A los pocos días cayeron en manos francesas los castillos Nuovo y Dell’Ovo en Nápoles defendidos por Alfonso d’Avalos, hermano de Innico y leal a la Casa de Aragón. Y después, una tras otra fueron tomadas las demás plazas fuertes del reino.
Joan se compadecía de Ferrandino, que viajaba en la Santa Eulalia, al ver la derrota en su rostro cada vez que al regresar a un baluarte que creía fiel encontraban la bandera enemiga ondeando en sus almenas. A pesar del cariño que despertaba Ferrandino, ni sus más fieles creían en sus posibilidades frente al poderoso ejército francés, y esa convicción llevaba al sometimiento de sus partidarios.
A Joan le costaba identificar en aquel joven de mirada melancólica, rasgos suaves y tranquilos, que amaba la poesía y se emocionaba con ella, al hombre capaz de degollar a otro con toda frialdad. Meditó sobre esa dualidad del monarca y sobre lo que en él era natural y lo que se veía obligado a hacer en su posición. Escribió en su libro: «¿Se puede ser rey sin ser cruel?». Después pensó en Caries, en su injusta y brutal muerte, y en la historia de leones y corderos de Vilamarí. «¿Se puede ejercer el poder sin causar daño? Quizá el poder no sea otra cosa que la capacidad de dañar». A principios de mayo solo se mantenían fieles al rey la isla de Ischia, al mando de Innico d’Avalos, Reggio y algún otro punto disperso de Calabria al que el ejército invasor daba poca importancia.
Conforme los ejércitos de tierra avanzaban hacia el sur, la flota francesa disponía de nuevos puertos y su potencia aumentaba. Ischia era cada vez más vulnerable y tuvo que rechazar varios intentos de desembarco. Pero el poder francés alarmó a las potencias europeas y sus diplomacias trabajaron sin descanso. El 31 de marzo de 1495 se constituía la Santa Liga, formada por el emperador Maximiliano, Venecia, Milán, el Papa y la monarquía española.
La noticia sorprendió a Carlos VIII disfrutando de la caza y las fiestas en la capital de Nápoles, su recién conquistado reino, y tomó conciencia de su vulnerabilidad.
El soberano francés, temiendo verse atrapado, se hizo coronar rey de Nápoles y, dejando un formidable ejército en su nuevo reino, partió hacia Francia con el resto de sus tropas. Sin embargo, en el norte de Italia le cerraban el paso las fuerzas coaligadas de Milán y Venecia y hubo de enfrentarse a ellas en la batalla de Fornovo, en la que poco le faltó para ser derrotado.
La guerra parecía cambiar de signo. El 24 de mayo la flota de Requesens llegó a Mesina con las tropas españolas y en seguida Ferrandino se entrevistó con Gonzalo Fernández de Córdoba. El joven monarca quería tomar de inmediato la ciudad de Nápoles, pero Gonzalo y los almirantes Vilamarí y Requesens le convencieron para empezar por Calabria, la región más cercana a Sicilia, desde donde podían recibir ayuda o retirarse si la campaña se complicaba.
El andaluz, experto general de las guerras de Granada y del norte de África, sabía que las tropas francesas los superaban en número y estaban mejor preparadas. La travesía desde España duró un mes, sufrieron tormentas y vientos en contra, algunos hombres murieron y otros enfermaron y estaban muy débiles. Además, fuera de algunas unidades con experiencia en la guerra de Granada, la mayoría de las tropas eran bisoñas y muchos soldados hablaban solo gallego y euskera y no entendían el castellano. Necesitaba tiempo.
Pero no lo había, el joven rey estaba impaciente por entrar en combate y el 26 de mayo, solo dos días después de la llegada de Gonzalo Fernández de Córdoba a Mesina, la flota de Requesens, junto a la de Vilamarí, cruzaba las tropas por el estrecho de Mesina para desembarcarlas en Reggio. Empezaba la reconquista del reino.
El 6 de julio, Ferrandino se encontraba de nuevo en la Santa Eulalia mientras la flota comandada por Requesens y Vilamarí navegaba hacia la capital del reino. El joven monarca sabía que muchos napolitanos detestaban el dominio francés y decidió actuar.
La flota, luciendo sus gallardetes napolitanos y aragoneses, recorrió el litoral de la bahía muy cerca de la costa para que desde tierra se tomara conciencia de su poderío. Mientras, las naves francesas, inferiores en número, se refugiaron en el puerto bajo la protección de los cañones de Castel Nuovo. Los franceses, sabiéndose superiores en tierra, salieron de la ciudad para impedir el desembarco y acometer a los recién llegados. Pero cayeron en la treta de Vilamarí y se dirigieron al lugar equivocado mientras el joven monarca desembarcaba cómodamente y entraba en la ciudad aclamado por sus partidarios. Los sublevados acorralaron a la guarnición, que se tuvo que atrincherar mientras las casas de los principales nobles francófilos eran asaltadas.
Cuando el general francés regresó a la ciudad, acosado por los ciudadanos armados, por el ejército del rey y la escuadra española, no tuvo más opción que guarecer sus tropas en los castillos Dell’Ovo y Nuovo.
Los mismos que antes apoyaron a los franceses juraban ahora fidelidad a Ferrandino alegando que se vieron obligados por las circunstancias. El joven rey se sentía feliz, había recuperado su amada ciudad de Nápoles y fue generoso con los que regresaban a su bando. Pero fuera de lo conquistado en el sur de Calabria por Gonzalo y la capital, la mayor parte del reino continuaba ocupada por un gran ejército al que apoyaban poderosos nobles angevinos y sus tropas. La guerra distaba mucho de haber llegado a su fin.