Capítulo 42

Joan se derrumbó. «No la veré nunca más —se repetía—. No la veré nunca más». Y sus ojos se llenaban de unas lágrimas que contenían las últimas imágenes de la muchacha. Si los Roig escapaban de la Inquisición, jamás regresarían a Barcelona. No podían haber huido por tierra; las puertas de la ciudad se cerraban durante la noche y aun sobornando a la guardia, los caminos eran inseguros y llegar hasta Francia, muy peligroso. Sin duda huyeron en barco y Joan se dirigió al puerto para preguntar por una nave que levara anclas poco antes del amanecer.

Por el camino iba pensando que la tristeza de Anna, su ternura y sus lágrimas se debían a que sabía que iba a partir. Se estaba despidiendo. Y no podía decírselo, puesto que la vida de su familia peligraba; tenía que ser secreto absoluto. Las cosas cambiaron mucho desde que el último gran grupo de conversos embarcó y el miedo a la Inquisición se abatía sobre la ciudad. Ahora quienes colaboraban en su huida eran ejecutados. La trampa se había cerrado sobre los conversos casi por completo. Nadie se atrevía a ayudarlos.

Joan se encontró con un mutismo total. Los marinos respondían a su pregunta con otra:

—¿Eres familiar de la Inquisición?

Aunque Joan era conocido en el puerto, la gente ya no se fiaba de nadie; había muchos preguntando y la red de espías se ampliaba cada día. Los llamados familiares de la Inquisición gozaban de impunidad y de privilegios como no pagar impuestos. Eran laicos y podían desempeñar cualquier oficio, aunque algunos vivían exclusivamente de lo que la Inquisición incautaba a las gentes que ellos denunciaban. Ser familiar de la Inquisición era como tener un certificado de pureza de sangre, y como las denuncias eran secretas y la identidad de los denunciantes anónima, resultaban temibles. Un ciudadano nunca sabía si estaba hablando con uno de ellos.

Todo lo que Joan pudo indagar fue que una nave siciliana zarpó con las primeras luces del día.

De camino de regreso a Santa Anna pasó por la calle Argentería; le dolía en el alma ver el hueco que dejaba la tienda de los Roig con su puerta cerrada. Era una ausencia insoportable.

Corrió a su celda y escribió en su libro: «Te encontraré. En Italia, quizá».

Al poco, el hermano portero le avisó de que Bartomeu quería verle. Joan le dijo que ya sabía que la familia Roig huyó en la noche.

—Siento que Anna se fuera y comprendo tu tristeza —repuso el mercader—. Pero hay otro asunto.

—¿Cuál?

—Mosén Roig se fue sin darme ninguna información sobre el oro robado.

Joan le miró sorprendido. Se había olvidado por completo del oro y de la acusación que pendía sobre su cabeza, que amenazaba su futuro, su propia integridad física y su libertad. La ausencia de Anna ocupaba todas sus preocupaciones.

—¿Y qué implica eso? —preguntó sabiendo ya la respuesta.

—Que se te considerará culpable y que mosén Corró te tendrá que denunciar.

Joan se encogió de hombros. Una mala noticia más, se dijo. Su mundo se derrumbaba definitivamente.

—Dadme un par de días y le diré al amo que no puedo probar mi inocencia —dijo abatido pero con entereza—. Que haga lo que tenga que hacer.

—Lo siento, Joan. Creo que será mejor que te embarques y escapes de aquí. ¿Has pensado en eso?

—Sí, pero si lo hago, nunca podré regresar a Barcelona. Nunca más veré a Gabriel.

—Piénsalo de nuevo —le dijo Bartomeu—. Y después dime en qué te puedo ayudar.

Joan fue a la iglesia. Aún no era la hora sexta y se encontraba vacía. Se arrodilló frente al altar mayor para rezar y murmuró entre lágrimas:

—Señor, padre todopoderoso. Siempre he cumplido lo mejor que he sabido con mis deberes cristianos. He oído misa cuando era de precepto, he rezado mis oraciones, he confesado mis pecados e hice mis penitencias. Quise ser bueno con los demás y honrado. ¿Por qué me enviáis tanto mal? Perdí a mi padre en manos de otros cristianos y después a mi hermanita. Esclavizaron a mi madre, a mi hermana, a Elisenda. Y ahora permitís que me crean un ladrón, que caiga sobre mí la vergüenza y el deshonor. Nunca más podré ejercer un oficio en esta ciudad. Y alejáis a la persona que más quiero. Anna… Quizá nunca la vuelva a ver. Y se ha ido por temor a esos inquisidores que dicen cumplir vuestra voluntad.

»Tanto mi familia como mis vecinos eran buena gente, cumplían sus deberes religiosos y ahora han muerto o son esclavos. Y fueron cristianos quienes les causaron ese daño, como cristianos son los que aterrorizan ahora la ciudad. Es injusto. Permitís que la desgracia caiga sobre inocentes. Y sobre mí. ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué me odiais?

