El almirante se quedó con la galera, toda su carga y los galeotes. Normalmente hubiera pedido rescate por los oficiales y la tripulación, pero decidió enviarlos por tierra al Vaticano. El rey Fernando de España le ordenó no provocar a los franceses, por lo que ahora los prisioneros le eran un engorro, así que se los enviaba al Papa, pues oficialmente combatió en su nombre. Además, aún no cumplían los tres meses de paga adelantados por Alejandro VI y en teoría continuaba en su nómina. Joan fue quien escribió la carta en la que después de varias cortesías y reverencias el marino le decía al pontífice que se vio obligado a abandonar su misión por superioridad manifiesta del enemigo, según le permitía su contrato, y que con el envío de los prisioneros saldaban cuentas, ya que él renunciaba al dinero de su rescate.
Cuando Joan se lo contó al piloto, este rio.
—Es un viejo zorro —dijo Genis—. Le pasa el problema al Papa y pondrá la nueva galera al servicio del rey Fernando para cuando este la necesite, pero la mantendrá de su propiedad.
Joan supo entonces que los repartos de botín seguían un estricto protocolo, cuando la captura era oficial. La mitad era para el monarca y la otra se repartía entre la tripulación. Naturalmente, los asaltos a las aldeas de pescadores se silenciaban y el rey no entraba en el reparto. De la parte de la tripulación, Vilamarí obtenía la mitad y de la otra Torrent, como oficial de las tropas embarcadas, las que corrían el mayor riesgo en el abordaje, tenía derecho a escoger primero por valor de un cuatro por ciento. Después venían los capitanes con un tres y así hasta llegar al último de los tripulantes. A los galeotes forzados no les tocaba nada y Joan, aunque ya no remara, en cuestiones de reparto pertenecía a esa categoría. En el caso de la galera francesa, lo único que se pudo repartir fueron las pertenencias de la tripulación y Vilamarí quedó a deber a los suyos la parte que les correspondía del valor de la nave y galeotes. El rey Fernando de España no cobró nada porque la captura se hizo a nombre del Papa y este tampoco, recibiendo a cambio los prisioneros, que quizá le fueran más incómodos incluso que a Vilamarí.
Las reparaciones de la Santa Eulalia y de la nave francesa capturada se iniciaron de inmediato y se pagaron con lo que restaba del dinero del Papa y lo negociado con el rey de Nápoles. Se precisaba una nueva tripulación además de ochenta infantes de marina que se reclutaron buscando españoles, sicilianos y napolitanos partidarios de la Casa de Aragón.
Entonces Joan supo la gran noticia. El almirante nombraba a Pau de Perelló capitán de la nave capturada una vez reparada esta. Y su amigo el piloto Genis de Solsona era ascendido a capitán de la Santa Eulalia, siguiendo la lógica del almirante. En la galera capitana, el almirante era el oficial superior y enseñaba al nuevo capitán.
En cuanto a Tirant lo Blanc, Joan pudo al fin, después de comprarlo en la librería de Antonello, comunicar al almirante, que ya había preguntado por él durante el viaje, su hallazgo. Vilamarí lo quiso ver y al hacerlo lanzó una mirada de sospecha. Joan sintió que las piernas le flojeaban; sabía que por muy bien hechas que estuvieran dos encuadernaciones en cuero, nunca eran iguales. Él veía la diferencia y por su expresión el almirante también. Después de revisarlo con detenimiento Vilamarí le devolvió el libro con una de sus sonrisas cínicas.
—A partir de hoy abandonamos el tomo segundo de Orlando y nos leerás en las comidas a Tirant lo Blanc —le dijo.
—Como ordenéis, almirante.
—Por cierto, diría que este libro es distinto —añadió.
Joan cogió la obra y la observó fingiendo extrañeza. Vilamarí sospechaba, se había percatado de su juego de manos y quizá hasta lo hubiera adivinado todo. Pero no dijo nada más. El joven pensó que para un almirante con alma de pirata sus trapicheos serían una minucia graciosa que no merecía comentario.
Joan escribió a Miquel Corella para contarle sus aventuras y dejó caer al final de su carta que había encontrado en Nápoles dos ejemplares más de Tirant lo Blanc impresos y que se los podía enviar por doce ducados cada uno. Con tantos valencianos, catalanes y mallorquines en Roma, estaba convencido de que muchos querrían poseer la obra. Esperó ansioso la respuesta, pues tenía acordado con Antonello comprarle los dos ejemplares por solo siete ducados.
