Con la marea alta la galera se hizo a la mar dejando atrás una aldea abandonada y saqueada, donde no quedaba ni comida ni nada que se pudiera vender. Pero aquellas gentes eran pobres y sus vidas y su libertad eran su única posesión de valor; las veinte mujeres y los cuatro muchachos adolescentes capturados la acababan de perder. Al alejarse, Joan miraba hacia los montes, los olivos, los pinares y cañaverales; intentaba verlos, porque sabía que desde allí los supervivientes los observaban, desolados, con el corazón roto. Y entre ellos un niño cuyo rostro jamás olvidaría.
—Podemos sacar treinta libras por cabeza y eso son veinticinco ducados —calculaba el escribano—. De este lote obtendremos lo suficiente para cubrir los gastos de la flota por más de diez días.
El capitán Perelló afirmó satisfecho con la cabeza. Estaba sentado en la mesa de la carroza junto al oficial Torrent recibiendo su informe de la operación. En el banco del fondo de la estancia, cerca del timonel, se encontraba el almirante, absorto en sus pensamientos y en apariencia indiferente a lo que se hablaba.
Joan se hallaba de pie detrás del oficial; sabía que su comportamiento en la refriega defraudó a Torrent y que este trataría el tema con el capitán. Pero en aquel momento a él no le importaba el castigo. Su atención se centraba en el almirante Vilamarí. Había jurado vengar a su padre y mató a su asesino en la taberna. Pero ahora comprendía que aunque el Tuerto fuera el autor material del crimen, el verdadero responsable era Vilamarí. La evidencia era aplastante. Él tuvo que matar, aun sin quererlo, a alguien que podía haber sido su propio padre. El almirante era el causante de su muerte y el ladrón de la libertad de su familia, él fue quien la destruyó. Su mirada se dirigía a aquel hombre cercano a los cincuenta años, enérgico y arrogante, pero que con frecuencia se ensimismaba. Merecía morir por el sufrimiento causado a su familia y a tantas otras. Conforme le miraba, Joan sentía la rabia crecer en su interior, era un odio frío y por ello más intenso. Suplicó que Dios le concediera la oportunidad de matarle y poder escapar. Su rencor no era suicida; no podía desperdiciar su vida sin antes localizar y rescatar a su familia. Y también ansiaba encontrar a Anna, abrazarla y rezaba cada día para que el Señor le concediera la gracia de hacerla su mujer.
De repente Vilamarí miró hacia la mesa y sus ojos se encontraron con los de Joan. Fue un choque violento y el muchacho supo que en aquellos instantes larguísimos le transmitía su rabia, su odio. El almirante le mantuvo la mirada, su rostro en general inexpresivo mostró primero una leve sorpresa y después Joan creyó ver bailar en sus labios una sonrisa cínica que no terminaba de asomar. El encuentro de miradas se hizo doloroso por su violencia hasta que Joan no pudo aguantar más y apartó sus ojos del hombre al tiempo que este hacía lo mismo.
—Solo uno de los infantes fue herido en un hombro por una saeta de ballesta —informaba Torrent—. Se repondrá fácilmente, si Dios quiere. En cuanto disparamos el arcabuz y cayó el cabecilla, los demás salieron corriendo, como siempre. No creo que esos pescadores oyeran antes un disparo de arcabuz y les produjo pánico.
Cuando terminó el relato de la emboscada y de cómo saquearon el villorrio capturando a sus habitantes, el oficial abordó el asunto de Joan.
—Se ha comportado como un cobarde —reportaba—. Ha dado mal ejemplo, y lo lamento porque al practicar con la espada me pareció un chico valiente.
—Pues recibirá diez azotes en público como escarmiento —dijo el capitán mirando acusador a Joan, que, de pie, le mantuvo la mirada.
—El muchacho no necesita azotes. —Todos miraron al almirante, que hasta aquel momento parecía por completo ajeno al diálogo—. Lo que precisa es más acción. En el próximo asalto será de nuevo el responsable del arcabuz.
Joan hubiera preferido cien veces los azotes. ¡Otra vez le obligarían a matar a inocentes! Estuvo a punto de protestar, aun sabiendo que era inútil, cuando el almirante le miró con intensidad:
—Tienes mucho aún que aprender, Joan Serra de Llafranc.
Joan se quedó paralizado, noqueado como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Nadie antes en la galera le había llamado de aquella forma, refiriéndose a su origen, usando el nombre de su aldea. Una aldea que Vilamarí saqueó, para asesinar y esclavizar a sus habitantes.
Comprendió que el hombre era totalmente consciente de lo que hacía cuando le enviaba a disparar el arcabuz sobre inocentes. Con toda seguridad al negociar con Bartomeu, este, como buen mercader, usó argumentos emotivos para justificar su ensañamiento con el Tuerto. Le habría contado la muerte de su padre y la desgracia de su familia para ablandar su corazón de pedernal.
¡Vilamarí lo sabía todo!, lo supo desde el primer momento. Y ahora jugaba con él de la forma sádica en que el gato juega con el ratón herido antes de matarlo.