaciones, con el fin de usarla para otros fines (y lo mismo sucedió con la piedra caliza que recubría las demás pirámides). Asimismo, parte del relleno entre los pisos de la pirámide se ha caído, de tal modo que ésta parece construida con tres escalones desiguales.

Sneferu construyó otra pirámide, en la que cada estrato de piedra es ligeramente menor que el inferior, de tal modo que la pirámide no tiene pisos, sino que presenta una inclinación uniforme, incluso sin el relleno. En la parte superior, de todos modos, se cambió la inclinación, que se hizo menos empinada, de tal modo que se alcanzaba la cúspide con mayor rapidez. Quizá Sneferu estuviese envejeciendo, y los arquitectos desearon terminar cuanto antes para tener preparada la tumba para cuando muriese el rey. Se la denomina la Pirámide Inclinada.

Después de Sneferu, todas las pirámides (quedan unas ochenta en total) fueron verdaderas pirámides, de lados suavemente inclinados.

La magnificencia de la IV Dinastía, expresada en las pirámides y, sin duda, en el esplendor de los palacios que debió construir para los monarcas aún vivos, supuso un acicate para el comercio. Las riquezas que Egipto almacenaba podían emplearse en el extranjero para adquirir materiales y productos imposibles de obtener en el país.

La península del Sinaí fue ocupada por los ejércitos egipcios para apoderarse de sus minas de cobre —cobre que se utilizaba en el país y para fabricar adornos que se cambiaban en el extranjero.

Una de las más necesarias importaciones no podía obtenerse muy cerca del país. Se trataba de troncos de árboles altos y derechos; troncos que podían servir como pilares fuertes y bellos, que eran mucho más fáciles de manejar, para la construcción de estructuras no monumentales, que la piedra, tan pesada y difícil de esculpir. Pero el tipo de árboles adecuado no crecía en el valle del Nilo, cuya vegetación era semitropical, sino en las laderas de la costa oriental del Mediterráneo, precisamente al norte de la península del Sinaí.

Esta región tenía varios nombres. Los antiguos hebreos denominaban Canaán a la parte meridional de dicha costa y Líbano a la mitad septentrional. Los «cedros del Líbano», que eran el tipo de árbol que los reyes de la IV Dinastía deseaban, se mencionan varias veces en la Biblia como el más bello y notable de los árboles.

En siglos posteriores, los griegos llamaron Fenicia a la costa oriental del Mediterráneo, y a las tierras del interior, Siria. Estos nombres son ya familiares y son los que voy a usar desde ahora.

Los reyes de la IV Dinastía podían haber enviado expediciones comerciales por tierra, a través del Sinaí, y luego en dirección norte, donde se obtenían los cedros. Sin embargo, esto habría significado un viaje de unas 700 millas en total, y viajar por tierra era difícil y arduo en aquellos tiempos. Además, cargar con los gigantescos troncos a lo largo de esa enorme distancia habría sido totalmente imposible.

La alternativa era alcanzar Fenicia por mar. Sin embargo, los egipcios no eran pueblo marinero (y nunca llegaron a serlo). Su única experiencia derivaba de la navegación por el tranquilo y suave curso del Nilo, por el que se movían sin problemas. E incluso, bajo Sneferu, existían barcos de 170 pies de longitud que recorrían el Nilo en ambas direcciones.

Pero los barcos adecuados para la navegación fluvial no lo eran tanto para aguas más peligrosas, como las del Mediterráneo en caso de tempestad. Con todo, empujado por el deseo de obtener madera, Sneferu envió flotas de hasta cuarenta barcos hacia los bosques de cedros. Estos barcos, algo reforzados, pasaron lentamente del Nilo al Mediterráneo y, bordeando la costa, llegaron a Fenicia. Una vez cargados con los gigantescos troncos y otros productos de valor, iniciaban con gran cautela su viaje de retorno.

Sin duda algunos barcos se perdían debido a las tempestades (como sucede en todas las épocas, incluso en la nuestra), pero quedaban los suficientes como para hacer rentable el viaje. Los egipcios se aventuraron también en el pequeño mar Rojo, situado al este de Egipto, abriéndose camino por esa vía marítima hasta la Arabia meridional y la costa de Somalia. De allí traían incienso y resinas.

Se enviaban también expediciones Nilo arriba, más allá de la Primera Catarata, hacia las misteriosas selvas del sur de las que se traían el marfil y las pieles de animales. (Ya en tiempos de la IV Dinastía, el crecimiento demográfico del valle del Nilo y su intensiva explotación agrícola estaban dejando sentir sus efectos sobre los animales de mayor tamaño, y los elefantes habían sido empujados hacia el sur, más allá de la Primera Catarata).

