Capítulo 69

Joan no contestó la carta, no podía hacerlo. ¿Qué iba a decirle? La única respuesta válida habría sido ir de inmediato a Nápoles y proponer a Anna que huyera con él. Sería una locura, pero era lo único digno, lo que ansiaba su corazón y lo que Anna parecía pedirle en sus líneas. Sin embargo, él estaba atado a aquellos malditos maderos con grilletes de hierro, no podía hacer nada y se sumió en el desaliento. ¿Para qué vivir sin la esperanza de tenerla? Reflexionaba diciéndose que aún quedaba su familia, que debía rescatar a su madre y hermana y que aquel era motivo suficiente para seguir luchando.

Cuando sus ánimos se serenaron, se prometió que buscaría a Anna casada o no. No le importaría pasar por encima del cadáver del marido. Y anotó en su libro lo que aún no era capaz de escribirle a la muchacha.

«Os amo, Anna. Siempre os amaré y nada me detendrá hasta teneros en mis brazos».

La flota patrulló por las islas del estrecho de Bonifacio y del archipiélago de la Magdalena al norte. Eran parajes de aguas transparentes que recordaban a Joan los de las calas de la costa de su aldea. No encontraron a ninguno de los piratas y corsarios que frecuentaban aquellas aguas; parecía que, alertados por la presencia de la flota, las habían abandonado. Al no haber combate, Joan permanecía encadenado a los remos. Eso ya no le importaba, en realidad sentía placer remando, el esfuerzo físico mitigaba su dolor.

Entre los galeotes corría un rumor que sumió a Joan aún más en la desesperanza. El rey Fernando había ordenado al almirante que no apresurara su viaje a Nápoles y que cuando terminara con los piratas en Cerdeña hiciera lo mismo en Sicilia. Pero aquello era a la vez contratiempo y alivio. No podía imaginar la tortura de estar encadenado a una galera en el puerto de Nápoles sabiendo que su amada se encontraba a poquísima distancia.

Antes de emprender el viaje a Sicilia, la flota ancló de nuevo en la rada de Alguer, donde se aprovisionó y los oficiales fueron honrados con bailes y cenas. Aquella noche solo quedaban en la nave los galeotes bajo la vigilancia de Garau y unos soldados de guardia que, aprovechando la ausencia de la oficialidad, jugaban a los dados en la carroza. La marinería y la soldadesca gozaban de los últimos placeres de la ciudad antes de embarcarse en una travesía de varios días.

Fue entonces cuando Garau apareció en la crujía junto a Jerònim, que siendo buena boya no estaba sometido a cadenas. Ellos también celebraban su fiesta y por la forma de hablar y reír habían tragado bastante alcohol.

Se detuvieron a la altura de Joan, se pusieron a cuchichear y a reír y después fueron al banco de atrás, al de Jerònim. Joan miró a Caries y le vio muy tenso, tenía miedo. El chico hizo un movimiento rápido, vaciando su bolsa de lona a sus pies. No tuvo tiempo de más. Jerònim le agarró del hombro y tiro de él.

—¡Déjame! —chilló Caries.

Tampoco pudo gritar más. Sanҫ, el camarada de Jerònim, a pesar de sus cadenas tumbó al chico sobre sus rodillas; debían de tenerlo planeado. Mientras, Garau, riendo, le introdujo unos trapos en la boca a la fuerza para acallarlo.

—Nos vas a dejar un ratito a tu novia, ¿verdad? —le preguntó Jerònim a Joan con voz beoda.

Jerònim y Sang forcejearon con Caries mientras el alguacil le quitaba los grilletes.

—¿Qué le hacéis? —preguntó Joan.

No daba crédito a lo que veía. No podía creer que le fueran a violar como le contó que le hicieron en Barcelona.

—¡Tú cállate si quieres vivir! —le amenazó Garau.

El chico se resistía con desesperación, pero eran tres hombres fuertes y en un momento le quitaron los calzones y la camisa. Su cuerpo blanco como la leche destacaba en la penumbra.

Los hombres reían y Jerònim le dijo:

—No te resistas, que sabemos que te gusta, bujarrón.

Joan vaciló un instante. Tenía miedo, sabía que no habría justicia para él si trataba de defender a Caries. Sería castigado y todas sus esperanzas de mejorar su situación, de que reconocieran su habilidad con las culebrinas y de que le dejaran ver a su amada en Nápoles se esfumarían. Pero sintió que no podía abandonar a su amigo y que si no le ayudaba, el recuerdo de su cobardía le perseguiría el resto de su vida.

Una vez decidido, el miedo se convirtió en rabia. Una rabia colosal, surgida de las injusticias, de las sufridas por Caries, de las propias y de su desesperación por la pérdida de Anna.

Tenía grilletes en su pie derecho y en su brazo izquierdo, pero las cadenas le permitían cierta holgura. Era más corpulento que ninguno de los contrarios y estos no sospechaban que él fuera a intervenir. Dio un paso hacia el banco de atrás con la pierna izquierda y tomando impulso descargó, con toda su rabia, un tremendo puñetazo en la cara de Garau, que cayó de espaldas en brazos de los galeotes del banco siguiente. Sin darle tiempo a reaccionar, pasó la cadena de su brazo izquierdo por el cuello de Jerònim y tirando de él hacia su banco empezó a estrangularle. Sang soltó a Caries para ayudar a su colega y el chico se abalanzó sobre los objetos de su bolsa de lona desparramados por el suelo.

Joan le había visto trastear en los momentos de descanso, aunque intentaba ocultar su trabajo. Por discreción, él aparentaba no mirar, pero sabía que usaba sus grilletes de hierro como herramienta. Y al ver a Caries empuñando una larga y afilada astilla de madera arrancada del banco, comprendió en qué se afanaba.

Sin darle tiempo a reponerse, el chico se abalanzó sobre Garau con una furia desesperada y le propinó varias cuchilladas, la primera en el cuello. Caries fue tan rápido y Joan tan lento en soltar a Jerònim que cuando lo hizo, el chico ya le había hundido al buena boya varias veces su astilla en las tripas.

—¡Perdóname, perdóname! —suplicaba Jerònim.

Mientras, Sang trataba de alejarse todo lo que sus cadenas le permitían para que el chico no le hiriera. Pero Caries no le prestó atención y se giró dispuesto a rematar a Garau. El alguacil estaba tendido sobre cubierta y no se movió con los nuevos golpes. Los primeros cortes le habían seccionado la arteria carótida y sangraba como un animal degollado.

Caries regresó hacia Jerònim, que estaba hecho un ovillo en el suelo, y quiso clavarle otra vez su arma mientras el buena boya gritaba. Pero la punta de su cuchillo de madera estaba ya roma y no le hizo más daño que el de los golpes. Entonces tiró la astilla al suelo, y aún desnudo, se quedó mirando a su amigo con una sonrisa trágica.

—Nos van a ejecutar por esto —musitó Joan.