Apretaba los puños con rabia, clavándose las uñas en la palma de la mano y, de rodillas, se doblaba hasta tocar con la cabeza en el suelo, que mojaba con su llanto. Sonaron las campanas, era ya la hora sexta, el mediodía. Se apartó del crucero para refugiarse en la penumbra y asistir al oficio sin llamar la atención. Llegaron los monjes como de costumbre, se situaron en sus lugares habituales y rezaron sus oraciones. Joan seguía a veces los rezos, otras movía la cabeza en negación. «No puede ser —murmuraba—, un Dios bueno no consentiría tanto mal». Notaba que enloquecía.

Terminado el oficio, los frailes desfilaron hacia el refectorio para el almuerzo y Joan los siguió a distancia. Salió al claustro cuando el último monje ya subía las escaleras del comedor. No tenía hambre. En realidad no quería saber nada de los frailes. Ni del Dios al que rezaban. Se dirigía a su celda cuando notó una mano firme en su hombro:

—Joan. —Era el suprior.

El chico observó a través de sus lágrimas la cara enjuta y severa del fraile y trató de sacudirse con rabia la mano de su hombro.

—Joan, ¿qué te ocurre? —inquirió el hombre sujetándole aún más fuerte.

—¡Nada! ¡Dejadme!

—Te he observado durante el oficio. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no subes al comedor?

—¡Dejadme! —repitió el muchacho—. ¡No quiero vuestra comida, ni quiero a vuestro Dios!

—¿Qué? —exclamó el monje con espanto.

—¡Que no quiero…!

Fray Antoni no le dejó terminar, le empujó hacia la sala de reunión de los monjes, hizo que entrara y cerró la puerta detrás de él. Joan quiso resistirse, pero aquel hombre nervudo tenía una fuerza sorprendente.

—¡No digas eso nunca más! —le increpó el fraile.

La luz de la sala entraba solo a través de las vidrieras de las dos ventanas que daban al claustro y en aquel día nublado de invierno era mortecina. El lugar se le antojó tétrico a Joan.

—¡No quiero a vuestro Dios! —repitió el muchacho con rabia.

Un sonoro bofetón resonó en las paredes de la estancia y por un momento el dolor que Joan sintió en la cara le hizo olvidar el de su corazón. El fraile le puso las dos manos en los hombros y mirándole a los ojos le dijo en un inesperado tono cariñoso:

—¡No digas eso nunca más, Joan! ¡La Inquisición te podría condenar a la hoguera solo por eso! ¡Que nadie te oiga decir tal barbaridad!

—¡No me importa la Inquisición, no me importáis vos, no me importa vuestro Dios!

—Pero ¿te has vuelto loco? —El tono cariñoso, tan extraño en él, continuaba en la voz del hombre—. ¿Qué te ocurre, muchacho?

Y Joan no pudo aguantar más y entre hipos y sollozos le fue contando al fraile el relato de sus desdichas.

—Serénate, recapacita, todo tendrá sentido —le consolaba fray Antoni.

—¿Sentido? —repuso el chico—. Los soldados que mataron a mi padre servían a vuestro Dios, los inquisidores que aterrorizan a las gentes y han hecho huir a Anna sirven a vuestro Dios. El mismo que permite que siendo yo inocente pague como culpable.

—Te equivocas al decir eso. Escucha: no confundas los actos equivocados, crueles o egoístas de los hombres con los actos de Dios. Muchos son los que usan Su nombre en vano para justificar sus propias maldades. Los soldados que mataron a tu padre no actuaban en nombre de mi Dios, ni tampoco los inquisidores. Pueden decir que lo hacen, pero están equivocados. El Dios verdadero es misericordioso, y ellos no lo son. Tú eres un chico muy inteligente, aunque no puedes juzgar al Ser divino. No caigas en esa vanidad intelectual, no te engañes. El hombre tiene libre albedrío y sus obras son muchas veces ajenas a Dios.

—¿Y eso de libre albedrío qué es?

—Es la capacidad del hombre de decidir por sí mismo. Él es el único responsable por sus decisiones y por ellas rendirá un día cuentas al Señor. Esa libertad es causa de que ganemos el cielo o el infierno durante nuestra estancia en la tierra.

Joan quedó pensativo, veía sentido en las palabras de fray Antoni. Aún le dolía el bofetón de la mano huesuda del monje y al tocarse la mejilla la notó ardiendo. El dolor de su corazón continuaba tan intenso como antes.

—Pero ¿por qué a mí? —se quejó—. ¿Por qué a mis padres y a las gentes que quiero?

—Habrá un motivo —dijo el suprior—. El Señor lo conoce.

—O no —repuso Joan con rabia renovada.

Y de un empujón se libró del hombre. Salió de la sala capitular y fue a su celda a toda prisa. Allí tomó el dinero que tenía ahorrado y las piezas de coral que aún le quedaban y corrió hacia la calle. Temía que el fraile le detuviera.