La Gran Pirámide

El sucesor de Sneferu fue Jufu. Con este monarca, la elevación de pirámides alcanzó su apogeo, pues a él se debe la construcción de la mayor de todas. Esto ocurrió hacia el 2580 a. C., precisamente un siglo después de que Imhotep lanzara la moda. Tal era la rapidez (para aquellos tiempos) con que avanzaba la tecnología egipcia.

Jufu construyó su pirámide monstruo en una meseta rocosa, a pocas millas al norte de Sáqqara, cerca de donde se halla hoy la ciudad de Giza. Cuando la pirámide estuvo terminada, su base, cuadrada, medía 755 pies por cada lado, es decir, cubría una superficie de trece acres. La pirámide medía de la base a la cúspide 481 pies. Esta «Gran Pirámide» está formada por trozos de piedra —en número de 2.300.000, según se estima, con un peso medio de dos toneladas y media por pieza—. Cada uno de ellos fue transportado desde las canteras próximas a la Primera Catarata, a unas 600 millas de distancia (por vía fluvial, naturalmente —sobre barcos arrastrados río abajo por la corriente del Nilo—).

Entre las rocas de granito se construyeron redes de pasajes que conducían a una cámara cercana al centro del enorme edificio, que habría de albergar el ataúd del rey, su momia y sus tesoros.

Teniendo en cuenta el estado de la ingeniería en aquellos tiempos y el hecho de que la estructura se ejecutó prácticamente con las manos (no se usó ni siquiera la rueda), la Gran Pirámide constituye sin duda la más noble realización arquitectónica del mundo —si exceptuamos, quizá, la Gran Muralla China.

Los hombres no han dejado de maravillarse ante la Gran Pirámide, la mayor construcción erigida por el hombre; una construcción que no ha sido superada en los 4.500 años de su existencia. Los griegos la calificaron junto con las demás pirámides vecinas de una de las «siete maravillas del mundo», y de las siete enumeradas por ellos, sólo las pirámides pueden admirarse todavía. Y tal vez sigan en pie incluso después de que las naciones modernas hayan desaparecido como el antiguo Egipto y la antigua Grecia.

Naturalmente, la Gran Pirámide atrajo la atención de Heródoto, el cual trató de informarse preguntando sobre ella a los sacerdotes egipcios. Estos le contaron ciertas historias fantásticas que no podemos aceptar, aunque una parte de la información parece razonable. Le dijeron que se había tardado veinte años en construir la Gran Pirámide, y que en ella habían trabajado cien mil hombres. Y esto puede muy bien ser cierto.

También le dijeron el nombre del rey que la había erigido, pero Heródoto tradujo el extraño nombre egipcio a algo que sonase «más griego» y más habitual a sus oídos, por lo que Jufu se convirtió en Keops; y nosotros estamos mucho más familiarizados con la versión griega, sobre todo con su ortografía latina Cheops (por lo general, la versión griega de los nombres egipcios nos es conocida mejor en su ortografía latina, y de ahora en adelante los escribiré siempre con ortografía latina).

Nos gusta creer que los cien mil constructores de la pirámide eran esclavos, sometidos al látigo de despiadados vigilantes. Muchos creen, por haberlo leído en la Biblia, en el libro del Éxodo, que muchos de los esclavos eran judíos. Sin embargo, la Gran Pirámide y las edificaciones hermanas fueron construidas unos mil años antes de que los israelitas llegaran a Egipto, y en todo caso, es muy probable que las pirámides fueran construidas por hombres libres que trabajaban a gusto y recibían un buen trato.

Debemos recordar que en la cultura egipcia de aquellos tiempos existían buenas razones, generalmente aceptadas, para la construcción de tales pirámides. En efecto, se construían para complacer a los reyes divinizados y a los dioses, y para garantizar la paz y prosperidad del pueblo. Probablemente los constructores emprendían su tarea con el mismo espíritu con el que los hombres del Medievo construían sus catedrales, o los de hoy sus presas hidroeléctricas. En efecto, varios historiadores han sugerido que las pirámides fueron erigidas en una época en que las crecidas del Nilo imposibilitaron los trabajos agrícolas, por lo que una de las razones de tal decisión fue crear trabajo y mantener ocupado al pueblo.

