Al entrar a la calle Santa Anna, Joan oyó que las campanas del convento llamaban a la misa de la hora tercia. Se demoró un poco esperando a que los frailes estuvieran en la iglesia para dirigirse sin ser visto a su celda. Buscó su libro, la pluma y el tintero. ¡Habían ocurrido tantas cosas! Pero fue incapaz de escribir y le extrañó que por primera vez le faltaran las palabras. Se sentó en su camastro con los codos apoyados en las rodillas y con las manos cubriendo su cara. Había vivido una experiencia extraordinaria, rara, que le impresionó profundamente, pero aún no era capaz de interpretarla con plenitud. Quizá no pudiera entenderla por mucho tiempo. Necesitaba reflexionar, asimilar aquello. Pensó que si ordenaba los sucesos, le sería más fácil comprender lo ocurrido y empezó por la conversación habida con el suprior. Repasó una y otra vez lo que ambos dijeron y el bofetón que el fraile le propinó. Era cierto que lo que dijo era muy grave y le convertía en reo de hoguera y así se lo confirmó la bruja. ¡Renegar de Dios! No era su intención alejarse de Él y musitó una oración pidiendo perdón. Poco a poco las palabras y los sentimientos se fueron concretando y al fin fue capaz de mojar la pluma en el tintero.
«El libre albedrío del ser humano», escribió. «Los actos malvados de los hombres no son culpa de Dios». Pensó un rato más y anotó: «Algunos usan el nombre de Dios para justificar sus crímenes».
Una vez la magia de la tinta sobre el papel hubo formado aquellas frases, Joan se sintió reconfortado. Era el certificado de su retorno de la profunda desesperación, volvía a la luz desde la oscuridad en la que se sumió el día anterior. Su regreso al Señor. Nada había cambiado, las mismas desgracias de entonces aún le afligían. Solo que después de la escritura se sentía mejor, mucho mejor. No quería pensar más. No era el momento de revisar lo ocurrido en casa de la bruja. Solo deseaba acudir a la iglesia y rezar. Abrir su corazón a la esperanza y al Ser Supremo. Y rezar, y rezar.
Al salir de la iglesia se topó con fray Antoni, el suprior.
—¿Dónde has estado esta noche? —inquirió con el ceño fruncido, en su habitual tono agresivo.
—Vengo de la iglesia, de rezar al Señor —repuso el chico—. Comprendí lo del libre albedrío.
En la faz del monje se dibujó una sonrisa de alivio.
—Menos mal —dijo—. No sabes cuánto me alegro; nos tenías preocupados. ¿Dónde estuviste?
—Eso no importa, lo importante es que he vuelto a la Iglesia y sé que debo asumir mi destino con entereza. Voy a ver a mosén Corró y le diré que no puedo probar mi inocencia.
El monje hizo una mueca de desagrado.
—Tú no robaste el pan de oro, hijo. Y recibirás un castigo que no mereces.
—¿Es que también vos me aconsejáis huir?
—No es lo más digno, pero quizá sea lo más inteligente —repuso pensativo.
Joan fue a la librería y la señora Corró, que estaba en la tienda, le recibió con el mismo cariño de siempre. A la buena mujer se le llenaron los ojos de lágrimas. Le dijo que quería hablar con el amo, pero que antes deseaba saludar a Abdalá. Evitó el taller para no ver a Felip y subió al último piso, añoraba a su viejo maestro.
Un fuerte abrazo unió al musulmán y a su aprendiz. El viejo le preguntó si había encontrado alguna prueba que le ayudara y dijo que él estuvo cavilando todo el tiempo sin hallar solución. Joan repuso que no y estaba a punto de contarle su experiencia con la bruja cuando apareció el amo. Mosén Corró hizo una mueca de disgusto al saber que el chico no podía aportar nada nuevo.
—Voy a tener que denunciarte al alguacil, Joan. —Y suspiró—. No lo quiero hacer, porque no creo que seas tú el ladrón. Pero me debo a la disciplina de la cofradía.
Se hizo el silencio mientras el librero y el aprendiz se miraban a los ojos.
—No obstante, te puedo dar un par de días más —continuó al rato—. ¿No querías buscar a tu familia en Italia? Yo no te daré dinero para el pasaje, pero un amigo común lo hará.
Joan sabía que hablaba de Bartomeu y que los dos debieron tratar el asunto en detalle. Agradecía el cariño que le demostraban, aunque su decisión estaba tomada.
—No, amo —repuso con firmeza—. Prefiero antes soportar el castigo, proclamando mi inocencia, con la frente bien alta, que escapar para sufrir destierro y vergüenza. No huiré. Eso me haría culpable a los ojos de todos y no lo soy.
El librero afirmó con la cabeza, meditabundo. Al rato dio unos pasos adelante y abrazó a Joan.
—Que Dios te ayude, hijo —susurró—. Te doy dos días más por si cambias de opinión.
Joan empleó en aquellos días todo el tiempo que pudo con su hermano y Abdalá, practicando latín con fray Melchor y hablando con los marinos en las tabernas. No podía dejar de pensar en su visita a la bruja e hizo un par de anotaciones más en su libro. «El demonio es odio». «El rencor es una enfermedad que mata».
