Capítulo 87

Cuando no estaba embarcado, Joan era un asiduo de la librería de Antonello, con el que mantenía una buena amistad. Bajo el aspecto festivo del librero se escondía un erudito con un fervor fuera de lo común por los libros y que gozaba con la filosofía y la teología. Aquella pasión también la compartía Joan, ambos charlaban largo y tendido sobre libros y cuando Antonello estaba ocupado, el joven leía. Aquel lugar era un paraíso y la amplia selección de volúmenes del napolitano, ya fueran manuscritos o impresos, inagotable. Joan sentía ahora que su viejo sueño de ser librero podía llegar a hacerse realidad.

La lectura era lo único capaz de hacerle olvidar su desconsuelo por la ausencia de Anna. Pero cuando, con la delicadeza de la caricia de un enamorado, cerraba un libro para guardarlo, regresaba de nuevo su angustia. Se preguntaba, una y otra vez con desasosiego, por qué ella no respondía a la nota que él dejó a Antonello en agosto. Le aterraba pensar que ya no le quería.

Aguardaba, durante horas, cerca de la gran casa de Ricardo Lucca con la esperanza de ver a su amada. Era un amplio caserón de planta y dos pisos con una entrada única y patio interior para carruajes. Todas sus ventanas tenían rejas excepto algunas del primer piso y del segundo cubiertas con celosías para que las damas pudieran ver la calle sin ser vistas.

Anna salía pocas veces y siempre acompañada de su ama, cuando se encontraban disimulaba y lo más que hacía era mirarle. Él se adelantaba para dar la vuelta y cruzarse otra vez y así poder ver sus ojos de nuevo. Después pensaba que debía contenerse, que se haría pesado, que la dueña sospecharía.

Al regreso de una misión de la Santa Eulalia que le mantuvo cuatro días en la mar, Joan se encontró a Antonello más risueño que de costumbre.

—Tengo algo para ti —le dijo guiñándole un ojo.

—¿Qué? —preguntó Joan, esperanzado.

Madama visitó la librería.

—¿¡Qué!? —exclamó Joan—. ¿Os dejó algo?

Sonriente, Antonello le mostró un pequeño billete doblado y sellado con lacre rojo.

Se lo arrebató de un manotazo y muerto de impaciencia, se acercó a la luz de la ventana ocultando la nota con su cuerpo al librero, que, curioso, trataba de leer por encima de su hombro. Una vez arrancado el lacre, leyó:

Mi querido Joan. Os continúo queriendo y vuestro dulce recuerdo me acompaña día tras día. Os amo y nunca dejaré de hacerlo. Pero soy una mujer casada y mi matrimonio no se puede romper. Os ruego, pues, que me olvidéis. Rezo a Dios para que os proteja y os ayude a encontrar a una mujer que os ame y a quien vos améis. Quiera el Señor que al menos vos halléis la felicidad.

Vuestra triste enamorada. Anna

El joven sintió que su corazón se desgarraba. Era una nota de despedida. Antonello, al ver su expresión, inquirió preocupado:

—¿Qué pasa?

Joan le tendió la nota.

—Os dice que os quiere y que os querrá siempre —dijo el librero—. Eso son muy buenas noticias. Malas serían si dijera que ama a su marido.

—Sí, pero me despide, me aleja, quiere que me busque otra mujer —se lamentó Joan.

Antonello releyó la nota y se quedó un rato pensativo.

—Hay algo raro aquí que no termino de entender —dijo al fin.

—¿Qué no entendéis?

—Hay muchas mujeres casadas en Nápoles y en otros lugares que no quieren a sus maridos. Y sería raro que despidieran a su amado siendo correspondidas. —Antonello se rascó la cabeza—. Y más extraño sería que le dijeran que buscara a otra mujer. Tienes que hablar con ella.

—Eso quisiera. Pero ¿cómo?

—Citándola aquí.

—Pero…

—Haz lo que yo te diga.

