Mientras corría por las calles oscuras, Joan fue tomando conciencia del desastre. No solo había matado al hombre que le podía dar información sobre el paradero de su familia, sino que acababa de perder la oportunidad de embarcarse en la flota y encontrar a Anna. Lo había estropeado todo. Además, los de Vilamarí no le perdonarían aquella muerte por mucho que él no hubiera iniciado la pelea. Fue afortunado al aprovechar la sorpresa para huir de los marinos. Se habrían vengado de inmediato y de perdonarle la vida en la taberna, el día siguiente habría colgado de uno de los mástiles de una galera como advertencia a la población civil de que los marinos de la flota eran intocables.
La venganza no le compensaba por la pérdida. ¿Qué haría ahora?
A su llegada a la fragua despertó al maestro Eloi para contarle lo ocurrido. El hombre se mostró muy preocupado.
—Esto es muy serio, Joan —le dijo—. No importa que él te atacara primero y que tú solo te defendieras. El almirante pedirá tu cabeza. No va a permitir que se diga que un menestral mata a uno de sus hombres y que se libra de ser ejecutado. No importa que el muerto fuera una mala persona y que estuviera a punto de matarte, querrá dar ejemplo y que todos los ciudadanos escarmentemos en tu cabeza.
—Lo sé, maestro —repuso Joan, cabizbajo—. Por eso salí corriendo.
—Aquí no estás seguro —continuó el hombre—. En las tabernas te conocen y antes de que amanezca enviarán un destacamento a prenderte y conducirte a la galera de Vilamarí. Allí serás juzgado y ahorcado.
Joan afirmó con la cabeza.
—¿Qué derecho les ampara para hacer eso? —preguntó el muchacho.
—El de la fuerza —repuso el maestro—. Y te aseguro que es más que suficiente. Pero nosotros, los ciudadanos libres de Barcelona, también tenemos nuestros derechos. Y fuerza. Hay que buscar un lugar donde puedas esconderte esta noche.
—El convento de Santa Anna está cerrado y no abrirá hasta el toque de prima, a la salida del sol. Solo me queda…
—No me digas adónde vas —le cortó el maestro—. Me basta con que lo sepa tu hermano.
Joan despertó a Gabriel y le contó lo ocurrido, desolado. Sí, había vengado a su padre, pero estropeando la oportunidad de conocer el paradero de su familia en Italia. No era un buen cambio.
—Yo quería matarle —le confesó entre lágrimas—. Aunque no en ese momento. Solo que cuando ese hombre me atacó, una mezcla de miedo y rabia se apoderó de mí. Le clavé hasta cuatro veces mi daga. Con una hubiera bastado, debí parar ahí. Pero no pude y la segunda cuchillada le mató.
—No te culpes, defendías tu vida —repuso su hermano—. Ahora tienes que esconderte. Y por Italia no te preocupes. Me alistaré en las galeras de Vilamarí en tu lugar y las encontraré.
Joan meneó la cabeza sin contradecirle. Su padre le encargó cuidar a Gabriel y no creía que el chico estuviera preparado para semejante aventura. Nunca lo estaría. Bajo ningún concepto iba a dejar que se embarcara. Él era el mayor y esa era su responsabilidad.
Le costó que los criados abrieran la puerta de la casa de Bartomeu, pero el mercader le acogió con sorprendida amabilidad. ¿Qué le traía allí a aquellas horas?
Cuando le contó lo ocurrido, el comerciante se espabiló de inmediato. Bartomeu había progresado mucho tanto en los negocios como socialmente en los últimos años y era uno de los treinta y dos consejeros que representaban a los mercaderes en el Concell de Cent, órgano rector de la ciudad.
—¡No vamos a permitir que ese corsario de Vilamarí dicte su ley en Barcelona! —dijo indignado—. No importa el número de galeras que tenga en el puerto y que goce otra vez del favor del rey.
Después miró a Joan:
—Pero quizá nos estamos precipitando, ¿no crees? El almirante aún no ha hecho nada, ¿verdad? Anda, ve a la cama y mañana veremos cómo componer este asunto.
Sin embargo, el almirante actuó justo como el maestro Eloi había anticipado. Del interrogatorio a los taberneros surgió la identidad de Joan y su paradero, y al amanecer una compañía de cincuenta ballesteros apareció en el taller, y lo registró de arriba abajo a la búsqueda del chico.
Aquello originó un fuerte altercado entre la ciudad y el almirante Vilamarí. Pero el gremio de los fundidores y por extensión todos los Elois se consideraban parte en el asunto, ya que el inculpado era un maestro del gremio y el almirante, por mucho que lo fuera de las galeras reales, no tenía derecho al registro de uno de sus talleres.
La disputa se elevó al infante Enrique Fortuna de Aragón, que lo último que deseaba era terciar en un altercado que involucraba a la ciudad, siempre combativa a la defensa de sus derechos, al mayor de los gremios de esta y al almirante de la flota del rey. Así que reunió a Bartomeu, en representación de la ciudad, a Eloi, delegado por su gremio en este asunto, y al almirante en su residencia de la calle Ancha, con el fin de que las partes negociaran un acuerdo.
El almirante Bernat de Vilamarí tenía unos cincuenta años, era alto, de ojos castaños, cejas pobladas, pómulos elevados, barbilla firme y la tez bronceada, algo inapropiado para un noble. Sus modales eran enérgicos y su indumentaria italianizante. Al ser el de mayor linaje entre los litigantes, habló primero:
—No dejaré sin castigo a un matón de taberna que asesina a uno de mis marinos —dijo—. Quiero que la ciudad me lo entregue para ahorcarlo.
