Capítulo 103

Joan se notaba tembloroso cuando a la mañana siguiente fue requerido por el almirante; era muy consciente de que su destino y el de su amada dependían de las palabras que se pronunciaran a continuación. Bernat de Vilamarí se sentaba en el banco del fondo de la carroza y le rodeaban Pere Torrent, Genis Solsona y el cómitre. Joan quedó de pie frente a sus jueces a la espera de su sentencia.

—Joan Serra de Llafranc —dijo Vilamarí en tono solemne—. Mis galeras tienen unas normas por las que se rigen y cuya finalidad es hacer de ellas las mejores naves de guerra del Mediterráneo. La primera norma es el principio de autoridad y obediencia. Enfrentándote a un oficial rompiste esa norma y mereces un castigo. Y ese castigo debe ser riguroso y tu escarmiento público y ejemplar.

La mirada de Vilamarí era severa y Joan sintió un nudo en la garganta. Conocía bien la crueldad y la injusticia de su principio de autoridad y recordó a Caries y su heroica muerte. Al almirante no le importaba lo que era justo o no, la justicia para él era el orden que le convenía. Esperó temeroso sus palabras.

—A partir de este momento dejas de desempeñar las funciones de artillero jefe de esta nave. A pesar de la habilidad que demostraste con culebrinas y cañones, muchos piensan que, siendo un condenado a galeras, se te concedió un privilegio inmerecido. Además, algunos de tus subordinados aprendieron ya lo suficiente para tomar el mando de la artillería.

Joan temió lo peor. ¿Le encadenarían de nuevo a los remos? El esfuerzo físico no le preocupaba, sino los grilletes, la falta de libertad. ¡No podría ver a Anna!

—También dejarás de ser lector y escribano en la carroza de la galera.

El joven esperaba el inevitable mazazo y se irguió cuan alto era para recibirlo de forma digna. De poder cambiar el pasado, volvería a actuar como lo hizo y la dignidad era lo único que le quedaba. Pero el almirante no cerró su sentencia y continuó hablando.

—Sin embargo, el oficial Torrent admite que tiene parte de culpa por desafiarte.

El joven miró al oficial y este reafirmó lo dicho por el almirante con un gesto de cabeza. Estaba sorprendido, jamás creyó que Torrent tuviera calidad moral para admitir culpa alguna.

—También hemos valorado que prestaste unos excelentes servicios a la Santa Eulalia como artillero —continuó el almirante—. Esto nos hace moderar tu sentencia, que es la siguiente: a partir de hoy dejas de pertenecer a la tripulación de esta galera.

Joan le miró atónito.

—¿Ya no pertenezco a la tripulación? —repitió intentando comprender qué significaba aquello.

—No.

—¿Vuelvo a remar?

—¡No! —exclamó Vilamarí—. Los galeotes forman parte de mi tripulación. Tú estás fuera, tu condena es ser expulsado de nuestros navíos.

—¿Estoy entonces libre? —Los ojos de Joan se abrieron como platos.

—No —repuso el almirante—. Te faltan diez meses para cumplir tu sentencia. Los tendrás que completar luchando en los ejércitos de España en la primera ocasión que se te presente. Te extenderé un documento reconociendo tus servicios en la Santa Eulalia como oficial artillero, pero me darás tu palabra de servir al rey con los meses que te faltan, lo antes posible. Si no lo has hecho en cinco años, serás castigado con una nueva pena de galeras de dos años más.

A Joan le costaba creer lo que oía. ¡Era libre! Aunque frenó su euforia; ¿de qué le servía ser libre si Anna era esclava?

—¿Y la señora Anna Lucca?

—Hemos llegado a un acuerdo con respecto a su precio.

Joan contuvo el aliento.

—Cuatrocientos ducados —sentenció Vilamarí.

—¡Cuatrocientos ducados! —repitió Joan mirando descorazonado al almirante.

De sus negocios con los libros apenas pudo ahorrar unos veinte y era imposible que la familia de Anna tuviera ni la mitad del dinero del rescate. Barajaba mil opciones. Quizá Antonello quisiera prestarle. Pero por mucho que le diera y aun juntándolo con lo que pudiera recoger el padre de Anna, tampoco se alcanzaría semejante fortuna. Todos sus esfuerzos habían sido en balde.

—Quiero que sepas algo más —continuó Vilamarí.

Joan no deseaba escuchar nada, quería irse, pero le era imposible sustraerse a la obediencia del almirante y permaneció allí, de pie, esperando a que terminara.

—Al estar cumpliendo tu condena como galeote, no tienes derecho a la parte que le corresponde al jefe artillero en el botín. Era tu trabajo en lugar de remar.

Joan afirmó con la cabeza, ya sabía aquello. Los galeotes no tenían botín.

—Sin embargo, tu trabajo no incluía el de oteador.

—¿Oteador?

