Por lo general, nuestra idea del pasado de la humanidad deriva de tres tipos de fuentes. En primer lugar, tenemos los datos obtenidos de los objetos abandonados por el hombre sin intención de que sirvan para conocer la historia. Ejemplo de ello son los utensilios y los recipientes de barro de los hombres primitivos, restos que arrojan una tenue luz sobre por lo menos un millón de años de historia del hombre.
Pero tales restos no nos cuentan una historia articulada. Es, más bien, como si quisiéramos leer un libro con la luz de un repentino flash. Aunque siempre es mejor esto que nada, obviamente.
En segundo lugar, contamos con las narraciones transmitidas oralmente de generación en generación. Estas narraciones nos cuentan sin duda una historia articulada, pero ésta suele quedar distorsionada al ser contada una y otra vez. Resultado de todo ello son los mitos y leyendas que no cabe aceptar como verdades literales, aunque a veces contengan datos importantes.
Así, las leyendas griegas sobre la guerra de Troya se conservaron de generación en generación gracias a la tradición oral. Los griegos de las épocas posteriores las aceptaron como hechos históricos y los historiadores modernos las rechazaron por considerarlas meras fábulas. La verdad parece situarse en un término medio. Los hallazgos arqueológicos del pasado siglo han demostrado que muchas de las referencias de la obra de Homero son a hechos reales (aunque podemos seguir considerando lo que cuenta Homero sobre la participación de los dioses en los acontecimientos como pura fábula).
Finalmente, estarían los documentos escritos que, como es natural, a veces incluyen hechos legendarios. Cuando los documentos escritos se refieren a acontecimientos que son contemporáneos del estudioso, o que pertenecen a su inmediato pasado, disponemos de la más satisfactoria de las fuentes históricas, sin ser, con todo, necesariamente ideal, ya que los escritores pueden mentir, tener prejuicios o equivocarse de buena fe. Asimismo, sus escritos, aun los más fieles a los hechos, pueden sufrir distorsiones accidentales en posteriores copias, o ser alterados deliberada y maliciosamente por propagandistas. A veces, al comparar a un historiador con otro, o al contrastar sus relatos con los resultados de los hallazgos arqueológicos, los errores y distorsiones pueden salir a la luz.
Sea como sea, no disponemos de nada más detallado que los documentos escritos y, en líneas generales, cuando hablamos de la historia del hombre, nos referimos principalmente a los anales que han llegado hasta nosotros bajo forma de escritos. Los acontecimientos anteriores a la utilización de la escritura en tal o cual región se califican de «prehistóricos», sin que ello quiera decir que sean necesariamente «precivilizados».
Así, Egipto conoció dos mil años de civilización entre el 5000 y el 3000 a. C., pero este período de tiempo forma parte de la «prehistoria» egipcia, dado que la escritura no había hecho aún aparición.
Los detalles referentes a la prehistoria de un país son siempre confusos y borrosos, y los historiadores se resignan ante esta realidad. Todavía más frustrante, sin embargo, es contar con documentos escritos, pero en una lengua que no sabemos descifrar. El libro de historia está ahí, al menos en parte, pero está sellado.
Este era el caso, al menos hasta el 1800 d. C., del «Egipto histórico» —es decir, del Egipto posterior al 3000 a. C.— y, en realidad, el de casi todas las demás civilizaciones antiguas.
Hacia esta época, los únicos idiomas antiguos perfectamente conocidos eran el latín, el griego y el hebreo, y, como se sabe, existían historias antiguas importantes escritas en cada una de estas lenguas, historias que han llegado completas o en parte hasta nuestros días. De ahí que la historia antigua de los romanos, de los griegos y de los judíos se conozca bastante bien. Asimismo, las leyendas referentes al pasado prehistórico de cada una de estas civilizaciones han llegado hasta nosotros.
En cambio, la historia antigua de los pueblos de Egipto y de la región del Tigris-Éufrates era ignorada por los hombres del 1800 a. C., excepto a través de las leyendas transmitidas hasta ellos en las tres lenguas que conocían.
En su época, los griegos no se hallaban en mucho mejor situación que nosotros en 1800 d. C. en lo que respecta al conocimiento sobre los egipcios. Tampoco ellos sabrían leer los jeroglíficos, por lo que ignoraban lo concerniente a la historia egipcia durante siglos.
