Capítulo 113

Joan pasó dos días más en Monterosso, subiendo y bajando por caminos abruptos, viendo el mar, recordando y rezando en el pequeño cementerio, mientras Bernardo y su hijo Gianni pescaban y Niccoló charlaba con los vecinos y se entretenía como buenamente podía. Al final se dijo que su dolor no cambiaría el pasado y se aferró a la esperanza de encontrar a su hermana viva. Debía continuar la búsqueda.

Partieron al amanecer del quinto día y después de recorrer una costa escarpadísima, se encontraron con un imponente bastión, encaramado a un roquero sobre el mar y coronado por una alta torre cilíndrica. Era Vernazza. En Monterosso les dijeron que no había esclavos en Vernazza, pero Joan estaba decidido a obtener toda la información posible. Quizá los hubo en el pasado. Removería hasta debajo de las piedras si era preciso.

Frente a ellos se abría una pequeña cala con una playa de arena y a continuación, sobre unas rocas se elevaba la iglesia. Aquel era un excelente fondeadero natural en el que desembocaba un riachuelo. Las casas se apiñaban entre la iglesia y la fortaleza, encaramándose su mayoría por la colina de esta. Los montes se elevaban rápidamente y lo hacían en multitud de terrazas construidas con paredes de roca seca donde crecían vides, olivos y algún almendro. El riachuelo bajaba encajado entre montañas, solo permitía unos pocos huertos y el resto se tuvo que construir en las laderas de los montes a costa de increíble esfuerzo, ingenio y equilibrio. El lugar era de una belleza impresionante, pero Joan apenas la percibía. Tan pronto la barca arribó a la playa, saltó al agua ante la expectación de los que estaban en la orilla, asombrados ante tanta prisa.

—¿Hay aquí alguna esclava blanca? —le preguntó a un par ancianos, con el aliento agitado.

Los viejos se miraron uno a otro antes de contestar y después pasó un tiempo infinito hasta que uno de ellos negó con la cabeza.

—¿Una esclava? —dijo el otro—. No. No tenemos esclavos aquí.

Era la respuesta esperada, pero Joan quiso saber más:

—¿Y hace unos años? ¿Hubo entonces alguna esclava? Busco a una joven llamada María, ahora tendrá veinticinco años. Pero cuando la esclavizaron tenía catorce. Y también a otra llamada Elisenda, tiene veintitrés.

Los hombres, de caras curtidas por el sol y cruzadas de arrugas, le miraban inexpresivos. Al rato uno de ellos movió la cabeza en negación.

—No.

Entonces el que no había hablado miró a su colega y le dijo:

—Oye, ¿y esa mujer que vive con la viuda Elisabetta?

—¿Qué?

—Que es extranjera.

—Sí, pero no es esclava y estará por cumplir los cuarenta y cinco.

—Pero lo era cuando llegó aquí.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Joan.

—No recuerdo, un nombre raro —murmuró el que habló primero encogiéndose de hombros.

—Eulalia —dijo una muchacha que cosía unas redes a cierta distancia y escuchaba la conversación.

—¿¡Eulalia!? —exclamó Joan, sorprendido. Sintió que su corazón brincaba esperanzado. Quizá su madre aún estuviera viva.

La muchacha afirmó con la cabeza.

—¡Yo busco a una Eulalia! —afirmó Joan con el alma en vilo—. ¿Dónde vive?

La chica le indicó cómo llegar a la casa y Joan, conteniendo la emoción, seguido de Niccoló, de Bernardo, de su hijo, de los viejos, de la muchacha y de los que salían de sus hogares alertados por el barullo, se dirigió a la vivienda. Antes de llegar, una mujer, avisada por unos niños que se adelantaron, salió al portal secándose las manos con un delantal. Los miraba con grandes ojos y Joan pensó que tendría la misma edad que su madre, pero no era ella.

—¿Qué queréis? —le interrogó.

—Quiero ver a Eulalia.

—¿Por qué?

—Soy su hijo. —No tenía ninguna seguridad, pero decidió fingirla.

La mujer se le quedó mirando con la boca abierta, después elevó las manos al cielo y las bajó con una palmada.

—¡El hijo de Eulalia! —gritó—. ¡Gracias, Dios mío!

