Capítulo 56

Joan apenas durmió aquella noche, la historia del remensa ocupaba sus pensamientos. Había algo suelto en aquel relato, algo que no encajaba. La inquietud se mantenía a la mañana siguiente y al fin no pudo más y fue a preguntarle al maestro Eloi.

—Maestro, después del tratado de Guadalupe ya no quedan remensas. Ya no hay malos usos y los campesinos son libres, ¿verdad?

El hombre pulía con la ayuda de un aprendiz el interior de un cañón y le miró extrañado.

—¿A qué viene eso, Joan?

—Respondedme si sabéis, por favor, es importante. —Había angustia en su voz.

El viejo se quitó los guantes para rascarse la cabeza.

—Bueno, no todos consiguieron la libertad.

—¿No?

—Los más pobres no. Según el tratado, tenían que pagar una remensa de sesenta sueldos a sus amos para lograr la libertad y muchos no tenían ese dinero. Así que continuaron como siervos.

—¡Sesenta sueldos! —exclamó Joan—. ¡La suma que dice le debe el rey!

De repente lo comprendió todo. La deuda que Joan de Canyamars pretendía cobrar al rey no era de dinero.

—¡Disculpadme, Eloi, me tengo que ir! —le gritó al maestro, que le miraba asombrado.

Se quitó el delantal de cuero y salió corriendo, quería llegar a la plaza del Rey lo antes posible. Pero las doce sonaron justo cuando cruzaba la Porta Ferrissa. «Demasiado tarde, llegaré demasiado tarde», se decía.

Mientras corría jadeante, se preguntaba a quién deseaba salvar, si al viejo remensa de su locura, al rey, o a ambos.

—Señor, que no sea cierto, que esté yo equivocado —rezaba.

Encontró los alrededores de la catedral abarrotados, tuvo que abrirse paso a empellones, y entrando en la plaza oyó vítores dirigidos al rey. Apartó a los curiosos a codazos sin reparar en las protestas ni en los golpes que recibía. Y cuando alcanzó la primera línea vio horrorizado que estaba en lo cierto y que llegaba tarde. Los que salían de la audiencia pública formaban corrillos al pie de la gran escalinata que daba acceso a las puertas del palacio y a la capilla palatina de Santa Ágata. Los curiosos dejaban espacio para la comitiva y los mozos que preparaban las mulas y los caballos que trasladarían al séquito real a su residencia. El rey Fernando se detuvo en el penúltimo escalón para hablar con un cortesano cuando desde la capilla real salió un hombre, que bajó las escaleras, rápido, hacia el monarca, situado de espaldas a él. Al tiempo, dejaba caer su capa y desenvainaba una espada corta y ancha.

Era Joan de Canyamars, que quería cobrar su deuda. Joan nunca supo si fue él el primero en gritar, pero varios lo hicieron. Alarmado, el rey hizo un movimiento brusco, aunque no pudo librarse de la cuchillada.

—¡Traición! —gritó el monarca mientras se protegía el cuello con una mano—. ¡Traición!

El remensa quiso lanzar otro tajo, pero ya era tarde. Un cortesano se interpuso entre ambos mientras sujetaban los brazos al payés, y le daban tres puñaladas.

—¡No lo matéis! —ordenó el rey Fernando tratando de reconocer a su asaltante.

Por un instante las miradas de ambos se encontraron y el remensa, a pesar de sus heridas, le gritó:

—Por los sesenta sueldos. ¡Traidor!

El rey estaba a punto de desvanecerse y entre varios lo subieron al palacio real mientras a gritos pedían médicos. También se llevaron al agresor. Joan quedó confuso, rodeado de gentes tan desconcertadas como él, viendo cómo las puertas del palacio se cerraban y varios hombres de armas se colocaban en el exterior. Temían que se tratara de una conspiración y que quisieran rematar al rey.

La muchedumbre se dispersó con rapidez haciendo correr la voz, y Joan, aún sobresaltado por la escena, regresó al taller del maestro Eloi, a contar lo que sus ojos vieron. Conforme la noticia se propagaba por la ciudad, vecinos armados salían a la calle gritando vivas al rey.

Otros, los que durante la guerra lucharon contra el padre del rey Fernando, se refugiaban en sus casas temerosos de que los culparan y que los exaltados descargaran en ellos su ira.

En el interior del palacio dieron a beber al rey un vino fuerte y le tumbaron. Se decía incrédulo que agonizaba y a la vez que él no podía morir, no aún, que era el elegido de Dios para culminar la mayor empresa de la cristiandad.

Pero su cuerpo le expresaba lo contrario.

—Mi corazón se me va —murmuró con los ojos cerrados—. Sujetadme fuerte.

Se desvaneció, aunque al poco, mientras los médicos le atendían, recuperó la consciencia.

—Es una herida tremenda —decían—. En algún lugar se hunde en la carne tres o cuatro dedos. Precisa de siete puntos de sutura.

—El collar de oro detuvo el golpe —comentaba otro—. Dios ha hecho un milagro salvándolo. Se libró por el grosor de un hilo de araña.

«Dios, Dios me protege», se decía Fernando mientras rezaba, aún sin querer abrir sus ojos.

La reina Isabel ordenó aparejar las galeras y tenerlas listas en el puerto por si la corte se veía obligada a huir de Barcelona. Algunos cortesanos afirmaban que era una conjura de los derrotados veinte años antes y los consejeros de la ciudad y los nobles locales respondían airados que se trataba del acto de un loco y que Barcelona entera apoyaba al rey. Las calles estaban repletas de ciudadanos armados que clamaban venganza y no iba a ser fácil calmarlos.

