Capítulo 47

Terminado el desayuno, Joan se disponía a salir hacia la iglesia de la Trinitat con su obra maestra, junto a mosén Corró, cuando se oyeron gritos a la entrada de la librería.

—¡Paso a la Santa Inquisición!

Solo el nombre ya despertaba pavor y Joan observó al amo, que parecía haberse encogido de miedo. Todos se quedaron paralizados mirándose unos a otros en un intercambio de preguntas mudas.

—¿Qué querrán? —Se interrogó con un hilo de voz el librero.

Joan se dijo que la Inquisición no podía traer nada bueno. Al poco, un alguacil seguido de hombres armados irrumpió en el taller.

—¿Mosén Corró?

—Soy yo —dijo el amo.

—Quedáis detenido en nombre del Santo Oficio —informó el alguacil—. Vos y todos los que se encuentren en vuestra casa. El edificio se precintará y nadie podrá entrar hasta nueva orden de fray Espina, el inquisidor general.

—Pero… —quiso protestar el librero.

—Cualquier cosa que tengáis que decir lo haréis frente al inquisidor. Yo solo cumplo órdenes.

Los soldados desalojaron sin contemplaciones el taller y por los gritos que se oían de las mujeres hacían lo mismo en los pisos superiores. Joan apretó contra su pecho su obra maestra y siguió al amo hacia la puerta.

Al cruzar por la tienda se quedó petrificado. Allí estaba Felip. ¡Lo imaginaba en la cárcel, pero venía con los soldados de la Inquisición!

—¡¿Tú?! —exclamó mosén Corró.

—Os advertí que lo pagaríais —le espetó el matón con una sonrisa rencorosa. Y dirigiéndose a Joan le dijo—: No se puede sacar nada de aquí.

Y le arrebató el paquete con la obra maestra.

—¡Esto es mío! —exclamó Joan forcejeando con él.

—Es el famoso libro que ibas a presentar hoy a los maestros, ¿verdad? —Felip sonreía.

Joan se preguntaba cómo sabía aquello y qué papel jugaba el pelirrojo en el asalto. Los soldados expulsaron a los operarios y con ellos salió el amo; no así Joan, que se aferró a su precioso libro.

—Pues queda requisado por la Inquisición —le informó el grandullón—. ¿No sabías que los Corró eran conversos?

—¿Conversos? —exclamó Joan, estupefacto.

La noticia le causó tal asombro que soltó su libro. Los amos se comportaban en todo como buenos cristianos, no se distinguían en nada.

—Sí, lo son ambos, él y ella. Dios los cría y ellos se juntan. —Felip sonreía victorioso—. Sus bisabuelos se convirtieron después de la matanza de judíos de 1391, pero como puedes ver, no emparentaron con cristianos viejos.

—Pero cumplen como buenos cristianos.

—Veremos si son capaces de probarlo.

—En todo caso, la Inquisición no puede requisar mi libro —afirmó Joan tratando de recuperarlo—. Tú sabes bien que la obra maestra la paga el aprendiz y es suya. Además, soy cristiano viejo libre de toda sospecha.

—La Inquisición hace lo que quiere. —Joan notaba que el grandullón gozaba del momento—. Y tú aún tienes que probar tu pureza de sangre, remensa.

—¿Qué tienes que ver tú con el Santo Oficio? ¿Quién te da ese poder?

—Soy familiar de la Inquisición. Ya lo era, en secreto, antes de que el converso ese me echara. Y fray Espina me aprecia mucho, le proveo de buena información.

—¿Es por eso por lo que a pesar de robar te libraste del alguacil?

—Pues claro. Los familiares de la Inquisición tenemos inmunidad frente a las autoridades civiles y frente a cualquier otra. Solo nos puede juzgar la propia Inquisición.

Al ver la expresión de Joan, Felip rio. Suyo era el triunfo final.

