De vuelta en Barcelona, Joan acudió a casa de Bartomeu a relatarle lo ocurrido en Sitges. El mercader afirmaba con la cabeza y Joan comprendió que el relato no le sorprendía.
—Vos lo sabíais todo. ¿No es cierto? —le interrogó.
—Sí, pregunté a los pescadores de dónde provenía la barca y me dieron la misma respuesta. Pero era preciso que lo vieras con tus propios ojos, lo oyeras con tus oídos y lo sufrieras en tu corazón.
—¿Quién es ese Vilamarí? El general mercedario dijo que luchó contra los corsarios provenzales, y Abdalá, que le mantuvo cautivo después de hacerle prisionero al abordar una nave genovesa.
—Es almirante de nuestra flota. Muchos le consideran un héroe. Fue decisivo en la victoria del rey en la guerra civil y ha derrotado a los turcos en varias batallas.
—¡Y yo, que odiaba tanto a los musulmanes que deseaba la muerte de Abdalá!
Bartomeu se encogió de hombros.
—Ya ves. Con frecuencia nos equivocamos, es fácil ofuscarse. No hay que prejuzgar a un individuo porque pertenezca a un grupo.
—¿Por qué fray Dionís, el regidor de Palafrugell, dijo que eran moros? —continuó el muchacho sin prestar atención al sermón del mercader.
—He cavilado sobre ello —repuso Bartomeu arrugando el ceño—. Fray Dionís tuvo que identificar la nave como de la flota de Vilamarí desde el primer momento, creo que lo sabía incluso antes de verla.
—Así que pensáis que mintió, ¿verdad?
Recordaba cómo el regidor detuvo la tropa, evitando así socorrer a los cautivos. Nunca se lo perdonaría.
—Sí. —Bartomeu afirmaba grave con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué mintió?
—Bernat de Vilamarí es señor de Palau, en el golfo de Rosas, cerca de las islas Medas, de donde el prior de Santa Anna es señor. Ambos son nobles del Ampurdán, vecinos y amigos. Al reconocer la galera del rey, el regidor no se atrevió a atacar, quizá por miedo pero también por la amistad entre su superior y Vilamarí. Decidió ocultar la verdadera naturaleza de los piratas y hablar con el prior. Y por lo visto, una vez enterado este, le hizo guardar silencio.
—¿Y cómo es posible que las galeras del rey ataquen a sus propios súbditos?
—El rey anda corto de fondos, casi todo lo dedica a la guerra de Granada. La prioridad es la flota del almirante Requesens, que bloquea, junto a los castellanos, los puertos musulmanes para evitar que reciban ayuda del norte de África. Cuando Vilamarí está falto de vituallas y no recibe dineros, parece que recurre a la piratería.
Joan se quedó silencioso mientras pensaba. Después repuso entre dientes:
—Y asesina a mi padre, esclaviza a mi familia y roba todo lo que teníamos.
El mercader le miró preocupado. Percibía la angustia, la añoranza, el rencor, el deseo de venganza del muchacho.
—Cuídate, Joan —le dijo suavemente—. Que el odio que sientes no te destruya.
Pero el muchacho estaba sumido en sus pensamientos, no le escuchaba.
—¿Creéis que Bernat de Vilamarí estaba en aquella galera?
—Quizá no. Un almirante se acompaña de más naves.
—Pero debía saber lo que sus hombres hacían.
Bartomeu hizo un gesto ambiguo.
—¿Has oído la expresión de que la mano derecha no ha de saber lo que hace la izquierda?
—No.
—Vilamarí juega al juego que el rey le obliga y el soberano le exige mantener la flota lista. Cuando el rey recibe quejas de los perjudicados le reprende, le amenaza e incluso le castiga. Hace tres años ordenó reducir la flota a la mitad porque no había dinero para mantenerla. Pero si aparecen corsarios o turcos, quiere que Vilamarí esté listo para la batalla. Cuando los turcos asediaron Rodas, ¿quién crees que rompió el cerco con suministros y refuerzos, salvando así la isla? El almirante Bernat de Vilamarí.
Joan calló pensativo, aquello era muy complicado. Los asesinos de su padre, la gente más miserable del mundo para él, eran héroes para otros. Pero eso no importaba. Eran los culpables de su desgracia y tomaría venganza.
—¿Dónde está ahora la flota de Vilamarí?
