El estampido de un cañonazo y después otro despertaron a Joan sobresaltado. ¡Les disparaban a ellos!
—¡Preparad la artillería! —oyó gritar al capitán—. ¡Disparad sobre el castillo!
Habían llegado a la isla de Ischia, pero el recibimiento no era el esperado y desde la fortaleza, que se alzaba sobre un islote rocoso unido a la isla principal por un puente, disparaban a las naves. En sus almenas aún lucía las enseñas napolitanas, al igual que las de la flota, y el joven rey Ferrandino maldecía y se lamentaba por esta nueva traición.
Aunque atontado, Joan pudo ver los surtidores de agua que las balas levantaban en el mar y calculó instintivamente la potencia de disparo, ángulo de tiro, calibre y distancia de la artillería enemiga.
—¡Cargad solo las culebrinas! —gritó a sus marinos—. ¡Con balas de hierro macizo!
Y corrió hacia su amigo el capitán, que se encontraba en la mitad de la crujía.
—Si mantenemos esa distancia, las balas de nuestras culebrinas impactarán en sus muros, pero sus cañones no nos alcanzarán —le dijo.
Genis Solsona informó al almirante y este habló con el rey Ferrandino, su tío Fadrique e Innico d’Avalos, que observaban el castillo desde la carroza de la galera. Después, el almirante Vilamarí cursó instrucciones para el resto de las naves con el sistema habitual de banderolas. Las galeras españolas, con sus artilleros entrenados según las instrucciones de Joan, batirían el castillo desde el mar mientras las naves napolitanas desembarcaban las tropas para cerrar el cerco desde tierra. La chalupa de la Santa Eulalia condujo a Innico d’Avalos a la costa, fuera del alcance de los cañones del castillo para comandar las fuerzas terrestres.
Joan no se equivocó. Las culebrinas de las galeras impactaban con fuerza en los muros y torres de la fortaleza y los cañones de esta solo alcanzaban el mar por delante de las proas de los buques de la flotilla. Joan se sentía orgulloso de su trabajo, muy pocos disparos se perdían y el bombardeo se hizo implacable.
Al mediodía una bandera blanca ondeó en las almenas de la fortaleza. Los soldados napolitanos se habían sublevado contra Giusto di Candida, su comandante, y entregaron el baluarte a Innico lanzando vivas al rey.
En la plaza de armas del castillo se reunió la realeza que transportaban las naves, capitanes y nobles fieles a Ferrandino. También estaba el almirante Vilamarí y algunos oficiales de su flota. Entre estos se encontraba Joan, que se coló para no perderse el acontecimiento.
Giusto di Candida estaba de rodillas frente al rey y le suplicaba perdón. Los demás los rodeaban en círculo.
—Así que acordasteis la entrega de la isla a los franceses, ¿verdad? —le interrogaba Ferrandino en voz alta, para que todos le oyeran.
—Sí, mi señor, y me equivoqué —murmuraba el alcaide—. Os suplico clemencia.
—Pero nuestra flota llegó antes —dijo el rey pensativo, como hablando consigo mismo.
Ferrandino era un joven apuesto, de mirada melancólica y solo dos años mayor que Joan. El pueblo napolitano le quería y al abdicar su padre, las gentes le aclamaban cuando se mostraba en las calles a lomos de su alazán. El viejo rey acertó al pensar que su hijo sería capaz de aglutinar la resistencia. Pero era muy joven y a pesar del cariño que suscitaba, muy pocos le creían capaz de detener al ejército francés.
Ferrandino puso lentamente su mano izquierda sobre la cabeza del alcaide, que continuaba implorando compasión en voz baja, como si fuera a bendecirle, pero de repente tiró de su pelo hacia arriba al tiempo que sacaba su daga y de un potente tajo le abrió un gran corte en el cuello. El hombre empezó a sangrar, se echó las manos a la herida mientras caía al suelo, entre espasmos, sobre el barro que formaba su propia sangre. En unos instantes se quedó inmóvil.
Joan miró a Vilamarí y vio cómo este intercambiaba un gesto afirmativo con Innico d’Avalos. La cuchillada seccionó limpiamente la yugular y a los dos viejos guerreros les complacía el feroz gesto de autoridad de Ferrandino.
El rey ordenó que arrojaran el cadáver al mar y de pronto la comitiva pareció sentirse feliz, más confiada en el joven monarca. Joan se dijo que por cruel que aquello pareciera, era lo que todos esperaban del rey.
Ferrandino nombró a Innico d’Avalos gobernador de la isla de Ischia, que por su cercanía a Nápoles era un enclave estratégico de gran valor. Al día siguiente Carlos VIII de Francia entraba en la ciudad de Nápoles y la población lo recibía con vítores.
Aun así, el joven monarca napolitano no desfalleció y a bordo de la Santa Eulalia y al frente de la flota de catorce galeras que comandaba Vilamarí se acercaba a Nápoles para animar desde el mar a los defensores de los castillos Nuovo y Dell’Ovo, que eran batidos continuamente por la artillería francesa. Los franceses no tenían aún una flota suficiente para oponerse a la de Vilamarí y el rey empezó a recorrer todo el litoral al sur de Nápoles entrevistándose con los gobernadores de las fortalezas costeras que todavía le eran fieles exhortándoles a la resistencia.
Al normalizarse la vida en la galera, Joan encontró el tiempo y la intimidad para escribir en su libro. Las palabras de Antonello retumbaban en sus oídos y pensaba en ellas de continuo. Quizá tuviera mucho que aprender, como decía el librero, pero no estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa y solo se quedaría con lo que él considerara de valor. No importaba que las ideas vinieran de alguien al que él respetaba tanto como a Antonello o ni siquiera del propio Platón.
«Una mujer honesta es la que se entrega al hombre que ama», escribió, y después: «¿No es acaso honesto proteger a la familia? ¿Sacrificarse por los padres, por el hermano?».
Simpatizaba en parte con la frase del librero, pero que Anna complaciera a Ricardo Lucca sin estar enamorada tampoco la hacía una mujer deshonesta. Pensaba que Antonello era injusto. Su reflexión le llevó a una conclusión absurda y aun así la escribió: «Entonces, ¿debiera entregarse Anna a los dos para ser honesta? Cumpliría a la vez con nuestro amor y el amor a sus padres». Joan sacudió la cabeza con rabia, no podía soportar el pensamiento de Anna entregada a su marido. Su cuidada caligrafía mostraba unos rasgos más oscuros y profundos cuando escribió: «Uno de los dos sobra y es él». Después cerró los ojos para ver la faz arrogante de Ricardo Lucca y a continuación la escena del degüello del traidor en Ischia. Solo que en sus pensamientos él era Ferrandino y el degollado, Lucca.