Capítulo 80

Unos días más tarde la flotilla llegó a Reggio, casi en la punta de la bota que forma la península italiana, donde se detuvo solo unas horas para repostar agua y víveres. Después pasaron el estrecho de Mesina, que separa Sicilia del continente, para seguir hacia el norte en paralelo a la costa calabresa. A la mañana del cuarto día rebasaron la punta Campanella, dejando a su izquierda la isla de Capri, y se abrió ante ellos la gran bahía de Nápoles.

Joan se encontraba en la arrumbada de la galera, emocionado. ¡Al fin Nápoles! A pesar del calor húmedo de agosto había buena visibilidad y su amigo el piloto Genis le señalaba en el horizonte los lugares relevantes.

—Justo al norte de la bahía se encuentra la ciudad de Nápoles, la capital del reino —le explicó.

Solo oír el nombre, el corazón de Joan, ya acelerado, le dio un vuelco. Se moría de impaciencia por encontrar a Anna, ver de nuevo su rostro, su sonrisa.

—A la izquierda de la ciudad están las islas de Ischia y Procida —continuaba el piloto señalando con el dedo al frente—. Y cuando entremos un poco más en la bahía… ¡Ahí! —dijo señalando a la derecha—. Aquel monte es el Vesubio. Es un volcán.

El mar estaba muy azul, el día era claro y el paisaje hermoso, pero a Joan le costaba seguir las indicaciones del piloto. Su mente trazaba un plan tras otro para encontrar a su amada. La librería era la clave. Sin duda el librero era buen amigo de Bartomeu, y Anna debía de tener una excelente relación con el hombre, ya que este era su correo clandestino.

No tenía aún respuesta de Bartomeu a su carta, ignoraba el nombre del librero y en Nápoles habría bastantes librerías. No sabía cómo localizarla, tampoco podía preguntar por Anna directamente e ignoraba cuánto tiempo iba a detenerse la flota de Vilamarí en la ciudad. Temía no encontrar a su amada.

Pronto Nápoles se presentó con toda su belleza. La ciudad miraba al sur de la bahía y estaba resguardada por unos montes suaves al norte con verdes arboledas y protegida por una muralla de aspecto sólido. En la parte este, entre los muros y el mar había una playa que permitía varar naves de pequeño calado, pero en la oeste los muros caían directamente sobre las aguas. En esa zona se alzaba el imponente Castel Nuovo, residencia de la dinastía aragonesa que reinaba en Nápoles. De la fortaleza partía un amplio muelle en forma de ele que, adentrándose en el mar, proporcionaba a las naves protección y puntos de atraque. Más al este, sobre una isleta, se encontraba el poderoso Castel dell’Ovo y en plena bahía, en un punto intermedio entre ambos castillos, dentro del mar, se alzaba una torre fortificada que hacía de faro. El piloto señalaba los campanarios de las iglesias y grandes edificios dándoles nombre. Joan se sorprendió de que en el oeste, hacia el interior, la ciudad tuviera aún otra fortaleza, la Capuana, antiguo palacio real. Sin duda aquella era una ciudad rica y próspera.

La escuadra disparó sus salvas de honor, que Castel Nuovo respondió y tan pronto la Santa Eulalia hubo atracado, el almirante bajó a tierra, donde le esperaba un comité de recepción. Vilamarí sabía que el rey Fernando de Nápoles, también llamado Ferrante de Aragón, había muerto hacía ya más de seis meses y que su hijo Alfonso, su compañero de armas en la reconquista de Otranto, era el nuevo rey.

Alfonso II recibió con grandes muestras de cariño a su antiguo camarada y le puso al corriente de la situación. El rey Carlos VIII de Francia se proponía entrar en Italia, cruzándola de norte a sur con un enorme ejército. Decía querer situar sus tropas cerca de los turcos para combatirlos, pero era obvio que ambicionaba el reino de Nápoles, sobre el que reclamaba derechos hereditarios provenientes de la dinastía Anjou.

Anticipándose a su ataque, Alfonso II envió una escuadra de treinta y seis galeras, dieciocho grandes naves a vela y multitud de otras menores al puerto de Livorno en Pisa para detener a la flota francesa. Agradeció el ofrecimiento de Vilamarí, pero no se habían iniciado aún las hostilidades y de momento no precisaba de su ayuda.

Mientras, Joan deambulaba por una alegre ciudad de Nápoles que, ajena a la guerra que se avecinaba, rebosaba de vida en sus calles y en sus mercados. Se dijo que la prosperidad se notaba en mil y un detalles y que así debió de ser Barcelona antes de la guerra civil según relataban los que la conocieron en su esplendor.

Necesitaban reponer solo pequeñas cantidades de pólvora, ya que desde que abandonaron Palermo las naves solo la habían gastado en salvas y en algunas prácticas de tiro. A pesar de ello visitó varios proveedores, revisando su proceso de fabricación para asegurar la calidad adecuada.

Al regresar a la Santa Eulalia en la noche recibió la mala noticia. El reino de Nápoles no precisaba de la flotilla, pero el Papa reclamaba sus servicios y zarparían tan pronto las naves se avituallaran. En todo caso, tampoco les hacían falta grandes provisiones, puesto que la travesía hasta Ostia, el puerto de Roma, solo requería dos días.

Sintió que algo se desgarraba en su interior. Tendría a lo sumo dos días. ¿Cómo encontrar la librería? No podía preguntar por Anna sin más. Sería ya una mujer casada, conocida por el apellido del marido, que él ignoraba. Además, que un desconocido preguntara por una mujer casada no era correcto, perjudicaría su reputación y pondría sobre aviso al esposo. ¿Qué hacer?

Aquella noche apenas pudo dormir pensando en cuán cerca estaba de Anna y la gran distancia que los separaba, que no era más que su ignorancia de cómo encontrarla. Era casi imposible que se toparan en la calle; las esposas de los ricos apenas salían y cuando eso ocurría, iban siempre acompañadas.

En la madrugada creyó hallar la solución. Había inventariado los libros que se encontraban en cada nave. Además del primero de los libros de Orlando enamorado, leído ya un par de veces en voz alta para los oficiales de la Santa Eulalia, solo tenían cuatro títulos profanos entre los que destacaba El arte de amar, de Ovidio, escrito en latín. El resto eran libros de oraciones que no resultaban muy apetecibles para los oficiales. En la mañana habló con Vilamarí; no fue difícil convencerle para que mejorara su biblioteca con lecturas más amenas y obtuvo autorización para hacer un pedido.

Joan se sintió feliz, tenía ya una buena excusa para recorrer las librerías de la ciudad en busca del misterioso librero. Pero no sabía aún qué hacer para identificarle sin mencionar a Anna. Al fin se le ocurrió la gran idea; preguntaría por la traducción del Orlando enamorado al catalán. Solo un librero en Nápoles conocía de su existencia, pues fue él quien la encargó en exclusiva para Anna. ¡Al fin la encontraría!

Sonaba la hora tercia en los campanarios de Nápoles cuando, después de recibir el perceptivo permiso, Joan saltaba a tierra con el corazón lleno de gozo. El sol iluminaba ya las torres, la ciudad le parecía aún más hermosa y se permitió el lujo de emplear unos minutos en la contemplación del arco de triunfo que daba entrada a Castel Nuovo, situado justo al final del espigón donde estaba atracada la Santa Eulalia. Joan se quedó prendado de su belleza y armonía, y aunque llevara ya cincuenta años construido, era de aquel estilo nuevo completamente distinto a lo que Joan había visto antes. «Renacimiento», se dijo; como el nuevo tiempo que él empezaba a vivir.