Capítulo 105

Joan fue a visitar a los Roig a la mañana siguiente. El taller de orfebre del padre de Anna en Nápoles no era tan grande ni estaba tan bien situado como el de Barcelona, pero permitía a la familia sobrevivir y se encontró a la joven ayudando en él. Vestía de luto riguroso. A pesar de que en su rostro aún se reflejaban los estragos de los últimos días, a Joan le pareció bellísima. Deseaba abrazarla y besarla, pero la presencia de los padres impidió cualquier acercamiento. Anna se mantuvo a distancia mientras los Roig le transmitían a Joan su profundo agradecimiento por salvar a su hija. Al fin los padres salieron al mostrador que tenían en la calle para dejar que los jóvenes hablaran a solas.

—¿Os ratificáis en darme la libertad? —inquirió ella muy seria al tiempo que frenaba el avance de Joan.

—Naturalmente. —Joan abrió su camisa y sacando de su pecho el documento de pago por el rescate de Anna, se lo tendió—. Es vuestro —dijo—. Sois libre.

Ella lo leyó detenidamente.

—Aquí está escrito vuestro nombre junto al mío. Quiero que además confirméis mi libertad frente a un notario.

—Quedaos con ese documento y cuando salga de aquí iré a un notario a ratificar vuestra libertad.

Entonces ella sonrió.

—Gracias —dijo.

Joan se sintió feliz viéndola contenta y tendió sus brazos para abrazarla, pero ella le detuvo.

—Haré tres meses de luto riguroso por Ricardo —le dijo—. En ese tiempo no nos podremos ver.

—¿Podré al menos observaros de lejos? —suplicó Joan—. Como cuando estabais casada o cuando nos ocultábamos de vuestros padres en Barcelona.

Ella rio.

—Sí, claro que sí —repuso manteniendo la sonrisa—. Pero entended que cumplo con mi deber.

—¿Me amáis?

—Sí, y al cabo de esos meses me podréis cortejar.

—¿Cortejar? —suspiró él—. Lo que quiero es que seáis mi esposa.

—Tendréis que convencerme —repuso ella mirándole pícara.

En su primer día de libertad Joan se apresuró a escribir a Gabriel, Bartomeu, Abdalá y demás amigos comunicándoles la noticia y se aseguró de que las cartas fueran en dos galeras distintas. Como era verano, calculó que con suerte en un mes tendría respuesta. Quedaban pendientes aquellos diez meses de servicio en los ejércitos del rey, pero no había prisa, tenía un plazo de cinco años y primero debía buscar a su familia. Habló con Antonello del asunto pidiéndole consejo y el librero le dijo que escribiría a Fabrizio Colombo, un colega genovés, para rogarle que investigara en la Banca de San Giorgio.

Joan se lo agradeció en el alma; una vez recuperada su libertad, la urgencia, aparte del amor de Anna, era su familia. Mientras esperaba noticias de Génova trataría de juntar dinero para el viaje y un posible pago de rescate.

La ausencia de la joven pesaba como una losa sobre Joan. Ella apenas salía de casa y había días en que ni siquiera la podía ver de lejos. Mil pensamientos le torturaban. Su amada era la viuda de un caballero y él, un simple aprendiz. ¿Podría su amor vencer la barrera social? Se despertaba ansioso por la noche recordando que ella le dijo que debería cortejarla. Quizá tuviera que competir con otro hombre.

Antonello le daba a Joan alojamiento y comida y este le pagaba con trabajos en la imprenta. El joven sintió que volvía a empezar y, para olvidar la ausencia de Anna, puso todo su esfuerzo en aprender aquel oficio que no le parecía difícil.

Él ya sabía de tintas, tipos de papel y pergamino. Lo que hacía distinta a la imprenta eran las piezas metálicas llamadas tipos que representaban letras y signos. Se trataba de colocar los tipos en hileras sobre un tablero de madera llamado galera, que sostenía un marco rectangular que se cerraba con fuerza para que las letras no se movieran.

A Joan le parecía gracioso que en imprenta se usara el nombre de galera, como el navío que él tan bien conocía. No era difícil adivinar por qué los primeros impresores le dieron aquel nombre al marco que acogía a los tipos colocados ordenadamente en hileras; recordaban a los galeotes en sus bancos.

El arte de la composición consistía en conseguir que los tipos montados en la galera formaran un todo armonioso en el que, al igual que en los manuscritos, había que respetar márgenes y encabezamientos. Aquella era la matriz para imprimir una página o un grupo de dos páginas y se denominaba forma. Una vez obtenida esta, se colocaba en la prensa y se humedecía con dos balas de cuero previamente impregnadas en tinta. Se pretendía que las distintas partes de la página presentaran un color uniforme y que todas las páginas del libro tuvieran un aspecto semejante.

