La prisión de Anna en la bodega de la carabela era de una angustia insoportable. Recordaba una y otra vez la conversación con Ricardo sobre Joan interrumpida cuando el vigía alertó de que las galeras españolas les perseguían. Su esposo la dejó con un escueto «Disculpadme, Anna» para atender a aquel peligro inesperado. Ocurrió justo cuando su marido le preguntaba si la presencia de Joan en su casa se debía a ella. Se fingió ofendida, aunque notaba como si una mano le retorciera las entrañas, no era tanto el temor al marido ultrajado como unos remordimientos insufribles. Ella nunca quiso traicionarle, pero Joan y su pasión la vencieron.
Sabía que les quedaba mucho por hablar y temía aquella charla pendiente. Notaba los pensamientos de él cuando en cubierta le lanzaba miradas severas, llenas de dolor, mientras se ocupaba junto al capitán y demás combatientes en preparar la defensa. Se abrazó a Ricardo al despedirse, cuando el abordaje iba a ser inmediato y las damas, niños y ancianos se refugiaban en la bodega. Él no respondió al principio, aunque después, aflojando la rigidez de su cuerpo, la acunó con dulzura y al separarse la miró intensamente con sus ojos oscuros, que se humedecieron al decirle que la amaba. Ella sintió amor y las lágrimas acudieron a sus ojos al responder que también le quería y suplicarle que se rindiera antes de ser herido.
Anna vivió el asalto en la bodega y, llena de miedo y remordimientos, rezaba en voz alta junto a los demás mientras la nave se estremecía con los cañonazos, las embestidas de las galeras, el estampido de los mosquetes y granadas, las carreras y el rugido de la batalla en cubierta. Al rato se apaciguó el estruendo y cuando sonó el grito de victoria, supo que los angevinos habían sucumbido.
Después unos desconocidos armados los obligaron a subir a cubierta y allí los juntaron con los combatientes prisioneros. No estaba Ricardo e intuyó lo peor, las lágrimas llenaron sus ojos.
Cuando estuvieron todos reunidos, un hombretón rubio de aspecto desagradable y aire chulesco, que parecía un oficial, dijo quererla como esclava. Se le revolvió el estómago de asco pensando en que podía ser sometida a aquel individuo. Pero entonces, sorprendida, reconoció a Joan entre los soldados enemigos; la miraba. No se le había ocurrido pensar que él estuviera entre los asaltantes. El joven salió del grupo para enfrentarse con aquel hombre. Se desafiaron a gritos y antes de desenvainar su espada, Joan proclamó su amor por ella y dijo que era correspondido. Sin embargo, el que aparentaba ser jefe de todos ellos los interrumpió y entonces supo que ambos se batirían en duelo.
El posterior cautiverio en la bodega durante el viaje a Nápoles y anclados en la bahía fue atroz para ella. La muerte de Ricardo se confirmó y sus remordimientos aumentaron al tiempo que sentía la frialdad de sus compañeros, que habían oído las palabras de Joan. No le hablaban, se apartaban de ella. Se sentía manchada por la sospecha. Los posteriores gritos del joven despidiéndose antes del duelo afirmando que la amaba y que estaba dispuesto a morir por ella aumentaron su vergüenza. Estaba abrumada, apenas se atrevía a mirar a sus amigos a la cara, no dejaba de llorar de pena, culpa y angustia. Se sentía indigna.
Las siguientes horas del atardecer y noche fueron de incertidumbre e insomnio. Los cautivos especulaban sobre los abultados rescates que les obligarían a pagar y sobre la esclavitud que sufrirían de no poder reunir los fondos necesarios. Anna sabía que su familia no contaba con dinero; sería esclavizada. Pero aquella no era su preocupación más inmediata. Rezaba por el alma de Ricardo, pidiéndole perdón, y por Joan, para que saliera ileso y victorioso de su combate. Pero una trágica duda se impuso a cualquier otro pensamiento. ¿Se habrían enfrentado Joan y Ricardo? ¿Fue él quien le mató? Rezó hasta la extenuación para que aquel temor fuera infundado.
Si Joan hubiera matado a Ricardo, lo habría hecho porque la amaba y ella sería la responsable directa de la muerte de su esposo. Era un buen hombre y no merecía ni su traición ni morir por su culpa.
Pero al tiempo se angustiaba sabiendo que también Joan podía morir en las horas siguientes. Sentía tanta zozobra que en aquellos momentos se decía que no le hubiera importado acompañar a su marido en su trágico destino.