Joan cuidó todos los detalles para que la fiesta alcanzara el brillo que el clan requería. Hizo preparar una hoguera para que prendiera al ocaso y que quemaría durante la noche siguiendo la tradición de San Juan; habría cohetes, petardos y una traca, todo al estilo español. El Largo dei Librai se decoró con guirnaldas de todos los colores que lo cruzaban de lado a lado y farolillos que se encenderían al anochecer. Habría música y dispuestos en aparadores, vino, limonada, clarea, coca dulce y salada, y después aromáticos capones y patos asados, confites y otras golosinas. Unos criados servían las mesas repartidas por la plazuela.
Vannozza cumplió con creces su palabra, invitando incluso al propio Papa, que rehusó amablemente al tiempo que enviaba su bendición. Pero entre la multitud acudieron sus hijos y con ellos toda la atención de Roma. Vannozza hacía las veces de anfitriona, instruía a Anna sobre la sociedad romana y la acompañaba de grupo en grupo presentándola a todas las damas. Sin embargo, la librera era una alumna aventajada y conocía ya con anterioridad a un buen número de los asistentes.
Joan la veía desenvolverse con gracia y seguridad. Anna brillaba entre los invitados y él se decía que aquel era el lugar que por naturaleza le correspondía a su esposa. Ella decidió romper su luto vistiendo a la moda valenciana, como sabía que lo harían varias de las damas, aunque con un escote moderado. Estaba elegante, discreta y bellísima.
A su llegada a Roma, casi dos meses antes, Anna se incorporó a la librería ayudando a Niccoló. Una de sus primeras clientas fue Sancha de Aragón y Nápoles, princesa de Esquilache, casada con Jofré Borgia, el cuarto de los hijos de Vannozza y Alejandro VI. Aquel infeliz matrimonio, donde ella a sus diecisiete años mostraba una gran belleza sensual y miraba a los hombres con descaro y él era un inseguro muchachito de solo quince, era el resultado de la alianza política del Papa con Nápoles.
La princesa supo que Anna era viuda de un noble napolitano, sentía nostalgia de su tierra y le encantaba hablar con ella en su lengua sureña. A pesar de su aspecto exuberante, provocativo y sensual, Sancha amaba los libros y la poesía. Se hicieron grandes amigas.
Anna ordenó a los músicos que descansaran unos momentos para que Sancha de Aragón recitara sus poemas dando la bienvenida al verano en Roma. Todos la ovacionaron.
Anna se sentía señora de su casa, y disfrutaba siendo uno de los centros de atención. Había pasado de repudiada e ignorada por los pequeños nobles angevinos napolitanos, a ser una persona importante en la Ciudad Eterna y la amiga de una de las princesas de la dinastía gobernante en Nápoles. Se sentía más que reivindicada.
Sancha iba acompañada por sus amigas inseparables, Lucrecia Borgia, la tercera de los hijos de Vannozza, que mostraba a sus dieciséis años una belleza dulce y serena, y Julia Farnesio. A Julia la llamaban «Giulia la Bella», tenía fama de ser la mujer más hermosa de Roma y era, con veintidós años, la amante del Papa desde hacía un tiempo. Alejandro VI tenía sesenta y cinco, pero se rumoreaba que continuaba potente como el toro del escudo de los Borgia.
Julia, Lucrecia y Sancha eran conocidas en Roma como las «tres mujeres del Vaticano» y se convirtieron en el centro de la fiesta. Lucían espectaculares vestidos a la moda española, llegados de Valencia, de vivos colores y amplios escotes cargados de pedrería. Pidieron a los músicos que tocaron «la alta y la baja», baile cortesano de moda en España, y no les faltaron ni galanes con quienes bailar ni damas ni caballeros que se unieran a la danza.
Joan atendía a los señores, entre los que destacaban los cardenales afines al clan. Y entre ellos estaba César Borgia, el segundo de los hijos de Vannozza y el Papa, obispo de Pamplona y arzobispo de Valencia. César destacaba por su gallardía y al contrario del resto de los cardenales, que vestían togas blancas cubiertas por mantos púrpuras y un bonete del mismo color, él iba de negro, como un caballero a la moda española. Lucía un amplio sombrero emplumado, también en negro con un broche de oro, y su condición eclesiástica no le impedía mostrar espada y puñal en su cinto. Era bien parecido y estaba acostumbrado a las miradas más o menos tímidas de las damas, a las que él correspondía con una sonrisa.
Fue uno de los primeros en interesarse por los libros adquiriendo, entre otros, un ejemplar en latín del César en las Galias. Su gesto, para satisfacción de Joan, fue imitado por todos los invitados.
Miquel Corella apareció junto a su hermano Ricardo y muchos de los oficiales del ejército del Papa y sus esposas. Se les veía gallardos y altaneros, eran los dueños de Roma. Establecieron una guardia armada cortando las calles adyacentes y por seguridad solo se permitía el acceso a los invitados.
—La fiesta está bien, pero la próxima vez que abras una librería en Roma, tienes que ofrecer una corrida de toros a los romanos —le dijo Miquel a Joan—. Les encantan y eso es lo que esperan de nosotros, los catalani. Alejandro VI ha dado varias, la primera fue para celebrar la toma de Granada por Isabel y Fernando cuando aún era solo cardenal. España está de moda en Roma y no hay que bajar el nivel.
—Tendréis que comprarme muchos libros antes de que pueda costear semejante fiesta —repuso Joan con una carcajada.
En una mesa se sentaba su madre, con sus mejores galas, departiendo con las vecinas, sin quitar ojo de sus nietos, que jugaban con otros niños. A Joan le admiraba la rapidez con que a su edad aprendió a leer y a escribir para cartearse con Gabriel. En otra, su hermana María, con aspecto fresco y saludable, reía las gracias de un sargento aragonés que la cortejaba. Joan sonreía al verlas.
Ambas se mantenían atentas al trabajo de los criados para que no le faltara nada a los invitados y en un par de ocasiones Eulalia se acercó a Anna para sugerirle que, como señora de la casa, diera las instrucciones pertinentes. La joven librera se lo agradecía con una sonrisa; después de unos días de tanteo las tres mujeres congeniaron y gracias a la dedicación de Eulalia y de María, ella podía socializar sin preocuparse.
También estaba presente lo más granado de la colonia florentina opositora a Savonarola con Niccoló y Giorgio a la cabeza.
—¡Qué alivio ver una hoguera solo con leña y sin libros! —comentó Niccoló.
Joan, sonriendo, les repitió el lema de su librería:
—Caballeros, por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez.
El joven veía cómo sus sueños tomaban cuerpo frente a sus ojos de forma tan esplendorosa como jamás pudo imaginar. Miraba a su alrededor y se sentía muy feliz, le costaba creer que aquello estuviera sucediendo.
Aunque no se engañaba, la fiesta era una demostración de fuerza de los catalani. Y todo aquello sería tan efímero como lo fuera el clan. Recordaba las palabras de Miquel Corella: «Tendrás que luchar».
En cualquier caso, aquel era un día muy hermoso y Joan estaba dispuesto a gozarlo intensamente.