El interés por la Gran Pirámide en el último siglo se ha basado en aspectos místicos. Debido a que la estructura es tan gigantesca y se halla realizada con tanta precisión (los lados de la base cuadrada están orientados de manera casi exacta en dirección norte-sur y este-oeste) muchos han estimado que los egipcios tenían acceso al gran saber, a la ciencia, y que ciertas mediciones incluían los valores de cantidades matemáticamente importantes. Se pensó asimismo que ciertas características menores de los pasadizos interiores eran oráculos que predecían el futuro en sus más insignificantes detalles y que el final de los pasadizos daban la fecha del fin del mundo (no tan lejano en nuestros días). Incluso algunos creían que el hecho de que la Gran Pirámide hubiese sido edificada junto al punto en que se cruzan los meridianos 30° de latitud norte y 30° de longitud este, indicaba que los egipcios sabían que la Tierra era esférica, que 360 grados forman una circunferencia y, lo que es más importante, que con una antelación de muchos miles de años, ¡sabían ya que el primer meridiano iba a ser establecido arbitrariamente sobre la ciudad de Londres!

Otros han pensado, además, que la Gran Pirámide era un observatorio astronómico, y alguien escribió en cierta ocasión un libro (que me fue enseñado en forma manuscrita) en el que sostenía que la estructura en cuestión era en realidad una pista de lanzamiento para cohetes espaciales.

Por desgracia, todas estas especulaciones carecen de fundamento. Los egiptólogos han demostrado de manera concluyente que la Gran Pirámide es exactamente lo que se supone que es: una tumba especialmente complicada. Por lo demás, no sirvió para el fin a que estaba destinada, es decir, la de proteger el cuerpo y los tesoros del difunto Jufu. Pese a que el ataúd estaba colocado en el centro del mayor edificio de piedra jamás construido, y pese a que los pasadizos que llevaban hasta la cámara mortuoria habían sido camuflados y cegados, los ladrones fueron capaces de penetrar en él. Así, cuando los exploradores modernos pudieron abrirse paso finalmente hasta el centro de la pirámide, sólo encontraron un sarcófago sin tapa en una habitación vacía.

La pirámide de Jufu representa la culminación. A partir de entonces comienza el declive de este tipo de arquitectura.

Jufu tuvo como sucesor a su hijo mayor, luego a su hijo menor. Éste fue Jafre, al que Heródoto denomina Kefrén; construyó una pirámide notablemente más pequeña que la de su padre, hacia el 2530 a. C. Trató de engañarnos al construir su pirámide sobre una elevación mayor, de modo que el vértice superase el de la pirámide de Jufu. Buena parte de la piedra caliza que la recubría se conserva cerca de la cúspide.

Sucesor de Jafre fue su hijo Menkure o, como los griegos lo llamaron, Micerino. Éste edificó una tercera pirámide, la menor de las tres, hacia el 2510 a. C.

Las tres pirámides están agrupadas en Giza, y representan un silencioso testimonio de la grandeza del Imperio Antiguo de hace cuarenta y cinco siglos. Hoy no podemos contemplarlas, naturalmente, como eran en su día. Y no sólo por la pérdida del revestimiento de piedra caliza. Cada pirámide estaba rodeada por otras más pequeñas y por mastabas destinadas a otros miembros de la familia real. Había templos, calzadas, estatuas, etc. A lo largo de la calzada que conduce a la pirámide de Jafre, por ejemplo, se alzaban no menos de veintitrés estatuas del rey. Lo que se solía construir no era pirámides aisladas, sino conjuntos de pirámides.

Hay un monumento que no es una pirámide, construido durante la IV Dinastía, que rivaliza en fama con las propias pirámides. Se trata de una gigantesca escultura que representa a un león echado, erigido junto a la calzada que lleva a la pirámide de Jafre, a sólo 1.200 pies al sudeste de la Gran Pirámide. Se trata de una roca que aflora del suelo, cuya forma sugiere la de un león agazapado. El cincel del escultor hizo el resto.

La cabeza del león es humana, y representa la de un hombre que lleva el tocado real. Se lo considera un retrato de Jafre, y el conjunto es una demostración del poder y de la majestad del monarca.

En siglos posteriores los griegos crearon mitos relativos a monstruos con cuerpo de león y cabeza humana (de mujer más que de hombre, sin embargo), que se inspiraron probablemente en las esculturas egipcias. Los griegos debieron considerar que tales monstruos eran peligrosos para el hombre, pues llamaron a estas mujeres-león esfinges, término derivado de la palabra griega que significa «el que estrangula». Existe un famoso mito referido a una esfinge griega; según aquél, el monstruo obligaba a los que pasaban por el lugar a descifrar enigmas, y mataba a los que no los acertaban. Por esta razón, de toda persona que cultiva un aire misterioso se dice que es como la esfinge.