Cuando Anna salió de su casa al día siguiente junto a su ama, se encontró con Joan esperándola como tantas veces, solo que en esta ocasión sostenía un libro cerrado en sus manos. Al cruzarse frente a él, un mozalbete dio un buen tirón a la falda de la mujer y salió a la carrera. La dueña soltó un grito de alarma, creyendo que le habían robado, y quiso atraparle yendo tras él, pero de inmediato se detuvo al comprender que jamás lo alcanzaría y se palpó el cinto en busca de su bolsa. Estaba allí. Suspiró aliviada volviéndose hacia Anna para comentar el incidente. Pero Anna no le prestaba atención.

Mientras la mujer gritaba, ella sintió un suave contacto en el hombro y al mirar vio a Joan con un libro entreabierto de forma que solo ella alcanzara a leer en su interior.

«Acudid mañana a la librería. Os lo suplico».

Cuando Anna y su ama llegaron al establecimiento de Antonello, este las hizo pasar a su interior para mostrarles unos libros recién llegados con toda la ceremonia que correspondía a lo buena clienta que era la signora Lucca.

Dejó los libros sobre una mesa rogándoles que los revisaran mientras él cumplimentaba un encargo. Mientras ellas hojeaban los volúmenes, él manipulaba varios tinteros situados en una estantería alta y con un gran grito derramó uno de tinta roja sobre el ama. Con la pericia de un consumado actor, deshaciéndose en excusas y alegando que si actuaban rápido no se produciría ninguna mancha permanente, se llevó al ama a tirones al taller. Allí la esperaba la esposa de Antonello, que sin soltarla, llamó a una criada para ayudarle a cambiar la ropa manchada y sumergirla de inmediato en un líquido que debía componer el daño. Pero como en el taller estaban los operarios, el desvestido tuvo lugar en el piso de arriba, donde vivía la familia, en una habitación adecuada. Aunque la dueña no tenía aspecto de levantar pasión alguna entre los operarios, era obvio que se debía mantener el pudor y la moral. Y en aquella habitación se quedó el ama prisionera, en ropa interior, consolada por las disculpas y la cháchara de la librera, que superaba en creatividad y colorido incluso a la de su marido.

Anna no sentía demasiado aprecio por aquella mujer que veía como carcelera y con la que tenía poco en común, así que, repuesta de la sorpresa inicial y adivinando el montaje, contuvo con dificultad la risa. Al salir Antonello, se quedó sola en la tienda, pero apenas fue un instante. De inmediato apareció Joan y cogiéndola de la mano se la llevó al despacho que el librero tenía en la trastienda y cerró la puerta.

Permanecieron mirándose el uno al otro un largo instante cogidos de las manos, Joan notaba las de ella deliciosamente cálidas y las suyas frías. El joven se sentía a la vez tenso e inmensamente feliz. Ella le escribió diciéndole que le quería, pero quizá lo hizo solo para mitigar su dolor, puesto que aquella nota era de despedida. ¿De verdad le amaba después de tanto tiempo? Contemplaba los ojos de la muchacha en silencio y se decía que era la mujer más hermosa de la tierra. Y de pronto, sin pronunciar una palabra, se fundieron en un abrazo. Joan sintió algo tan intenso como nunca antes. Notó que se unía a ella en un solo cuerpo mientras una energía placentera los envolvía. Se dijo que ella, al apretarse contra él de aquella forma, compartía plenamente su dicha. Fue un instante glorioso que Joan deseó eterno y que la propia conciencia de su brevedad y de que quizá nunca más se repitiera lo tornaba dolorosamente intenso.

Después, sin separar los cuerpos, sus bocas se encontraron y Joan experimentó una nueva forma de aquel mismo placer indescriptible. Poco a poco tomaron conciencia de que su tiempo se terminaba y ella le separó suavemente para mirarle a los ojos. Por su mejilla resbalaba una lágrima.

—Os amo —le dijo él anticipándose a lo que ella dijera—. Os amo como nunca he amado ni amaré. Nadie puede querer más de lo que yo os quiero.

—Yo también os amo —le confesó ella, y apartando la mirada, le volvió a abrazar.

Entonces Joan oyó que le decía quedamente, al oído:

—Pero no puede ser. Debemos olvidarnos.

