No había indicios de conspiración contra el monarca, pero la familia real se trasladó al monasterio de San Jerónimo de la Murta, en Badalona, para que el rey se recobrara de su herida. Era un lugar tranquilo, estaba cerca de Barcelona y tenía unos excelentes muros y torres de defensa. Además, el puerto de Badalona se encontraba a escasa distancia y permitía un mejor anclaje a las galeras que el de la Ciudad Condal.
Allí, atendido por los frailes jerónimos y por el amor de la reina, la curación física del rey avanzaba con rapidez. Pero la otra herida, la que el «leal». Joan de Canyamars le infligió en el alma, aún dolía. Cerraba los ojos y veía aquella cara enjuta y arrugada, morena del sol del campo, aquella que en su infancia representaba protección y cariño, llamándole traidor y escupiéndole.
—No sabe —se decía—. Es incapaz de comprender.
Pero veía al viejo torturado, atado a los barrotes, acusándole. Y sentía de nuevo el dolor en el corazón. Entonces, para librarse del sufrimiento, pronunciaba cual exorcismo contra el diablo:
—¡Tanto monta!
Aquella frase rememoraba a Alejandro el Magno, el conquistador, su modelo. La historia decía que en Gordión, un campesino sujetaba sus bueyes con un yugo anudado con cuerdas de forma tan compleja que eran imposibles de desatar. Los augurios profetizaban que quien deshiciera aquel nudo dominaría Asia. Alejandro, enfrentado a tal complicación y en ademán conquistador, sacó su espada y cortó el nudo a tajos. El héroe pronunció la frase: «Tanto monta cortarlo como desatarlo». Y Asia se rindió a sus ejércitos.
Ese era el símbolo escogido por el rey. El yugo con el nudo gordiano, y el lema de «Tanto monta».
Para un monarca como él, paladín de la cristiandad, con un destino grandioso por la voluntad de Dios, el fin justificaba los medios. Cerró los ojos y se vio descargando su espada sobre el nudo gordiano. Los abrió y al cerrarlos su espada cayó sobre el cuello de Joan de Canyamars.
—¡Tanto monta! —exclamó.
En Barcelona el pueblo se mantenía expectante, ávido de noticias sobre la salud del monarca. El día siguiente del atentado se suspendió la procesión de la Purísima Concepción y se iniciaron plegarias en todas las iglesias. Durante los siguientes días, diversas procesiones organizadas por gremios, iglesias y el propio consistorio recorrieron las calles de la ciudad rogando por la recuperación del monarca.
A Joan de Canyamars se le consideró loco e inspirado por el diablo. Dijeron que oía voces del ser maligno que le ordenaban no confesarse y que el demonio le repetía al oído que él era el verdadero rey y que si asesinaba a Fernando, sería él quien reinara. El diablo, y no otra, era la causa de aquel acto infame destinado a impedir que el rey cumpliera su misión divina. Y gracias al cielo, había fracasado.
Pero la supuesta locura del remensa no le libró de la sentencia: «muerte cruelísima».
Joan escuchaba perplejo las historias sobre el diablo. Él conocía la verdad. Y cuando los pregoneros anunciaron que el día 12 de diciembre a mediodía empezaría la ejecución, dudó si presenciarla. Sin embargo, se trataba de un acontecimiento y los compañeros del taller pidieron licencia al maestro Eloi para verlo. Joan decidió al fin acompañarlos.
El espectáculo se organizó de forma semejante a la ejecución de Pere Joan Sala, solo que el recorrido sería más largo y la tortura aún peor.
En la plaza del Rey, en el lugar del crimen, los verdugos le subieron al carretón donde ya le esperaba el capellán y le ataron desnudo al poste. Estaba cubierto de heridas que aún sangraban y su cuerpo tenía un color blancuzco que resaltaba en contraste con sus manos y su cara curtidos por el sol. A pesar de su delgadez y sus heridas se mantenía erguido y soportaba estoico los insultos de las gentes. La dignidad y entereza del hombre le recordaban a Joan la mostrada por el líder remensa y le llenó de orgullo. ¡Él le conocía, sabía la verdad! Pero se abstuvo de hacer comentario alguno.
