Al regreso de uno de sus viajes a Valencia, después de pasar cuentas con mosén Corró, Bartomeu fue a ver a Joan. Era su costumbre y este no se extrañó, pero ese día el mercader mostraba un semblante serio.
—¿Qué ocurre? —preguntó el chico, inquieto.
—Creo que tengo noticias. —Le miraba con intensidad.
—¿Qué noticias?
—Te pueden afectar.
—¿De qué se trata? —Joan estaba alarmado.
—Al sur de Garraf hay un pueblo muy bien amurallado, se llama Sitges —le explicó—. Es el más importante de la zona y siempre me detengo en él. Nunca me había fijado en ella, pero esta vez la vi. Fue casual, paseando por la playa.
—¿Qué visteis?
—Vi esa barca.
—¿Qué tiene de particular esa barca? —inquirió el chico, extrañado.
—Vi que en uno de los tablones interiores de la proa tiene grabada una imagen de pesca de ballena. Y en Sitges no pescan ballenas.
—¿Qué?
—Exacto, igual que el grabado que tenía la barca de tu padre. Sus dimensiones también coinciden.
—¿Cómo puede ser? —se preguntó Joan asombrado—. ¿Cómo es?
Bartomeu describió el hombre alzando el arpón a la izquierda y la ballena a la derecha y que la nave tenía ocho remos y vela latina.
—¡Es la Gaviota!
—No es seguro. Creo que debes ir a Sitges y comprobarlo.
El mercader obtuvo el permiso de mosén Corró y arregló el viaje con un marino conocido. A la semana, Joan pisaba de nuevo las tablas de una barca después de casi tres años. Amaba el mar, era como volver a casa, pero embarcarse le trajo demasiadas evocaciones y melancolía. Recordaba aquellos tiempos hermosos con su familia, la barca y las olas. Olfateaba el aire del mar, sentía el sol y la salpicadura fresca del agua en su piel. Cerraba los ojos y soñaba que volvía a ser todo como antes, cuando hasta los peces atrapados en las redes de la Gaviota eran felices.
La barca le llevó rumbo sur; atrás quedaron los muros de la ciudad, la montaña de Montjuic, los cañaverales de la desembocadura del Llobregat, las largas playas arenosas con frondosos pinares de Castelldefels y después los acantilados del Garraf. Al fin divisaron un pueblo amurallado encaramado en una colina que caía casi en vertical por sur y este sobre unos rompientes que daban al mar. Al oeste, Sitges se abría sobre una amplia playa.
Al acercarse Joan buscó ansioso con su mirada la barca de su padre, pero no vio ninguna que se le pareciera. Debía de estar mar adentro, pensó, pescando.
Su nave transportaba manufacturas de Barcelona y se quedaría dos días en Sitges mercadeando para cargar después vino y distintos productos agrícolas. Aparte del aval del patrón, Joan llevaba un salvoconducto que Bartomeu obtuvo del prior de la Pia Almoina de Barcelona, institución religiosa que poseía los derechos feudales del pueblo, así que no tuvo problemas a la hora de acceder a la villa.
Y se movió libremente dentro y fuera, tanto de la parte antigua, la construida en la colina sobre el mar, como la norte, también amurallada y a la que se accedía desde la vieja por un puente. Un par de cañones miraban al mar y Joan se dijo que para sobrevivir en la costa, un pueblo precisaba defensas tan buenas como aquel. De haber habitado en Sitges, su familia no habría sufrido aquella terrible desgracia. Era una villa pujante que tenía una intensa actividad comercial y artesanal y daba salida al mar a una amplia comarca interior. Pero Joan no podía entretenerse en la contemplación. Miró al sol, calculó que pronto llegarían las barcas de pesca y fue a la playa.