«No», se dijo él, sin contestar. Por nada del mundo renunciaría a ella. Pero de nuevo fue consciente de que, fuera de su amor, nada podía ofrecerle. Pese a la falsa apariencia de sus buenos vestidos y su espada al cinto, no dejaba de ser un esclavo de galera al que la fortuna y un valenciano generoso le echaron unas monedas al bolsillo. Ella, en cambio, era una dama respetada que vivía en un palacio y que tenía lo que quisiera. Aquella era la ocasión de suplicarle que lo abandonara todo y escapara con él, antes de que el ama regresara. Embarcarían hacia donde pudieran vivir su amor, libremente, en toda su plenitud. Pero él no era dueño ni de su propia libertad. El único futuro que podía darle era la vida de un esclavo huido al que perseguían.

—¿Por qué? —inquirió él al fin, apartándola lo justo para asomarse a sus ojos verdes—. ¿Por qué no podemos amarnos?

—Estoy casada.

—Pero me queréis a mí —repuso él, agitado—. Hoy no os puedo ofrecer nada, sin embargo, os prometo que conseguiré una gran fortuna para agasajaros como a una reina…

Ella le interrumpió cubriendo sus labios con su mano en un gesto cariñoso.

—No se trata de dinero ni fortunas, sino de lealtad.

—¿Lealtad? ¿A vuestro marido?

—A mi familia.

—¿Y qué tiene que ver vuestra familia en esto?

—Todo. Mi padre acordó ese matrimonio y yo obedecí y me casé. Cuando llegamos a Nápoles como refugiados las cosas no fueron fáciles, había muchos como nosotros, conversos huidos de España, todos con oficios de calidad y los artistas de joyería como mi padre abundaban. Lo que pudimos llevarnos de Barcelona no bastaba ni siquiera para abrir tienda. Ricardo Lucca nos ayudó y yo fui parte del acuerdo. Y no solo eso. Gracias a mi esposo, mi hermano mayor podrá ser un caballero, aquí en Nápoles.

Un sollozo se escapó de su pecho.

—¿Lo entendéis ahora? —Sus ojos se encharcaban en lágrimas.

—¡Pero me amáis!

Ella afirmó con la cabeza.

—Aun así le debo respeto a él. Por eso tenemos que olvidarnos.

—¡No! —exclamó Joan—. ¡Nunca os olvidaré! ¡Jamás!

Anna cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Escuchad —insistió él—. Vuestro esposo puede poseer vuestro cuerpo, pero no tiene derecho sobre vuestra alma ni vuestro espíritu. Él no os puede forzar a que dejéis de amarme. La verdadera libertad está en nuestro interior y nadie puede obligarnos a cambiar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos. Nadie tiene ni esa fuerza ni ese derecho.

Ella continuó con los ojos cerrados, parecía decidida.

—¡Ya cumplís por aquello que os paga! —exclamó Joan con rabia—. ¡No os puede pedir más!

Anna abrió los ojos para mirarle alarmada, sentía su furia.

—Perdonadme —continuó él al percibir su inquietud—. Lo único que os pido es que continuemos viéndonos de la forma que sea. Mirándonos en la calle. Dejándonos notas en la librería. Gozando de la dicha que Dios nos concede al amarnos tanto.

—Sufriremos mucho —dijo ella con voz suave.

—¡Sufriremos de todos modos! —exclamó Joan, vehemente—. ¿Es que creéis que podré olvidaros? ¡Qué encuentre otra mujer, me pusisteis en esa nota! Pero ¿creéis que eso es posible? ¡Nunca! ¿Me oís? ¡Nunca! —Se detuvo un instante y añadió en tono calmado pero lleno de determinación—: Además, estoy seguro de que llegará el día en que yo seré vuestro esposo. Os lo prometo.

Ella le separó suavemente en silencio, tenía lágrimas en los ojos y volvía a negar con la cabeza.

—Tengo que irme —le dijo—. El ama regresará en cualquier momento y no nos puede sorprender. Mi marido os haría matar.

Como confirmando sus palabras se oyó un barullo; la esposa de Antonello bajaba las escaleras hablando a gritos. Anna se apresuró a salir de la habitación para regresar a la librería. Joan la retuvo solo un instante más.

—Os lo suplico, no me neguéis vuestra mirada —le dijo—. Y escribidme, por favor.