—Joan no es ningún matón de taberna —aclaró ofendido Eloi—. Es un miembro respetable del gremio que os fabrica los cañones. La cofradía de los Elois hizo ya su investigación y hablamos con los taberneros. Vuestro marino perdió un buen dinero con los dados, bebió mucho y sacó su arma primero. El muchacho solo se defendió. El gremio le ha declarado inocente y lo protegerá hasta las últimas consecuencias.
Vilamarí pareció ponderar aquella información, quizá nueva para él. No podía tomarse a la ligera las palabras del representante gremial. Había enviado un escuadrón que entró por la fuerza en un taller de fundición sin encontrar resistencia. Pero los ciudadanos de Barcelona tenían el derecho y la obligación de poseer armas y de saber usarlas para defender a la ciudad y sus intereses. Y los regimientos ciudadanos se agrupaban alrededor de los gremios, que tenían cuadros de mando bien establecidos con formación militar. No contemplaba usar la fuerza de nuevo. En una lucha callejera, sus hombres tendrían las de perder.
—Además —intervino Bartomeu—, el chico no tiene aún veintitrés años, es menor y no puede ser ejecutado.
—Si es menor de edad, debe pasar primero por la vergüenza y después ser condenado a remar en galeras por el resto de su vida —afirmó el almirante.
—El gremio no consentirá eso —dijo Eloi—. Ha sido declarado inocente.
—Pues en el juicio que yo hago es culpable —insistió el almirante.
—Entonces debe tener un juicio independiente —concluyó Bartomeu con ánimo encendido—. Pero os advierto, almirante, que los taberneros declararán lo visto y el chico será absuelto.
—Mirad —respondió Vilamarí con un ademán ecuánime que pretendía relajar la tensión—, no puedo consentir que uno de mis hombres sea asesinado por un civil en una pelea de taberna. La flota espera un castigo ejemplar para el culpable. Es un asunto de honor. Si este no fuera nuestro puerto, si estuviéramos en un país extranjero, organizaríamos una acción de castigo donde murieran un par de villanos. O bombardearíamos la ciudad. Y no importa lo que digan los taberneros, ellos defienden a su cliente. Los marinos que estaban en la taberna dirán lo contrario.
—Ellos no lo vieron —interrumpió Eloi—. Jugaban a los dados en aquel momento.
—No importa lo que vieran —continuó el almirante—, sino lo que declaren. Además, nuestro hombre tenía cuatro heridas. Ese muchacho quiso matar, merece ser castigado.
—El chico se defendía —dijo Bartomeu.
—Pero no fue herido —le cortó Vilamarí—. Y él hirió cuatro veces.
—Un momento, señores —intervino el infante Enrique, que hasta el momento se había mantenido en silencio—. No voy a entrar en culpabilidades ni inocencias, pero os manifestaré la voluntad real. La flota será muy necesaria en los tiempos que se avecinan y el rey Fernando quiere que se respete su honor y que mantenga su moral alta. Tampoco quiere ofender a la ciudad. Espero no tener que dictar sentencia por mi cuenta en ese asunto y que acordéis una fórmula que contente los mínimos de cada uno, al tiempo que sea un castigo ejemplar.
—Pero… —Eloi quiso hablar.
—No hay más que decir —le interrumpió el infante—. Reuníos en otro lugar y otro momento y buscad una solución que, como representante del rey, me contente. Ese acuerdo será la sentencia que dicte.
Y se levantó despidiéndolos con un ademán.
Eloi cedió su voz a Bartomeu en la negociación, le disgustaban los aires de superioridad de la nobleza. El mercader, en cambio, era bachiller y su estamento social estaba mucho más cercano al de los nobles, pero la negociación era difícil a pesar del poder de la ciudad. Vilamarí tenía a su favor no solo la fuerza de sus galeras, sino la de las tropas reales del principado, pues contaba con el apoyo del rey y de su lugarteniente el infante Enrique de Aragón. Este era conde de Ampurias y por lo tanto amigo y vecino de Vilamarí en su posesión de Palau.
Bartomeu no dudaba de que si el infante Enrique se veía obligado a dictar sentencia, sería a favor del almirante y en contra de Joan. Y este sería ahorcado. Deseaba a toda costa salvar la vida de aquel chico al que quería como al hijo que nunca tuvo.
Los dos hombres congeniaron: el almirante era un hombre culto, herido desde hacía años por la magia del Renacimiento y, al estilo de Italia, gustaba de reuniones sociales en las que se trataba de literatura, poesía y filosofía. Por lo tanto, era también ávido lector. Su perfil guerrero, pirata en opinión de muchos, se suavizaba con su faceta intelectual. Las reuniones entre ambos fueron pronto cordiales, eran buenos negociadores, entendían bien las necesidades del contrario y el costo que satisfacerlas representaba a cada uno.
Al final acordaron declarar a Joan culpable de homicidio, pero con la atenuante de defensa propia. Para que hubiera castigo ejemplar tenía que ser culpable y esa era una exigencia inamovible del almirante.
Joan sería paseado por la ruta de la vergüenza de la ciudad, aunque solo recibiría cien latigazos y serían amañados para que no le hirieran. Después penaría dos años como galeote remando en las galeras de Vilamarí. El mercader quiso interesar al almirante con las habilidades de Joan y que cumpliera su condena como marino, pero el almirante se negó en rotundo. Debía remar. Lo más que obtuvo fue que Vilamarí aceptara a regañadientes poner los medios para evitar que los marinos se vengaran de Joan. Aunque le advirtió que si cometía faltas sería castigado como cualquier galeote, e incluso ejecutado.