—Ya ves, remensa —le dijo entre risotadas—. Creías que me habías ganado, ¿verdad? Pues quien ríe el último ríe mejor.

—¡Hijo de puta! —exclamó Joan antes de lanzársele encima.

Felip esperaba que intentara recuperar su obra maestra, pero Joan se olvidó de ella. El matón sujetaba el libro y no estaba preparado para el puñetazo que le reventó el labio. Ni para la lluvia de golpes y patadas que le siguieron. Fueron los soldados los que le libraron de Joan, arrastrando a este hacia la calle, donde esperaba el resto. El alguacil le hizo formar con los demás e impidió así que el maltrecho Felip pudiera revolverse, aunque el grandullón se cuidó de no acercarse al aprendiz. Los prisioneros no estaban atados y el chico, con los puños crispados, le buscaba con la mirada deseando golpearle otra vez.

Los vecinos se congregaron a la puerta de la librería en silencio, el pendón del Santo Oficio se elevó y con un siniestro repique de tambor emprendieron la marcha hacia la cárcel de la Inquisición. Estaba a muy corta distancia, en la plaza del Rey, en los sótanos del palacio real cedido por el rey Fernando.

La fila de prisioneros entraba ya al edificio cuando Joan vio entre los curiosos a Felip, que sonreía a pesar de su labio partido y sus magulladuras. Le mostró su querida obra maestra, elevándola por encima de su cabeza:

—Despídete. Ya no lo verás más.

El pequeño placer de ver las contusiones en la cara del grandullón no compensaba a Joan el dolor que le producía la paulatina conciencia de aquella catástrofe. La pérdida de su obra maestra no era nada frente a la tragedia que se avecinaba.

Los oficiales y aprendices fueron encarcelados en una amplia celda de arcos de medio punto, por debajo del nivel de la plaza, de la que provenía una luz tenue a través de unos altos ventanucos enrejados. A las criadas se las encerró aparte, en las celdas de mujeres, y separaron del resto a los Corró. Abdalá se sentó en un rincón y le hizo seña a Joan para que se acercara. Tomándole de las manos, le dijo:

—Quizá nos despidamos aquí para siempre.

Joan le miró alarmado, consideraba al granadino como a su verdadero maestro a pesar de que fueron Guillem y Pau quienes le enseñaron a encuadernar y tratar el cuero para su obra maestra. Al principio el chico valoraba más el contenido de los libros que su forma y aspecto exterior y fue Abdalá quien le enseñó que ambos, cuerpo y alma, eran importantes. Gracias a él sabía latín, varias lenguas romances y multitud de enseñanzas sobre la vida y los libros. Le quedaba mucho más que aprender de aquel anciano entrañable al que amaba de todo corazón.

—¿Por qué decís eso? —preguntó angustiado.

—Tan pronto sepan que soy musulmán y esclavo, me separarán de vosotros.

—Pero eso no impide que nos volvamos a ver.

—Me temo, hijo, que la librería de los Corró no abrirá nunca más sus puertas —continuó el maestro—. Si sobrevivo, me venderán como a un objeto más de la librería. Las propiedades de los amos serán confiscadas y los inquisidores sacarán cuanto dinero puedan. Parte va para el rey y la otra sufraga este montaje.

—¡Pero me queda mucho que aprender de vos! —sollozó Joan.

—¡Cuánto me gustaría enseñarte más! —exclamó el hombre con los ojos húmedos—. Mira, te quería advertir que…

Pero en aquel momento se oyó un cerrojazo y desde la puerta alguien gritó:

—¿Está aquí el moro Abdalá?

Al responder que sí, le ordenó salir. El anciano y el chico se abrazaron en silencio.

—Que Dios os bendiga, maestro —dijo Joan entre lágrimas al separarse—. Ojalá nos volvamos a ver.

—Que así lo quiera Alá, hijo. —El viejo también estaba emocionado—. Que Él te proteja.