En la misma plaza del Rey, el verdugo le cortó la mano derecha a la altura de la muñeca; era con la que hirió al monarca. Joan de Canyamars no exhaló ni una queja. La comitiva siguió arrancándole partes del cuerpo pieza a pieza a cada parada. Murió en la plaza del Born, pero el suplicio debía continuar y siguieron desmembrándole. Salieron de la ciudad por el Portal Nou y en la misma zona donde los muchachos acostumbraban a batallar a pedradas, las gentes lapidaron lo que quedaba de Joan de Canyamars. La «muerte cruelísima» terminó en el Canyet, donde se quemaron los pedazos del cuerpo junto al carro.
Joan no siguió a la comitiva. Fue a la taberna en la que brindó con el remensa. Estaba vacía, todo el mundo presenciaba el espectáculo. Se sentó en la misma mesa y en la misma silla. Después levantó su copa:
—Por la libertad.
Y tragó su vino sin completar el brindis, porque Joan de Canyamars no había cobrado su deuda. ¡Sesenta sueldos! Joan se dijo que no era mucho, el maestro Eloi, además de hospedaje y comida gratuitos, le pagaba esa cantidad por solo tres meses de trabajo. ¡Qué vida tan miserable la de aquel remensa que ni siquiera podía ahorrar sesenta sueldos para redimirse de la servidumbre!
Después se dijo que Joan de Canyamars no quería los sesenta sueldos, quería vengarse. Quería que el monarca pagara con su vida. Joan suspiró; el pobre hombre no fracasó por completo. ¿Cuánto valdría la sangre derramada del rey Fernando? Herir a un rey era algo muy serio. Aquello le hizo pensar en la venganza, en la que él tenía pendiente.
Antes de terminar su último vaso, solo aún en la taberna, lo levantó por Joan de Canyamars, que al fin era libre.
—Por la libertad y las deudas que se cobran —brindó con el fantasma del remensa.
Después, en la noche escribió en su libro: «¿Venganza?».
Esa fue la palabra que Joan empezó a repetirse a raíz de la ejecución del remensa. La historia de aquel hombre removió sentimientos en su interior que creía dormidos. Quería venganza y seguía con ansiedad las noticias de la flota de Vilamarí.
Hacía ya dos años desde que Joan recibiera la primera carta de Anna. Durante ese tiempo su correspondencia fue constante pero intermitente, pues debían ajustarse a los correos y envíos que Bartomeu y el librero napolitano se hacían dentro de su relación comercial. En alguna ocasión en que Joan rogó a Bartomeu que enviara su respuesta de inmediato, la carta de Anna le llegaba igualmente junto a los envíos del librero. Y estos no eran más que cuatro o cinco al año. El transporte usado era la carabela y el viaje de Barcelona a Nápoles se demoraba más de un mes. De mayo a octubre operaban también las galeras que hacían el recorrido en quince días, pero era un transporte caro que Bartomeu usaba esporádicamente.
La espera era agónica para Joan y cada vez que recibía carta de su amada rezaba antes de abrirla para no leer que sus padres la casaban. Anna tenía ya diecinueve años y la presión para que aceptara el cortejo de un galán era intensa. Ella insistía en que le amaba y que haría lo posible por esperarle y Joan daba gracias al cielo por ello, pero era realista; si en Barcelona su amor era casi imposible por la diferencia social, ahora la distancia empeoraba las cosas. Aun así no podía renunciar a su sueño, a su esperanza.
En su correspondencia, Anna le explicaba que la familia Roig quiso instalarse primero en Sicilia, pero el firme propósito del rey Fernando de establecer la Inquisición también en aquel reino les hizo mudarse a Nápoles. El reino de Nápoles estaba regido por una dinastía aragonesa que ofrecía buena acogida a conversos y judíos. Allí esperaban encontrar una existencia libre y sin sobresaltos.
Joan vivía inquieto, ahorraba lo que podía de su sueldo y esperaba con impaciencia la llegada de Vilamarí.
Nunca antes las tabernas se llenaron de tantos rumores y noticias. A finales de diciembre decían que el rey Fernando ordenó a Vilamarí el desguace de su flota; se le acusaba de reclutar marinos y galeotes a la fuerza y de actos de piratería. Joan pensaba que el almirante y los suyos merecían un castigo mucho mayor, pero se sintió decepcionado. Sus planes de enrolarse en la flota para recabar información sobre su familia y tener cerca a los responsables de su desgracia se frustraban. ¿Cómo encontrar ahora al Tuerto, si aún vivía? Sin embargo, otros opinaban que Vilamarí no se resignaría y que acudiría a Barcelona para persuadir al monarca. Decidió esperar con paciencia. No quedaba más opción.