Sin embargo, en tiempos de los griegos la civilización egipcia estaba todavía viva y floreciente. Había sacerdotes que eran capaces de leer fácilmente los antiguos escritos y que probablemente tenían acceso a toda clase de anales referentes a los milenios pasados.
Los curiosos griegos que comenzaron a llegar a Egipto en gran número a partir del 600 a. C. y que se quedaban boquiabiertos ante los logros de una antigua civilización, se interesaban por todo lo que veían, sin duda.
Pero los sacerdotes egipcios eran muy suspicaces hacia los extranjeros y no se dignaban fácilmente a colmar la curiosidad de éstos.
El historiador griego Heródoto viajó por Egipto, acosando a preguntas a los sacerdotes. Muchas de sus preguntas obtuvieron respuesta, e incluso la información en la historia que escribiría más tarde. Con todo, buena parte de la información no parece muy verosímil, y no es fácil descartar la idea de que los sacerdotes tomaran el pelo sardónicamente al «paleto» griego, tan ansioso de información y tan dispuesto a aceptar todo lo que se le decía.
Finalmente, hacia el 280 a. C., cuando ya los griegos dominaban Egipto, un sacerdote de este país acabó cediendo y escribió en griego una historia de Egipto destinada a los nuevos amos, utilizando sin duda algunas fuentes sacerdotales. Se llamaba Manetón.
Durante un tiempo el Egipto posterior al 3000 a. C. fue realmente el «Egipto histórico», aun cuando aceptemos que Manetón escribió una historia necesariamente incompleta, y que pueda haberla escrito desde un punto de vista parcial, como egipcio que era, y sacerdotal.
Por desgracia, sin embargo, la historia de Manetón y las fuentes que utilizó no han sobrevivido. El «Egipto histórico» se hundió en las tinieblas de la ignorancia humana tras la caída del Imperio Romano, y así permaneció durante catorce siglos. No quiere esto decir que la ignorancia sobre Egipto fuera completa. Algunos fragmentos de los escritos de Manetón fueron citados por otros escritores cuyas obras sí sobrevivieron. En concreto, sobrevivieron largas listas de gobernantes egipcios tomadas de la historia de Manetón citadas en las obras de un historiador cristiano de los primeros tiempos, Eusebio de Cesárea, que vivió unos seis siglos después de éste. Pero esto es todo, y no es demasiado. Las listas de reyes no hicieron sino excitar el apetito histórico y convertir a las sombras anteriores en una oscuridad aún más negra.
Naturalmente, había todavía numerosas inscripciones jeroglíficas por todos lados, pero nadie podía leerlas, con lo que todo permanecía decepcionantemente misterioso.
Hacia 1799, un ejército francés a las órdenes de Napoleón Bonaparte se hallaba combatiendo en Egipto. Un soldado francés llamado Bouchard o Boussard se encontró, cuando estaba trabajando en un fuerte en reparación, una piedra negra. El fuerte estaba próximo a la ciudad de Rashid, en una de las desembocaduras occidentales del Nilo. Para los europeos Rashid era Rosetta, y hoy llamamos a la piedra hallada por el soldado «piedra de Rosetta».
En la piedra de Rosetta había una inscripción en griego que databa del 197 a. C. En sí no era una inscripción importante, pero lo que confería un valor fascinante a la piedra era que contenía también inscripciones en dos tipos de jeroglíficos. Si, como parecía probable, se trataba de la misma inscripción en tres diferentes formas de escritura, entonces de lo que se trataba era de una inscripción egipcia traducida a una lengua conocida.
La piedra de Rosetta interesó a hombres tales como el médico inglés Thomas Young y el arqueólogo francés Jean-Francois Champollion. En particular Champollion utilizó como ayuda adicional la lengua copta, que en su tiempo sobrevivía todavía en unos cuantos lugares de Egipto. Hoy la lengua de los egipcios es el árabe, debido a la conquista árabe de Egipto hace trece siglos. Champollion sostenía, sin embargo, que el copto derivaba de la lengua del antiguo Egipto, que se remontaba a la época anterior a la llegada de los árabes. Antes de morir en 1832, Champollion elaboró un diccionario y una gramática de la lengua del antiguo Egipto.