Vio la silueta de la barca conforme llegaba con el sol iluminando babor, con su vela despegada, potente, cortando el mar. De inmediato supo que era la Gaviota, solo que los remiendos de la vela eran distintos. Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo la ingenuidad de desear que cuando la quilla se hundiera en la arena de la playa saltaran por la borda, alegres, su padre, Tomás, Daniel y todos los demás, tal como lo hacían en Llafranc. Pero solo eran fantasmas de sus recuerdos. La nave fue creciendo conforme se acercaba, vio cómo arriaban velas y terminaban impulsándola a remo. Al poco varaba en la arena tal como hacía en Palafrugell. No tuvo que moverse, ella vino a sus pies como el perro al amo que hace tiempo que no ve. Las mujeres esperaban y con gran algarabía los pescadores empezaron a pasarles cestas repletas de pescado; la captura había sido buena y todos estaban felices. Era igual que en su pueblo, se dijo Joan. Lo mismo. Con solo entornar los ojos imaginaba que eran su familia y sus amigos. Se apartó unos pasos para no molestar y lo contempló todo con una mirada enturbiada por las lágrimas.
Terminada la descarga, uncieron el yugo a unos bueyes y tiraron de la nave hasta ponerla a salvo de la marea. En la aldea de Joan se hacía lo mismo, aunque a fuerza de brazos y con la ayuda de los vecinos.
Joan sabía que era ella, la Gaviota, no necesitaba comprobarlo, pero cuando los pescadores se alejaron hacia la villa, saltó dentro de la barca. Allí estaba el bajorrelieve en la madera que él talló y acariciándolo su llanto contenido estalló inconsolable. Era la barca de su padre y aún sentía su presencia y también la de sus compañeros.
—Señor, ¿por qué dejasteis que ocurriera? —murmuraba entre sollozos.
Y en cuclillas apoyó su cabeza en la imagen para dejar que su dolor saliera junto a sus lágrimas.
—¿Por qué? —se interrogaba con amargura—. ¿Por qué?
Anochecía y quiso que la oscuridad fuera como mortaja que ocultara su dolor. Pero la presión de una mano en su hombro le sobresaltó.
—Muchacho, ¿qué haces aquí?
Miró hacia arriba y sus ojos húmedos vieron al hombre de barba gris al que los pescadores obedecían: era el patrón de la barca. No supo qué responder y le observó al tiempo que notaba su mano firme sujetándole. No se parecía a su padre, se dijo. No era digno de capitanear la Gaviota. Sintió rabia. Estaba a punto de quitarle la mano de su hombro de un manotazo cuando el pescador volvió a preguntar:
—¿Qué te ocurre, hijo? —Había un tono cariñoso en su voz.
Y fue la palabra «hijo» la que hizo que otra vez sucumbiera al llanto, a unas lágrimas incontrolables. El hombre se puso también en cuclillas y repitió con suavidad.
—¿Qué te pasa?
—Esta era la barca de mi padre —respondió al rato Joan. No podía dejar de llorar.
—¿Qué? —exclamó el hombre, sorprendido. Parecía como si le hubieran golpeado.
—¡Esta es la barca de mi padre! —le gritó Joan—. ¡Es la Gaviota! Yo ayudé a poner la quilla en la arena sobre tacos de madera y cuando montamos sus cuadernas, parecía el esqueleto de una ballena. La vi crecer y hacerse fuerte hasta convertirse en la mejor barca de la costa.
Y se levantó enfrentándose al hombre. Este le imitó para quedar a su altura.
—¡No puede ser! —exclamó el pescador.
—Yo robé el gato para la barca y fue mi cuchillo el que esculpió a mi padre, aquí lo podéis ver, arponeando a la ballena.
—¿De dónde eres, hijo?
—De Llafranc, mucho más al norte de Barcelona, más al norte de Tossa. Es una aldea de Palafrugell, en el Ampurdán, antes de llegar a Begur.
—Sí, he oído que en primavera, en aquella costa hay quien pesca ballenas rorcuales —dijo pensativo—. Te juro que compramos la barca pensando que fue capturada a enemigos del país.
—Nosotros no éramos vuestros enemigos.
—Siéntate y cuéntame qué pasó.
Se acomodaron frente a frente en los bancos de la barca y Joan a borbotones, entre sollozos, le fue contando la historia.
