Capítulo 84

Sonó la corneta y los galeotes se pusieron de pie como un solo hombre para después hundir los remos en el agua, el bombo marcó el ritmo más potente de boga y la nave, situada a favor de la corriente del río, se lanzó hacia delante con fuerza. El almirante le gritó Genis, el piloto:

—Quiero nuestro espolón en su babor, sobre el banco veinte, un poco antes de su carroza.

Joan revisó de nuevo la artillería y a sus marinos, asegurándose de que todos los arcabuceros se colocaran a proa, dejando espacio para que la infantería pudiera correr sobre el espolón. Mientras, el cómitre situaba a los marinos con ballestas como segunda línea y el oficial Torrent gritaba órdenes a sus hombres, que salían de debajo de la cubierta asiendo lanzas cortas y azconas embadurnadas en sus puntas con brea para que no las pudiera asir el enemigo. Joan comprendió que la ventaja de los franceses en un abordaje no era tal. Ellos habían dejado la infantería en tierra y se disponían a regresar a su puerto base para cargar más soldados mientras que en la flotilla de Vilamarí el oficial Torrent comandaba a ochenta infantes de marina duchos en abordajes y otros tantos se escondían en las otras dos galeras. Vilamarí quiso mantenerlos ocultos para no alertar a los franceses y estos cayeron en la trampa.

Genis Solsona tomó el timón y maniobró hábilmente para dirigir aquella enorme máquina de guerra contra el costado de babor de la galera contraria. Joan podía ver a través de las aperturas de los cañones en la arrumbada como una actividad frenética se apoderaba de la cubierta de la nave enemiga, ya que, ante la superioridad de su flota en número de naves, los franceses no esperaban que la Santa Eulalia los abordara. La galera contraria quiso maniobrar para colocarse de proa y así enfilar sus cañones contra su asaltante, pero la chalupa capturada les limitaba los movimientos y cuando la soltaron era ya tarde. La trayectoria de la Santa Eulalia describía un círculo anticipándose a la rotación de la galera rival y al poco todos supieron que el impacto se produciría inevitablemente donde el almirante quería. El sacerdote rezaba en voz alta junto al mástil de la Santa Eulalia, los soldados y tripulantes le acompañaban en sus súplicas y los galeotes gritaban a cada palada por el esfuerzo al que les obligaban los alguaciles a base de latigazos. Desde la galera contraria empezaron a disparar a discreción, con un pequeño falconete situado en la borda y con los arcabuces. Joan les gritó a los suyos que se mantuvieran a cubierto en la arrumbada sin disparar mientras él observaba de cuando en cuando por la tronera del cañón calculando la distancia que los separaba del enemigo. No fue hasta poco antes del choque cuando ordenó el disparo de la artillería. Las mechas prendieron la pólvora y los tres disparos sonaron casi a la vez. El cañón y los dos falconetes vomitaron fuego y metralla entre la que había trozos de cadena que, rotando, segaban todo lo que encontraban a su paso. El resultado fue devastador. Joan vio entre el humo de la pólvora cómo trozos de la nave contraria saltaban hechos añicos en una mortífera nube de astillas. Los forzados de la galera francesa se ocultaban bajo los bancos y por unos instantes no se vio a nadie vivo en cubierta. Al oír el ruido de remos rotos y el impacto de la proa de la Santa Eulalia contra la borda de la galera francesa, Joan ordenó disparar. La descarga de arcabuces y ballestas quería evitar que los supervivientes asomaran mientras los marinos de la Santa Eulalia lanzaban garfios para sujetar la presa y los hombres de Torrent, azuzados por sus gritos, corrían por encima del espolón, con picas y azconas para caer sobre la nave contraria. Al poco la lucha era cuerpo a cuerpo en la galera francesa. Los infantes se dividieron en dos grupos: unos se lanzaron hacia proa y otros, a popa de la nave abordada.