Y como si hubiera dado una señal, un murmullo se elevó del grupo de curiosos y todos empezaron a parlotear a la vez. La mujer abrazó a Joan, asombrado ante tanta efusividad.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Arriba, en el monte, vendimiando. ¡Id a buscarla, no perdáis tiempo! Los niños os mostrarán el camino.

Y se puso a llorar con una sonrisa.

No solo los acompañaron los niños, sino que también Elisabetta los siguió junto a multitud de vecinos que iban saliendo de sus casas conforme corría la noticia. Todos iniciaron el ascenso por aquellas increíbles pendientes llenas de escaleras de piedra que comunicaban una terraza de vides tras otra. La mayor parte del camino había que subirlo en hilera a causa de la estrechez del sendero, pero nadie desistía, y el joven temió que alguno se despeñara.

Joan tenía el corazón en un puño y le faltaba el aire, más a causa de la emoción, de su esperanza, que por lo empinado de la cuesta. Era ella, se decía, tenía que ser ella. Y regresaron aquellas imágenes trágicas de su madre resistiéndose al Tuerto para no abandonar al bebé, a pesar de los golpes, y cómo ella luchaba desesperada mientras la arrastraban tirándole de la soga que la estrangulaba. ¡Había sufrido su ausencia tantos años! Y después recordó su calor cuando sentía frío y su comida cuando tenía hambre.

Trepaban entre vides de hojas verdes que cambiaban a colores pardos y amarillos de otoño y cuyos racimos de uva dorada habían sido ya vendimiados. Al fondo se veía el estrechísimo valle recorrido por el riachuelo, las casas apiñadas contra el castillo encaramado sobre el espolón de roca que se internaba en el mar, y unas aguas de un azul intenso. Joan jadeaba por el esfuerzo al tiempo que anticipaba nervioso el encuentro. ¿Sería ella?

Momentos antes de oír su nombre, Eulalia detuvo su trabajo en las vides para mirar, una vez más, melancólica, aquel mar inmenso de un azul profundo que la separaba de sus seres queridos. Intuía la muerte de su marido. En los primeros años de esclavitud soñaba que Ramón venía a rescatarla, fuerte, valiente y gentil tal como le recordaba. Sabía cuánto la amaba y que solo la muerte le impediría encontrarla. Cerraba los ojos y le veía sonriente con sus grandes ojos color miel y su barba y pelo castaños. Pero pasaron los días y los años y aquel mar azul no trajo vela alguna de esperanza. Rezaba por él, por su salud si estaba vivo y por su alma de lo contrario. Y también por sus hijos. ¡Cuánto ansiaba verlos!

Vernazza era un lugar muy hermoso y Elisabetta, una amiga entrañable y protectora, y aun así ella no quería morir allí sin abrazar otra vez a los suyos. Su amiga hablaba de prestarle el poco dinero que tenía, pero ella estaba llena de temores. Nunca fue más allá de las pocas millas que separaban Llafranc de Palafrugell y, después del cruel viaje que la trajo a Vernazza, nunca salió de allí. Cada amanecer se decía que quizá mañana pudiera reunir el valor para pedirle dinero a su amiga y embarcarse hacia Génova y después España. Un suspiro se escapó de su pecho.

—¡Eulalia! —gritaban los chiquillos que encabezaban el grupo.

Joan, resoplando por lo empinado de la subida, vio a una mujer, dos terrazas más arriba, que depositó un cesto de uva negra en el suelo para acercarse al borde del muro acompañada de un par de muchachos que parecían ayudarle. El joven reconoció de inmediato sus amadas facciones de ojos oscuros y labios finos, a pesar de las arrugas y el pelo canoso. ¡Era ella! Se quedó inmóvil, sin palabras, notaba su corazón latiendo acelerado y un nudo en la garganta. Sentía un gozo indescriptible al tiempo que se preguntaba si sus sentidos le engañaban.

—¡Eulalia! —gritó jadeante la mujer que seguía a Joan.

—¿Qué ocurre, Elisabetta? —preguntó sorprendida por la comitiva que iba subiendo la cuesta.

Después se quedó mirando fijamente a Joan, que se encontraba unos escalones más abajo.

—¡Es tu hijo! —chilló Elisabetta medio asfixiada desde atrás.

Ella siguió mirándole por unos instantes mientras le cambiaba la expresión del rostro.

—¡Joan! —exclamó al fin abriendo los brazos—. ¿Eres tú?

—Sí, madre —dijo él, y subió los escalones que faltaban corriendo para abrazarla.