El día 8 de enero de 1493 los pregoneros dieron la gran noticia: el rey Fernando acababa de firmar un tratado con Francia. Por él recuperaba, sin necesidad de luchar, los condados de la Cerdaña y del Rosellón ocupados treinta y dos años antes por Francia como garantía a la deuda contraída por Juan II, el padre del rey, por el apoyo que le dieron los ejércitos franceses en la guerra civil catalana. Después Francia se negó a devolverlos y Juan II tuvo que retirarse derrotado tras su intento de recuperarlos por las armas. Ahora, Francia se los cedía al rey Fernando pagando además una indemnización monetaria.
El día siguiente, el rey dio un paseo a caballo por la ciudad rodeado de sus notables y fue aclamado por la población como nunca antes. La reina y el príncipe Juan le acompañaban. Eran los vencedores de la guerra civil castellana, de la de Granada y ahora recuperaban la integridad de Cataluña. ¡Eran sin duda los elegidos de las profecías!
Pero en las tabernas, llenas de forasteros, Joan oía opiniones variadas sobre ese asunto expresadas en distintos idiomas. Y los que hablaban lenguas foráneas, creyendo que nadie los entendía, se expresaban libremente, sin cortapisas.
Supo que la situación había cambiado mucho desde que Juan II trató de recuperar los condados del Rosellón y la Cerdaña fracasando en el intento. La confederación de reinos que representaba la Corona de Aragón entonces, con poco más de un millón de habitantes y con Cataluña devastada por la guerra civil, no era rival para Francia, siempre deseosa de nuevas anexiones. Pero ahora había que sumar a Castilla y León con casi siete millones de habitantes y a Granada con otro medio millón. Era multiplicar por ocho el poder militar al que Francia se tenía que enfrentar.
—Su señoría el rey Fernando capitaneó los ejércitos de nuestra reina Isabel durante la guerra civil castellana, vencieron, e Isabel se proclamó reina —decía un hombre de armas en castellano—. Después el rey dirigió la guerra de Granada ayudando a Castilla con la flota y tropas de sus reinos.
—Y ahora es cuando su esposa le devuelve el favor poniendo los ejércitos castellanos al servicio de los intereses de Aragón —respondía su interlocutor—. Y el francés, temeroso de nuestro poder, quiere la paz.
Aunque las conversaciones que Joan oía a los franceses no denotaban temor. El rey Carlos VIII de Francia no le hizo un regalo a los reyes de España impresionado por la toma de Granada. Tenía otros planes. Nada menos que recorrer toda Italia hasta el reino de Nápoles, conquistarlo y declararse soberano por la herencia que le venía de los Anjou, sus antiguos reyes. Pero el rey Fernando I de Nápoles, llamado Ferrante de Aragón, era primo del rey Fernando de España y estaba casado con Juana, la hermana de este. El trato era que España no intervendría contra Francia ni podría acordar alianzas matrimoniales con otros países europeos sin el consentimiento de esta. De alguna forma, Fernando de España le daba carta blanca a Francia contra su primo y hermana.
—El rey Fernando traiciona a su familia de Nápoles —oyó Joan que decía uno de los criados del séquito francés.
—Quizá —repuso otro—. Pero dicen que el astuto rey de Aragón se guarda un as en la manga. ¿Sabes que el acuerdo se rompe si alguno de los dos firmantes ataca al Papa?
—Esa cláusula aparece siempre en los tratados que firman reyes cristianos entre ellos.
—Sí, pero mira el mapa —repuso el primero—. Los Estados Pontificios, donde reina un Papa español, se encuentran en el camino de Francia a Nápoles. El rey Carlos VIII tendrá que pasar por ellos.
Entonces Joan supo que habría guerra en Italia muy pronto y que, a pesar del acuerdo, el rey Fernando no se quedaría con los brazos cruzados.
El taller del maestro Eloi continuaría fabricando cañones sin parar y habría pasajes gratuitos con destino a Italia para muchachos como Joan que quisieran empuñar las armas.