La navegación de vuelta no fue placentera y la galera tuvo que buscar refugio en la isla de Elba al encontrarse con una fuerte tormenta de otoño. Niccoló no estaba acostumbrado al mar y sufrió los vaivenes con mareos y vómitos constantes. No así los hijos de María, los pequeños Martí y Andreu, que pasado el primer mareo parecían viejos lobos de mar. Joan les contaba que a su edad ya iba a pescar en la barca del abuelo, que se llamaba Gaviota y que quería decir libertad. Los chicos escuchaban extasiados sus historias y se maravillaban al oír hablar sobre las ballenas, las islas Medas y el coral rojo.
Unos días antes eran solo los hijos de una esclava, una furcia de taberna, sin padre, ni familia, ni raíces, criadillos sometidos a los caprichos de sus amos y al maltrato de otros chicos. Ahora, además de su madre, tenían de repente una abuela que los mimaba y un tío con aspecto de caballero, fuerte y con espada al cinto, que los protegía y les hablaba de familia y tradiciones. Los chiquillos eran felices y ni la abuela ni la madre bastaban para frenar sus correrías por algo tan fascinante, y a la vez terrible, como era una galera. Joan se decía a veces que el mayor era hijo de un violador de niñas, seguramente del esclavista Simone o del hijo de este. Y en cuanto al pequeño, jamás le preguntaría a su hermana de quién era. Quizá ni ella lo supiera y no le importaba, porque los niños eran ahora parte de su familia.
Después de tantos años de inseguridad, rezando por ellas, sin saber si estaban vivas o muertas, con la esperanza y a la vez incertidumbre de encontrarlas, ahora se deleitaba al verlas cuidando con tanta solicitud de los niños. Se emocionaba con la expresión de felicidad de su madre al hablar a los pequeños y le recordaba su amoroso cuidado cuando también él era niño.
Las mujeres no se cansaban de darle las gracias y el joven se sentía abrumado.
—Le prometí a papá que velaría por vosotras —decía.
—¡Eras tan pequeño! —respondía la madre.
Joan se consideraba muy afortunado por el desenlace del viaje. Su deseo y su deber de rescatar a su familia habían pesado como una losa sobre su cabeza durante muchos años. De niño creía que de mayor sería capaz de todo y que las rescataría heroicamente. Luego, al crecer, viendo las dificultades que comportaba, se sintió muchas veces descorazonado y pensaba que nunca lo lograría. Pero aquel sueño infantil se hizo realidad.
Escribió en su libro: «Cumplí tu encargo, papá». Y al hacerlo notó las lágrimas en sus ojos al tiempo que sentía que se liberaba de aquella carga que por tantos años pesó en su conciencia. Al trazar aquella frase sobre el papel, Joan quería convencerse de que a través de la magia de las letras sus palabras llegarían al más allá. Ramón sabría al fin que su familia estaba a salvo y descansaría en paz.
Solo quedaba una cuenta pendiente que Joan jamás podría saldar: el castigo a Vilamarí por el asesinato de su padre y el mal infligido a su familia. La muerte del Tuerto no cancelaba aquella deuda de sangre. Porque comprendía que el desgraciado al que durante tanto tiempo odió no era más que un pobre diablo, como él también lo fue al cometer el mismo crimen en Sicilia.
Vilamarí era el origen de todo, el responsable. Sin embargo, Joan no fue capaz de vengarse, no pudo matarle cuando tuvo ocasión de hacerlo impunemente. Muy al contrario, le ayudó, salvándole la vida, y pensaba que haría lo mismo de repetirse la situación. Quizá nunca hubiera odiado tanto a nadie como al almirante, pero sentía algo más hacia él que no se atrevía a definir.
Por mucho tiempo creyó que había fallado a su padre al no matar a Vilamarí, pero ahora pensaba que hizo lo correcto. De haber consumado su venganza, todo sería distinto, continuaría atado a la galera, o quizá le hubieran ejecutado.
Escribió en su libro, dirigiéndose de nuevo a su padre: «El amor triunfó sobre la venganza». Porque ahora comprendía que, inconscientemente, al perdonarle la vida al almirante y protegerle en la batalla, cerró un pacto con él. «Gracias a salvarle la vida a Vilamarí, él me dio la libertad y las pude rescatar a ellas», añadió.
A pesar de lo agitado del mar, Joan escribía en la proa de la nave, a cubierto de los frecuentes embates de las olas espumosas de un Mediterráneo otoñal. Se acercaba el atardecer y de pronto, en un día cubierto de nubes plomizas y amenazantes, se abrió un claro en el horizonte y los rayos del sol, brevemente, lo iluminaron todo. Joan llenó sus pulmones, gozando del olor a mar, y se dijo que era una señal. Su padre había recibido sus palabras, aprobaba su conducta y se sentía feliz.
Incluso jugando con sus sobrinos o conversando con su madre, su hermana y Niccoló, cuando el malestar de sus mareos le permitía al florentino hablar, Joan no lograba quitarse a Vilamarí de la mente. El almirante era un depredador, igual que el esclavista Simone. Pero Joan sabía que jamás podría sentir lo mismo por uno que por el otro.
A Joan le era indiferente que Simone o su hijo murieran de sus heridas, aunque él se contuvo para no matarlos. Eran alimañas.