Joan vio a Torrent sobre la crujía de la galera enemiga: se abría paso a sablazos, junto a sus hombres, hacia la carroza contraria. Allí se encontraban el capitán y los oficiales enemigos; muertos estos o presos, la nave estaría tomada. El trabajo de Joan había terminado, pero en previsión ordenó cargar de nuevo a sus arcabuceros. El joven sostenía una azcona en peso y características muy semejante a la de su padre; con ella en su mano derecha, la rodela en la izquierda y la espada al cinto, empezó a andar por la crujía, más allá del cura, que continuaba rezando, en dirección opuesta a la galera contraria, hacia su propia carroza.

Rezaba a Dios para que le concediera la oportunidad que tanto anhelaba de matar a Vilamarí. Pero cuando vio al almirante y al capitán, estos no prestaban atención al abordaje comandado por Torrent, sino a una segunda galera francesa que, paralela a su compañera, llegaba en rumbo de colisión sobre el lado de estribor de la Santa Eulalia.

—¡Aquí los marinos! —gritó el capitán—. ¡Nos abordan por estribor!

Los galeotes se escondieron debajo de los bancos y Joan llamo a sus arcabuceros. Todos saltaron del lado de la crujía opuesto al de la galera enemiga que llegaba, para protegerse en lo posible de la descarga de artillería. Esta ocurrió en pocos instantes; unos truenos pavorosos sonaron y después un coro de ayes. El olor a pólvora era sofocante y mientras Joan se llevaba la mano a la mejilla para arrancarse una astilla de madera, notó el impacto de la nave contraria, que a punto estuvo de derribarle, y el crujir del maderamen.

—¡Preparados los seis primeros! —gritó mientras notaba cómo la sangre fluía por su cara.

Esperó a la descarga de los arcabuces asaltantes y al sonido de los garfios chocando en la madera y ordenó:

—¡Fuego!

Solo cinco de los suyos se levantaron para disparar a los marinos franceses que ya corrían por su espolón al abordaje. Joan vio que al menos tres caían al agua y ordenó:

—Segundos seis. —Esperó un instante y gritó—: ¡Fuego!

Sus hombres se levantaron apoyándose en la crujía y abatieron a otros cuatro. Cuando el cómitre ordenó a los ballesteros disparar, ya tenían encima a sus enemigos. No había tiempo de recargar las armas. La lucha era ya en la Santa Eulalia y cuerpo a cuerpo.

Joan aún sostenía su azcona y buscó con la vista al almirante. Lo vio unos cuantos bancos más allá, del lado de la carroza. Estaba protegido por un par de marinos y tenía la espada desenfundada para la lucha. Sabía que él y el capitán eran los objetivos de los asaltantes.

Joan rehuyó el combate y saltando de banco en banco, bajo los que se escondían los galeotes, se dirigió hacia Vilamarí. Notaba el peso familiar de la azcona en su mano. ¡Lo había soñado tantas veces! La azcona de su padre penetrando por uno de los ojos del almirante, atravesándole el cráneo y clavándoselo contra el mismísimo mástil en que hizo ahorcar a Caries en su injusta justicia.

Lo encontró con la espalda contra la pared que separaba los últimos bancos y la carroza, defendiéndose de dos rivales. Estaba acorralado y le podía matar impunemente, todos pensarían que fueron los franceses. «¡Ahora o nunca!», se dijo, y elevó su brazo para ensartar a Vilamarí. Por un instante el almirante, sudando y con las facciones tensas, repartiendo sablazos y parándolos, desvió su mirada para clavarla en los ojos de Joan. Fue un momento breve pero intensísimo para el joven. Después Vilamarí puso su atención en sus contrincantes, que, entre golpe y golpe, le requerían que se rindiera.

—¡No hay rendición! —respondía el almirante.

