Las nubes cubrían el cielo de Nápoles ocultando las estrellas y en aquella noche fría del 20 de febrero de 1495 la oscuridad era total. El profundo silencio de la ciudad solo se rompía cuando los gatos en celo se enfrentaban, soltando cual almas en pena aullidos estremecedores. Las calles estaban desiertas y si alguien merodeaba por ellas, las tinieblas le ocultaban como un negro sudario. Joan estuvo esperando horas en el callejón, a veces en cuclillas, acurrucado, temblando de frío, a pesar de su gruesa capa, y se preguntaba angustiado si Anna habría cambiado de opinión. Al fin, un poco antes de la medianoche vio una luz tenue en las celosías del segundo piso que desapareció de inmediato. El corazón le dio un vuelco y se puso rígido. Aquella era la señal que esperaba. Se colocó bajo las celosías y al poco notó un contacto. Era una cuerda. Tiró de ella para asegurarse de que estaba bien amarrada y empezó a trepar agradeciendo sus guantes. Se dijo que quedarían inservibles, pero no le importaba, con aquel frío hubiera sido incapaz de trepar con las manos desnudas.
Un mes antes, el papa Alejandro VI cerró un trato con el rey francés cuando su ejército estaba ya a las puertas de Roma, evitando que le destituyera como pretendía el cardenal Della Rovere. El pontífice pidió a las tropas napolitanas estacionadas en Roma que regresaran a su país sin enfrentarse a los franceses, pero él, precavido, se encerró en el castillo de Sant’Angelo rodeado de su guardia valenciana.
El día 28 de diciembre entraban los franceses en Roma y el 31 lo hacía el rey Carlos VIII entre vítores de los romanos, maravillados ante el grandioso despliegue militar.
El rey Alfonso II de Nápoles no era popular entre sus súbditos y para salvar el reino, abdicó en la persona de su hijo Fernando II, de solo veinticinco años, llamado cariñosamente Ferrandino. Pero aquel gesto no evitó la derrota de las tropas napolitanas en distintos frentes y la caída de las ciudades de Capua y Gaeta. A mediados de febrero el asedio a la ciudad de Nápoles era inevitable. Pero la población temía más el hambre que a los franceses y almacenaba todos los alimentos que pudieran conservarse, en especial garbanzos, habas, arroz, trigo y lentejas. Los mercados estaban desabastecidos y todos se preparaban para la llegada de tiempos duros.
—Ferrandino no podrá resistir mucho más —le dijo a Joan su amigo Genis, antes piloto y ahora capitán de la Santa Eulalia—. Sus guarniciones en el interior se rinden sin luchar. Tenemos las galeras provistas para un par de semanas y levaremos anclas justo cuando los franceses entren en Nápoles. Así que los permisos están cancelados.
—Por favor, Genis —le suplicó Joan—. Concédeme un día y su noche en tierra.
—¿Una noche? —El capitán sonreía—. ¿Al fin tu dama te dio el sí?
—No, aún no. Pero es mi última oportunidad. Por favor, dame permiso.
—No puedo oficialmente —repuso con gesto preocupado—. No sé cuándo zarparemos, la orden llegará en cualquier momento. Si estás aquí cuando nos vayamos, haré la vista gorda, pero si no, te quedarás en tierra y se te considerará desertor. Si te atrapan los franceses, lo pasarás mal, pero los nuestros te ahorcarán.
—Voy a correr el riesgo.
En su cita en la librería Joan suplicó de rodillas mientras ella rompía en llanto. Quizá aquel fuera su último encuentro, quizá muriera en la guerra y nunca más supiera de él. Era solo una noche, la última noche y quería pasarla con ella.
Hacía días que Ricardo Lucca abandonó Nápoles para unirse a las tropas francesas y ella dormía sola. Al fin Anna cedió.
—Quiero vuestra promesa de que no me pediréis más de lo que aquí os doy —le dijo—. No hay nada que desee tanto como pasar la noche con vos, Joan, os amo. Pero hice un juramento de fidelidad y pienso cumplirlo a toda costa.
—Haré lo que me pedís.
—Y debéis ayudarme si mi voluntad flaquea. ¡Prometedlo!
Él afirmó con la cabeza, no podía dejar de sonreír. Estaba lleno de dicha.
Joan se encaramó por la cuerda en la oscuridad más absoluta y con tal ímpetu que a punto estuvo de golpearse la cabeza contra las celosías. Allí tuvo que sujetarse al maderamen y a una segunda cuerda que Anna le ofreció para poder entrar a través del ventanal.
A la luz tenue de un candil los amantes se abrazaron cubriéndose de besos. Aquella era una habitación para invitados y, una vez recogida la cuerda, Anna quiso quedarse en ella porque ofrecía un escape inmediato en caso de apuro. Él pidió bajar al dormitorio conyugal, pero Anna se negó con rotundidad; aparte de un mayor peligro, le parecía una falta de respeto a su marido.