¿Qué los diferenciaba de Vilamarí? Quizá el hecho de que forzaran a niñas, que disfrutaran haciendo sufrir a sus víctimas, que se mancharan las manos de sangre.
El almirante no hacía personalmente nada de eso, pero enviaba a sus hombres a robar y matar si era preciso, a esclavizar a inocentes y permitía la violación siempre que se cumplieran sus reglas y su orden. Su injusta justicia. ¿No era eso peor que lo que hacía Simone?
Vilamarí permanecía en la carroza de su galera con músicos amenizándole, un escribano leyéndole bellos poemas y un perfumista aliviándole del tufo que provenía de la chusma amarrada con cadenas a sus bancos, mientras sus hombres mataban, secuestraban y ultrajaban a inocentes. Era mucho más elegante que Simone, pero peor, porque obligaba a otros a ejecutar sus crímenes.
Joan pensaba que quizá el hecho de que fuera noble, vistiera ropas caras, hablara sobre libros de forma refinada y tuviera mucho poder le hacía ver al almirante con distintos ojos.
Un seductor criminal de guantes blancos.
Y aun así, se decía que no era eso, que había algo más. Quizá fuera que, aunque Joan lo rechazó al principio, le sedujo con su discurso de leones, gacelas y ovejas, en aquella noche tranquila de luna llena y nubes caprichosas cruzando el golfo de Tarento.
Vilamarí era un león y no gozaba matando, lo hacía por su supervivencia y la de los suyos. Por la victoria. Creía que cumplía con su deber, lamentaba los crímenes, pero dormía tranquilo. Eran muertos en combate y la victoria compensaba. Bajas necesarias.
Vilamarí era un pirata, sin embargo, era fiel a sus hombres y a su rey. Recordaba la admiración con la que Genis, cuando aún era el piloto de la Santa Eulalia, hablaba de él. De sus hazañas contra los turcos y de que nunca abandonaba a los suyos. El almirante sobrevivía tal como él entendía la supervivencia. Al frente de una flota y sirviendo al rey.
¿Y qué papel jugaba el rey? Cuando Vilamarí recibía las pagas del monarca o ganaba sus soldadas luchando por Nápoles o por el Vaticano, no asaltaba aldeas. Tampoco cuando apelando a la ley de guerra capturaba naves enemigas, y en ese caso repartía el botín escrupulosamente con su soberano.
El rey Fernando II de Aragón conocía muy bien a Vilamarí. Sabía que era un león y cuando había poco dinero se lo escamoteaba para dárselo a otros. Igual que Abdalá contaba que actuaban los emperadores romanos. Hacían pasar hambre a los leones del circo para que devoraran a los cristianos porque hartos no mataban. El rey sabía que Vilamarí iba a sobrevivir y estaría preparado para la próxima batalla, era su naturaleza. Y al soberano no le importaba lo que hiciera el almirante con tal de que nadie reclamara. Y si alguien importante se quejaba, entonces castigaba a la fiera.
El rey parecía estar detrás de todos los males. Permitió la esclavitud de los remensas, a pesar de que estos le ayudaron contra los nobles. Toleró su sufrimiento hasta que, obligado por el costo de la guerra, tuvo que suprimir algunas de las injusticias que él permitió aun conociéndolas de primera mano. La expresión de Joan de Canyamars cuando le decía que iba a cobrar al rey la deuda de sesenta sueldos regresó nítida a su memoria.
Impuso la Inquisición en sus reinos como forma de romper fueros y derechos en nombre de Dios, a la vez que engrosaba sus arcas. Joan recordaba la estampa patética de mosén Corró y su esposa desfilando hacia la muerte vestidos con sambenito y capirote amarillos y rojos, con una soga al cuello y una vela apagada en su mano. Las lágrimas acudían a sus ojos.
Y jugaba con sus generales como simples peones de ajedrez. Recordó al Tuerto disparando su arcabuz, con aquel ruido infernal y se encogió de terror como cuando era niño y vio caer a su padre.
Era el rey.
¿Sería el monarca realmente el enviado de Dios para conquistar Granada y Jerusalén para la cristiandad? Eso creían muchos. Quizá lo creyera el propio rey y pensara que como emisario del Señor sus altos fines justificaban los medios. Ya le perdonarían sus confesores en nombre de Dios.
Anotó en su libro una frase que recordaba haber escrito ya antes: «Poder es la capacidad de dañar a los demás», y después: «¿Justifica un alto designio el uso de medios miserables? Dios no puede estar con aquellos que causan sufrimiento al inocente».
Joan quiso compartir sus pensamientos con Niccoló. Este le escuchó con atención afirmando con la cabeza y añadiendo algún comentario a pesar del mal cuerpo que tenía a causa del continuo cabeceo de la nave. Cuando Joan le hubo expuesto sus razones, el florentino le dijo:
—El rey Fernando II de Aragón, rey también de Castilla junto a su esposa Isabel, actúa como lo que es: un gran príncipe del Renacimiento. No tengáis duda de que si vive lo suficiente, se cubrirá de laureles logrando grandes victorias.
Y salió a la carrera para asomarse a la borda y vomitar.
Unos días después Joan escribió: «Ni siquiera los leones son del todo libres».