Capítulo 79

La flota navegaba a vela aquella noche apacible y cálida frente al golfo de Tarento. Los galeotes descansaban y, fuera del timonel y los vigías, todos dormían en la Santa Eulalia; pero Joan no podía conciliar el sueño por la impaciencia.

Al fin se dirigían a Nápoles, donde vivía su amada. La ciudad era tres veces mayor que Barcelona, no sería fácil encontrarla. Anna era ya una mujer casada y Joan se preguntaba entre temeroso y esperanzado si ella le continuaría amando.

En la carroza, las hamacas de los oficiales se balanceaban suavemente, Joan no contaba con el privilegio de una, pero se sentía feliz con el jergón que extendía en el suelo por las noches. Aún recordaba la dura cubierta sobre la que trataban de dormir los galeotes y, en comparación, su camastro le parecía un lujo.

Era una noche de luna creciente cercana a llena y el cielo estaba cubierto de pequeñas nubes que se deslizaban dando la impresión de que el astro era la cara sonriente de una doncella que coqueteaba cubriéndose la faz y destapándola con distintos velos. Inquieto, Joan se levantó y anduvo cuidadoso por la crujía hacia proa. Era difícil evitar el ruido sobre el maderamen de aquel pasadizo central cuyo nombre provenía precisamente de los crujidos que producía al pisarlo. No quería perturbar el sueño de los galeotes que dormían tumbados a uno y otro lado de la crujía. Muchos roncaban, alguno tosía, otro hablaba en sueños y a cada movimiento sonaban las cadenas que los unían a la nave. Llegó a la arrumbada en proa, aquel era el dominio de sus cañones y acarició el bronce frío de una de las culebrinas. Después fue al espolón que se alzaba en el extremo de la galera y que servía para abordar las naves enemigas. Se sentó allí, contemplando cómo la proa abría las aguas oscuras coronadas en ocasiones por destellos plateados. Alzó la vista hacia el horizonte del lado de la luna y vio cómo su luz trazaba un camino plateado en el mar que se dirigía a la nave sobre las olas. El astro iluminaba las nubecillas tal como pudiera hacerlo el sol, pero su menor luz convertía su empeño en lucha constante contra las tinieblas.

Eran el mismo tipo de nubes en las que, tantos años antes, su padre le enseñó a reconocer aquellos seres ingrávidos del cielo. Solo que estos eran mucho más oscuros. Como el tiempo que ahora le tocaba vivir. ¡De qué forma tan trágica había cambiado su vida! Sacudió la cabeza para desechar los pensamientos tristes y las añoranzas que tanto dolían, y se concentró en leer aquellas formas celestes oscuras y plateadas. Un caballo, un duende de orejas apuntadas… Entonces la luna se cubrió por unos momentos para asomar de nuevo sonriente. Aquella parecía la cabeza de un turco con un gran turbante, la otra una muchacha… El corazón le dio un vuelco. «¡Anna!», se dijo en un susurro.

—Buenas noches, Joan Serra de Llafranc.

El joven se sobresaltó. Había reconocido la voz y al girarse vio a quien le contemplaba, de pie, a escasa distancia.

—Buenas noches, almirante.

El hombre se acomodó en un banquillo situado en la arrumbada, de cara al espolón, y después de respirar hondo y contemplar el mar, las nubes y la luna, dijo:

—Es hermoso.

—Sí, señor.

Vilamarí se mantuvo en silencio mientras su mirada recorría las aguas, el cielo y el horizonte. Joan le imitó.

—¿Sabes, muchacho? —dijo el hombre al rato—. No puedes acusar al león de crueldad cuando mata a una oveja o a una gacela.

Joan le miró sorprendido, pero calló a la espera de que el propio almirante se explicara.

—El león debe sobrevivir y hacer que sus cachorros sobrevivan. Dios le ha dado garras, dientes y un estómago que solo admite carne. Cuando mata no es por odio y no siente placer con el sufrimiento de la gacela; su gozo está en conseguir el alimento que le permitirá ser fuerte, seguir viviendo. El león no es sádico ni cruel, solo cumple la voluntad de Dios. La gacela no tiene garras ni dientes con que defenderse. Cuando muere para alimentar al león, también cumple la voluntad de Dios.