Al final se colocaba el papel, o en algún caso pergamino, y gracias a la presión de la prensa de roble se producía el milagro de transformar la tinta en grupos de letras, palabras y frases ordenadas en páginas sueltas. Y estas, una vez encuadernadas, daban lugar a la maravilla de un libro.

—Es un proceso laborioso, pero, una vez aprendido, no presenta grandes complicaciones —le comentaba Joan a Antonello.

Este meneaba la cabeza disconforme:

—Cualquier oficio, una vez aprendido, pierde su misterio —respondió el librero—. Pero fabricar un libro hermoso es hacer una obra de arte. Y la imprenta te permite la maravilla de reproducir esa obra de arte muchas veces. Por eso a este oficio le llaman artes gráficas.

Joan estuvo de acuerdo. Aún guardaba en su memoria su llegada a Barcelona y aquel maravilloso libro expuesto en la tienda de los Corró. Claro que aquel era un libro manuscrito, abierto por una página miniada que mostraba un dibujo y un colorido espléndidos. Sin embargo, ya se imprimían libros en los que se reproducían dibujos grabados, en ocasiones incluso en varios colores, en especial en rojo, negro y azul. Pensaba que era solo cuestión de tiempo que la imprenta lograra imágenes semejantes a las pintadas a mano.

—Pero existen artes más complejas que pocos impresores dominan —continuó Antonello.

—¿Cuáles son? —quiso saber Joan.

—La fabricación de los tipos, que representan las letras y los signos. Los tipos de plomo son fundamentales para un impresor. Ya sabes que hay impresores ambulantes, en su mayoría de origen alemán, que dependiendo del trabajo disponible pasan temporadas en distintas ciudades. Siempre llevan consigo sus tipos, son su bien más preciado, el resto del material es fácil de reponer en el lugar a donde se dirigen. Fabricar tipos hermosos, ese es el arte más difícil y pocos impresores son capaces de lograrlo por ellos mismos.

Aun así, a Joan la fabricación de los tipos no le parecía complicada. Tenía habilidad natural para el tallado de la madera y aprendió en el taller de Eloi las técnicas de fundición del bronce, que precisaba mayores temperaturas que el plomo.

El tipo de moda en Italia era el de caracteres romanos redondos, al que ya se llamaba la tipografía del Renacimiento. Tenía las mayúsculas tal y como aparecían las letras esculpidas en las ruinas imperiales, la romana capital quadrata, y las minúsculas derivaban de las letras Carolinas redondeadas, las rotundas. Su lectura era mucho más fácil que los distintos estilos de gótico y los lectores de obras clásicas la preferían. Antonello disponía de tres juegos distintos de tipografías góticas, pero no de la nueva renacentista. Y Joan le propuso hacerle una. Sería la forma de pagarle en algo la inestimable ayuda que el librero le daba. Él mismo dibujó las letras y con ayuda de distintos artesanos fundió una aleación de plomo, antimonio y bismuto que derramaron sobre moldes de madera tallada.

Aunque hechas del mismo molde, las letras de imprenta eran ligeramente distintas unas de otras a causa del limado. Joan buscaba en ellas las señas, las muecas y las expresiones ocultas que veía en las letras cuando copiaba sin saber leer. En aquel entonces las letras le hablaban con gestos. Pero ya no.

Escribió: «El tiempo o el saber me robaron la fantasía. Espero ser aún capaz de ver a los seres del cielo».

—Te has convertido en un impresor experto —le dijo Antonello, palmeándole la espalda—. Nunca vi a nadie progresar tan rápido.

—Sé cómo copiar libros, cómo imprimirlos y cómo encuadernarlos —repuso sonriendo feliz—. Conozco todo el proceso de fabricación. Sin embargo, lo que a mí me gusta es vuestro trabajo.

—¿Mi trabajo?

—Sí, el que vos hacéis. Tenéis imprenta y taller de encuadernación, pero del proceso de fabricar libros se encargan los operarios. Vendéis libros a las gentes que desean leerlos, ya sean libros de vuestro taller o comprados a otros libreros. Tal como hace Bartomeu en Barcelona.

—Ya entiendo —repuso Antonello—. Eres listo y viste que la impresión da mucho trabajo y poco dinero, a no ser que se impriman grandes cantidades.

—No, Antonello. Bien sabe Dios cuánto preciso del dinero. La búsqueda de mi madre y hermana requerirá mucho y también lo necesitaré para formar una familia con Anna y darle una vida digna si al final me acepta. Pero ahora no pensaba en el dinero, sino en la satisfacción de ser intermediario entre el lector y el libro. Ayudar a que la persona encuentre ese libro que le habla, y que tiene significado especial para ella, debe de ser maravilloso.

—Así que quieres hacerme la competencia.

—Sí, quiero ser librero —confirmó Joan—. Siempre he querido serlo.

Antonello le miró sonriente y afirmó con la cabeza. Hacía mucho que lo sabía.