El joven sintió un nudo en la garganta y se mantuvo unos segundos con el arma en alto imaginándola clavada en su presa. Y comprendió que no tenía coraje para traspasarle con su azcona. No pudo. Jamás supo si fue aquella mirada que se cruzaron la que se lo impidió o que el almirante poco a poco le fue seduciendo, obligándole a compartir sus pecados, a ser un depredador de su misma calaña, un león según él los entendía. Su acercamiento diluyó el odio. Tampoco supo si Vilamarí vio en sus ojos su sentencia de muerte, pero si lo hizo, en nada lo mostró.

Joan comprendió que no podía dejar que otros le mataran. El intercambio de miradas alertó a uno de los asaltantes, que se giró con rapidez y Joan descargó la azcona con toda su rabia en el pecho del infeliz. Después desenvainó la espada y junto con Vilamarí, atacaron al enemigo restante, que, viéndose acosado por ambos flancos, saltó al río. Joan se mantuvo al lado del almirante, protegiéndole.

La lucha duró poco. Los franceses se percataron de que las galeras españolas iban cargadas de infantes y que ellos contaban solo con sus marinos. El capitán de la nave asaltante, amenazada por la segunda galera de la flotilla de Vilamarí, hizo cortar las cuerdas de los garfios que la amarraban a la Santa Eulalia y huyó. Con ello pudo al menos salvar su nave, aunque dejando atrás a los que fracasaron en el intento de capturar a los oficiales de Vilamarí.

Algunos de los marinos franceses, viendo que su nave se alejaba, se lanzaron al río y otros se rindieron de inmediato. El almirante subió a crujía acompañado por Joan para evaluar la situación. Capturaron la primera de las galeras francesas, repelieron el ataque de la segunda y rescataron la chalupa y su tripulación sin que la Santa Eulalia sufriera grandes daños. Tenían bastantes heridos, pero solo dieciséis muertos.

Sin embargo, las restantes galeras francesas no se dieron por vencidas y regresaron al puerto de Ostia para cargar la infantería desembarcada cuando nadie esperaba que hubiera batalla. Querían un segundo combate en el que Vilamarí no contara con la ventaja de un mayor número de soldados.

Era el momento de tomar rumbo a Nápoles antes de que los alcanzaran. Sin embargo, el almirante tampoco abandonaba sus presas.

—Capitán Perelló —inquirió—, ¿os veis capaz de hacer navegar esa galera?

—Necesita reparaciones, aunque lo más urgente son los remos rotos y se pueden sustituir de inmediato —respondió, firme a pesar de que su armadura presentaba una gran abolladura en el hombro—. Si repartimos prisioneros y tripulación, os la puedo poner en el puerto de Nápoles antes de que los franceses nos alcancen.

—Tomad el mando. Vamos a Nápoles.

El trasvase de prisioneros y marinos se hizo con rapidez, mientras las dos galeras restantes los protegían y las francesas cargaban infantería en Ostia. Cuando salieron hacia la desembocadura del Tíber y después a mar abierto, solo los perseguía de cerca una galera a la que se le unió una segunda a más distancia y después una tercera, y cuando la cuarta lo hizo, apenas se divisaba. Los galeotes, sometidos a boga viva, resoplaban y gritaban a cada palada fustigados por los alguaciles.

—No se atreverán a seguirnos muy al sur —comentó Vilamarí—. Y sus naves están tan distantes entre ellas que estoy tentado de hacer virar las dos nuestras que no entraron en combate y capturar la primera suya antes de que nos alcancen las otras.

Joan y el piloto intercambiaron una mirada. El almirante no bromeaba. Pero los perseguidores parecieron haberle oído porque al poco la primera galera francesa disminuyó la marcha para que la segunda la alcanzara y así reagruparse. Al cabo de unas horas de persecución, desistieron aceptando su derrota; entrar en aguas napolitanas era demasiado arriesgado.

Vilamarí nunca hizo el más mínimo comentario a Joan sobre el lance en que este le salvó la vida. Parecía dar por hecho que aquello era normal y rutinario, que no tenía ningún mérito.

Cuando Joan se enfrentó a su libro, escribió: «Lo siento, papá. No pude hacerlo». Una lágrima resbalaba por su mejilla.