Era el tercer día y Joan esperaba inquieto, en el convento, el aviso de la llegada del alguacil que le iba a detener. El suprior fue a verle:
—Ya está aquí. —Su cara huesuda tenía un aspecto siniestro.
—¿El alguacil?
—Sí, viene a prenderte. —Y después de un instante añadió—: Pero justo antes llegó un mensaje de Bartomeu.
—¿Bartomeu?
—Sí, me pide que evite tu detención. Que tiene una buena noticia.
—¿Y qué vais a hacer?
—Ya lo hice. Le dije al alguacil que te buscara por las tabernas del puerto.
—¿Habéis mentido?
—Estrictamente no —dijo con una sonrisa—. Le sugerí que te buscara allí, no le dije que no estuvieras aquí.
Cuando Bartomeu llegó se encerraron en la sala capitular. El mercader llevaba en su mano un papel.
—Mosén Roig nos dejó esta carta antes de irse —explicó—. Solo que el mensajero tomó sus precauciones, ya sabéis el castigo que la Inquisición impone a quien ayuda a los conversos. Así que se ha demorado unos días.
—¿Y qué dice? —interrogó el suprior.
—Da el nombre del argentero que compró el pan de oro y una descripción de la persona que se lo vendió.
—¿Y cómo es? —quiso saber Joan.
—Por lo visto, es un chico muy guapo, con rasgos infantiles. Dice que parece un querubín.
—¡Cara de Ángel!
Recordaba bien al muchacho que sirvió de cebo para castigar a fray Nicolau. Cara de Ángel siempre obedecía a Felip sin rechistar y sin duda lo seguía haciendo.
—Puede ser él, pero tenemos un problema —anunció Bartomeu—. El joyero no quiere hablar, dice que no sabe nada. Si mosén Roig en persona se lo pidiera, estoy seguro de que colaboraría, pero él ya no está y nosotros no somos del gremio.
—¿Y no se puede usar la carta como prueba? —preguntó Joan.
Bartomeu hizo un gesto dubitativo.
—No creo que la carta de un converso huido tenga mucha credibilidad en estos días que vivimos —repuso—. Es más, si la Inquisición la husmea, podemos tener problemas.
—¿Cómo se llama el platero? —inquirió el suprior.
—Se llama Feliu, tiene su tienda al principio de la calle Argentería, del lado de Santa María del Mar.
—Conozco a ese bribón. Dejádmelo a mí —dijo con determinación el monje—. Así que decís que hay una carta de un converso huido que habla de él, ¿verdad? Entonces serían amigos, ¿no? Colegas más allá del gremio, quizá…
Una sonrisa siniestra bailaba en su boca. Joan se dijo que el fraile daba miedo y no tuvo duda de que conseguiría el testimonio del tal Feliu.
Era domingo por la tarde y lloviznaba. Cara de Ángel regresaba disgustado porque la banda comandada por Lluís venció a la de Felip en la batalla de piedras. Para animarlos, el pelirrojo dijo que reclutarían nuevos miembros y que serían más fuertes incluso que antes. Atardecía en aquel día gris de invierno y las calles estaban oscuras y desiertas. El chico cruzaba por delante de un estrecho callejón cuando tres individuos embozados en sus capas surgieron de la oscuridad y le arrastraron al interior de la calleja. Una lluvia de golpes, insultos y amenazas cayó sobre Cara de Ángel, que aterrorizado e incapaz de defenderse se encogió en postura fetal. Le cogieron del suelo y dos de los individuos le sujetaron de los brazos manteniéndole de rodillas. Y así le tuvieron indefenso a merced del tercero mientras Cara de Ángel gemía pidiendo compasión.
—No hice mal a nadie —decía sin entender el porqué del ataque.
—¿Recuerdas a fray Nicolau?
—Yo no le pegué —sollozó—. Solo obedecí las órdenes de Felip. Yo no quería que se le hiciera tanto daño.
Un destello metálico se mostró a los ojos de Cara de Ángel, ya acostumbrados a la luz mortecina del callejón, y notó la punta afilada de una daga pinchándole en una mejilla.
—Te voy a dejar una cara que en lugar de ángel te llamarán demonio —oyó mientras aumentaba la presión del arma en su rostro—. Y después te daremos tal paliza que quedarás tullido como el fraile.
—¡No! ¡Piedad!
—Obedece si quieres que la tengamos.
Cuando los cuatro cruzaron la puerta entreabierta que comunicaba el convento con la calle de Santa Anna, Cara de Ángel se sintió desfallecer. Aquel fue el escenario de su seducción a fray Nicolau, que terminó con la paliza de tan terribles secuelas. ¿Le harían pagar por ello? Atravesaron la oscura placeta y entraron en el claustro. También estaba en tinieblas, a excepción de las dos ventanas vidriadas de la sala capitular de donde provenía una luz tenue, y allí le introdujeron de un empujón.
—Arrodíllate frente al candil —le ordenó uno de sus captores.