Evidentemente, Champollion no estaba equivocado, pues en los años 20 del siglo XIX había sido capaz de penetrar el secreto de los jeroglíficos y, poco a poco, todas las inscripciones antiguas pudieron ser leídas.
Sin embargo, las inscripciones no eran verdadera historia, como era natural (¡imaginemos por un momento que tratáramos de conocer la historia de Estados Unidos a través de las inscripciones existentes en nuestros edificios públicos y en nuestras lápidas!). A menudo incluso aquellas que versaban sobre acontecimientos históricos habían sido compuestas única y exclusivamente para alabar a algún gobernante. Se trataba de propaganda oficial que no necesariamente se ajustaba a la realidad.
Pese a todo, poco a poco, a partir de todo lo que los historiadores fueron recopilando de las inscripciones y de otras fuentes, incluidas las listas de reyes de Manetón, la historia egipcia comenzó a ser conocida, y con una amplitud tal que nadie, antes del hallazgo de la piedra de Rosetta, hubiera podido imaginar.
Manetón comienza su lista de reyes con el primer hombre que unió a los dos Egiptos, el Alto y el Bajo, bajo su mando. El nombre que tradicionalmente se aplica a este primer rey es Menes, forma griega para el nombre egipcio de Mena. Antes de la unificación, Menes gobernaba al parecer sobre el Alto Egipto.
Durante un tiempo se pensó que Menes era puramente legendario y que este rey no había existido nunca. Sin embargo, alguien tuvo que ser el primero en unificar Egipto, y si no fue Menes, sería algún otro.
Pese a que las antiguas inscripciones han sido concienzudamente estudiadas, existe en este sentido una complicación adicional, derivada del hecho de que los reyes solían adoptar nuevos nombres cuando subían al trono, diferentes de los que se les asignaba al nacer. A veces, incluso, se les imponía otros nombres después de morir. Existen referencias a un rey llamado Nármer en un antiguo trozo de pizarra desenterrado en 1898; en él el monarca aparece en un primer momento con la corona relacionada con el gobierno del Alto Egipto, luego con la corona del Bajo Egipto. Parece, pues, una referencia a un rey que unificó los dos Egiptos, y cabe la posibilidad de que Nármer y Menes no sean sino nombres alternativos de la misma persona.
Sea como sea, Menes o Nármer llegó a ser rey de todo Egipto hacia el 3100 a. C., justo a finales de la prehistoria egipcia. No podemos por menos que preguntarnos cómo lo logró. ¿Fue Menes un gran guerrero o un astuto diplomático? ¿Se trató de un accidente o de un plan? ¿Se sirvió acaso de algún «arma secreta»?
En primer lugar, existen datos de importantes inmigraciones asiáticas que llegaron a Egipto en los siglos que precedieron el reinado de Menes. Es posible que los asiáticos huyeran de sus tierras, poco seguras y arrasadas por la guerra, hacia la paz y la exuberante fertilidad del valle del Nilo. (Hasta los últimos momentos de la época prehistórica podían verse incluso elefantes en el rico valle del Nilo, gracias a su gran extensión, a su fertilidad y a su escasa población).
A este período cabe remontar algunas sutiles influencias asiáticas. Por ejemplo, ciertas técnicas arquitectónicas y artísticas egipcias que aparecen después del 3500 antes de Cristo parecen tener una clara relación con las utilizadas en Asia en esa época. Asimismo, las migraciones asiáticas debieron llevar consigo el concepto de escritura procedente de la civilización del Tigris y del Éufrates.
Al parecer, el Alto Egipto sufrió durante este período una mayor influencia asiática que el Bajo Egipto, y a esto hay que atribuir, quizá, el hecho de que fuera el primero, y no el segundo, el que recibió el primer impulso hacia la espiral del desarrollo.
Por otro lado, tal vez esto no sea sino una mera apariencia producto de un accidente arqueológico. El Bajo Egipto está profundamente enterrado por siglos de sedimentación, por lo que es mucho más difícil encontrar restos antiguos allí que en las regiones menos inundadas del lago Moeris y del Alto Nilo. Tal vez radique aquí, y sólo aquí, la razón de nuestra infravaloración del Bajo Egipto. Con todo, cuando Egipto quedó unificado en una sola nación, el conquistador vino del Alto Egipto.
