Joan pasó los días siguientes aguardando a que el padre de Anna averiguara si alguien del gremio de los argenteros compró los panes de oro. Iba cada mañana a contemplar a la muchacha desde una distancia prudencial para no llamar la atención a sus padres y la observaba enamorado mientras ella limpiaba la plata o arreglaba las joyas en el mostrador bajo la supervisión atenta de la madre. En ocasiones también ayudaba a su padre en el taller. Eran miradas furtivas, sonrisas disimuladas que enviaban un te quiero clandestino. Eran tristes por la distancia y alegres por el reencuentro diario. Joan deseaba que ella saliera a la fuente pero era la criada quien se encargaba del menester.
En el convento, Joan seguía los servicios religiosos de los frailes, ayudaba en el huerto y practicaba latín con fray Melchor. Conocía bien las declinaciones, los verbos, los pronombres y un amplio vocabulario que le enseñó Abdalá. Cuando trabajaba en la librería recurría en secreto a fray Melchor con sus dudas en lugar de a su maestro para disimular que sabía leer. El buen fraile se admiraba de su entusiasmo y facilidad con la lengua.
—Necesito latín si quiero llegar a ser un buen librero —le confesaba Joan—. Tiene mucho mérito coser y encuadernar libros hermosos, y también hay que vender libros en blanco, plumas, tinta y todo lo demás. Pero lo que ansío es encontrar el libro adecuado para cada persona y la persona adecuada para cada libro.
—Eso tiene que ser muy difícil —le objetaba el fraile—. Deberías conocer muy bien al libro y a la persona. No sé si llevas buen camino para eso. Pero sí con el latín. Dentro de poco sabrás todo lo que yo sé. Tendrás que buscarte otro maestro, aprendiz.
Aquel día Anna se mostró más expresiva que nunca. Quería decirle algo. Se ponía la mano en el corazón, en la boca y lo enviaba en un beso. Después, furtiva, le mostró el cántaro. ¡Iba a salir! El corazón de Joan latía acelerado y se apresuró hacia la fuente para esperarla. La vigiló a distancia mientras llenaba el cántaro, sabía que ella le había visto y fue a esperarla al callejón. Ambos sonrieron abiertamente al verse, no pasaba nadie en aquel momento.
—No tengo mucho tiempo —le dijo ella. Sus ojos verdes tenían el blanco enrojecido, había llorado—. Solo quería deciros que os amo y os seguiré amando siempre.
—Yo también, muchísimo —repuso él sorprendido por su vehemencia—. ¿Qué os ocurre?
—Nada, solo que os quería ver para que lo supierais.
Joan se alarmó. Había algo que ella no le decía. Anna tenía ya dieciséis años, quizá su padre la hubiera prometido y aquello fuera una despedida. Se lo preguntó.
Ella movió la cabeza negando. Ya no sonreía y parecía a punto de llorar. Dejó el cántaro en el suelo y le abrazó. Joan sintió la cálida ternura de su cuerpo, y la textura de sus pechos apretándose contra él. Contuvo el aliento y le devolvió el abrazo. Se dijo que Anna se arriesgaba muchísimo, pero buscó sus labios y se besaron. Joan siempre recordaría aquel beso, su primer beso de amor, torpe aunque tan intenso que le hizo perder noción de todo lo que le rodeaba. Creyó morir de placer. Después ella le apartó con ternura y le dio una nota doblada.
—Adiós —le dijo mientras cogía el cántaro—. Me tengo que ir.
Sonrió, aunque a Joan le pareció que era una sonrisa forzada. Y se fue corriendo.
La nube de felicidad se esfumó tan pronto ella desapareció tras la esquina, presurosa, hacia su casa. Joan estaba confuso y preocupado. Desdobló la nota impaciente pero no ponía más; decía que le amaba y que le amaría siempre. Parecía una despedida.
¿Qué le ocurría a Anna? Quizá su padre la prometió a alguien y no se lo quería decir. Quizá estuviera a punto de casarse. Se dirigió hacia la calle Argentería y la observó a distancia hasta que recogieron la tienda por la noche y cerraron las puertas de la casa. Antes, ella le vio y se enviaron un beso.
Aquella noche Joan apenas durmió de la angustia. Se despertaba viendo a su amor en brazos de otro y cuando aquel hombre se giraba, resultaba ser Felip, que reía llamándole remensa.
A la mañana siguiente su inquietud persistía y en la misa de la hora tercia junto a los monjes rezó más que nunca. Tenía mucho que pedir. Suplicó que su amor por Anna fuera algún día posible, que se demostrara su inocencia en el asunto del oro y por su madre y hermana.
Entrando en la calle Argentería notó algo raro en la casa de los Roig. Corrió hacia allí para comprobar que no habían abierto la tienda, que la casa estaba cerrada. ¿Qué ocurría? Preguntó a los vecinos y estos también mostraron su extrañeza. Uno dijo que oyó ruidos en la noche pero era invierno, las casas estaban bien cerradas, nadie gritó, y él no quiso investigar.
—Hemos llamado y no contestan —comentó un argentero que tenía su tienda vecina a la casa.
Joan aporreó la puerta sin que se oyera el más mínimo sonido en el interior.
—¿Cómo puedo entrar? —quiso saber—. Quizá estén enfermos o heridos y necesiten ayuda.
—No creo que sea eso —dijo una vecina.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabe? —preguntó Joan.
—Nada, yo no sé nada —repuso ella—. Tenemos un patio trasero común y desde allí quizá puedas alcanzar una ventana de su casa. Mi marido tiene una escalera, somos del gremio y ayudaremos en lo que podamos.
El marido quiso saber quién era él para entrar en la casa de los Roig y Joan repuso que era amigo de la familia y además, que si necesitaban ayuda no importaba quién fuera.
—¿No serás un familiar de la Inquisición? —preguntó con recelo el hombre.
Joan le aseguró que no y el argentero le sostuvo la escalera con la que llegó a una ventana cuyos portones cedieron a su presión.
Era una habitación que bien podía ser la de Anna. Pero ella no estaba. Tenía su aroma, se dijo, e hinchó sus pulmones con el aire que ella había respirado. Después recorrió la casa abriendo ventanas para que entrara la luz, aunque no halló a nadie. Había signos de una huida precipitada y de que la familia cargó con lo que pudo. Al llegar a la puerta de la calle la encontró cerrada con llave y en aquel momento fue plenamente consciente de que se habían ido.
—No me extraña que huyeran en la noche —comentó la mujer—. Los Roig son conversos.