El muchacho lo hizo. Notaba un temblor en sus piernas y al mirar al frente, en la penumbra, distinguió a cuatro monjes encapuchados de pie. Se quedó de rodillas, acurrucado a la espera de que hablaran. Uno de ellos dio un paso adelante y con voz atronadora le interrogó:
—¿Eres tú ese al que llaman Cara de Ángel?
—Sí, padre —musitó el chico.
—Mosén Feliu —continuó el fraile dirigiéndose a un personaje a su derecha en la oscuridad—, ¿reconocéis a ese bribón? ¿Fue él quien os vendió el pan de oro?
—No le veo bien con tan poca luz.
Joan, que junto a su hermano Gabriel y a su amigo Lluís mantenía arrodillado a Cara de Ángel, tomó uno de los candiles y le iluminó la cara.
—Sí, es él. Sin duda —dijo el joyero.
—¿Fuiste tú quién robó los panes de oro? —tronó el fraile.
—¡No! ¡Yo no fui! —repuso Cara de Ángel casi aliviado al comprender que la cosa no iba con la agresión a fray Nicolau—. ¡No fui yo!
—¿Cómo es que tú se lo vendiste al argentero?
—Me pidieron que lo hiciera.
—¿Quién?
Cara de Ángel miró con temor al alto fraile encapuchado del que apenas podía distinguir algo de la barbilla y la nariz. Vacilaba. Otros males le caerían si acusaba a Felip.
—¿Quién fue? —rugió aquella voz que parecía provenir del ángel del Apocalipsis.
—Felip, el aprendiz de los Corró —musitó aterrorizado e incapaz de resistirse.
—¡Jura por Dios que así es!
—¡Lo juro! —dijo Cara de Ángel antes de estallar en llanto.
—¿Y de dónde lo sacó él? —El fraile continuaba interrogando sin piedad.
—Del taller donde trabaja.
Se hizo un silencio solo roto por los sollozos del chico, que, de rodillas, agachaba la cabeza completamente rendido. El fraile, que no era otro que el suprior, se giró hacia sus dos colegas silenciosos y también encapuchados. Estos le hicieron un gesto afirmativo y el monje se dirigió al chico.
—Puedes irte.
El muchacho levantó la mirada con alivio.
—¡Pero recuerda que juraste por Dios y que lo hiciste frente a testigos! —bramó de nuevo el fraile.
Cara de Ángel afirmó con la cabeza, mientras sus captores le cogían por los brazos para sacarlo a la calle.
Lo llevaron hasta la plaza de Santa Anna, a muy corto trecho de la puerta del convento. Allí había un poco de luz que provenía de las antorchas de algunos de los palacios. Joan se expuso a ella e hizo que Cara de Ángel le viera bien.
—¿Sabes quién soy?
—Eres Joan —repuso aún tembloroso—. Te reconocí por la voz.
—Sí, soy Joan y te voy a dar un consejo. Cuando veas a Felip, será mejor que no le digas que acabas de delatarle. No creo que te convenga.
—Gracias —dijo el otro, y se apresuró hacia su casa.
Dejaba atrás a Joan, Gabriel y Lluís, que se abrazaban felices.
En la sala capitular, el suprior le dijo al joyero:
—Id con Dios, Feliu. Y recordad que vos también estáis bajo juramento.
—Lo recordaré, fray Antoni —repuso el hombre.
Hizo una inclinación de cabeza y se apresuró a abandonar la sala.
—Creo que todo está claro —afirmó el fraile volviéndose hacia los silenciosos encapuchados.
Uno de ellos bajó su capucha dejando ver su calva; la expresión del librero Corró era seria.
—Muy claro, fray Antoni —dijo—. Siento un gran alivio y una gran pesadumbre.
—¿Qué vais a hacer ahora? —preguntó el cuarto hombre al tiempo que se descubría.
—Algo bueno y algo malo, Bartomeu —repuso Corró—. Lo bueno será readmitir a Joan. Buscaré la forma de compensarle, el chico se lo merece. Y lo difícil será echar de mi casa al hijo de nuestro camarada.
—Os será duro —dijo el mercader—. Ya sé que hicisteis lo posible por Felip, pero salió torcido.
—Quise tratarlo como a mi propio hijo —continuó el librero, cabizbajo—. Pero se muestra violento, insolente, egoísta, no es piadoso con los débiles. Tiene la edad y el conocimiento para hacer su obra maestra pero le falta la calidad moral que requiere un maestro librero. Los hechos lo demuestran.
—¿Lo denunciaréis? —inquirió el fraile.
—Sí, naturalmente —repuso triste—. Esas son las reglas de la cofradía. Me duele en lo más hondo del corazón. He fracasado con él.
—Bien sé que hicisteis cuanto estuvo en vuestra mano —le dijo Bartomeu—. Cumplisteis sobradamente con la memoria de nuestro camarada. No os apenéis.
Y acercándose a él le abrazó. El librero le correspondió con fuerza, habían vivido y sufrido mucho juntos.
—Vigilad —continuó Bartomeu—. Ese muchacho es peligroso.