¿Trajeron los inmigrantes asiáticos consigo algo más que un nuevo arte y que el concepto de escritura? ¿Trajeron también una tradición bélica y conquistadora anteriormente inexistente entre los pacíficos egipcios de tiempos primitivos?
¿Fue Menes quizá de origen asiático, con una tradición familiar que hablaba de poderosas ciudades armadas cuyos soldados acabaron dominando a sus vecinos? ¿Quiso acaso emular a sus antepasados y, como ellos, crearse un imperio? En algún lugar, en los siglos anteriores a Menes, los hombres habían aprendido a obtener cobre de las vetas de la península del Sinaí, al noreste de Egipto, y de otras partes. En realidad, la plata, el oro y el cobre habían sido descubiertos mucho antes, bajo forma de pepitas metálicas que no requerían ser fundidas. (Cabe fechar algunos objetos de cobre hallados entre restos del Badariense hacia el 4000 a. C.). También se encontraron trozos de hierro, que solían caer del cielo bajo forma de meteoritos, ocasionalmente. De todos modos, los hallazgos de metal puro solían ser muy poco frecuentes, y el metal que así se obtenía se presentaba en cantidades exiguas, y se utilizaba generalmente para adornos.
Sin embargo, con el desarrollo de las técnicas de fundición se pudo obtener cobre de los yacimientos de mineral en cantidades suficientes como para ser usado para todo tipo de finalidades. El cobre, por sí solo, no es lo suficientemente duro como para fabricar armas y armaduras; pero mezclado con estaño se convierte en bronce, que en cambio sí lo es. El período en el que el uso del bronce se generalizó y pudo ser empleado para dotar a los ejércitos, se denomina Edad del Bronce.
La Edad del Bronce no alcanzaría su apogeo hasta varios siglos después de Menes; no obstante, no hay que descartar la posibilidad de que se dispusiera de bronce en cantidades suficientes como para equipar a los cuerpos especiales de los ejércitos de Menes. ¿Fue acaso con estas nuevas armas con las que implantó su dominio sobre todo Egipto? Quizá no lo sepamos nunca.
Según Manetón, Menes había nacido en la ciudad de Tinis (o Tine), situada en el Alto Egipto, aproximadamente a medio camino entre la Primera Catarata y el delta. Menes y sus sucesores gobernaron el país desde esta ciudad.
Es posible, sin embargo, que Menes se diera cuenta de que si aspiraba a conservar su poder sobre el Bajo Egipto, debía tratar de parecer menos extranjero y gobernar desde una distancia menor. Pero no podía acabar siendo un extraño para el Alto Egipto de donde era originario. El problema se resolvió construyendo una nueva ciudad en la frontera entre ambos territorios —en una zona que cualquiera de los dos podía reclamar como propia— y convirtiéndola, al menos, en capital a tiempo parcial. (En Estados Unidos se buscó una solución semejante cuando por primera vez se llegó a la unificación de los distintos territorios. Una vez adoptada la Constitución, resultó evidente que los estados norteños y los sureños no se tenían excesiva simpatía, por lo que se construyó una nueva capital, Washington, allí donde ambas partes se tocaban).
La nueva ciudad de Menes fue construida a unas 15 millas al sur del extremo del delta. Al parecer los egipcios llamaron a la ciudad JikuPtáh («casa de Ptah»), y es posible que los griegos hicieran derivar de este nombre el de «Aigyptos», y nosotros, de éste, el de «Egipto». Más adelante la ciudad se llamó Menfe, por lo que el lugar llegó a ser conocido por los griegos como «Menfis», nombre que habría de conservar en la historia.
Menfis siguió siendo una importante ciudad egipcia durante unos 3.500 años, y durante buena parte de este período fue la capital y la sede de la realeza.
Manetón dividía a los gobernantes egipcios en dinastías (de una palabra griega que significa «tener poder»). Cada dinastía estaba compuesta por miembros de una familia que gobernaba y tenía poder sobre todo Egipto. Manetón elaboró una lista de treinta dinastías que se sucedieron a lo largo de un período de tres mil años.
La lista de dinastías incluye tan sólo a los monarcas que reinaron después de la unificación, por lo que Menes es el primer rey de la I Dinastía. El período anterior a Menes se suele denominar «Egipto predinástico», lo que es casi sinónimo de «Egipto prehistórico».