—¡Cuánto lo siento! ¡Lo siento tanto! —le decía el hombre apenado conforme Joan desgranaba la tragedia.
Tenía los ojos también con lágrimas y al terminar Joan, le explicó:
—La compramos por trescientas libras a una galera de Bernat de Vilamarí, pronto hará tres años. Nos tuvimos que empeñar y aún pagamos los créditos, pero nos pareció una barca muy buena. Nos dijeron que fue capturada a unos pescadores corsos partidarios de Génova y enemigos de nuestro rey.
—¡Bernat de Vilamarí, el almirante del rey!
—¡El mismo!
—¿En qué fecha exacta la comprasteis?
—Un par de meses antes de Navidad. A finales de octubre.
—La barca nunca fue a Córcega —dijo Joan con rabia—. Vino directamente de mi aldea a Sitges.
—¿Así que fueron los nuestros quienes asaltaron tu aldea? —preguntó el viejo aún incrédulo.
—No pueden ser otros. —Joan sentía cómo el odio regresaba haciéndole un nudo en las tripas.
—He oído que ese tipo de cosas ocurrían antes —añadió el hombre—. Y también que Vilamarí recluta tripulaciones a la fuerza. Pero no imaginé que cometiera esas atrocidades con su propia gente.
Joan no respondió. Ocultaba el rostro entre las manos, tenía las mandíbulas tan apretadas que creía que se le rompían los dientes. Cerraba con fuerza unos ojos que lo veían todo rojo. Rojo de sangre. Aún no sabía dónde estaba su familia, pero ya sabía a quién odiar.
—No puedo devolverte la barca —le dijo el hombre—. Vivimos de ella. Pero haré lo que esté en mi mano por ti.
Joan le pidió que le dejara dormir aquella noche en la Gaviota y que le llevara con él de pesca el día siguiente. El viejo le dijo que encantado y que cenara con su familia, pero Joan quiso cenar solo en la barca y el pescador le trajo una frazada y un saco de paja para que durmiera mejor. Era verano, había buena temperatura, y aun así el muchacho apenas concilio el sueño. Acariciaba los tablones, sabía que eran de pinos de su aldea que les vieron crecer a él y a sus hermanos y antes a su padre, y que fueron testigos de su felicidad. La barca era como un miembro más de su familia y sentía en ella la presencia de su padre y sus compañeros. Recordó cuando los domingos de verano también iban su madre y hermanos y cómo ella reía salpicando a los niños con el agua. Eran fantasmas de un pasado feliz que revoloteaban a su alrededor y le impedían dormir.
Joan creía en la magia de las palabras. Y que las palabras escritas tenían aún más poder. Al día siguiente, en alta mar, sacó la tinta de un calamar atrapado en las redes y después de arrancar una fina tira de papel de su pequeño libro de aprendiz que llevaba en el hatillo, escribió ayudándose de un anzuelo: «Te quiero, papá. Te vengaré y seremos libres». Bien sabía que aquella barca era un símbolo de libertad para Ramón. Estaba acostumbrado al mar, a su movimiento y la escritura quedó razonablemente bien dada la precariedad de los medios. Lo dejó secar al sol. Y después, besándolo, hizo una bolita y con lágrimas en los ojos lo lanzó entre las olas. Vio cómo se empapaba y se hundía en el mar. Estaba seguro de que su padre oía su conjuro y que este se cumpliría. Después de aquello sintió paz y se durmió en un rincón bajo la mirada paternal del viejo capitán. Aquella segunda noche aceptó cenar con la familia del pescador, que en mucho le recordaba a la suya. Se acostó en la Gaviota pensando en su propia familia, en Tomás, en su hija y en el resto de los amigos. Al día siguiente, al despedirse del viejo, le dijo:
—Sois un buen hombre, digno de la barca de mi padre. —Y se abrazaron—. ¡Cuidad a la Gaviota!
—Lo haré. Te lo prometo.
Cuando Joan miró los ojos del viejo, vio que también los tenía con lágrimas.