La investigación encargada por la reina se centró en el prisionero a falta de otras pistas. Así que le curaron las heridas para que sobreviviera lo suficiente para torturarle, hacerle hablar y después ejecutarle en público.

Al sentirse fuera de peligro, el rey quiso ver a solas al preso a pesar de las protestas de los médicos. Cuando le hirió había ubicado, como en una pesadilla, a aquel hombre en su infancia. ¡Era el fiel Joan, su protector y el de su madre en el sitio de la Forga! Se dijo que no podía ser, de aquello hacía treinta años. Pero la duda le angustiaba.

—Es como una roca —le dijo al rey el torturador—. Lo encaja todo sin siquiera un lamento. Hasta ahora solo sabemos su nombre, Joan, y que viene de Canyamars, un lugarejo cerca de Dosrius. Dice que actuó solo y que quería cobrar una deuda antigua.

El rey Fernando se estremeció. ¿Sería el mismo Joan de la Forga?

Asegurando bien cada paso y agarrándose al dintel de la puerta, con mucho cuidado, pues la herida dolía y el vendaje era aparatoso, entró en la sala de torturas, la misma que usaba la Inquisición. Los médicos y los cortesanos se quedaron en el umbral de la puerta, dispuestos a tomarle en brazos si desfallecía, pidiéndole que vigilara sus movimientos. La herida podía reabrirse.

Se encontró a un hombre atado a unas barras de hierro, cubierto de vendajes para contener las hemorragias de unas heridas hechas con sumo cuidado para que dolieran y no mataran. Tenía los ojos cerrados pero los abrió al oír que alguien entraba.

Sus miradas se encontraron.

—¿Quién eres? —preguntó el rey.

—Soy Joan. ¿Su señoría no me reconoce?

El corazón le dio un vuelco al monarca y buscó apoyo en la pared, jadeaba y le flaqueaban las piernas. Era una pesadilla.

—¿Joan? ¿Eres Joan de la Forga?

—Ese soy, su señoría.

—Pero ¡¿cómo tú me has querido matar?! —exclamó el rey consternado—. ¡Tú, a quien mi madre llamaba el fiel Joan! ¡Tú, que nos salvaste la vida cuando asaltaron la Forga! Pero si jugabas conmigo y me enseñaste a usar la rodela y la espada. ¿Por qué me traicionas? ¿Qué te han dado? ¿Dinero, joyas? ¿Quiénes son tus cómplices? ¿Quiénes te engañaron?

—Mi único cómplice es Pere Joan Sala.

—¡Pero si está muerto!

—Continúa siendo mi camarada y voy a reunirme con él. Y vos, señoría, sois un traidor y lamento haber errado el golpe y que aún estéis vivo.

—¡Cómo te atreves!

—Nosotros luchamos por vuestra causa y la de vuestro padre. Dimos nuestras vidas y cuanto teníamos. A cambio os pedíamos la libertad. Ganasteis la guerra y os olvidasteis de las promesas. Y peor aún, nos vendisteis junto a nuestras familias a los que antes eran vuestros enemigos, solo por dinero. Por dinero les disteis de nuevo el derecho a los malos usos. Vos sois el traidor, señoría.

—Necesitaba ese dinero para la guerra de Granada. La guerra de Dios. ¿No lo comprendes? El fin merecía ese sacrificio. Unos años después lo reparé con la sentencia de Guadalupe.

—Lo hicisteis porque sabíais que nunca nos resignaríamos y queríais paz en el país. Pero fue demasiado tarde. Demasiado tarde para Pere Joan Sala, para mi hijo, para mi nuera, para mi nieta y miles más. También fue demasiado caro. Fuimos muchos los que no pudimos comprar nuestra libertad por sesenta dineros y seguimos siendo esclavos.

—Joan, eres un pobre payés y no puedes entender las razones de Estado. Nunca lo podrás comprender…

—¡Sí que entiendo! —gritó el payés sorprendiendo al rey—. Entiendo que hay que cumplir la palabra dada, entiendo lo que es honor, lo que es dignidad. Entiendo que un hombre debe proteger a su familia de abusos, que debe luchar por la libertad. Y entiendo que un rey que traiciona a sus súbditos es indigno, no tiene honor y merece morir.

—¡Cómo te atreves! —El soberano enrojeció de ira—. Tengo una misión que está por encima de todo eso, es la voluntad de Dios. Un rey, como en el ajedrez, tiene a veces que sacrificar sus propias piezas para ganar la partida.

—Sois un traidor. —E intentó alcanzarle de un escupitajo.

Fernando no se movió, el viejo estaba tan débil que la saliva le cayó encima; aquellas eran las últimas fuerzas del remensa, que cerró los ojos y se dejó colgar de sus ataduras. El rey estaba perplejo, nadie antes se atrevió a escupirle. Nunca. De pronto sintió un dolor horrible en la herida y palpando el dintel de la puerta salió. De inmediato los médicos le tomaron de los brazos acompañándole.

—Quiero saber quién está con él —le dijo a los verdugos con voz apagada.

—No dice nada, mi señor —repuso el capitán de la guardia—. Creemos que es un loco y que está solo.

—Sí que es un loco —confirmó el monarca—. Pero aseguraos de que no haya nadie más.