Aquel abrazo valía una vida de once años de separación y orfandad, y Joan volvió a notar el calor y la ternura de aquella mujer, menuda en comparación con sus recuerdos, y se sintió protegido y amado como cuando era pequeño. La coraza con la que durante tantos años protegió su corazón de niño contra las agresiones se fundía y estalló en llanto como un chiquillo herido en brazos de su madre. Ella también lloraba al tiempo que trataba de consolarle.

—Todo está bien —le decía Eulalia acariciándole la mejilla—. Ya estamos juntos.

—Te quiero, mamá —sollozaba el niño pequeño sin poder contener el llanto.

—Y yo a ti, Joan. Muchísimo.

—¡Se abrazan! —gritaron los chiquillos a los que estaban abajo parados en las escaleras del sendero sin poder subir.

Un clamor se levantó de la multitud, que a pesar de no verlos los imaginaba.

Eulalia sintió la felicidad más intensa con aquel abrazo y mientras aquel hombre fornido, vestido como un caballero, sollozaba en sus brazos como un niño, miraba el cielo azul con sus ojos inundados en lágrimas dándole gracias a Dios.

Después vinieron sus preguntas atropelladas y el terrible dolor al confirmar la sospecha de la muerte de su esposo. La noticia de que Gabriel tenía un buen oficio en Barcelona y que estaba a punto de formar una familia la llenó de gozo y lloró al conocer la muerte de Isabel, su bebé. Eulalia no dejaba de interrogar a su hijo, quería saber todo lo ocurrido en aquellos años y un torbellino de sentimientos colmaba su pecho. La esperanza regresaba.

—Eulalia ganó la libertad gracias a su carácter y su buen trabajo —explicaba Elisabetta en la cena con la que celebraron el encuentro—. Ya éramos amigas antes de que yo enviudara y ahora somos como hermanas. La compramos porque la peste mató a muchos de aquí, ella sabía reparar redes y se parecía a nosotros. Pero hace tiempo que es libre y es una más del pueblo.

—No sabía qué fue de vosotros, hijo —se disculpaba Eulalia—. Y cuando me dieron la libertad no tenía dinero ni sabía cómo regresar. Temía que vuestro padre estuviera muerto, pensaba que vuestra hermana estaría en algún lugar aquí en Italia y que vosotros seríais ya mayores. Aquí me quieren y me atemorizaba salir de este lugar.

Le explicó que al recuperar su libertad, pocos años antes, empezó a ahorrar de su pobre sueldo, moneda tras moneda, para poder cruzar algún día aquel mar en su busca. Sin embargo, una enfermedad y después otra, su ignorancia, el miedo al terrible mundo exterior y su inseguridad la tenían prisionera en aquel lugar. Le faltaban el dinero, los ánimos y las guerras continuas de Génova con Aragón hacían la comunicación prácticamente imposible. El escribano del pueblo le hizo cartas en tres ocasiones, dirigidas al regidor de Palafrugell, pero esperó en vano. Nunca obtuvo respuesta. Tampoco supo de María, a pesar de interrogar siempre a los escasos forasteros que llegaban al pueblo. Ninguno supo darle noticias. Quizá estuviera en algún lugar muy distante. O muerta.

—Sufrió vuestra misma tragedia, aunque doble al ser madre —continuó Elisabetta—. Además, los criminales que nos la vendieron se lo hicieron pasar muy mal. Pensaba mucho en vosotros y en vuestro padre, rezaba y lloraba. No os olvidó ni un instante, pero no sabía qué hacer para encontraros.

—Vendréis conmigo, ¿verdad, madre? —le preguntó Joan dudándolo.

—Claro que sí —repuso ella—. Quiero acompañarte en la búsqueda de María.

Después miró a su amiga y le dijo:

—Lo siento, Elisabetta, pero necesito ver a mis hijos.

Elisabetta afirmó con la cabeza sonriendo y llorando a la vez.

Al día siguiente, al embarcar, todo el pueblo se reunió para despedir a Eulalia y Joan abrazó a Elisabetta.

—Gracias por querer tanto a mi madre, por cuidarla —le dijo. Y sacándose del dedo el anillo comprado para Anna, se lo dio tras besarle la mano—. Es para vos, para que lo llevéis en recuerdo de Eulalia.

Escribió en su libro: «Elisabetta es quien de verdad merece el anillo».