Las dos primeras dinastías, cuyos reyes eran nativos de Tinis, se llaman dinastías tinitas. Y el período en el que reinaron suele denominarse Arcaico, y duró del 3100 al 2680 a. C., más de cuatro siglos.
Las tumbas nos proporcionan una valiosa información acerca de la creciente importancia de Menfis, incluso en los primeros tiempos del Egipto Arcaico. Y la especial utilidad de las tumbas para el conocimiento de la historia se deriva, a su vez, de la naturaleza de la religión egipcia.
La antigua religión de los egipcios se originó probablemente en los viejos tiempos de la caza, cuando la vida dependía de la suerte de encontrar un animal y de matarlo. De ahí que se diese la tendencia a adorar a una especie de dios animal, con la esperanza de que, al propiciarse a este dios, habría gran abundancia de los animales que el dios controlaba. Si los animales eran peligrosos, la adoración de un dios, en parte bajo la forma del animal en cuestión, evitaría que sus bestias hiciesen demasiado daño. Ésta parece ser la razón por la que los dioses egipcios, aun en tiempos posteriores, llevaban cabezas de halcón, chacal, ibis e incluso de hipopótamo.
Sin embargo, cuando la agricultura se convirtió en la forma principal de vida, se injertaron nuevos dioses y nuevas creencias religiosas en las antiguas. Existía el culto natural al sol, que en el soleado Egipto era una poderosa fuerza y, evidentemente, el dador de luz y calor. Asimismo, debido a que las crecidas del Nilo sobrevenían siempre en el momento en que el sol alcanzaba cierta posición entre las demás estrellas, se acabó por atribuir al sol el control sobre todo el ciclo vital del río, y se le consideró el dador de toda vida. Bajo diversos nombres los egipcios adoraron al sol durante milenios. El nombre más conocido del dios sol era Re o Ra.
Es posible que el culto del sol condujera de forma natural a la noción del ciclo de vida, muerte y renacimiento. Cada tarde el sol se ponía por el Oeste, y cada mañana se elevaba de nuevo. Los egipcios imaginaban al sol como un infante que aparecía por el Este, crecía con rapidez, alcanzando el pleno desarrollo a mediodía, la madurez al ir cayendo hacia el Oeste, y la vejez y la muerte al irse poniendo y desaparecer. Pero tras realizar un peligroso viaje a través de las cavernas del mundo subterráneo, volvía a aparecer por el Este, a la mañana siguiente, con el aspecto fresco y joven de un muchacho, renovando así su vida.
En las comunidades agrícolas no es fácil dejar de constatar que también el grano sigue un ciclo semejante, aunque más lento. Madura y es segado y, aparentemente, muere; pero de sus semillas puede nacer nuevo grano en la siguiente estación de siembra.
Con el tiempo, este ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento se incorporó a la religión egipcia. Ésta se centraba en el dios de la vegetación, Osiris, al que siempre se representaba bajo una forma totalmente humana, sin atributos animales. Según el mito, había sido Osiris quien había enseñado a los egipcios las artes y los oficios, incluida la práctica de la agricultura. En otras palabras, era la civilización personificada.
Según la leyenda, Osiris fue muerto por su hermano menor, Set. (Es posible que Set sea la personificación del desierto árido y seco, siempre al acecho para acabar con la vegetación, si, por alguna razón, la crecida del Nilo llegase a faltar). La leal y amorosa esposa de Osiris, Isis, representada también con forma humana, había recogido su cuerpo y lo había devuelto de nuevo a la vida; pero Set había descuartizado el cuerpo, y uno de los fragmentos se perdió. Incompleto, Osiris no pudo seguir gobernando sobre los hombres vivos y descendió al mundo subterráneo, donde reinó sobre el dominio de las almas de los hombres, que allí descendían también después de la muerte.
Horus, hijo de Osiris y de Isis (representado por lo general como un dios con cabeza de halcón, por lo que tal vez constituya una supervivencia de los mitos primitivos incorporada a la nueva leyenda agrícola), completó la venganza matando a Set.
La narración encaja también en el ciclo del sol. Osiris representaba al sol poniente, muerto por la noche (Set). Horus es el sol naciente que, a su vez, mata a la noche. El sol agonizante desciende al mundo subterráneo, como Osiris.