—En el sur de Italia. No los encontrarás en tus visitas a las tabernas.
—Algún día volverán a Barcelona —repuso el muchacho con determinación—. Esperaré.
Joan no abandonaba la esperanza de ver a Anna de nuevo y dos días después de su regreso de Sitges, se la encontró en la fuente. Mantuvo la distancia cauteloso, aunque percibió que ella le buscaba con la vista y cuando sus miradas coincidieron, Anna desvió la suya de inmediato. Él no hizo ademán de acercarse, pero la sonrisa fugaz con la que la muchacha le obsequió le hizo feliz. ¡No estaba ofendida por su impetuosa declaración! Después de llenar sus cántaros y de seguirse a distancia se encontraron en el callejón. A pesar de que sus padres hablaron con ella, estaba decidida a mantener su relación, aunque con mucha cautela. Solo podrían hablar en contadas ocasiones, cuando no hubiera gente en la plaza y sus encuentros en el callejón serían breves. Si sus padres supieran que su relación furtiva continuaba, la encerrarían en casa. Ella no hizo comentario alguno sobre su declaración de amor y él no insistió, pues temía una respuesta parecida a la de la vez anterior. Se despidieron pronto pero Joan regresó feliz al taller. Aun así la plenitud que antes experimentaba empezó a convertirse en desasosiego en los días siguientes. Sabía que los padres de Anna buscaban marido para ella y a él no le bastaba ya el juego de miradas y sonrisas disimuladas, ni siquiera sus encuentros fugaces en el callejón. Necesitaba mucho más, un beso, un abrazo. Pero sabía que era imposible.
La presencia de la nueva Inquisición se hizo notar. El temor de los conversos aumentaba y huían de la ciudad, aunque ahora en menor medida y de forma clandestina. Los soldados del rey tenían orden de los inquisidores de evitar las fugas, pero los de la ciudad las consentían.
Los inquisidores daban sus sermones sin que nadie se opusiera y caldeaban el ambiente contra los conversos que habían pasado a ser sospechosos de mantener prácticas judaizantes. Felip decidió olvidarse de los judíos para acosar a los conversos, intocables antes pero inquietos ahora. Gran parte de los joyeros lo eran y el matón se paseaba con los suyos por la calle Argentería intimidándolos para obtener pequeños regalos o comprar algunas piezas casi por nada. Era temido y empezó a manejar información sobre el origen judío de algunas familias. Después de casi cien años de integrarse en la comunidad cristiana sin que nadie los molestara, de pronto los descendientes de los judíos pasaban a ser sospechosos.
Durante el descanso de después del almuerzo de aquel día, Joan hablaba con Abdalá cuando sintió una extraña sensación cercana a un presentimiento. Felip y los suyos habían salido ya a dar un paseo, Joan se apresuró hacia la plaza de Sant Just para alcanzarlos y los vio allí. Distinguió a lo lejos a Anna en la fuente y supo lo que iba a ocurrir. Apretó el paso, pero el matón había llegado antes.
—Hola —le dijo Felip a Anna.
El cántaro de la muchacha se estaba llenando, ella le miró brevemente sin contestarle y esperó a que la vasija estuviera casi llena para cargar con ella e irse con la mirada baja. Le reconoció. Era uno de aquellos muchachos a los que ella había ignorado una vez tras otra. Él le cortó el paso.
—¿No sabes que las judías debéis llevar un círculo amarillo y rojo? —le dijo.
—Os equivocáis —repuso ella—. No soy judía, soy cristiana.
—Tenéis que llevar un círculo aquí.
Y al decirlo le manoseó un seno. La muchacha, sobresaltada, quiso escapar, pero otro de la banda le cortó el paso.
—¡Déjala! —gritó Joan, que ya corría hacia ellos.
El pelirrojo le vio llegar, observó cómo ella le miraba y supo de inmediato que había algo entre los jóvenes. Mostró una sonrisa maliciosa y agarró con fuerza las nalgas de la chica, que en su intento por escapar le daba la espalda. Se frotaba contra ella en pose obscena, mientras le decía:
—¡Que no eres cristiana, que eres hebrea!
Ella se revolvió para zafarse y el cántaro cayó al suelo haciéndose pedazos al tiempo que Joan llegaba y le propinaba a Felip un empujón para apartarle de Anna.
—¡Te he dicho que la dejes!
Todos se quedaron mudos de asombro. ¿Cómo podía Joan atreverse con Felip? ¿Se habría vuelto loco?