—El que identifica las posibles presas —informó Vilamarí—. Sin tu aviso no hubiéramos capturado esa carabela. Hiciste ese trabajo. Y el oteador participa en el botín.

—¿Participo en el botín? —repitió Joan sin terminar de creer lo que el almirante decía.

—Sí. Y tu parte son cuatrocientos ducados.

Joan le miró aturdido. ¿Le estarían gastando una broma de mal gusto? Observó la cara de cada uno de los oficiales, sonreían, pero no parecían burlarse de él. ¡Podría liberar a Anna! ¡Y también era él libre!

—¿Es eso cierto? —inquirió mirando al almirante.

Este afirmó con la cabeza.

—Gracias —masculló emocionado—. Gracias.

—Agradéceselo a los amigos que hiciste en la Santa Eulalia —sentenció el almirante.

Al poco el cómitre anunciaba a la tripulación que Joan Serra era castigado por una insubordinación leve y perdía su posición de jefe artillero de la Santa Eulalia. Además, se le expulsaba de la galera. Su lugar sería ocupado por uno de los marinos artilleros antes a sus órdenes.

Joan se asombró al sentir tristeza al oír aquella proclama que le concedía la libertad.

Al despedirse de su amigo el capitán Genis Solsona, Joan le agradeció su ayuda, pero este repuso:

—A quien más has de agradecer es a Torrent.

—¿Torrent? —inquirió asombrado.

—Sí, él ha sido tu mayor valedor.

—Sí, parece que le emocionó la forma en que defendiste a tu mujer —repuso—. Que reclamaras tu derecho por amor le llegó al corazón.

—¿Él, emocionado? —Joan no salía de su asombro. Veía a Torrent como a un pedazo de animal rubio incapaz de sentir—. ¿Qué mis palabras le llegaron al corazón?

—Sí, y también a los demás. Incluso al almirante, aunque no lo reconozca.

Joan estaba desconcertado. Aquellos hombres sin escrúpulos que no dudaban en robar, violar y matar se emocionaban por el amor. Le costaba creerlo. A pesar de su rudeza, los esfuerzos de Vilamarí para hacer de sus oficiales, mediante la lectura, gente presentable ante los notables de las ciudades donde recalaban habían dado algún fruto. El amor y el caballero enamorado que lo daba todo, incluso la vida, por su dama aparecían continuamente en los libros de caballerías y eran valores respetados. Sin buscarlo, el día del asalto Joan encontró el único argumento que podía frenar el poder de Torrent de tomar lo que le apeteciera. El amor.

Torrent se mostró seco y arrogante en la despedida. Después de darle las gracias, no pudo evitar preguntarle:

—¿Me dejasteis ganar en el duelo?

—No —repuso huraño—. La suerte te ayudó. Pero luchaste bien, ganaste a tu mujer de buena lid. Disfrútala.

Su respuesta no disipó las dudas de Joan.

Una vez firmado el documento de su licencia condicional, del que recibió copia, Joan tenía aún mucho que decirle a Bernat de Vilamarí, aunque se contuvo. Aún temía y respetaba la autoridad que este emanaba. Se conformó haciéndole una pregunta. La que durante todo aquel tiempo en la galera ansiaba formular sin atreverse:

—¿Dónde vendisteis a los cautivos de Llafranc?

El almirante le miró sereno, sin el menor asomo de culpabilidad o remordimiento. Ocultaba las emociones que el muchacho le producía. Él contemplaba a las víctimas de sus actos, lejano, las veía como a ovejas camino del matadero y su sufrimiento era desagradable pero necesario. Nunca antes convivió con una de ellas. Bartomeu le confió a Joan, pero él rechazó protegerlo comprometiéndose solo a mantenerlo a salvo de venganzas por la muerte del Tuerto. Sin embargo, el chico tocó fibras sensibles, desconocidas, en su corazón. Era consciente de que Joan quiso matarle y también de que terminó salvándole la vida. Hubiera querido hablarle, tenía mucho que decirle, pero no podía, no era lo correcto. Él era el almirante.

Se limitó a responder, lacónico, aquella pregunta que hacía mucho esperaba:

—En Bastia, en la isla de Córcega.

—¿Cómo puedo encontrar a mi madre y a mi hermana?

Vilamarí meditó unos momentos antes de responder:

—La isla de Córcega pertenece a Génova, que la controla a través de una concesión que la república le hizo a la Banca de San Giorgio. La banca interviene en todos los asuntos de la isla, incluido el mercado de esclavos de Bastia, y tiene su sede en un gran edificio en el puerto de Génova. Quizá aún guarden documentos sobre las transacciones y puedas saber dónde fueron revendidas.

Joan ponderó la información. Era todo lo que necesitaba y dijo escueto:

—Adiós, almirante.

—Adiós, Joan Serra de Llafranc. Que tengas suerte.