El almirante calló para continuar contemplando el mar, las nubes y la luna. Joan permaneció en silencio tratando de recuperarse de la sorpresa que le causaba Vilamarí. ¿Qué historia era aquella? Al muchacho no se le escapaba el doble sentido de aquel discurso. Hablaba de su propio padre y de su familia, del asalto a su aldea. Le estaba diciendo que él era el león, su familia su presa natural y que actuó en justicia porque era la voluntad de Dios que se alimentara de ella. ¿De verdad pretendía convencerle?

También le decía que no disfrutaba con el sufrimiento de sus presas y que mataba, robaba y esclavizaba solo para sobrevivir.

Entonces intuyó que aquel hombre de apariencia altanera y distante le pedía comprensión, casi disculpas. Ese entendimiento llenó de asombro a Joan. ¡El almirante tenía conciencia! Debía de sentir remordimientos y para aplacarlos quería convencerle precisamente a él, su víctima.

Se dijo que no le daría ese placer. Juró matarlo en cuanto pudiera hacerlo de forma impune y no le concedería ni esa pequeña tregua dándole la razón.

—Los hombres no somos animales, almirante —repuso con voz firme. Le miraba a la cara, aunque la oscuridad ocultaba sus rasgos—. Dios nos dijo que nos amáramos los unos a los otros y que no hiciéramos a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos.

Calló temiendo que el almirante interpretara sus últimas palabras como una amenaza. No quería alertarle, quería que se confiara lo suficiente para que le diera la oportunidad de vengarse.

—No, muchacho, te equivocas —repuso el almirante después de ponderar sus palabras—. Entre los hombres hay muchas especies; hay leones, gacelas y corderos. Y la misma ley divina de supervivencia se aplica a los humanos. No somos iguales los que viajamos en la carroza que la chusma que rema. El noble no nace igual que el payés de remensa. El remensa es el cordero y el noble, que es el león, le protege de otros leones a cambio de comida.

—Pues debéis saber que los remensas se sublevaron y que uno de ellos casi mata al rey. ¿Era ese un cordero?

—Conozco bien esa historia. Joan de Canyamars no era un cordero. Ni tampoco tú lo eres, Joan Serra de Llafranc, y por eso duermes en la carroza con los leones y no con los corderos que reman en la galera.

—¿Cómo es eso, almirante? —repuso Joan, exaltado—. ¿Somos leones sin haber nacido nobles? ¿No es la voluntad de Dios que seamos corderos proviniendo de padres villanos?

—Eso es lo que nos diferencia a los humanos de los animales —repuso el almirante—. Los animales nacen con garras o sin ellas y nunca podrán cambiar. Serán cazador o presa. Pero yo admito que hay dos tipos de nobleza: la de nacimiento y la de corazón. Quien ha nacido entre corderos pero tiene corazón de león se procura las garras. E incluso hay casos en que gracias a esas garras, que en el hombre son las armas, pobres villanos llegaron a nobles. También es la voluntad de Dios.

Joan calló desconcertado. El almirante tenía su discurso bien elaborado, habría pensado mucho para acallar su conciencia. Sin embargo, le vinieron las imágenes de su padre cayendo de espaldas con la herida en el pecho y la de las mujeres en el mercado de Otranto intentando tapar su desnudez con las manos, temblando de miedo y vergüenza. Dios no podía justificar aquello.

—Tú también has usado tus garras para matar, muchacho —continuó Vilamarí ante su silencio—. Mataste al alguacil que le disparó a tu padre y colaboraste con el asesinato de Garau, que también estuvo en la partida de Llafranc. Incluso mataste a un pescador que protegía a su familia en Sicilia. Gracias a ello comes cada día y viajas cómodamente en la carroza mientras otros reman por ti. Por eso duermes con los leones, porque eres uno de ellos. Y comes con el mismo apetito que ellos sin importarte que la comida llegue de la venta de esclavos. No te quieras creer ni más víctima ni más puro, Joan Serra de Llafranc. Porque no lo eres.

Vilamarí se levantó sin despedirse y se fue hacia popa. Por unos momentos Joan pudo oír sus pasos firmes haciendo gruñir el maderamen de la crujía. Dejó que su vista se perdiera en la contemplación del mar, de las nubes, de la luna y sus juegos de luz y sombras. Una nube empezó a tomar la forma amenazante de lo que parecía un león agazapado para el salto. Su corazón se llenó de angustia, la luz del astro no podía cruzar más allá de sus retinas y su interior se inundó de tinieblas. ¿Tendría razón el almirante?