Los griegos aplicaron el mismo nombre a las estatuas egipcias que representaban a leones con cabeza humana, de las que había miles en la región. Aunque sólo una era de gran tamaño, y ésa era la construida por Jafre. Se trata de la «Gran Esfinge», y su silencioso cavilar en el desierto refuerza la idea de misterio que evoca la palabra. El rostro de la Gran Esfinge se encuentra hoy gravemente deteriorado, debido a que los soldados de Napoleón, haciendo gala de un comportamiento criminal, se divirtieron en utilizarlo como blanco en sus prácticas de tiro.

También las pirámides de las dinastías posteriores, aunque de menor tamaño y más toscas, nos son útiles, ya que sus muros interiores están cubiertos de himnos y encantamientos destinados a facilitar la entrada del rey o de la reina en el más allá. Los Textos de las Pirámides, como se los llama, son guías valiosos para el conocimiento del pensamiento religioso egipcio. Además, los textos en cuestión, junto al Libro de los Muertos, son los documentos religiosos más antiguos de que disponemos.

Decadencia

La IV Dinastía terminó sus días hacia el 2500 a. C., pocos años después de la muerte de Menkure y tras un espléndido siglo lleno de hechos grandiosos. ¿Se debió esto a la prematura muerte del sucesor de Menkure y a la falta de un heredero masculino, o tal vez al triunfo de una rebelión? No hay manera de saberlo. Incluso la leyenda permanece silenciosa.

No hay dudas de que había facciones. Egipto había permanecido bajo un único poder durante cinco siglos antes de la IV Dinastía, pero ello no había podido acabar completamente con las tradiciones separadas de las distintas ciudades ni con la rivalidad entre ellas. Dicha rivalidad cobraba expresión en el ámbito de lo religioso, ya que cada ciudad poseía sus dioses particulares, como resto de los viejos días de la desunión. Un cambio dinástico significaba a menudo un cambio en el carácter del culto religioso, lo que a su vez podía inducir a los diferentes grupos de sacerdotes a intrigar con el fin de cambiar la dinastía al primer signo de debilidad del monarca reinante.

Así, los reyes de la IV Dinastía rendían culto a Horus, en particular, y lo consideraban el antepasado real. Y como el dios de la ciudad de Menfis era Ptah, creador del Universo según la tradición menfita, y patrón de las artes y oficios, a éste también se le hacía objeto de culto especial.

Sin embargo, treinta millas al norte de Menfis, estaba Onu, donde el dios-sol Ra gozaba de especial consideración. La ciudad permaneció fiel a Ra durante miles de años, por lo que los griegos, siglos más tarde, la llamaron Heliópolis, esto es, la «ciudad del sol».

Los sacerdotes de Ra eran poderosos; tan poderosos, que incluso los grandes reyes de la IV Dinastía consideraron oportuno halagarlos incorporando el nombre del dios-sol a sus nombres reales, como fue el caso de Jafre y de Menkure.

Por esto, cuando la IV Dinastía se fue debilitando —por las razones que sean—, tras la muerte de Menkure, los sacerdotes de Ra aprovecharon el momento y de alguna manera lograron colocar a uno de ellos en el trono. Comenzaba así la V Dinastía, que duró un siglo y medio, y fue sustituida por la VI Dinastía hacia el 2340 a. C.

La construcción de pirámides comenzó a decaer bajo las Dinastías V y VI. Ya no se erigieron más monstruos, sino sólo edificios pequeños. Es posible que los egipcios se hubiesen cansado de lo demasiado grande, una vez que la novedad había pasado. Quizá se debió a que su construcción consumía una proporción excesiva del esfuerzo nacional y se había convertido en un claro factor de debilitamiento del país.

Las artes continuaron floreciendo, con todo, y en el campo militar los egipcios progresaron notablemente. El momento culminante de los éxitos militares se alcanzó bajo Pepi I, el tercer rey de la VI Dinastía, nativo de Menfis. Pepi I dejó más monumentos e inscripciones que cualquier monarca del Imperio Antiguo, y hay una pequeña pirámide en Sáqqara que es suya.

Éste tenía un general llamado Uni, al que conocemos por una inscripción. De oscuro oficial de la corte pasó a ser jefe de un ejército. Logró rechazar hacia el noroeste a los nómadas del desierto, por cinco veces, conservar y reforzar la península del Sinaí, posesión egipcia rica en metales, e incluso fue capaz de penetrar en los territorios asiáticos al noroeste del Sinaí. Supervisó también expediciones al sur de la Primera Catarata.