Era natural que se llegase a asociar estos ciclos a la humanidad. Muy pocos aceptan la muerte, y a casi todos nos gustaría que la vida continuase de alguna manera más allá de la muerte, o que se «reavivase» después de morir, como sucede con el trigo y con Osiris.
Para garantizar este renacimiento del hombre hay que rendir el debido culto y propiciar a los dioses (en particular a Osiris), que tienen pleno poder sobre estos asuntos.
Los egipcios conservaban cuidadosamente los diferentes rituales, plegarias, himnos y cánticos que debían ser repetidos o cantados si se quería garantizar la supervivencia del alma después de la muerte. Tales rituales fueron acumulándose a lo largo de los siglos, como es lógico, pero en esencia provenían de los tiempos arcaicos e incluso, quizá, del Egipto predinástico.
Un documento que contiene una lista de estas fórmulas —una recopilación más bien heterogénea, sin una interrelación o un orden mucho mayor que el que puede hallarse en el Libro de los Salmos de la Biblia— fue publicado en 1842 por el egiptólogo alemán Karl Richard Lepsius. El escrito le había sido vendido por un individuo que lo había encontrado mientras saqueaba una vieja tumba.
El documento se suele denominar el Libro de los Muertos, aunque no es ése el nombre que le dieron los egipcios. La parte principal del libro es una lista de fórmulas y encantamientos para que el alma alcance y atraviese sana y salva la gran sala del juicio. Si era absuelta de todo mal (y la idea egipcia del bien y del mal se parece mucho a la de cualquier hombre honrado de hoy día), podía entrar en la gloria eterna con Osiris.
Parece ser que la salvación en la otra vida requería asimismo la presencia física del cadáver. Es probable que esta idea haya surgido del hecho de que en el suelo seco de Egipto los cuerpos se descomponen lentamente, de modo que los egipcios pensaron que la prolongación de la duración de la forma física del cuerpo era algo natural e incluso deseable, y buscaron medios para conseguirla.
Así, el Libro de los Muertos contiene instrucciones para la conservación de los cadáveres. Los órganos internos (que se descomponen mucho antes) se sacaban y se colocaban en jarras de piedra, si bien el corazón, como núcleo principal de la vida, volvía a ser metido en el cuerpo.
Posteriormente el cuerpo se trataba con productos químicos y se envolvía en vendas untadas con pez para hacerlas resistentes al agua. Los cadáveres embalsamados se llamaron momias, término derivado de la palabra persa para pez. (Pero ¿por qué persa? Pues porque los persas dominaron Egipto durante un tiempo en el siglo V a. C., y luego la palabra pasó a los griegos, y de los griegos a nosotros).
El interés egipcio por la momificación derivaba quizá de la superstición, pero tuvo ciertos resultados muy útiles. Impulsó a los egipcios a estudiar los productos químicos y su comportamiento. De este modo se alcanzó un gran conocimiento práctico, y hay algunos que pretenden hacer derivar la palabra «química» de «Jem» o «Khem», la antigua denominación egipcia para su propio país.
Por si la conservación fallaba o la momia no era adecuada, se usaban además otros métodos para imitar la vida, a modo de «apoyo». Se colocaban en la tumba estatuas del muerto; numerosos objetos de los usados en vida por el muerto —instrumentos, adornos, modelos reducidos de muebles y de siervos, e incluso alimentos y bebidas— eran colocados en la tumba.
Luego, además, las paredes de la tumba se cubrían con inscripciones y pinturas que representaban escenas de la vida del difunto. Gracias a estas inscripciones y pinturas hemos obtenido muchos conocimientos sobre la vida cotidiana de los antiguos egipcios. Por ejemplo, en ella vemos escenas de caza de elefantes, de hipopótamos y de cocodrilos, y tenemos un ejemplo gráfico de la enorme riqueza del valle del Nilo en los tiempos antiguos.
Hay escenas de festines que nos informan sobre lo que comían los antiguos egipcios. Y contemplamos también pinceladas íntimas de la vida familiar y de niños jugando. Vemos que había calor y amor familiar; que las mujeres gozaban de una elevada posición en la sociedad (mucho más alta que entre los griegos); que a los niños se los mimaba a veces, y se era indulgente con ellos. Resulta más bien irónico que sepamos tanto sobre la vida de los egipcios gracias al interés de éstos por la muerte.