—No la voy a dejar —repuso el matón, agarrándola ahora de un brazo—. ¿Qué vas a hacer?
—¡Que la dejes, malnacido! —Y le empujó con ambas manos y todas sus fuerzas.
Felip perdió el equilibrio y Anna, librándose de él, aprovechó para escapar.
—¡Cogedla! —ordenó—. Y a él también.
Uno de los muchachos agarró a la chica y Joan notó que le sujetaban los brazos por la espalda. De inmediato el puño de Felip se estrelló en la cara del chico, que intentaba soltarse sin conseguirlo, y después otra vez y otra.
—¡Para que aprendas a obedecerme!
Le golpeó en el estómago y Joan se dobló. Anna contemplaba horrorizada la escena forcejeando para escapar.
—¿Sabéis? —dijo entonces el matón—. ¡Al remensa le gusta la judía! ¡Pues le vamos a hacer un favor, bajadle las calzas!
Joan se debatió con todas sus fuerzas, pero le sujetaron aún más fuerte. Hubiera preferido que le mataran antes que aquello; sabía lo que venía, no había mayor humillación.
—¡Vamos a hacerle la vaca delante de la judía! —dijo el pelirrojo entre risotadas.
Algunos también rieron mientras el chico pataleaba gritando que le soltaran e insultando al matón. Le bajaron los calzones y Felip le cogió el pene y empezó a masturbarle. Se había formado un Corró de curiosos que contemplaban la escena, unos serios, otros reían, pero nadie intervino.
—Mira lo que tiene, judía —iba diciéndole a la muchacha—. Es para ti.
Acercaron a Anna para que quedara frente al chico y ella cerró los ojos mientras negaba con la cabeza y pedía que los dejaran. Felip agitaba el pene, que continuaba flácido, con fuerza, dañándole y decía:
—Veis, ¡si no puede! Le debió de mirar la bruja con su ojo de cristal. ¿Cómo se atreve un maricón impotente a retarme?
—Déjale, Felip, ya vale —dijo Lluís. Otros del grupo le secundaban.
—Bien, lo dejaré, pero antes le enseñaré algo más.
Y le golpeó de nuevo, en la cara, en el estómago y en los genitales. Joan se desplomó desmadejado, y agarrándole del pelo, Felip le preguntó:
—¿Aprendiste a obedecerme?
Joan afirmó con la cabeza. Entonces el matón le dejó para toquetear a Anna y después ordenó:
—Soltad a la judía.
Lo hicieron, pero antes varias manos la palparon. La muchacha lo soportó sin quejarse y cuando se fueron corrió a la fuente para mojar su pañuelo y limpiarle las heridas a Joan. Después le ayudó a vestirse. El muchacho se sentía muy avergonzado, las heridas del cuerpo no eran nada en comparación con las sufridas en su dignidad.
—Siento no haber sabido defenderos —murmuró Joan antes de estallar en un llanto amargo, de rabia, de pena, de vergüenza.
Ella le acarició.
—Fuisteis muy valiente —le dijo, sus ojos estaban húmedos.
Aquello fue para Joan la mejor de las medicinas y se incorporó con su ayuda.
—Tengo que regresar —susurró ella—. Cuando se entere de esto mi padre, me tendrá encerrada.
—¡No, por favor! —exclamó Joan.
—Lo siento. Pero si logro salir, volveré a la fuente.
Joan sabía que Felip ya no se detendría, que cuando pudiera abusaría otra vez de ella.
—No, no volváis a la fuente —le dijo—. Iré yo a la tienda de vuestro padre y me mantendré lejos para que él no me vea.
—Me tengo que ir —insistió la muchacha.
—Id con Dios.
—Yo también —dijo ella.
—¿También qué?
—Os quiero.
Y se fue corriendo. Joan regresó renqueante al taller, ya no le importaban las heridas, sentía su corazón acelerado, feliz.
Cuando entró, los aprendices le miraron expectantes y los maestros y el amo sorprendidos. Una sonrisa de triunfo bailaba en la boca del pelirrojo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó mosén Corró al verle con aquel aspecto.
—Me he caído —repuso él. Era la respuesta en aquellas situaciones, el pacto de silencio de los aprendices.
No inquirieron más, sabían que no era verdad. El único que insistió fue Felip.
—¿Te has caído, remensa? —preguntó burlón.