Es posible, sin embargo, que las aventuras militares —junto a los efectos acumulados de la construcción de pirámides y templos— agotasen los recursos egipcios de esa época, y sirviesen para profundizar el declive de la prosperidad del país. Entre otras cosas, a medida que el dominio y las obras del reino aumentaban, el rey se vio obligado a delegar su poder, al tiempo que crecía el poder de los funcionarios, generales y dirigentes provinciales. Y de modo proporcional, mientras el poder de éstos se hacía mayor, el del rey decrecía.

Las exigencias de la aristocracia con vistas a obtener enterramiento y momificación independientes, así como su reclamación de un acceso al más allá también individual, se hicieron muchos más fuertes en esta época. En cierto sentido, cabe considerarlas como demandas progresistas, pues llevaban implícita la idea de salvación individual, basada en el comportamiento y los actos de cada individuo, independientemente de su posición social y tendían al rechazo de la idea de que el pueblo, como parte del alma real, pudiese alcanzar el más allá de un modo automático. Sólo a través de una democratización de este estilo y de la religión era posible incluir en ella un alto contenido ético.

Por otro lado, cuando los nobles se hacen poderosos, suelen pelearse entre sí, y las energías que así se gastan no se emplean en resolver los problemas comunes de la nación, y es el pueblo, en su conjunto, el que sufre las consecuencias.

En el año 2272 a. C., un hijo menor de Pepi I subió al trono de su padre con el nombre de Pepi II, pero debía de ser apenas un niño en aquel tiempo: sabemos esto porque en cierto sentido, su reinado fue único en la historia. Duró, con arreglo a los elementos de juicio de que disponemos, noventa años. Es el reinado más largo que se registra en la historia.

Precisamente la larga duración del reinado resultó desastrosa para Egipto.

En primer lugar, durante la primera década, aproximadamente, del reinado, un monarca tan joven es incapaz de gobernar, y el poder ha de estar necesariamente en manos de algún regente o funcionario de la corte. Tales regentes no suelen tener hacia el rey todo el respeto debido, y la designación para el cargo suele dar ocasión a continuas intrigas palaciegas. La permanencia de un muchacho en el trono durante muchos años (como vemos en la historia moderna) se presta a acelerar la tendencia general al traslado del poder del rey a la nobleza.

Esto debió de suceder durante el reinado de Pepi II. Las tumbas de los aristócratas fueron cada vez más elaboradas, y aunque el comercio egipcio aumentó, éste se hallaba en manos de ciertos nobles en vez de estar en las del gobierno central.

Cuando Pepi II se convirtió en rey propiamente dicho, la nobleza era ya demasiado fuerte como para ser manejada fácilmente, y el rey hubo de moverse con cautela. Más tarde, en los últimos decenios de su reinado, cuando ya era viejo y débil —quizá incluso senil—, sus débiles dedos debieron de dejar escapar las riendas totalmente. Es posible que no fuera más que la sombra de un rey, encerrado en su palacio y esperando morir. Los nobles lo alababan de boquilla y esperaban su muerte.

Pepi II murió en 2182 a. C., y en menos de dos años Egipto se desintegró. Ningún rey fue capaz de someter a la pendenciera nobleza. La VI Dinastía, y con ella el Imperio Antiguo, llegó a su fin, tras casi cinco siglos.

Todas las ventajas de la unificación se habían perdido en Egipto, que se hundió en la anarquía más espantosa.

Pero un papiro ha sobrevivido, perteneciente (quizá) a los últimos tiempos de la VI Dinastía. Su autor, Ipuwer, se lamenta de los desastres que agobian al país a causa del caos y de la apatía. Es posible que sus quejas hayan sido poéticamente exageradas, pero aun así, se trata de una gráfica descripción de un país en decadencia y de un pueblo que sufre.

Tan gráficas son las descripciones de Ipuwer[1] que el escritor israelí Immanuel Velikovsky, en un libro publicado en 1950, Worlds in Collision, sostiene que las palabras de Ipuwer describen las plagas bíblicas contenidas en el Libro del Éxodo, plagas que sobrevinieron por causa de una gigantesca catástrofe astronómica.

Esto, con todo, es mera fantasía. Las catástrofes astronómicas del libro de Velikovsky son científicamente imposibles, e Ipuwer (cuyas exageraciones poéticas no deben ser tomadas al pie de la letra) escribió acerca de un período que antecede en casi mil años a la fecha en que, según todos los indicios, se escribió el Libro del Éxodo.