Fue una noche maravillosa pero también de sufrimiento. Joan gozaba de los besos, de los abrazos, del dulce contacto con las redondeces de ella y se colocaba encima de su amada en la cama, ambos vestidos. Pero moría de deseo y las veces que su mano buscaba por debajo de la falda, ella la detenía a la altura de la rodilla.
—Recordad vuestra promesa.
—Os deseo —gemía él.
—Yo también. Pero tengo un deber que cumplir.
Joan se sometía con un suspiro doloroso diciéndose que al menos sentía su calor, su amor, su presencia. Solo aquello era ya una bendición del cielo y debía dar gracias y gozarlo en lugar de lamentarse por no tener el resto. Pasaron las horas acariciándose entre susurros de pasión en los que de mil formas se recordaban su amor, prometiéndolo para la eternidad.
Pero al fin llegó el momento temido y ella le dijo:
—La noche termina. Debéis iros.
Él miró al cielo notando las tinieblas menos densas. Era cierto. Echó un vistazo a la calle, no vio más que negrura y pensó que aquel era su futuro lejos de Anna. Pero sabía que debía irse, bajo ninguna circunstancia podía permitir que le descubrieran y que ella sufriera algún mal.
Sus botas golpearon el suelo y a tientas buscó las paredes del callejón, comprobando que ya podía verlas. Los gallos cantaban y en los campanarios sonaba la hora prima. Debía regresar a la Santa Eulalia de inmediato, aunque no podía hacerlo sin antes despedirse del librero. Necesitaba compartir con su amigo lo ocurrido en la noche. Era una mañana gris y lentamente su luz difusa fue dibujando las calles, los edificios, las puertas y ventanas.
No tuvo que esperar mucho para oír movimiento en el interior de la librería, e impaciente llamó a la puerta. Al rato, Antonello abrió un ventanuco situado en la parte superior del portón, miró alarmado y al reconocerle lo abrió por entero para dejarle pasar. Las llamadas de madrugada no traían buenas noticias y a sus espaldas tenía a media docena de sus oficiales y aprendices armados. Los despidió e interrogó a Joan.
—¿Qué ocurre?
—He pasado la noche con ella.
Una amplia sonrisa se dibujó en la faz del librero, que le dijo:
—Sube arriba, al salón de la casa. Desayunaremos mientras me lo cuentas.
Pero al terminar el relato, el librero tenía un semblante lúgubre, impropio de él.
—¿Qué has pasado la noche con la mujer que amas y no habéis hecho nada? —le increpó.
—Nos hemos besado y abrazado —se defendió Joan, sorprendido.
—¡Por Dios, muchacho, eso es nada! —estalló Antonello—. ¡Cuánto tienes aún que aprender! ¡Ambos os jugasteis la vida! ¿Es que crees que de sorprenderos el marido se habría tragado que solo os disteis besitos y abrazos? ¡Ya que arriesgas la vida, llega hasta el final! ¡Consuma! Ahora te vas dejando en manos de la fortuna vuestro destino. Quizá no tengáis otra ocasión. Tenías que haber argumentado, tenías que haberla convencido con razones que le llegaran al corazón.
—Pero yo le prometí…
—¡Esas promesas no valen nada, Joan! —replicó el napolitano—. ¡No valen nada! Porque son contra la voluntad de Dios, que es quien os impulsa a amaros. Son un pecado contra el amor.
—No lo entendéis, Antonello. Ella es una mujer decente.
—¡No! —dijo el librero pegando un puñetazo en la mesa—. No es una mujer decente.
Joan se quedó paralizado de asombro y cuando reaccionó lo hizo poniéndose de pie mientras sujetaba la empuñadura de su espada.
—Retirad lo que habéis dicho.
—Una mujer honesta es la que se entrega al hombre que ama —continuó Antonello sin hacerle el menor caso—. No la que se ofrece por conveniencia, aunque sea por intereses de familia. Y no es excusa que sea precisamente eso lo que hacen las reinas y princesas. Lo decente, lo honesto es darse, con toda plenitud, a quien se ama…
El sonido perentorio de las campanas llamando al arma le interrumpió y casi de inmediato se oyeron voces en la calle. Pero las palabras del librero aún resonaban en los oídos de Joan, que de pie, amenazante y con la espada a medio desenvainar, pensaba que su amigo había ofendido el honor de su dama.
Sin prestar atención a la pose arrogante del muchacho, Antonello abrió las ventanas del piso y se asomó a la calle.
—¿Qué ocurre? —le gritó a uno de sus vecinos que discutía acaloradamente en un corrillo.
—¡Los angevinos controlan las puertas de la ciudad y saquean los palacios Capuano y del príncipe de Altamura! —le contestó—. ¡Los franceses están entrando! Nápoles caerá sin lucha.
—¡La flota! —exclamó Joan, envainando su espada—. ¡Tengo que irme corriendo!
Y se precipitó escaleras abajo.
—¡Ve con Dios, hijo! —le gritó el librero desde la ventana—. ¡Que tengas suerte y piensa en lo que te he dicho!