Los métodos para garantizar la vida después de la muerte llegaron a ser muy elaborados y muy caros. Quizá se debió esto a que en un primer momento se aplicaban tan sólo a los reyes. El rey (como solía ser el caso en muchas sociedades antiguas) era considerado representación de todo el pueblo en su relación con los dioses, por lo que, así, gozaba de los atributos de la propia divinidad.
Si el rey entraba en relación con los dioses de acuerdo con las fórmulas adecuadas, el Nilo se desbordaría y las cosechas crecerían, en tanto que la enfermedad y los enemigos humanos serían mantenidos a distancia. El rey lo era todo, pues el rey era Egipto.
Como era natural, cuando el rey moría ningún otro ritual era tan elaborado ni tan bello como el que se le dedicaba, pues se trataba de enterrar a Egipto, y todos los egipcios que habían muerto durante el reinado alcanzarían la vida eterna junto con el rey.
Con el paso del tiempo, sin embargo, y a medida que la riqueza de Egipto aumentaba, los distintos funcionarios importantes de la corte y los gobernadores provinciales —la nobleza— aspiraron también a un trato semejante.
Ellos también quisieron tumbas y exigieron ser momificados; desearon alcanzar una supervivencia personal, y no una ligada a la supervivencia del rey. Esto dio a la religión una base más amplia, pero contribuyó a desviar un peligroso porcentaje del esfuerzo nacional egipcio hacia un campo más bien estéril, el de los enterramientos. Esto, además, aumentó el poder de la nobleza hasta límites a veces muy peligrosos.
Dado que los ricos y poderosos tenían enterramientos costosos, era natural que surgiese la tendencia a «no ser menos que el vecino». Cada uno trató de superar a los demás, y las familias intentaron obtener prestigio a través de la magnificencia con que enterraban a sus difuntos.
Las riquezas enterradas con los muertos, bajo forma de metales preciosos, atrajeron naturalmente a los ladrones de tumbas. Los mejores métodos de preservar estos tesoros, de esconderlos, de cegar los accesos, de protegerlos con el poder de la ley y la invisible amenaza de la venganza de los dioses no bastaban para salvaguardar los tesoros, y son pocas las tumbas que han sobrevivido mínimamente intactas hasta nuestros días.
Nuestro primer impulso es, naturalmente, el de rechazar con horror a los ladrones de tumbas; primero, porque robar con miras a la ganancia personal es reprobable, y hacerlo a un muerto indefenso lo es aún más; y segundo, porque los arqueólogos se han visto privados, de este modo, de restos valiosísimos sobre el antiguo Egipto.
Por otro lado, tengamos presente que los egipcios, al enterrar tan insensatamente grandes cantidades de oro en una época en que no existía nada que, como el papel moneda, lo sustituyese, estaban descabalando innecesariamente su economía. Los ladrones de tumbas, cualesquiera hayan sido sus motivaciones, fueron útiles al menos para que las ruedas de la sociedad egipcia continuaran girando, al volver a poner en circulación el oro y la plata.
Son las tumbas, además, las que nos hablan de la creciente importancia de Menfis en la época Arcaica. Es una mera cuestión de números, pues hay una enorme cantidad de tumbas antiguas que horadan la piedra caliza de las lomas desérticas que bordean el valle del Nilo al oeste del antiguo emplazamiento de la ciudad de Menfis. Hoy en aquel lugar se alza una aldea llamada Sáqqara, y las tumbas se conocen por este nombre.
Las primeras tumbas eran estructuras oblongas, cuya forma se parece a la de los poyos rectangulares construidos en el exterior de las casas egipcias. Estos poyos se llaman mastabas en árabe moderno, y el mismo nombre se da a estas tumbas antiguas.
Las antiguas mastabas se construyeron de ladrillo. La cámara mortuoria, que albergaba los restos del difunto en un féretro protector, a veces hecho de piedra, estaba debajo, y solía estar, por razones de seguridad, cerrada. Por encima se hallaba una habitación abierta al público en la que se veían pinturas sobre la vida del muerto, y a la cual la gente solía acudir para rezar plegarias rituales por el muerto.
Algunas de las más antiguas tumbas de Sáqqara pertenecen al parecer a varios reyes de la I y II Dinastías. Si esto es así, ello quiere decir que Menfis fue su capital, al menos durante parte del tiempo.