Miquel Corella respondió con rapidez diciéndole que necesitaba todos los ejemplares que pudiera conseguir, que doce ducados le parecía muy poco para un libro tan bueno y que bajo ningún concepto se le ocurriera bajar el precio porque sería una ofensa a Valencia. El muchacho estaba convencido de que el librero tenía razón cuando le dijo que iba a necesitar mucho dinero. Aquella era una buena forma de conseguirlo.
Joan le remitió los libros de inmediato mientras le pedía diez más a Antonello, que a su vez se abastecía de su amigo Bartomeu en Barcelona. Aprovechó el pedido para enviar una segunda carta tanto al mercader como a Gabriel, a Abdalá y al resto de sus amigos. Les escribió en su primera estancia en Nápoles y ahora le respondían felices por la mejora de su situación al tiempo que le informaban de su buen estado de salud.
Esperaba con impaciencia la llegada del domingo. Se vistió con sus mejores ropas y espada al cinto, como un caballero, se dirigió a la catedral de Nápoles. Allí esperó junto a la puerta principal con la esperanza de ver a su amada, pero eran muchas las parejas que podían corresponder a la descripción del signore y la signora Lucca. Todas las damas casadas usaban mantillas que cubrían sus cabellos y algunas tomaban uno de sus extremos con coquetería para taparse la boca, por lo que Joan trataba ansioso de identificar a su amada por sus ojos. No podía mirar fijamente, pues las damas iban con sus maridos y estos se sentirían ofendidos. Conforme entraba más gente, su angustia iba en aumento. ¿Y si no la encontraba?
Le pareció ver un destello de reconocimiento en un par de mujeres de ojos verdes y quiso recordar sus vestimentas y acompañantes. Pero al fin, unos momentos antes de que empezara la ceremonia, percibió un temblor en la mano que sostenía el extremo de una mantilla y creyó reconocer el color de aquellos bellos ojos y su parpadeo. ¿Sería de verdad Anna? Su mirada, quizá más intensa, incomodó al marido, que clavó la suya en los ojos de Joan, desafiante. El muchacho la desvió de inmediato, no quería que el signore Lucca se fijara en él. Dejó pasar unos fieles más y se precipitó dentro de la catedral. Veía sus espaldas en la distancia y la pareja se fue a acomodar en uno de los primeros bancos, en un lugar que sin duda tenían reservado.
Ella lucía un vestido de terciopelo burdeos con mantilla bordada en estrellas blancas y un collar de perlas. Las damas solo se cubrían la cara en la calle, así que Joan buscó un lugar desde donde la pudiera ver sin que su esposo le descubriera, colocándose al lado de una columna a la espera de que ella mostrara su perfil. Al principio solo atisbo la mantilla con estrellas, puesto que ella hablaba con su marido. Pero justo antes del inicio del oficio religioso, cuando ella miró al frente, al fin la vio. ¡Era Anna! Y Antonello tenía razón, estaba bellísima.
El corazón de Joan batía alocado durante la ceremonia, mientras pensaba cómo comunicarse con ella sin que el otro se percatara. Sin duda Anna le había visto y se preguntaba si le reconoció, quizá estuviera ella tan agitada como él. Terminada la ceremonia, buscó un lugar cercano a la puerta de salida donde con toda seguridad se agolparía la gente y aguardó disimulando para evitar que el signore Lucca se fijara en él. El hombre era alto y delgado, superaba los cuarenta años, portaba espada al cinto y tenía aspecto enérgico y arrogante. No era el viejo que a Joan le había gustado imaginar. Anna le cogía del brazo, caminaba erguida y digna, pero el joven percibió un toque de sumisión en ella que nunca antes notó. Ambos saludaban a unos y a otros y cuando ella sonreía, estaba aún más bella, aunque parecía tensa. En un brevísimo instante coincidieron sus miradas y la sonrisa desapareció del rostro de Anna. Joan sintió una punzada de angustia. Cerca de la puerta la gente se apretaba para pasar por el estrecho vano y Joan se colocó justo detrás de ella. En aquel momento alguien saludó al marido y él acercó sus labios al oído de su amada rozándole con su pecho el hombro y le dijo:
—Os amo. Responded a la nota que dejé en la librería, os lo suplico.
Sintió que ella se estremecía y se apartó atento a que no se percataran ni el marido ni los que los rodeaban. Dejó distancia para que unos y otros se interpusieran entre ellos y siguió a la pareja. En una ocasión Anna, que cubría de nuevo su boca con el extremo de su mantilla, aprovechando que su esposo saludaba a un conocido, se giró y sus miradas se unieron de nuevo. Joan creyó morir. Amaba a aquella mujer con desesperación, con violencia y verla de nuevo era a la vez un placer infinito y un suplicio. Se quedó inmóvil en plena calle y cuando los Lucca reanudaron la marcha, los siguió, aunque a una distancia prudente, hasta que entraron en su casa.